Diversa. Reseña de libros
La educación a debate

La educación es un término que implica pluralidad. Pluralidad en cuanto a lo que es y en cuanto a la manera como se observa. No hay, en ese sentido, una apreciación unívoca ni agotada. La realidad fluye en distintos sentidos y provoca distintas voces. Voces que desde distintas áreas académicas dan cuenta de análisis y reflexiones dialógicas y/o dialécticas. Un ejemplo de ello es el libro La educación a debate: investigaciones sobre la problemática mexicana, siglos XVIII-XX, coordinado por la doctora Belinda Arteaga Castillo. Sus cuatro capítulos dan muestra no sólo de amplias investigaciones por parte de sus coautoras: las doctoras Andrea Torres Alejo, Edith Castañeda Mendoza, Andrea Meza Torres y Belinda Arteaga Castillo, sino también –y no en menor sentido– del compromiso académico que las cuatro tienen hacia su profesión. Esto habla del cambio que ha sufrido la educación en las últimas décadas: hoy los profesores dialogan con sus pares universitarios a partir de investigaciones como ésta que hoy nos ocupa.
El libro, publicado por la Universidad Santiago de Cali, Colombia (2020), es producto del trabajo del Cuerpo Académico “Historia de la educación y educación histórica”, en la Universidad Pedagógica Nacional (UPN, Unidad Ajusco). Su contenido está dividido en cuatro capítulos. El primero se titula “‘Flores de la piedad’. La educación devocional y las prácticas religiosas en el Colegio de San Ignacio de Loyola, 1767-1861”. Su autora, Andrea Torres Alejo, muestra la educación religiosa que recibían las mujeres en dicho colegio. La cuestión es quiénes eran esas mujeres, ya que no se aceptaba a cualquiera. Para ingresar era necesario “constatar su origen, las futuras colegialas [presentaban] la fe de bautismo ante la Mesa de Aránzazu, el órgano rector y administrativo del colegio, con ese documento [tenían que] constatar la limpieza de sangre” (p. 20); sin embargo, aun y cuando no cualquier mujer podía ingresar a esta institución, la educación que recibían era parecida a la de otras escuelas donde podían ingresar personas que no tenían “pureza de sangre”: todas aprendían las labores propias de su sexo: aquellas que en particular construyeran y resaltaran sus “virtudes femeninas”. Esto permite reflexionar acerca de la idea que se tenía de las mujeres y su origen, y cómo se mantuvo en el colegio; sin embargo, también muestra que había algo que las diferenciaba (su raza), y algo que las unía (ser mujeres); y cómo, a pesar de lo primero, se imponía lo segundo. La cuestión es cómo se llevaba a cabo esta educación y por qué. Andrea Torres nos lo dice: por medio de la educación los vascos novohispanos reprodujeron un estereotipo de mujer, el cual se extendía, mediante la caridad, a las clases pobres. Esta instrucción piadosa se daba –entre otras acciones– por medio de ejercicios espirituales: se muestran 23 reglas que tenían que seguir las educandas como parte de dichos ejercicios. Al respecto tómese en cuenta que “la Historia permite [acercarnos] a las costumbres y tradiciones de antes y [con ello] asimilarnos como seres históricos [...] El estudio de los cambios y continuidades [...] ayuda a explicarnos lo que somos hoy en día” (p. 50); también nos ubica como sujetos que se comprenden, igual que aquellas educandas, como personas que se mueven y adquieren sentido en un tiempo y espacio concretos.
El segundo capítulo lleva por título “Educación normal y técnica de la niña indígena (1889-1910)”. Su autora, Edith Castañeda Mendoza –citando a Luis Villoro–, critica el hecho de que “en la reconstrucción del pasado del indígena, ha[ya] prevalecido un discurso ideológico caracterizado según la época y las propias condiciones metodológicas y subjetivas de los investigadores en turno” (p. 57). En ese sentido habría que revisar las fuentes y la metodología, pues la dialéctica –como ella misma apunta– habla de una oposición conceptual: ‘yo’ y ‘otro’; sin embargo, esta dicotomía no se da a la manera de Lacan o de Martin Buber, en donde el ‘otro’ se convierte en un ‘tú’ que sitúa al ‘yo’ y le da sentido ontológico en una dialógica permanente, en vez de una dialéctica concluyente. Aquí sucede otra cosa: la realidad se construye desde un discurso preconcebido. Uno en el que la realidad está ya delineada por las condiciones sociales y económicas: “para ellas [las niñas indígenas] estaba destinada la carrera de profesora de tercera clase por su condición de origen, por ser indígenas y de notable pobreza” (p. 61); esto, sin embargo, no refiere solamente a las futuras profesoras, sino a quienes ellas iban a formar: sus propios alumnos. Así se impone una realidad a fortiori, pues se parte de la idea –precisamente dialéctica– de que hay dos mundos que conviven en cierto sentido, pero que no pueden mezclarse; de ahí el sentido y función de la educación a los indígenas: sólo ellos (ellas) podían reproducir la antípoda de la dialéctica que refieren tanto la autora como Villoro. Este capítulo es una provocación (desde un sentido de “llamado a sacar nuestra voz”, nuestro sentir) no sólo para quienes formamos parte de la educación formal, o los especialistas en historia, sino para quienes estén interesados en la construcción ontológica (filosofía) y la antropología, ya que convergen tres elementos identitarios (ser mujer, ser indígena y ser pobre) (nótese: matizo la idea de “ser”) que se dinamizan diacrónica y sincrónicamente en tanto coinciden en un vértice histórico: ser profesora de tercera clase. Respecto al primer capítulo, cabría preguntarse en qué medida sustituyó el Estado a la Iglesia, en particular en el sentido de ayudar a las clases desprotegidas, pues se siguieron reproduciendo estereotipos sociales. La autora estudia dos categorías conceptuales: la laicidad y la educación técnica, como formas que se utilizaron para romper un pasado enmarcado por la religión; sin embargo, cabría preguntarse si en realidad se logró, pues, como dice Edith, “una vez egresadas estas mujeres [...] todas ellas serían portavoces de enseñanzas de labores femeniles, pues [...] las alumnas que estudiaron como internas, tenían la obligación de aprender las habilidades asignadas a su género” (p. 80).
El tercer capítulo se titula “La formación de los maestros mexicanos: entre la ciencia y la militancia (1870-1936)”, de Belinda Arteaga Castillo. La autora muestra algunos de los debates que sobre educación se dieron a finales del siglo XIX. Las ideas liberales señalaban el rumbo no sólo político e ideológico, sino también –y no en menor sentido– las de carácter educativo; o mejor: las tres ideas (políticas, ideológicas y educativas) convivían en un único cernidor que dejaba pasar la realidad ya cernida por dichos matices. Al final, a partir de debates y congresos educativos, buscaban “renovar la educación desde sus bases orgánicas hasta sus aspectos operativos” (p. 104). Sin embargo, no era (ni es) la educación algo idealizado al punto de no ver a sus actores. El quid era, en este sentido –y así lo muestra Belinda– la formación de los futuros maestros, así como los que ya se desempeñaban en las escuelas. Todo esto nos lleva a comprender que no hay un quid (el qué) sin un quis (el quién). No se puede –dicho de otra manera– estudiar a la educación sin ver las particularidades de sus actores.
En el caso de este capítulo, se pueden escuchar las vivencias de sus propios actores: los maestros, y cómo, por medio de sus diversas actividades (dentro y fuera de la escuela) formaron una identidad de servicio. Esto nos lleva a replantear el sentido de los anteriores capítulos: en particular a la construcción de una identidad: ora en alumnas de un colegio católico, ora en jóvenes indígenas pobres; ora en maestros formados con un enfoque liberal y científico. En todos estos casos subyace la idea de “ser” desde la educación. Sin embargo, esta idea no es –al menos no necesariamente– original de los maestros, pues está su contraparte: el Estado. Una muestra de ello es lo que refiere la autora: “En su momento, Justo Sierra y el propio don Porfirio definieron al magisterio como una profesión de Estado y con ello intentaron cerrar el paso a sus críticos señalando que, como tal, la carrera de profesor de escuela no admitía desviaciones” (p. 146). Esta idea de univocidad se despliega en la misma dialéctica referida anteriormente, una dialéctica que no busca la síntesis (a la manera hegeliana, sino mantener los opuestos: dialéctica pascalina), así se ve en la oposición que se ha recorrido hasta ahora: una institución religiosa novohispana (Colegio de San Ignacio de Loyola) versus educandas ricas, pertenecientes a una raza gobernante; una Escuela Normal versus jóvenes indígenas pobres destinadas a ser maestras de tercera clase; y ahora un Estado liberal que busca establecer y mantener un coto de poder (del latín cautus, límite o acotación que indica pertenencia) a partir de la educación versus el dinamismo que mostraron los profesores en distintas áreas. En todas estas tesis y antítesis se puede observar una educación que aunque refiere diferentes realidades se desarrolla desde un discurso hegemónico a priori. Esto abre la posibilidad de su estudio. Así lo indica su coordinadora, la doctora Belida Arteaga: “este libro es una aportación a la historiografía educativa; es una herramienta para acercar a especialistas de la historia o a investigadores de otras disciplinas a temáticas muy particulares de la educación en México” (p. 12); y es que en sus páginas se puede estudiar y comprender a la educación como un fenómeno multidisciplinar, en donde convergen no sólo diferentes epistemologías (formas de construir el conocimiento), sino también diversos estudios epistémicos (categorías de análisis).
El último capítulo “La memoria colectiva: una reflexión teórica para la enseñanza de la historia en México”, de Andrea Meza Torres, cierra el libro y –a la vez– mantiene abierto el sentido de los temas que aquí se han abordado, ya que la educación no es un tema propio de la pedagogía o de la historia, sino de diversas disciplinas que convergen en su aprehensión y discusión. La autora replantea el concepto de “memoria histórica” a partir de revisar las maneras como se conceptúa en las ciencias culturales en Alemania y en Francia. Su idea es “elaborar una reflexión de esta producción de conocimiento desde América Latina” (p. 153). Esto –siguiendo la temática de los anteriores capítulos– permite comprender que no basta la historia de la educación: hace falta comprender la manera como se guardan (esas historias) y la forma como se enseñan. Andrea se pregunta ¿qué es la cultura sino la reproducción de aquello que distintos grupos sociales recuerdan?, ¿no es la cultura una serie de prácticas y valores asociados con el recuerdo y con la convicción de mantener este recuerdo vivo a partir de las prácticas de la vida cotidiana y en los proyectos de vida? (p. 154). Y hace un recorrido por las diferentes teorías sobre la “memoria colectiva”, mostrando sus particularidades. Afirma que en América Latina se ha discutido la interculturalidad (igual que en Europa) en torno a procesos de transmisión de conocimientos y formación de memoria e identidades colectivas; sin embargo, se pregunta “cómo afecta esto no sólo a la escritura sino también a la enseñanza de la historia [sobre todo en] el caso de México (p. 164). Para ello, basándose en Paulo Freire y Enrique Dussel, sostiene que “se han internalizado prácticas que fortalecen las estructuras de poder que sustentan la opresión de grupos marginados” (p. 166). Esto lleva a anular y dominar al otro, a “lo otro” (p. 167). Siguiendo a estos autores, habla de “geografías periféricas” con las que se propone un “diálogo”, con el fin de “transformar la lógica de las relaciones de dominación” (p. 167). Esto viene a desentrañar el sentido epistemológico de este libro: descubrir la dialéctica hegeliana y/o pascalina, que buscan una véritas absoluta; y –a la vez– mostrar la necesidad de un diálogo con el que se pueda construir una alétheia, en donde no impere a priori la voz de alguna de las partes.