Resumen: La razón no es sólo un aspecto de la capacidad gnoseológica del ser humano. Su ámbito no queda restringido en los estudios de orden epistemológico. Desde su origen griego, la razón es una importante tecnología corporal que ha construido la civilización Occidental a partir de la exclusión de otros saberes y de la construcción social del cuerpo normalizado, domeñado y disciplinado. La crítica a la razón y la aparición de filosofías y estéticas alternativas, suponen también procesos de resistencia social desde la corporeidad.
Abstract: The reason is not only an epistemological aspect of human capacity. Its scope is not restricted to the epistemological studies. Since its Greek origin, the reason is a major bodily technology that Western civilization has been built from the exclusion of other knowledge and the social construction of standardized, tamed and disciplined body. The critique of reason and the emergence of alternative philosophies and aesthetic processes also involve social resistance from corporeality.
Artículos
Razón, cuerpo y resistencia social (Un estudio sobre la corporeidad en tres momentos históricos de la razón)
Hegel, en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (2005) señaló que «el momento griego» fue aquel en donde la «bella subjetividad» había logrado expresarse en la estética del cuerpo y había modelado, a través de la gimnasia y la filosofía, la posibilidad de la objetivación de la Idea. Este comentario se enlazó posteriormente a la tarea que se echó a cuestas Jaeger (2001), en su vasto y erudito trabajo sobre la cultura helénica y el ideal de ser humano griego. Este estudio, dirigido a investigar los procesos espirituales de una etapa de la cultura y la filosofía griega ofreció mucha luz sobre ese proceso de objetivación del ideal griego de humanidad. Jaeger reconoció que su objetivo fue ofrecer un estudio de la realidad concreta del destino vital de este pueblo que lo esculpió a través de la educación: la formación de un alto tipo de hombre. El autor trató de entender la relación íntima entre la versión ideática de una filosofía que nunca soslayó a la corporalidad. Jaeger (2001) escribió: “No es posible comprender el ideal agonal que se revela en los cantos pindáricos a los vencedores sin conocer las estatuas de los vencedores olímpicos, que nos los muestran en su encarnación corporal, o las de los dioses, como encarnación de las ideas griegas sobre la dignidad y la nobleza del alma y el cuerpo humanos” (p. 14).
La perspectiva hegeliana sobre «el momento griego» ofrece otros matices y también otras posibilidades en el estudio del cuerpo como destinatario de la objetivación de la subjetividad social y puede ayudar a entender a la razón no sólo como expresión de la constitución gnoseológica del ser humano sino como un poderosa dispositivo capaz de definir la corporeidad, y generar mecanismos de exclusión social.
En el presente ensayo revisaremos tres momentos de la historia de la razón y su impacto en el cuerpo, la sensibilidad y la gestualidad como expresiones de esa relación que Hegel señaló en sus lecciones. El primer momento se centrará en la Grecia de la filosofía post-socrática; el segundo, en el tránsito que va del siglo XVII al XVIII y, finalmente, como contraste de análisis, buscaremos rastrear cómo la crítica y sospecha de la razón que condujo a la construcción de las filosofías posmodernas también impactó necesariamente en la visión del cuerpo y sus sensibilidades.
El momento griego
Aristóteles, quizás, fue el primer filósofo que buscó entender en el pensamiento presocrático el origen de la búsqueda de la verdad y la fundamentación de las primeras causas. El estagirita en su Metafísica (1986) estableció que hubo un espíritu común en las indagaciones presocráticas y que fue la búsqueda de un principio de explicación, ya sea en el logos o en la naturaleza (physis), capaz de permanecer y dar coherencia y unidad a sus explicaciones. Este principio denominado arjé tuvo la virtud de ser el pretexto que condujo al pensamiento hacia la búsqueda de una unidad gnoseológica frente al mundo caótico de las explicaciones mitológicas. Las respuestas de los presocráticos en términos de determinar cuál fue ese principio no pueden aglutinarse en un solo concepto; sin embargo, detrás de la noción del agua (Tales de Mileto), del pneuma (Anaxímenes) o del apeiron (Anaximandro), entre tantos, se encuentra el origen de la razón, entendida como una cualidad de pensamiento que indaga, que fundamenta y que busca la verdad.
No nos detendremos en las propuestas esbozadas por los llamados presocráticos. Nuestro objetivo es más modesto y consiste en vislumbrar, desde el origen de la filosofía y de la metafísica, cómo el discurso de la razón generó formas de exclusión de otras formas de pensamiento y direccionó la constitución de una corporeidad centrada, precisamente, en esa exclusión.
Centremos nuestra atención en el Poema Ontológico de Parménides. De acuerdo con Shüsler (1986) el poema parmenidiano es en realidad una enseñanza sobre las vías mismas del conocer y sobre la verdad que se puede alcanzar en la única ruta de pensar el ser. En el poema, Parménides relata un viaje iniciático hasta las mansiones de la diosa –no se precisa cuál- en donde es recibido y es recompensado con la develación de lo que es el único camino de indagación: pensar al ser.
Pues bien, yo te diré (y tú, tras oír mi relato, llévatelo contigo) las únicas vías de investigación pensables. La una, que es y que le es imposible no ser, es el camino de la persuasión (porque acompaña a la Verdad); la otra, que no es y que le es necesario no ser, ésta, te lo aseguro, es una vía totalmente indiscernible; pues no podrías conocer lo no ente (es imposible) ni expresarlo. (Kirk, Raven y Schofield, 1998: 46).
El poema parmínedeo exploró por primera vez el problema del pensar, del ser y la verdad y estableció que la única vía posible de solución de la última –es decir, de la verdad- estriba en el pensar el ser. Una vez establecida esta premisa, Parménides se dedicó a desvirtuar los dos caminos alternativos de conocimiento al considerarlos como vías erróneas porque, con respecto al no-ser, ese no es camino de indagación y con respecto a la opinión (doxa) concluye que es camino de mucha confusión. El trabajo de Parménides es demoledor y totalmente excluyente de cualquier vía del conocimiento que no sea la demarcada por la diosa. Kirk, Raven y Schofield (1998) escribieron: “La metafísica y epistemología de Parménides no dejan lugar alguno a cosmologías como las que habían modelado sus precursores jonios, ni tampoco a la más mínima creencia en el mundo que nuestros sentidos manifiestan” (p. 42).
La influencia de Parménides y de su ontología excluyente de otras vías alternas de conocimiento influyó en la filosofía posterior y se mantuvo latente como principio subyacente en la obra de los postsocráticos. En efecto, tanto Platón como Aristóteles habrán de entender y de enseñar lo que ya para Sócrates era una verdad indudable e irrefutable: que el camino de la indagación de la verdad siempre pasa por la vía de la razón.
A partir de Parménides y posteriormente en la obra de Platón y de Aristóteles, la razón se constituyó no sólo en la forma apropiada de conducir el pensamiento sino en el signo de una civilización que ajustó sus hábitos y sus costumbres -es decir el devenir de su cultura y de su vida cotidiana-, a los cánones propios de la ecuación socrática en donde la virtud sólo se concibe cuando se iguala a la razón y ésta conlleva necesariamente a la felicidad.
La razón constituyente se encuentra en por lo menos tres dimensiones enlazadas de la existencia griega: en la vida política, en la educación y en la sexualidad.
El estado-ciudad puede ser considerado no sólo como una unidad política en donde se desarrolló la incipiente democracia ateniense, sino el eje de gravedad de toda una sociedad que no podía concebirse fuera del orden político. Jaeger (2001) lo expresó del siguiente modo: “El estado-ciudad más antiguo era para sus ciudadanos la garantía de todos los principios ideales de su vida; πολιτεύεσθαι significa participar en la existencia común. Tiene también simplemente la significación de “vivir”. Y es que ambas cosas eran uno y lo mismo. En tiempo alguno ha sido el estado, en tan alta medida, idéntico con la dignidad y el valor del hombre” (p. 115).
La naturaleza política de la cultura griega estaba cimentada en una concepción orgánica de unidad en donde el ciudadano, como ser político y como animal que piensa, sólo podía garantizar su existencia en la estructura vital de la polis griega. Aristóteles mismo, entendió que la constitución orgánica de la ciudad-estado radicó, precisamente, en que no hay hombre que se conciba fuera de aquella.
Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana (Aristóteles, 1988: 45).
La naturaleza orgánica de la polis griega es una excelente premisa de trabajo para entender que la identificación de la humanitas, es decir del ser del hombre, de la civilitas –de la constitución de la cultura- y lo politikon se encontraban estrechamente enlazados de tal modo que la vida dentro del cosmos griego responderá a una serie de ecuaciones en donde la razón hilvanó y entretejió al ser político y dio corporeidad a los ideales de esta civilización.
Agamben (1998) escribió uno de los estudios más interesantes sobre la relación entre política y corporeidad en la edad griega. Al revisar la noción de vida, entendió que existieron dos percepciones que estaban directamente vinculadas con la esfera de las representaciones políticas. De acuerdo con Agamben, la palabra vida tuvo dos acepciones. La primera, muy vinculada con la constitución orgánica y animal de sus manifestaciones, se nombraba zoe; la segunda, en contacto estrecho con la esfera política, se le denominó bios. Entre el zoe y el bios existió la frontera de la razón porque el primero sólo fue elemento de clasificación de las especies dentro de la taxonomía desarrollada por el mismo Aristóteles y el segundo incluyó la inmersión orgánica al mundo de la estructura vital de un pueblo para el cual la existencia común se convirtió en el signo más elevado de civilización. En el cosmos político y legal del antiguo modelo helénico, explicó Jaeger, “el estado es el espíritu mismo y la cultura espiritual se refiere al estado como a su último fin” (2001:115).
El signo elevado de la civilización griega, confiada en ese cosmos orgánico y legal ya aducido, se expresó en los ideales de la educación y en la búsqueda de constituir un modelo de hombre capaz de estar en el horizonte de la virtud (areté) y en el deseo de convertirse en ciudadano perfecto de ese orden político y orgánico. De acuerdo con Jaeger (2001), ese ideal sólo se pudo expresar en lo que él denominó Paideia. La “educación de los niños”, según la etimología de la palabra, en realidad puso de manifiesto un modelo trascendental de educación que incluyó un ideal de humanidad, una serie de arquetipos estéticos y un revestimiento corporal que se manifestó en la gimnasia, en la dietética y en el cuidado de sí que estuvo presente en la administración del conocimiento y del ocio griego. En los Diálogos de Platón, específicamente en El Banquete (1999), se pueden observar los rituales corporales que antecedían a los simposiums y el ambiente de cuidado corporal que pasaba por el buen alimento, el descanso del cuerpo y la disertación racional. Los simposiums eran un banquete corporal e intelectual, un espacio para los concursos retóricos en los que, como asegura Veyne (1987), se celebraba el ritual del poeta, del orador, del narrador de historias que una sociedad trágica requería. Estos ensayos retóricos no eran ejercicios aislados. Por el contrario, así como las olimpiadas, el teatro y la filosofía, entraban dentro de una serie de tecnologías culturales que ayudaban a construir el sentido de la identidad griega. “En la competencia se formaba el verdadero espíritu de la comunidad. Así, resulta fácilmente comprensible el orgullo de los ciudadanos griegos por ser miembros de su polis.” (Jaeger, 2001: 111-112).
El orgullo de ser parte de la ciudad-estado no fue sólo un sentimiento de identidad sino un signo de vida política activa y también un reconocimiento de la necesidad de operar, sobre el propio cuerpo, cierta transformación de sí mismo. Michel Foucault (1990) identificó en la antigüedad helénica por lo menos dos prácticas corporales: el epistemelesthai sautou, «cuidado de sí» y el gnothi sauton, «el conocimiento de sí». La primera definía la necesidad de hacer realidad el precepto del sentirse preocupado por sí mismo y de ocuparse no sólo de la adquisición de riquezas y reputación y honor, sino de alcanzar –según palabras de Sócrates- la sabiduría, la verdad y la perfección del alma.
El epistemelesthai sautou significaba la sujeción del cuerpo a tecnologías corporales que iban dirigidas al gnothi sauton y al desarrollo de ese ideal griego de humanidad que sólo podía ser posible a través del desarrollo de cierta techné racional que atravesaba por lo menos cuatro relaciones corporales básicas y que constituían redes de obligaciones y servicios para el cuerpo y para el alma: la actividad política, la pedagógica, la gnoseológica y la ars erotica.
La red de obligaciones corporales entre los griegos –abluciones, disciplinamiento físico e intelectual, participación política, gimnasia, dietética- estaban dirigidas hacia la constitución del ideal del hombre y del alma que permitió, según veíamos en Hegel, que esa «bella subjetividad» lograra su objetivación y lograra, dicho sea de paso, el proceso mismo de la distinción cultural que fue una tecnología de exclusión efectiva y que, a su vez, justificó la construcción de ciertas dualidades propias de ese momento histórico: griego/bárbaro, amo/esclavo, zoe/bios.
El bárbaro surge como una construcción social en medio de la cultura helénica que ya había alcanzado un grado de esplendor y de unidad. Antes del periodo helénico, es decir antes de los siglos IV y V antes de Cristo, esa asignación al extranjero, al otro, no existía. De acuerdo con Santiago (1998): “Consecuentemente, de acuerdo con la argumentación tucidídea, el término bárbaros (βάρβαροι) como opuesto a griegos sería de esperar sólo después que el nombre se hubiera convertido en la designación habitual del conjunto de los diferentes pueblos griegos” (p. 35). Ser bárbaro significaba, en primera instancia, no ser griego, ser otro, no estar agrupado dentro del reconocimiento del civilitas helénico. En segunda, significaba no tener un lenguaje apropiado, tener problemas de elocución y ser quien no busca ni en su habla, ni en su inteligencia, ni en su cuerpo el cultivo del alma. Ser bárbaro era, en el sentido de lo que hemos venido disertando, no tener cuidado de sí, no compartir el disciplinamiento que presupone la razón ni tener los gestos de refinada inteligencia que suponía el orgullo griego, en pocas palabras, ser el excluido del banquete de la civilización.
La exclusión, por supuesto, era corpórea y tuvo que ver con la misma división sexual del trabajo, con las condiciones del esclavismo en la que se basó la economía griega y con lo que Foucault (1990) denominó como ética griega de la sexualidad. Las mujeres eran sexualmente inferiores, podían participar de festividades religiosas pero fueron excluidas del “ideal griego” que incluía la participación política y el disciplinamiento físico.
El segundo momento de la apoteosis de la razón se identifica en el desarrollo del siglo XVII y su identificación como eje civilizatorio en pleno siglo XVIII. Este periodo de la historia en realidad tiene un largo contexto que puede ubicarse desde el nacimiento de las primeras universidades en la Europa Medieval, el descubrimiento y traducción a las lenguas cultas de algunos textos perdidos de Aristóteles, las grandes discusiones hermenéuticas y apologéticas del escolasticismo medieval y, por supuesto, al periodo denominado como Renacimiento que volvió a colocar, en medio de las visiones escatológicas y espirituales de la Iglesia, la posibilidad del antropocentrismo humanista que recuperó a la razón como fundamento del nacimiento de la filosofía de la naturaleza.
Descartes ha sido identificado como el precursor de la idea de que el nuevo hombre, una vez extraído de los siglos de tradición escolástica y clerical, debería fundar su búsqueda –tanto científica como personal- en las bondades de la razón. “El yo no puede dejar de pensarse siendo yo, presentando un yo que, aunque es en el pensarse, se pone también siendo ser: res cogita. El yo se pone enfrente otro yo que tiene por el pensar ser” (Sánchez, 1992:303).
La idea cartesiana es muy clara en lo que respecta a la correspondencia entre Razón y Naturaleza y esta es expresada como una igualdad de términos en donde la razón es la forma de conducir al espíritu hacia el descubrimiento de las leyes que conectan el orden de las cosas y que clarifica el mismo acto del pensar. De acuerdo con Descartes, la res cogitans se sobrepone a la res extensa y con ello constituye una nueva metafísica que influyó poderosamente en la mentalidad de su siglo y que se puede identificar en las reflexiones de Pascal y Newton acerca de la fuerza de la razón argumentativa, propia de estos pensadores. Spinoza (1984), por ejemplo, escribió:
Antes de seguir adelante, debemos traer a la memoria aquí lo que más arriba hemos demostrado, a saber: que todo cuanto puede ser percibido por el entendimiento infinito como constitutivo de la esencia de una sustancia pertenece sólo a una única substancia y, consiguientemente, que la substancia pensante y la substancia extensa son una sola y misma substancia, aprehendida ya desde un atributo, ya desde otro (pp. 115-116).
La confianza en la razón moderna no sólo quedó como parte del desarrollo de la historia de las mentalidades europeas. Como principio civilizador, la razón también dio forma a la sensibilidad y a la gestualidad de los siglos XVII y XVIII que, desde otra óptica, también estableció prácticas de diferenciación social, de exclusión y de representación de las aristocracias feudales y de la pujante burguesía quien en estos siglos empezó a configurar su propia corporalidad y, con ello, el fortalecimiento de un capitalismo en ciernes.
Norbert Elías (1985) realizó uno de los mejores estudios sociogenéticos del comportamiento y de la civilidad europea que demuestran que la relación cuerpo-subjetividad se encuentra perfectamente enlazado y tejido en la historia del poder. Una de las tesis centrales de Elías es que la noción “cortesía”, propio de las estrategias de negociación de las aristocracias feudales, se vio transformada en “civilización” durante el tiempo que llevó a consolidar a la sensibilidad burguesa desde el Renacimiento hasta el siglo XVII. No es lo mismo, recalcó Elías, ser una clase de segundo grado –situación que vivió la burguesía durante muchos siglos en la alta Edad Media- a convertirse en la clase portadora de la conciencia nacional que encontraron su legitimación en la diferenciación social adecuada de conductas, tecnologías corporales y nuevas gestualidades. La cortesía respondió a una serie de refinamientos propios de las clases privilegiadas que requirieron de actos protocolarios para el trato entre sí. La cortesía estuvo siempre contemplada en ciertos actos donde el trato y el tacto se convirtieron en cualidades públicas: comer sin chasquear la lengua, no poner los codos sobre la mesa, contener los gases apretando las nalgas, no escupir sobre la mesa son, como puede observarse, lineamientos de protocolo que deberían tomar en cuenta las clases altas en el Medioevo. No ocurrió así con el concepto de civilización que, por lo menos desde Erasmo de Rotterdam, incluyó no sólo las reglas de la buena conducta sino que se combinó con la necesidad de expresión misma del espíritu. Elías escribió:
Los escritos de Erasmo, que constituyen un momento culminante en este tipo de obras de los humanistas, muestra una doble vertiente. De un lado, se encuentra en gran medida inmerso en la tradición medieval, puesto que hay en él una buena parte de reglas y mandatos procedentes de la tradición de los escritos medievales de cortesía. De otro lado, sin embargo, contiene atisbos muy claros de nuevas formas de comportamiento, lo cual va a permitir la aparición de nuevas nociones que han de sepultar el concepto de cortesía mantenido hasta entonces por los círculos caballeresco-feudales. En el siglo XVI va desapareciendo lentamente el empleo del término courtoisie entre la clase alta, mientras que el concepto de civilité va haciéndose más frecuente y, por último, acaba predominando en el siglo XVII (1985: 115).
Los motivos de este cambio entre courtoisie y civilité están directamente vinculados con el cambio de atmósfera que empezó a gestarse en la vieja Europa a raíz del ascenso de la sensibilidad burguesa que, al igual que las clases cortesanas, empezaron a construir y a justificar su civilidad con comportamientos sociales que reflejaran en la mesa, en los hábitos al dormir, en el lenguaje y en la referencia inmediata a un cierto “cultivo” del espíritu, esa distinción que partía del refinamiento en la conducta y culminaba en una gramática de la verdad que, por lo menos desde Descartes y su visión del anatomometafísico, fue la gramática de la ciencia.
La razón científica que propició el desarrollo de la denominada filosofía de la naturaleza y que entre otras cosas transformó la visión espiritual del cosmos medieval al constituir ese universo mecánico propicio a ser descubierto por las arduas indagaciones del método y de la representación matemática, se convirtió también en un nodo del espíritu que buscó expresar su distinción en un proceso gradual de refinamiento de los gestos, de la sensibilidad y del cuerpo.
Grosso (2005) escribió que los distanciamientos primarios de la ética letrada fueron asumidos por las burguesías emergentes en su proceso de identificación diferencial.
Estas se movían entre las barreras que les imponía la nobleza para alejarlas de sí y las barreras que ellas mismas establecían para alejarse del pueblo. En su aspiración hacia arriba, tomaron extrema vigilancia respecto de las amenazas de abolición de las demarcaciones hacia abajo: la conciencia burguesa querría mantener las barreras hacia abajo mientras que veía que se le abrían las puertas hacia lo alto (p. 239).
En esta apertura hacia arriba el espíritu burgués se identificó con el control de los impulsos, con los “espacios pacificados”, con la disciplina corporal que construyó una nueva interioridad objetivada en donde era posible controlar los aspectos vulgares, bárbaros y animales de la conducta corporal heredada del medievo.
El ejercicio científico presupuso una serie de corolarios mínimos que deben ser revisados para entender cómo es que la razón se convirtió en el ápice de la civilización misma. Uno de los principales problemas lo constituyó la noción del Cogito cartesiano quien, una vez más, sobrepuso el mundo de la conciencia sobre el cuerpo y colocó a éste último como el punto de inserción donde confluía la expresión misma de la conciencia. El anatomometafísico cartesiano concibió al cuerpo como máquina que contiene al yo cognoscente, como mente oculta en el interior de un cuerpo, y ello requirió, señaló Foucault (1990), de ciertas tecnologías del yo donde se pudiera constituir la plena posesión de la razón y se pudiera expresar, como conductas corporales, el refinamiento de la sensibilidad y de la exclusión con los de abajo.
La nueva sensibilidad estuvo basada en las dualidades delicadeza/rudeza, alma/cuerpo, luz/oscuridad. Estas metáforas hicieron posible la constitución de sistemas de identidad capaces de hacer la diferencia entre las costumbres, modales y gestualidades medievales y las que debería traer consigo una época que experimentó con el umbral de su propia sensibilidad y que fue capaz, desde ésta, de establecer la distinción entre tradición y modernidad.
La moderna sensibilidad incluyó la transformación de tecnologías corporales que poco a poco, tras el desarrollo del pudor burgués –pudor que sólo podía provenir de la organización del cuerpo a partir del principio de la razón-, hicieron posible que ciertas funciones corporales fueran retiradas a lo privado.
Se extendió el uso del tenedor en las ‘maneras de la mesa’, las nuevas reglas derivaron y dominaron las pulsiones bárbaras de guerra y agresión y se puso así una limpia distancia frente a ‘las manos engrasadas y sucias del vulgo’. También el pañuelo se interpuso, ocultando el fluido ‘desagradable’ y evitando el contacto directo. La ropa de cama cubrió la nocturna desnudez medieval (Grosso, 2005: 241).
La razón justificó la construcción de un decoro burgués capaz de ir dando forma a una arquitectura del poder donde lo público se fue privatizando y se fue recluyendo a la esfera de la nueva intimidad social. Ni orinar, ni defecar, ni los rituales de higiene o los hábitos de cama podían quedar a la luz de los otros sin sentir que se estaba violando el mismo espíritu de la época que incluyó una transformación arquitectónica de las nuevas ciudades burguesas -el matadero, el cementerio y los mercados fueron cambiados a las periferias, aparecieron las casas con distintos tipos de habitaciones especializadas por su uso y por reflejar una expresión íntima de la corporeidad- y una necesidad cada vez más abierta y enfrentada de asepsia social.
La sociedad burguesa introdujo poderosas tecnologías normativas del cuerpo y, bajo el impacto del reloj mecánico, el desarrollo de la manufactura y la razón técnica, se constituyó lo que Gasparini (1997) denominó como el modelo cultural del tiempo occidental. El dominio del tiempo y de los espacios seculares supuso la creación de un solo mundo en un tiempo único y homogeneizador. Giovanni Gasparini nos habla del modelo cultural de tiempo occidental y nos dice que sus principales características son: a) la concepción y la representación del tiempo de forma cuantitativa, ligada a la posibilidad largamente difundida de medir de forma exacta su flujo; b) el tiempo es aprehendido en términos de eficacia, en términos del objetivo de una evaluación económica. En otras palabras, el modelo hegemónico del tiempo occidental, que impactó también en los modos disciplinarios sobre el cuerpo, se expresó en la utilidad productiva. “Time is money” no es sólo una frase, es una exigencia dirigida a economizar el tiempo, a supeditarlo dentro de la lenta estática del reloj. Ahora bien, éste modelo cultural de tiempo tiene como indicadores fundamentales el tiempo de trabajo productivo, la parcelación del mismo, la producción en masa y la organización científica del trabajo, mismos que presuponen intensificación de los intercambios de mercancías, información y corporeidades.
El nuevo tiempo, la nueva sensibilidad que colocó al pudor y a la asepsia social como ejes de la corporeidad y la necesidad de transformaciones con base en el principio de la razón política, vio su apoteosis en el siglo XVIII en pleno proceso de la Ilustración y del nacimiento de las democracias modernas. Este siglo, conocido y caracterizado más como uno donde la política tomó su relevancia civilizatoria al lograr consolidar discursos sobre la organización del poder público, instituciones, de grandes configuraciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias y jurídicas, medidas administrativas y enunciados científicos, se encargó de dar forma y consistencia a un régimen político y cultural que apostó, en primer lugar, a la distinción entre tradición y modernidad, entre fanatismo y racionalidad, entre oscuras monarquías e iluminadas democracias.
La Ilustración es otro momento de la historia donde la subjetividad política logró objetividad al conformar una serie de dispositivos que tocaron y moldearon el cuerpo. De acuerdo con Runge (2002), todos los reacomodos que se suscitaron en este siglo se debieron gracias a lo que se puede denominar un dispositivo de las apariencias que permitió “dejar ver, hacer o decir” a la luz de lo público que provocó el surgimiento de la burguesía. Dar forma al cuerpo, cubrirlo con una apariencia propia que le permita escenificar el poder, vestirlo y refinarlo para ser expresión propia de la razón que se objetiviza en cada acto. Para lograr el ejercicio de este dispositivo hubo necesidad de establecer una serie de prácticas de la distinción que permitirían abrir brechas que lo disociaran, primero, de la aristocracia medieval (imaginada en el pasado) y segundo, que lo diferenciaran del pueblo, de la plebe. Este sistema de prácticas de la distinción pasó por una serie de signos que abarcaron las manifestaciones espirituales, las estéticas, las materiales y las intelectuales. Por esta razón, en aras de establecer un hilo imaginario de poder basado en la distinción, fue necesario que los ilustrados y los hommes de lettres apostaran por la educación, por el trabajo y, por supuesto, por la racionalidad del ahorro y de la acumulación que sería marca, según enseñó Weber (1991) de la ética calvinista, de la salvación personal. La realización personal, el aseguramiento de la vida más allá de la muerte, la contrición de la carne del puritanismo protestante, la noción del trabajo y el carácter discriminatorio de la razón dieron vida a la necesidad de las apariencias y a la exclusión viviente de todo lo que debiera distinguirse y diferenciarse. Runge aseveró: “el hombre burgués, enmarcado ahora dentro de una temporalidad lineal y abierta -no cíclica-, comienza a verse a sí mismo como un proyecto hacia el futuro, hacia arriba. Pero, sobre todo, como un proyecto racional y calculado que debía estar en condiciones de llevar tanto a un perfeccionamiento individual como colectivo” (2002: 45).
El Emilio de Rousseau, la Enciclopedia dirigida por D’alembert, la justificación que se hace de la razón ilustrada en la obra de Kant, entre otras manifestaciones literarias, plásticas y políticas, tienen de fondo ese sustrato que identificó la civilización con el control de los impulsos y de los sentidos, que le impuso una moral donde la disciplina corporal y el control racional de las pasiones, marcarían un eje de construcción social donde el civilizarse, el escolarizarse –es decir encontrar forma y mostrarse- partió de la posibilidad de erigir en el horizonte histórico y cultural una noción anatomometafísica de la realidad y en donde fue posible anteponer el Espíritu sobre el individuo, a la Idea sobre la carne.
Hasta este momento hemos tratado dos momentos de la historia de la Razón en los cuales hemos podido entrever las formas en que esa “bella subjetividad” se ha materializado en la corporeidad misma. Existe, sin embargo, una idea central en este ensayo que definiría la posibilidad de entender cómo la crisis de la Razón –propia del espíritu de las sociedades contemporáneas- también genera alteridades y, entre otras cosas, probabilidades de resistencia política, cultural, expresada en la visión y revisión del cuerpo.
Nuestro punto de partida es el movimiento contra-ilustrado que a partir de Vico, Hamann y Herder (Berlin, 2008), pusieron en jaque al principio civilizatorio de la razón. “Yo vine al mundo no a pensar, sino a sentir, amar y vivir” podría ser considerado el motor del denominado prerromanticismo que buscó, en aras de la construcción de la identidad de los pueblos germanos, repeler a la seductora fuerza civilizatoria de la Razón Ilustrada. Este emblema que puede identificarse con todo un movimiento intelectual que fructificó en la literatura de Goethe, Novalis y en la del mismo Herder (Berlin, 1984), se extendió poco a poco en forma de filosofía –sobre todo en Vico, Schopenhauer, Nietzsche− (Berlin, 1999), en forma de ciencia histórica y humana en la tradición hermenéutica de Dilthey y Weber (Bengoa,1992) y, sobre todo, en una nueva actitud cultural que estuvo mediada por el desarrollo, a inicios del siglo XX, de las novedosas realidades urbanas que encontraron en la aparición del automóvil y el televisor, el ambiente propicio para el desarrollo de nuevas vertientes estéticas que, como el surrealismo, exploraron las manifestaciones de un espíritu social que, para autores como Bell (1994) estaba fundado en el nihilismo. Bell fue uno de los primeros sociólogos que dieron cuenta de estos procesos al revelar cómo el capitalismo había abandonado el ascetismo religioso protestante para dar paso al hedonismo.
La ética protestante había servido para limitar la acumulación suntuaria (pero no la acumulación de capital). Cuando la ética protestante fue apartada de la sociedad burguesa, solo quedó el hedonismo, y el sistema capitalista perdió su ética trascendental […] El hedonismo, la idea del placer como modo de vida, se ha convertido en la justificación cultural, sino moral, del capitalismo. Y en el ethos liberal que ahora prevalece, el impulso modernista, con su justificación ideológica de la satisfacción del impulso como modo de conducta se ha convertido en el modelo de la imago cultural. Aquí reside la contradicción cultural del capitalismo (Bell, 1994: 33).
Bell reconoció que la sociedad burguesa del siglo XX puede ser definida no en el ámbito de la necesidad, sino en el del deseo. Si bien se reconoce la existencia de un orden tecno-económico, regido por los términos de eficiencia y racionalidad funcional, también se establece que la cultura que surgió a partir de la década de los años setenta era “pródiga, promiscua, dominada por un humor anti-racional, anti-intelectual, en el que el yo es considerado la piedra de toque de los juicios culturales, y el efecto sobre el yo es la medida del valor estético de la experiencia” (Bell, 1994:48) Este yo-lúdico, si bien se antepone a las estructuras tecno-económicas y a su principio axial, no las reconviene ni las elimina.
El hedonismo cultural identificado por Bell estuvo vinculado con la aparición de corrientes plásticas que erosionaron al modernismo para construir y devorar todas las posibles manifestaciones de arte que pasaron por la crítica anti-racionalista del simbolismo de Baudelaire, el dadaísmo, el surrealismo y, entrada la década de los años setenta, el denominado Body-Art. En todas estas manifestaciones estéticas que buscaron romper con el orden tradicional de una sociedad que había perdido su propia capacidad de trascendencia, se puede observar una cierta transformación que llevó de la ética del trabajo y del ahorro racional del ascetismo protestante, a la constitución de un narcisismo cultural que se basó en la hybris (avaricia) como nuevo valor ético del capitalismo.
El narcisismo constituye un dispositivo distinto al de la apariencia, ya estudiado en el epígrafe anterior. Si bien el narcisismo requiere de la imagen, éste debe recuperar las relaciones con su propio cuerpo y a la construcción de ciertos ideales de belleza, juventud y glorificación del deseo.
En el dispositivo de la apariencia de la época ilustrada era fundamental revestir las buenas costumbres, la conducta y la presencia misma del cuerpo con la subjetividad de la razón pública, abierta y participativa. En el caso del narcisismo como nueva forma discursiva, el patrón se absorbe una incierta subjetividad que se antoja privada, que no le interesa más allá de la esfera de su autoimagen, que debe corporeizar sus relaciones en la esfera de la intimidad y que se contrae hacia sí misma al renunciar a metas político revolucionarias, sociales y religiosas.
La crítica a la razón, si bien inició en la filosofía, poco a poco empezó a manifestarse primero como crítica estética –lugar donde el cuerpo se vio como una posibilidad abierta de resistencia- y luego como proceso de dominación cultural, donde el cuerpo se construyó en la esfera del mercado.
Sobre el primero de estos tipos vale la pena señalar los estudios que Aguilar (2008) ha realizado para explicar el cambio generacional de los años setenta y cómo éste estuvo acompañado con la aparición de un tipo de arte centrado en el cuerpo del artista y en el que se buscó expresar, en perfomance y en happening, las abiertas contradicciones entre una sociedad compulsiva que no podía equilibrar sus representaciones con las aspiraciones de las nuevas generaciones.
El nacimiento del arte corporal estuvo unido al deseo del artista de los años sesenta de impugnar el arte convencional por considerarlo ineficaz socialmente y al deseo de unir arte y vida literalmente. “El arte debe cambiar la sociedad” es la máxima de Beuys, quien constituye un hito en el Body Art, así como Manzoni y Burden. En 1965 Joshep Beuys untó con miel su cabeza y la cubrió de pan de oro y puso en su regazo una liebre muerta que desplazó por la galería haciendo que tocara con sus patas las obras intentando explicar al animal el significado del arte. La obra se llamó Cómo explicarle el arte a una liebre muerta (Aguilar, 2008:1).
La aparición del cuerpo propio como espacio de arte, como objeto de diseño y como motivo de transgresión cultural, reveló que las generaciones del último tercio del siglo pasado estaban experimentando un cambio que los llevaría a definir al presente como campo temporal de acción y al deseo como dispositivo de autodefinición corporal. Aguilar también ha señalado que si bien estos cambios culturales en torno a la corporeidad expresaron acciones de protesta porque supuso formas de auto-apropiación del cuerpo, también empezaron a generar mecanismos que pusieron en tela de juicio de quién era la propiedad del cuerpo y cuáles fueron los significados que adquirió frente a un mercado convulso y absorbente. Si bien el body Art supuso una rebelión contra las formas estereotipadas del arte convencional y supuso también la posibilidad de las reivindicaciones feministas de los años setenta, lo cierto es que también se construyeron nichos de mercado para que estas provocadoras representaciones del arte perdieran su sustrato crítico y abrieran la compuerta para explotar el cuerpo como mercancía y se generara la industria que Lipovetsky (2000a) ha identificado como de egobuilding.
Entre el Body Art, propio de los años sesenta y setenta del siglo pasado, y el Egobuilding existe el abismo de la resistencia social. El primero, como ya se ha esbozado, buscó denunciar los roles, las funciones, los estereotipos morales y espirituales, las formas de dominio que se expresaron en el territorio del cuerpo. La denuncia «cárnica», desarrollada por artistas plásticos como Vito Acconci, Günter Brus, Otto Mühl, Rudolf Schwarzkogler y Hermann Nitsch, entre otros, resaltaron la ruptura de las tradiciones estéticas y sociales que identificaban al cuerpo sólo desde la visión del cuerpo impoluto, ajeno, mediado y atravesado por una moral trascendental, cristiana y puritana pero que se encontraba, gracias al dispositivo de la culpa, domeñado a favor de las éticas de trabajo y de ahorro que la sociedad capitalista había engendrado consigo misma. Para esta resistencia estética, el cuerpo se convirtió en el lugar donde el contrapoder podía denunciar y hacer público su lugar en el mundo. El egobuilding, por su lado, tiene otra lógica estética. A diferencia del Body Art, esta tendencia contemporánea es aséptica, indolora, parte del principio del cuidado light del cuerpo, es el imperio de las fibras sintéticas, de los alicamentos, de los alimentos bajos en azúcares y grasas que acompañan estereotipos fácilmente asimilables de cuerpos estéticos, bellos, delgados, que pueden vivir la realización del deseo sin la generación de culpa. La liberación de normas sexuales, alimenticias, de convivencia y de comunicación que viven hombres y mujeres en este nuevo siglo está directamente vinculada con lo que Lipovetsky denominó “mercados del cuerpo y propiedad de sí mismos” (2000b: 95).
Las empresas del egobuilding proliferan, las transnacionales de la representación corporal avanzan al comercializar marcas, estilos, modos y modas que visten el cuerpo, que lo moldean y que obligan a pensar que el mundo es así y no debería ser de otro modo. Los emos, punketos, darketos y muchas otras tribus urbanas y suburbanas, se tatúan, se visten, acuden a nichos de mercado específicos para quienes deciden introducirse a filosofías light, narcicistas e individualistas. Las mujeres asisten a las técnicas de masaje estético, ejercicios físicos, lipo y se adhieren a sistemas comerciales lúdicos y hedonistas. Los hombres optan por la metro-sexualidad y se suman a los nichos de mercado en donde el signo estético se convierte en el símbolo moderno. “Jamás en las sociedades modernas se han prescrito tan poco los deberes del individuo hacia sí mismo, jamás éste ha trabajado tanto en el perfeccionamiento funcional de su propio cuerpo” (Lipovetsky, 2000a: 113).
El análisis de los tres momentos de la razón hasta aquí esbozados permite entender una serie de fenómenos que aquí sólo sintetizaremos. Primero, que la razón no es −como tradicionalmente se piensa− puramente un aspecto gnoseológico o epistemológico inocuo del quehacer científico y filosófico. Como dispositivo de comprensión, también sirvió para la exclusión de otros saberes, de otras culturas y de otros cuerpos. Segundo, que la razón ha desempeñado un papel de tecnología civilizatoria y ello ha dado rostro a órdenes políticos, económicos y simbólicos que han vestido al cuerpo, lo han diferenciado, tatuado y domeñado. Dentro de esta perspectiva, la razón y la corporeidad se encuentran perfectamente enlazadas en regímenes de poder que exigen siempre la necesidad de la exclusión del «otro». Tercero, que siempre han existido respuestas al ejercicio del poder y que tales resistencias también se expresan en las diversas corporeidades alternativas. Una crítica a la razón, como sucedió desde el romanticismo alemán, el nihilismo nietzscheano, el psicoanálisis freudiano o desde las corrientes estéticas del surrealismo, el simbolismo y los performances corpóreos del body-paint, son sólo una serie de manifestaciones de que, a partir de explorar la subjetividad, las emociones y los cuerpos, es posible entender la resistencia social.
Resistir es un acto que está en la geografía del cuerpo y se encuentra en movimiento dentro de la dinámica de la corporeidad. Como ya hemos visto, la crítica a la razón dentro de la civilización occidental permitió que nuevas visiones estéticas y políticas tomaran al cuerpo como símbolo mismo de la pasividad, por un lado, y de la resistencia, por el otro. Sin embargo, el ámbito enriquecedor de la intersubjetividad y de la intercorporeidad requiere de entender cómo −lo que pudiera considerarse el espíritu de la época− es capaz de dar forma a los cuerpos y darles un sentido y significado dentro de las acciones propias de dicha historicidad.
Hoy por hoy tenemos en las sociedades contemporáneas diferentes políticas institucionales que ya sea en el ámbito de la salud, la alimentación, la migración o el trabajo, requieren de implementarse para mantener vigente un orden económico basado en la ética del trabajo productivo aunque, en su carácter subyacente, sea el placer y el deseo lo que alimente la flexibilidad de las conductas de consumo y de ocio. Esto, sin embargo, se enfrenta a las presiones que el capitalismo contemporáneo genera no sólo en el ámbito de la producción y la circulación –de mercancías y de significados- sino en las esferas de la vivencia de la intimidad. Este capitalismo, a diferencia del analizado por Weber (1991), tiene otros dispositivos que vale la pena mencionar y estudiar a profundidad en el afán de comprender cómo la entidad del mercado ha transformado las identidades corpóreas y los entornos emocionales con las que hoy nos confrontamos, y cómo estos nuevos escenarios, como anunció Christopher Lasch (1999), han disminuido la capacidad de bosquejar intentos de resistencia y solidaridad social. Por otro lado, pero en un sentido confluyente con Lasch, habrá que considerar las propuestas teóricas de Eva Illouz (2012) en torno a cómo el mercado de la autoayuda, el new age y las filosofías light, son elementos que naturalizan la desigualdad del poder y, al lograrlo, domestican la resistencia.
La resistencia requiere de por lo menos dos actitudes diferentes. La primera, es la de saber que existe la posibilidad de pensarse como sujeto, en plena posesión de su vida y en el ejercicio de lo que Foucault (1990) estudió como “cuidado de sí”. La segunda, que existen alternativas viables de existencia –por las cuales debe elegir libremente- y que deben expresarse desde la órbita misma de su propia corporeidad. Estas características mínimas de todo proceso de resistencia, puede complejizar el espectro de movilizaciones de protesta y de acciones colectivas que se masifican en la búsqueda de objetivos comunes pero que se debe analizar, también, como un proceso de construcción del yo. De este modo, los movimientos de resistencia existentes en toda la geografía del mundo interconectado, presentan problemas para establecer a qué lógica responden y a qué órbita de la corporeidad impactan de manera directa o indirecta. Por ejemplo, los movimientos ambientalistas, las movilizaciones por la paz y la seguridad propia de los últimos dos años en México, o la extensa red de organizaciones por los derechos humanos, si bien pueden ser consideradas como resistencias sociales y ser analizadas bajo la lógica de sus demandas y sus formas de gestión y organización, aún falta determinar hasta dónde cada uno de las expresiones de resistencia supone una transformación en la visión de la corporeidad, de la construcción del sí mismo o, hasta dónde, sólo son expresiones propias de un discurso que tiene como virtud la legitimación del orden social imperante. Hay que reconocer con Niklas Luhmann (1992) que existen movimientos de protesta que en realidad son guardianes del mismo sistema y que sus manifestaciones son formas de auto-observación del mismo. También hay que reconocer que frente a esta idea de estudiar los procesos de objetividad de la corporeidad desde la perspectiva de una subjetividad imperante, éstos son estudios que requieren de nuevos enfoques y nuevas metodologías de investigación.