Historia del Arte

Recepción: 16 Mayo 2017
Aprobación: 14 Septiembre 2017
Resumen: Este artículo ofrece una interpretación contextual de esculturas importadas a las islas Canarias a finales de la época Moderna, coincidiendo con el ocaso de los obradores sevillanos de imaginería y su vínculo con las propuestas de signo neoclásico. El análisis de algunas obras permite su catalogación y atribución, al tiempo que desvelar la identidad de comitentes, intermediarios y artífices. Se propone la adscripción de varias piezas a Benito de Hita y Castillo (1714-1784), Cristóbal Ramos (1725-1799) y Blas Molner (1738-1812).
Palabras clave: escultura, comercio, Cádiz, Sevilla, islas Canarias, siglo XVIII, rococó, tardobarroco.
Abstract: This essay offers a contextual interpretation of sculptures imported to the Canary Islands at the end of the Modern Age, coinciding with the decline of the sevillian workshops of imagery and its link with the neoclassical style proposals. The analysis of some works allows their cataloging and attribution, while revealing the identity of the patrons, intermediaries and their creators. The attribution of several works is proposed to Benito de Hita y Castillo (1714-11784), Cristóbal Ramos (1725-1799) and Blas Molner (1738-1812).
Keywords: sculputre, trade, Cadiz, Seville, Canary Islands, 18th century, Rococo Style, Late Baroque.
Cómo citar este artículo/Citation: Lorenzo Lima, J. A. (2018). Arte y comercio a finales de la época moderna. Notas para un estudio de escultura sevillana en Canarias (1770-1800). Anuario de Estudios Atlánticos, nº 64: 064-014. http://anuariosatlanticos.casadecolon.com/index.php/aea/article/view/10180
A la memoria de don Antonio Béthencourt Massieu, investigador de referencia y maestro de historiadores.
El envío de esculturas sevillanas a las islas Canarias fue habitual durante las épocas Moderna y Contemporánea, aunque no se produjo siempre bajo la misma coyuntura o dinámica mercantil. Últimos trabajos de investigación han insistido en esa idea, desvelando un panorama rico y heterogéneo para comprender la variedad de obras que siguen conservando templos, oratorios e interiores domésticos del archipiélago[1]. Los encargos remitidos a territorios de ultramar eran mucho más frecuentes de lo que advertimos ahora y en ocasiones supusieron una alternativa laboral para determinados artistas, porque, a pesar de que no puede compararse con lo sucedido en América de forma coetánea, el medio insular acabaría convirtiéndose en un espacio idóneo a la hora de obtener rentabilidad e incentivarla producción de los obradores locales. De hecho, si limitamos el análisis a una interpretación económica o efectiva de ese fenómeno, ofrecía también una salida profesional a maestros con poca proyección en un entorno limitado y competitivo como el sevillano del siglo XVII. Basta recordar la labor desarrollada por Martín de Andújar (…1602-1680) en Tenerife y Gran Canaria para percatarnos de esa realidad[2], pero tampoco se antoja casual que imagineros contemporáneos de la estima de Francisco de Ocampo (1579-1643) o posteriores como Pedro Duque Cornejo (1678-1757) y Benito de Hita y Castillo (1714-1784) atendieran reiteradamente la demanda de clientes insulares[3].
A día de hoy, las esculturas andaluzas existentes en Canarias despiertan muchas posibilidades de análisis si atendemos a la variedad de casuísticas que generó su adquisición, los medios recurridos para ello, la calidad innegable de algunas piezas y, sobre todo, el valor que esas mismas obras recibían en los lugares de creación y recepción. Prueba de tal dinámica es que efigies isleñas sean citadas en trabajos genéricos y empiecen a conocerse fuera del ámbito regional[4], porque, como sucede ya con otras manufacturas de origen americano, flamenco y genovés preservadas en el archipiélago, constituyen un buen exponente a la hora de calibrarla circulación de modelos foráneos y, de una u otra forma, confirman el carácter aperturista de sus puertos durante largo tiempo. No debe obviarse que la imaginería sevillana se inscribe en un marco cronológico que abarca desde mediados del siglo XV hasta finales del XIX, por lo que, salvo honrosas excepciones, las islas conservan obra de muchos escultores que trabajaron en la ciudad y con ella puede rastrearse la estética que media entre el arte medieval de Lorenzo Mercadante de Bretaña (…1454-1468…) y las formulaciones eclécticas o románticas de Gabriel de Astorga (1804-1885)[5].
La atención dispensada a un legado tan diverso como el andaluz es dispar hasta en las propias islas, y ello, irremediablemente, impide establecer juicios genéricos sobre una realidad que a priori no entiende de siglos ni de estilos. Sólo últimas publicaciones han avanzado algo en ese sentido[6], pero el panorama esbozado continúa siendo parcial y descriptivo. Sin obviar tal limitación, en los epígrafes que siguen se propone una relectura o interpretación contextualizada de los envíos promovidos durante el último cuarto del siglo XVIII. Ese periodo coincide con una época de sumo interés para la imaginería sevillana, al producirse entonces su ocaso o la inevitable pérdida de valor en torno a unos obradores que décadas antes surtían de esculturas vistosas a la propia ciudad, a toda clase de pueblos en Andalucía occidental y a territorios distantes de un reino que había modernizado Carlos III[7]. No obstante, dicha coyuntura describe al mismo tiempo una fenomenología que debe resaltarse a la hora de establecer análisis más complejos por su interpretación variable. La decadencia de la imaginería andaluza entronca con la difusión de los ideales neoclásicos y el protagonismo obtenido por la Real Academia de San Fernando como órgano catalizador de las artes, algo que, a partir de los casos ya tratados de Sevilla y su provincia, no fue un incentivo para los creadores locales a la hora de superar el lenguaje tardobarroco en que se formaron[8].
En realidad sucedió lo contrario, puesto que los maestros hispalenses no supieron renovar su estética ni prestaron una atención considerable a cuantas esculturas y modelos llegaban a la ciudad desde entornos proclives al academicismo como Madrid o el Levante; y ello a pesar de que edificios influyentes para la religiosidad popular como su catedral, los monasterios más grandes o parroquias urbanas exhibieron obras del escultor valenciano José Esteve Bonet (1741-1802)[9] o del ya encumbrado Francisco de Goya (1746-1828)[10]. Tal y como han revelado investigaciones muy completas sobre el tema, la adopción de modismos ajenos a la tradición local se produjo avanzado el siglo XVIII por medio de normativas o imposiciones estéticas, lo que afectó por igual a la pintura[11], la arquitectura[12], la retablística[13] y otras manifestaciones que se engloban en el llamado comúnmente arte efímero o de servicio[14].
Esa coyuntura no impidió, sin embargo, que la actividad de artífices hispalenses estuviera sujeta a formulaciones teóricas[15] y al ambiente que la Real Escuela de las Tres Nobles Artes alentó desde 1775 bajo el patrocinio de Francisco de la Bruna y los eruditos de su tiempo[16]. A tenor del ideario defendido por dichos promotores y varios creadores, maestros del talante de Cristóbal Ramos (1725-1799) o Blas Molner (1738-1812) propiciaron una renovación parcial de la escultura y, aunque aspiraban a la universalidad de las formas, ni su producción ni la de retablistas que perpetuaron los modismos de gusto rococó fue bien entendida por los académicos de Madrid o quienes anhelaron una praxis de mayor alcance y erudición[17]. Basta citar algunos juicios o valoraciones estilísticas para percatarnos de ello, puesto que, al dictaminar los proyectos remitidos a la Academia, sus regentes informaron de modo despectivo sobre el diseño de obras sevillanas que eran enviadas a la hora de obtener la aprobación necesaria en Madrid. Así, por ejemplo, la queja que Molner elevó en marzo de 1778 sobre un retablo que Joaquín Cano había trazado previamente tuvo repercusión en el seno de la Academia, aunque el imaginero censuró antes que su dibujo era «bárbaro» argumentando que «en un todo y cada cosa de por sí parece contra las reglas de la noble arquitectura»[18]. Más elocuentes fueron algunos comentarios sobre las piezas remitidas por los «profesores de escultura» al centro madrileño, especialmente por Ramos, Molner y sus discípulos, al no ganar el reconocimiento que Bruna y otros promotores de la Real Escuela esperaban a principios de los años setenta[19].
Como contrapartida, Sevilla permaneció al margen de la vanguardia estética y sus maestros llevarían el oficio de escultor a la contemporaneidad bajo formas vigentes décadas antes, porque, tal y como revela el extenso corpus documental que se ha publicado, a finales de siglo XVIII continuaron firmando escrituras de contrato y aduciendo convencionalismos que prueban la pervivencia del ya caduco sistema gremial[20]. Ocasionalmente se representaban temas profanos[21] y, por mucho que sus autores firmasen con el calificativo de «académicos» o «profesores de escultura», concibieron la obra religiosa bajo postulados barroquizantes y reproduciendo lo que combatía entonces el catolicismo más reaccionario de las Luces. De ahí la continuidad otorgada a efigies procesionales[22], el predominio de la madera como material distintivo o la pervivencia de modismos de gusto rococó en muchas tallas, puesto que en fecha temprana sus policromías y estofes no acomodaron la novedad alentada por los paños naturales y las carnaciones tenues que se habían puesto de moda en Madrid, el Levante y Cataluña[23].
Ante el panorama descrito, a la escultura religiosa no le quedó otra salida que formar parte de un contexto estético donde predominaron por igual los ecos del Barroco previo, la novedad formal del rococó y el incipiente academicismo, preludio necesario para el gusto neoclásico posterior[24]. Además, sus autores tuvieron que limitar el fin persuasivo de las creaciones y adaptarse a los espacios reducidos generados por retablos donde empezaba a primar el componente arquitectónico y no propiamente ornamental, la simplicidad de líneas y, en mayor medida, las decoraciones planas de imitación marmórea o broncínea[25]. No cabe duda de que esa circunstancia repercutió sobremanera en el decaimiento de los talleres tradicionales, porque al concluir el Antiguo Régimen se construye un número muy reducido de retablos y, como ya es sabido, las obras de espíritu clásico no acogían un repertorio amplio de esculturas o relieves[26]. Con todo, el receso de una actividad que antes fue próspera se debe también a la proliferación de maestros en localidades de la periferia sevillana que en fecha previa acudían a la ciudad para satisfacer sus necesidades ornamentales[27], algo que tampoco eludió la nula capacidad de exportación que pudo darse en esos momentos. A finales de época Moderna no se mandaban ya tantas imágenes a unas colonias autosuficientes en materia escultórica ni a las islas Canarias, aunque, como trataremos luego, los envíos que llegaron al archipiélago revisten interés por motivos que escapan a su materialidad o valía estética.
Las circunstancias del comercio isleño. El trámite contractual
La mayoría de los historiadores ha centrado sus estudios en el panorama que describen importaciones andaluzas arribadas a Canarias durante los primeros siglos del Antiguo Régimen[28] y, en lo relativo al setecientos, sólo han merecido atención los trabajos ya citados de Duque Cornejo e Hita del Castillo junto a algunos mármoles que pudo labrar Cayetano de Acosta (1709-1778)[29]. La casuística finisecular es compleja, porque durante ese tiempo los envíos hispalenses decaen en aspectos cualitativos y cuantitativos. Tal circunstancia se ve motivada por varias razones, pero a ella no fue ajena la reactivación de la producción local gracias a un artista joven e influyente como José Luján Pérez (1756-1815). A partir de la década de 1780 dicho maestro satisfizo buena parte de la demanda isleña, al tiempo que los comitentes, mayoritariamente clérigos y personajes influidos por el catolicismo ilustrado que difundió el obispo Antonio Tavira (1737-1807), supieron ver en sus obras un lenguaje acorde a lo que estipulaba entonces el «buen gusto» o «gusto moderno»[30].
Antes ocurría lo contrario, puesto que la inercia comercial y el paulatino estancamiento de los talleres locales propiciaban la contratación de imágenes en el exterior. A esa dinámica contribuyeron las facilidades que ofrecía el envío, lo barato que resultó a veces su adquisición y, sobre todo, la popularidad que muchas efigies ―y especialmente las de origen hispalense que tratamos, estimadas siempre― ganaron en el marco local. Basta reparar en una misiva que el beneficiado del Realejo Alto Marcelo Fernández Vasconcelos envió a Pedro Massieu para percatarnos de ello, cuando en agosto de 1745 pedía el encargo de una efigie de Santa Bárbara con el fin de entronizarla en un retablo que pensaba construir en la parroquia de dicha localidad (Fig. 1). Massieu cumplió con el cometido en Sevilla y, como es sabido, el resultado de su gestión fue el envío de una talla contratada en el obrador de Duque Cornejo meses después[31]. Fernández Vasconcelos expresaba antes que la posibilidad de traerla desde Andalucía era rentable, porque, «aunque se pudiere mandar a hacer por acá, me saldrá más costosa por el oro que por allá está más barato»[32].
Las importaciones sevillanas tuvieron regularidad hasta los últimos años de vida de Benito Hita y Castillo, quien acabaría convirtiéndose en escultor de referencia para la clientela insular desde 1752. Su obra canaria es cada vez mejor conocida[33] y se reparte entre localidades muy variopintas de Tenerife, La Palma y Gran Canaria, hasta el punto de que responde mejor que ninguna otra a la religiosidad y a la dinámica mercantil del momento. En ello tuvo mucho que ver el contacto de intermediarios hábiles como algunos miembros de la familia Massieu, el agente Bernardo García de Azcárate y, de forma tangencial, el comerciante gaditano José Retortillo, sobre el que volveremos más adelante. El envío de piezas atribuidas a Hita concluye el mismo año de su muerte[34] y para ese tiempo el panorama importador había cambiado de forma considerable, hasta el punto de que lo sucedido entonces alteró dinámicas y sistemas de contratación en vigor desde la centuria previa. La hegemonía sevillana se quebraría pronto con peticiones formuladas a otros mercados y latitudes, ya que a lo largo del siglo XVIII tuvo lugar un contacto reiterado de promotores isleños con maestros nacionales e internacionales[35].
No debe obviarse que el setecientos fue una centuria dada a la emigración a Indias por el estancamiento del antes próspero comercio vinícola y ello, como es lógico, se refleja en la variedad de bienes arribados entonces al archipiélago. De ahí que ese siglo constituya un periodo de esplendor para la contratación de plata, pintura y efigies remitidas por lo general desde Nueva España, Guatemala, Venezuela y las islas del Caribe, en cuyo proceso de ajuste, pago y envío solía mediar el propio indiano o alguien vinculado a su familia y entorno. Tal circunstancia confirma que lo acontecido con este patrimonio describe una casuística distinta y no se limita a un mero trámite comercial, porque, a raíz de lo deducido a partir de muchos casos documentados, la intrahistoria de cada pieza lleva implícita un sentido oferente o votivo que no puede asemejarse con la dinámica descrita para Andalucía[36]. Por esa razón cuanto tuvo que ver con talleres radicados en ciudades de España e Italia se limita habitualmente a un asunto contractual, donde primaban por igual valores estéticos, devocionales y económicos, a priori no afectivos[37].
La muerte de Hita coincide también con la búsqueda de rentabilidad en otros mercados, algo que irremediablemente limitó una capacidad de actuación mayor a los obradores andaluces de ese periodo. Algunos pedidos fueron eventuales y no tuvieron continuidad en el tiempo, tal y como lo prueba la contratación de una efigie vestidera de Santa Catalina de Siena en 1784 con el escultor y académico de Valencia José Esteve Bonet, citado antes[38]. A finales de siglo XVIII, debido al avecindamiento allí de isleños como José de la Rocha o Agustín Ricardo Madan, se produjo también el envío de un alto número de tallas contratadas en Madrid, cuya estética y policromías al gusto académico resultan claves a la hora de comprender los progresos realizados por Luján Pérez durante esa época. Así lo manifiesta un grupo de esculturas ya conocido que Tomás Antonio Calderón de la Barca ejecutó durante las décadas de 1770 y 1780, algunas que ornaron templos del sur de Gran Canaria y otras citadas en la correspondencia del momento que no hemos identificado todavía[39]. A mediados del siglo se produjo también la reactivación de los envíos genoveses, gracias, en parte, a un viaje que miembros de la familia Lercaro emprendieron a la «madre patria» durante la década de 1760 y a las condiciones ventajosas que ofertaba un transporte seguro por el Mediterráneo y el Atlántico vía Cádiz. Ello explica que los fieles canarios no fueran ajenos al arte de Antón María Maragliano (1664-1739)[40], si bien efigies posteriores y de gran solvencia plástica pueden atribuirse a maestros notables en la Liguria del Settecento como Pietro Galleano (1687-1761) o Pasquale Navone (1746-1791), entre otros[41].
De acuerdo a este panorama, la escultura contratada en Sevilla dejó de tener un protagonismo hegemónico para el comitente isleño y pasaría a convertirse en una alternativa más, no en su única opción a la hora de importar obras devocionales. Tal fue así que, incluso, no se contemplaba ya como la primera tentativa o posibilidad viable de encargo. Varios documentos insisten en esa idea, pero resulta ejemplarizante que, cuando el párroco de Valverde Francisco Frías contrató una talla de la Inmaculada en 1788, la primera aspiración fuese escribir a Génova. Luego, ante la cortedad de los fondos y los elevados gastos del porte, sus intermediarios recurrieron a Sevilla porque de allí «podría venir (…) cosa de gusto»[42]. Las obras ligures eran las más admiradas y cotizadas, ya que, como informaban agentes de esa época, «se fabrican en Italia con primor» y al tiempo de la recepción deslumbraban por «su acabado más perfecto». Basta contemplar la Virgen del Carmen del convento franciscano de Teguise, ya desaparecida y llegada a Lanzarote en torno a 1773, para percatarnos de que sus cualidades plásticas eran superiores a cuanto pudiera contratarse en Sevilla durante esas fechas (Fig. 2). Algo semejante sucedería en lo relativo a piezas o enseres de mármol, puesto que la mala reputación que ganó el labrante Salvador Alcaraz y Valdés tras enviar una pila bautismal a la ciudad de La Laguna en 1759 motivaría que encargos posteriores fueran pedidos a Génova y no a Andalucía (Fig. 4). Concluye así una dinámica que permitió la compra de piezas interesantes en el pasado, al existir pilas de origen sevillano y gaditano que arribaron a Canarias antes de que mediara el siglo[43].
A pesar de esta coyuntura, el mercado andaluz siguió surtiendo a las Islas de imágenes devocionales y otras manufacturas por cuestiones de proximidad, empatía y simpleza en los trámites que conllevaba el encargo. Su valor era notable entre los comitentes y los intermediarios peninsulares, pero, en honor a la verdad, el envío y la apreciación que podía hacerse de tales obras no introdujeron cambios respecto a lo ocurrido en época previa ni en fecha posterior. Durante el siglo XVIII predominó una dinámica que hereda fórmulas y prácticas de centurias anteriores, por lo que no extraña que dichos requisitos se hayan estudiado ya tratándolos como invariables o constantes mercantiles. Precisamente, ese carácter continuista ha restado valor a un proceso que exige mayor atención por la variedad de casuísticas y condiciones que se dieron bajo una misma dinámica comercial, no tan favorable como parece a simple vista[44].
El encargo de cualquier obra comenzaba con la determinación que un organismo público, un comitente particular y sus parientes, un colectivo piadoso o un grupo de fieles adoptaban para ello. Lo habitual era que, si el ajuste iba a realizarse fuera de las islas, contactaran de inmediato con un conocido o agente próximo para garantizar el tanteo, la contratación, el proceso de ejecución y, sobre todo, el abono del importe por medio de letras de cambio o dinero en efectivo. Finalmente, cuando los maestros entregaban las piezas, se cerraban cuestiones relacionadas con el embalaje, el envío hasta un puerto próximo, los registros de la aduana y su traslado final al archipiélago en una fragata, un paquebote o una embarcación afín. Desde luego, no era un trámite fácil e implicó en ocasiones un largo tiempo de espera, por lo que algunos comitentes no dudaron al creer inviables sus demandas; y aunque no es lo habitual, otros temieron que el envío resultaría imposible por contratiempos ajenos a su voluntad. Ello explica que, por ejemplo, en febrero de 1753 Josefa de Massieu y Monteverde manifestara a su hermano Pedro el deseo que tenía de contar en La Palma con la efigie del Cristo de la Caída que Hita y Castillo esculpió meses antes para aliviar «el consuelo (…) de dejarlo en mis días colocado en su ermita»; y poco después, tras su recepción y bendición, confiaba en que despertaría fervor entre los vecinos, porque «primorosa ha parecido aquí la imagen de nuestro amante Señor»[45].
En otros casos, los encargos se retrasaron más de la cuenta por cuestiones económicas o por la imposibilidad de establecer un buen ajuste con los artífices. Esta dinámica debió ser más frecuente de lo que imaginamos o podemos documentar ahora, pero no resulta extraño que entre la primera referencia conocida sobre el ajuste de una pieza y su remisión al archipiélago medien años, incluso décadas. El testimonio más elocuente de esa coyuntura lo protagoniza fray Antonio de San Agustín Perdomo, quien antes de 1786 había solicitado a agentes de la casa Cólogan que preguntaran por «el precio que pide el escultor por una imagen [de San José] de cuerpo natural de talla y su Niño desnudo en los brazos, para, sin conviene, pedir por ella»[46]. La relación de este fraile agustino de Icod con agentes de dicha casa comercial era conocida y se tradujo en encargos de muy diverso tipo recibidos hasta principios del siglo XIX, puesto que la imagen del santo no arribaría a Tenerife hasta 1801[47] (Fig. 3). Valoramos ya que esa talla no fue contratada en Sevilla y que pudo esculpirla en Cádiz el genovés Domenico Giscardi (1725-1802) o algún oficial de su obrador, al guardar claros paralelismos con la producción adscrita a dicho maestro[48]. Lo aleccionador de este caso es que entre la primera petición y la formalización del encargo transcurren al menos quince años, tiempo más que suficiente para que el comitente recibiera una buena oferta y pudiese recaudar el dinero que conllevó la adquisición, los portes y el pago a los intermediarios que se responsabilizaban de dichos trámites en puertos de Canarias y Andalucía.
A nadie escapó que llegar a un buen ajuste era indispensable para garantizar la contratación de cualquier obra o conjunto notable, puesto que a veces exigía la inversión de una suma considerable de dinero por parte de los promotores; y en no pocos casos, la negociación se dilataría en el tiempo por la irregularidad del contacto epistolar y unos cambios de parecer que no podían solventarse sobre la marcha desde Cádiz o Sevilla. Como trataremos en los epígrafes siguientes, hay encargos que se vinculan a la inquietud piadosa de un personaje en concreto y que no tendrían viabilidad hasta el final de su vida, cuando aludieron al deseo de adquirir las efigies o a diligencias seguidas para ello en testamentos, codicilos y mandas piadosas. Tal dinámica no es nueva si atendemos a lo sucedido con comitentes y colectivos piadosos del archipiélago que alentaron la compra de escultura local y foránea desde el siglo XVI[49], pero resulta peculiar el modo en que muchos refieren dichas cuestiones a finales del Antiguo Régimen, a veces con todo lujo de detalles o aduciendo fórmulas de otro tiempo. Estas prácticas y el detenimiento puesto en algunas esculturas por sus fervientes devotos, que nada tenían que ver con modismos proclives al catolicismo de la Ilustración, insisten en la pervivencia de la religiosidad contrarreformista y en una voluntad de darle continuidad pese al cambio de mentalidad latente[50].
A pesar de las transformaciones operadas en el medio isleño, los comitentes no se resistieron a perpetuar su recuerdo o legado por medio de inscripciones, escrituras notariales y mandas muy diversas, incumplidas la mayoría de las veces. Además, en ocasiones el dinero disponible para los encargos era de procedencia americana y exigía sacarle una rentabilidad mayor con el propósito de aumentar su montante gracias al comercio ultramarino. Hay varios ejemplos de esta dinámica, pero resulta clarificador que Felipe Massieu pagara algunas esculturas de Hita con beneficios que reportaban productos llegados del Nuevo Mundo[51] o que la pila bautismal del templo de la Concepción de La Laguna, labrada por Salvador Alcaraz en 1759, fuese costeada con fondos que el indiano Miguel Díaz Pérez había dejado a principios de siglo para ese propósito. La inversión de su limosna inicial en acciones que tutelaba José Retortillo favoreció que el dinero generase los beneficios necesarios para cubrir los pagos de la pieza marmórea a mediados de la centuria. Como recuerdo de ello, la pila ostenta una inscripción al borde de la taza que alude al donante, al mayordomo Pedro José Morbeque que hizo posible el encargo y al artista que le dio acabado entre Cádiz y Málaga[52] (Fig. 4).
El estudio del valor que ganaron las obras es un asunto capital y de él se ha publicado poco, a pesar de que manejamos datos suficientes para ofrecer unas primeras deducciones al respecto. En el periodo analizado, las esculturas tuvieron un precio cambiante y su mayor o menor importe dependía de muchos factores. La estimación variaba a partir del trabajo que atendían los escultores y el complemento que pintores y estofadores realizaban sobre él, de modo que en ocasiones los comitentes pagaron esos trabajos de forma separada. Sirva de ejemplo al respecto una Inmaculada que la parroquia de Valverde conserva al culto desde 1789 y tuvo un coste total de 2504 reales, de los que 1200 conllevó el trabajo del tallista y 750 el de su policromador[53]. Lo sucedido con esta pieza es aleccionador y merece un estudio paciente, porque el presupuesto previsto por el párroco Francisco Frías para la adquisición en Génova no era viable (Fig. 24). Como ya sabíamos, ante los crecidos costes que conllevaban los portes y el trabajo de maestros activos en Liguria, Frías y los intermediarios de la casa Cólogan tuvieron que conformarse con la adquisición en Sevilla. Gracias a la correspondencia que generó el encargo, constatamos ahora que en marzo de 1788 los hermanos Gough, contacto en Cádiz y responsables de la contratación, informaban a los agentes tinerfeños que el precio de la pieza alcanzaría los 140 pesos «para hacerla bien y de gusto»[54]. Poco después el mismo Frías comunicó a sus «amigos del Puerto de la Cruz» que aceptaba esa estimación, pidiendo que «por la brevedad bien se haga en esa ciudad [Sevilla] o en la de Génova»[55].
A pesar de los trámites que pudieran sucederse, el comitente tenía siempre la última palabra a la hora de cerrar los acuerdos; y con el propósito de no disgustarle, los agentes de su entorno y quienes trabajaban para ellos en Andalucía hicieron lo posible para obtener «buenas efigies» a un precio bajo. Otra cosa es que los peticionarios establecieran condiciones de entrada, ya que en las primeras cartas donde Frías refiere el encargo de la Virgen de Valverde estipuló que su costo debía cifrarse en «ciento y cuarenta pesos poco más o menos». En enero de 1788 apuntaba que esa suma equivalía a «lo que importó una [talla] que vino de Sevilla para la iglesia de La Gomera del misterio de la Asunción»[56] (Fig. 19). Referencias de este tipo dejan entrever que el comercio escultórico estuvo relacionado en lo esencial a finales del siglo XVIII, cuando la coincidencia de talleres, mediadores y sistemas de envío resultó clave en algunos casos.
Los intermediarios, incluso, debatían y acordaban condiciones vinculadas con las representaciones que se pidieron vagamente desde el archipiélago. Por ese motivo, al residir lejos de las islas y no tener un trato continuo con Felipe Massieu, resulta lógico que en febrero de 1759 el tratante Bartolomé García de Azcárate conviniera con Hita y Castillo el modo de representar iconográficamente la escultura del «Niño Jesús vencedor del Mundo» que iba a presidir el oratorio de la casa familiar en Santa Cruz de La Palma. Gracias a la correspondencia investigada por último se constata que Azcárate tuvo un trato cordial con dicho imaginero, aunque, como reconoce él mismo en cartas de ese tiempo, deseaba contentar a Massieu y cumplir la voluntad que dicho «señor» y sus «próximos» le manifestaron por vía epistolar[57].
Los encargos eran diferentes y presentaban sus propias peculiaridades, de forma que algunos posibilitaron la contratación de dos o más artistas para darles acabado. Por ese motivo las esculturas que desde 1777 decoran los púlpitos de la catedral de Santa Ana revelan el trabajo de al menos dos autores distintos y su precio fue cambiante (Figs. 15-17), ya que la serie de los evangelistas tuvo un coste de 600 reales y la de los padres o doctores de la Iglesia 800, sin sumar a ello las retribuciones del pintor y estofador[58]. Del mismo modo, se ha constatado que los costes variaban en función del trabajo desplegado en cada pieza o en la relación que mantuvieron con otras por motivos muy diversos, siempre en clave económica. De ahí que, por ejemplo, al menos dos esculturas requeridas por José de Montenegro para la ermita de El Ancón posean el mismo ornato, tamaño y tipo de peana (Fig. 13), afín a la que muestran representaciones hagiográficas llegadas a La Orotava para decorar el nuevo templo de la Concepción (Fig. 22).
A diferencia de lo que pudiera creerse en un momento dado, los artistas no tuvieron un protagonismo notable en este proceso de encargo y ejecución. Es indudable que su responsabilidad fue máxima al materializar los anhelos piadosos de quienes demandaban las obras, pero, a nivel documental, esa trascendencia se pierde entre citas y argumentos que refieren con una escrupulosidad mayor las gestiones que implicaban el pago, el transporte e incluso el embalaje. A ojos del comitente isleño, muchas efigies de este periodo respondían exclusivamente a una «hechura de Sevilla». Las cartas y demás documentos no citan de un modo claro a los autores y, cuando sucede lo contrario, hay circunstancias que de una u otra forma avalan tal excepcionalidad. Lo habitual era que, sin saberlo, los promotores locales establecieran ajustes con un artista en concreto por mimetismo y continuidad, pues un trato previo garantizaba mayor agilidad en las negociaciones y, de producirse igual, su encargo iba a revestir el éxito esperado o al menos el conocido en las islas anteriormente.
El tema se ha tratado en ocasiones[59], pero no debe obviarse que buena parte de los encargos dieciochescos guardan una relación próxima o de índole familiar. Casi la totalidad de los comitentes canarios que tuvo Hita y Castillo eran parientes de los Massieu o allegados suyos que recurrían a los mismos intermediarios para garantizar los envíos de forma rápida y eficaz. No es preciso insistir en ello, aunque la cercanía con que la hermana de Pedro Massieu alude en febrero de 1753 al «maestro Cornejo» y a su «vejez» nos lleva a pensar que el trato de su familia con este maestro era más estrecho de lo que deja entrever la obra canaria vinculable con su estilo[60]; y ante la imposibilidad manifiesta de atender las peticiones de ese tiempo, y particularmente el Cristo de la Caída, cobra sentido que se recurriera a Hita y Castillo como una alternativa válida y rentable.
El buen hacer de este «artífice joven» propiciaría que las peticiones posteriores fueran dirigidas a su taller, hasta el punto de que durante 1759 Francisco Fierro y Torres, cuñado de Felipe Massieu, visitó y conoció al imaginero en Sevilla[61]. Ya sabemos que entre 1752 y 1784 Hita ajustó encargos de todo tipo, aunque, curiosamente, la correspondencia que generaron dichas esculturas no desvela su nombre. En agosto de 1758 García de Azcárate lo refiere de forma excepcional como «el maestro que hizo el Señor de las Tres Caídas»[62], lo que nos indica cierto desconocimiento de su trayectoria y una popularidad que no avala el trabajo acometido en Andalucía, sino, exclusivamente, la obra llegada al medio insular de forma esporádica y con no pocas limitaciones.
A pesar del anonimato reinante antes y después de los encargos, algunos artífices identificaron sus creaciones para la posteridad. Ya era sabido que Hita y Castillo firmó el Cristo de la Caída en 1752 con una inscripción muy vistosa en su espalda, no visible porque la cubren los tejidos con que suele vestirse[63]; y la base de efigies suyas que reciben culto en las parroquias de Puntallana y Barlovento muestran una leyenda que refiere al autor, su hechura en Sevilla y el año 1773[64]. Alcaraz y Valdés hizo lo propio con la pila bautismal de La Laguna, en cuyo borde de la taza puede leerse sin dificultad «Alcaraz fecit» (Fig. 5). Sorprende que no suceda lo mismo con el elevado número de esculturas en madera que arribaron a las islas antes de 1800, porque la otra excepción en ese sentido la constituyen tres obras de Blas Molner que José de Montenegro contrató antes de 1771 para su ermita de La Orotava, sobre las que luego volveremos. En las peanas de todas se ve una inscripción que, en el caso de la Virgen de Montenegro, refiere a gran tamaño «EN SEVILLA D. BLAS MOLNER / NATURAL DE VALENCIA»[65] (Fig. 13).
Los artistas no dieron mayor problema a finales del siglo XVIII y cumplieron con lo ajustado antes de ponerse a trabajar, aunque a veces la ejecución de ciertas piezas se dilató más de lo acordado por motivos que escapaban a su voluntad. Francisco Frías, por ejemplo, esperó cuatro meses para recibir noticias sobre el término de la Inmaculada que los Cólogan habían contratado para la parroquia de Valverde, no llegada a El Hierro hasta junio o julio de 1789[66]; y en casos como el que protagonizan las esculturas del púlpito de la catedral de Santa Ana, los complejos trámites del envío y su remisión final hasta Santa Cruz de Tenerife, no a Las Palmas de Gran Canaria como se previó al principio, retrasaron su exhibición al público[67]. La garantía del éxito vino motivada porque los intermediarios trataron con autores responsables, habitualmente los más afamados de la ciudad. Así lo previene la documentación en algunos casos, ya que los hermanos Gough informaban a Frías que acudieron al «mejor artífice que aquí [entiéndase Sevilla] se conoce» para formalizar el encargo de su Inmaculada[68]; y años más tarde, en octubre de 1827, intuimos que sucedería lo mismo con Juan de Astorga (1779-1849), a quien como «único escultor de crédito» el arzobispo Cristóbal Bencomo preguntaba el precio que alcanzaría un «crucificado mediano» para presidir las casas capitulares de La Laguna[69].
Aunque no es lo habitual, los artistas coartaron a veces su creatividad para reproducir los diseños o modelos que eran asignados por comitentes locales. Entre 1816 y 1819 el mismo Astorga pudo tallar la Inmaculada que preside el convento de monjas concepcionistas subsistente en Garachico, aunque para ello tuviera que «copiar la escultura de más gusto que hubiese en la ciudad de Sevilla»[70]; y en el caso de los mármoles es conocido que muchos labrantes se vieron obligados a materializar trazas o dibujos enviados desde el archipiélago. El problema venía dado cuando no lo hacían de forma fiel e introducían las «variaciones» y «deformaciones» que tanto se reprocharon a Salvador Alcaraz, autor de una «pila de bautismo» ya citada para La Laguna (Fig. 4). El pleito que motivó tal coyuntura es conocido por documentación generada en torno a 1760, siendo una prueba de ello la respuesta que el maestro ofrecía a los mayordomos de la parroquia de la Concepción para argumentar tales cambios. Entre los elocuentes párrafos de su misiva, un documento excepcional por cuestiones de fondo y forma, se advierte una defensa de la liberalidad del oficio escultórico; y luego sentenciaba que, a la hora de buscar el mármol blanco y sin vetas que tanto le pidieron, él no era «ángel ni diablo que pueda penetrar en los interiores»[71].
Los intermediarios
Las circunstancias descritas conducen a una fidelización no resaltada lo suficiente de los promotores hacia los artistas y, sobre todo, los intermediarios. El control de los encargos recaía habitualmente en quienes gestionaban las peticiones en Andalucía, porque, como queda de manifiesto en algunos envíos del periodo que estudiamos, eran ellos y no los comitentes o comerciantes canarios quienes trataban con los imagineros. De hecho, los últimos solían recurrir a sus contactos para asegurar las peticiones y optimizar los precios. Así, por ejemplo, a finales del Antiguo Régimen los agentes de la casa comercial Cólogan pidieron a los hermanos Gough y a José Miguel Joanico Sabater que atendieran peticiones concretas, no siempre del mismo modo[72]. Lo habitual era que eligiesen a uno u otro en función de su actividad y de los contactos que tuvieran al tiempo de establecerlos términos de ejecución, pues la rentabilidad, el éxito de las negociaciones y la puntualidad de los envíos eran cualidades que se han de tener en cuenta por clientes e intermediarios. Sin embargo, esa coyuntura no debe idealizarse ni conducir a errores interpretativos. Los profesionales del archipiélago y de la península carecían de especialización o cualificación para la compra de obras de arte, por lo que en la práctica totalidad de los casos ese trámite se englobó en una dinámica mucho más compleja; y como parte sustancial de ella, los comerciantes elegidos a la hora de concertar y remitir esculturas hacían dichas gestiones de un modo semejante al apelado para importar otras mercancías hasta las islas, de forma que este episodio del comercio atlántico, siempre irregular y esporádico, no reviste mayor singularidad[73].
Sabemos ya que los encargos del siglo XVIII tuvieron habitualmente dos intermediarios o interlocutores: los residentes en Canarias y quienes gestionaban las peticiones en Andalucía, pues rara vez los últimos contactaban con los promotores si terció un contacto entre ambos. El conocimiento de este entramado de relaciones amistosas y laborales es clave a la hora de analizar un fenómeno como el que abordamos pormenorizadamente, ya que los testimonios documentales ―y sobre todo las cartas, tan esclarecedoras a veces— no traslucen la dinámica seguida de un modo amplio y diverso. Además, es habitual que comitentes de esculturas mantuvieran un contacto prolongado en el tiempo con diversos agentes, por lo que se hace difícil esclarecer hasta qué punto participaron o no en la contratación de sus efigies devocionales.
En otros casos la documentación no deja lugar a la duda, pues la correspondencia dada a conocer por último demuestra que gran parte de las obras de Hita y Castillo que llegaron a La Palma en tiempos de Felipe Massieu fueron requeridas al tratante Bernardo García de Azcárate, quien se convirtió en hombre de confianza para cualquier asunto que afectara a los intereses familiares en Andalucía. Sabemos que atendió el encargo de pequeñas esculturas para su casa y la de otros parientes en al menos tres remesas documentadas en 1758-1759, 1760 y 1768[74]. Además, se ha constatado su tutela en la ejecución de las tallas de San Miguel y San Antonio que el mismo Massieu obsequió en 1772-1773 a la parroquia de Puntallana, así como de la Virgen del Carmen que Francisco Estanislao de Lugo y Viña, cuñado suyo, entronizó en una ermita de su propiedad que había construido en Barlovento[75]. Identificamos ahora el «San Ramón de madera pequeñito [y] estofado» que el mismo Azcárate remitió a Santiago Clemente en julio de 1763 con la efigie de dicho santo existente en la iglesia franciscana de Santa Cruz de Tenerife, cuya relación con el arte de Hita ya se había puesto de relieve[76] (Fig. 6).
Lo sucedido al mismo tiempo con la casa de comercio que Juan Cólogan Valois (1746-1799) y sus hijos mantenían abierta en el Puerto de la Cruz es un caso paradigmático de la dinámica que se dio a finales de la época Moderna, al existir un amplio volumen de cartas que prueba la amistad que sus titulares sostuvieron con los comitentes de obras sevillanas que tanto nos interesan ahora. La nómina de contactos es muy clarificadora en ese sentido, ya que la documentación investigada previene sobre un trato epistolar más o menos regular con Miguel Mariano de Toledo, fray Antonio de San Agustín Perdomo, Juan Santiago de Guadarrama Frías y Espinosa, Francisco Frías, Miguel de Echevarría, Diego José Fernández, José de Montenegro, Marcos de Torres y Fernando José Hurtado de Mendoza, entre otros[77].
Gracias a ellos arribaron esculturas de muy diverso tipo a iglesias de Tenerife, La Gomera, El Hierro y Gran Canaria, aunque no siempre hemos constatado la mediación de los Cólogan en tales encargos. Tampoco era un requisito obligado que acudieran al establecimiento de dicha familia con ese propósito dada la facilidad con que ellos mismos, ya fuera de un modo directo o indirecto, podían tratar con agentes del sur peninsular[78]. Lo sorprendente es que, por ejemplo, Fernando José Hurtado de Mendoza y su madre Bernarda Isabel Domínguez gestionaran con José Retortillo y no con los Cólogan la importación del Cristo atado a la Columna y la Virgen de Dolores que desde 1772 presiden la capilla construida por ellos junto al convento franciscano de Icod (Fig. 7). Su libro de alhajas alude explícitamente a ese particular[79] y no a la posible autoría de Hita y Castillo sobre ambas, algo que resulta incuestionable para la historiografía reciente[80]. Esta mediación parece extraña si tenemos en cuenta la estrecha relación de Fernando José con los Cólogan, cuyo alcance durante los años ochenta no rebasaba el comercio al pormenor, la retribución de letras de pago, el ajuste de cuentas pendientes y la importación de menaje doméstico[81].
El contacto que esos patrocinadores mantuvieron con tan esclarecidos «señores del comercio» forma parte de una dinámica complejísima e inabarcable para una investigación como la nuestra, cuyos horizontes bascularon entre intercambios al menudeo en diferentes islas e importaciones de mayor porte con alcance internacional. No debe obviarse que, al ser herederos del emporio auspiciado por Bernardo Walsh o Valois (1663-1727), los Cólogan de finales del siglo XVIII se caracterizaron por un cosmopolitismo envidiable[82] y por una actividad que no eludió el boato suntuario como seña distintiva, al margen de que las creaciones importadas tuvieran o no un fin litúrgico[83]; y ello a pesar de que la competencia era creciente, aunque, al ser hábiles gestores, sus contactos supieron monopolizar el comercio ultramarino y los beneficios que tal actividad generó a toda clase de isleños desde época previa[84].
Como ya se ha comentado, los Cólogan fueron diestros en las negociaciones gracias a la confianza que el comitente sintió en todo momento y a las facilidades de pago que ofrecían antes y después de recibir la mercancía esperada. De hecho, se antoja extraño que un demandante de esculturas recurriera a su «tienda» para potenciar exclusivamente encargos de ese calibre. Resulta clarificador que, por ejemplo, al tiempo de adquirir una nueva imagen de la Inmaculada para la parroquia de Valverde entre 1788 y 1789, Francisco Frías escribiera a sus «amigos del Puerto [de la Cruz]» con el propósito de llevar hasta El Hierro mercancías de todo tipo; y casi sin quererlo, el mismo Frías actuaba como interlocutor de sus paisanos y de los agentes tinerfeños a la hora de dinamizar el comercio de libros, telas, vino y aguardiente[85]. A nadie escapaba que el establecimiento de los Cólogan era una sucursal u oficina óptima para el comercio local e internacional, al que, incluso, los comitentes pidieron manufacturas de muy diversa naturaleza a bajo precio y en condiciones ventajosas, siempre con rentabilidad para ambas partes. De ahí que, entre otros, fray Antonio de San Agustín Perdomo acudiera a esta casa de comercio para conducir hasta Icod esculturas andaluzas (Fig. 3), obras de mármol labradas en Génova y bordados gaditanos en un periodo que media entre 1786 y 1801[86].
Gran parte del éxito que ganaron los Cólogan se debió a la pericia de sus contactos, de modo que en ese sentido fue primordial la actividad desarrollada por agentes o comisionados que residían en el sur peninsular. En ese contexto Cádiz fue un punto clave para las transacciones y el puerto desde donde eran embarcadas buena parte de las mercancías que se pidieron desde el archipiélago. Allí estuvieron en activo durante la década de 1780 los hermanos Eduardo y Jacobo Gough Valois, parientes de origen irlandés que operaban a favor de las islas siguiendo indicaciones precisas de los patricios tinerfeños. Gracias a sus gestiones pudo ajustarse en Sevilla la Inmaculada de El Hierro[87] (Fig. 24), pero resultan de mayor interés alusiones suyas a compañeros que mediaron igualmente en envíos de índole artística.
En la correspondencia de los Cólogan y los Gough aflora a veces el nombre de un personaje indispensable en este contexto: el comerciante afincado en Cádiz José Retortillo (1735-1803), a quien han referido ya investigadores previos por su contribución al comercio ultramarino y el transporte de toda clase de bienes a Tenerife[88]. Durante buena parte del siglo XVIII fue agente de confianza para el Cabildo Catedral de Santa Ana y entabló contacto con los artistas a quien contrataba obras destinadas a Canarias, pues resultan conocidos su vínculo con el labrante Salvador Alcaraz y la mediación en el encargo de pilas marmóreas durante la década de 1750[89]. Importó de forma ocasional esculturas gaditanas y sevillanas, por lo que esa actividad, no bien valorada a veces, debe prolongarse hasta finales de la centuria y ponerse en relación con el envío de cerámica, piezas textiles, instrumentos musicales, alhajas, comestibles, pipas de aceite, cristales de Oriente, libros impresos y de oro, alfombras y un sinfín de mercancías domésticas que refieren documentos muy diversos. Años antes conocería en Cádiz al imaginero Hita y Castillo, pues en torno a 1770 ajustó efigies suyas para la capilla de los Dolores en Icod los Vinos, ya citadas[90] (Fig. 7). Participó igualmente en la adquisición del San Cayetano que recibe culto en el convento agustino de Icod (Fig. 20) y en la conducción de las esculturas que decoran sendos púlpitos de la catedral de Las Palmas[91] (Figs. 16-18), si bien la muerte le sobrevino antes de remitir al hospital de La Orotava las tallas de San Juan de Dios y San Rafael que pudo contratar en Cádiz antes de 1804[92] (Fig. 8).
Lo sucedido con las piezas catedralicias es muy ilustrativo, puesto que en 1777 Retortillo gestionaría solo el envío o transporte[93]. Antes, el doctor Luis Germán, conocido de los canónigos y residente un tiempo en Sevilla, ajustó su hechura con imagineros radicados en dicha ciudad. Así lo dejan entrever acuerdos capitulares[94], aunque esa dinámica de recurrir a amistades profanas en el entramado mercantil fue común para otros encargos del siglo XVIII. En algunos casos el último intermediario correspondía con un familiar directo del donante, puesto que durante la década de 1770 Felipe Massieu encomendó encarecidamente a su hijo Juan, residente en Sevilla para contraer matrimonio con Ana María Tello de Eslava y Massieu, que respaldara a Azcárate en el encargo de varias obras a Hita[95]. Además, cabe la posibilidad de que antes de 1771 el clérigo Juan Nepomuceno de Montenegro, universitario y avecindado también en Sevilla, acordara con Blas Molner la hechura de tres esculturas que su tío José de Montenegro entronizó en la ermita que había construido para ellas en La Orotava[96] (Fig. 13).
No olvidemos que la residencia en Sevilla o en otro punto de Andalucía eludía el transporte más allá de Cádiz, porque hasta los mediadores más hábiles contaban en dicha ciudad con conocidos e interlocutores para dar término a sus encomiendas. De ahí que, por ejemplo, el afamado Pablo Capitanachi y no otro profesional de confianza fuera el encargado de remitir las muchas remesas —y entre ellas, las esculturas palmeras de Hita ya mencionadas— que García de Azcárate preparó para el traslado final a Canarias cumpliendo órdenes de Felipe Massieu[97]. Capitanachi era un mercader de origen griego que ganó notoriedad en la bahía gaditana gracias a la compañía laboral que había fundado con Juan Clat o Fragela[98], aunque conocemos ahora que algunos isleños tuvieron trato epistolar con él desde la década de 1740[99].
De acuerdo a lo expuesto, en la adquisición de una escultura intervinieron siempre varios personajes, fueran o no agentes comerciales. Esa dinámica permitió que a finales del setecientos muchos se identificaran con ellas y, lo que es más importante aún, que a día de hoy se conviertan en testigos mudos de un entramado de relaciones profesionales y amistosas que avalan una existencia tan compleja como la suya. El conocimiento de este proceso es a veces limitado y justifica circunstancias comprendidas gracias a la correspondencia epistolar, ya que, por ejemplo, antes de morir el beneficiado Diego Álvarez Orejón pidió al colector de El Sauzal que se hiciera cargo de gestionar el envío de una imagen de San Juan Nepomuceno hasta la parroquia de San Sebastián de La Gomera donde servía[100] (Fig. 21). Álvarez Orejón tuvo trato con los Cólogan por asuntos relativos al comercio interinsular y préstamos de dinero[101], pero resulta sugerente que la persona encargada de cumplir esa manda tras su fallecimiento en diciembre de 1779 fuera Diego José Fernández, quien años después trajo para la misma iglesia una talla de la Virgen de la Asunción (Fig. 19). Durante la década de 1780 Fernández contactó también con los Cólogan para conducir mercancía menor hasta La Gomera y telas que los mayordomos de la parroquia necesitaban a la hora de confeccionar ornamentos[102], por lo que no parece extraño que ambas esculturas sean el resultado último de este intrincado mundo de relaciones que conocemos tan limitadamente y donde los intermediarios, verdaderos activos del comercio artístico, tuvieron un protagonismo indiscutible.
El mayor miedo: los envíos por mar
Al igual que aconteció desde el siglo XVI, las esculturas arribaban a los puertos canarios sin excesivas complicaciones, como cualquier otra mercancía que transportaban los paquebotes, bergantines o navíos de menor calado elegidos para ello. Sin embargo, lo que era sencillo revistió complejidad en algunos casos. Las cartas que intercambiaban los Cólogan y sus contactos gaditanos dejan entrever que no siempre se hallaba barco en el que conducir cómodamente los géneros o artículos pedidos desde el archipiélago, a veces con premura. En ese contexto de esperas y embarques tras formalizar los registros de la aduana, la remisión de esculturas era complicada por su extrema fragilidad. Sabemos ahora que el envío de la Inmaculada que preside el templo de Valverde se retrasó en 1789 por la amplitud de su caja; y lo mismo cabría decir de las diez tallas que decoran los púlpitos de la catedral de Santa Ana, no muy grandes en tamaño, pero sí problemáticas por el volumen total que adquirieron los cajones donde habían sido resguardadas para su transporte hasta Canarias[103].
El viaje de las piezas comenzaba al tiempo de darles acabado en el obrador del artista, ya que, de común acuerdo con los intermediarios, era él junto a otros comisionados quien se encargaba de amarrarlas, embalarlas, encajonarlas y prepararlas para que no sufrieran menoscabo en un desplazamiento tan largo por aguas del Atlántico. Últimos estudios han desvelado la complejidad de ese trámite en relación con las esculturas palmeras de Hita y Castillo, habida cuenta de que los cajones de madera habilitados para ellas contaban con cobertizos o dobles fondos donde transportar ilegalmente mercancías menores, con las que más tarde, y a instancia de los propios demandantes, sus allegados sacaron beneficio al venderlos entre amigos y parientes. La documentación conservada es bastante clarificadora en ese sentido, hasta el punto de que los Massieu aconsejaban introducir junto a las imágenes sagradas pequeñas cantidades de jabón, libros, láminas de pan de oro u otros productos que no podían adquirirse con facilidad en las islas[104]. Sin ir más lejos, los cajones que resguardaban a las efigies de San Miguel y San Antonio contuvieron parte de los libros de oro que se necesitaron para dorar el retablo mayor de la parroquia de Puntallana donde reciben culto desde 1773, aunque su inscripción recuerda que tal proceso no concluyó del todo hasta cuatro años después[105]. De forma paradójica, los más celosos «patriotas» trapicheaban con estas mercancías para obtener una rentabilidad mayor a los envíos sevillanos, algo que contrasta con la voluntad expresada públicamente de no eludir los gravámenes que correspondían al Estado[106].
No debe obviarse que los pagos del embalaje y encajonado, el transporte hasta Cádiz, los fletes menores del puerto, el asiento de los despachos en la aduana, el embarque y su remisión posterior a localidades secundarias del archipiélago incrementaban el precio total de las piezas, de modo que en ocasiones la suma de estas partidas fue realmente alta. En el caso de las esculturas que decoran los púlpitos de Santa Ana, su coste total ascendió a 3720 reales, de los que al menos 480 se invirtieron en portes y cuanto derivaba de ello[107] (Figs. 16-18); y al respecto de la Inmaculada de Valverde (Fig. 24), conocíamos ya que en el pago de más de 2500 reales por su adquisición se engloban partidas relativas al «cajón, portes, flete y muelle» [140 reales], además de lo que acarreó «el flete de Cádiz a Santa Cruz, traer[la] a tierra y gastos del transporte [hasta El Hierro]» [110,3 reales][108].
El envío de las esculturas no era fácil y exigía, al menos, concertar un doble desplazamiento por mar: de Sevilla a Cádiz primero y de Cádiz a las islas luego, aunque no sabemos si dicho trámite se produjo siempre de la misma forma. La documentación en ese sentido es bastante confusa, aunque a veces el envío hasta Cádiz fue complicadísimo por las crecidas del río Guadalquivir y no se producía con la inmediatez deseada. Antes de que mediaran el ya citado García de Azcárate y otros agentes de finales de siglo, Pedro Massieu se valió de Pedro José Vienne para remitir hasta las islas mercancías muy diversas, englobando en ellas esculturas de Duque Cornejo o mármoles atribuidos a Cayetano de Acosta[109]. El fallecimiento repentino de Vienne en 1747 alentó el contacto de los promotores locales con Capitanachi primero y con Retortillo luego, de modo que la muerte del último a principios del siglo XIX cierra una etapa próspera para los intercambios artísticos entre Canarias y Andalucía. Entretanto, los Cólogan recurrían a parientes suyos como los Gough o a profesionales autónomos como Joanico Sabater, quienes se encargaron de recoger varias esculturas junto al resto de mercancía y depositarlas en almacenes provisionales si no encontraban fragata o paquebote que navegase hasta Tenerife[110]. A principios de 1819, el que fuera prior del Consulado Marítimo y Terrestre de Sevilla, José Verger, delegó en su corresponsal Rafael Contreras el transporte de la Inmaculada que Juan de Astorga esculpiría para las monjas concepcionistas de Garachico[111].
En ocasiones, la correspondencia es muy generosa y desvela la casuística vivida con barcos que partieron desde el mismo puerto de Cádiz o hacían escala un tiempo en él, tras zarpar desde el Levante, la costa occidental de Italia o puntos más alejados del Mediterráneo. Así lo avala también la información contenida en registros comerciales de Tenerife, aunque, como se ha probado ya con algunos bienes de mármol, mercancías andaluzas eran embarcadas en navíos de origen europeo que tenían como destino final las costas del archipiélago o el Nuevo Mundo[112]. Encontrándose a bordo tras superar el despacho de la aduana, comenzaba el segundo periplo de las obras y el que mayor miedo despertaba entre los celosos comitentes, quienes en más de una ocasión expresaron desazón al respecto[113].
Los problemas que ocasionaba el transporte oceánico venían dados por la inseguridad del mar en un doble sentido, ya que la correspondencia y otros documentos aluden repetidamente a ello. Uno de los motivos principales de ese temor generalizado guardó relación con los temporales, muy frecuentes en primavera e invierno. En algunos casos los destinatarios vieron peligrar sus esculturas, pues a finales del Antiguo Régimen algunos barcos estuvieron a punto de hundirse o —en palabras contemporáneas de Retortillo— «ser apresados por infieles y enemigos de nuestro reino, que tanto merman los intereses que todos tenemos». Sirva de ejemplo lo sucedido con las imágenes titulares de la capilla de los Dolores de Icod, cuyo desembarco en Tenerife no se produjo hasta el 11 de abril de 1772 (Fig. 7). Al igual que otras mercancías del navío que las condujo, las esculturas permanecieron en el mar algo más de cinco meses por «varias arribadas y contratiempos», de modo que no pudieron entronizarse en su templo hasta el 17 de mayo de ese año[114].
El otro motivo de preocupación residía en la conflictividad política del Atlántico, donde la problemática era mayor a raíz de los conflictos bélicos desatados con Inglaterra primero y la emancipación de colonias americanas luego. La historia del comercio internacional y del transporte interinsular no pude sustraerse a esta coyuntura desde el siglo XVI, pero en una fecha tardía como el tránsito de las épocas Moderna y Contemporánea incidencias de ese tipo volvían a cobrar actualidad[115]. En lo concerniente al porte de imágenes sagradas, resulta elocuente que en febrero de 1819 la Inmaculada que Astorga ejecutaría para el convento de Garachico no pudo llevarse por mar desde Santa Cruz hasta dicha localidad del norte. Su arribo al puerto capitalino ya fue tenido como un milagro, porque en esos momentos «los mares estaban infectados de corsarios insurgentes de Buenos Aires [alusión clara a los problemas que originó la independencia de Argentina, en fecha previa a la proclamación de su texto constitucional de 1819]». Ante ello, se tuvo que recurrir a un arriero de confianza para que condujera por tierra el cajón que servía «de concha a joya tan peregrina», valorado entonces como «una misteriosa nave venida de lejos»[116].
Los pocos registros que se conocen de la aduana tinerfeña inciden de forma superficial en problemas de ese calado, al tiempo que confirman una exención de pagos y la libertad de derechos que eran inherentes a bienes destinados para el culto divino[117]. El «puerto principal» de Santa Cruz fue el destino donde recalaban habitualmente las efigies, por lo que desde allí eran remitidas luego a sus receptores y comitentes en el interior de esa isla o transportadas por mar hasta localidades portuarias de La Palma, El Hierro, La Gomera y Gran Canaria. Como ya sabemos, en dichos lugares fueron recogidas por sus promotores o últimos destinatarios[118].
A finales del Antiguo Régimen esas mismas esculturas y sus aditamentos suntuarios formaban parte de una coyuntura compleja en lo relativo al envío marítimo, porque con ellas viajaron también bienes que podían o no ser manufacturados en Cádiz. Así, por ejemplo, los registros de la aduana de Tenerife consigan durante esa época el desembarco de mercancías estimadas en el medio isleño como plata labrada, loza y cerámica de Alcora, libros impresos, algún que otro retrato, estampas, reliquias de Roma, materiales para dorar grandes retablos, flores de seda, losas de mármol, vidrios de Hamburgo, hierros forjados en la Baja Andalucía, tejidos de tafetán, ornamentos, y hasta candeleros o piezas domésticas de metal[119]; y en la correspondencia privada de los Massieu hay citas concretas a «espejos grandes de vestir», barricas de aceitunas, alcaparras y loza, sin olvidar libros para dorar[120]. También se produjo la compra de campanas de bronce, cerámica, paños de Grazalema y Béjar, tejidos de seda, brocados, damascos, láminas de pan de oro y libros impresos, cuyo envío garantizó el eficiente García de Azcárate durante las décadas de 1760 y 1770[121].
Diversos tipos de escultura
En lo relativo a la escultura devocional que se contrató durante el siglo XVIII, predominan por igual obras de gran tamaño y las de menor dimensión que eran destinadas al culto doméstico. Sirven de ejemplo en ese sentido los «cinco santitos de bulto» que el beneficiado de La Palma Francisco Fierro recibió embalados en «tres cajoncitos» el 4 de febrero de 1760. Llegaron primero al puerto de Santa Cruz de Tenerife y representaban a San José con el Niño, San Juan Nepomuceno, Santa Rita y San Juan Bautista[122], por lo que sendas tallas de San José podrían vincularse con otras que Hita y Castillo esculpió meses antes para miembros de la familia Massieu y condujo a Canarias el ya citado García de Azcárate[123]. Además, es probable que la efigie del santo de Nepomuk enviada entonces corresponda con la existente en la iglesia de Los Llanos de Aridane[124] o en el coro de la parroquia matriz de El Salvador, donde Fierro sirvió durante parte de su vida y fue adicionada a un inventario previo de 1757[125]. La última es un trabajo indudable de Hita[126], cuyo obrador visitaría dicho eclesiástico a raíz del viaje efectuado a la península anteriormente[127].
La duda reside en saber si algunas obras del archipiélago fueron contratadas en Cádiz o los intermediarios se limitaban a llevarlas desde Sevilla para su embarque posterior, al haber constancia de la ejecución de esculturas en ambas localidades hasta la década de 1810. No obstante, las piezas gaditanas de madera arrojan una cronología tardía y son consecuencia de la dinámica seguida por agentes que intervinieron en el comercio ultramarino. Quizá a ello contribuyera el declive de los talleres sevillanos o la cercanía de maestros que ganaron fama en la ciudad portuaria, ya a finales de siglo. Sea como fuere, los encargos mejor conocidos de esa procedencia en las islas responden a una talla de San José que fray Antonio de San Agustín Perdomo adquirió para el convento agustino de Icod en 1801 (Fig. 3), ya citada, o una pareja de santos hospitalarios con la que el mayordomo del hospital de La Orotava incrementó el culto de su capilla antes de 1804 (Fig. 8). En el caso de los últimos consta la mediación de Retortillo y es probable su hechura en Cádiz y no en Sevilla como creímos al principio, puesto que la representación de San Rafael Arcángel copia otra de Maragliano que subsiste en la iglesia capitalina de San Juan de Dios[128]. Con todo, de allí se trajeron antes esculturas de piedra para decorar edificios[129] o pilas marmóreas, debidas a Salvador Alcaraz y a labrantes anónimos de su tiempo[130]. Avanzado el siglo, cuando las peticiones empiezan a decaer por su elevado coste, desde Cádiz llegarían igualmente bordados[131] y piezas de plata[132] que ajustaron artífices de muy diversa condición.
Aunque no es lo habitual, los encargos escultóricos se limitaban a veces a los dispositivos de talla visibles. En el caso de las obras conservadas en Canarias, esos elementos eran por lo general cabezas y manos, pero se ha constatado también el envío de pies, peanas, torsos o armazones internos, efigies complementarias del Niño Jesús y hasta atributos iconográficos. Ello no es privativo de los artífices hispalenses, puesto que durante el siglo XVIII hay ejemplos similares a los que ha podido documentarse un origen americano[133] o genovés[134]. En lo concerniente a Sevilla, sabemos que, por ejemplo, el clérigo Tomás Antonio Quevedo y Alvarado encargaba allí una imagen vestidera de los Dolores que advocó Nuestra Señora de la Misericordia y acabaría cediendo al convento dominico de Las Palmas, próximo a las casas de su residencia durante un tiempo[135]. En efecto, este afamado clérigo de Vegueta pidió en un testamento de 1804 que su cuerpo fuera sepultado frente al altar de la capilla del Cristo de la Columna o de San Vicente Ferrer, «donde —explica él mismo― tengo colocada la imagen (…) que yo traje a mi propia costa de Sevilla»; y en las últimas voluntades estipuló también que sus herederos costearan con perpetuidad las funciones que pagaba anualmente en dicho establecimiento, «una a (…) Nuestra Señora de la Misericordia el martes santo y la de Santa Catalina de Siena en su día, que —continúa relatando Quevedo― he colocado en el convento de (…) San Pedro Mártir de esta ciudad». No terminan ahí las imposiciones piadosas, porque obliga igualmente a que, como usufructuario legítimo de sus bienes, Isidoro Romero y Ceballos pagara cada año 10 misas rezadas por su alma y la de otros parientes, de entre las que destacamos una a la misma Virgen de la Misericordia cada viernes de Dolores en su capilla y otras sin especificar en la iglesia conventual a devociones de interés en esos momentos, a la Sagrada Familia y a distintivos propios de la Pasión como «las llagas de Nuestro Señor» o «su corona santísima de espinas»[136].
La intencionalidad del donante era clara. La nueva representación de los Dolores se adquirió con el fin de complementar al Cristo atado a la Columna que fue colocado en dicho templo durante la Semana Santa de 1780, aunque en este caso se trata de una obra madrileña firmada por Tomás Calderón de la Barca y costeada por el canónigo Felipe Alfaro[137]. La entronización en la capilla que presidía esa otra imagen es sintomático de ello, así como de los cultos que ambas protagonizaron cada martes santo en el mismo convento de frailes dominicos[138]. Lo que no sabemos es cuándo se produjo la importación, ya que el apunte de 1804 es tardío para una acción de esas características y, de haberse producido entonces o en fecha próxima, resulta extraño que su autor no hubiera sido el ya popular Luján Pérez, con quien tuvieron trato entonces Quevedo y Romero. A pesar de que no se explicita como tal, suponemos que la contratación de dicha efigie en Sevilla debió de producirse con anterioridad, tal vez después de que el Cristo empezara a procesionar en 1779[139]; y es probable que, como otras del mismo tipo, el encargo se limitara a la adquisición de cabeza y manos, los únicos dispositivos de talla que eran visibles. Lástima que no podamos constatar si sucedió así atendiendo al estado actual de la Virgen, ya que en 1892 Arsenio de las Casas (1834-1925) la reformó drásticamente, hasta el punto de que en ocasiones se ha valorado como una obra suya[140]. Este maestro la firmó al dorso señalando que su intervención tuvo lugar en Santa María de Guía y la prensa del momento, atenta siempre a lo sucedido en Semana Santa, aludía a su «estreno» el martes santo de ese año[141].
Lo mismo acontecería con el «medio cuerpo, cabeza y manos de la imagen de Nuestra Señora de los Dolores» que las monjas dominicas de La Orotava recibieron para su iglesia conventual en marzo de 1779[142]. La pieza pudo desaparecer a raíz del incendio sufrido por dicho edificio en 1815[143], pero nos previene sobre una práctica habitual desde época precedente. De ahí que, por ejemplo, un comerciante popular en aquellas fechas como Andrés José Jayme (1704-1770), donante del púlpito de mármol que Pasquale Bocciardo (1719-1790) labró en Génova para la parroquia de los Remedios de La Laguna, atendiera encargos de este tipo. En 1754 trajo desde Cádiz un «cajoncito» que contenía «un Santo Cristo y algunas reliquias de Roma» y en torno a 1761 hizo lo propio con materiales necesarios para dorar el retablo mayor del templo ya aludido de los Remedios, entre los que no faltaban libras de lápiz plomo, libros de oro, libras de carmín y grandes cantidades de azogue[144]. Con anterioridad, en el periodo que media entre 1759 y 1767, adquirió también en Cádiz una efigie de la Virgen del Carmen que preside todavía la iglesia de San Juan Bautista de Arico, cumpliendo así los deseos del párroco José Nicolás Valladares y de sus feligreses[145].
Las cuentas de la modesta cofradía que le dio culto informan sobre el valor otorgado a la obra y las acciones que incitó su preparación para ser expuesta en la parroquia. La corporación fue instituida en 1758 a instancias del referido Valladares, por lo que, siguiendo indicaciones suyas, se recaudaron limosnas en el pueblo «al comenzar la cofradía» y «cuando vino la santa imagen para ayuda de vestirla». Jayme recibió entonces 850 reales como pago «del costo de la imagen de la Virgen y el Niño que vinieron de Cádiz», cantidad a la que deberían sumarse 17 reales más que importó «hacer la jaula y [buscar] coleta para forrarla». Ello confirma que de Andalucía arribó sólo el busto con la cabeza y las manos del personaje mariano junto a la talla independiente del Niño, puesto que las mismas cuentas previenen sobre la adquisición de tejidos y alhajas de plata para confeccionar el adorno de ambas en Tenerife[146]. Más tarde, entre 1767 y 1775 se compró para ella el sol, la peana y un trono sobredorado en La Orotava. Es probable que esta acción exigiera modificaciones en la Virgen, porque durante ese tiempo el mayordomo y capitán Juan Antonio de Torres justificó el gasto de al menos 12 pesos «que llevó el escultor por componer la santa imagen»[147], siendo la primera de muchas intervenciones que han desvirtuado su apariencia primitiva e impiden ahora un análisis formal o estilístico para catalogarla adecuadamente (Fig. 9).
A pesar de los ejemplos ya señalados de Las Palmas, La Orotava y Arico, durante este periodo predominaron las obras de talla completa, ejecutadas en madera y luego encarnadas, policromadas y estofadas con admirable vistosidad. No cabe duda de que en la destreza de los trabajos pictóricos reside el atractivo de estas efigies al describir repertorios ornamentales que oscilan entre fórmulas tardobarrocas, motivos de gusto rococó en diversas variantes y las primeras manifestaciones del estilo neoclásico que tendían a simplificar las formas y a simular tejidos lisos imitando los paños naturales, aludidos antes[148]. Algunas piezas del archipiélago muestran el avance logrado por estofadores y policromadores, y revelan, además, soluciones técnicas que abarcan estucos en relieve, estofados al temple, corlas, barnices broncíneos y vistosas decoraciones a punto de pincel. Su calidad fue tal que ocasionalmente contribuirían a generar simulacros de gran eficacia piadosa, mucho más atractivos por el cambio que alentaban entre los feligreses sin obviar cuestiones de fondo y forma[149].
Los ejemplos que pueden ponerse al respecto son muy elocuentes, pero resulta clarificador lo sucedido en la parroquia de San Sebastián de La Gomera durante la década de 1790 (Fig. 19). Allí, la nueva talla de su titular, la Virgen de la Asunción, reemplazó a una modesta efigie de vestir que no era de «muy arreglada escultura» y durante el siglo XVIII portaba un Niño Jesús en sus manos. Tras entronizar la obra que Blas Molner pudo esculpir en Sevilla[150], la anterior quedó sin culto y hasta 1812 no sería llevada a la ermita próxima de las Nieves, donde se pierde su pista luego[151]. Al margen de ello, lo interesante es que la «patrona nueva» no iba a originar gastos crecidos porque mostraba «ropajes de talla», de modo que en esa cualidad, no resaltada a veces lo suficiente, se vislumbró un gran ahorro para los fieles y responsables del templo al dejar de invertir crecientes cantidades en la renovación de un aparato suntuario que integraban tejidos, joyas, pelucas y otros postizos. Este comportamiento servía de preludio a una dinámica que clérigos ilustrados difundieron en las islas años después, porque, tal y como recordaba el obispo Tavira, era un «abuso intolerable» el vestir las imágenes «de ropas, en que sobre el grande e inútil costo que se hace, hay mucha indecencia y profanidad»[152]. Lo atractivo es que ese tipo de obras crearía una moda que no dudaron en copiar los maestros insulares, aunque la actuación de artistas locales y foráneos no puede diferenciarse siempre. Esta cuestión es un tema recurrente y ha motivado algún que otro error de interpretación, ya que, a semejanza de las llegadas con expectación desde Sevilla, efigies de época previa se sometieron entonces a los convenientes trabajos de «reforma» y «ornato»[153].
La documentación investigada es poco clarificadora en ese sentido, pero expondremos al menos un ejemplo para evidenciar tal dinámica. Los cofrades de San Cayetano y San Fernando que frecuentaban el templo matriz de La Orotava renovaron a sus titulares durante el último cuarto del siglo XVIII, citando en el libro de cuentas lo que implicarían dichas intervenciones. En lo relativo al «santo rey» que los fundadores de la institución costearon en el periodo 1663-1670 y tal vez esculpió Blas García Ravelo (1618-1680), los trabajos de «estofe y dorado» conllevarían el alto coste de 705 reales en el periodo 1776-1781 y motivaron al menos el reestofe de toda la pieza, la aplicación de nuevas carnaciones y el añadido de la capa con simulación de armiño al interior, confeccionada con tejido encolado[154].
Más elocuente resulta la reforma practicada a la imagen de San Cayetano (Fig. 10), obra de un maestro local que ya existía al tiempo de establecer la cofradía en noviembre de 1663 y era de vestir[155]. En este caso la reforma de 1781-1788 trajo consigo la definición del atuendo con telas encoladas, técnica que adquirió popularidad a finales del Antiguo Régimen[156]. Lo atractivo de este «arreglo» es su alto precio de 705 reales y el hecho de que la composición, las vistosas decoraciones de oro visto sobre fondo negro, la simulación de galones y el volumen conferido por medio del hábito clerical no eludan su débito respecto a sendas esculturas de San Ignacio y San Francisco Javier a las que Hita y Castillo o un maestro próximo dio acabado para el colegio jesuítico de La Orotava entre 1763 y 1764[157]. De una u otra forma, tal parecido confirma que ambas tallas influyeron en su entorno y que repercutirían en el ornato de la nueva parroquia de la Concepción, no consagrada hasta 1788[158].
Igual de extraña resulta la importación de obras modeladas en terracota, cuya vigencia y fortuna plástica con policromías vistosas había reivindicado un artista del talante de Cristóbal Ramos[159]. Como nos advierten Roda Peña y Herrera García, la única efigie sevillana del siglo XVIII que conservamos de ese material en Canarias se amolda fácilmente a su estilo y puede atribuírsele, por lo que esta coyuntura dota de un mayor interés a la producción conocida del autor[160]. Además, guarda relación con piezas contemporáneas del mismo tipo e igual iconografía cuyo alcance es impreciso todavía por lo poco que sabemos de ellas (Fig. 11). Se trata del enérgico «San Miguel Arcángel que vence al demonio», traído de Sevilla por Miguel de Echevarría y María Micaela Manrique de Lara para colocarlo en un retablo que erigieron en la parroquia de San Sebastián de La Gomera con ese fin. El altar lleva inscrito el año 1770 y hay constancia de que el cajón que contenía la efigie fue desembarcado en el puerto de Santa Cruz de Tenerife el 5 de octubre de ese año, cuando recaló allí el «navío inglés Hamburg que vino de Génova» y debió de hacer escala en la misma ciudad de Cádiz, donde tuvo que cargarla un agente designado para ello[161]. Su destinatario final fue el beneficiado Gaspar Álvarez, quien, como ya sabemos, alentó la contratación de una talla de San Juan Nepomuceno años después (Fig. 21).
Ese hecho confirma la participación de varios personajes de la parroquia en su envío posterior hasta la rada de San Sebastián y, de una u otra forma, incide en la necesidad que existió de adquirir una obra única y diferente para una isla secundaria como La Gomera. Así lo constataron sus donantes en declaración firmada ante el escribano Lorenzo Roldán el 8 de mayo de 1771, cuando suponemos que la imagen ya estaba bendecida y entronizada en el templo. En dicha escritura subyace el anhelo de progresar en lo social y lo espiritual, algo propio para quien, como Miguel Echevarría, detentaba entonces los cargos de administrador de las bulas y de la real renta de tabaco. Sus necesidades cotidianas le llevaron a sostener trato epistolar con los Cólogan durante las décadas de 1770 y 1780, pues con ellos garantizó el comercio de mercancías producidas en la isla —seda, aguardiente y miel— y la adquisición de bienes tan variopintos como un reloj o varios ejemplares de la Guía del estado militar que resultaban de su interés[162].
Los Echevarría eran una familia de conveniencia en el medio isleño[163] y no dudaron en colocar el escudo de armas en lo alto de un retablo que estimaban como signo o símbolo votivo, porque una inscripción latina existente junto a la mesa del altar recuerda que sus promotores invocaron la intercesión de San Miguel como «auxilio del pueblo de Dios», al igual que como «protector» de quienes habían conferido prestigio al linaje cuando mediaba el siglo. La misma escritura refiere que los Echevarría y Manrique de Lara «habían pasado bastantes fatigas y desvelos para concluir la santa imagen», al tiempo que previene sobre la fragilidad de su constitución material. De ahí que advirtieran que «es tanta la fineza, primor y delicadeza que no permite sacarlo del nicho sin conocido peligro en algún quebranto», por lo que terminarían prohibiendo que fuera retirada de él[164].
Pese a tanto cuidado o protección, la obra no aporta novedades significativas y se presenta como un trabajo convencional en cuestiones de fondo y de forma, tal vez por ser una creación secundaria de Ramos o de un maestro que laboraba en su entorno. Vestido al uso y como un militar angélico que porta peto, faldellín, capa, grebas, casco y armas, este «bellísimo arcángel» no deja de ser una interpretación acorde a modelos vigentes en las islas desde época previa y se atiene a la iconografía descrita para ejemplos coetáneos de diverso origen[165]. Con todo, resulta atractivo por las carnaciones que muestra en el rostro y las manos, su dinamismo limitado y la apariencia que procuran las decoraciones de gusto rococó en el motivo central del pecho, la simulación de galones en los extremos, la configuración no cuadrangular de su peana, el cromatismo conferido a las telas encoladas y aditamentos de otro material que eluden una limitación proclive a la talla en madera, otorgando ello mayor vistosidad al simulacro.
Su estima sobrevalorada nos previene sobre los convencionalismos píos que pueden extenderse a piezas arribadas al archipiélago hasta bien entrada la contemporaneidad, ya que, por encima de todo, sus autores, los comitentes, los intermediarios y no pocos fieles valoraban estas obras como elementos de referencia para la piedad individual o colectiva. Desde la perspectiva cultual, el «buen acabado» o la «bella forma» de las esculturas no era otra cosa que un complemento a su utilidad devocional, de modo que, según los casos, podían responder a un fin votivo y oferente. En este sentido, el encargo de las tallas de San Miguel y San Antonio de Padua que ocupan sendas hornacinas en el retablo mayor de la parroquia de Puntallana resulta muy esclarecedor, al ser una petición que Felipe Massieu formuló en 1772. Su ejecución posterior en el taller de Hita satisfizo las inquietudes del comitente y de otros familiares, porque, como reconoció el propio Massieu, al tener noticia de su destierro forzoso a Gran Canaria con motivo del pleito de las regidurías perpetuas y mientras oía misa en el templo, sintió la necesidad de cubrir los nichos vacíos del retablo con sus «santos devotos». En carta posterior expresaba que, ante esa tribulación, se valió de «estos patronos para que —relataba a su hijo Juan— me diesen aliento y conformidad, cuyas confianzas han desempañado a mi satisfacción»[166].
Las efigies llegadas desde Sevilla repercutieron también en modismos piadosos cuyo alcance puede cuantificarse a través de mandas testamentarias, la imposición habitual de misas o el propio sentimiento que subyace tras unas figuraciones que en no pocos casos repiten iconografías y esquemas compositivos. Así, el éxito de la primera remesa de obras con pequeño formato que Hita y Castillo había trabajado para la familia Massieu en 1757-1758 propició encargos posteriores que realizaron sus parientes, amigos y allegados[167]. Reflejan también el auge logrado por devociones en alza como la Inmaculada, el Niño Jesús, San José o, muy especialmente, San Juan Nepomuceno, sobre el que insistiremos más adelante porque imágenes suyas a las que se atribuye origen hispalense subsisten en Las Palmas de Gran Canaria (Fig. 12), Los Llanos de Aridane, Santa Cruz de La Palma, San Sebastián de La Gomera (Fig. 21), Santa Cruz de Tenerife, Icod de los Vinos y La Orotava (Figs. 22-23).
Tanta proliferación de imágenes del santo de Nepomuk testimonia el alcance de una religiosidad que conviene estudiar bien, pues en ella aflora el recuerdo del culto dispensado antes por los jesuitas y su valía como referente o ejemplo para el clero local, quien no dudó en resaltar el «sacrificio heroico» del llamado entonces «abogado de la confesión». La variedad de registros iconográficos es notable en algunas representaciones[168] e incide en un fervor distintivo y de aliento dieciochesco, aunque la difusión de su culto en Canarias no tuvo el matiz político ni otras significaciones que se dieron al mismo tiempo en la Nueva España[169]. Lo curioso es que desde allí llegarían al archipiélago efigies como la existente en la ermita de San Telmo de Las Palmas de Gran Canaria[170] o lienzos de diversa calidad que deben catalogarse mejor. Entre los últimos destaca un pequeño óleo sobre lienzo conservado en la parroquia de San Antonio de Granadilla, tal vez novohispano y afín a la devoción que incitaban las esculturas contemporáneas de Sevilla que tanto nos interesan ahora. Aunque tengan un origen distinto, su significación cultual ―y por consiguiente, la apreciación que los fieles otorgaban a estos simulacros píos― era análoga y se movió siempre en el mismo sentido interpretativo.
Pese a que no fue lo habitual, las piezas importadas a finales del Antiguo Régimen divulgaron temas que no contaban con una figuración correcta en clave iconográfica. Está documentado que sucedió así con la Virgen de la Asunción de San Sebastián de La Gomera[171] (Fig. 19) y es probable que ocurriera lo mismo con la Inmaculada de Valverde[172] (Fig. 24) o con la Candelaria de Ingenio[173] (Fig. 15). Más atípica resulta la introducción de advocaciones o títulos marianos, aunque hay algún ejemplo que se debe aludir en relación con los envíos andaluces que estudiamos. A esta dinámica corresponde la Virgen de Montenegro (c. 1770) que Blas Molner esculpió a instancias del escribano José de Montenegro para convertirse en titular de la ermita que había erigido junto a la hacienda familiar de El Ancón, en un paraje costero de La Orotava[174] (Fig. 13).
El resultado de su trabajo fue una efigie afín al simulacro pictórico de la Madonna delle Grazie o di Montenero que se atribuye al maestro Jacopo di Miquelle detto Gera (…1341-1395…), muy popular en la Toscana, cuyo santuario en las proximidades de Livorno empezaría a reconstruirse desde 1744 y despertó pronto el interés de viajeros, eruditos y devotos que lo frecuentaron para conocer la historia de su aparición milagrosa a unos pastores del lugar en mayo de 1345[175]. De hecho, no descartamos la posibilidad de que Montenegro fuera partícipe de la difusión que tuvo su culto gracias a publicaciones dieciochescas como la de Giorgio Oberhausen, editada en Lucca durante 1745 e ilustrada con una lámina que, a modo de vera efigie, reproduce el cuadro o icono medieval que Molner recreó en la escultura tinerfeña[176] (Fig. 14). Nuestro comitente no dudó al escoger ese título para presidir el retablo de la ermita, porque, como declaraba al momento de testar, profesó mucha devoción a «esta Virgen (…) aparecida en Liorna»[177]; y aunque no lo explica como tal, en una determinación así se esconde el anhelo de significar piadosamente el apellido que dio sentido a un linaje reivindicado con iniciativas muy diversas en el medio local[178].
Alrededor de dicha efigie José de Montenegro definió una parafernalia cultual que tiene más que ver con los modos devocionales del siglo XVII que con planteamientos ilustrados, ya en ciernes. Tal fue así que estipularía la celebración de una misa en su honor todos los domingos y días de fiesta para que pudieran acudir a ella los vecinos y jornaleros de la zona, sin recursos y mal vestidos, junto a familiares suyos durante largas estadías en la residencia del litoral. Tal y como recuerda en su testamento, muchos no podían hacerlo hasta el momento de la imposición del templo en julio de 1771 «por su pobreza y desnudez, por no dejar solas sus casas ni desamparar las haciendas en algunas estaciones del año en que son muy frecuentes las lluvias»[179]. Concretó también el número de velas que debían colocarse frente a cada efigie de la fundación, el tiempo de encendido y los procedimientos a seguir en la fiesta principal, a celebrar cada 26 de julio coincidiendo con la onomástica de Santa Ana[180]. Quizá ello explique que la ermita conservara una representación pintada de «la santa y venerable madre de la Virgen», acaso uno de los «muchos bienes» dejados por el mismo Montenegro al tiempo de la apertura al culto en julio de 1771. Se ha planteado la posibilidad de que dicha pintura sea obra de Cristóbal Afonso (1742-1797)[181], maestro que residió y ganó fama en la misma Villa donde vivieron los patronos y sus familiares. Sin embargo, más que ese lienzo, consideramos como trabajos de Afonso el retrato de José de Montenegro que colgaba en el presbiterio y la decoración de su único retablo, muy desapercibida hasta ahora.
Pero, por encima de todo, las sevillanas eran piezas que desde finales del siglo XVIII estuvieron llamadas a ocupar un lugar preponderante en los templos donde iban a recibir culto. No debe obviarse que, entre otras, durante las décadas de 1780 y 1790 se renovaron las imágenes titulares de iglesias existentes en Valverde, San Sebastián de La Gomera e Ingenio, ya citadas, lo que supuso en el último caso un revulsivo a la hora de obtener la autonomía parroquial o jurisdiccional[182]. La Virgen de Candelaria que preside la parroquia actual de Ingenio es una obra que deberá estudiarse pormenorizadamente (Fig. 15), al copiar con lenguaje moderno recursos propios de las figuraciones de gloria que tanto proliferaron en el medio hispalense. Sin embargo, no sabemos hasta qué punto reproduce un modelo definido en Andalucía o en el archipiélago, ya que, en base a la documentación disponible, queda claro que fue «armada» en Gran Canaria antes de ponerla al culto en febrero de 1797[183]. Reinventa en clave ilustrada viejos sistemas representativos, eludiendo el añadido de tejidos naturales y otros postizos que complementaban habitualmente a efigies de ese tipo. Lo que no sabemos es si Juan Pérez Espino, mayordomo de la entonces ermita del lugar, era partícipe de ello cuando alentó la adquisición y dejaría de citarla como tal en varios codicilos[184], puesto que su llegada se produjo en unas condiciones excepcionales, no repetidas luego con otros encargos[185].
Desvelos como los manifestados por Pérez Espino procuraron cierto reconocimiento a los patrocinadores, de modo que en ocasiones las obras acabarían convirtiéndose en legados póstumos. Sucedió de ese modo con algunas tallas de Hita[186] y con el San Juan Nepomuceno de La Gomera, petición del beneficiado Álvarez Orejón antes de morir en 1779 (Fig. 21). Con todo, los propios comitentes ―y de forma especial, los clérigos que detentaron responsabilidades en la administración eclesiástica de cada isla o vicaría― intentarían a veces que su determinación a la hora de comprar esculturas andaluzas fuera imitada por fieles del entorno donde vivían. Así, el visitador Diego José Fernández, donante de la talla de la Asunción que presidió la parroquia matriz de La Gomera, animaba en 1782 a los vecinos de Agulo para que recogieran limosnas en el pueblo y, tras solventar los graves desperfectos de su iglesia, con esos fondos «se traiga [entiéndase importe] una imagen del señor San Marcos»; y —continúa— «se vea también si hay algunos devotos que traigan la del señor San Bartolomé, pues las que hay no están con la mayor decencia»[187]. Sin embargo, como sucede en muchos casos, esa aspiración no dejaría de ser un deseo o anhelo personal, que a la larga quedó sin materializar por razones de fuerza mayor[188].
Testigos artísticos de distinta naturaleza y calidad
Aunque no son tan numerosas como en época previa, las efigies llegadas a Canarias durante las últimas décadas del siglo XVIII muestran en ocasiones alta calidad y poseen el atractivo de responder a casuísticas o dinámicas de encargo muy variadas. Además, unen a distintas islas en el mismo fenómeno e involucran en él a comitentes de diverso estatus, desde sencillos promotores y párrocos a clérigos de prestigio o canónigos. Precisamente, el Cabildo de Santa Ana propició durante la década de 1770 la adquisición de piezas notables para el adorno de sus púlpitos (Figs. 15-17), aunque, gracias a Retortillo, el envío de manufacturas andaluzas fue una constante a lo largo del siglo[189]. De acuerdo a esa coyuntura, las diez tallas de pequeño formato que conforman este encargo se convierten en una de las importaciones más notables que recibieron los comitentes del archipiélago y en un testimonio claro de su vínculo con diversos maestros de Sevilla, habida cuenta de la variable dicción plástica que manifiestan[190].
Durante buena parte de su vida José Retortillo trabajó como agente comercial del Cabildo Eclesiástico, por lo que no extraña que las actas capitulares refieran con asiduidad compras de toda naturaleza, desde alhajas de plata hasta telas de diversa valía, palmitos, botijas de aceite para los santos óleos o instrumentos musicales, entre otros artículos. Sin embargo, dada su residencia permanente en Cádiz, el entonces arcediano Miguel Mariano de Toledo optó por escribir al doctor Luis Germán, amigo suyo avecindado en Sevilla, para contratar con imagineros de esa ciudad las esculturas que decorasen los púlpitos de madera que José de San Guillermo (1733-1790) había construido entre 1771 y 1775[191].
Los púlpitos fueron una de las empresas más ambiciosas que afrontó el Cabildo durante ese tiempo y, a día de hoy, constituyen un testimonio útil para calibrar el acomodo del lenguaje rococó entre los carpinteros y retablistas locales. Sin embargo, al carecer de decoración escultórica y del sobredorado necesario, permanecieron varios años sin ensamblarse ni colocarse en la llamada entonces «media catedral», puesto que su instalación allí antecede al proyecto que Diego Nicolás Eduardo (1733-1798) previó para ampliar dicha fábrica durante la década de 1780. Con el objetivo de evitar los deterioros que podía causar un depósito prolongado, en junio de 1776 los capitulares acordaron ponerlos en el templo, porque, según declararon, «desmerecen en las lonjas en que se guardan»[192]. Así debió de suceder al poco tiempo, aunque no hay otras alusiones al respecto en las actas capitulares ni en los oficios o cartas que hemos revisado de esa época. En cualquier caso, Toledo disponía ya de libros con láminas de pan de oro para procurar el dorado a la estructura lignaria y el espacio dejado para cada pieza en los extremos[193].
La necesidad de concretar su ornato con maestros foráneos es sintomática del estancamiento en que vivían los obradores isleños, por lo que no extraña que ya en 1771, al tiempo de ajustar la hechura con San Guillermo, los canónigos tantearan nada menos que con el escultor de la corte Robert Michel (1720-1786) la posibilidad de vestir con plata unas efigies suyas o adquiridas con ese fin en Madrid[194]. Sin embargo, el fracaso de la tentativa, dificultades a la hora de contactar con intermediarios cortesanos y la limitación presupuestaria obligaron a que el encargo se dirimiera finalmente en Sevilla y bajo unas condiciones asumibles para la economía catedralicia. Sobreentendemos que su hechura debió de ajustarse a más tardar durante el verano de 1776, porque un año después, en octubre de 1777, los canónigos recibieron una carta donde José Retortillo avisaba de que a principios de ese mes había embarcado 11 cajones que las transportaban en la balandra Santa Ana, capitaneada por el francés Honorato Luquet[195].
El envío no debió de ser fácil, ya que, a pesar de su corto tamaño, cada imagen fue embalada en un cajón propio; y a los 10 pertinentes con las obras que llegaron a su poder desde Sevilla Retortillo sumó otro donde condujo mercancía menor, entre la que se encontraba al menos una «muestra para los vestidos de los gigantes»[196]. En esos momentos dicho agente gestionaba el encargo frustrado de una pila bautismal de mármol blanco en Génova y la compra de damasco y otros tejidos de seda en Valencia, cuyo pago no sería aprobado hasta junio del año siguiente[197]. Para esas fechas las esculturas de los púlpitos ya debían de estar colocadas en el emplazamiento idóneo, puesto que a finales de octubre de 1777 Toledo recibió el aviso de que habían arribado al puerto de Santa Cruz «once cajones (…) con los santos del púlpito». Luego fueron remitidos a Las Palmas por un agente designado para ello, de modo que en cabildo celebrado el 22 de noviembre los capitulares acordaron su colocación inmediata en los púlpitos y comunicaron al doctor Germán que «las referidas efigies están muy buenas y (…) muy a satisfacción del Cabildo»[198].
El encargo contempló la ejecución de al menos dos series de esculturas: una dedicada a los evangelistas (Fig. 16) y otra a los padres de la Iglesia (Fig. 18), además de dos tallas de mayor tamaño que rematan en lo alto sendos tornavoces y representan de modo alegórico a la Fe y a la Esperanza (Fig. 17). El coste total ascendió a 5160 reales, englobando esa suma la hechura de las imágenes de cada serie (600, 800 y 800 reales respectivamente), su policromía y estofado (2480 reales), y lo derivado del embalaje y los fletes en «cajones medianos» (480 reales)[199]. La diferencia de precio entre ellas y su propio acabado denotan que no fueron realizadas por una misma mano, aunque en ambas series quedan patentes planteamientos iconográficos al uso y unos condicionantes que podrían extrapolarse a muchos talleres de la ciudad durante esa época. Así, por ejemplo, las obras de los tornavoces resultan deudoras del estilo definido antes por un maestro de fama imperecedera como Duque Cornejo (Fig. 17), mientras que los padres de la Iglesia, sin duda las de mayor calidad, debió de ejecutarlos un artífice que reprodujo formas popularizadas por Cayetano de Acosta en creaciones contemporáneas o de fecha anterior. De hecho, coincidimos con Herrera García en la hipótesis de que este conjunto en concreto y no la serie de los evangelistas pudo esculpirlo un maestro que colaboró o trabajó cerca de Acosta (Fig. 18). La unidad de todas las piezas se consigue con su revestimiento polícromo y unos estofes que describen motivos muy vistosos, aunque las carnaciones, los galones cincelados en parte y otros detalles recreados a punta de pincel confieren un atractivo mayor a cada conjunto y eluden la simpleza de una talla suelta o de mayor indefinición, no exenta de armonía por la interpretación gestual de los personajes efigiados (Fig. 16).
El recuerdo de las creaciones de Duque Cornejo e Hita y Castillo resulta extensible a otras imágenes llegadas al archipiélago en ese tiempo, pues así lo constata la Virgen de la Asunción de San Sebastián de La Gomera (Fig. 19). A ella se han referido varios investigadores por responder a una donación del clérigo Diego José Fernández Acevedo, aunque dicho sacerdote, uno de los más influyentes que vivieron en la isla, no llegaría a verla entronizada antes de morir en 1789 y comisionó para ese fin a su hermano Juan de la Mata Fernández. Tras varios años de espera, fue bendecida con motivo de las fiestas organizadas por mayordomos y vecinos en agosto de 1790[200], de modo que esa cronología y el ornato pictórico invalidan la atribución tradicional a Cornejo o a algún maestro de su obrador que venía defendiéndose[201]. La talla es una muestra excelente de las dotes que pudo adquirir Blas Molner, a quien, como ya apuntamos, se ha adscrito convincentemente por último[202]. Molner es autor de una representación afín y del mismo tema conservada en la localidad navarra de Echalar (1781)[203], pero, a diferencia de ella, la obra gomera reproduce soluciones vigentes en la imaginería sevillana desde principios de siglo y ofrece repertorios de gusto rococó con una elegancia inusual, hasta el punto de que se convierte en muestrario de los motivos y procedimientos técnicos que manejaron los pintores y estofadores más cualificados cuando terminaba el siglo XVIII. Tal circunstancia y la corrección del acabado merecen un estudio detenido, porque, a buen seguro, su análisis permitirá la catalogación de esculturas coetáneas en Sevilla y localidades próximas. Con todo, no nos resistimos a señalar que después de su entronización en 1790 la Virgen incitó reformas en el presbiterio donde quedaría emplazada, ya que ese hecho fue clave para la renovación del patrimonio heredado y de los cultos que empezaba a presidir[204].
Lo mismo podría decirse de una representación de San Cayetano que el acaudalado Marcos de Torres Borges colocaba en un retablo preexistente de la iglesia agustina de Icod de los Vinos, tras una procesión que recorrió los templos del pueblo[205] (Fig. 20). El encargo de esta «efigie mediana» fue gestionado en Cádiz por José Retortillo y no pudo bendecirse hasta septiembre de 1770, antes de que el mismo agente promoviera el envío de las imágenes del Cristo atado a la Columna y la Virgen de los Dolores que iban a presidir una capilla anexa al convento vecino de San Francisco por petición de Fernando José Hurtado de Mendoza y su madre Bernarda Isabel Pérez Domínguez, promotores de ella[206]. Las últimas, ya citadas, se han vinculado convincentemente con el arte de Hita[207] y esta coincidencia deja entrever que los comitentes del norte de Tenerife se movían en los mismos parámetros, porque, entre otras circunstancias, conocemos documentación que descubre su trato continuo con Retortillo para solventar asuntos relativos a la venta de cacao en América, el cobro de algunas libranzas o la importación de bienes menores (Fig. 7). Al margen de esa coyuntura, la talla de San Cayetano muestra una calidad discreta y, como los simulacros de San Ignacio y San Francisco Javier remitidos al colegio jesuita de La Orotava entre 1763 y 1764 con los que guarda un paralelismo claro[208], debe adscribirse al obrador de Hita y Castillo o aun maestro de su entorno, aunque otros investigadores la creyeron próxima al arte de Cristóbal Ramos[209]. De ahí la notoriedad del acabado y lo convencional del planteamiento iconográfico, si bien la correcta interpretación que propuso su autor no elude una vistosidad mayor por medio de los estofes que decoran el hábito del santo y reproducen motivos florales con distinto volumen y procedimiento técnico (Fig. 20). En esa cualidad de las decoraciones se advierte un medio de expresión plástica que disimula a veces la resolución simple del atuendo, la cabeza y las manos.
Como puede deducirse a través de este ejemplo, no es fácil discernir autorías en piezas convencionales, que presentan como rasgo definitorio las decoraciones polícromas y el ornato con oro visto, estofes al temple y motivos simulados a punta de pincel. Además, la dinámica de Torres es ilustrativa por confirmar la receptividad del comitente isleño ante las adquisiciones foráneas, puesto que a lo largo de su vida compró obras en diversas regiones con un procedimiento afín. El bagaje indiano lo pone de relieve una efigie mexicana de vistoso acabado como la Virgen de las Angustias para la que construyó ermita propia en Icod que acabaría dotando con pinturas canarias y novohispanas, plata de Puebla de los Ángeles, alhajas de Guatemala y tejidos peninsulares junto a mármoles de Génova[210]. En lo relativo a manufacturas andaluzas de ese tiempo, hemos planteado la posibilidad de que su pila benditera de mármol blanco comprada en Cádiz fuera requerida a Salvador Alcaraz antes de 1759[211].
Queda por confirmar si otras imágenes llegadas a los templos de Icod durante este periodo son igualmente sevillanas, puesto que su origen no lo advierte la documentación conocida y difieren de los modos o tipos que venían reproduciendo maestros locales. Sucede así con las representaciones vestideras de San Juan Evangelista y San Juan Nepomuceno que completan la dotación escultórica de la nueva capilla de los Dolores por deseo expreso de los Hurtado de Mendoza[212]. Su existencia está documentada en1777 y, aunque muestran una calidad inferior a los trabajos de Hita y otros contemporáneos en los dispositivos de talla visibles, no dejarían de incrementar el número de efigies remitidas al archipiélago. Buena parte de su vestuario y de los aditamentos suntuarios sí eran de origen andaluz, ya que, por ejemplo, el santo de Nepomuk contaba entonces con un rico ajuar textil que integraron «una sotana de lustrina bordada en España», otra confeccionada con «tafetán de España» y una muceta de terciopelo morada «venida de Cádiz», por citar solo las piezas más significativas[213]. La capilla de los Dolores dispuso también de tejidos que Retortillo y delegados de la Casa Cólogan condujeron a la isla por indicación de los Hurtado, entre los que se encontraban al menos dos velos de «tafetán carmesí de España» y un guion posterior de terciopelo bordado en oro «que costó en Cádiz 100 pesos»[214]. Gaditanas parecen igualmente las pilas benditeras de mármol blanco que conservan esta capilla y la iglesia vecina de San Francisco, semejantes a la bautismal que se encuentra al uso en la parroquia de San Juan de La Rambla[215].
Sucede lo mismo con otra escultura de San Juan Nepomuceno que recibe culto en la parroquia de los Remedios de los Llanos de Aridane en La Palma. Muy convencional en su acabado, muestra al santo en pie, vistiendo el hábito clerical distintivo y portando en las manos un pequeño crucifijo al que mira detenidamente. La volumetría del atuendo con tejido encolado resta elegancia a una representación convencional, que se alza sobre una peana alta y de planta octogonal, cuyo ornato da cabida a simulaciones marmóreas y cartelas con símbolos alusivos al llamado entonces «abogado de la confesión». A pesar de que se ha vinculado con la talla de Hita existente en El Salvador y con otros trabajos de ese artífice[216], nos parece una obra de menor calidad y alcance creativo. La inexistencia de noticias sobre su adquisición en documentos de la parroquia deja entrever que ingresó en ella como producto de una donación tardía, por lo que sus cortas dimensiones respaldan la idea de que pertenecería primero a un ámbito doméstico o particular. Tal y como adelantamos en otro epígrafe, podría corresponder con uno de los «santitos» que el beneficiado Francisco Ignacio de Fierro y Torres recibió en 1760. El asiento de la aduana de Santa Cruz de Tenerife confirma que en febrero de ese año arribaron al archipiélago tres cajoncitos con figuraciones de San Juan Nepomuceno, Santa Rita, San Juan y San José, a bordo del navío español Santo Cristo de San Román que zarpó de Cádiz[217]. Tras su recepción allí fueron llevados a la isla de La Palma, donde se pierde el rastro de estas «pequeñas efigies» que Fierro solicitó con antelación y pudieron esculpirse al tiempo de su viaje por tierras peninsulares[218].
Algo similar acontece con dos esculturas que conserva la parroquia matriz de La Orotava: San Juan Nepomuceno y San Francisco de Borja, de las que poco sabemos salvo su colocación en las hornacinas laterales del retablo de la Virgen de Candelaria a mediados del siglo XIX. Es probable que formen parte de un mismo encargo y consta al menos que una de ellas existía en 1776, ya que ese año el obispo Juan Bautista Servera autorizó la entronización del último en un retablo que la cofradía de San Cayetano iba a construir en el templo[219]. Son obras de semejante tamaño y acabado, aunque en el caso de San Francisco de Borja su autor simplificó la composición impuesta por Duque Cornejo a otra representación del mismo santo que el oratorio sevillano de San Luis de los Franceses conserva desde 1734. Tal paralelismo motivó que algunos investigadores vincularan a ambas con dicho imaginero[220], pero, como manifestamos en otra ocasión, el San Francisco de Borja nos parece obra de menor calidad, tardía y distante del estilo recurrido entonces por ese artífice[221]. Avala su encargo el hecho de que, tras la expulsión de los padres de la Compañía, muchos cultos que se oficiaban en la fundación jesuita de la localidad —y entre ellos la misa impuesta al santo en 1730 por el deán Bartolomé Benítez de Lugo, donante de la escultura homónima de Cornejo que subsiste en la iglesia de Las Palmas (c. 1732)— empezaran a servirse en la misma parroquia desde 1767[222].
Es probable que con la efigie de San Juan Nepomuceno guarden relación el escribano José de Montenegro o los eclesiásticos de la parroquia. Al primero se debió la introducción de su culto en la Villa por haber costeado en 1736, siete años después de su canonización en Roma, el «retablito» con un cuadro o lámina procesional que fue trasladado al convento de monjas dominicas en 1768 y no volvió a la iglesia tras su apertura en 1788[223]; y con los clérigos que servían cotidianamente en ella se asocia el cuidado posterior de dicha escultura y no de una representación pictórica, de modo que en 1814 Domingo Calzadilla declaraba haber invertido crecientes cantidades de dinero en alhajas de plata para adornarla[224]. De lo que no cabe duda es de que el santo de Nepomuk era una devoción estimada entre el clero local, porque junto a San Cayetano, San Felipe Neri y San Carlos Borromeo quedó representado en la serie de cuatro lienzos que el mayordomo Domingo Valcárcel y Llarena concertaría con Juan de Miranda (1723-1805) para decorar la sacristía mayor del templo e incitar su culto entre los sacerdotes que la frecuentaban[225]. De ahí que, como sucede en figuraciones análogas de Las Palmas y El Ancón, la representación de tan «esclarecido mártir» se complemente con un angelito que pide silencio a sus pies[226].
Las razones esgrimidas descartan la posibilidad de que esta imagen de la parroquia fuera la que presidió inicialmente el altar de los Montenegro en el vecino monasterio de San Nicolás, porque, según declaraba José de Montenegro en el testamento abierto en 1789, sus herederos debían cuidarlo y garantizar los aseos futuros, todo gracias a una licencia de sepultura que el obispo Martínez de la Plaza concedió a su familia frente al retablo en marzo de ese mismo año. Además, el propio donante expresaba el deseo de «concluir el altar de dicho santo con la decencia necesaria» y adornarlo convenientemente[227]. Gracias a documentos de esa época intuimos que el retablo contuvo entonces una pintura ―tal vez la colocada en 1736 u otra que la sustituyó luego―y que era ornada con «un cojín de plata con mitras y borlas de lo mismo», conservado en poder de los mismos sucesores y herederos que debían costear su festividad en ese templo con vísperas, misa cantada y exposición del Santísimo[228]. Años después, un inventario de 1826 confirma que entre los bienes que poseía la iglesia conventual se encontraba aún «una lámina de San Juan Nepomuceno con su cristal y guarnición dorada»[229].
Al margen de la identidad no confirmada de los donantes, tanto esta imagen como la de San Francisco de Borja podrían tratarse de obras sevillanas por la singularidad de sus rasgos fisonómicos, los modelos compositivos ya aludidos y, en lo concerniente a la efigie de San Juan Nepomuceno, el adorno de los textiles que reproducen rasgos acordes al gusto tardobarroco (Fig. 22). Abundan en ello detalles de su policromía como el marmolado de la base, la recreación del armiño en la esclavina y la muceta, el simulacro de brillos con efectos de telas lisas y los estofes de la sotana inferior sobre fondo negro, que simplifican repertorios previos en búsqueda de una mayor naturalidad y armonía visual. A falta de pistas documentales, esas cualidades nos inducen a datar ambas piezas durante la década de 1770, aunque sus carnaciones ―y particularmente las del angelito de la peana, habitual complemento iconográfico― pudieron alterarse a raíz de una intervención acometida por Nicolás Perdigón (1853-1939) en 1928[230].
El acabado de San Juan Nepomuceno es notorio y, tras un análisis comparativo con piezas coetáneas, sugerimos la posibilidad que pueda ser un trabajo de Blas Molner. Insiste en esa posibilidad el estilo de la escultura, su volumetría y la definición de un prototipo fácilmente reconocible, aunque, como nos advierte Roda Peña, obras de esta naturaleza caen dentro de unas cualidades que eran recurridas con frecuencia y no se prestan a una diferenciación fácil por la copia del mismo modelo. Debe formar parte de un encargo premeditado junto a la figuración menos lograda de San Francisco de Borja y en sintonía con imágenes llegadas al archipiélago durante ese tiempo, porque es evidente el parecido de las peanas de ambos santos de la parroquia con la talla homónima de La Gomera (Fig. 21) y las que muestran otras coetáneas de El Ancón, firmadas por Molner (Fig. 13). En esta propuesta de filiación insisten la simplicidad de los volúmenes, la reiteración de las iconografías, lo grácil del ornato polícromo y su innegable concepción dieciochesca, cuestiones que, por sí solas, previenen sobre la popularidad de rasgos dados a la reiteración con el fin de satisfacer a una clientela lejana y exigente, que gustaba de las formas aducidas por los escultores principales de aquel tiempo.
José de Montenegro sí fue responsable de la adquisición de una efigie de San Juan Nepomuceno junto a otra del mismo tamaño de San José con el Niño y una tercera de mayor dimensión que representa a la Virgen de Montenegro, importadas para ocupar las tres hornacinas del retablo que había construido en su ermita de El Ancón, ya aludida (Fig. 13). Estudiadas con anterioridad[231], son obras de interés por muchos motivos, aunque, como sabemos, en clave devocional testimonian el apego de Montenegro a quien consideró siempre sus «especiales protectores»[232]. El comitente obtuvo licencia para la construcción del templo en 1767 y fue bendecido años más tarde, por lo que resulta lógico que para esa función celebrada en julio de 1771 las esculturas se encontraran ya en la isla y estuviesen colocadas en el retablo junto a la piedra de ara, los manteles, varios candeleros, dos atriles de madera y otros bienes que requería el servicio cotidiano del altar. En 1789, coincidiendo con la muerte de Montenegro, los visitadores del obispo Martínez de la Plaza encontraron la ermita bien conservada y provista[233]; y un inventario posterior, redactado en 1905, confirma que la dotación patrimonial apenas había variado[234].
La celeridad de su construcción repercutió en el encargo de las efigies y en el envío posterior, acontecimientos de los que en verdad sabemos poco. Las firmas que poseen en las peanas avalan su origen hispalense y confirman la ejecución de todas ellas en el obrador de Blas Molner, quien debió de esculpirlas a la vez y sin demora[235]. Es probable que su hechura fuera ajustada en Sevilla por un sobrino del fundador: el luego beneficiado de la parroquia matriz Juan de Montenegro y Ocampo, quien estudiaba allí en esos momentos y forjó una reputación notable[236]. De no ser así, cabría especular sobre una mediación de agentes de la casa comercial Cólogan, a quienes Montenegro cita en el testamento de 1789 por la venta del vino que producían sus muchas propiedades del campo[237]. A través de la correspondencia intercambiada con ellos[238] descubrimos a un personaje hábil y tenaz, que supo optimizar los recursos que manejó y llevar un estilo de vida acorde al de unas clases dominantes a las que quiso imitar continuamente. Su trayectoria es testimonio del estatus que alcanzó la burguesía agraria del valle de La Orotava[239], pero, al no tener descendencia directa, invertiría gran parte de los recursos que generaba como hacendado y escribano en obras pías, siempre con sentido dadivoso. Esa coyuntura lo convirtió en uno de los comitentes más activos que vivieron en el norte de Tenerife, porque, al margen de las obras de Molner, consta que importó piezas americanas de carey y nácar, no tuvo reparo a la hora de amueblar sus casas de El Ancón y de la Villa con buenos muebles[240], poseía plata labrada para el servicio[241], adquirió pinturas de muy diversa condición y en circunstancias previas encargaría esculturas a maestros residentes en La Laguna, tal vez a José Rodríguez de la Oliva (1695-1777)[242].
Retiradas en fecha reciente de su ermita, las imágenes de Blas Molner son piezas de interés y un aval para formular otras atribuciones en Canarias. Ya señalamos que la configuración de sus peanas puede ponerse en relación con las efigies de San Francisco de Borja y San Juan Nepomuceno que la parroquia de la Concepción conserva desde al menos 1776 (Fig. 22), pero, al margen de esa circunstancia, estos trabajos sirven para calibrar modelos a los que recurrió entonces su autor. Así, por ejemplo, las figuraciones de San José y San Juan Nepomuceno reproducen tipos roldanescos que Duque Cornejo mantuvo en vigor hasta bien entrado el Setecientos, aunque el sentido interpretativo de Molner no obvia el aplomo dieciochesco ni sus fórmulas variables de figuración, siempre con policromías cuidadas y recursos comunes a la hora de simular tejidos contemporáneos con estofes al temple, pocos añadidos a punta de pincel y rocallas de estuco relevados al borde de la muceta, el hábito clerical, los galones inferiores de la túnica y el manto sobrepuesto del mismo San José que calza sandalias distintivas sobre una base de simulación rocosa, común en otras piezas del autor[243]. Pese a ello, el aspecto de ambas cambiaría en algunos detalles con el paso del tiempo. En 1930 Nicolás Perdigón arregló «los deterioros del crucifijo de San Juan Nepomuceno» y encarnó de nuevo «la imagen del Niño Jesús»[244], lo que vendría a explicar cierta afinidad de esa pequeña talla con sus policromías sin matices ni veladuras, elaboradas ya con pigmentos industriales (Fig. 13).
Más complejo resulta el análisis de la titular. En julio de 1883 la Virgen fue intervenida por el mismo Perdigón, quien anotaba en su diario que le practicó entonces una «reforma general» y como tal lo hizo constar en un diploma o credencial que colgaba en la ermita hasta su definitiva desacralización[245]. Un análisis somero de la obra previene que dicho artista modificó los rasgos fisonómicos, le puso añadidos[246], colocó un corazón al Niño Jesús, repintó parte del atuendo, retiró motivos de talla en la base y quizá marmoleó la peana sobrescribiendo la inscripción con el nombre del artista, pero no ocultaría la belleza de los repertorios de gusto rococó que vislumbran la túnica y el manto sobrepuesto con motivos en estuco relevado para las cenefas del borde, restos de estofe y aplicaciones florales de vistoso tratamiento a punta de pincel. A pesar de tales modificaciones, en la obra sigue distinguiéndose el simulacro o icono medieval que inspiró al autor[247], quizá conocido en Sevilla por medio de los grabados que lo reprodujeron de modo fiel durante el siglo XVIII al no conservarse ni haber allí noticias sobre otras representaciones suyas (Fig. 14). Distintivas de esta iconografía mariana son la estrella al hombro, la actitud sedente, los gestos inconfundibles del Niño y el pequeño pajarillo que se posaba sobre el brazo izquierdo de la Virgen, ya perdido.
Sin eludir el contexto piadoso que alentó Montenegro, otras efigies del santo de Nepomuk confirman el éxito de esta devoción contrarreformista y pueden estimarse como un trabajo de los obradores sevillanos del Setecientos. Sucede así con la representación que la parroquia matriz de Santa Cruz de Tenerife, tenida hasta ahora como obra italiana e inventariada ya en 1744[248]; con la elegante talla de la ermita de San Antonio Abad de Las Palmas, que ha sido identificada con otra que el clérigo Francisco Antonio de Sosa y Montesdeoca trajo de Sevilla antes de 1761 y parece una creación indudable de Hita[249] (Fig. 12); y con una más pequeña de la parroquia de San Sebastián de La Gomera, cuya adquisición fue posible gracias a las mandas del beneficiado Diego Álvarez Orejón que aludimos en el epígrafe anterior (Fig. 21).
La última merece una atención mayor. Sabemos ya que llegó al templo tras el fallecimiento de dicho sacerdote en diciembre de 1779, puesto que Álvarez la había solicitado al colector de la parroquia de El Sauzal Diego Fernández con anterioridad[250]. Suponemos que ese otro clérigo, donante de la Virgen de la Asunción y fallecido en 1789, actuaría como intermediario para garantizar la contratación en Andalucía y el envío hasta La Gomera previo paso por Tenerife. Ello no implica necesariamente su ejecución en Santa Cruz o La Laguna como ha llegado a apuntarse[251], porque, puestos a establecer comparaciones, por su calidad y estilo difiere de los trabajos que acometían entonces escultores locales. La documentación de fábrica confirma que la efigie arribó con posterioridad y fue colocada en un retablo erigido para ella al final de la nave de la Epístola, donde permanece aún[252]. Se trata de una pieza atractiva, quizá infravalorada, que reproduce los modos descritos a la hora de ataviar al santo con el hábito característico y manifiesta similitudes respecto a las piezas previas de Molner, pero sin alcanzar la calidad que respaldaría una atribución a dicho maestro.
Consideramos que a este grupo de esculturas puede unirse otra representación de San Juan Nepomuceno, conservada fuera de culto en la parroquia matriz de La Orotava por su estado de conservación (Fig. 23). En un principio, siguiendo apuntes de un registro tardío y erróneo de sus bienes, creímos que esta talla de tamaño medio podía figurar a San Felipe Neri. Sin embargo, dicha hipótesis queda descartada al relacionarla con obras ya referidas y valorar como atributo iconográfico su atuendo con bonete, sotana, sobrepelliz decorada a punta de pincel en la parte inferior y muceta que contempla la simulación de armiño al interior. Además, cotejando los inventarios del templo, no consta su existencia en él hasta fechas relativamente tardías, aunque ello puede deberse a su resguardo en las sacristías altas junto a otras imágenes que manifiestan el mismo deterioro que ha subsanado un reciente proceso de restauración[253].
Tal particularidad nos lleva a pensar que sea el «santo antiguo» que unos «fieles de conveniencia» donaron al párroco Manuel Díaz Llanos en 1934[254], aunque, desde luego, la pieza arroja una cronología anterior y podría estimarse como un trabajo sevillano del último tercio del Setecientos. Otra posibilidad es que esta efigie corresponda con la misma que existía en poder de los Montenegro y Juan de Montenegro cedió a su hermano Críspulo Restituto junto a un retrato suyo en abril de 1810 para cumplir «el fin que le tengo indicado»[255], pero de momento ese cometido ni su identificación pueden verificarse con apoyatura documental.
Relacionada con el arte de Duque Cornejo e Hita y Castillo[256], es obra de calidad y parangonable con efigies homónimas de la misma parroquia (c. 1776) (Fig. 22) y de la emita de El Ancón (c. 1770) (Fig. 13), por lo que en este caso no dudamos al vincular su autoría con Blas Molner. Abundan en ello características comunes como la resolución volumétrica, la disposición de los pies y del cuerpo en ligero contraposto, el planteamiento iconográfico, la sencillez de las decoraciones estofadas, la configuración de una peana que muestra el marmoleado afín como distintivo y, muy especialmente, la definición de los rasgos fisonómicos. Los tipos de Molner son fácilmente reconocibles en esta pieza y en las anteriores que le atribuimos, pero, como advierte Roda Peña, la que nos ocupa guarda una afinidad mayor con la representación de Elías que conservan los carmelitas de Écija (c. 1790) y con el San Joaquín que integra un grupo junto a Santa Ana y la Virgen niña en la parroquia sevillana de San Andrés (c. 1780), ambos trabajos notorios del artista[257].
Alcance en Islas secundarias. Otros ejemplos
A pesar de las mudanzas devocionales y los problemas de identificación que no han podido resolverse, la escultura sevillana de finales del Antiguo Régimen popularizó nuevas dinámicas del comercio en localidades e islas menores que hasta el momento habían permanecido ajenas a su desarrollo en clave artística. Los ejemplos tratados de San Sebastián de La Gomera son bastante elocuentes en ese sentido por implicar a miembros del estamento eclesiástico y a administradores del señorío, quienes, como ya sabemos, durante las décadas de 1770 y 1780 trajeron obras de terracota y madera para amueblar los retablos de corte rococó que iban erigiéndose en el templo matriz. A ellos se debió el encargo de las representaciones estudiadas antes de San Miguel Arcángel (Fig. 11), la Virgen de la Asunción (Fig. 19) y San Juan Nepomuceno (Fig. 21), así como el fomento de otras acciones que, gracias a la mediación de los Cólogan, comunicaron en mayor medida a la isla con puertos de Gran Canaria, Tenerife, El Hierro, La Palma y ocasionalmente el sur peninsular. Personajes citados en epígrafes previos y del talante de Miguel Echevarría, Gaspar Álvarez Orejón o Diego José Fernández son indispensables para el tema que abordamos[258], pero no debe olvidarse que otros clérigos como Policarpo Dávila se significaron en los márgenes de la misma dinámica mercantil. Dávila mantuvo un trato regular con la casa Cólogan durante las décadas de 1760 y 1770[259], aunque finalmente acudiría a Madrid y no a Cádiz o Sevilla para contratar la custodia de plata sobredorada que obsequió a la parroquia de la Asunción, llegada a la isla después de su muerte en 1784[260]. En cambio, recurrió a los agentes de dicho establecimiento para gestionar adquisiciones promovidas en Tenerife[261].
Los equivalentes de estos personajes en la isla de El Hierro son el capitán Juan Santiago Guadarrama Frías y Espinosa y su hijo Francisco Antonio de Frías y Fernández Salazar, quienes, sin contradecir el régimen de señorío en vigor, perpetuaron en el tiempo unos condicionantes socioeconómicos que favorecían a sus intereses[262]. La novedad vino dada por un contacto más fluido de los puertos herreños con La Gomera y Tenerife, gracias al activo Lucas Padilla que ambos y otros habitantes de esa isla mencionan en la correspondencia intercambiada con los Cólogan. Ya sabemos que Frías acudió a sus «amigos del Puerto» para adquirir en 1788 la Inmaculada que preside el templo de Valverde donde servía como párroco (Fig. 24), obra que merece una atención mayor por lo dilatado del trámite contractual y la demora que conllevó su envío meses después. El tema era conocido en parte[263], si bien, gracias a la correspondencia hallada por último, constatamos que en su encargo influyó lo sucedido antes en La Gomera[264]. El resultado de ese proceso fue la ejecución de una talla de gran tamaño y vistoso planteamiento por la idoneidad del estudio gestual, la simpleza volumétrica y una peana con nubes y representaciones angélicas, aunque su actual estado de conservación impide formular una catalogación o adscripción certera. Las pocas fotografías que muestran su aspecto antes de los repintes ayudan algo en ese sentido, pero, a nuestro juicio, parece factible la autoría de Blas Molner que ha llegado a sugerirse[265]. Avala esa idea el hecho de que los hermanos Gough, comisionados por la adquisición en Cádiz, informaran en marzo 1788 de que sus contactos ajustaron la pieza con «el mejor artífice que aquí [entiéndase Sevilla] se conoce»[266].
Es probable que antes de arribar esa imagen a El Hierro la parroquia dispusiera ya de obras andaluzas que participan de la misma dinámica comercial, si bien el asunto no queda suficientemente claro con la documentación investigada hasta ahora. Pese a ello, estimamos como piezas gaditanas y no genovesas la pila bautismal y dos benditeras labradas en mármol blanco que llegaron a la isla durante el verano de 1760, aunque a principios de julio pudieron desembarcarse en Santa Cruz de Tenerife los seis cajones que las transportaban desde Cádiz a bordo de un navío genovés[267]. Las inscripciones que cada pila ostenta al pie permiten datarlas en 1760 e identificar a los comitentes, en su mayoría personajes que tuvieron una relación estrecha con la isla y el templo ya renovado de Valverde[268]. Más problemático resulta, en cambio, el estudio de otra escultura notable de esa iglesia: el Cristo atado a la Columna, del que se han ofrecido opiniones muy dispares con el paso de los años y cuyo origen no confirman los pocos datos que manejamos para el análisis[269] (Fig. 25). Aun así, ya durante la década de 1770 se produjo la imposición de misas en honor del «Señor de la Columna», sin que pueda confirmarse la correspondencia de dichos cultos con la obra estudiada[270].
Lo único seguro es que existía en la parroquia a principios de 1788, cuando los hermanos del Santísimo adoptaron el acuerdo de asistir a la función que presidía en Semana Santa[271]. Ese hecho y la tradición local vincularon su encargo con el capitán y regidor Juan Santiago de Guadarrama y Frías, citado antes como padre del beneficiado que trajo años después la Inmaculada (Fig. 24). No en vano, la entronización pública pudo motivarla el embargo de los bienes que pertenecían a dicho militar y originó un episodio de consecuencias trágicas como la Matanza de Naos (1784). Al tiempo de inventariar las posesiones de su domicilio en marzo de 1785 se constata allí la existencia de «un nicho con una imagen del Señor de la Columna»[272], tal vez la que tratamos. Sin embargo, el Cristo tiene un tamaño considerable (136 cm de alto) y no parece lógica su localización en el ámbito familiar, donde era común ―y más extraño en una isla menor como El Hierro, sin infraestructura clara a modo de oratorios o altares en las residencias notables— disponer de efigies con menor formato para la piedad doméstica[273].
El recuerdo oral y la copla popular advirtieron durante mucho tiempo sobre su origen genovés, pero esa idea no guarda relación con los documentos disponibles ni con el estilo que muestra la pieza[274]. Lo último, su policromía y un análisis precipitado del material de la peana motivaron que años atrás defendiéramos su ejecución en las islas, vinculándolo con un autor que copió en lo esencial el esquema compositivo del Señor atado a la Columna de La Orotava (c. 1689), obra de adscripción segura a Pedro Roldán[275]. La similitud respecto a un modelo afín parece indudable, aunque ese hecho es factible dado su origen andaluz y la repercusión que tuvo a posteriori. De ahí que finalmente se haya señalado el paralelismo de la talla de Valverde con otras esculpidas en Sevilla que siguen un patrón análogo, entre ellas el Cristo conservado en la parroquia de Santiago Apóstol de Hinojos (Huelva)[276]. De conocida trayectoria devocional en Sevilla, estudios recientes han confirmado su atribución a Hita y Castillo[277].
El estudio comparativo de la obra herreña con aquel resulta elocuente, porque, aunque la semejanza es notable, no guarda tanta relación por el apartado policromo que rescató una última restauración ni por lo abultado del paño de pureza o de la columna abalaustrada en torno a la que se contorsiona la figura de Cristo. Donde sí resulta coincidente es en la definición del rostro y de los volúmenes corporales, próximos a tipos que Hita codificó en la imagen citada de Hinojos y en otras suyas del ciclo pasionista que ha descrito por último Roda Peña[278]. Puestos a elegir, resulta factible la vinculación de esta pieza con las formas de Hita y Castillo y entenderla como una importación recibida durante las décadas de 1770 o 1780, a buen seguro antes de 1784. De confirmarse la vinculación ya señalada con el capitán Frías y Espinosa, tal posibilidad cobraría sentido porque en ese tiempo dicho comitente tuvo trato epistolar con los Cólogan. Sus cartas aluden a diversos pagos, el envío de costales o sacos, la importación de pipas de aguardiente y otros asuntos del comercio menor, siempre con un carácter interinsular[279]. En cualquier caso, por lo descrito a propósito de El Hierro él y su hijo no fueron ajenos al fenómeno importador que hemos glosado en los epígrafes anteriores.
Conclusiones
A pesar de su extensión y del bagaje historiográfico manejado, este artículo pone de relieve la necesidad de afrontar el estudio de la imaginería andaluza en Canarias con un criterio contextualizador. Sin obviar el formalismo aducido en época previa, lo conveniente es establecer lecturas amplias e integradoras para advertir casuísticas similares de encargo, vincular a los comitentes, comprobar el protagonismo que intermediarios y agentes del comercio tuvieron en su ejecución, tratar en profundidad los sistemas de envío y, sobre todo, medir bien el valor que dichas esculturas ganaban en el archipiélago después de su recepción y puesta al culto. Esta propuesta de análisis, que ya adelantaron otros investigadores con peticiones efectuadas desde Tenerife, Gran Canaria y La Palma durante los primeros siglos del Antiguo Régimen[280], la hemos querido vincular con lo sucedido en un periodo poco explorado de nuestra historia del arte como las últimas décadas del setecientos, cuando el mercado para la adquisición de manufacturas artísticas se diversifica y los talleres sevillanos, antes hegemónicos por las muchas peticiones recibidas de cara a la exportación, caen en decadencia, no tienen un volumen alto de productividad y producen piezas que apenas reflejaban los nuevos derroteros estéticos.
La interpretación ofrecida de un fenómeno de esta naturaleza trasciende a las propias islas y, aunque reivindica el análisis de la escultura andaluza como uno de los componentes más notables de su patrimonio cultural, se convierte en testimonio de las dinámicas originadas en torno al cese de la escuela sevillana de imaginería como tal. Sólo así se comprende la actividad seguida por Pedro Duque Cornejo o Benito de Hita y Castillo, cuyos trabajos para la familia Massieu procuraron a ambos una clientela fiel durante buena parte del siglo. De esa coyuntura participarían igualmente Blas Molner, Cristóbal Ramos o Juan de Astorga, a quienes estimamos que pueden atribuirse varias obras del archipiélago. De este modo se confirmaría la proyección atlántica de su arte y el vínculo con una trayectoria de encargos que antecesores suyos cuidaron en extremo, porque, como antesala de lo sucedido en el Nuevo Mundo, Canarias era un espacio válido a la hora de buscar oportunidades de trabajo y obtener un reconocimiento que no se hizo esperar para quienes desempeñaban con éxito el oficio de escultor[281].
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Anexo fotográfico

























Notas
ACLP: Archivo Catedral de Santa Ana, Las Palmas de Gran Canaria
AFLC: Archivo Familiar Lorenzo-Cáceres [depositado en AMG]
AFPLO: Archivo Familia Perdigón, La Orotava
AHN: Archivo Histórico Nacional, Madrid
AHPT: Archivo Histórico Provincial de Santa Cruz de Tenerife, La Laguna
AHPLP: Archivo Histórico Provincial de Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas de Gran Canaria
AMG: Archivo Municipal de Garachico, Garachico
APCI: Archivo Parroquial Nuestra Señora de Candelaria, Ingenio
APCLO: Archivo Parroquial Nuestra Señora de la Concepción, La Orotava
APSMI: Archivo Parroquial San Marcos Evangelista, Icod de los Vinos
ARSEAPT: Archivo de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, La Laguna
AZC: Archivo Zárate Cólogan [depositado en AHPT]
BNE: Biblioteca Nacional de España, Madrid
BULL: Biblioteca Universitaria de La Laguna, La Laguna
FHD: Fondo Histórico Diocesano [AHDLL]
FRM: Fondo Rodríguez Moure [depositado en ARSEAPT]
FPSJA: Fondo Parroquial San Juan Bautista, Arico [depositado en AHDLL]
FPSMA: Fondo Parroquial San Marcos Evangelista, Agulo [depositado en AHDLL]
FPSSG: Fondo Parroquial Nuestra Señora de la Asunción, San Sebastián de La Gomera [depositado en AHDLL]
PN: Sección Histórica de Protocolos Notariales