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Recepción: 14 Marzo 2019
Aprobación: 14 Abril 2019
Resumen: A través del presente artículo brindamos un análisis panorámico sobre la génesis, la naturaleza y el sentido histórico de la “crisis de lo público” experimentada en México, reconociendo un contexto histórico contemporáneo signado por un Estado mexicano que tiende a perder el control sobre amplias porciones del territorio nacional, y en el que una serie de (contra)poderes fácticos le disputan la hegemonía y se esfuerzan –en no pocos casos– por erigir una parainstitucionalidad estatal que define cursos de acción más allá de la legalidad establecida. Se trata de comprender la relación entre el espacio público, los (contra)poderes y su construcción, las funciones de un Estado fragmentado, y la dialéctica desarrollo/subdesarrollo en México.
Palabras clave: espacio público, crisis de lo público, subdesarrollo, crisis de Estado, fragilidad institucional, parainstitucionalidad estatal.
Abstract: This paper offers an overview of the genesis, nature and historical significance of the crisis of public life in early 21st century Mexico. The analysis begins by recognizing a historical context where many areas of the Mexican territory lie beyond state control, and where a number of counterpowers challenge and dispute the state’s legitimate monopoly of force and hegemony. The paper characterizes the evolution of public life in 20th century Mexico and briefly compares recent transformations in this sphere with similar developments taking place in other parts of the globe. The paper goes on to argue that the erosion of public life and its attendant crisis of civic culture have as their background the deep-rooted social inequalities and the conditions of underdevelopment that characterize Mexican reality. In turn, underdevelopment and inequality are expressed, and deepened, by the fragility of Mexican institutions and the Mexican state’s state of crisis. Thus, the paper seeks to apprehend the interconnections between public life, state fragmentation, and the development/underdevelopment dialectic in early 21st century Mexico.
Keywords: public sphere, crisis of public life, underdevelopment, State crisis, institutional fragility, para-estatal institutional.
INTRODUCCIÓN
Con la intensificación –desde el año 2006– de la llamada “Guerra contra las drogas”, su consustancial política prohibicionista y la enorme cantidad de seres humanos muertos o desaparecidos, se multiplicaron las voces y las opiniones de que México se apresta a constituirse en un Estado fallido(Central Intelligence Agency: 1995; cf. Meyer: 2009a; 2009b) que compromete la estabilidad sociopolítica no solo del país sino, incluso, de América del Norte. Si bien es contundente la evidencia relativa a que amplias porciones del territorio nacional escapan –por acción, colusión u omisión– al control del aparato de Estado tras la instauración de (contra)poderes fácticos que le disputan la hegemonía y tienden a conformar una especie de parainstitucionalidad estatal, también es cierto que esto que denominamos crisis de Estado(Enríquez Pérez: 2016a) se remonta a otras causalidades circulares y dialécticas que se arraigan históricamente y que tienen como trasfondo principal la ancestral desigualdad social y la perpetuación de las condiciones de subdesarrollo que prevalecen en el país, y que se expresan en –y a la vez son reforzadas por– la fragilidad de las instituciones mexicanas y la reconfiguración y achicamiento del Estado en sus distintas funciones y dimensiones.
Esbozado este planteamiento, cabe cuestionarse lo siguiente: ¿Qué es lo público y cuáles son sus dimensiones o facetas? ¿Cómo caracterizar la vida pública en México? ¿Cómo cambió lo público en México a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI? ¿Cuáles son las principales manifestaciones de esos cambios? ¿Cuáles son las raíces de la crisis de Estado experimentada en México? ¿Cómo influye la debilidad institucional en el subdesarrollo de esta sociedad? ¿De qué manera se inscribe esta crisis de lo público en la crisis más amplia relacionada con las contradicciones del capitalismo en tanto modo de producción y proceso (des)civilizatorio? Estas preguntas permiten aproximarnos a la urgencia de atender un fenómeno crítico –experimentado por México– con base en la comprensión e interpretación de la forma en que históricamente se construye, erosiona y redefine la vida pública; teniendo ello una relación muy estrecha con las manifestaciones de la dialéctica desarrollo/subdesarrollo y con su carácter desigual y polarizado.
Guiados por estas preguntas de investigación, el presente artículo asume el objetivo de analizar e interpretar el carácter y naturaleza que, históricamente, muestra el espacio público en México y las imbricaciones que ello tiene en la difícil construcción de un proyecto de nación y en la perpetuación del subdesarrollo. Asunto sumamente relevante si partimos de la premisa de que más allá de las dimensiones materiales del desarrollo, existen otras facetas de este proceso sociohistórico que condicionan su sentido y trayectoria contradictoria dentro de las sociedades nacionales y en las propias relaciones internacionales. Particularmente, las dimensiones simbólico/culturales son trascendentales para mantener un mínimo de cohesión social en las comunidades, así como para facilitar la identificación y legitimación de la ciudadanía para con el diseño de políticas públicas que se pretendan viables. Más aún, estas dimensiones intangibles del desarrollo son complementarias, al tiempo que entretejen y configuran la dinámica y cambios de las sociedades en general, incluido –por supuesto– del proceso económico. De esta forma, lo que principalmente nos interesa interpretar es el sentido y la lógica de lo público en una sociedad subdesarrollada como México, enfatizando en el análisis de las contradicciones propias del Estado mexicano, en tanto Estado subdesarrollado, sitiado por tres tendencias: a) los poderes facticos y demás (contra)poderes que hacen valer –e, incluso, imponen– sus intereses e influyen considerablemente en las decisiones públicas; fenómenos estos que tienen como correlato la proliferación e incidencia de múltiples agentes y actores socioeconómicos y políticos que tienden a erosionar los alcances del Estado y le disputan la hegemonía y el monopolio legítimo de la violencia y de la procuración de justicia; b) la gravitación de fuerzas exógenas que socavan el poder económico y político del Estado; y c) el desdén mostrado por amplios espectros de la sociedad mexicana en torno a lo público y a los mínimos mecanismos de cohesión social y de formación de ciudadanía. En suma, la premisa que subyace en todo este documento parte de reconocer que la fragilidad institucional en la vida pública es un condicionante histórico relevante del subdesarrollo de México.
VARIACIONES PARA LA CONSTRUCCIÓN DE UNA NOCIÓN SOBRE EL CONCEPTO DE LO PÚBLICO
En principio, resulta pertinente tratar de formular una noción del concepto de lo público que permita contar con una base semántica que nos ayude a guiar este esfuerzo interpretativo orientado a la comprensión y el sentido de las transformaciones, continuidades y rupturas que caracterizaron a la vida pública en México a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI.
Si bien se trata de un concepto ambiguo y escudirridizo que –al igual que algunos otros en el lenguaje de las ciencias sociales y en el discurso de la clase política– puede referirse a una gran cantidad de fenómenos e, incluso, con el riesgo de terminar por explicar poco, cabe postular que lo público remite a una dimensión espacial y simbólica relacionada con lo común, el interés general y lo compartido –sean bienes, servicios, recursos, infraestructura, lugares, territorios, pautas de comportamiento, normas y derechos, principios de convivencia, decisiones, acciones manifiestas o expuestas. Más aún, lo público es construido históricamente y de manera colectiva, al tiempo que también es accesible a los distintos miembros de esa colectividad y no excluyente para su valoración, disfrute y/o prescripción. De ahí que al orientarse a la inclusión no estaría sujeto o dispuesto para la apropiación individual o privada. Por tanto, lo público supone –y se imbrica con– varias aristas a saber: la acción cívica con base en la participación social de individuos, facciones y grupos sociales; la participación política, relacionada con la correlación de fuerzas en una sociedad y la construcción del discurso y el poder políticos; los espacios para debatir en torno al interés general y los cauces que toma la sociedad en el futuro; y el bienestar o malestar social como ámbitos para la satisfacción o insatisfacción de ciertas necesidades humanas básicas (educación, protección y previsión social, salud, ejercicio de la ciudadanía, respeto a los derechos humanos fundamentales, alumbrado de vialidades, parques, esparcimiento y, en general, distribución de la riqueza).
Lo público trasciende con mucho al ámbito del aparato de Estado o del gobierno y se imbrica con instituciones informales. Aunque los actores, agentes, organizaciones burocráticas, e instituciones estatales son parte medular de la vida pública, ésta adquiere sentido también con la incursión de entidades como los sindicatos, los partidos políticos, las universidades y el sector académico, los Think Tank's, las Organizaciones No Gubernamentales, las organizaciones comunitarias, los movimientos sociales, los formadores de opinión pública, los medios masivos de difusión, los organismos internacionales, etc., que se ubican más en el ámbito público de la participación social y política y en la esfera de la toma de decisiones públicas. También son parte importante de lo público las reglas de civilidad y convivencia, y las prácticas y hábitos cotidianos que, en su conjunto, pueden propiciar la cohesión social e inscribirse en la creación y el ejercicio de la ciudadanía. Aunque cabe destacar que el Estado es la macroestructura institucional que mayor incidencia ejerce en la configuración de lo público al delimitar un territorio para el despliegue de la vida pública, así como al institucionalizar derechos para el ejercicio de la ciudadanía y la participación social, además de pautas de comportamiento y cursos de acción a seguir por los individuos y comunidades en sus relaciones sociales.
A grandes rasgos, lo público remite a un concepto que no está exento de premisas y supuestos normativos o prescriptivos; y, por ello, más que pensar en términos de la dicotomía público versus ausencia de lo público, resulta más preciso pensar en términos de procesos de formación (o deformación) de un espíritu cívico a lo largo de la historia de las sociedades.
EL SENTIDO DE LA VIDA PÚBLICA A LO LARGO DEL SIGLO XX MEXICANO: UNA PANORÁMICA GENERAL
Si partimos de la noción planteada en el apartado anterior, cabe esbozar una primera interpretación que caracteriza y distingue a la vida pública en México: algunas sociedades y culturas –especialmente aquellas donde prima una mayor igualdad económica y política– muestran un alto aprecio y valoración de lo público. Ello se evidencia en un respeto y compromiso destacado de sus ciudadanos y autoridades, así como en un alto grado de institucionalización de ese compromiso; de tal manera que existe un mayor sentido de lo público que tiende a introyectarse en sus individuos. En contraste, múltiples sociedades subdesarrolladas carecen de ese mínimo respeto hacia lo público y dan claras muestras de un ejercicio de apropiación privada de lo que puede ser considerado como común. En México, este sentido de lo público históricamente se diluye por el ejercicio patrimonialista, depredador, prebendalista y faccioso del poder político que deriva en esa apropiación y uso privados de lo público.
Esta primera interpretación se inscribió, a lo largo del siglo XX mexicano, en una fuerte y ancestral tradición estatista regida por el control férreo, la centralización del poder político y el autoritarismo, pero con instituciones frágiles corroídas por la corrupción, las prácticas ilegales de los funcionarios y de los ciudadanos, la evasión fiscal y la dependencia respecto a la monoexportación de hidrocarburos, la burocratización entorpecedora y depredadora, el usufructo privado de los bienes públicos, y la incapacidad para hacer valer el monopolio legítimo de la violencia. Rasgos estos que se corresponden con una debilidad de la sociedad y de su cultura política y con una participación ciudadana intermitente o regida por el régimen corporativo/clientelar que caracterizó al sistema político mexicano.
El espacio público en México –a lo largo del siglo XX y bajo el régimen del partido cuast oficial– fue apropiado por la clase política y sus prácticas corporativas y clientelares; y en ello radica una de las fuentes de la fragilidad institucional del Estado mexicano. Por una parte, escritores como Octavio Paz usaron conceptos weberianos como “patrimonialismo” y “sultanismo” para describir que algunos gobernantes toman a lo público como parte de su propiedad privada (cit. Gil Villegas: 2014). En tanto que estudiosos como Daniel Cosío Villegas (1972) –ampliamente preocupados por el estado de la “vida cívica” del México post-revolucionario (Meyer: 2001)– interpretaron que una de las principales contradicciones del sistema político mexicano –cuando menos hasta 1970– fue el férreo control sobre la información relativa a la toma de decisiones y al modo en que éstas se adoptan a su interior. Al reflexionar sobre dos de sus instituciones esenciales, Cosío Villegas comprendió la manera en que la Presidencia de la República –definida por él mismo como “una monarquía absoluta sexenal y hereditaria por línea transversal” (Cosío Villegas: 1972, p. 31), sustentada en la tradición del “tapadismo”– y el partido dominante –en tanto organización que disciplinó a la clase política– subordinaron al resto del sistema político. En buena medida, esto se debió a las atribuciones y facultades concedidas por la estructura jurídica consagrada en la Constitución Política de 1917; pero también a las atribuciones informales o metaconstitucionales, como la centralización y concentración territorial de la vida económica y política, la centralización de las decisiones económicas en manos del poder ejecutivo federal en el contexto de un régimen de economía mixta, el control del activismo político en tanto mecanismo de movilidad social, y la subordinación –ejercida desde el ejecutivo– de las escalas locales de gobierno y de los poderes legislativo y judicial.
En el fondo de las ideas de estos intelectuales subyace el argumento de que México, a lo largo de buena parte del siglo XX, adoleció de la ausencia de prácticas cívicas y de vida pública capaces de ofrecer un contrapeso ante el autoritarismo de la clase política y el estilo personal de gobernar –frase introducida por el mismo Cosío Villegas (1974) para describir a un presidencialismo ilimitado donde los rasgos de la personalidad del líder se transfieren al conjunto del sistema político y de la vida social– que se apropiaron de lo público y de las instituciones, y dejaron fuera de estas esferas al conjunto de la sociedad mexicana. Esta situación se agravó con lo que Pablo González Casanova (1975) denominó como la “ausencia de una democracia efectiva” que termina por condicionar el desarrollo económico y social, y que se relaciona con una estructura de poder autoritaria, opuesta a la estructura jurídico/político/institucional formal imitada y ajustada en el curso del proceso de occidentalización y de apropiación de un pensamiento ajeno, pero que adquiere –a decir del eminente sociólogo referido– un carácter sui géneris, utópico y ritualista en las sociedades subdesarrolladas.
El largo periodo de construcción de instituciones bajo el predominio de la ideología del nacionalismo revolucionario se caracterizó por una serie de arreglos, al interior del partido cuast oficial y desde la cúpula del presidencialismo mexicano, que propiciaron una relativa estabilidad política sobre la base de fuertes mecanismos de control autoritario, coerción y cooptación que expresaron los intereses facciosos de la llamada “familia revolucionaria” y sus élites allegadas, y que se caracterizó por un ejercicio patrimonial del sector público. Esta estatización omniabarcadora de la vida pública –el llamado ogro filantrópico argüido por Octavio Paz (1978; 1979)– no significó un automático fortalecimiento y perfeccionamiento de lo público a lo largo del siglo XX mexicano, sino un socavamiento caracterizado por el corporativismo y el clientelismo que sostenían la relación –mediada por el partido cuasi oficial– entre el Estado y los diferentes grupos sociales organizados o no. El presidencialismo mexicano encarnó ese sistema político autoritario y fungió como una figura arbitral y cohesionadora y, a la vez, como un mecanismo de evasión que descargó a las masas populares de su responsabilidad ciudadana –situándolas en una posición de conformismo– y de la necesidad de construir una mínima cultura política que cimentara sus obligaciones en la construcción de un eventual proyecto de nación alternativo. Consonante con esta cultura política, se erige la figura del Presidente como el mesías, el todopoderoso, el omnipotente, capaz –se creía– de resolver hasta los problemas más minúsculos de las localidades apartadas y marginadas por el centralismo. El espacio público, durante este largo periodo, careció de autonomía y fue apropiado por el aparato de Estado, el partido cuasi oficial y sus mecanismos corporativo/clientelares que tuvieron como principio transversal aquello que Daniel Cosío Villegas (1947) denominó como la “deshonestidad de la clase gobernante”, y que se reforzó con la colusión u omisión de amplios sectores de la sociedad.
Aunque puede rastrearse la existencia, sobrevivencia y desarrollo de cierta cultura cívica a lo largo de los últimos dos siglos –especialmente durante el siglo XIX– (véase Forment: 2000; 2013), los arreglos y prácticas referidos en el párrafo anterior se caracterizaron también por el constante incumplimiento y transgresión de la ley, pese a contarse con una estructura jurídico/constitucional de lo más avanzado del mundo. Encontramos aquí la cultura del soborno y de la compra de voluntades para hacerse de favores; las negociaciones ilegales, arbitrarias y en lo obscurito para el acceso a ciertas prebendas y para evadir controles o la aplicación de normas; los intereses creados para perpetuar cierta posición de dominación, influyentísmo político o riqueza; la institución informal de la corrupción que fungió –y funge– más como regla que como excepción en las prácticas no solo de funcionarios públicos, sino también de una amplia cantidad de ciudadanos que, en su conjunto, pretenden allegarse de privilegios particulares a partir del acceso al aparato de Estado e, incluso, de la necesidad de subsistencia de quienes, actuando al margen de la ley y la informalidad, aspiran a la permisividad y a acceder a las redes de complicidades. Ejemplifican estas prácticas una serie de máximas mexicanas como “ese gallo quiere su máiz”, espetada por Porfirio Díaz; “nadie aguanta un cañonazo de cincuenta mil pesos”, planteada por Álvaro Obregón; “un político pobre, es un pobre político”, argüida por Carlos Hank González; “pueblo pobre y gobierno rico”; “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”; y “el que no transa no avanza”. Ligado a esto se encuentra la “propensión buropolítica” (concepto introducido por Sergio Zermeño: 1996), que consistió en la sustracción de los liderazgos sociales para encumbrarlos en la cúspide de la pirámide política y hacerlos parte del régimen a través de la cooptación; lo cual también llevó aparejado la supresión de los mecanismos para el ejercicio de la acción colectiva y la participación de la sociedad en las decisiones públicas. En suma, a lo largo del siglo XX, prevaleció una disociación generalizada entre la estructura jurídica y el México real y subterráneo, cuyas prácticas, en sí, reproducen –mas no trastocan ni cuestionan– el orden social regido por la desigualdad y la exclusión.
Más aún, las autoridades –y la clase política en general– actuaban al margen de la Constitución Política y de la legalidad –constantemente infringida –, y obedeciendo a reglas no escritas que, por otro lado, mantuvieron relativamente cohesionado y disciplinado al sistema político. En ese escenario, privó la impunidad y la negociación selectiva y arbitraria de la ley; situación que favoreció a los grupos sociales cercanos al partido cuasi oficial y a los mecanismos de mediación corporativo/clientelares. En ello radicó la debilidad político/institucional del Estado mexicano gestado a partir de 1929 que –si bien modernizó amplios ámbitos de la vida nacional– terminó por erosionar, monopolizar y fragmentar la vida pública y a tornarla nebulosa ante los tenues límites respecto a lo privado y faccioso de las prácticas ampliamente arraigadas en múltiples estratos de la sociedad mexicana. Así, proliferaron un sin fin de instituciones informales en el comportamiento político y en las relaciones entre el aparato de Estado y la sociedad; por ejemplo: el ejercicio patrimonialista del poder, el nepotismo, el prebendalismo, las prácticas clientelares y corporativas, las decisiones públicas discrecionales y cupulares, la opacidad en el manejo de los asuntos públicos y de las finanzas públicas, el “diezmo” (pago, en dinero o en especie, otorgado a funcionarios públicos por empresarios o contratistas privados que desean verse favorecidos con la licitación de una obra pública o la provisión de algún servicio), los “moches” (favor o partida presupuestal apropiados por el legislador que gestiona o cuenta con recursos federales para obras o proyectos de municipios pequeños u organizaciones sociales), el “coyotaje”, la “mordida” (coima o soborno), el “favoritismo”. Tales prácticas subsumen y suplantan a las instituciones formales propias de la legalidad y fungen como reglas no escritas que estipulan pautas sesgadas de comportamiento y se arraigan con suma facilidad en el imaginario social a partir –entre otros factores– de la generalización de patrones culturales como la falta de solidaridad, cooperación y reciprocidad; y el desdén por la legalidad, el Estado y la noción de lo público.
LA GÉNESIS DEL DECLIVE DE LO PÚBLICO EN EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO: DEL ESTADO DESARROLLISTA AL ESTADO SITIADO
La erosión de lo público en México no es un fenómeno aislado. Pensar el declive o erosión de lo público en una nación como México amerita voltear la mirada a lo que acontece en el norte del mundo, en aras de identificar las similitudes y diferencias que, desde una perspectiva de comparabilidad internacional, nos ayude a conceptualizar los rasgos particulares que asume este fenómeno en una nación subdesarrollada.
Trazos generales para comprender la transformación de lo público en Europa y los Estados Unidos hacia finales del siglo XX
Eric Hobsbawm observó que uno de los fenómenos de las últimas décadas del siglo XX es la crisis de los Estados nacionales. Incluso Estados tradicionalmente fuertes, encuentran dificultades para mantener el orden y para contener expresiones de rebelión armada; los casos del Reino Unido y España son convincentes al respecto, pues amplios segmentos de sus sociedades convivieron por décadas con grupos armados (Hobsbawm: 2007, p. 36) que socavaron las bases de legitimidad de las instituciones públicas. Si Estados tradicionalmente fuertes enfrentan estas dificultades para salvaguardar lo público y mantener el monopolio legítimo de la violencia dentro de sus fronteras, la situación es aún más grave en territorios donde el Estado, históricamente, enfrenta –pese a los pasajes de autoritarismo– serios obstáculos para afianzar su poder; tal es el caso del México contemporáneo.
Más aún, la erosión de lo público en México no es un fenómeno marginal y exlusivo. En Estados Unidos y Europa, lo público tendió a erosionarse –o, incluso a desmantelarse–desde, al menos, 1980 (Judt: 2011). Esto se manifiesta de muy distintas maneras, pues las causas de esta erosión son múltiples. En el terreno de las ideas, es posible identificar el regreso del liberalismo económico –bajo una versión radical y posmoderna que privilegia el individualismo a ultranza y el fundamentalismo de mercado– en el contexto de la crisis del Estado de bienestar y del estancamiento económico que afectó a las naciones desarrolladas desde la década de los setenta. Una causa relacionada es la pérdida de dirección y sentido entre las elites, así como la pérdida de la convicción de que el Estado es capaz de transformar de forma positiva la realidad social. Parte de esta encrucijada es la ausencia de un lenguaje para hablar de la vida pública (al respecto véase Judt: 2011) o la ausencia de “narrativas” (Heins: 2016) para dar sentido al espacio público en el contexto histórico de la post-Guerra Fría.
Es de destacar también que la crisis de la vida pública en el mundo occidental parecería ir a contracorriente del proceso secular “de lo privado hacia lo público” observable desde la Edad Media Europea (Wouters: 2016). Como parte de este proceso, Estados nacionales surgieron lentamente en Europa a partir de la monopolización de la violencia legítima que –previamente– se encontraba fragmentada en manos de señores feudales. Asimismo, dentro de los nuevos Estados, modelos de gobierno basados en la figura del rey (por ejemplo, “el Estado soy yo” atribuido al francés Luis XIV) fueron gradualmente reemplazados o subsumidos por un modelo de control burocrático, impersonal y basado en leyes (Loyal: 2016). Se trata ésta de una transición de un “monopolio privado del Estado” a un “monopolio publico del Estado”, como coincidieran Norbert Elias y Pierre Bourdieu (citados por el mismo Loyal; ver también Bourdieu: 2014). En el siglo XX, este proceso continuó con el aumento en la democratización del control sobre los monopolios estatales (Wouters: 2016), por ejemplo a través de los Estados de bienestar, mediante los cuales el sector público creó y financió instituciones y organizaciones de bienestar y protección social a partir del cobro de impuestos a particulares.
En contraste, desde la década de los ochenta, en buena parte del mundo se multiplicaron las voces que argumentan que lo público es sinónimo de ineficiencia, al tiempo que llaman a sustituir a este sector por entidades y organizaciones privadas para resolver problemas públicos: desde escuelas privadas hasta hospitales o residenciales privados. En México, por ejemplo, la calidad de los servicios públicos (educación, salud, alimentación, vivienda, seguridad pública) cayó sistemáticamente para inducir con ello una privatización de facto en la cual las familias invierten altos porcentajes de sus ingresos y patrimonio en colegios, sanatorios y laboratorios clínicos privados, el financiamiento de bancos comerciales, y en agencias de seguridad privadas, para satisfacer ciertas necesidades elementales relacionadas con esos servicios.
Desde una perspectiva neo-tocquevilliana (véase Forment: 2000), los Estados Unidos son, históricamente, una sociedad basada en ideales morales de diversa índole (Bellah et al.: 1985), mismos que sirvieron como 'compases morales' (parafraseando a Krugman: 2009) de la vida pública y privada de los habitantes de Norteamérica desde la fundación de la república. Estos ideales se manifiestan y tienen repercusiones para la vida diaria de esta sociedad. Los 'hábitos' asociados con estos ideales son, a la vez, hábitos del 'alma' o 'del corazón' (Bellah et al.: 1985), y hábitos de conducta (modos de conducir la vida en el sentido de Weber, hábitus en el sentido de Norbert Elias y Pierre Bourdieu). Tales hábitos de vida tienen implicaciones importantes para el proceso económico y el desarrollo social, y viceversa. Robert D. Putnam (1995; 2000), por su parte, argumenta que, a partir de la década de los sesenta del siglo XX, se suscitó –tras el avance de las actitudes individualistas– un declive del capital social (con las reservas que nos merece este concepto en esencia ambiguo), la vida cívica, el sentido de comunidad, y de las relaciones cara a cara en sociedades desarrolladas como los mismos Estados Unidos. Este declive deviene, a decir de este autor, en un sin fin de problemas sociales como la violencia urbana y la delincuencia generalizadas en ese país; todo ello –en buena medida– relacionado con la disminución de las organizaciones religiosas, los coros, las asociaciones y clubes de mujeres, las agrupaciones de boliche, el ejercicio de la vida sindical, la participación en grupos de Boy Scouts, de las actividades de la reputada Parent-Teachers Association, la práctica del voluntarismo en organizaciones como la Cruz Roja, y del interés por el ejercicio del voto y la vida política en general. En suma y siguiendo al mismo Putnam, el ciudadano promedio estadounidense ejerce una menor participación cívica en estos ámbitos, por oposición a actividades que se realizan en solitario; al aumento de la desconfianza entre los ciudadanos, el relajamiento y desvanecimiento de los lazos familiares, la erosión de las raíces identitarias a un territorio tras la intensificación de la movilidad geográfica residencial de la población; las transformaciones en el rol de la mujer tras su incorporación masiva al campo laboral; y la individualización del ocio (el uso masivo de la televisión y otras tecnologías) que suplanta la visita y la convivencia entre familiares, amistades y vecinos.
A grandes rasgos, lo que se experimenta es una pérdida del sentido de civilidad en el plano mundial, evidenciado –por ejemplo, pero no únicamente– en la referida erosión del sentido de comunidad en los Estados Unidos. Lo cual, por supuesto, abre preguntas como la siguiente: ¿Cuál es la relación de este declive de lo público con el nuevo patrón de acumulación fundamentado en la llamada utopía del mercado autorregulado? De cara a ello, cabe destacar que las prácticas del capitalismo informacional y de su sistema de la manufactura flexible irrumpen en las comunidades, de tal modo que el trabajo (campo laboral) y el tiempo dedicado a él –con sus consustanciales relaciones destructivas y de rivalidad en pos de la llamada competencia– invade y rompe la vida familiar, y sustituye la lógica social/comunitaria por una lógica de mercado donde priva el cálculo coste/beneficio y la racionalidad del homo œconomicus. Se trata de una lógica muy particular de la acumulación, pues no es una lógica en abstracto, y en ella despunta el individualismo a ultranza estimulado y legitimado por la gravitación de las ideologías ultra-liberales y posmodernas que se convierten en una forma hegemónica de pensar y que preñan el imaginario social, la consciencia y la convivencia de las personas y los hábitos políticos e, incluso, devalúan y subsumen lo público.
Las especificidades de la crisis de lo público en México hacia finales del siglo XX y principios del nuevo milenio
Para el caso de América Latina y, particularmente, de México, la erosión de lo público se corresponde con la crisis del Estado desarrollista e interventor y con el agotamiento y crisis de la idea misma de desarrollo, que –desde la década de los cuarenta del siglo XX– articuló el imaginario social, el discurso de los líderes políticos y las prácticas de las instituciones y organizaciones interventoras.
Esta crisis de lo público, en el caso de México, presenta rasgos extremos que se evidencian –en la actualidad– con la incapacidad del Estado para articular a los distintos actores y agentes socioeconómicos y políticos, y para lograr entre ellos márgenes amplios de legitimidad. De esta ideología del desarrollo –que complementó a las ideologías del republicanismo y del llamado nacionalismo revolucionario–, varias aristas se desprendieron para conformar ciertas bases que brindaron legitimidad al Estado mexicano fundado a partir de 1929 y que contó con una capacidad para diseñar un mínimo proyecto de nación inspirado en la Constitución Política promulgada en 1917, y para articular relativamente a múltiples fuerzas sociales y políticas cuando menos hasta la década de los sesenta. Entre estas bases de legitimidad –si bien preñadas de contradicciones y efectos sociales negativos– se encontraron los esfuerzos por estructurar un proceso de industrialización que privilegió la transición de un México rural a un México predominantemente urbano, y que posibilitó la creación masiva de empleos, la incipiente formación de una clase media, y altas tasas de crecimiento económico. Aunado a esto último, el sistema político propició las condiciones –en el marco del modelo de desarrollo hacia dentro basado en la industrialización para la sustitución de las importaciones– para la movilidad y el ascenso social mediante las reglas no escritas del régimen corporativo/clientelar y su consustancial política de colaboración de masas; así como para la masificación de la educación pública en sus distintos niveles, y para la configuración de instituciones que garantizaron una mínima estabilidad sociopolítica, la provisión de servicios básicos y la relativa conformación y eslabonamiento del mercado interno.
Sin embargo, en el marco del Estado desarrollista, se gestaron tensiones entre la acumulación privada de capital (la vocación expansiva del mercado) y los mecanismos de control y regulación estatal del proceso económico. Estas tensiones devinieron en un generalizado ejercicio de prácticas ilegales por parte de la iniciativa privada en aras de preservar espacios para la realización de la ganancia y de cara a los férreos controles y a la intervención directa del Estado como propietario de medios de producción. Entre esas prácticas destacaron la evasión de impuestos; el contrabando de mercancías; la infracción de leyes sanitarias, laborales, arancelarias y ambientales; pero, a la vez, presionando o forzando desde el empresariado una política proteccionista y mecanismos para evitar la expropiación y nacionalización de medios de producción. En ciertos episodios –como en la década de los setenta–, esta tensión alcanzó extremos insospechados y derivó en una confrontación directa entre la clase empresarial y las élites políticas federales.
Con la suplantación del Estado desarrollista tras la erosión sistemática de las políticas de industrialización y la entronización de las estrategias deflacionarias y del imperativo de la disciplina fiscal y la estabilización macroeconómica, se reconfiguraron las funciones que tradicionalmente desempeñó –a lo largo del siglo XX– el Estado mexicano. Esto es, las funciones del Estado mexicano cambiaron (al respecto véase Enríquez Pérez: 2016b) y, de ser una macroestructura institucional omniabarcadora y omnipresente en la vida pública, transitó a un aparato acotado, selectivo en sus intervenciones e, incluso, incapaz y hasta ausente de varias de sus responsabilidades y funciones que le son consustanciales y que históricamente le dieron sentido. En términos generales, entre 1934 y 1985, las funciones del aparato de Estado en México se orientaron a erigirse en un activo e interventor agente económico, rector, promotor, banquero y benefactor, planificador, inversionista, propietario de medios de producción –por tanto, productor de insumos, bienes y servicios desde las empresas paraestatales–, y regulador en la estructuración del mercado y en los arreglos institucionales y las formas de distribución de la riqueza. En contraste, desde 1985/1988 despliega acotadas funciones de convocante, publicista, regulador, proveedor de entornos institucionales, gestor y facilitador de la inversión privada (especialmente de la inversión extranjera directa y de las exportaciones; consideradas fuentes de financiamiento del crecimiento económico). Esta transformación de las funciones estatales redundó en la retracción del aparato de Estado respecto a las estrategias desarrollistas dirigidas al conjunto del proceso económico; el sistemático abandono de la política de industrialización; la reorientación de amplias porciones del gasto público al pago del servicio de la deuda; así como en intervenciones selectivas, débiles y titubeantes –e, incluso, nulas– en el fomento del proceso de desarrollo. Todo ello derivó en el amplio fortalecimiento del poder del empresariado privado; lo cual a su vez, devino –en un contexto de creciente crisis institucional– en una transnacionalización de las decisiones económicas en general y de las decisiones empresariales tras privilegiarse el flujo de capital extranjero por encima de los intereses nacionales y del empresariado nativo. En consonancia con lo anterior, un claro indicio del comienzo de la erosión de lo público en México se encuentra en el desmantelamiento de la red ferroviaria construida desde finales del siglo XIX y el remplazo del ferrocarril de pasajeros –símbolo por excelencia de la modernización– por el automóvil hacia la segunda mitad del siglo XX; lo cual se acompañó también de la privatización de las carreteras y demás vías de comunicación.
En lo fundamental, esta transición del Estado mexicano como exclusivo configurador de lo público hacia un Estado retraído y acotado en la estructuración de la sociedad, se tradujo en una multiplicación y diversificación de los actores y agentes socioeconómicos y políticos que gravitan sobre la vida pública, pero que al escapar del control que caracterizó al sistema político mexicano, tienden –en no pocas ocasiones– a subvertir y depredar las instituciones que le dan sentido al espacio público. Del desdibujado proyecto de nación y el férreo control autoritario que recaía sobre los poderes fácticos regularmente supeditados (“Váyanse de Sinaloa. Mátense fuera. Aquí nomás trabajen”, palabras espetadas a los narcotraficantes en 1963 por Leopoldo Sánchez Celis, entonces candidato a gobernador en esa entidad federativa; “soy priísta por convicción [...] somos solados del PRI y del Presidente de la República”, palabras éstas pronunciadas en mayo de 1982 y reiteradas en varios momentos por Emilio Azcárraga Milmo, “El Tigre”, Presidente de Grupo Televisa), varios de estos actores y agentes –con el achicamiento y la redefinición de las funciones del Estado mexicano– tendieron a incrementar su autonomía, poder e influencia económica y política; a romper las reglas no escritas que mantenían la cohesión y la disciplina en el antiguo sistema político, así como a desafiar las instituciones estatales. Esto último se evidencia con el desmedido poder que adquieren –al menos desde la década de los noventa– los grandes grupos empresariales nacionales y extranjeros, el alto clero, los medios masivos de difusión, y el crimen organizado; de tal modo que el espacio público es trastocado por estos intereses creados y por la incapacidad del Estado para garantizar el crecimiento económico, la distribución de la riqueza o la mejora de la calidad de vida, la procuración de la seguridad pública, la preservación de la integridad física, y la impartición de la justicia.
Más aún, en esta transición el Estado –vaciado de legitimidad, de su contenido programático y del mínimo proyecto de nación que brindó la Constitución Política de 1917– pierde soberanía y capacidad de articulación de la sociedad, las fuerzas sociales y el territorio; pues los mecanismos y prácticas corporativo/clientelares entre el Estado y la sociedad mexicana dejaron de ser funcionales al ejercicio del poder político y al proceso de acumulación de capital. Al tiempo que las decisiones públicas –incluso aquellas negociaciones en lo obscurito para construir mecanismos de poder y demás arreglos políticos– no son aceptadas unánimemente por los poderes fácticos y los grupos de presión; por no mencionar que éstos tienden a subordinar y trascender a las instituciones públicas en vastos territorios del país. De ahí que el Estado mexicano dejó de ser un mecanismo de protección de la sociedad (el doble giro o movimiento argüido por Karl Polanyi: 1992) ante la expansión y empoderamiento irrestricto de los intereses facciosos que despliegan su acción social sin contrapesos institucionales e inmersos en un mar de permisividad, impunidad y colusión que se distancia del imperio de la ley.
Hoy en día, estos poderes fácticos gozan de una enorme influencia en el imaginario social y en las prácticas cotidianas. Y ante la “desnacionalización integral” (concepto introducido de manera creativa por Saxe-Fernández: 1987) expresada en distintos frentes (el desmantelamiento del mercado interno, la privatización y extranjerización de la planta productiva, la erosión de las decisiones económicas con criterios de soberanía nacional, entre otras aristas), prevalece una amplia concentración de las frecuencias de radio y televisión (“La gente a la que no le gustan los monopolios es porque no tiene uno. A mí me encantan”, declararía con sarcasmo desafiante “El Tigre”, Emilio Azcárraga Milmo). Resultados de esta monopolización mediática son la tergiversación de la información; la violación de los derechos de las audiencias y la diversidad cultural de éstas; la intervención en los procesos electorales y en la creación de candidatos; la construcción de tendencias a modo en la opinión pública; y el silenciamiento, encubrimiento o simulación de diversas opiniones en una especie de telecracia (un estudio pormenorizado sobre la concentración de los medios de comunicación en México puede verse en Huerta-Wong & Gómez García: 2013). Además, como parte del crecimiento de los grupos facciosos que socavan el espacio público se encuentran las iglesias y asociaciones religiosas que trastocan la noción de Estado laico y que friccionan el proceso de secularización de las instituciones. En este escenario despuntan las posturas neoconservadoras del catolicismo respecto al control de los cuerpos, las decisiones de la mujer en torno al aborto y el matrimonio entre las personas del mismo sexo. Se cuentan aquí también las teologías de la prosperidad y otros grupos neo-pentecosteses que incrementaron su poder y posicionamiento mediático a través de la manipulación de las emociones de las audiencias.
Por su parte, diversos grupos criminales que no solo se limitan a la producción y tráfico de estupefacientes, controlan –sobre la base del ejercicio de la violencia y la intimidación– amplias parcelas y regiones del territorio mexicano, despojando al Estado de su soberanía sobre el mismo e instaurando una parainstitucionalidad estatal que por igual cobra derecho de piso sobre el espacio público; brinda protección y seguridad en las poblaciones afines; imparte “justicia por mano propia”; ejerce la propiedad sobre vastas tierras aptas para el cultivo agrícola; y soborna a múltiples funcionarios públicos en las distintas escalas de gobierno, incluyendo poderes como el legislativo y el judicial.
Más aún, con las llamadas reformas políticas introducidas desde 1997 e, incluso, antes, y que tuvieron su más acabada expresión inmediatista con la alternancia partidista del año 2000, lo que se vive es una democratización electoral sin procesos de radicales y profundas reformas institucionales que cimbren las prácticas tradicionales del antiguo sistema político y de la clase política; las cuáles –en esencia– son autoritarias, preñadas de corrupción, neocorporativistas, clientelistas y neoasistencialistas. De ahí que la tan celebrada “transición democrática” es, a decir de autores como John Ackerman (2015), solo un mito. A pesar del régimen de partidos que prevalece hasta la actualidad, es evidente la inequidad política entre ellos y en el mismo acceso que la ciudadanía puede tener a sus trincheras vía la participación en la toma de decisiones. De tal modo que se suscita una subrepresetación, pues los partidos políticos asumen y representan los intereses de sus respectivas facciones internas, no de la sociedad o de los sectores populares que dicen representar. De tal manera que la reforma del Estado es un tema prioritario que tiende a evadirse y a postergarse en aras de privilegiar la apertura electoral y mantener intactos los intereses creados.
Respecto a la acción colectiva, ésta no influye plenamente en la estructura de poder y en las decisiones públicas, pues se trata de movilizaciones intermitentes que pretenden posicionar cierta temática en determinada coyuntura y ante cierta declaración o estrategia de política pública que se anuncia; de tal manera que no trascienden más allá de esas reacciones efímeras y desarticuladas (véase, por ejemplo, Enríquez Pérez: 2006; 2011). Esto condiciona los procesos de participación social, el fortalecimiento de la ciudadanía y de las instituciones, los procesos de toma de decisiones en materia de políticas públicas, así como la manera en que la sociedad puede ejercer una apropiación alternativa del espacio público.
En este contexto y reconociendo la transición en las funciones del Estado mexicano, así como la proliferación de actores y agentes socioeconómicos y políticos que le disputan su hegemonía, observamos un espacio público vaciado de contenido, subsumido, privatizado y subvertido, con una sociedad –pese a la heterogeneidad e intermitencia de su acción colectiva– anémica y sitiada en múltiples campos de la vida pública por los intereses creados y facciosos que –tras instaurar un escenario de violencia abierta, velada o mediática– inhiben y controlan el ejercicio de la ciudadanía y la reivindicación de los derechos que le son consustanciales. En suma, en la sociedad mexicana de principios del siglo XXI predomina un bajo sentido de lo público, en el cual éste no cuenta aún con plena autonomía respecto a la esfera política (fundamentalmente en su faceta representativa y electoral), ni con una amplia participación ciudadana; exponiéndose incluso a un acrecentamiento del poder de la esfera privada/mercantil en detrimento del poder del Estado y del fortalecimiento de las instituciones públicas, e incurriendo –tanto las élites políticas como amplios sectores de la población– en cotidianos comportamientos y prácticas sociales al margen de la ley, el despliegue de la corrupción, y en el tejido de la economía informal o subterránea, como parte de relaciones sociales funcionales que estructuran a la sociedad mexicana. En su conjunto, estas facetas y problemáticas sociales configuran una crisis de Estado que se manifiesta en una crisis institucional; fenómenos éstos que matizaremos en el siguiente apartado.
LA CRISIS DE ESTADO COMO CRISIS INSTITUCIONAL EN EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO
Para comprender los alcances de este apartado, resulta pertinente recuperar algunos tópicos en torno a la categoría de Estado fallido (failed state). Hacia el primer lustro de la década de los noventa, Gerald Herman y Steven Ratner (1992/1993) hicieron hincapié en aquellos Estados inviables o fracasados y con serias dificultades para formar parte de las relaciones internacionales, puesto que comprometían la integridad y seguridad de sus ciudadanos y de otras naciones aledañas. Es la Central Intelligence Agency (CIA) la entidad estadounidense que coloca el concepto de Estado fallido en una dimensión geoestratégica que consiste en señalar a aquellas naciones que son definidas como fallidas y que comprometen su seguridad interna y, especialmente, la seguridad internacional; lo cual, por supuesto, obligaba al autodenominado “guardián del mundo” a estar alerta y tomarle el pulso a esta categoría de Estados. Por su parte, Robert I. Rotberg (2004) –desde una perspectiva conservadora y recuperando varias de las tesis de Max Weber– reivindica al Estado capitalista de las naciones desarrolladas como el referente o medida o como el modelo a seguir y del cual distan los Estados fallidos por el ineficaz y deshonesto desempeño de sus funcionarios y por el mar de anarquía en el cual se encuentran inmersos. De esta forma, tres son los rasgos que estos ideólogos identifican en torno a los llamados Estados fallidos: la ingobernabilidad, la pérdida de control del territorio o de algunas de sus porciones, y la incapacidad para ejercer el monopolio legítimo de la violencia física y la autoridad.
Guillermo O’Donnell (1993), por su parte, introduce la metáfora o la categoría de “las zonas marrones” para referirse a un Estado de derecho “truncado” o bien, a regiones, porciones de ciudades o zonas más extensas donde no penetran las burocracias eficaces y la legalidad efectiva del Estado y donde éste tiene nula o escasa presencia en lo funcional y en lo territorial. Se trata de territorios donde prevalecen reglas no escritas, un sistema de dominación privatizada, y normas criminales, patrimonialistas, informales y subterráneas, que coexisten y –no en pocas ocasiones– se imponen y subvierten la legalidad estatal y de las instituciones públicas e, incluso, pretenden acceder a los recursos públicos y a los mecanismos de control y toma de decisiones del Estado. Esta categoría analítica introducida por el polítólogo argentino puede ayudarnos a comprender la dicotomía entre el Estado de derecho y la apropiación privada del espacio público.
Si bien en México pueden estar presentes estos rasgos en varias regiones y territorios del país, nuestro argumento se orienta más a reconocer la emergencia de una crisis de Estado que se manifiesta a través de una fragmentación política del Estado y de una generalizada fragilidad de las instituciones al ser sitiadas por los poderes fácticos y el desdén y trivialización de la legalidad y de lo público extendidos entre la población. Contando ello con la colusión, incapacidad, ineficacia, permisividad u omisión –interesada o no– de parte de las autoridades políticas. En suma, consideramos que uno de los trasfondos de esta crisis institucional es el menosprecio por lo público. Ante esto, cabe preguntarse: ¿Qué es lo que se encuentra detrás de este menosprecio y desdén por lo público en México? Responder esta pregunta supone observar varios condicionamientos y facetas:
En principio, existe una faceta jurídico/institucional donde impera un desfase o distanciamiento entre la legalidad o las reglas escritas que conforman la estructura jurídica mexicana, y el conjunto de las prácticas concretas y cotidianas (el día a día de la población y de sus relaciones con el aparato de Estado y todo el espectro público) que le dan forma al sistema político y al sistema económico. Esta estructura jurídica –condensada en las distintas Constituciones Políticas promulgadas entre 1824 y 1917, se gestó, en no pocas ocasiones, con la influencia de las pautas y patrones culturales propios del proceso de occidentalización del mundo.
En otro espacio (Enríquez Pérez: 2015; 2017) anotamos que principios como modernidad, progreso, libertad, democracia, estado de derecho, cambio social, revolución, riqueza, crecimiento económico, desarrollo, bienestar, entre otros, y que provienen –tras la herencia del mundo grecolatino antiguo– de las culturas anglófonas, francófonas y germanas, están dotados de supuestos normativos y valores absolutos, atemporales y supuestamente universales y generalizables al conjunto de las culturas mediante un proceso de difusión e implantación de los mismos a través de la escuela, las iglesias, el Estado, el mercado y los medios masivos de difusión. De ahí que estos principios no se encuentren arraigados del todo en el imaginario social por responder a pautas culturales diametralmente distantes a aquellas sociedades donde pretenden difundirse e implantarse, y que se caracterizan por patrones de comportamiento diferenciados y condicionados por la situación de subdesarrollo y desigualdad. Al estandarizarse e imitarse en la estructura jurídica estos supuestos normativos y la ideología etnocéntrica que les es consustancial, se desfasan de un mundo fenoménico contradictorio y lejano de la armonía que subyace en varias de las teorías y filosofías políticas y jurídicas que pretenden sustentar estos principios con sus reflexiones. Este pensamiento eurocéntrico que conforma modelos políticos, estructuras jurídicas, instituciones y proyectos de sociedad llega a estas estructuras sociales sui generis mediante un proceso de imitación, tropicalización y asimilación diferenciada que termina por deformarlos, degenerarlos y diluirlos en el contexto de prácticas alejadas o contrarias a ellos, y que se distancian de la legalidad históricamente construida y preñada de esos valores y principios ajenos. En buena medida, ello conforma lo que podríamos llamar el pecado original de la crisis estructural de lo público y la fragilidad institucional en México. Situación que se complica por el hecho de que el desfase entre la estructura jurídica y la realidad social no se produce por una insuficiencia, deficiencia o desvío meramente moral, sino por una cierta forma en que la sociedad organiza históricamente su praxis política y los arreglos institucionales que entreteje; lo cual –por supuesto– está preñado por la estratificación social y las asimétricas relaciones de poder.
Además, prevalecen condicionamientos simbólico/culturales que bien podríamos ilustrar con un hecho acontecido en 1985, difundido masivamente, y que consistió en las declaraciones del narcotraficante Rafael Caro Quintero tras su captura en Costa Rica y al iniciarse su proceso penal en México. Estas declaraciones versaron así: “Mi primer problema con la ley fue cuando caí. Yo siempre trabajé en la sierra, donde no había ley”. Y, en tono desafiante a los poderes instituidos esgrimió: “Si me liberan…si me dejan libre… yo pago la deuda externa”. La persistente vocación por trasgredir constantemente la ley y operar en “lo obscurito” bajo la consigna de que “quien no transa, no avanza” o “mejor rico hoy que jodido siempre”, es parte importante del imaginario social y de la(s) cultura(s) mexicanas. Lo cual se traslapa con la fragilidad de las instituciones estatales que son dirigidas por élites políticas poseedoras de ese mismo imaginario social y de una práctica cortoplacista del poder político. Esto significa que prevalece una legitimidad social respecto al desprecio por el seguimiento y cumplimiento de la ley desde arriba y desde abajo. Incluso en asuntos de rango distinto al crimen organizado, se presenta una proliferación de prácticas e instituciones informales –pensemos en la “mordida”, el soborno y el influyentismo– de cara a los trámites tortuosos (el “tortuguismo burocrático”) y a la rigidez de la estructura legal y las instituciones formales; evadiendo con esas prácticas los problemas inmediatos y “facilitando” –que no resolviendo– el día a día de la actividad productiva y de los ciudadanos.
Existe también una faceta o condicionamiento económico que –entre otras cosas y aunado a la ausencia e incumplimiento de la legalidad– gesta el menosprecio hacia lo público; a saber: los intereses creados en torno al afán de lucro y el logro de privilegios materiales a partir del usufructo de lo público, y que como telón de fondo tienen a la perpetuación de las ancestrales desigualdades sociales generadas por la expansión de un sistema económico excluyente y escasamente compensado y contenido por las políticas sociales y demás mecanismos orientados a la (re)distribución de la riqueza y a la protección social. En todo ello resalta la colusión, permisividad y corrupción de las élites políticas mexicanas; pues sin la cooperación y complicidad desde el aparato de Estado en sus distintas escalas y ámbitos de la administración pública, sería impensable la gestación, generalización y consolidación de los comportamientos al margen de la legalidad y orientados a la depredación de las instituciones públicas.
Es de destacar aquí que en una nación subdesarrollada como la mexicana, tanto el Estado como el mercado dejan amplios vacíos en la manera en que la sociedad se organiza para satisfacer las necesidades elementales de la población a través de la provisión de los medios de vida. Estos vacíos se agravan con la profundización de los mecanismos de la desigualdad y de la exclusión social; de tal manera que el desdén por lo público y las prácticas por fuera de la legalidad conforman esfuerzos y paliativos –que no la solución– para incidir en la (re)distribución y (re)concentración de la riqueza. Los ingresos que obtienen los llamados “viene, viene” tras apropiarse de las vialidades y vastos espacios públicos en las grandes ciudades mexicanas; las distintas expresiones de la economía informal y subterránea (el tráfico de narcóticos, migrantes, armas y órganos; la piratería de audio, video, ropa, medicamentos y servicios de transporte público de pasajeros; el robo de automóviles y de hidrocarburos o la “ordeña de oleoductos”; la trata de blancas; las extorsiones y secuestros); la “mordida” y los cuantiosos mecanismos para la compra de voluntades y la evasión del cumplimiento de la ley; los delitos de cuello blanco y la llamada “contabilidad creativa”, entre otros, son muestra contundente de esto último.
En una faceta estrictamente política, el desdén por lo público y la crisis institucional puede explicarse también por los mecanismos de control y dominación que recaen sobre la sociedad. La falta de legitimidad que padecen los regímenes políticos en el contexto de las naciones subdesarrolladas que aún ejercen prácticas autoritarias abiertas, veladas o encubiertas, profundiza la depredación de las instituciones públicas y el distanciamiento respecto a los mecanismos formales de poder que, en el caso de México, se extiende desde el predominio de las prácticas clientelares y corporativas –y las expresiones de neocorporativismo difuminado– que tendieron a controlar el ejercicio de la ciudadanía y la conformación de una cultura política medianamente madura; el uso discrecional del poder político y de los cuerpos policiaco/represivos; y la generalización de una cultura de la intimidación difundida por la televisión y la prensa –tal como se observa, desde 2006, mediante la supuesta “guerra contra el narcotráfico”, o a través del manejo mediático, en 2009, de la epidemia de la influenza H1N1– con la finalidad de infundir miedo entre los ciudadanos para que éstos eviten el contacto y las relaciones cara a cara, así como las posibilidades de organización en sus comunidades.
Esta crisis institucional que aqueja a México abre senderos para la configuración de una parainstitucionalidad dotada de prácticas informales que subyace desde lo más profundo de las entrañas de la sociedad mexicana. De tal manera que organizaciones e instituciones convencionales con grado de formalidad variado –pensemos en la familia, las iglesias, la escuela, las entidades públicas para la procuración de justicia, la policía, el ejército, entre otras– pierden legitimidad y son suplantadas y subsumidas como mecanismos de socialización y reproducción de la vida social. Una evidencia clara de esto se muestra con el Cártel de “La Familia Michoacana” (posteriormente autodenominado como “Los Caballeros Templarios” y que no solo se limita al estado del mismo nombre, sino que extiende su influencia a entidades federativas aledañas). Dicho cártel tendió a conformarse como una organización criminal que se apropió de ciertas potestades para conformar un sistema paralelo de justicia expedita que pretendió responder a la ineficacia de las dependencias públicas en la materia. Este grupo delictivo lo mismo cobra ilegalmente adeudos contraídos por los pobladores ante agiotistas y acreedores, que derechos de piso a comerciantes y profesionistas como abogados, médicos, profesores o dentistas (las llamadas “cuotas”); regula centros de esparcimiento nocturno, cantinas y eventos como los jaripeos, y sanciona conductas inapropiadas que se presentan en ellos; brinda protección y seguridad –aunque también extorsionan– a comerciantes pequeños y mayoristas, artesanos, taxistas y demás proveedores de transporte público, pequeños y medianos empresarios, y a productores de aguacate, limón y demás productos agrícolas de la región; ejercen mecanismos de procuración de justicia y restablecimiento del orden público en los pueblos tras castigar a aquellas personas con conductas que agravien a los pobladores (violadores, ladrones, homicidas, maridos golpeadores e incumplidos con el gasto familiar); erigen retenes para custodiar carreteras y caminos; y defienden a los empleados que se les despide de su puesto de trabajo o exigen que se les liquide de acuerdo a la legislación laboral. Además, mediante mecanismos de presión y medición de fuerzas como las marchas y protestas, demandan el retiro del ejército y la policía federal, y declaran que su organización criminal se hace cargo de la seguridad en las comunidades asediadas por el aparato represivo oficial. Se trata de una organización criminal que, incluso, instauró una serie de instituciones asistencialistas informales para atender las necesidades y problemas de madres solteras y mujeres en general en una suerte de discurso y prácticas benefactoras al margen del Estado. Parece ser que estas organizaciones criminales pretenden llenar los vacíos institucionales dejados por el Estado; al tiempo que tratan de cumplir funciones que “normalmente” se esperarían del sector púbico. Es como si existieran en México semi-Estados paralelos que hunden sus raíces en el imaginario social, que alcanzan márgenes amplios de legitimidad y operatividad debido a su enorme base social, y que le dan sentido a la vida cotidiana de amplios contingentes de individuos. Como acotación no menor, cabe puntualizar que resulta preciso en este contexto no olvidar que, históricamente, fue así como surgieron los Estados nacionales que conocemos actualmente.
Esta demostración de (contra)poder y demás acciones desplegadas por organizaciones criminales como la referida tienden a socavar y a suplantar funciones esenciales de las instituciones públicas; al extremo tal que se estimula la ingobernabilidad y una desarticulación/fragmentación político/institucional del Estado mexicano que no implanta su autoridad en el conjunto de un territorio en disputa. Todo lo cual se potencia con la legitimidad que alcanzan estas prácticas ilegales en las comunidades donde se despliegan y generan nuevos mecanismos identitarios y territoriales. La emergencia de estos (contra)poderes e instituciones paralelos probablemente configurará en México escenarios también paralelos de regulación de la vida social cotidiana, con base en nuevas formas de confianza, relaciones de reciprocidad y respeto, pero en condiciones de delincuencia y violencia generalizada; y quienes rompan con esos mínimos convencionalismos y acuerdos serán sancionados dentro de esas organizaciones criminales.
Cabe mencionar también que el autoritarismo característico del sistema político mexicano –aún con su apertura electoral de las últimas décadas– brinda un caldo de cultivo para que las ancestrales desigualdades sociales, la pobreza, la marginación, el descontento e indignación populares ante el “agravio moral”, sean conducidas por aquellas prácticas sociales al margen de la ley que quebrantan el sentido de lo público e, incluso, se acercan a la violencia sistemática y al control de amplias porciones del territorio y del aparato de Estado.
A grandes rasgos, cabe argumentar que el socavamiento, depredación y erosión de las instituciones estatales y del espacio público en una nación subdesarrollada como México y en un contexto de relaciones sociales y políticas antidemocráticas, autoritarias, asimétricas y excluyentes, deviene en la gestación, expansión y consolidación de (contra)poderes fácticos que –apoyados en sus contactos políticos y en ciertas estructuras brindadas por el aparato de Estado– acceden y disponen de cuantiosos recursos económico/financieros, políticos, simbólicos, mediáticos e, incluso, armados, que son utilizados para ejercer una dominación sobre consciencias, comunidades, territorios, riquezas, recursos naturales estratégicos, y que –en última instancia– desafían la hegemonía del aparato de Estado, sus fundamentos republicanos y las posibilidades de desplegar su soberanía en la toma de decisiones. En el caso del crimen organizado, se gesta un (contra)poder plenamente desafiante capaz de desestabilizar la convivencia social y la institucionalidad formal, así como de configurar nuevos entramados institucionales paralelos, traslapados o sobrepuestos respecto a las instituciones legalmente conformadas. Por no mencionar el tejido regional/nacional y las redes globales que conforma la economía criminal al imbricarse con la economía legal y el sistema bancario/financiero, y al aprovechar la porosidad de las fronteras que ofrece la apertura comercial y los flujos masivos de personas, capitales, bienes, servicios, conocimiento e información.
Es de destacar también que esta crisis institucional afecta a las mismas élites políticas y empresariales –beneficiadas, históricamente, de la depredación de lo público y del patrón de acumulación implantado– en su seguridad e integridad física. Amplias porciones de las élites adineradas, motivadas por la perversidad que adopta, desde el 2006, la violencia y la inseguridad pública manifestada en secuestros, extorsiones y homicidios o ejecuciones masivas en varias entidades federativas del norte del país, tienden a migrar para establecer sus residencias, empresas e inversiones al sur de los Estados Unidos, en lo que vendría a ser una especie de migración dorada que termina por afectar negativamente el dinamismo económico de las ciudades de esa región. En tanto que políticos influyentes y altos funcionarios de las distintas escalas gubernamentales, desde Secretarios de Estado, legisladores, candidatos a gobernador, hasta alcaldes y funcionarios de las administraciones municipales, perdieron la vida o fueron secuestrados en eventos que dejan traslucir la intervención de ciertos grupos criminales abiertamente desafiantes de las instituciones. Todo ello es muestra evidente de que si el Estado mexicano adolece de incapacidad para preservar la integridad física siquiera de miembros prominentes de estas élites políticas y empresariales, con mayor razón se tornará ineficaz para contrarrestar los riesgos que enfrenta el ciudadano de a píe en su día a día. Así pues, una de las funciones esenciales de las instituciones estatales tiende a erosionarse al quedar desatendida.
Una acotación más respecto a la generalizada violencia y la crisis humanitaria que le es consustancial y que, incluso, puede ser catalogada como epidemia a raíz de los cuantiosos homicidios intencionales y las ejecuciones masivas de jóvenes y adultos jóvenes –la Organización Mundial de la Salud habla de epidemia cuando se presentan 10 o más muertes violentas por cada 100,000 habitantes, y México registró una tasa de 24 homicidios violentos en 2011, 17.7 en el año 2015, y 25 en el 2017–: la expansión de la violencia, las crecientes disputas por el control de territorios regionales en México y la depredación institucional relacionada con estos dos fenómenos en incesante mutación, abren la posibilidad de caer en imprecisiones conceptuales y en el uso de categorías que no desentrañan del todo la esencia y el carácter multifacético de los mismos; especialmente cuando el lenguaje proviene del invaluable y bienintencionado trabajo periodístico. El problema de las categorías no es baladí; y mucho menos lo es cuando el lenguaje aceptado incide en el diseño y ejercicio de políticas públicas o –cuando menos– en la formación de corrientes de opinión pública. Ni “guerra contra el narcotráfico”, ni “narcoterrorismo” (categoría introducida por Villoro: 2010), ni “narcoestado” (Meyer: 2009b), ni “insurgencia criminal” o “autoridad capturada” (Grillo: 2012), ni “democracia en guerra civil posmoderna” (Schedler: 2015) –algunas categorías contradictorias en sí mismas y faltas de correspondencia con la realidad–, pues las organizaciones criminales y las bases sociales que les nutren y legitiman no abrazan o defienden alguna ideología política; ni usan las armas y la violencia para reivindicar una causa y hacerla valer; y menos aún resulta preciso asumir que el crimen organizado tiene un carácter monolítico, ni que sus distintas facciones o grupos luchan contra el Estado, pues su racionalidad y el sentido de su acción social se rigen por la necesidad de controlar el territorio y expandir un negocio ilegal de alcances transnacionales y gestionado con criterios empresariales. Más que sublevarse ante el Estado, las organizaciones criminales aprovechan la corrupción, la debilidad institucional, la colusión, la complicidad y la omisión interesada de importantes esferas y élites del aparato de Estado. Sin la acción o la omisión del Estado, la génesis, expansión y poder del crimen organizado serían impensables. La diferencia radica en aquellas decisiones policiaco/militares que privilegian proteger o atacar a algunos grupos criminales y paramilitares seleccionados y no a otros. En suma, nos atrevemos a argumentar –como primer acercamiento a desagregar en investigaciones paralelas o posteriores– que lo experimentado en México durante las últimas dos décadas es una sociedad violentada con un Estado fragmentado que se encuentra desarticulado y depredado por sofisticadas redes criminales y paramilitares enfrentadas entre sí para lograr el control y expoliación de territorios, mercados y vidas, y por amplias porciones de las élites políticas permisivas y corrompidas que se inclinan por un bando en detrimento de otro; al tiempo que se empeñan en sembrar, ejercer y reproducir una superflua violencia militar (violencia de Estado) en aras de allegarse una legitimidad no siempre otorgada por una ciudadanía que cada vez más hace del miedo y de la inseguridad pública un eje rector de su día a día.
LA RELACIÓN DIALÉCTICA ENTRE LA CRISIS DE LO PÚBLICO Y LA CONDICIÓN DE SUBDESARROLLO EN MÉXICO
Un principio es fundamental en la relación entre la vida pública y las condiciones de subdesarrollo en una nación: sociedades más igualitarias muestran un mayor sentido de comunidad y de cultura pública; mayor y más igualitario acceso a los servicios educativos y sanitarios; y menos exposición a la violencia. Por el contrario, sociedades con mayor desigualdad material –tanto en el plano interregional/nacional como en las relaciones económicas internacionales– tienden a manifestar un deterioro en sus relaciones comunitarias, un aumento en problemas de salud (y, por ende, de bienestar), y un incremento en sus niveles de violencia (Wilkinson: 1996; un estudio empírico al respecto obsérvese en Chioda: 2016). Las implicaciones para sociedades tan desiguales como las latinoamericanas son claras y múltiples: en un contexto social signado por la desigualdad y ante el arraigo generalizado del desprecio y desdén por la ley y lo público que prevalece en una sociedad como la mexicana, las funciones del Estado se tornan fragmentadas, desarticuladas, débiles, inciertas, erráticas e incluso nulas en la (re)distribución de la riqueza. Al mismo tiempo, la fragilidad institucional y la desigualdad aumentan la exposición de la sociedad a prácticas ilegales, violentas, depredadoras de la vida pública, y desestructuradoras del sentido de comunidad y ciudadanía; al tiempo que concentra el poder económico, territorial, político y simbólico de los intereses creados y de los actores y agentes que le disputan la hegemonía al Estado. Al presentarse esta correlación, ello termina por tornarse en un círculo vicioso en el cual el deterioro de la vida pública abre pautas para profundizar el subdesarrollo, y la dinámica contradictoria de éste puede propiciar una mayor erosión de lo público.
A partir de lo anterior, resulta posible identificar varios rasgos de ese círculo vicioso que se entretejen en una lógica sistémica: desigualdad social/débil ciudadanía/corrupción e impunidad/violencia e ilegalidad/desdén por la vida pública/ crisis institucional. De ahí que el desprecio hacia la legalidad, a lo público y a las instituciones formales y demás reglas escritas que preservan el sentido de comunidad propician –en el contexto de relaciones sistémicas y de causalidad circular– fenómenos sociales que tienden a erosionar el tejido social y a socavar la función articuladora y cohesionadora del Estado. Pero ello no se detiene allí, sino que estos últimos fenómenos tienden a radicalizar y perpetuar las distintas manifestaciones del subdesarrollo tras gestarse y arraigarse en la sociedad mexicana una crisis de Estado en la forma de instituciones sitiadas y maniatadas por los (contra)poderes fácticos; frontales en algunos casos, dispersos y difusos en otros, pero capaces de disputar –o contrariar– al aparato de Estado la hegemonía, la soberanía económica, la propiedad de infraestructura y recursos naturales estratégicos, el control fiscal sobre la población, la provisión de seguridad, el tránsito por las vialidades, la procuración de justicia, el monopolio de la violencia coercitiva, el control sobre el territorio, o la garantía de derechos como la información entre las audiencias o la libertad de culto, a través de la violencia criminal, mediática, simbólica, y económico/material.
De este modo, los (contra)poderes fácticos y demás actores y agentes socioeconómicos y políticos capaces de hacer valer e imponer sus intereses facciosos, individuales y de grupo no solo tienden a erosionar la institucionalidad de la sociedad; sino también a comprometer la (re)construcción de un proyecto de nación orientado al largo plazo, inspirado en intereses nacionales y capaz de trascender las condiciones de desigualdad y subdesarrollo, pues el sentido de su acción social no se orienta a resolver los problemas, las contradicciones y la creciente heterogeneidad social, más bien tiende a reproducirlos y perpetuarlos. Por lo que fenómenos sociales como el crimen organizado, la corrupción y demás prácticas inscritas en la ilegalidad y la depredación de lo público pasan a formar parte de las contradicciones de la estructura social mexicana y no la solución a sus lacerantes problemas, pese a los paliativos efímeros (“para salir el paso”) que se tornan funcionales. Al mismo tiempo, la crisis de Estado experimentada desde la década de los noventa tiende a gestar, fortalecer y consolidar a estos (contra)poderes fácticos y a múltiples actores y agentes que ponen en riesgo la vida pública, los derechos ciudadanos y las instituciones fundamentales de la nación; de tal manera que –con ello– se gestan condiciones adversas que perpetúan el subdesarrollo y polarizan el proceso económico y la redistribución de la riqueza.
Más allá de postular una lógica lineal ilegalidad/fragilidad institucional/erosión de lo público/subdesarrollo, lo que tenemos es un intenso y contradictorio proceso histórico que crea relaciones sistémicas al suscitarse y converger múltiples fenómenos como la (in)estabilidad macroeconómica que devalúa la calidad de vida de los sectores populares, y que al privilegiarse un estancamiento estabilizador se contrae la actividad productiva; la crisis de desempleo masivo que, especialmente, perjudica a las generaciones jóvenes; la mayor vulnerabilidad ante la exposición a los flujos globales de mercancías, capitales, información, símbolos y personas; la desarticulación y/o fragilidad del mercado interno y de los eslabonamientos de las cadenas productivas; la inequitativa distribución de la riqueza y la asignación de recursos; la limitada o nula capacidad de innovación tecnológica y la consustancial dependencia externa en ese rubro; el despliegue de un sistema político autocrático y oligárquico que se combina con soterrados o abiertos rasgos autoritarios y una estrecha o nula cultura política de una sociedad aferrada al paternalismo y al desinterés por la agenda pública; la ya mencionada ausencia o debilidad de la cultura de la legalidad; el déficit institucional; entre otros factores internos y externos que delimitan esa condición social asimétrica y polarizante en un país como México y que tienden a reproducir su subdesarrollo.
A grandes rasgos, el subdesarrollo –al remitirnos a su dimensión sociopolítica– se concreta a través de la fragilidad, desestructuración, depredación y erosión de las instituciones estatales y del imperio de la ley, así como mediante la pérdida de control y soberanía sobre el territorio que, en su conjunto, propician limitadas posibilidades para el ejercicio de la gobernabilidad. Al tiempo que abonan el cultivo para la emergencia de “Estados fallidos” (o que, según las especificidades del caso, mínimamente son sitiados por expresiones de una crisis político/institucional o de una crisis de Estado) y la gestación y expansión de (contra)poderes fácticos que gravitan y socavan los fundamentos institucionales y republicanos desde afuera (globalización, procesos de integración económica y regionalización, apertura comercial, regímenes internacionales, redesglobales de toma de decisiones, élites transnacionales) y desde adentro (crimen organizado, actores y agentes sociales que controlan amplias porciones del territorio nacional y que disputan el monopolio legítimo de la violencia); desde arriba (medios masivos de difusión, empresariado privado, especuladores financieros, alto clero y su ideología conservadora, líderes sindicales, élites políticas corruptas, rentistas y patrimonialistas que se apropian de lo público) y desde abajo (grupos de presión, paramilitares, movimientos guerrilleros, comunidades que toman justicia por propia mano) (Enríquez Pérez: 2016a). El trasfondo de todo ello –y que se tome como un apunte de tesis a perfeccionar en futuras investigaciones– comenzó con el desmantelamiento de las funciones económicas del Estado y la rectoría que durante gran parte del siglo XX éste ejerció en México. De ahí que al erosionarse este poder económico –parte fundamental del régimen corporativo y clientelar–, las instituciones estatales se tornaron más vulnerables en otros ámbitos como el control político y la subordinación de los (contra)poderes fácticos, la procuración de la seguridad pública y de la justicia, y en la asunción del monopolio legitimo de la violencia; factores todos ellos que profundizan las condiciones de subdesarrollo del país.
CONSIDERACIONES FINALES SOBRE LA INVESTIGACIÓN
Reivindicar la relevancia de las dimensiones simbólico/institucionales de la dialéctica desarrollo/subdesarrollo puede contribuir a comprender varias de las aristas que no precisamente es posible explicar e interpretar a partir –exclusivamente– de las dimensiones económico/materiales. De ahí que sea necesario explorar otros caminos, otros métodos y otros conceptos y categorías para allegarse –desde una perspectiva interdisciplinaria– de mayores elementos que amplíen la mirada respecto a la historia y al momento crítico que vive el México contemporáneo.
Un hilo conductor que puede ayudar a acercarnos y a comprender estos planteamientos es la interpretación de la vida pública mexicana a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI, reconociendo sus rupturas, continuidades y especificidades respecto a otras formaciones sociales, y relacionando ello con el curso que adopta históricamente la dialéctica desarrollo/subdesarrollo. Más aún, comprender la configuración de lo público en México supone interpretar la estructuración y evolución de la vida cívica y el comportamiento de los (contra)poderes fácticos que gravitan en torno al Estado y socavan sus entramados institucionales, no sin poner en entredicho su viabilidad histórica. Ello, por supuesto, se torna más enmarañado con la generalizada infracción de la legalidad, convertida en moneda común entre amplios sectores de los ciudadanos y la clase gobernante y burocrática; así como con la escasa o nula cultura política; la desconfianza hacia las élites políticas y hacia las instituciones formales, que hacen –ambas– del gatopardismo electorero un simple matiz en el uso discrecional del poder; la proclividad a ejercer “justicia por mano propia”; y todos aquellos desafíos impuestos al Estado por poderes fácticos como el crimen organizado, la clase empresarial, los medios masivos de difusión, y el alto clero.
El historiador y sociólogo Carlos A. Forment nos alerta sobre el riesgo de concebir que el respeto por lo público es ajeno a la historia de América Latina, pues –nos argumenta el mismo autor– que la tradición democrática es mas solida en esta región de lo que comúnmente se cree entre los pensadores e intelectuales (Forment: 2013, p. 144). Sin embargo, el mismo académico observa que, a principios del siglo XXI, dicha tradición democrática latinoamericana se encuentra en un estado de crisis sin precedentes (Ibídem: 2013, p. 4). De ahí que Forment nos invite a interrogarnos sobre el “sentido común” que rodea nuestras ideas en torno a lo público y la democracia (véase también Forment: 2000). Aunque el presente artículo intenta contribuir a cuestionar, justamente, ese sentido común, es improbable que se encuentre del todo exento de la influencia de éste.
Por último, tras estudiar el sentido del espacio público en México y el carácter que adopta la crisis de Estado contemporánea a través de una fragilidad institucional a partir del punto de inflexión que significó el agrietamiento del sistema político mexicano priísta y la proliferación de (contra)poderes fácticos que socava el ejercicio legítimo de la dominación y la implantación del imperio de la ley, cabe pensar en términos de la viabilidad del Estado Mexicano; y más en un contexto contemporáneo en que la violencia se radicaliza. De ahí que nos preguntemos lo siguiente: si un Estado no es capaz de garantizar el cumplimiento de la ley, el derecho de propiedad y la seguridad/integridad física de sus ciudadanos, ¿cuál es su razón de ser? Autores clásicos como Thomas Hobbes suponen que el Estado es una entidad para superar el estado de naturaleza (el estado de guerra, la lucha de todos contra todos), y –con ello– preservar la vida de sus súbditos. Más aún, si la tesis weberiana del Estado como monopolio legítimo de la violencia no se cumple a cabalidad en México, ¿cuál es el futuro del Estado y de sus instituciones fundamentales? ¿Cuál es la modalidad de instituciones que precisa un país como México signado aún por el subdesarrollo y por un Estado sitiado desde afuera y desde adentro, desde arriba y desde abajo? ¿Cómo trascender la crisis de Estado experimentada en el México contemporáneo? ¿Cómo (re)construir un proyecto de nación sobre la base de nuevos arreglos institucionales que reconfiguren la vida pública? ¿Cómo se podría regenerar el espíritu moral de la vida pública? ¿Qué tipo de élites se precisan y bajo qué formación? Las posibles respuestas a estos cuestionamientos atraviesan por la necesidad de (re)inventar –tanto en las élites políticas como en el conjunto de la sociedad– la formación de un espíritu cívico; acompañado ello de la reivindicación del pensamiento utópico con la finalidad de trascender el desánimo colectivo, la generalizada desconfianza en las instituciones estatales y el fatalismo catastrofista que se ciernen sobre la sociedad mexicana en un contexto incierto, volátil y signado por una crisis civilizatoria que socava los fundamentos institucionales de la convivencia humana.
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