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Recepción: 18 Noviembre 2019
Aprobación: 15 Febrero 2020
Resumen: En 1959 el triunfo de la Revolución Cubana marcó sin duda un parte aguas para la historia de América Latina y también para el Movimiento Comunista Internacional. Las particularidades del proceso liderado por Fidel Castro inspirarían además nuevas reflexiones sobre las características de la Revolución en nuestro continente, y no sólo en él, y las formas de alcanzarlo. El presente trabajo tiene como objetivo reconstruir la recepción de la Revolución liderada por Fidel Castro en el PC de Chile, teniendo en cuenta elementos para comprender la subjetividad de los militantes comunistas de aquellos años y la articulación con la tradición de los partidos políticos locales.
Palabras clave: Revolución Cubana, comunismo, Chile, subjetividad.
Abstract: In 1959 the triumph of the Cuban Revolution undoubtedly marked a watershed for the history of Latin America and also for the International Communist Movement. The particularities of the process led by Fidel Castro would also inspire new reflections on the characteristics of the Revolution in our continent, and not only in it, and the ways to achieve it. In this sense, the debate about the revolutionary "way" came to occupy a preponderant place in the agendas of the revolutionary parties. The objective of this paper is to reconstruct the reception of the Revolution led by Fidel Castro in the PC of Chile taking under account the communist militant subectivity and the articulation with local political parties.
Keywords: Cuban Revolution, comunism, Chile, subjectivity.
INTRODUCCIÓN
Para comprender los acontecimientos históricos que involucran a sujetos políticos concretos es imprescindible intentar reconstruir la cultura política que esos mismos sujetos ayudaban a construir y que al mismo tiempo influía en ellos en diferentes formas. Esa cultura política tiene, para el caso de los comunistas, dos planos fundamentales que deben ser tenidos en cuenta. En primer lugar, el estado del movimiento comunista internacional (MCI) que desde el triunfo de la Revolución Rusa y hasta 1989 tuvo a la Unión Soviética y a su Partido Comunista como centros de referencia. En segundo lugar, la subjetividad política de los militantes comunistas, influida por el cruce del estado del MCI y el plano de la tradición política de los partidos locales, relacionada con los hechos concretos de la historia nacional.
En este trabajo, nos proponemos trazar algunas líneas para la caracterización de los dos planos antes mencionados, con el fin de esbozar una interpretación de la recepción que los comunistas chilenos hicieron de uno de los acontecimientos fundamentales del siglo XX, en el marco de los debates sobre la vía revolucionaria en América Latina: la Revolución Cubana.
1 MCI Y CULTURA DE LA ÉPOCA
Es sabido que hasta las revelaciones de los llamados “crímenes de Stalin” en el XX Congreso del PCUS en 1956 el liderazgo de la URSS en el MCI fue escasamente cuestionado por los partidos comunistas del resto del mundo. Luego de aquel congreso, se inician en dichos partidos procesos de discusión y replanteo que, en la mayoría de los casos, no fueron visibles ni pueden ser reconstruidos prescindiendo de los testimonios de militantes de aquella época. Con todo, si bien hubo comunistas que atravesaron entonces un proceso de 'desencanto', la mayor parte de los militantes comunistas siguieron considerando a la URSS como guía y referente central del MCI. Esta 'tolerancia' a lo ocurrido en la URSS se debió, según Moulian, a la convicción de que era inevitable una fase de 'dictadura positiva' para la purificación y el fortalecimiento de la unidad frente a las potencias capitalistas. Es importante además enmarcar estos hechos en la llamada Guerra Fría, que dividió políticamente al mundo en dos campos: el capitalista liderado por los Estados Unidos y el socialista liderado por la Unión Soviética. La obsesión estadounidense por alejar a los países de la influencia soviética tuvo uno de sus más claros exponentes en el Harry Truman quien, tras asumir la presidencia en 1945, afirmaría:
Uno de los objetivos fundamentales de la política exterior de Estados Unidos es la creación de condiciones en las cuales nosotros y otras naciones podamos forjar una manera de vivir libre de coacción. Esta fue una de las causas fundamentales de la guerra con Alemania y el Japón. Nuestra victoria se logró sobre países que pretendían imponer su voluntad y su modo de vivir a otras naciones […] En la presente etapa de la historia mundial casi todas las naciones deben elegir entre modos alternativos de vida. Con mucha frecuencia, la decisión no suele ser libre. En varios países del mundo, recientemente, se han implantado por la fuerza regímenes totalitarios, contra la voluntad popular. […] Si vacilamos en nuestra misión de conducción podemos hacer peligrar la paz del mundo y, sin lugar a dudas arriesgaremos el bienestar de nuestra propia nación[1].
Frente a esto, la URSS decidió reforzar la cohesión ente los PC del mundo, dado que desde la disolución de la III Internacional en 1943 no existía un organismo de contención que los aglutinara. Se creó entonces la Oficina de Información de los Partidos Comunistas y Obreros (Kominform) en septiembre de 1947, articulando los partidos comunistas de las zonas de mayor influencia soviética, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, Yugoslavia. En su primera reunión, fue un miembro del Buró Político del PCUS, Andrei Zdhanov, quien pronunciara el informe que representará la esencia de lo que se conoció luego como “Doctrina Zdhanov”. Frente a la política desplegada por el gobierno de Truman, Zdhanov postulaba que tras la segunda guerra mundial, el prestigio de la URSS por su decisivo papel en la derrota del fascismo había puesto en cuestión la hegemonía capitalista representada por los Estados Unidos, y había evidenciado la existencia de “dos campos opuestos: el campo imperialista y antidemocrático, de una parte, y el campo antiimperialista y democrático, de otra. Los Estados Unidos representan el primero, ayudados por Inglaterra y Francia (…) Las fuerzas antiimperialistas y antifascistas forman el otro campo. La URSS y los pueblos de la nueva democracia son su fundamento”[2].
El enfrentamiento entre los EEUU y la URSS marcaron indudablemente la inclinación de los PC de América Latina a brindar un mayor apoyo a las posiciones soviéticas. Como apuntara el dirigente comunista uruguayo Rodney Arismendi, hasta 1956 muchos partidos comunistas de América Latina creían más decididamente en la vía armada como el camino revolucionario posible. Así, la preparación de sus cuadros para una posible avanzada armada estuvo siempre entre las actividades partidarias. Pero en 1956, el XX Congreso del PCUS plantea la idea de mayores posibilidades de tránsito “pacífico” hacia el socialismo, dados los cambios en las correlaciones de fuerza mundial y la creciente atracción que las ideas socialistas despertaban en obreros, campesinos y trabajadores de la intelectualidad. Menos de dos años después cincuenta y siete partidos aprueban una declaración, proyectada conjuntamente por el PCUS y el PC de China. La declaración alentaba los acuerdos y la colaboración política de partidos y organizaciones sociales para lograr la conquista del poder sin guerra civil, aunque sin descartar la posible necesidad de una vía no pacífica. Y la posibilidad real de una y otra vía de paso al socialismo, afirmaba la declaración, venía determinada por condiciones históricas concretas[3].
Esto incidió de manera diferente en los PC latinoamericanos al momento de realizar una lectura de la guerrilla que comenzaba a comandar Fidel Castro. La primera recepción de la Revolución Cubana en los PC podría calificarse como de un apoyo “moderado”, principalmente porque además de la incertidumbre, la “vía cubana” implicaba poner en cuestión las concepciones estratégicas imperantes en el comunismo latinoamericano, por lo menos en lo referente a la toma del poder y a las formas para lograrlo. Reconstruir la recepción que la Revolución Cubana tuvo en la militancia comunista, que no se reduce a las declaraciones oficiales de sus dirigentes, no es tarea sencilla. Como afirma Gerardo Leibner, es difícil “reconstruir hoy lo que fue el tremendo interés y, más aún, la amplia y profunda simpatía que provocó en Uruguay la Revolución cubana, al menos durante los primeros meses del triunfo”[4]. Esta posición sobre el caso uruguayo, puede ser extendida indudablemente a la militancia comunista de otros países. Es fundamental para lograr una aproximación al tema, contar con testimonios o memorias de militantes de aquella época, aunque deban ser analizados siempre con plena conciencia de que los recuerdos sobre el pasado están siempre atravesados por el momento presente desde el cual se recuerda. Con todo, la incorporación de fuentes orales permite ampliar la visión sobre los procesos de aquellos años, ampliando las conclusiones de los estudios basados simplemente en las “fuentes oficiales”. En este sentido, los testimonios recogidos incorporan a la Unión Soviética como un actor fundamental en el apoyo a Cuba, más allá de las posiciones políticas explícitas. Así lo plantea, por poner un ejemplo, Aurelio Alonso, quien nos comentó que:
[l]os soviéticos tuvieron un peso importantísimo en que Cuba pudiera sobrevivir, desde el principio. Primero fue algo así que los hizo quedar como de una fraternidad sin frontera, con un país pequeño, que todavía no tenía una definición completa y que estaba siendo presionado y discriminado y maltratado […] los Estados Unidos suspenden el envío de petróleo a Cuba y la Unión Soviética en seguida asume suministrarle a Cuba. Incluso desviando barcos que ya habían salido con otros compromisos soviéticos, a Cuba, asumiendo el costo de la demora de los otros suministros. Y después también con el azúcar, cuando le cortan la cuota azucarera a Cuba deciden comprarnos el azúcar el mismo precio, los compran el azúcar que Estados Unidos nos cortó[5].
Además, como afirma Alonso, “en Cuba se pudo vencer la invasión de Girón porque entraron armas, habían empezado a entrar armas soviéticas”[6]. Esta relación que Aurelio Alonso ha calificado como “fraternal pero contradictoria”, y que tuvo sus altibajos, es también la que mantuvo la Revolución Cubana con otros partidos comunistas de América latina. Más allá de las declaraciones partidarias oficiales sobre el proceso cubano, y a pesar de las profundas divergencias con lo que se conoció luego como teoría del “foco” muchos PC desplegaron también un importante movimiento de solidaridad con Cuba. En palabras de un militante comunista argentino:
Debo decir que al margen de las elucubraciones internas sobre las enseñanzas de esa revolución, como el tema de la lucha armada, del fatalismo geográfico, etc., que contenían bastante desconfianza sobre la posibilidad de su éxito, desarrollamos una intensa campaña de solidaridad. Enviamos dinero, producto de colectas, brigadistas para la campaña de alfabetización, técnicos y profesionales de la salud y diversas disciplinas tecnológicas[7].
La solidaridad se desplegó en un clima de cierto desconcierto sobre lo el futuro inmediato de la revolución, cuando todavía Fidel no había proclamado el carácter socialista de la revolución. Así lo vivieron algunos de los propios militantes que participaron de las tareas de solidaridad. Una de las primeras alfabetizadoras argentinas enviadas por el PC a Cuba, Berta Rosenvorzel, nos comentaba su impresión por los acontecimientos cubanos:
¿Cómo no íbamos a estar de acuerdo con la revolución? Lo que nosotros, bah, no, el partido tampoco tenía muy claro, porque el primer año hasta que lo nombraron... hasta que lo obligaron a Fidel a tomar como primer ministro, tuvieron algunos contratiempos; no fue tan simple porque ellos, no estuvieron luchando en la sierra para tener otra vez la burguesía democrática, entre comillas. Entonces a partir de alguna presión donde seguramente, el Che debe haber intervenido bastante, este... lo sacaron al que era presidente [...] Y entonces Fidel toma las riendas y entonces ya se sabía que... se mostraba como un país socialista[8].
Estas complejidades internas en la recepción de la Revolución Cubana significaron, en algunos casos, reacomodamientos y rupturas principalmente por la actitud que se tomaba respecto a la vía armada, sobre todo con sectores juveniles de la militancia. Por eso, además de reconstruir las características del MCI, creemos esencial intentar una reconstrucción de la constitución subjetiva de los militantes comunistas de aquella época.
2 LA SUBJETIVIDAD POLÍTICA DE LA MILITANCIA
Para comprender la posición subjetiva desde la cual los militantes se insertan en la práctica política, nos resulta muy útil el planteo de Karl Mannheim según el cual la formación de la conciencia tiene directa relación con las vivencias que se depositan como “primeras impresiones”, como “vivencias de juventud”, y cuáles son las que vienen en un segundo o tercer estrato, ya que son las primeras impresiones las que tienden a quedar fijadas como una “imagen natural del mundo”[9]. En esta línea, es importante recordad que el despertar político de aquellos que nacieron a principios del siglo XX, se dio en un contexto internacional signado por al triunfo de la Revolución Rusa, el ascenso del movimiento comunista mundial, y un marcado humanitarismo antibélico en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Ese fue el marco de las “primeras impresiones”, que permanecerán vivas y determinantes en la recepción de acontecimientos históricos posteriores, y que permiten comprender, entre otras cosas, la admiración y el apoyo casi incondicional a la URSS como portavoz de la línea central del MCI. La forma en la que el comunismo formó a sus militantes en estas concepciones, en consonancia con el ejemplo de la Unión Soviética, pueden resultarnos hoy criticables. Sin embargo, a fin de comprender la subjetividad de los comunistas de entonces, es fundamental considerar la magnitud de la influencia soviética como referencia en la organización de la militancia. En definitiva, aquellas concepciones eran las que había permitido que la Unión Soviética llegara a ser lo que era. Repasemos además algunos datos que ilustrativos brindados por Fernando Claudín: luego de la Segunda Guerra Mundial había 14 millones de comunistas organizados fuera de la URSS. Antes, sólo cerca de 1 millón. En América Latina, se pasó de 90 mil en 1939 a 500.000 en 1947. El poderío mostrado por la URSS tras la Guerra reforzó su liderazgo frente al movimiento comunista internacional, y todos sus errores sería leídos como “exigencias inexorables” del proceso de su avance[10].
Para comprender el impacto de la Revolución Cubana en la militancia comunista es importante también explorar la forma en que los comunistas cubanos fueron “leyendo” los procesos de su país. La posición del Partido Socialista Popular (Partido Comunista) respecto a la lucha armada que Fidel y sus hombres estaban llevando adelante, había generado discrepancias también al interior de dicho partido. Tal como lo recordada el propio Juan Marinello: “[e]xistían diversas opiniones. Finalmente, logramos imponernos lo que teníamos confianza en Fidel y en su victoria. Y apoyamos la lucha guerrillera. […] En primer lugar, Blas [Roca], que con esa gran visión que tenía vio en Fidel al gran Líder. También Carlos Rafael [Rodríguez] –en 1958 subió a la Sierra enviado por el partido.-, Flavio Bravo, Lionel Soto, Osvaldo Sánchez y otros compañeros que apoyaron la lucha guerrillera”[11].
En 1959 el MCI se encontraba convulsionado no sólo por las revelaciones del XX Congreso del PCUS y los sucesos de Hungría, sino también por incipiente conflicto chino-soviético centrado, justamente, en las discusiones sobre la vía al socialismo. El PC chino había manifestado su oposición a una de las tesis de apoyo a la vía pacífica sostenidas por el congreso soviético de 1956. Los comunistas chinos encontraban en la posición soviética una negación de los principios de la propia Revolución de Octubre en Rusia, reduciendo la estrategia política a la vía parlamentaria, y sostenían que la revolución debía sostenerse en “dos piernas”, esto es, la lucha armada y la vía pacífica.
Este es el contexto en que se inserta la recepción de la Revolución Cubana en los partidos comunistas de América Latina. En todas ellas, sin embargo, hubo matices y particularidades que, por lo menos para el caso chileno, reposan en la propia tradición política partidaria propia. Tal como se anunció, nos detendremos ahora en el caso chileno.
3 EL CASO CHILENO
Coincidimos con Tomás Moulian cuando sostiene que “Todo lector cultivado sabe que los sentidos atribuidos por los actores a sus comportamientos políticos deben ser 'relativizados', esto es leído en función de la globalidad del campo y, además, estructurados en cuanto a estrategias o en cuanto 'ideologías'. Pero también sabe que no se puede prescindir totalmente de ellos [en tanto] puede obstaculizar ciertas maneras epocales de hacer política”[12]. En este sentido, estudiar la forma en la que las dirigencias comunistas recepcionaron la Revolución Cubana no puede separarse ni del estado del MCI ni de las estrategias que estos partidos venían proponiendo para sus propios países. En el caso chileno, la tradición de defensa de la “vía no armada” contaba antecedentes definidos, incluso antes de las resoluciones del XX Congreso del PCUS. Con todo, partidos con una arraigada tradición pacifista como los casos chilenos y uruguayos, comandados por Luis Corvalán y Rodney Arismendi, reconocieron la legitimidad del proceso cubano aunque sin apoyar los intentos de “extrapolación” a otros países como sostuvieron no pocos teóricos de la izquierda en aquella época, alentados por los mismos cubanos[13].
El PC de Chile tenía una larga tradición de alianzas fuerzas reformistas y valoración de la democracia representativa provenientes, según señala Olga Ulianova, “de su pasado autónomo, precomiterniano, de la experiencia del POS [Partido Obrero Socialista]”[14]. Reforzada por la línea del MCI de Frentes Populares desde 1935, a principios de los años ’50 la posición del comunismo chileno tuvo en su interior fuertes debates sobre la vía revolucionaria protagonizados nada menos que por el Secretario General del Partido entre 1949 y 1956, Galo González, y el Secretario de Organización, Luis Reinoso. El primero sostenía los planteos del llamado “Programa de Emergencia”, es decir, la necesidad de conformar un gobierno democrático de liberación nacional a través de la un frente de amplia coalición. Su objetivo principal no era combatir al capitalismo sino terminar con la dominación imperialista y feudal, para luego encaminarse hacia el socialismo. El segundo, era partidario del empleo del brazo armado contra la dictadura desarrollando la guerrilla urbana. Pero la comisión política apoyó la posición de González y la discusión quedó cerrada. A partir de entonces, el Frente de Liberación Nacional se desarrolló con el Partido Socialista en lo que se llamó Frente del Pueblo y que se presentara en las elecciones presidenciales de 1952 con Salvador Allende como candidato.
Aunque, como dijimos, la estrategia de las alianzas recibió un impulso especial luego del XX Congreso del PCUS, debe tenerse en cuenta que la elaboración de la línea del PC chileno tuvo siempre una especial contemplación por la propia realidad nacional. En palabas de Alonso Daire:
Habría una fuerte dependencia del PC de Chile en relación a las políticas del MCI. Una “ágil obsecuencia” para seguir las líneas de la política exterior de la URSS y del PCUS. Pero esto no hay que entenderlo sólo como un seguidismo y fuerte solidaridad con “el país del socialismo” en el escenario internacional, sino que esto traspasa, aunque no directamente, el ambiente político nacional […] Es decir, hay una autonomía creadora del PC de Chile en el diseño de estrategias políticas que obedecen a una asimilación realista del estilo y vida política chilena, considerada históricamente, y que por otro lado, existe una fuerte dependencia en cuanto a acudir a los llamados de la política exterior de la URSS y del PCUS[15].
En este sentido, es importante subrayar que la estrategia de la vía pacífica sostenida en el XX Congreso del PCUS, no hacía sino fortalecer la línea que el propio Partido chileno había enunciado en su IX Conferencia Nacional de 1952 y fortalecido en el X Congreso de 1956.
Estas posiciones buscaron ser reforzadas por la organización de sucesivas Conferencias Mundiales de los Partidos Comunistas reunidas a partir de 1957. En ellas se intentó construir cierta homogeneidad dentro del MCI, luego de los polémicos sucesos de Hungría en 1956 y el emergente conflicto chino-soviético. Las divergencias con en PC de China comenzaron a intensificarse a partir de entonces, con críticas cruzadas entre el PCCH y el PCUS. Los chinos criticaban duramente la vía pacífica por considerarla una traición a la vía desarrollada por la Revolución de Octubre, y afirmando que “[d]efinir con criterio unilateral la línea general del movimiento comunista internacional como `coexistencia pacífica´, `emulación pacífica´ y `transición pacífica´ significa infringir los principios revolucionarios de las Declaraciones de 1957 y 1960, arrojar por la borda la misión histórica de la revolución mundial proletaria y apartarse de la doctrina revolucionaria del marxismo-leninismo”[16]. El PC de China proponía en cambio la teoría de las “dos piernas”, que implicaba estar preparados para la lucha pacífica y para la lucha armada, debate que se reabriría y profundizaría en américa Latina tras el triunfo de la Revolución Cubana.
La experiencia armada en Cuba que culminará con la victoria revolucionaria, se había recrudecido tras el golpe de estado en Cuba en marzo de 1952, ante el evidente triunfo del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), cuando Batista inició su política de restablecimiento del “orden” a través de una brutal represión, que los acontecimientos que siguieron al asalto del Moncada evidenciaron aún más. Frente a esto, y además de las declaraciones oficiales hechas por la dirección del PC chileno, muchos de sus miembros expresaron su preocupación y su solidaridad con los acontecimientos cubanos a través de las redes de relaciones personales que se habían establecido entre, por ejemplo, sus intelectuales. Tal fue el caso de Volodia Teitelboim y de Pablo Neruda, quienes, a través de su amistad con Juan Marinello, dirigente del PSP, obtenían información sobre las horas decisivas que vivía el pueblo cubano. Así, en un a carta de Teitelboim de febrero de 1954 puede leerse:
Querido Juan:
Hemos vivido días inquietos por las noticias de Cuba. Se han recibido, por uno y otro camino, las cosas enviadas. En la prensa chilena han aparecido adhesiones y protestas. Esperamos que hayan llegado a tus manos. Hay una formada por personalidades muy significativas que será entregada al Embajador en Santiago. Está en marcha una gestión para que el organismo representativo de todas las universidades americanas también diga su palabra. Aquí se ha dado amplia difusión a los acontecimientos de Cuba, pero tenemos que hacer mucho más[17].
También Pablo Neruda escribió, en esa misma carta, para preguntar “sobre los cambios y perspectivas de la situación que a menudo se nos confunde”. Y agregaba: “He pensado en escribir una carta a F. B [Fulgencio Batista]. Pero pública? O privada? O sería inútil? En caso de pública, el tono? Todas esas cosas son para hablarse largo, y hay cosas que uno no hace para no agravar.”
La progresiva participación del PSP y el desarrollo mismo de los acontecimientos terminaron por sellar muchos de los lazos de activa solidaridad y apoyo a la Revolución. Sin embargo, en la Conferencia de los 81 Partidos Comunistas de 1960 el delegado del PC chileno José González reafirmó la desconfianza hacia la “herejía cubana” y la posición de los chinos[18]. Y a pesar de la creciente atención que despertaba la Revolución Cubana y la incidencia que ésta tuvo en sectores de la izquierda chilena, entre ellos el ala izquierda del Partido Socialista, el PC chileno siguió manteniendo su posición respecto a la vía pacífica, que mantendría hasta la victoria de la Unión Popular que llevó a Salvador Allende a la presidencia del país.
La Revolución Cubana, además, se presentaba como un ejemplo de revolución que no cuadraba con el “modelo leninista”. En 1961 El Che publica en la revista Verde Olivo un artículo sobre las particularidades del caso cubano, que contribuyeron a la victoria de la Revolución. Una de las conclusiones centrales del artículo era que “[a]unque no esté excluida la posibilidad de que el cambio en cualquier país se inicie por vía electoral, las condiciones prevalecientes en ellos hacen muy remota esa posibilidad”[19]. El Che agregaba que en caso de un movimiento popular ocupara el gobierno e intentara avanzar en grandes transformaciones, el ejército intentaría derribarlo mediante un golpe de estado iniciando inevitablemente un conflicto armado.
Pero sin duda el texto que más desarrolla estas ideas es Guerra de guerrillas, en donde el Che niega la necesidad de esperar a que las condiciones estén dadas, sino que pueden ser creadas por un foco guerrillero, esbozando una crítica a los “pseudorevolucionarios” que “se sientan a esperar a que, en una forma mecánica, se den todas las condiciones objetivas y subjetivas necesarias, sin preocuparse de acelerarlas”[20]. El Che brindaba un papel muy importante al campesinado como actor en los países que, como Cuba, tenía una fuerte presencia, más allá de que el proletariado fuera la fuerza ideológicamente dirigente. El tema del foco guerrillero resultaba claramente apartado de la propuesta del PC chileno, que no se remitía solamente a las directivas del XX Congreso del PCUS, sino que contaba con una larga tradición respaldada, además, por la posibilidad del PC chileno de actuar en la legalidad.
Sumada a la tradición de “vía pacífica” sostenida por el PC chileno, la expectativa chilena respecto a lo que acontecía en Cuba se debía, según Daire, a que el PSP no sólo no estaba comandando aquella lucha, sino que había mantenido hasta poco antes de 1959 posiciones poco definidas. Como el propio Marinello recordara años después:
Existían diversas opiniones. Finalmente, logramos imponernos lo que teníamos confianza en Fidel y en su victoria. Y apoyamos la lucha guerrillera. […] En primer lugar, Blas [Roca], que con esa gran visión que tenía vio en Fidel al gran Líder. También Carlos Rafael –en 1958 subió a la Sierra enviado por el partido […] Flavio Bravo, Lionel Soto, Osvaldo Sánchez y otros compañeros que apoyaron la lucha guerrillera[21].
La posición oficial del PC chilelo puede sintetizarse en un artículo de Luis Corvalán publicado en 1961 en Principios con el título de “Acerca de la vía pacífica”. Allí escribía:
(…) la preparación para la alternativa violenta no consiste, donde hay posibilidad de la vía pacífica, en empeños como el de crear ya destacamentos armados. Esto conduciría en la práctica a tener una doble línea, a marchar simultáneamente por dos caminos, con la consiguiente dispersión de fuerzas, y podría exponer al movimiento popular, o a una parte de él, a la aventura, a la provocación putschista, a una línea de izquierda y sectaria[22].
Esta crítica a la “doble línea” remite sin dudas a la posición del PC chino y su postura sobre la necesidad de “dos patas” que comentáramos anteriormente, aclarando además que la defensa de la vía pacífica no implicaba pasividad, reformismo, legalismo o conciliación de clases, sino una forma concreta en la que el proletariado, a través de las luchas por reivindicaciones democráticas de soberanía nacional, libertades públicas y la paz, va aislando a sus enemigos principales y acumula fuerzas para el apoyo de las transformaciones hacia el socialismo. Como bien ha demostrado Rolando Álvarez Vallejos, la reducción de la experiencia histórica del PC chileno al “parlamentarismo” con una connotación claramente peyorativa, deja afuera todo un conjunto de prácticas de lucha que pueden ser entendidas como “violentas”, e incluso “ilegales”, como tomas de terrenos, luchas campesinas, huelgas y otras manifestaciones callejeras[23]. Las lecturas sobre la experiencia chilena, en efecto, no han escapado a los esquemas bidimensionales de “reforma” o “revolución”, de larga data en los debates en la izquierda internacional, y han entendido el “parlamentarismo” chileno como algo desligado de la “lucha de masas”, sin la cual “el parlamentario, alcalde o regidor comunista nada podía hacer”[24]. Estos temas cristalizaron en buena medida durante el XIII Congreso partidario en 1965, cuando se introdujo la idea de la “vía no armada” que de alguna forma abarcaba tanto las luchas “pacíficas”, asociadas generalmente a la actividad parlamentaria, y las experiencias revestidas de cierto grado de violencia.
Con todo, se valoraba el proceso cubano, como puede observarse en otro artículo titulado “La vía pacífica y la alternativa de la vía violenta”, aparecida en el número 86 de Principios. Corvalán señala allí que la Revolución cubana abría una nueva perspectiva al incorporar la guerrilla como vía revolucionaria. Aunque el autor sostiene que aquella vía no era trasladable a otras realidades latinoamericanas, representaba una demostración de que la revolución era posible “en cualquiera de nuestros países”. Y así, “surgirán una segunda Cuba, una tercera Cuba y otras más, tantas como países hay en el continente. Conforme a sus propias características nacionales, con métodos y formas que correspondan a cada realidad particular, todos los pueblos latinoamericanos seguirán el ejemplo cubano.”[25] Este último, había demostrado que los esquemas preestablecidos podían ser alterados por los mismos procesos, y que “pueden llegar al socialismo fuerzas que en los primeros pasos de la revolución sustentan en algún grado una ideología burguesa”[26].
A mediados de 1967, Corvalán publicó en Revista Internacional un artículo convocando a solidarizarse con la lucha de los movimientos antiimperialistas del continente y especialmente con Cuba y Vietnam. Escribía entonces:
En la medida que el imperialismo, con la complicidad de las oligarquías del continente, logra pasar por encima del principio de no intervención, hace caso omiso de la soberanía de cada país, no respeta las fronteras geográficas y se guía por la doctrina de las fronteras ideológicas, los revolucionarios se ven obligados a llevar su solidaridad a nueva altura, incluso participando directamente en las luchas liberadoras de otros pueblos hermanos, siempre, claro está, que así lo requiera el movimiento revolucionario de esos pueblos y que se coloquen a su servicio y actúen bajo su dirección […] son los revolucionarios de cada país los que determinan, en todos sus aspectos, el rumbo y las tareas concretas que conduzcan a su propia revolución. Ellos conocen más que nadie la realidad en que actúan y están en mejores condiciones para trazar sus objetivos y los métodos para alcanzarlos[27].
El dirigente chileno aceptaba que en algunos países de América Latina pudiera repetirse la experiencia del foco guerrillero, pero aclaraba que para ello no era suficiente la voluntad de un pequeño grupo si no contaban en su país con condiciones medianamente favorables, en proceso de maduración. Recordaba además la advertencia de Lenin sobre el sacrificio inútil de vidas cuando no se analizaba correctamente el momento de acción armada y el costo que esto podía tener para el movimiento revolucionario. Para Corvalán, la unión de los movimientos antiimperialistas no debía basarse en la imposición de una u otra forma de lucha, ni en una polémica pública que “lleva generalmente consigo la adjetivación innecesaria y la arbitraria calificación de actitudes. El resultado principal de la polémica llevada en esta forma es el agravamiento y no la superación de las dificultades […] El mejor método para llegar al entendimiento es, indiscutiblemente, el contacto directo, el encuentro bilateral y multilateral, el diálogo fraternal y no ofensivo y, paralelamente y sobre todo, el desarrollo de las acciones comunes”[28].
Esto fue reafirmado en agosto de ese mismo año en la Conferencia de la OLAS en La Habana, donde expresó la convicción de que cada país llegaría al socialismo “conforme a sus propias características nacionales”[29]. Corvalán consideraba que los comités de OLAS de los diferentes países debían jugar un rol fundamental en el desarrollo de acciones comunes en el marco de una amplia lucha contra el enemigo común. De alguna forma, el artículo de Corvalán alertaba sobre las divisiones que, de hecho, se estaban sucediendo en los sectores de izquierda desde inicios de los 60. Frente a las crecientes divisiones entre los revolucionarios que, por diferentes motivos, se inclinan a posiciones contrarias a los partidos comunistas y a la Unión Soviética, los comunistas debían adoptar una posición de permanente búsqueda de la unidad y no de confrontación. Porque la pugna por la dirección del movimiento revolucionario, y una comprensible batalla ideológica, significaba “un obsequio al imperialismo”, que, en estrecha relación con las oligarquías locales, desplegaría todas las armas posibles para la división del movimiento revolucionario. Este planteo no era simplemente declamatorio. El PC chileno venía insistiendo en la necesidad de unidad sobre todo con el Partido Socialista, como columna central de un Frente de Acción Popular, uno de los antecedentes de la Unión Popular que triunfaría en 1970. Algo que Galo Golzáles había planteado en 1956 durante el X Congreso del PC chileno: “cada vez que socialistas y comunistas marchamos unidos la clase obrera salió ganando y cada vez que nos apartamos o peleamos entre sí, el enemigo obtuvo ventajas”[30].
Posteriormente, los debates se alimentarán por el fracaso de las experiencias guerrilleras en la segunda mitad de los años ´60, y el progresivo estrechamiento de las relaciones entre Cuba y la URSS a partir de 1968. La idea de que los propios revolucionarios de cada país eran lo que debía definir las vías de acción revolucionaria volvió a resonar, cuando los intentos de lucha armada, que seguían la inspiración cubana, enfrentaron condiciones adversas y fueron aislados y eliminados por los ejércitos estatales. Una interpretación de estos intentos fue sintetizada en un reciente libro de Nils Castro de la siguiente forma:
Si bien dichos intentos se inscribieron en los ideales de una vanguardia, no siempre se correspondieron con las condiciones, demandas, desarrollos ideológicos y posibilidades reales de las diversas sociedades nacionales sobre las cuales fueron proyectados. En términos guevaristas, esa vanguardia se había adelantado en exceso al grueso de la columna y perdido contacto con ella. Es decir, había desencuentros entre el “método de conocimiento” y la “utopía” movilizadora de los que hablaba Mariátegui […] no siempre el voluntarismo revolucionario estuvo en consonancia con la máxima de hacer en cada caso lo más revolucionario que el lugar y el momento efectivamente pueden sostener.
Son temas muy sensibles para la militancia latinoamericana, pero que indudablemente deberán ser reexaminados en pos de aprender, discutir y reflexionar críticamente.
COMENTARIOS FINALES
Es innegable que si la Revolución Rusa había inaugurado una nueva era en la correlación de fuerzas mundiales, la Revolución Cubana despertó nuevas perspectivas para los revolucionarios en América Latina. La lectura hecha por los diferentes PC del continente sobre el proceso cubano estaba influenciada por las posiciones generales de la URSS, pero no pueden estudiarse en profundidad sin contemplar el necesario cruce con la tradición política del propio país, como bien demuestra el caso chileno. Desde 1959, los debates del comunismo chileno se moverán entre el apoyo a la experiencia cubana y la defensa de la histórica línea de vía pacífica, hasta que el triunfo de la Unidad Popular en 1970 inaugura un nuevo período de discusiones. En palabras de Volodia Teitelboim: “[E]l movimiento popular chileno ha enriquecido la práctica social dando un nuevo aporte creador a la historia de la lucha por la emancipación de los trabajadores, al demostrar confirme a las leyes siempre vívidas y frescas de un marxismo creador, que el pueblo es capaz de hacer muchos caminos nuevos, y que por todos los caminos válidos puede llegar a la Roma nueva de la sociedad nueva, del socialismo contemporáneo”[31].
En palabras de Roberto Regalado:
Si bien el golpe para la lucha armada que representó el aniquilamiento de la guerrilla del Che, no significó su extinción, inmediatamente después de ese revés pasan a primer plano el triunfo electoral de la Unidad Popular en Chile y los procesos de defensa de la soberanía nacional y reforma social progresista liderados por militares como Juan Velasco Alvarado en Perú (1968), Omar Torrijos en Panamá (1968), Juan José Torres en Bolivia (1970) y Guillermo Rodríguez Lara en Ecuador (1972)[32].
Lo debates sucedidos entre 1959 y 1973, entendemos, son plausibles de ser retomados en nuestro tiempo presente, con una mirada reflexiva y (auto)crítica para desentrañar los ejes de discusión que de alguna forma resuenan aún con cierta vigencia. Los procesos latinoamericanos contemporáneos nos convocan a repensar las vías revolucionarias, la forma de entender los conceptos de “reforma” y “revolución”, y las formas de lucha en un mundo con un MCI debilitado, con un imperialismo que sigue asechándonos, pero con pueblos que van tomando conciencia de su gravitación en la historia. Sin duda, reabrir los estudios sobre los procesos revolucionarios en América Latina se presenta hoy como una tarea de profunda significación. En este sentido, nos parece interesante la relectura proporcionada por Nils Castro sobre la gesta revolucionaria en Cuba, que en palabras del autor fue interpretada por algunas izquierdas para “sustentar varias extrapolaciones y equívocos sobre las implicancias teóricas que dicha experiencia podía tener para el resto de América Latina”[33]. El entusiasmo por la Revolución Cubana llevó a algunos sectores a tergiversar la experiencia real allanando el camino a toda una serie de errores conceptuales, como ocurrió con el “foquismo”. Pero según Nils Castro, “[el] dato efectivo es que la experiencia cubana nunca probó que un pequeño foco guerrillero pudiera por sí sólo atraer a un pueblo a la guerra revolucionaria; en Cuba la resistencia social empezó con anterioridad a la guerrilla, y el Llano sostuvo a la Sierra durante un largo período, hasta que esta pudo sostenerse por sí misma”[34]. El autor agrega que tampoco demostró la posibilidad de alzar a las masas populares –y ni siquiera al proletariado- convocándolas en nombre de una propuesta armada explícitamente socialista y hasta marxista-leninista. “Antes bien, en Cuba la gente se rebeló porque repudiaba los latrocinios y abusos de la tiranía y porque un joven dispuesto a jugarse la vida junto con sus compañeros […] ganó su credibilidad ofreciéndoles un proyecto cívico de raigambre martiana, fraternal, ético y solidario, y bien insertado en la cultura política que prevalecía en su sociedad y su tiempo: lo más revolucionario que en aquel momento se podía asumir […] Que este arraigado sentimiento pudiera encontrar sustentación teórica en el socialismo y el antimperialismo es algo que la mayoría de los cubanos sólo conoció después”[35]. Hoy tenemos otras condiciones, otras herramientas y un bagaje de experiencias mucho mayor. Repensar la forma de aprovecharlas es sin duda nuestra principal tarea.
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