Resumen: A partir del contenido de la Gaceta de México, editada por el Clérigo Castonera en el primer semestre de 1722, se propone un ejercicio de construcción de fuentes que consiste en buscar significados en el conjunto de acontecimientos registrados por testigos de época. El procedimiento empleado para tal propósito consta de dos partes; en la primera se define la naturaleza de esta publicación, la revisión de las posibles motivaciones de su editor, y el contexto cultural en el que se inserta su prosa; en la segunda, a partir de la frecuencia de ciertas noticias en los seis números publicados y de la profusión con la que Castorena trató algunos asuntos, se construye una serie temática que nos permite conocer algunos rasgos distintivos de la sociedad de la capital virreinal. Un ejemplo de ello es el hecho de que el sector criollo se involucra en la modernidad de este siglo a través de la difusión de saberes racionales, al tiempo de convivir con un conjunto social más amplio que favorece la costumbre y tradición de la cultura barroca.
Palabras clave:FuentesFuentes, Siglo XVIII novohispano Siglo XVIII novohispano, Cultura ilustrada Cultura ilustrada, Cultura barroca Cultura barroca.
Abstract: Based on the contents of the Gaceta de México, edited by Cleric Castonera in the first half of 1722, we propose an exercise of construction of sources, that consist on the search for meaning in the whole set of events narrated by the witnesses of that time. The procedure employed for this purpose consists of two parts. In the first part, the nature of this publication is revised as well as the possible motivations of its publisher, and the cultural context in which Castorena’s prose was inserted. In the second part, by analyzing the frequency of some news on the six issues published by Castorena, and based on the profusion in which Castorena addressed some matters, it is possible to extract a series of topics that allow us to identify some distinctive features of the society of the capital city of the viceroyalty. As an example of this: the fact of the Creole sector involved in the modernity of this century through the diffusion of rational knowledge, as well as living within a wider social group that favors the customs and traditions of the Baroque culture.
Keywords: Sources, Novohispanic Eighteenth Century, Enlightenment Culture, Baroque Culture.
Artículos originales de investigación
“Memorias dignas de utilidad pública”. Ejercicio de construcción de fuentes a partir del contenido de la Gaceta de México, 1722
“Valuable Memories for Public Use”. An Exercise on the Construction of Sources Based on the Gaceta de México, 1722
Recepción: 02 Julio 2014
Aprobación: 09 Diciembre 2014
Para efectos de este trabajo partimos de la distinción entre historia como acaecer y la narración de lo acaecido. En el primer caso, el conjunto de sucesos se manifiesta en improntas de las acciones humanas en su tránsito por el mundo; en el segundo, los historiadores recuperan del olvido los acontecimientos para construir un discurso, a través del cual los vestigios pretéritos se vuelven inteligibles. La metamorfosis de los residuos en un discurso es compleja, requiere del concurso de diferentes tipos de evidencias y del diálogo interdisciplinar. La explicación sobre su funcionamiento amerita una labor más amplia en la que se tocan aspectos teóricos y metodológicos.
En este texto nos restringimos exclusivamente al segundo tema, con especial énfasis en una faceta del trabajo del historiador relacionada con la búsqueda de significados en el conjunto de acontecimientos registrados en un tiempo y espacio precisos. Para esta tarea recurrimos a los registros de la Gaceta de México publicada durante el primer semestre de 1722, en ella se muestran pruebas empleadas como materia prima para el diseño de una aproximación a la sociedad de la capital virreinal de este periodo. Se trata de ejemplificar, mediante el tratamiento de los testimonios allí contenidos, cómo se construye una fuente para efectos historiográficos. Nuestra propuesta consiste en distinguir dos momentos; el primero es la fase de contextualización del testimonio en su conjunto, que implica hablar del editor o compilador de las noticias, sus posibles motivaciones, la naturaleza de su publicación y el contexto cultural en el que se inserta su prosa; en el segundo se definen los ejes temáticos identificados en la gaceta, luego se examinan a la luz del proceso histórico para destacar el significado de las noticias consignadas.
El impreso es un texto, entregado al público intencionadamente. Está organizado para ser leído y comprendido por numerosas personas; intenta anunciar y crear un pensamiento, modificar un estado de cosas con la exposición de una historia o de una reflexión. Se ordena y se estructura según sistemas más o menos fácilmente descifrables, y, sea cual fuere la apariencia que reviste, existe para convencer y transformar el orden de los conocimientos.
Arlette Farge
En enero de 1722, don Juan Ignacio de Castorena Ursúa y Goyeneche, editor de la Gaceta de México y noticias de Nueva España, inauguraba una etapa en la tradición cultural novohispana. A los primeros impresos del siglo xvi, hojas volantes y diarios de sucesos notables del xvii, se suma la publicación periódica de gacetas donde se registran acontecimientos de diferente naturaleza: desde los temas de carácter científico hasta las notas curiosas, pasando por la referencia obligada a los acontecimientos políticos de la capital virreinal y provincias comarcanas.
Las noticias del primer número, correspondientes al mes de enero, fueron precedidas por una breve reflexión sobre la trascendencia de este acto “fundacional”. Castorena recurre a la estrategia de recordar cómo el año anterior se habían cumplido dos siglos de la Conquista de México, entidad política a la cual no duda en reconocer como nobilísima, “cabeza de la Nueva España y corazón de la América” (Gacetas de México, i, 1722: 1). Luego de referir la serie de festejos en ocasión tan señalada, propone que el inicio del tercer siglo está marcado por la decisión del virrey Baltazar de Zuñiga, de hacer públicas sus memorias a la manera de las demás cortes europeas, pues imprimirlas es “política tan racional como autorizada”. A la anuencia del representante de Felipe v, primer monarca de la casa de Borbón en España, se suma el interés público y utilitario encaminado a erradicar la ignorancia sobre los dominios de la Monarquía Hispánica; de tal suerte que las gacetas se encargarán de difundir la grandeza de México en el orbe, y sus noticias a la postre habrán de constituir la materia prima para la confección de historias al otro lado del Atlántico (Gacetas de México, i, 1722: 4).
Desde este momento se advierte ya el origen del sentimiento criollo de Castorena, al colocar los sucesos de México, y no los de Nueva España, en el concierto de la historia mundial. A la intención del clérigo Ursúa y Goyeneche se sumarán otras plumas calificadas, como la docta de Eguiara y Eguren, quien hacia 1755, en la recopilación de la famosa Biblioteca Mexicana, registró la existencia de 2 000 escritores de México y América como resultado de la polémica suscitada entre él y el deán de Alicante Manuel Martí.1
Es posible que ambos clérigos, Juan Ignacio y Juan José, a pesar de su intencionada actuación en favor del registro y la proyección de noticias y obras de manufactura “mexicana”, jamás hayan imaginado el impacto de sus escritos en la formación de la conciencia criolla y en la circulación de ideas entre sectores más amplios de la sociedad de la primera mitad del siglo xviii. En este sentido, el propósito manifiesto de Castorena respecto a la “utilidad pública” de la gaceta adquiere un tono actual y constituye un reto abierto para la historiografía moderna, porque desde el primer número de su publicación dejó en claro que la fiel relación de noticias allí contenidas podían dar lugar no solo a los anales con los que se confeccionaría la historia, sino también provocar admiración entre “los que las oyeren” (Gacetas de México, i, 1722: 4).
El objetivo del editor es incuestionable. Cerca de tres siglos después de haber sido impresas su contenido provoca curiosidad y asombro, al tiempo que mueve a la intención de comprender una sociedad alejada en el tiempo, pero tan cercana a nuestros patrones culturales actuales, perceptibles en los ámbitos festivos y las rutinas protocolarias. En consecuencia, se propone la realización de un ejercicio de carácter metodológico, consistente en utilizar los registros de Castorena para construir una fuente que nos permita un acercamiento parcial a la sociedad novohispana de la primera mitad del siglo xviii.
El procedimiento a seguir es sencillo: en primer lugar dedicaremos algunas líneas a definir la naturaleza y el alcance de la gaceta, así como a destacar los antecedentes intelectuales de su editor; luego procederemos a entablar un diálogo con las noticias registradas para identificar ejes temáticos recurrentes y contextualizar su manifestación dentro del proceso histórico, como una forma de volverlos inteligibles a partir de la problematización de las condiciones sociales y políticas de aquel periodo. Por último, en la parte del balance general, se reflexionará sobre los múltiples usos de esta colección de noticias cuyo contenido, contrastado con documentos de época y estudios monográficos desarrollados por la historiografía moderna, nos ofrece una prueba más del tránsito de la crónica o resguardo de la memoria, a la construcción de acontecimientos tendientes a elaborar visones sobre el pasado. Se trata de destacar la construcción de fuentes como procedimiento metodológico en el que se articula el dato simple con la formulación de explicaciones sobre realidades pretéritas que adoptan la forma de discurso historiográfico.
Un proyecto editorial conlleva riesgos financieros e incertidumbre sobre su recepción entre el público que, entre muchos otros, devienen un problema mayúsculo: la duración de la publicación. Debemos recordar que, en el antiguo régimen, el papel era un material costoso y que el monopolio ejercido por la corona sobre su producción y distribución provocaba que su uso se redujera a los campos, tanto de la administración virreinal como los ámbitos educativos. Por otro lado estaba el asunto del universo reducido de lectores. Sin tener a la mano el dato preciso sobre el número de letrados para la época, es posible inferir que en comparación con la totalidad de los habitantes de la capital virreinal, aquellos fuesen minoría; de manera que, aunque el contenido de la gaceta pudiese llegar a un público amplio mediante la lectura compartida en voz alta, su consumo se restringiría a un sector que pudiese comprar y asegurar una suscripción regular.
Tal situación pudo influir de manera directa en la vida tan corta de esta primera gaceta. Su existencia se redujo exclusivamente al primer semestre de 1722 (Ruíz, 1969: 39). El entusiasmo con que su editor contagió a sus primeros suscriptores –recurriendo al argumento de que la publicación de las memorias de la corte nobilissima de México– era el mejor ejemplo de política racional en boga, tanto en los demás consejos europeos de tradición centenaria como en el de Perú, que años antes había secundado a aquellas. La impresión de la Gaceta de México se hacía imprescindible para confirmar su urbanidad y utilidad en el conocimiento y la difusión de los sucesos ocurridos en su territorio; de la manera más fiel y apegada a la realidad terminó por sembrar la semilla de la esperanza entre abonados, lectores y escuchas que advertían en esta práctica una de las expresiones de modernidad impulsada desde la metrópoli.
De la exaltación manifiesta en enero, a la disertación que abrió el número de junio con razonamientos sobre las publicaciones de diverso tipo que circulaban en lugares como París, Parma, Madrid, Lisboa y Ámsterdam, podemos localizar algunas variaciones en la “línea editorial”, a través de las cuales se percibe el grado de recepción de esta publicación entre los lectores de la época.
Algunas peculiaridades de la gaceta fueron señaladas por Ruiz (1969: 39-43) en un balance general sobre su contenido. Trataremos de recuperar algunas y destacar otras que a nuestro juicio revelan, por un lado, la preocupación del editor por asegurar la permanencia de la publicación y, por otro, el interés de marcar un claro distingo con relación a las gacetas europeas.
Resulta significativo que en el título que inaugura el primer número se anteponga a la Ciudad de México frente al resto de la Nueva España. La justificación, en palabras de Castorena, se debe a que México es la sede de la corte virreinal, asiento de los poderes temporal y espiritual, cabeza visible del reino y corazón de la América. Algunos autores como Tavera ven en este detalle un rasgo de conciencia criolla, que décadas después se concretará en un sentimiento de “nacionalidad” (Tavera en Ruíz, 1969: 41). La ausencia de pruebas contundentes que demuestren este afán en el editor nos imposibilita proponer una opinión sobre el particular; no obstante, la cuantificación de los temas tratados (religiosos) y provincias mencionadas (Puebla, Veracruz, California, Guadalajara y Zacatecas) a lo largo en los seis números, revela el interés de Castorena por mostrar a Europa las manifestaciones de una cultura compleja, como la observada en la Ciudad de México, al tiempo de destacar los avances económicos de las provincias comarcanas en materia de minería, agricultura y comercio.
El primer número de la gaceta cerró con una invitación del editor para que los funcionarios de las ciudades capitales enviasen noticias –“dignas de la luz pública”– que sirviesen de ejemplo para los próximos números (Gacetas de México, i, 1722: 12).
Si el entusiasmo de Castorena fue evidente en el preámbulo del primer número, en el segundo encontramos un atisbo de confianza hacia la permanencia y probable futuro de la gaceta; sus palabras vaticinaban que “juntas de aquí algunos años, formarían un volumen con el título de Florilogio (sic) Historial de la Corte Mexicana, y sus Provincias Subalternas” (Gacetas de México, i, 1722: 12). Recordemos cómo en el primer número había sugerido ya la posibilidad de que algún interesado pudiese recopilar las distintas entregas para agruparlas en anales con noticias procedentes de México, y que posteriormente sirvieran como base para la confección de historias en Europa.
En apoyo a sus aspiraciones para transitar por el derrotero de la crónica y, de esta manera, llegar a la fase de composición de historias de alcance universal, Castorena trajo a colación el ejemplo del texto aparecido apenas hace cinco años en la metrópoli, es decir, hacia 1717, titulado Comercio de Holanda, o el gran tesoro historial, y político del floreciente comercio…, obra traducida del francés al castellano en la que se consignan datos referentes al comercio entre las Indias y Holanda a través de España. Del virreinato de México, por ejemplo, procedían el cacao del Soconusco, la plata de San Luis de Zacatecas y los cueros de la Ciudad de México. Mientras que Holanda enviaba a América grandes cantidades de cera blanca y amarilla procedente de Polonia y Moscovia “porque los Efpañoles, y efpecialmente los indianos tienen gran confumo de ella, por tener efpecial efmero, en que fus Iglesias estén fiempre muy iluminadas, particularmente en los Domingos y días de Fiesta” (Comercio de Holanda…, 1717: 98).
La obra citada por Castorena era reflejo fiel de las teorías mercantilistas en auge que proponían colocar el acento en la agricultura y el comercio para el desarrollo de los imperios de la época; de manera que su traductor, don Francisco Xavier de Goyeneche, la recomienda ampliamente a todos los negociantes, por ser “…muy útil para establecer un comercio seguro”. Pero si Goyeneche mide la utilidad de la obra en función del comercio, Castorena pone énfasis en la participación de México en el desarrollo mercantil de las potencias europeas, mediante el envío de artículos producidos en América, y de cómo las mercancías de importación, procedentes de otras latitudes, daban vida a la cultura barroca de la Ciudad de México. Por extensión y sin temor a equivocación, Castorena entrevé en la colección de noticias de la gaceta la simiente de una futura historia de carácter universal donde la nobilísima Ciudad de México juega un papel notorio.
Con el propósito anterior, notamos cómo a partir del cuarto número de la gaceta se le ha agregado el subtítulo “y Florilogio (sic) Historial de las noticias de Nueva España…”; se trataba de un verdadero salto cualitativo no solo nominativo. El sello distintivo anhelado por Castorena, anunciado en la segunda entrega, adopta en lo consecutivo el ingenio de registrar sucesos dignos de memoria como vía para el conocimiento de lo pretérito. En palabras del editor, la gaceta –como medio de difusión– representaba lo novedoso, pero el estilo de su contenido se relacionaba directamente con el registro de lo acaecido, es decir, de la historia.
Como la tradición secular de los florilegios imponía que su contenido fuese de carácter misceláneo, en este número –correspondiente a las noticias de abril– se encuentran notas referentes a las distintas festividades celebradas en ocasión de la Pascua, combinadas con el registro del avistamiento de un cometa, la bonanza minera en San Luis Potosí, la conquista y pacificación de los indios nayaritas y la presencia jesuita en California.
La última variación de la gaceta consistió en agregarle un título distinto al del inicio de aquella empresa. En lo venidero se denominaría “Florilogio (sic) Historial de México y Noticias de Nueva España…”, debido a que su editor reconocía que en realidad se trataba de una colección de noticias mensuales, a diferencia de las publicaciones de Europa que, por ser semanales, se habían ganado el título de “gacetas”. Pero con independencia de este argumento, resulta significativo que en la directriz de Castorena el sujeto de los acontecimientos que nutrían a su publicación fuese México, más que la Nueva España. Autores contemporáneos consideran que este detalle es signo inequívoco del sentimiento criollo, orientado hacia la concreción de una identidad a partir de la recuperación de la historia antigua de México, la apología de los logros intelectuales de este sector, como en este caso, consistente en la promoción de un medio de registro y difusión de los sucesos.
Autores contemporáneos que se han acercado al estudio de la gaceta publicada por Castorena, entre ellos Ruiz (1969: 45), proponen que el texto privilegia las noticias de carácter religioso debido a dos razones: primero por el peso del ambiente fervoroso que rige en la época y, segundo, por la formación eclesiástica del editor. Ambas ideas son ciertas, pero más allá de la influencia ejercida en el contenido y tratamiento de las noticias de la gaceta, importa destacar cómo a partir de la educación universitaria y la formación eclesiástica de algunos criollos de este periodo se fortaleció una línea de pensamiento tendiente a marcar diferencias culturales entre estos y los peninsulares, en un contexto reformista en el que, paulatinamente, los españoles trataron de afirmar su superioridad política y administrativa en las diferentes áreas de gobierno.
Desde esta perspectiva, conviene afirmar que los esfuerzos editoriales del compilador de esta gaceta, así como los trabajos posteriores de Juan Francisco Sahagún de Arévalo en 1728 y Manuel Antonio Valdés en 1784 –lo mismo que la labor titánica de Eguiara y Eguren, publicada bajo el título de Biblioteca Mexicana– constituyen la expresión más fehaciente de cómo un grupo de pensadores promoverán el conocimiento de la cultura de México como su referente principal para afirmar su rostro frente al embate reformista promovido desde la península. El común denominador de todos es que libran su batalla desde el lugar privilegiado del cultivo de las letras, ya sea desde el sermón, la cátedra, el ejercicio de la prosa o el oficio de impresor; su preocupación consiste en vincular el pasado glorioso de México con los logros de sus contemporáneos americanos.
Nacido a finales de julio de 1668 en el seno de una de las familias acomodadas del real minero de Zacatecas, Juan Ignacio María de Castorena y Ursúa Goyeneche tuvo la posibilidad de realizar estudios en la capital virreinal, en una de las instituciones más prestigiosas fundadas por los hijos de San Ignacio: el Real Colegio de San Ildefonso, donde estudió Filosofía, Teología y Sagrados cánones (Ruiz, 1969: 51; González, 1949: xx). Hacia la última década del siglo xvii se le ubica en la Universidad de Ávila, España, donde se doctoró en Teología. Sus primeras contribuciones a las letras consistieron en la publicación en Madrid de dos obras disímbolas: el Elogio de la Inmaculada Concepción y la Fama y obras póstumas… de Sor Juana Inés de la Cruz (Ruíz, 1969: 51). Su formación intelectual sólida y la fortuna familiar que le respaldaba, le valieron para que a su regreso a México fuese designado como prebendado de la Catedral Metropolitana. A lo largo de las tres primeras décadas del siglo xviii fue merecedor de reconocimientos y encargos oficiales de diversa índole (García, 2011: 38-45). En este intervalo decidió hacerse cargo de una de las primeras empresas editoriales que marcarían la historia de México: la fundación de la gaceta.2 El último reconocimiento a los méritos de Castorena fue haber sido designado Obispo de Yucatán, cargo que ejerció poco menos de tres años. Su fallecimiento acaeció a mediados de julio de 1733.
A la fecha se desconocen los motivos de la interrupción súbita de este proyecto tan ambicioso;3 sin embargo, cabe mencionar que los trabajos del clérigo Castorena sirvieron como punto de referencia a Sahagún de Arévalo y Antonio Valdés, interesados en la continuación de la labor editorial de las gacetas durante el resto del siglo y principios del xix.
Partimos de una evidencia que se impone y confirma con el adelanto de la moderna historiografía: los jesuitas y su avanzado programa educativo, desplegado entre los criollos novohispanos, contribuyeron en la construcción del proceso identitario del siglo xviii novohispano.4 El contexto donde se manifiestan las distintas expresiones de este fenómeno es la cultura barroca.5 En el caso hispanoamericano, el acontecimiento emblemático que marcó los orígenes de esta es la convocatoria ecuménica celebrada en Trento. La doctrina que surgió de las diferentes reuniones se erige en el mecanismo modelador de los comportamientos sociales, mientras que los poderes temporal y espiritual, encarnados en la monarquía católica, se ocupan del control de manifestaciones heterodoxas contrarias al dogma católico.
La espiritualidad barroca se beneficia del manejo de los sentimientos, para inducirlos recurre a estrategias como el culto a la Trinidad y la devoción a María en sus diferentes advocaciones, lo mismo que a los santos. El calendario litúrgico se encarga, a partir de entonces, de regir las diferentes etapas del ciclo de la vida y cada una de las celebraciones motiva grandes festejos donde boato, derroche y magnificencia se dan cita para hacer de la vida misma una representación teatral.
Los actores convocados proceden de diversos sectores sociales, desde los grupos encumbrados hasta la gente miserable. Cada uno representa las partes del cuerpo político y de Cristo, por tanto, gozan de privilegios y derechos de precedencia según su condición y lugar en la estratificación social. La circunstancia de convergencia de una sociedad heterogénea es la fiesta, mientras que calles, patios de vecindad, plazas, atrios e iglesias se convierten, de la noche a la mañana, en espacios de representación.
Al tratarse de una sociedad fuertemente influida por el dogma católico, la fe y la devoción constriñen sus experiencias, de tal suerte que su rutina diaria se interrumpe de vez en cuando por la manifestación de sucesos que, en el mejor de los casos, remiten al milagro o, en el afán de trascender esta barrera imaginaria, rayan en lo maravilloso. Este conjunto de expresiones son posibles gracias a la relativa autonomía política de la Nueva España, y sobre todo a la riqueza de la tierra. Plata y oro son los materiales predilectos en la decoración de los espacios escénicos por excelencia: las iglesias, pero también la riqueza derivada del comercio y de la explotación de la tierra deviene en construcción de edificios ricamente decorados y en el dispendio de recursos en ocasiones precisas.
Este es, en líneas generales, el marco de referencia de donde proceden las noticias recolectadas por Castorena, y aunque la racionalidad europea buscaba en el inicio de siglo trascender más allá del Atlántico, no debemos engañarnos: la América septentrional y su sociedad vivían su mejor momento.
Hasta ahora los cambios en la interpretación del mundo, manifiestos en la literatura de la época, eran de consumo exclusivo del sector intelectual de los criollos, por lo cual asumen que su papel consiste en difundir los saberes entre amplios sectores; tan noble tarea les da la oportunidad de aprovechar las prensas para mostrar la riqueza cultural de su país, al tiempo de configurar una imagen de sí en el concierto abigarrado del mundo barroco.
Mi posición es que todo lo humano tiene una historia, simplemente necesitamos descubrir cómo escribirla.
Peter Burke
El contenido de la gaceta sigue un orden cronológico. El editor –de su experiencia como testigo o de sus informantes oficiales– recupera las noticias que, a juicio de aquellos o de este, son dignas de fijarse en el registro. Frente a una serie cuya temática es heterogénea ¿cómo distinguir un acontecimiento banal de otro significativo? La respuesta no es sencilla porque implica aludir a la diversidad de criterios de quienes contribuyeron con sus notas en la confección del corpus, incluso Castorena abrió la posibilidad a la variedad al proponer el conjunto de noticias “dignas de la luz pública” como único criterio para la confección mensual.
Si a lo anterior agregamos que tiempo después los estudiosos del siglo xviii novohispano recurren a este registro para abrevar de su contenido y construir sus modelos explicativos de la sociedad de aquella época, siguiendo como parámetro el enfoque de cierta corriente historiográfica, el tema de lo banal frente a lo significativo se vuelve complejo.
En las siguientes líneas nos ocupamos de seis ejes temáticos. El criterio de su elección puede resultar arbitrario; sin embargo, se trata de acontecimientos recurrentes en la gaceta a los cuales el editor les dedica amplios párrafos como una forma de confirmar su relevancia para el momento,6 en general constituyen manifestaciones culturales de la época, entre las que destacan el uso de la memoria y la configuración identitaria, el espectáculo, la piedad barroca, los rituales posmortem, el ejercicio del gobierno espiritual y la práctica de lectura.
A la elección temática le sigue el examen, la glosa y la contextualización de su contenido, a partir de otros testimonios de la época y del conocimiento generado por la moderna historiografía. Este procedimiento forma parte del ejercicio metodológico enunciado en el preámbulo de este escrito, que consiste en crear una fuente a partir del registro de noticias que generalmente contienen juicios, expresiones, sentencias o relatos breves. En lo que sigue mostraremos cómo a partir de nuestros saberes actuales acerca del devenir volvemos significativos e inteligibles un conjunto de datos que, en apariencia, son superficiales.
El siglo xviii novohispano se había inaugurado con el reemplazo de la dinastía de Habsburgo por la casa de Borbón, y si bien la entronización formal de esta en la península ibérica tomó un poco más de una década, hacia 1722, fecha de la aparición de la Gaceta de México, se advertían ya los primeros síntomas de cambio en la organización política y administrativa, impulsados por el despotismo ilustrado. En el ámbito social, las transformaciones fueron más lentas, algunas de sus expresiones se asoman con intención de saltar hacia la modernidad, pero manteniendo siempre el recuerdo de la tradición y la costumbre, espacios simbólicos que aseguran privilegios y derechos de precedencia. Entre ambos polos transita lo cotidiano de una sociedad compleja y fragmentada.
Sobre el último tema, por ejemplo, es notorio cómo a medida que avanza el siglo se patentiza la separación de intereses entre la elite criolla local y los peninsulares encargados de la administración virreinal. Es probable que una de las manifestaciones más conspicuas de ese fenómeno se encuentre en el contenido mismo de la gaceta. En efecto, se considera que la referencia breve con la que el editor inauguró el primer número tiene un mensaje claro:
La nobilissima Mexico, cabeza de la Nueva España y corazón de la América, celebró los dos Siglos cumplidos de su Conquista el día de el glorioso Martyr S. Hipólyto su Patrón á 13 de agosto de el año pasado, con festivas demostraciones de luminarias, máscaras, y colgaduras, y con paseo la víspera, y dia, montados á caballo, el Exc. Señor Virrey, Real Audiencia, Tribunales, Ciudad, y Cavalleria: Sacó el Estandarte Real el conde de el Valle de Orizaba su Regidor… (Gacetas de México, i, 1722: 3).
En comparación con el número de líneas dedicadas a otros temas, la descripción anterior brilla por su sencillez, se nota la intención de minimizar una celebración que durante los dos siglos anteriores había sido emblemática entre los peninsulares, conocida popularmente como el Paseo del Pendón, en la que se recreaba el triunfo de los conquistadores sobre la población nativa de la antigua Tenochtitlan mediante el recorrido de las autoridades civiles y eclesiásticas, a través del circuito conformado por el palacio virreinal, la catedral y el templo de San Hipólito, la cual era encabezada por el Pendón Real, haciendo patente el dominio y la supremacía de la Monarquía Hispánica.
Sin romper radicalmente con la tradición, Castorena le reserva un pequeño espacio en su gaceta, pero fue la única alusión al tema durante la existencia de la publicación. En los números siguientes, otro tipo de acontecimientos nutrirán su contenido, todos tendientes a mostrar la grandeza de México y sus habitantes, en especial los criollos. La Gaceta de México se erige en un mecanismo para resguardar del olvido a los sucesos que, a mediano plazo, conformarán la memoria, el rostro y la identidad de los criollos. En tan insigne tarea, los jesuitas tuvieron un papel fundamental.
Es de sobra conocido que el Concilio de Trento (1545-1563) y los decretos derivados de las discusiones en torno de los dogmas de la doctrina cristiana constituyeron hacia la segunda mitad del siglo xvi el movimiento denominado contrarreforma, es decir, la respuesta ideológica a los embates de Lutero y Calvino contra la corrupción de la Iglesia. Luego de la conclusión de la celebración ecuménica, la Iglesia emergente de Trento definió como una de sus tareas principales la confirmación y el aumento de la fe de los católicos; para ello se trazó objetivos que implicaban innovaciones en ciertas esferas. Conviene ejemplificar con dos casos. Por un lado, el impulso a una nueva espiritualidad basada en la confirmación del dogma católico, cuya mejor expresión halló terreno fértil en la “piedad barroca”, es decir, una religiosidad vivencial y cotidiana; por otro, el surgimiento y la aprobación de nuevas órdenes religiosas, entre ellas Jesuitas (1543), Hermanos Hospitalarios (1571), o la Congregación del Oratorio del Amor Divino (1575),7 todas encargadas de la ejecución práctica de los acuerdos tridentinos.
De los casos aquí citados, destaca la orden Jesuita, que con toda razón ha sido caracterizada como el “elemento más dinámico de la Iglesia romana de la época de la Contrarreforma” (Delumeau en Balderas, 1996: 310).
La presencia Jesuita en Nueva España se inscribe en la continuación de la labor evangelizadora en el nuevo mundo y en la educación del creciente sector criollo novohispano. Sobre el primer asunto, cabe destacar que el terreno había sido preparado con antelación por las órdenes mendicantes de franciscanos, dominicos y agustinos; de tal suerte que a los seguidores de Ignacio de Loyola les correspondió catequizar y educar a las generaciones posteriores al contacto indoeuropeo. Se trataba, sin duda, de dos modelos de apostolado. Los mendicantes de vocación humanista tenían por objetivo volver al cristianismo primitivo (utopía), mientras que los miembros de la Compañía de Jesús estaban dedicados a misionar entre infieles y promover la educación de nivel superior. Los siervos de Jesús, dada la obediencia irrestricta al Papa, se convirtieron en el mejor instrumento de difusión de la doctrina tridentina. Una de sus novedades derivó de la sesión xxv del Concilio, donde se discutió el papel del Purgatorio, las reliquias y las imágenes (El Sacrosanto, 1785: 355-360).
El decreto emanado en esta deliberación constituye una respuesta a la crítica luterana, en el sentido de que Cristo era el único mediador entre el Creador y la humanidad. De esta manera Trento estableció que los santos, durante su estancia terrenal, habían conformado los miembros del propio cuerpo de Cristo, y que sus virtudes les habían valido para constituirse en templos del Espíritu Santo, de manera que, después de muertos, merecían veneración, en especial aquellos de quienes se contaba con algún trozo de su osamenta o resto de su atuendo, consideradas en adelante como reliquias, puestas a resguardo en lugares sagrados que ameritaban la visita periódica por parte de los fieles.
La historiografía contemporánea nos ha demostrado, con suficientes ejemplos, cómo los primeros Jesuitas establecidos en Nueva España en 1572, apenas seis años después de su llegada, organizaron un ejercicio público con sus estudiantes peninsulares y criollos, en donde hicieron gala de la estrategia identitaria que los habría de caracterizar por el resto de su estancia en territorio novohispano (Alberro, 1999: 88). En noviembre de 1578 confirmaron su papel de interlocutores con el papa Gregorio xiii, quien encargó especialmente a los ignacianos la distribución de un cargamento de reliquias procedentes de Europa, con la finalidad de refrendar el acuerdo tridentino sobre la veneración a los santos (Alberro, 1999: 82). Esta acción marca el inicio formal de las primeras manifestaciones de piedad barroca, aunque se tuvo que esperar al cambio de siglo, acompañado de la consolidación política de la Nueva España y el afianzamiento del criollismo y el mestizaje, para asistir a las expresiones más conspicuas de este fenómeno cultural. En ese intervalo, prolongado a las dos primeras décadas del siglo xvii, los jesuitas tuvieron oportunidad de mostrar nuevamente sus dotes como especialistas en “estrategias publicitarias”. Entre sus objetivos estaba la difusión de la religión católica en el orbe, por lo que no dudaron en recurrir a todos los mecanismos posibles, apoyándose en la doctrina tridentina, en la difusión de devociones marianas, en el culto al Sagrado Corazón de Jesús, o en la veneración a los santos.
La fortuna económica amasada en poco tiempo, la influencia educativa ejercida entre el sector más encumbrado y su presencia notable en la ciudad, les valió un prestigio envidiable entre el resto de las órdenes mendicantes. Su estrecha cercanía con los distintos sectores de la sociedad, a través de sus negocios terrenales, su aplicación al conocimiento e interpretación de su entorno, sirvió para captar y aprovechar las aspiraciones de una sociedad compleja, multiétnica, mestiza, donde cada fragmento buscaba hacerse de un rostro para mostrarse frente al otro. Los siervos de Jesús aprovecharon cualquier situación para alcanzar sus metas. En el siglo xvii sacaron partido de dos momentos precisos: 1609, la beatificación de Ignacio de Loyola, y 1622 su canonización. En conmemoración de los acontecimientos organizaron festejos donde hicieron gala de su capacidad para fusionar símbolos y crear atmósferas artificiales que movían a la piedad (Alberro, 2010: 840-842).
En el periodo que nos ocupa, controlan los festejos de carnestolendas de 1722, consistentes en conceder tres días de total libertad para las pasiones humanas, antes del miércoles de ceniza que abre el periodo de cuaresma. Las expresiones de desenfreno de años anteriores debieron haber llegado a niveles intolerables, de manera que el arzobispo Lanciego y Eguilaz interpuso queja en contra de las “desonestas (sic) transformaciones mujeriles” que se acostumbraban ver en este tiempo. La prohibición fue explicita: no se podía participar en danzas y juegos propios de este periodo, con máscaras o recursos que encubrieran abusos y retos a la autoridad.
Una manera de contrarrestar el espíritu de incontinencia radicó en que, de manera paralela, los soldados de Cristo organizaron jubileos en la casa profesa, donde asistió el virrey, la nobleza y el pueblo llano; este último atraído por la curiosidad para ver el trabajo que este año habían elaborado los jesuitas con motivo de la víspera de cuaresma. Registra Castorena: con ingenioso esmero colocaron en el altar principal “alguna empresa sagrada, alusiva al Santísimo Sacramento”, recurriendo al artificio de recrear la casa de la sabiduría con sus siete columnas, alegoría de los siete sacramentos. El recurso simbólico está presente a todas luces. En el templo de la profesa residían los sacerdotes que juraban lealtad al Papa y se encargaban de la empresa misionera en el septentrión, ellos conformaban el ejército espiritual e intelectual de avanzada para la época, y junto con sus otros espacios educativos en esta misma ciudad, difundían el saber del más alto nivel.
Gracias a la descripción de Castorena, conocemos la composición arquitectónica y decorativa del templo de la Profesa recién estrenado el año anterior:
la Iglesia que tres Naves haze un templo hermosissimo con quatro Altares nuevos, el 1. De la Congregacion del Salvador, 2. de la Congregación de la Buena Muerte, 3. de S. Francisco Xavier, que hazen los Navarros, 4. muy primoroso el de S. Juan Francisco Regis, tan exquisito que no ay otro en el Reyno, porque en campo de oro está con 41 láminas de cristal, y bronce dorado, con una Estatua del Santo que traxo de Napoles; y de Roma dichas laminas, y las colocó el R.P. Juan Antonio de Oviedo Procurador de esta Provincia: dicha Iglesia se estrenó, con toda solemnidad, teniendo de costo lo material de su fabrica ciento y treinta mil ps. que dio la Señora Marquesa de las Torres su Patrona… (Gacetas de México, i, 1722: 15).
Nuevamente el recurso simbólico se manifiesta. Si la Casa de la Sabiduría se compone de siete columnas, en la Profesa encontramos que su planta de tres naves y cuatro altares resultan en la perfección, equivalente a los siete dones del espíritu santo, entre los que destacan: inteligencia, ciencia y piedad; cualidades inspiradas por el modelo educativo jesuita.
No solo el periodo de carnestolendas se prestaba para manifestaciones de teatralidad, incluso el deceso de las personas daba ocasión para celebraciones de todo tipo, en especial cuando se trataba de personajes encumbrados.
El temor a la muerte era una de las preocupaciones ostensibles entre criollos y peninsulares. Se trataba de un sentimiento configurado en el tiempo largo, cuando el cristianismo se volvió la religión oficial del Imperio romano, la doctrina y moral católica se difundieron a lo largo y ancho del mundo mediterráneo para alcanzar el orbe indiano. Así, las nociones de salvación y vida eterna formaron parte de los imaginarios colectivos de la sociedad emergente del contacto indoeuropeo.
Por influencia del Antiguo Testamento, la muerte se consideraba consecuencia del pecado. La argumentación, reducida a su expresión más sencilla, sostenía que las personas, durante su estancia terrenal, se hallaban expuestas a tentaciones de diversa naturaleza y, como el cuerpo era débil, las pasiones devenían pecados sancionables: la finitud de la vida. El deceso y la hora incierta de su manifestación provocaron incertidumbre. La religión católica trató de paliar la intimidación con la promesa de una vida eterna, alcanzable siempre y cuando se ejecutaran una serie de sufragios tendientes a eliminar cualquier mácula del alma liberada del cuerpo al momento del fallecimiento.
La creencia de la vida en el más allá adquirió nuevos bríos después del Concilio de Trento. La sesión xxv se abrió con el decreto sobre la existencia del purgatorio y la consideración de que las almas detenidas en él reciben alivio con los sufragios de los fieles, consistentes en oraciones, limosnas, obras pías y celebración de cierto número de misas por los difuntos (El Sacrosanto, 1785: 354-355). La disposición tuvo buena recepción entre las personas. A través de los primeros registros notariales de finales del siglo xvi, y sobre todo en el siguiente siglo, encontramos en las clausulas devocionales y dispositivas de los testamentos un conjunto de instrucciones orientadas al resguardo del alma, entre las que podemos citar: la designación de intercesores, la elección del lugar de la sepultura y mortaja y, claro está, la celebración de sufragios. Para garantizar su realización, los testantes determinaban la realización de obras de misericordia, la fundación de capellanías y donaciones a particulares y corporaciones.
A través de las clausulas testamentarias podemos acceder al conjunto de representaciones de los novohispanos sobre la finitud de la vida, las noticias de la gaceta nos posibilitan el conocimiento de lo acaecido después de la muerte, es decir, el destino de las últimas voluntades de los testantes, los rituales y ambientes generados en torno del deceso de los moribundos. En los seis números publicados en 1722 encontramos tres noticias de esta naturaleza, dos, breves en su descripción y la otra con cierta prolijidad. Con ellas podemos formular algunas conjeturas sobre el lujo, la riqueza, el espectáculo y la teatralidad en torno a la muerte. Nuestros sujetos involucrados pertenecen al sector criollo más acomodado de la capital virreinal.
En enero de 1722, la Gaceta de México (i: 4-5) registró el deceso del Conde de Santiago, Marqués de Salinas, a la edad de 45 años. Es probable que en alguna de las clausulas testamentarias el noble haya establecido depositar sus restos mortales en el Convento de San Francisco, tal decisión era común en la época virreinal; respondía al deseo de proteger los restos mortales en espacios sacralizados y de asegurar la pervivencia del recuerdo del difunto entre sus descendientes. Luego de una existencia de poco más de cuatro décadas, el sexto conde de Calimaya abandonó la opulencia que caracterizaba a su linaje por el sepulcro en alguna parte de la iglesia anexa al Convento Franciscano. Sabemos, por los registros notariales de la época, que las iglesias y atrios de las órdenes mendicantes fueron los espacios preferidos por los testantes para servir de depósito a sus restos. El beneficio era mutuo: los moribundos aseguraban sufragios y los mendicantes recibían a cambio cuantiosas limosnas. Este era quizá el primer gesto de los testantes que indicaba el desprendimiento de las cosas terrenales.
Aunque la finitud de la vida igualaba a nobles y gente baja, los rituales previos y posteriores al deceso se encargaban de confirmar los privilegios y derechos de los primeros; solo así se entiende cómo a las exequias del Conde de Santiago asistió el deán de la Catedral Metropolitana, el cabildo, “y toda la Nobleza” de la ciudad (Gacetas de México, i, 1722: 5).
Otra vía de obtener el favor y acompañamiento del clero durante el tránsito de la vida a la muerte y de garantizar los sufragios necesarios para reducir la estancia del ánima en el purgatorio, consistió en vincularse en artículo de muerte con alguna cofradía como la del Sagrado Corazón de Jesús, o la de las ánimas del purgatorio, entre otras. También se recurrió al gesto simbólico de solicitar el hábito correspondiente a cada orden para utilizarla como mortaja. Así ocurrió con don Alonso de Vlibarri, quien decidió tomar la “ropa de la Sagrada Compañía de Jesús” a cambio de entregar “doscientos y sesenta mil pesos distribuidos todos en obras pías” (Gacetas de México, i, 1722: 16).
Hemos destacado el papel de las obras pías como medio para la salvación del alma. En marzo de ese año, en la gaceta se publicó que a la edad de 47 años falleció doña María Antonia de Mendrice, esposa del contador mayor, don Gabriel Guerrero de Ardila e hija de uno de los funcionarios más connotados de la administración de Carlos ii. Su funeral fue muy concurrido, entre los notables se encontraban el deán y el cabildo catedralicio, el tribunal de cuentas y toda la nobleza de la ciudad. Sus restos fueron depositados en el Convento de San Agustín. Como parte de su legado post mórtem, donó un vestido ricamente ornamentado. La elocuencia descriptiva del editor de la gaceta nos obliga a copiar íntegro el texto del registro:
dexo la piadosa memoria de un vestido riquísimo á la Reyna de los Ángeles, en su Imagen de la Paz, bordado con todos los Santos Patriarchas sus Progenitores, entretexiendo sobre razo carmesí, en varios ramos, y florones, de oro y en unas joyas muy preciosas, sesenta y tres mil, quinientas, y setenta perlas de todos tamaños que pesaron setenta y cinco onsas y media, que eran del adorno de dicha Imagen y solamente la manifactura de dicha labor, costo ochocientos y cinco pesos y fuera de un peto guarnecido de diamantes, y esmeraldas, y de las joyas dichas, y de un manto de tela azul, que dio esta señora, esta tazado en 10 mil 605 pesos (Gacetas de México, i, 1722:26).
La donación graciosa de doña María Antonia se inscribe en el conjunto de prácticas tendientes: en el ámbito espiritual, a ganar indulgencias a su favor; en el terreno material, a marcar su distinción y nobleza. Se trataba de una costumbre arraigada entre lo más granado de la sociedad de la época, quienes al vincularse con las distintas corporaciones, como en este caso la orden de San Agustín, promovieron a través de sus ofrendas la concreción de una cultura barroca. De esta manera, el legado post mórtem contribuyó, de manera sutil, en la confirmación de los contrastes entre riqueza y pobreza, la ratificación de la estratificación social, la exaltación de los rituales mortuorios y, en todo caso, la teatralización de la fiesta virreinal; dado que los ropajes eran exhibidos en ocasiones especiales como la celebración de devociones o en situaciones que ameritaban el traslado de imágenes religiosas de un lugar a otro.8 Sobre este punto, por ejemplo, nuevamente la pluma de Castorena y Ursúa nos ilustran la tarde del primero de enero de 1722, ya que el virrey Baltazar de Zuñiga, marqués de Valero, asistió al Convento de Santo Domingo en compañía de la nobleza de la ciudad y el pueblo en general para encabezar la procesión de la Virgen del Rosario. La imagen salió de su capilla “en un costoso trono de plata, adornado de la riqueza de sus muchas y preciosas joyas, siendo imán dulcissimo de las devociones” (Gacetas de México, i, 1722: 4).
Castorena no se equivocaba en su apreciación, las imágenes religiosas y la atmósfera que les rodeaba en ocasiones como la referida, movían a las sensibilidades de una sociedad barroca, donde la piedad se erige en la principal virtud que inspira la devoción hacia los asuntos sacros. Y aunque el afecto espiritual debía ser permanente, observamos que este incrementaba de forma notable en periodos específicos del calendario litúrgico, como el correspondiente a la Semana Santa. En consecuencia, la pluma de Castorena nos permite asomarnos a este suceso para conocer cómo se desarrollaba en las primeras décadas del siglo xviii.
En 1722 los habitantes de la Ciudad de México fueron partícipes y testigos de siete días de fiesta decretados por la Iglesia Católica. El periplo inició el último domingo de marzo y concluyó el lunes 6 de abril. Se trataba de la celebración litúrgica más importante para el catolicismo de occidente: la Semana Santa. En un Imperio cuya Monarquía cargó sobre sus hombros la labor evangelizadora entre paganos y de adoctrinamiento de legos, el periodo era fundamental para la confirmación de los dogmas decretados en Trento.
La pluma de Castorena, cual máquina del tiempo, nos devuelve hacia aquél acontecimiento; con lujo de detalle nos muestra las diferentes celebraciones en ocasión tan especial. El foco de atención para el clérigo es la Catedral Metropolitana, desde este sitio se organizan celebraciones y festejos. Los dirigentes de la representación son el virrey Baltasar de Zuñiga y Guzmán, y el arzobispo Fray José Lanciego y Eguilaz, representantes de los poderes temporal y espiritual, respectivamente. El segundo celebra la bendición de las Palmas y entre ambos encabezan la procesión con “solemnidad y gravedad” (Gacetas de México, i, 1722: 32-33).
El clero regular y los indios de los cuatro barrios de la ciudad capital también participan en la representación, su papel desempeñado con regularidad desde los albores del virreinato les valió fama y reputación para convidarles en distintas escenas con la ejecución de su mejor papel: las procesiones. El lunes de esa semana, los frailes franciscanos, encargados de la administración del Barrio de Santa María, convocaron a sus feligreses para sacar en procesión a la imagen de Santa María la Redonda, considerada como “muy milagrosísima”. Las demás religiones, es decir, las otras órdenes mendicantes también se involucraron en el ritual, de tal manera que Castorena contabiliza hasta 24 procesiones “sin otras, que por varios accidentes, dexaron de salir” (Gacetas de México, i, 1722: 33). Al siguiente día un grupo de monjas clarisas de San Juan de la Penitencia se encargan de la procesión, pero esta vez Nuestra Señora del Socorro encabeza la comitiva.
El miércoles toca el turno a los juaninos, la orden hospitalaria de la Nueva España. Ellos deciden encabezar el desfile bajo el amparo de Nuestra Señora del Tránsito, llevada en hombros en su urna de cristal y plata por los miembros de la cofradía del mismo nombre. La imagen de la virgen, en estado de dormición, correspondía al tiempo de festejo: las vísperas de la Pasión de Cristo, de manera que, para dar mayor solemnidad al evento, sus acompañantes iban con los rostros cubiertos, silicios mortificantes y cruces en los hombros. Los ausentes en esta ocasión, indica Castorena, fueron los “ángeles, que en otros años sacaban, ricamente aderezados, con los atributos de su gran reina”, es decir, la media luna y la palma mortis.
Por la tarde, y en vísperas de la celebración del triduo, fue colocado en la Catedral Metropolitana un tenebrario confeccionado de plata y ébano, elaborado 37 años antes, cuyo costo, calcula el editor de la gaceta, es de 5 000 pesos. En ocasión tan especial, el ambiente fue acompañado de música, “se cantaron tinieblas con todo el compás de la música…desde las cuatro de la tarde hasta las nueve y media”.
El jueves iniciaron las ceremonias más célebres con la presencia de los dignatarios de los cabildos eclesiástico y civil, arzobispo y virrey. El foco de atención es el gran monumento construido ex profeso en la parte oriental de catedral, donde fue colocado el Santísimo Sacramento. La descripción profusa de este mausoleo incluye formas, medidas, materiales y símbolos, culmina con la precisión en la cantidad de cera consumida: 682 libras, costeadas por la Archicofradía del Santísimo Sacramento. Como parte de la teatralidad, tanto el virrey como el arzobispo, cada uno por su lado, ofrecieron una comida suculenta a 12 pobres a quienes se les obsequió ropajes; se continuó con el lavatorio de pies en la catedral, sala capitular y templo de la Santísima Trinidad. De este lugar, donde siglos antes el gremio de sastres fundaron la cofradía de San Pedro y la Archicofradía de la Santísima Trinidad, salió una procesión numerosa que, si creemos a Castorena, acompañaron como ¡mil hombres!, vestidos con túnicas encarnadas, escudos de plata y hachas en mano, todos ellos encabezados por la imagen de San Pedro, seguidos de más de doscientos sacerdotes (Gacetas de México, i, 1722: 34).
En otra área no muy alejada, al norte de la ciudad, en la Parroquia de Santa Catarina Mártir, tenía lugar una procesión similar, encabezada por la “Preciosa Sangre de Cristo”, donde participaba también un nutrido número de personas acompañadas de hachones de cera y efigies.
Viernes 3 de abril, Liturgia de la Pasión del Señor. Inició con oficios y adoración del Lignum Crucis por los cabildos y las autoridades principales de la ciudad; mientras tanto, de la iglesia de San Francisco salió una procesión de terciarios para representar las Tres Caídas del Nazareno. Por la tarde, los dominicos se ocuparon de la representación del Santo Entierro. En este punto la elocuente pluma de Castorena reclama la palabra:
El señor corregidor de esta Ciudad, saca el Estandarte, con todo el Regimiento, y Nobleza, y después salen veinte y dos Angeles cada uno en su passo, que sacan los Gremios de los Oficiales de esta Ciudad, con crecidas Lobas negras, y los Angeles adornados, pulida, y ricamente de joyas, perlas, piedras preciosas, Plata, y Oro, con la insignia, que les corresponde. Al fin vá la Communidad de los Reverendos Padres Predicadores con suma modestia, y tierno exemplo, con estolas, las Capillas caladas, y los pies descalzos, y así llevan la singular Imagen de Christro difunto, en una riquísima urna de Plata, Crystal, y concha de Carey, que es una de las mas ricas alhajas, que athesora este convento. Seguiase la Compañía de Infanteria de el Palacio, conducida de su Capitan, y Cabos militares, y después todos los que componen el opulento Comercio de esta Ciudad, que con casi trescientas hachas de buxia. Acompañaban la Imagen de Nuestra Señora de la Soledad, y San Juan (Gacetas de México, i, 1722: 34-35).
A la prolija descripción del editor de la gaceta se añaden dos sucesos circunstanciales que ameritan recuperarse porque forman parte de las manifestaciones culturales de la época. Por un lado, la presencia en bulto de las imágenes de las “Tres Marías” junto con las de Nicodemus y José de Arimatea, a quienes se les ha incluido para dar mayor vistosidad a la celebración. Por el otro, el registro de la lluvia torrencial que terminó por arruinar el concurso popular que se había adueñado de las calles “llenas de gente de varios colores blancos, pagizos, morenos, y pardos, los Españoles, Indios, Negros y Mulatos”. La referencia al tema multicolor, indica Castorena, se debe a que es la “phrase, con que se explican los de estos Reynos” (Gacetas de México, i, 1722: 35). Esto significa que en las celebraciones no solo se combinan olores, sonidos y sabores, sino que a la diversidad anterior se debe agregar la composición multiétnica de la capital virreinal.
El segundo día de Pascua, correspondiente al sábado, se inauguró con misa y sermón, concurrieron virrey, audiencia, tribunales, arzobispo y ambos cabildos. Lo notable fue la decoración del altar mayor y púlpito, “ornamentado con palmas de relieve, recamado de oro e imaginería, solamente destinado a esta solemnidad” (Gacetas de México, i, 1722: 35). Así concluía la crónica de una semana festiva. La interpretación sobre su significado puede hacerse desde distintas perspectivas; sin embargo, conviene restringir nuestro examen a dos señalamientos: el origen de las formas adoptadas por el ritual y las adecuaciones hechas por los participantes.
El primer asunto nos remite a las reformas tridentinas, cuando la Iglesia puso especial cuidado en reglamentar no solo el culto público, sino también en recuperar a su feligresía mediante la definición de nuevas devociones y el cambio de una liturgia elitista por otra más participativa respecto a los misterios celebrados. No fue casual que en la sesión xxii de Trento, capítulo quinto, se decretase que para elevar a la naturaleza humana a la meditación de cosas divinas, se debería recurrir a auxilios o medios extrínsecos, entre los que se contabilizan: ceremonias, bendiciones, luces, incienso, ornamentos y otras cosas de este género (El Sacrosanto…, 1785: 320).
El segundo tema, referente a la recepción social de la liturgia, da pie al desarrollo de diversas interpretaciones, pero basta asentar que en las descripciones de Castorena la presencia de las autoridades civiles y eclesiásticas es notable en comparación con la alusión al común de la gente; esto confirma que en la teatralidad de la época los papeles principales se ejecutaban por los dirigentes políticos, mientras que la “gente de varios colores” tiene un encargo secundario: asistentes, sirvientes y escuchas. Al margen de ambas responsabilidades, las atmosferas trascienden a los actores. No resulta extraño que nuestro clérigo editor puntualice con minuciosidad los ambientes provocados por la iluminación artificial: los sonidos de los instrumentos musicales y vocales, los gestos de los penitentes, los olores y sabores de las suculentas comilonas, la presencia de esculturas ad hoc a la celebración y el recurso visual de ornamentos de oro y plata, tenebrarios, urnas y monumentos, para motivar a la memoria en particular y a la piedad popular en general.
Hasta aquí hemos visto, a través de tres ejemplos concretos, el papel del clero en la organización de festejos de carácter sacro, conviene echar una mirada al cargo de mayor jerarquía de la Iglesia novohispana para completar el cuadro y advertir la complejidad del fenómeno y, sobre todo, dimensionar la fuerte carga simbólica que rodeaba el ejercicio del poder espiritual de un arzobispo.
De entre los múltiples deberes de los obispos novohispanos destacan las visitas a las diócesis bajo su jurisdicción. Nuevamente Trento es el referente legal que define las tareas realizadas durante la inspección practicada a la feligresía de las parroquias, sujetas a la sede eclesiástica, consistentes en “introducir la doctrina sana y católica…expeler las heregías (sic), promover las buenas costumbres, y corregir las malas; inflamar al pueblo con exhortaciones y consejos á la religión, paz é inocencia, y arreglar todas las demás cosas en utilidad de los fieles” (El Sacrosanto, 1785: 425-426). Como se percibe, se trataba de una tarea compleja que, de acuerdo con la extensión territorial de un obispado, podía durar entre uno o dos años.
En el periodo registrado por la gaceta encontramos múltiples alusiones a la gestión de Fray José de Lanciego y Eguilaz. De él sabemos que estuvo al frente del Arzobispado de México entre 1714 a 1728. En 14 años de administración hay constancia de que realizó al menos tres visitas: la primera en 1715 por todo el sur de su jurisdicción eclesiástica (Pérez y Bravo, 2008: 150); la segunda en 1717 por las villas de Ixtlahuaca y Toluca, hasta la de Tacuba (Pérez, 2000: 72), y la tercera en 1721 por las cercanías de México (Gacetas de México, i, 1722: 23).
Hasta ahora, la documentación producida durante su primera visita ha sido objeto de revisión por los estudiosos, y arroja resultados interesantes sobre las bondades de este tipo de documentos para la historiografía cultural (Pérez y Bravo, 2008: 147-165). En las siguientes líneas, recuperaremos algunos datos registrados en la gaceta de 1722; se trata de un recuento de la actividad eclesiástica del arzobispo realizado por Castorena. La retórica empleada por el editor se ordena en una escala temporal que va del presente marzo de 1722, cuando concluye la tercera visita del arzobispo en su jurisdicción, hacia el pasado, cuando en 1712 llega a Veracruz. En esta década hay tres momentos precisos del relato que nos interesa recuperar porque a través de ellos podemos advertir algunos acontecimientos y rituales que, por su contenido, nos aproximan al conocimiento de la sociedad barroca de la capital novohispana.
Primer momento: culminación de la visita de 1721. Por la crónica de la primera visita de 1715 es posible inferir que cualquier inspección de este tipo seguía un protocolo similar. En primer lugar, el arzobispo era despedido en la catedral por su cabildo eclesiástico, en ceremonia pública daba a conocer el itinerario de su recorrido por la zona elegida (Pérez y Bravo, 2008: 152). En la mira del prelado estaban dos asuntos: la exploración de los conocimientos de la fe entre los fieles y la revisión de la administración del pasto espiritual por los ministros del culto en cada una de las parroquias a su cargo. Cuando el dignatario llegaba a una parroquia, la feligresía era convocada mediante repiqueteo de campanas; la reunión se aprovechaba para la celebración del oficio divino y para leer el edicto general, donde se indicaban los motivos de la presencia del obispo. Culminado este primer acto, se procedía a la revisión de la fábrica material y espiritual de la iglesia, esto es, condiciones de los paramentos y estado de los libros de registro (Pérez y Bravo, 2008: 156).
En otra etapa se procedía al examen de doctrina de los fiscales encargados de su difusión entre los indios y de la revisión de la documentación oficial que avalase la existencia de cofradías y hermandades. Esta última acción tenía la intención de regular las manifestaciones populares de la fe. Debemos recordar que con el ascenso de los borbones al trono de la Monarquía Hispánica se puso especial énfasis en la reducción de este tipo de corporaciones, argumentando el excesivo gasto que hacían de sus fondos.
Dado que la visita se prestaba también para la presentación de quejas por la feligresía, estas se restringían a la denuncia de los abusos cometidos por sus párrocos, como el cobro indebido de aranceles o el maltrato de palabra. Frente a ello, el prebendado reconvenía a sus ministros y ponía las cosas en claro, apelando nuevamente a los acuerdos tridentinos y provinciales. Así culminaba la visita. El círculo se cerraba con el mismo protocolo que había iniciado. Al regresar de la tercera inspección, el arzobispo fue recibido por el cabildo eclesiástico. El ambiente festivo que le rodeo se acompañaba de repique de campanas, prolongado por cerca de ¡tres horas! El cabildo se dirigió al Convento de San Antonio, al poniente de la ciudad, donde Lanciego había hecho un receso antes de entrar a la ciudad, posteriormente salieron en grupo para llegar a la catedral, poco después de las seis de la tarde. Dos actos cerraron la recepción del arzobispo: primero, al llegar a catedral el prebendado hizo oración “á la milagrosa imagen de nra. Señora de los Remedios, que traída desde su hermoso, y devoto Santuario, se venera en el Altar mayor” (Gacetas de México, i, 1722: 23); segundo, se dirigió al Palacio Virreinal para hacer la visita de cortesía al mandatario civil, que al siguiente día le sería devuelta. Sobre el primer punto, nótese como el jerarca refrenda su filiación peninsular mediante su devoción a la “Virgen de los Remedios”; mientras que en el segundo, más allá de la cortesía protocolaria, las visitas mutuas confirmaban el pacto entre ambos poderes.
Segundo momento: de Veracruz a la Ciudad de México. Cuando Lanciego llegó a Nueva España traía cartas credenciales personales y familiares que le acreditan en Indias. Según los registros de Castorena, el aquel entonces candidato a la mayor prebenda eclesiástica de México, llegó a Veracruz el 3 de diciembre de 1712, un mes después, en enero de 1713, hizo su entrada a la Ciudad de México. Antes de su consagración ejerció durante dos años, hasta que en 1714 llegó su nombramiento formal. A partir de entonces y en dos tipos de ceremonias se le confirmó en el encargo: la primera, de tipo privada, consistía en la entrega de báculo y palio. En el primer acto asistieron los obispos de Oaxaca, Valladolid y Nueva Galicia (Gacetas de México, i, 1722: 24). Mientras que en la segunda, de carácter público, el simbolismo y la fastuosidad se combinaron para dar realce al evento. Esta se realizó el 8 de diciembre de 1714, mediante una procesión que salió del Convento de San Diego a la Iglesia Profesa y de aquí hacia Catedral; en el recorrido participaron los cabildos eclesiástico y secular. Siguiendo el relato de Castorena, podía admirarse un arco triunfal, costeado por el cabildo de la ciudad, decorado en su lado poniente con una estatua del Monarca, con dos mapas: uno de México y otro del arzobispado; al oriente, los retratos de los señores arzobispos que hasta la fecha habían servido.
Antes de iniciar el recorrido de la Profesa a la Catedral, el nuevo funcionario se “vistió de pontifical, y assi vino en procession, con Mitra, y Baculo, y entró debaxo de Palio llevando las varas los primeros Ciudadanos, y Caballeros desta Corte, acompañado del Venerable Cabildo Eclesiastico, Clerecia, Cabildo Secular, y toda la Nobleza, que le conduxo hasta su Iglesia Cathedral, que en el frontispicio de su puerta principal avia prevenido otro Arco tryunphal, con varios lienzos alegóricos en la historia de Aaron, y diversos poemas latinos, y Castellanos” (Gacetas de México, i, 1722: 24).
Arcos triunfales, decoración efímera, retratos, poemas, varas de mando y objetos de uso personal del mitrado, todo se conjuga en un ambiente festivo para recibir al nuevo jerarca del arzobispado, no es casual que en el segundo arco triunfal, colocado a la entrada de catedral, uno de los personajes centrales sea Aarón. Él fue el primer sacerdote del pueblo de Israel; no se elige a Moisés, su hermano, porque fue quien encabezo al pueblo judío en su huida de Egipto, en todo caso este papel le corresponde al máximo jerarca ocupante de la silla petrina. Mientras tanto, el segundo cargo pertenece al nuevo jerarca que se ocupa en lo sucesivo de administrar el pasto espiritual entre los feligreses de un extenso arzobispado como el de México.
La solemnidad del acto, impuesta a través del protocolo establecido por el Papa Clemente viii, implica tiempos, ritmos, presencias y sobre todo atavíos que proyectan mensajes implícitos: la mitra alude al tocado que cubre la cabeza del arzobispo, refiere su dignidad episcopal; el báculo o cayado indica su función pastoral; mientras que el palio, como prenda y dosel, confirman su jerarquía y potestad que ejerce sobre la iglesia militante. Aunque la descripción de Castorena centra su atención exclusivamente en lo más granado de la sociedad de la capital virreinal, es claro que en el recorrido participó también el pueblo llano; sin embargo, el nivel de participación es diferente y tiende a marcar los distingos sociales, al tiempo que confirma los derechos y precedencias de los primeros sobre los segundos que, en todo caso, se restringen al papel de laboratores.
Tercer momento: labor pastoral. En la descripción de Castorena, esta parte ocupa el mayor espacio. Se trata de una verdadera apología al trabajo del mitrado, esto es comprensible si consideramos que el editor de la gaceta formaba parte de la corporación eclesiástica y ocupaba también altos cargos dentro de la estructura administrativa.9 Del conjunto de tareas desempeñadas por Lanciego, destaca su impulso a la fundación de escuelas de primeras letras en los pueblos de indios bajo su jurisdicción (Gacetas de México, i, 1722: 25). Si nos atenemos a este dato, a él le correspondió la ejecución del proyecto borbónico de erradicar la ignorancia de los reinos sujetos a la Monarquía, mediante la educación de los súbditos, aunque desde la perspectiva política sabemos que esta medida tenía como objetivo castellanizar a los indios para imponer un solo idioma en todas las provincias sujetas al Imperio español.
¿Hasta qué grado la iniciativa borbónica de castellanizar a los súbditos de la Monarquía Hispánica funcionó? La respuesta no es sencilla porque requiere de un trabajo minucioso; sin embargo, en el último apartado de este escrito recuperamos algunos indicios de la gaceta para complementarlos con datos procedentes de la moderna historiografía.
Aún falta por desarrollar una historia de la lectura que circunscriba su ámbito de observación a la capital virreinal, sobre todo en la primera parte del siglo xviii. El ejercicio resultaría interesante si consideramos que la Ciudad de México albergaba las distintas instituciones de educación, desde escuelas de primeras letras hasta los de enseñanza superior como la Real y Pontificia Universidad o el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, este último bajo la dirección jesuita; también era sede de imprentas y librerías que alimentaban el deseo de saber de los estudiosos de la época. Por ejemplo, a propósito de la imprenta de la Ciudad de México, sabemos que a finales del siglo xvii salían de sus prensas 26 obras al año y su número se incrementaba de manera constante conforme avanza el siglo (Mazín, 2007: 171).
En el caso de las librerías, la contabilidad de Moreno Gamboa (2009: 124) registra la existencia de 30 a lo largo del siglo xviii, donde 6 eran imprentas-tiendas, 13 librerías, 8 cajones y 3 puestos de libros. Su acervo se integraba tanto de textos impresos en Nueva España como de los procedentes de Europa. En esta última situación, citemos el caso conocido de un librero de “mediano perfil” para el periodo que aquí interesa: Felipe Pérez del Campo, quien tenía en su haber 167 títulos en 658 volúmenes de diversa temática (García y Montiel, 2010: 99).
El público consumidor de las obras se reducía a la elite intelectual de la época, conformada por clérigos, abogados, funcionarios, docentes y estudiantes. Desde una perspectiva socio-étnica, el predominio criollo era indiscutible, seguido del sector mestizo y en menor medida el nativo. Con la intención centralista más que benefactora, la Monarquía Hispánica, encabezada por la dinastía de borbón, determinó, a partir de 1716, el establecimiento de escuelas de lengua castellana entre los pueblos de indios. Dos años más tarde la medida se ejecuta en los barrios de indios de la Ciudad de México y en los pueblos ubicados en la comarca (Tanck, 2010: 157); esto se complementó con la reactivación de colegios en la capital virreinal; a propósito de este punto Villaseñor (cap. v: 35) registró, hacia 1746, la existencia de nueve colegios, “que fon talleres donde fe labran las capacidades de los niños para hacerfe perfonas en las Facultades literales”. El resultado de esta política se dimensionó a finales del periodo virreinal. Los cálculos arrojan que entre 48 y 62% de los muchachos de la metrópoli novohispana asistían a escuelas de primeras letras (Tanck, 1977: 201). Sin duda, un número significativo para la época.
A la par del incremento del público letrado, los contemporáneos a Villaseñor y Sánchez asistieron a la aparición de otros medios de difusión, tanto de saberes como de notas de interés general: las gacetas y hojas volantes incluían contenido menos especializado que los libros destinados a un público preparado; se hacía atractiva su adquisición para enterarse de los sucesos acaecidos en la capital, la provincia y Europa. Es posible afirmar que la lectura de la gaceta resultó en la divulgación de informes oficiales entre sectores más amplios de la sociedad, pero al mismo tiempo se advierte la presencia y el peso de la elite intelectual de esta primera mitad del siglo xviii, sobre todo porque una de sus secciones se consagró a informar a los lectores especializados sobre las novedades literarias del momento (véase el apéndice al final de este trabajo).
Aunque el número de registros relacionados con las novedades bibliográficas es breve como la existencia misma de la gaceta, algunos de los títulos anunciados se podían adquirir en la imprenta de los herederos de la viuda de Miguel de Ribera Calderón, ubicada en la calle del Empedradillo, justo al lado poniente de la Catedral; lo mismo que en la Librería de los Herederos de Francisco Rodríguez Lupercio, en el costado sur del Palacio Real, en “el puente de Palacio”, o en la imprenta de Juan Francisco de Ortega y Bonilla, en la calle de Tacuba. Por los títulos ofertados sabemos que los temas predominantes son de corte religioso. La tendencia se confirma con el conjunto de libros registrados en el cajón de Pérez del Campo, donde 43% pertenecen a ese género, seguidos de los temas históricos, legales, literarios y, en menor medida, científicos (García y Montiel, 2010: 99).
El elevado número de escritos doctrinales nos advierte sobre el rasgo distintivo de la sociedad novohispana de la primera mitad del siglo xviii. Se trata, sin duda, de una colectividad cuyos comportamientos, tradiciones y costumbres se enraízan en la cultura tridentina que se niega a dejar su lugar al pensamiento ilustrado en ciernes, y que apenas se asoma con tibieza entre la elite criolla.11 A pesar de la política de castellanización de los indios, del impulso a los colegios de niños y niñas y del manifiesto interés de las elites por educar a sus hijos en las instituciones más prestigiosas, resulta notable el papel de la educación que hoy llamaríamos “informal”, es decir, la que se comparte en el interior del grupo doméstico y se divulga en calles, plazas e iglesias. De esta forma la oralidad, arropada en la figura del sermón, en la lectura en voz alta, o en el comentario ocasional a la sombra de celebraciones religiosas, novenas, fiestas, paseos y mitotes, se erigió en el medio de difusión de lo escrito en el contexto de la cultura barroca.
A lo largo de este escrito hemos hecho un recorrido por el contenido de la gaceta de 1722. Incursionamos en las motivaciones de su editor para la ejecución de tal iniciativa. La aparición pública del primer número coincidió con la entronización efectiva de la dinastía de Borbón en la Monarquía Hispánica, luego de concluida la guerra de sucesión.
El acontecimiento lo aprovechó el clérigo Castorena para justificar la impresión de la gaceta, tal acción formaba parte de la política racional de la época.
Destacamos también cómo una de las intenciones explicitas de Castorena era mudar el conjunto de noticias de la gaceta en un acervo organizado en anales que sirviesen para la confección de una historia, donde los acontecimientos de México tuviesen un papel destacado dentro del concierto mundial. Lamentablemente el objetivo del editor se truncó parcialmente cuando la gaceta dejó de imprimirse. A pesar de su existencia efímera, su riqueza expositiva nos permite acercarnos a la realidad de la época que se advierte compleja y abigarrada, como los informes que la nutren. En efecto, las noticias allí registradas van de lo temporal a lo espiritual, y del dato duro de la contabilidad minera o comercial a la sensibilidad barroca, pero también destaca el anuncio obligado de cargos, merecimientos y privilegios de sectores opulentos de la sociedad, junto con novedades literarias procedentes de Europa; sin olvidar la descripción minuciosa de los avances en la pacificación del vasto septentrión, una de las mayores preocupaciones de la dinastía recién entronizada en la metrópoli.
A pesar de lo heterogéneo de su contenido, los párrafos dedicados a las noticias de carácter eclesiástico predominan notablemente, acaso por la formación de su editor, más que a la influencia misma del pensamiento de la época. Al margen de esta interrogante, cómo distinguir entre el conjunto de noticias tan desiguales y abigarradas la simiente para la construcción de una visión sobre la época a la que se refiere. El procedimiento resulta complejo, pero con el afán de simplificar y hacer inteligible la aplicación de una estrategia metodológica, en la segunda parte del escrito se procedió a caracterizar a la gaceta como un texto cultural, es decir, como un conjunto discursivo en el que se aprecian diferentes visiones sobre la realidad del momento, al tiempo que en su narración subyacen los valores de la época.
Su carácter testimonial, conformado con los informes de oficiales civiles y funcionarios religiosos, es la materia prima para la elaboración de modelos explicativos sobre el funcionamiento de la sociedad novohispana de la primera parte del siglo xviii, en especial la referente al complejo multiétnico que habitaba en la capital. En este sentido, es pertinente recordar que la transformación de un dato en testimonio de época requiere de una operación compleja que hemos reducido a cuantificación y clasificación de los temas tratados, siguiendo el criterio de la historia cultural, interesada por las prácticas del día a día, sus representaciones y significados sociales de acuerdo con la época y el contexto.
Al proceder de esta manera, construimos una fuente, es decir, nos hemos desplazado del registro memorístico a la hermenéutica de su contenido, a partir de la contextualización de los acontecimientos que, a juicio de Castorena, eran dignos de conservarse. El ejercicio cubre parcialmente la primera fase del largo proceso que conlleva a la construcción de un discurso histórico, pero en el camino nos encontramos con la necesidad de confrontar distintos testimonios para completar, en la medida de lo posible, el mosaico complejo de una sociedad que, a pesar de los esfuerzos borbónicos por incorporarla a la modernidad, vive y es heredera directa de la tradición barroca.
[*] Los subtítulos proceden de la clasificación registrada por Castorena y Ursúa en la gaceta. A lo largo de los seis números se encuentran variantes, por ejemplo, en el primer número, correspondiente al mes de enero de 1722, el editor no consignó alguna lista de libros; en el segundo su listado distingue entre “libros Nuevos de México” y “Libros Nuevos de España; en el quinto no hay registro; mientras que en el cuarto número se elimina el distingo para indicar exclusivamente “Libros nuevos”.