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El observador: atisbo a los mecanismos del poder
Contribuciones desde Coatepec, núm. 32, pp. 133-135, 2017
Universidad Autónoma del Estado de México

Reseñas

Vivero Ávila Igor. El observador. 2017. México. ceape. 260pp.

Publicación: 30 Noviembre 2019

El observador: atisbo a los mecanismos del poder

El poder, y todos los andamios y estructuras que lo conforman, es un tema crucial para la historia de la literatura, sobre todo, porque el poder usa disfraces muy sofisticados, finos y, muchas veces, invisibles, a pesar de que el ejercicio del poder casi siempre deja sus huellas (de sangre, violencia, manipulación, fuerza, frustración, dominio, y un largo etcétera) a la vista. Por otro lado, el poder es un tema fascinante como espectáculo de la inteligencia o como una sombra subterránea, de las más perversas y malévolas, incluso de aquellas que parecieran ingenuas, de nuestra propia personalidad. En algunos casos es el rostro descarnado y desenmascarado de la prepotencia, la intriga, la treta y el engaño; en otros es la revelación de las ambiciones más complejas de los espíritus turbados por el acceso a aquello que nunca se soñó, y en los menos es la manifestación de articulaciones muy precisas y premeditadas, a veces de un cálculo maquiavélico y estratégicamente premeditado, que fácilmente se equipara con la guerra o la genialidad.

Las artes narrativas han percibido de muchas maneras la importancia del poder y sus vericuetos. Se inicia, por ejemplo, con el poder divino de los dioses griegos y su intromisión en las vida humana. La Ilíada y la Odisea homéricas están repletas de pasajes que lo certifican, lo mismo sucede en Metamorfosis de Ovidio. Se sigue con las obras de Shakespeare, fundacionales en ese tema (Ricardo iii, Macbeth, además de sus obras históricas). Se hace énfasis en las profecías políticas de Aldous Huxley y George Orwell o las parodias sarcásticas de Robert Graves (Yo, Claudio, por ejemplo) hasta las demostraciones fílmicas o televisivas, tales como Todos los hombres del presidente, Doce hombres en pugna, Scandal o House of cards.

En la literatura mexicana, el tema ha sido muy puntual desde distintos perfiles durante el siglo xx: La sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán; La región más transparente, Cambio de piel y La silla del águila de Carlos Fuentes; La guerra de Galio del polémico Héctor Aguilar Camín, y actualmente, la obra del periodista, exdirector de El Universal, Jorge Zepeda Patterson o Una novela criminal de Jorge Volpi.

De esta manera, Igor Vivero Ávila se sumerge en personajes periféricos a los engranajes del poder en El observador. Sus protagonistas (narrados predominantemente desde la focalización cero) están más cerca de la resignación pasiva que de la toma de decisiones: son testigos y observan; elucubran sobre las ondas expansivas del poder. A saber, el simbólicamente tuerto Marcelo, un exagente ahora en retiro (quizá el personaje más humano y de mayores contrastes emocionales); Edmundo, un investigador académico (cuya historia personal sugiere juergas y travesuras estudiantiles –una foto comprometedora de por medio– con un excompañero, ahora líder político); Mina, una periodista (con conocimiento de los primeros círculos de la comunicación de un presidente); un Coronel (el militar y ejecutor del trabajo sucio); finalmente, Henriette, una niña que equilibra con su inocencia las culpas implícitas de todos los demás.

A través de ellos, como en una suerte de crisol, el lector es el observador principal de esos resquicios del poder que nos permiten atisbar, siguiendo a Foucault en Estrella González: “el poder, antes que un sistema legal o una representación, [que] constituye un mecanismo que funciona moldeando la experiencia íntima de los sujetos” (2013: 158).

Todos son testigos del ruedo de tramas políticas que no terminan por desentrañarse, porque no es ese el objetivo de la novela, sino el pretexto para cincelar los distintos ámbitos de la observación: la academia (Edmundo), el periodismo (Mina) y la administración de riesgos y la ejecución sumisa (Coronel y Marcelo). Eso sí, ninguno con la oportunidad de tomar una decisión. Si se enmarcan los ámbitos

íntimamente ligados al poder como [la] potestas o facultas y la idea de fuerza que lo acompaña se hallan los conceptos de imperium (el mando supremo de la autoridad), de arbitrium (la voluntad o albedrío propios en el ejercicio del poder), de potentia (fuerza, poderío o eficacia de alguien) y de auctoritas (autoridad o influencia moral que emanaba de su virtud) (Ávila-Fuenmayor, 2006: 216).

Ninguno de los personajes es un agente activo del poder. Más bien, los personajes observadores funcionan como coordenadas para mapear un poder que, en términos prácticos, podría ubicarse en el sistema político mexicano, entre un Gobierno estatal y uno federal.

En esas coordenadas se pueden encontrar el “negocio de la política y los medios”; las consecuencias de la farándula (sardónicamente, Edmundo denomina el Diario Oficial del Gobierno como “la revista de mayor circulación de la farándula”) y sus formas de proyección, un guiño al caso mexicano de la Casa Blanca; el ejercicio de la comunicación y la mediatización del poder en un área de “vocero” o jefe de “Comunicación Social”; así como una diagramación pragmática y puntual –las reglas no escritas, el entre líneas– de cómo funciona el periodismo, y la inoperancia del poder en la intimidad.

En el fondo, el poder es una ilusión. Irónicamente, quien hace la reflexión más profunda es el menos preparado, el menos reflexivo, el situado en la escala más inferior de todos los protagonistas, el único signado por la sangre y los hematomas: Marcelo, el tuerto en tierra de ciegos:

El poder juega con nuestra fragilidad –ser resistente no implica que no te quiebres–, la moldea, le regala una ilusión de permanencia, se seguridad. No queremos que de donde viene esa voluntad –que nos indica lo que se puede o no se puede hacer– se parezca a nosotros, a nuestras carencias, a nuestras limitaciones, que refleje nuestros miedos y lo que somos como especie. Si no fuera así, ¿por qué hacerlo divino, por qué dotarlo de leyes –contratos– que intentan regular, sublimar el desorden en el que vivimos? La ilusión que nos brinda el poder no es diferente de la que nos dan los héroes que construimos, aquellos que hacen lo que no podemos los demás. Dispuestos estamos a ponerlos en un pedestal, hacerlos inalcanzables, otra especie a la que de muy lejos nos parecemos […] Si logramos construir héroes, ¿por qué no regalarnos el juego del poder? donde gana quien más voluntades someta a las buenas o a las malas […] Al poder –me consta por un solo ojo– no le quitan el sueño los dilemas éticos.1

El poder es una ilusión, una quimera, política-ficción, una construcción mental: castillos en el aire para los protagonistas de El observador, por extensión, para los lectores que atestiguan la historia y para los que elucubran sobre el poder mismo: analistas, académicos, escritores, periodistas, filósofos.

Bibliografía

Ávila-Fuenmayor, Francisco (2006), “El concepto de poder en Michel Foucault”, Telos, vol. 8, núm. 2, mayo-agosto, Maracaibo, Venezuela, Universidad Privada Dr. Rafael Belloso Chacín, pp. 215-234.

Estrella González, Alejandro (2013), “Foucault y la política”, Reis. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, núm. 142, abril-junio, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, pp. 155-159.

Notas

1 Las cursivas son mías.


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