Artículos de investigación
Recepción: 08 Enero 2020
Aprobación: 01 Julio 2020
Resumen: El objetivo de este escrito es analizar, desde una perspectiva decolonial, la manera particular en que los significados denigrantes, asociados con la alimentación indígena, al calificarla como comida de pobres —por parte de la sociedad dominante—, fueron articulados en la memoria de los interlocutores con recuerdos dolorosos de explotación, discriminación y maltrato que explican la fractura —ocurrida en al interior de los hogares— en la transmisión intergeneracional de la cultura alimentaria local. La información etnográfica que sustenta este trabajo fue recopilada directamente en campo entre agosto de 2017 y diciembre de 2019 en la cabecera municipal de Jilotepec, Veracruz, a través de treinta y cinco entrevistas antropológicas aplicadas a personas con edades que oscilan entre los 70 y 98 años.[1]
Palabras clave: Alimentación indígena, Memoria, Emociones, Cambio alimentario.
Abstract: The purpose of this paper is to analyze, from a decolonial perspective, the particular way in which the denigrating meanings associated with indigenous food, when classifying it as food of the poor —by the dominant society— were articulated in the memory of the interlocutors with Painful memories of exploitation, discrimination and mistreatment that explain the fracture —occurred within households— in the intergenerational transmission of the local food culture. The ethnographic information that supports this work was collected directly in the field between August 2017 and December 2019 in the municipal seat of Jilotepec, Ver. Through 35 anthropological interviews applied to people with ages between 70 and 98 years.
Keywords: Indigenous food, Memory, Emotions, Food change.
La dieta de los pueblos indígenas de México ha sido objeto de diversas investigaciones académicas que han demostrado su importancia no solo para la conservación biológica de estas poblaciones, sino para la vida social y el mantenimiento de las identidades locales (Pilcher, 2001; Bertrán, 2006; Cervantes, 2006; Good y Corona, 2011; Conabio, 2013; Guzmán-Flores, 2013). En este sentido, la alimentación indígena implica un valioso patrimonio intangible que vincula el uso del territorio con el manejo de los recursos bioculturales disponibles aun cuando, paradójicamente, ha sido negado a lo largo de la historia como un modelo de alimentación viable.
Históricamente, los sistemas alimentarios de los pueblos indígenas han sido afectados y se han ido transformando en función de los imperativos que la modernidad, promovida por otros sectores sociales, les ha impuesto a estos pueblos (desde la conquista hasta la actualidad). Hoy, estos sistemas se encuentran fuertemente trastocados y vulnerados (Guzmán-Flores, 2013: 13).
A diez años del reconocimiento como patrimonio mundial, de La cocina tradicional mexicana, cultura comunitaria, ancestral y viva-El paradigma de Michoacán, es necesario retomar que este se fundamenta no solo en el sabor de sus platillos, sino en las relaciones sociales estructuradas en torno a ella y a sus significados, de profunda raíz histórica:
La cocina tradicional mejicana es un modelo cultural completo que comprende actividades agrarias, prácticas rituales, conocimientos prácticos antiguos, técnicas culinarias y costumbres y modos de comportamiento comunitarios ancestrales. Esto ha llegado a ser posible gracias a la participación de la colectividad en toda la cadena alimentaria tradicional: desde la siembra y recogida de las cosechas hasta la preparación culinaria y degustación de los manjares (Unesco, 2010).
El resultado fáctico del reconocimiento ha sido la puesta en valor de la comida mexicana que, con casos excepcionales, ha llevado a la construcción de una gastronomía nacional centrada en los sabores y desligada no solo de los principios colectivos, sino de las personas que fueron la base para su reconocimiento como patrimonio mundial.
En tal sentido, Hernández-Ramírez (2018) insta a los académicos a reconocer que las relaciones de poder se manifiestan de manera transversal en los procesos de patrimonialización; propone realizar una antropología política capaz de identificar tanto a los sujetos patrimoniales como las dinámicas particulares determinantes de aquello que se selecciona, excluye, reinterpreta y reinventa como resultado del conflicto y del equilibrio de fuerzas sociales. Ello ocurre, invariablemente, cuando esta puesta en valor implica la rentabilidad del patrimonio y el reconocimiento del valor excepcional universal es promovido desde fuera de la sociedad en que el elemento cultural ha sido creado, lo que muchas veces genera
una reinterpretación —o, incluso una invención— de la herencia, que se ajusta más a los valores e ideas del sector impulsor que a la cultura del grupo depositario del legado. […] Este tipo de proceso tiene un carácter vertical e impositivo, es impulsado por una administración gubernamental o por sectores empresariales foráneos que ven el resultado —el patrimonio— como una mercancía que ofrece oportunidades de desarrollo económico (Hernández-Ramírez, 2018: 159).
Actualmente, hablar de gastronomía mexicana implica asignar la etiqueta de platillos nacionales o regionales a una selección de mercancías rentables que priorizan las preferencias culinarias de la sociedad dominante, valoradas localmente como de alto estatus, lo que invisibiliza otras formas de alimentación, en particular aquella calificada como comida de pobre.
La investigación que sustenta este escrito se ha desarrollado en varias etapas a lo largo de casi tres años. En la primera —en octubre de 2017— se llevaron a cabo doce talleres2 en los que participaron 360 madres de familia,3 habitantes de la cabecera municipal de Jilotepec, Veracruz; en febrero de 2018 se concretó una segunda fase de trabajo de campo con ellas, también compuesta por doce talleres. A partir de la información recabada se identificó una ruptura en la transmisión intergeneracional de la cultura alimentaria, pues las personas mayores consumían una dieta distinta a la de sus hijos, nietos y bisnietos; en consecuencia, se planteó como problema central identificar sus causas mediante la aplicación de entrevistas en profundidad a las personas más ancianas de la localidad y a las madres jóvenes. Aquí solo se abordarán los resultados vinculados con las personas mayores.
Si bien analizar el fenómeno del cambio alimentario conlleva gran complejidad pues incluye factores económicos y políticos globales, así como efectos de decisiones gubernamentales y políticas públicas nacionales (económicas, agrarias, alimentarias, entre otras), este trabajo aborda —desde las voces interlocutoras— la manera particular en que los significados denigrantes asociados a la comida indígena, al calificarla como comida de pobres, fueron articulados con recuerdos dolorosos de explotación, discriminación y maltrato en la memoria de los entrevistados, lo que explica la fractura —dentro de los hogares— de la transmisión intergeneracional de la cultura alimentaria local, con el subsecuente cambio en las generaciones más jóvenes.
Se denomina conducta alimentaria al comportamiento asociado a los hábitos de alimentación, especialmente a la selección de los comestibles, las preparaciones culinarias y las cantidades consumidas. Desde la perspectiva de la psicología, tres aspectos afectan la elección de los alimentos: el cognitivo, el conductual y el afectivo (Herman y Polivy, 1975; citados en Peña y Reidl, 2015). Respecto al marco de la relación entre emociones y alimentación, tema de este trabajo, los estudios se habían enfocado en comprender cómo operan estas en los trastornos como la bulimia, la anorexia y la obesidad, con énfasis en las características individuales del sujeto.
Para abordar el comportamiento alimentario colectivo, específicamente en el ámbito de la selección de los alimentos, resulta indispensable considerar las variables de significado, es decir, la “estructura de pensamientos subyacentes del pueblo de que se trate” (Harris, 1989: 5) que define las características que un alimento debe cumplir para ser reconocido socialmente como comida o como bueno para comer.
Analizar los procesos históricos de selección de alimentos de los pueblos indígenas en México implica considerar factores como el medio geográfico, la economía a nivel micro y macro, la migración, las jerarquías sociales locales y globales, los valores, los significados y las lógicas culturales que los articulan, así como las relaciones desiguales de poder entre grupos sociales y naciones que se expresan de manera transversal en todos los aspectos referidos y, finalmente, las sensaciones y emociones construidas en torno a la alimentación a través del tiempo.
Bertrán, en Cambio alimentario e identidad de los indígenas mexicanos, comenta lo siguiente:
En el caso de los indígenas de México, la alimentación parece tener un papel en la identidad pero de manera ambigua: unas veces para reafirmar la pertenencia al grupo y otras, por el contrario, como una forma de dejar de ser indígena y buscar integrarse a la sociedad (2005: 73).
En su análisis, Bertrán asume que conservar o no la identidad indígena es una elección personal sin considerar que la desindianización es un proceso de pérdida de la identidad colectiva producido por las relaciones de poder de origen colonial que se extiende hasta nuestros días (Bonfil, 1987), ni que el desprestigio de las formas indígenas de alimentación, por parte de la sociedad dominante, haya tenido una influencia en el cambio alimentario actual.
Para comprender cómo ha operado el proceso colonial en la desvalorización de los alimentos indígenas tradicionales que llevó a la construcción de la comida de pobre en México, es fundamental analizar la existencia de procesos de subordinación que han afectado a los pueblos indígenas desde la invasión europea hasta la actualidad. Bonfil (1972, 1987, 1988) fue de los primeros en estudiar los efectos de los procesos de colonización y de las formas de dominio ejercidos a nivel interno. Para el caso de México, señala que
la categoría indio o indígena es una categoría analítica que nos permite entender la posición que ocupa el sector de la población así designado dentro del sistema social mayor del que forma parte: define al grupo sometido a una relación de dominio colonial y, en consecuencia, es una categoría capaz de dar cuenta de un proceso (el proceso colonial) y no sólo de una situación estática (Bonfil, 1972: 110).
Bonfil (1987) explica que el proceso histórico de desindianización es el resultado del ejercicio de fuerzas etnocidas que terminan por impedir la continuidad histórica de un pueblo como unidad social y culturalmente diferenciado. Las fuerzas etnocidas, dice, están representadas por la ideología de las clases dominantes que ven a los modelos civilizatorios no occidentales como obstáculos o impedimentos para lograr el desarrollo, progreso o avance de su proyecto histórico. En tal marco, se hace creer a los miembros de los grupos indígenas que solo tienen futuro si dejan de ser ellos mismos, principio por el que la sociedad dominante ejerce un sistema de control cultural que limita la capacidad de decisión de los pueblos subordinados sobre sus propios elementos culturales: lengua, saberes, formas de alimentación, entre otros.
Actualmente, el estudio de los procesos generados por la colonización y sus efectos en los grupos subordinados resultan muy amplios. Si bien Bonfil (1988) se centró en analizar los procesos de control cultural generados por las élites dominantes gubernamentales e intelectuales sobre los pueblos indígenas al interior del país, solo logró delinear los procesos de manera general.
Otro de los pioneros en el tema, Quijano ([1994] 2019), explicó que, en el mundo, la relación de subordinación establecida durante los siglos de expansión colonial europea no fue eliminada en el siglo xx: ha pervivido a través de la división internacional del trabajo y la continuidad de la jerarquización étnico-racial generada desde aquellas épocas; para este autor el colonialismo moderno subsiste transformado, ahora, en una colonialidad global, acorde con el sistema-mundo moderno / capitalista.
El concepto de colonialidad hace referencia a un proceso histórico de paulatina imposición simbólica, enfocado en lograr la aceptación acrítica de los imaginarios y las relaciones intersubjetivas generadas y prescritas por las sociedades que detentan el poder; implica la aceptación acrítica de un estilo de pensar, de vivir, de sentir que toca más allá de lo político e integra, incluso, la producción de conocimiento (Quijano, 1997).
Ante la complejidad de estos procesos, para los términos del presente escrito se toma como punto de referencia la colonialidad del pensamiento expuesta por De Souza (2010), quien señala que para dominar a un pueblo se requiere eliminar sus alternativas de acción mediante la invalidación de sus saberes.
De Souza (2010) explica que la invalidación epistémica se consigue al mostrar a los sujetos dominados como ignorantes, primitivos, inferiores, locales e improductivos; y a sus saberes -que han sido desarrollados a través del tiempo para sobrevivir en entornos específicos- como inútiles e inapropiados para brindar soluciones a la vida contemporánea; todo, únicamente porque descansan en sistemas de pensamiento distintos a aquellos de los dominadores. Asimismo, define la colonialidad del pensamiento como un proceso que afecta de manera particular a las clases gobernantes e intelectuales4 —por ello incide en la producción del conocimiento— quienes asumen a priori como superiores y de aplicación universal los conocimientos generados por los sujetos dominantes desde contextos históricos y culturales específicos. De esta manera, al mismo tiempo que los sujetos dominantes y sus conocimientos son sobrevaluados, los sujetos dominados y sus conocimientos son producidos colectivamente como ausentes o no existentes, con base en las lógicas de la monocultura dominante.
La colonialidad en el ámbito alimentario mexicano se ha expresado históricamente desde la conquista y hasta la actualidad de diversas formas. Pilcher (2001) concibe la construcción de la comida europea como un símbolo de estatus, que en los años posteriores a la Independencia intentó ser la base de una comida nacional que excluía los alimentos de los indios, es decir, de la clase más baja; refiere, además, cómo a finales del siglo xix la institucionalización de la ciencia de la nutrición sirvió para sustentar temporalmente —por cuarenta años— los prejuicios de inferioridad de la comida indígena ante el modelo europeo —la cultura del trigo era vista como la única progresista—: el maíz como base y su baja capacidad nutritiva fundamentaban la explicación del conservadurismo indígena. Asimismo, señala que Bulnes —uno de los primeros nutriólogos, de 1899—, al observar que las personas indígenas consumían una dieta casi exclusivamente vegetariana, a diferencia de la alimentación europea, afirmó que “sin carne el cerebro humano dejaba de funcionar y la civilización se volvía imposible” (Pilcher, 2001: 127). Esta explicación llevó al gobierno a oficializar, en 1908, una ley de educación que consideraba indispensable modificar la dieta de las personas de clase baja, lo que fue visto —a la par que la educación— como una prioridad para el gobierno posrevolucionario.
Este prejuicio permeó toda la política indigenista posrevolucionaria5 (Pilcher, 2001; Bonfil, 1987), a pesar de que en 1947 los científicos del Instituto Nacional de Nutrición encontraron que el maíz tenía las mismas cualidades nutritivas que el trigo; entonces, quedó claro que la desnutrición no obedecía a la baja cantidad de nutrientes de la comida, sino a otro tipo de factores, derivados de contextos económicos y sociopolíticos, como la carencia de tierras y la discriminación, entre otros.
A partir de la posguerra y con el surgimiento de las instancias internacionales destinadas a normar el tránsito de los países subdesarrollados hacia el capitalismo global, un nuevo estigma social afectó a los pueblos indígenas, derivado de la teoría del capitalismo dependiente: la negación de su agencia y sus saberes —mostrados como personas en estado de carencia—, aspecto denunciado por Aguirre:
La nueva doctrina se difunde entre economistas, sociólogos, científicos políticos y antropólogos que se afilian a la teoría del capitalismo dependiente en sustitución de la cultura y el funcionalismo estructural. Los indios, consecuentemente, dejan de ser pueblos éticos, con cultura y personalidad propia para convertirse en marginados, pobres, expropiados y dependientes (1994: 169).
La construcción de los pueblos indígenas a nivel mundial, como personas en estado de carencia, devaluó —incluso, hasta hoy— sus saberes. En el campo de la alimentación, como parte de las políticas implementadas por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (fao, por sus siglas en inglés), en la segunda mitad del siglo xx, se promovió el consumo de proteína de origen animal —carne, grasa, leche y huevo—, mientras la comida con base en proteína de origen vegetal aún se promueve como de calidad nutricional inferior, independientemente del país en que se consuma.
En el caso de México, la alimentación tradicional se vincula con el consumo de los productos de la milpa6 —maíz, frijol, calabaza y chile—. Siempre ha sido variada, en función de las características ecológicas circundantes, y se ha complementado con productos animales domésticos, con la caza y la recolección; aunque tiene su base en el consumo de grasas y proteínas de origen vegetal —frijoles variados, pipianes y encacahuatados, entre otros— y en procedimientos como el asado, cocido, tostado y horneado, continúa siendo desvalorada y asumida como de calidad inferior porque históricamente se supone que esos alimentos son remedos de la comida de la clase dominante, en tanto cuenta con denominaciones como pan de pobre, carne de pobre, en general, comida de pobre; esta forma de alimentación prácticamente ha caído en desuso en la localidad de estudio: actualmente sólo es consumida por las personas más ancianas.
Sin embargo, cabe reconocer que durante más de cuarenta años varios académicos han analizado la importancia de la dieta de la milpa: y esta comienza a reconocerse como una alternativa saludable de alimentación (Almaguer et al., 2016), incluso como una opción viable ante la crisis alimentaria mundial que, como ha señalado Messer (2006), se refiere más bien a la crisis de un modelo de alimentación basado en la proteína animal e impuesto como el adecuado.
En este sentido, se retoma la perspectiva decolonial a fin de hacer evidente la colonialidad y sentar las bases para lograr un proceso de resignificación y revaloración a largo plazo que, como señala Grosfoguel (2005), no se reduce a un acontecimiento jurídico-político único, pero que inicia con el cuestionamiento a la supuesta validez universal de los conceptos emanados desde espacios histórico y culturalmente generados por los grupos hegemónicos, utilizados para explicar el funcionamiento del mundo civilizado.
La exposición siguiente se divide en cuatro apartados: el primero incluye conceptos esenciales para la interpretación de los resultados; el segundo refiere algunos aspectos importantes orientados a comprender el contexto espacial y humano de la investigación; el tercero aborda la información etnográfica recabada; el último contiene algunas reflexiones sobre la importancia de la recuperación de la memoria alimentaria para obtener la seguridad, en el mismo sentido, a nivel nacional.
a) Cultura alimentaria. Significados, memoria y emociones
El ser humano expresa su existencia no solo generando constructos materiales, sino significados con los cuales dota de sentido a todo aquello que le rodea: el ambiente natural, el mundo social, el cuerpo mismo y sus principales procesos. Por ello, el hecho biológico de la alimentación que ocurre en todos los seres vivos; en el caso del hombre, se complejiza al ser transformado en un sistema de significados asociados con la comida (Mintz, 2003), la cual muestra importantes variaciones entre diversas sociedades. Los significados implican acuerdos sobre las características del mundo, reconocidos colectivamente por un grupo social determinado; su trascendencia radica en que fundamentan y dan sentido a la acción social, en tanto son la base para comprender los cambios alimentarios acontecidos históricamente.
Mintz (2003), desde el marco de los estudios de la alimentación, hace el llamado para considerar las relaciones de poder y sus diversas manifestaciones, así como la manera en que inciden en la conducta alimentaria; separa aquellas relaciones de poder expresadas de manera material mediante el control de la tierra, de los medios de producción y la fuerza de trabajo, de otra forma de poder más sutil: la imposición de significados, determinante para aquello que se elige consumir y que genera cambios en los hábitos de alimentación.
Para analizar cómo operan las hegemonías a nivel simbólico sobre los modos de percepción de la comida, Mintz (2003) propone dos conceptos concretos como herramientas analíticas: el significado externo y el significado interno. El primero aborda los sistemas de significados producidos y administrados por los grandes subsistemas institucionales —macroeconómicos y políticos— que detentan la hegemonía mundial y conforman los grandes contextos propiciados por las condiciones económicas, sociales y políticas del entorno; es un concepto útil para aludir a la monocultura de Occidente como instauradora de formas pertinentes de vivir, ser y estar en el mundo en consonancia con el modelo capitalista y que dicta, entre otras cosas, la construcción de la comida adecuada o inadecuada desde la perspectiva de la sociedad dominante, así como los procesos establecidos para producirla.
Por su parte, el significado interno se refiere a las maneras específicas en que los actores sociales expresan su agencia al generar e interiorizar significados propios o reformulaciones de los significados externos, mediante la construcción de asociaciones específicas —incluidas las afectivas—, articuladas en función de los horizontes de sentido particulares, como fundamento de la práctica social con base en la experiencia histórica, en continuo diálogo, negociación o resistencia con los contextos de significado externo. En el caso de la comida, Mintz expresa:
Los alimentos que se comen tienen historias asociadas con el pasado de quienes las comen: las técnicas empleadas para encontrar, procesar, preparar, servir y consumir alimentos, varían culturalmente y tienen sus propias historias. Y nunca son comidas simples; su consumo siempre está condicionado por el significado (2003: 28).
Para articular la complejidad de los procesos vinculados con la comida consumida en una sociedad acotada en tiempo y espacio, este autor propone el término cocina o cuisine que, en términos genéricos, no es un conjunto de recetas o una serie de alimentos asociados, sino el sentido y los significados de las prácticas realizadas por un colectivo social en torno a la comida:
Una legítima cocina [cuisine] tiene raíces sociales comunes, es la comida de una comunidad [de] personas que usan de modo regular ingredientes, métodos y recetas para producir su comida de cada día así como alimentos festivos, comiendo más o menos consistentemente la misma dieta y compartiendo lo que cocinan con los demás (Mintz, 2003: 136-137).
Si bien en el caso de México no puede hablarse de una cocina mexicana, sino de distintas cocinas regionales vinculadas profundamente con los diversos ámbitos ecológicos en que habitan los grupos humanos, también es cierto que todas poseen una matriz histórica común relacionada con la agroecología mesoamericana articulada en torno al cultivo de la milpa y sus productos asociados: maíz, frijol, calabaza y chile. A lo anterior se agrega el mestizaje alimentario, forjado a través del tiempo mediante diversos y complejos procesos de apropiación, reformulación o pérdida, tanto de alimentos como de procesos alimentarios, por una parte, y de imposición o negociación de significados asociados, por otra.
El concepto cocina permite explicar generalidades, pues enfatiza la existencia de una población, con raíces sociales comunes, enfocada en la producción de comida expresada a través de ciertas prácticas culinarias; sin embargo, para abordar los saberes y prácticas alimentarias de los pueblos indígenas, resulta más adecuado el término cultura alimentaria, dado que evidencia su integración en horizontes de sentido abarcativos que denotan significados propios vinculados con nociones particulares del mundo y del hombre construidos históricamente, transmitidos intergeneracionalmente y fijados en la memoria por diversas vías.
Cultura alimentaria implica también el reconocimiento de saberes ancestrales y prácticas específicas sobre el manejo del territorio y sus recursos, desde perspectivas, valores y significados que reflejan formas especiales de relacionarse tanto con el ambiente humano como el extrahumano, colectivas y transmitidas intergeneracionalmente a través del tiempo.
Respecto a los procesos de transmisión y apropiación cultural, algunos estudiosos (Bloch, 1998; Fentress y Wickham, 2003; Assman, 2008, entre otros) han descubierto el importante papel de la memoria no solo en el traspaso de emisor a receptor, sino en la adecuación y aplicación de los conocimientos ya adquiridos a nuevos eventos y situaciones.
Bloch (1998: 30) ha descubierto, por ejemplo, que no todos los aspectos de la cultura se transmiten verbalmente, sino que la gran mayoría de los conocimientos se integran al pensamiento mediante haces de significados que se diseminan por múltiples vías de manera simultánea; esto hace posible recuperar la información cultural rápidamente a través de percepciones de los sentidos, aspectos cognitivos de los usos aprendidos y por evaluaciones y recuerdos de ejemplos típicos, lo que posibilita recordar una gran cantidad de significados y vincularlos con sentido.
Fentress y Wickham (2003) encuentran que la tendencia a dividir el conocimiento en tres categorías7 ha provocado que se considere real únicamente al proposicional, como si se tratara de un texto u objeto que existe dentro de las cabezas; por tanto, deja de lado otras formas de conocer. Asimismo, explican que recordar es un proceso vinculado con emociones, sentimientos y fantasías o imágenes sensoriales, de manera que es posible evocar mucha información cultural sin saberla, es decir, antes de ponerla en palabras.
Estos autores centran la transmisión cultural en la memoria y distinguen dos tipos: la semántica y la episódica. La memoria semántica conserva el conocimiento de los hechos que no forman parte de la experiencia vivida, se organiza racionalmente a través de una red de conceptos, recuerda mediante símbolos con diversos significados y siguiendo un sentido; por su parte, la memoria episódica se refiere a las vivencias y experiencias, se ordena en series temporales y recuerda mediante situaciones evocadas.
Sobre la memoria episódica, Assmann (2008), otro estudioso de los procesos de transmisión cultural, encuentra que se divide en dos: la escénica (eminentemente visual, se aleja del sentido y la coherencia) y la narrativa (se organiza lingüísticamente); esta distinción sustenta la diferencia entre un recuerdo espontáneo surgido ante una evocación generada por un referente externo (un aroma, un sonido, un color) y un recuerdo voluntario que implica la asociación consciente.
Si bien ya otros autores habían tocado el tema de la importancia de las emociones, Assmann (2008) reconoce su importancia para la transmisión cultural al señalar que, a pesar de que la experiencia es individual, toda memoria es social pues surge del contacto entre los seres humanos, en la socialización; afirma que
tanto para la fijación de los recuerdos como para el olvido de los sucesos, las emociones tienen un papel decisivo: el amor, interés, simpatía, sentimientos de solidaridad y deseos de pertenencia; pero también odio, enemistad, desconfianza, dolor, culpa y la vergüenza (Assmann, 2008: 19).
Enfatiza que “sin precisión estos [recuerdos] no se grabarían y sin horizonte no tendrían relevancia y significado dentro de un determinado mundo cultural” (Assmann, 2008: 19); considera que solo mediante formas de comunicación afectivamente plenas, la estructura, la perspectiva, la relevancia, la precisión y el horizonte entran en la memoria, lo cual vale para la memoria narrativa, pero es fundamental para la memoria escénica, ya que las imágenes y escenas se imprimen exclusivamente gracias a su precisión emocional, mientras que en la memoria narrativa deben sumarse factores interpretativos (Assmann, 2008).
La trascendencia de las percepciones y de las emociones en la transmisión de la cultura parte de comprender que sus contenidos —los significados— se constituyen valorativamente y se engarzan en el sujeto involucrándolo por medio de la intención, la motivación, el deseo y, sobre todo, las emociones que vehiculan (Ramírez, 2001). No obstante, en el paradigma dominante en las ciencias sociales, las emociones han sido abordadas como si se trataran de efectos mesurables: movimientos músculo-faciales, presión arterial elevada, procesos hormonales y neuroquímicos, en síntesis, como expresión de instintos específicos de una psique humana genérica; el mejor ejemplo radica en el enfoque psicológico, lo cual posiblemente se explica por la idea subyacente de que las emociones pertenecen a una dimensión puramente individual o natural opuesta a lo aprendido en el marco del comportamiento social. Desde esta perspectiva, las emociones corresponderían al ámbito individual-corporal-natural, mientras que lo cognitivo y, por tanto, la razón corresponden a lo colectivo-social-cultural.
Sin embargo, desde los trabajos pioneros de la antropología en estos temas (Lutz y White, 1986) se ha cuestionado esta dicotomía naturaleza-cultura y se ha evidenciado que las emociones, si bien tienen efectos mesurables eminentemente físicos, también se incrustan en espacios de significados que vinculan juicios y valores socialmente aprendidos. Por consiguiente, el interés de aquellos que definen la emoción como una construcción social (Surrallés, 1998) se centra mucho más en el vínculo con su contexto: sustentan que, si bien radica en la conciencia individual, ha sido socialmente construida y compartida a partir de procesos de transmisión específicos; de esta forma, su análisis brinda elementos para comprender la subjetividad compartida, en un momento dado, de un grupo social particular y, por tanto, ayuda a comprender el sentido eminentemente afectivo que guía no solo los procesos de configuración de la memoria y los diversos modelos cognitivos, sino la construcción de toda práctica social.
La pertinencia de este marco teórico radica en que permite explicar la manera en que las emociones vividas y el recuerdo se engarzan en la memoria, reforzando el significado externo impuesto por los grupos sociales dominantes que califican, de manera denigrante, los alimentos que los entrevistados comían en su niñez, al llamarla comida de pobre; la localidad y los pobladores en quienes se centra este artículo se caracterizan enseguida.
b) La cabecera municipal de Jilotepec
La cabecera municipal de Jilotepec se localiza en la zona central del estado de Veracruz, a nueve kilómetros —aproximadamente, 20 minutos— de la ciudad de Xalapa, con la cual se comunica de manera constante a través de rutas de transporte colectivo. Los pobladores mantienen una relación muy profunda de intercambio con la ciudad: allí trabajan, estudian o van de compras; de hecho, aunque la población cuenta con dos jardines de niños, dos primarias, una secundaria y un telebachillerato, las madres comentan que, quienes tienen los recursos para ello, prefieren enviar a sus hijos a Xalapa a partir de la secundaria, de manera que los jóvenes que asisten a la secundaria y al telebachillerato generalmente pertenecen a las poblaciones vecinas.
La localidad de estudio tiene un origen prehispánico y se reconocía, desde la época colonial y hasta hace pocos años, con un nombre compuesto que unía a un santo católico —la santa patrona, la Virgen de la Asunción— a un topónimo en lengua indígena: Jilotepec —‘cerro de elotes tiernos’, en náhuatl—, lo que le brinda reconocimiento histórico como pueblo de indios, aunado a la declaración de sus pobladores de que sus abuelos y bisabuelos son de origen indígena totonaco; sin embargo, desde mediados del siglo pasado ya no hablan la lengua totonaca, no visten indumentaria tradicional ni se reconocen como indígenas.
La cabecera municipal de Jilotepec actualmente presenta baja marginalidad, cuenta con 3 871 habitantes y es considerada una población urbana con presencia indígena (inegi, 2010); en el conteo de 2015 se registraron 37 personas que aún vivían en hogares indígenas y únicamente 9 personas mayores de 80 años que hablaban o recordaban haber hablado el totonaco. Los pobladores de Jilotepec pueden considerarse de origen indígena, con base en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que en su artículo segundo señala que los pueblos indígenas “son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas” (citado en Flores-Guzmán 2013: 39).
Los habitantes de Jilotepec no tienen una vida comunitaria muy activa, han perdido sus formas de representación cívica y ya no promueven el trabajo comunitario; los resquicios de este sistema se encuentran en las mayordomías presentes en las celebraciones religiosas, sostenidas por las familias más antiguas del pueblo que todavía profesan la religión católica. De acuerdo con la categorización propuesta por Gomezcésar (2011), la cabecera municipal de Jilotepec es definida como un pueblo urbano en función de su pasado rural y agrícola relativamente reciente, por su cercanía con Xalapa, la capital del estado, y porque su población alcanza el número necesario para ser considerado localidad urbana.
Actualmente las actividades económicas de sus habitantes corresponden al sector secundario —obreros— y terciario —albañiles, jardineros o profesionistas empleados el área de servicios—; una baja proporción se dedica a la agricultura.
Como se indicó al inicio de este escrito, durante la primera fase de la investigación de campo –mediante talleres sobre cultura alimentaria con las madres participantes en el programa Prospera–, se evidenció que la mayoría de las personas ya no produce sus alimentos; llevan una dieta básica de tortillas y frijol complementada con carne de pollo y de cerdo e integra muy pocas cantidades de frutas, verduras y hortalizas de temporada. También forman parte del patrón alimentario las bebidas azucaradas como refrescos y jugos artificiales; pan dulce y de sal; embutidos como jamón, salchicha, chorizo; enlatados como atún y sardina; productos envasados y procesados como leche, queso, yogurt, margarina, mayonesa cereal y café instantáneo; pollo y huevo de granja; el aceite vegetal se consume excesivamente en alimentos fritos y capeados. El azúcar refinado ha desplazado el consumo de la panela y de la miel de colmena.
Sin embargo, las personas más ancianas detallaron una dieta con características muy diferentes: siguen cultivando en sus pequeños huertos familiares e intercambiando productos frescos que consumen cocidos, asados u horneados. Ante la reducción tan significativa de alimentos vinculados con la milpa en las generaciones más jóvenes, resultó interesante indagar las causas por las que los conocimientos alimentarios, vigentes en las personas ancianas entrevistadas, habían interrumpido su flujo hacia las siguientes generaciones.
A lo largo de este apartado, se incluyen algunas citas retomadas de las grabaciones realizadas en campo, con el fin de mostrar los resultados encontrados.
Aquí ya casi nadie se dedica a la agricultura; mi papá cultivaba y siguió cultivando hasta que murió a los 102 años. Pero yo ya no; nomás cuido algunas plantitas en mi corral, pero es para comer con la familia. No es para venta. Mi trabajo siempre fue como albañil; todavía ahora, de vez en cuando salen trabajitos. Así vivimos la mayoría de la gente de mi generación; los que estudiaron pues se movieron para Xalapa o para otros lados; los que no, nos quedamos a vivir en el pueblo (Entrevista a don Francisco, 78 años, 3 de noviembre de 2017).
A pesar de encontrar en los recorridos por la localidad algunos sembradíos de maíz en huertos familiares y pequeños terrenos aislados, solo fue posible contactar a un joven egresado de Agronomía que se dedica de manera regular al cultivo de los elotes, práctica que, de acuerdo con la tradición oral, era la predominante hace cincuenta años, según recuerda don Luis:
Yo me acuerdo cuando toda la gente tenía sus milpitas; en ese tiempo no había una, sino dos cosechas. Los elotes eran bien grandes, la gente vendía la mitad y la otra mitad se dejaba para que se volviera maíz y con eso se hacían las tortillas. Ahora ya no, ya nadie quiere sembrar. Dicen que porque ya no sale [ya no es rentable económicamente]; yo pienso que más bien es porque ya no les gusta el trabajo del campo. Yo todavía sigo cultivando algunas cositas en mi terrenito: lechugas, ajos, rabanitos; a veces los vendo entre los vecinos y siempre es una ayuda (Entrevista a don Luis, 73 años, diario de campo, 4 de noviembre de 2017).
Los alimentos que los entrevistados consumían en su niñez estaban vinculados con la milpa —maíz, frijol, calabaza y chile— y complementados con productos de caza, pesca y recolección. Todos coincidieron en señalar que cuando eran niños “había más cosecha, más monte y animales de monte que podían cazarse”, “había más agua en los manantiales”, además de animales acuáticos en los riachuelos cercanos. La gran mayoría recuerda que sus padres se dedicaban al cultivo de la milpa y que de ellos aprendieron a reconocer las plantas silvestres comestibles y a recolectarlas por temporada.
Cuando era niño, había más monte y más agua en los arroyos. Ahora, después que abrieron la carretera del libramiento, más afectados quedamos; ya casi no hay agua. En ese tiempo, cuando yo estaba chamaco, tampoco estaban sucios los arroyos. Se hacía la milpa dos veces al año y teníamos elotes para comer y para vender; no se ganaba mucho, pero no faltaba[n] el maicito ni el frijol para comer… a menos que llegara la tromba o la helada, y se perdiera la cosecha; ahí sí que se ponía difícil la cosa. No se comía tanta carne de pollo, de cochino o de vaca como ahora, pues no había dinero para comprarla de diario. La carne se comía nomás en las fiestas y los animales que se sacrificaban se criaban en los patios o andaban sueltos por todos lados. En época de aguas se recogían muchos tipos de hongos en el monte y también había quelites de varios: la lengua de vaca, la hierba mora, el berro, las verdolagas, la hierba de la Virgen, había bastante. En esos tiempos la carne que no costaba era de caza; se podía ir al monte a cazar el toche [armadillo], el conejo y la ardilla. También se podía pescar en los ríos. Me acuerdo que había unas frutitas como capulines que las mujeres usaban para pintar los hilos con los que tejían su ropa y decían que con los orines quedaban fijos los colores; se pintaban los hilos para bordar o tejer, porque aquí antes se vestía distinto y se hablaba el totonaco. Pocos eran los que no lo hablaban. Las camisas y los pantalones de los hombres me acuerdo que me decían mis papás que eran de manta blanca; eso ya no me tocó verlo. Pero sí vi a las mujeres vestidas de liaditas ellas bordaban sus blusas y sus fajas se tejían en telar de cintura con hilo de lana de borrego; también era de lana su falda y su quechqueme que se ponían para el frío. Se comía mucho el cuajilote, se cocía con piloncillo, así como ahora se sigue cociendo la calabaza. También se comía bastante la yuca, la malanga esa no se cultivaban acá, porque no se dan; esas nomás se compraban porque las traía a vender la gente. El chayote espinoso se comía bastante en muchos guisados, pero ya no les gusta tanto comerlo; aunque se sigue cultivando en las casas y se comen las guías y la raíz (Entrevista a don Francisco, 78 años, 26 de noviembre de 2017).
Se integra esta amplia narración porque aborda las antiguas condiciones de vida de Jilotepec, incluido el entorno social, y reflejan aspectos comunes de las entrevistas, entre ellos, la dependencia de la alimentación de los productos de la milpa y la vulnerabilidad ante eventos climáticos —por la relativa cercanía con la costa del Golfo— como trombas (ciclones) o heladas (frentes fríos) que, al ocasionar la pérdida de cosechas, generaban penurias y hambre, periodos en los que los recursos alimentarios resultaban insuficientes, pese a su abundancia en el territorio.
Sobre el consumo de carne, los entrevistados coinciden en señalar que resultaba escaso por el costo elevado; sin embargo, cuando tuvieron los recursos para adquirirla, tampoco aumentó su ingesta. Por ejemplo, don Esteban respondió lo siguiente:
Pues sí, me como una o dos piezas de pollo con mole y me sabe sabroso, o unas costillitas en chile seco, pero no es algo que quiera comer todos los días: es comida pesada. Yo prefiero comer mis frijoles cocidos con salsa, pero eso sí, con tortillas de mano, no de tortillería. Así es como aprendí a comer y así es como me gusta (Entrevista a don Esteban, 78 años, 26 de noviembre de 2017).
Resulta significativo que, si bien se asocia la baja ingesta de carne con la escasez de recursos y actualmente muchas de las personas entrevistadas tienen las posibilidades económicas para su consumo diario, no la incluyan en su dieta porque se perciben como alimentos pesados, en comparación con el patrón alimentario aprendido en la infancia.
c) Recuerdos dolorosos y comida de pobre
En este apartado, se aborda la manera en que las personas ancianas han construido sus recuerdos de carencia y las han articulado con el consumo de alimentos tradicionales; la mayoría de quienes fueron entrevistados consideran que su alimentación tradicional resulta sabrosa y señalan que la han consumido toda su vida, a pesar de que, en muchos casos, decidieron no extenderla a los hijos, o bien, estos dejaron de consumirla al alejarse del hogar paterno para trabajar o estudiar.
En el siguiente testimonio, don Anastasio menciona algunos alimentos que consumía desde que era niño y que han desaparecido de las dietas de generaciones jóvenes:
El frijol gordo es muy sabroso, aquí ya casi nadie lo come; sirve para hacer pintitos, que son tamales de masa de maíz con manteca y sal a la que se le revuelve el frijol gordo tierno y se envuelve en hoja de maíz, para luego cocerse; también se come en caldo. El frijol chichan –también ese ya casi no se come– es como silvestre; saca flores color rojo; estas flores se comen como quelite: hervidas con sal o se preparan con huevo en tortitas o en salsa y pipián, se pueden rellenar tamales con ellas. Antes nos decían los ricos presumidos que esa era la carne de los pobres, igual nos decían de los hongos, pero la verdad son comidas muy sabrosas. Los jóvenes ya no los comen, prefieren el jamón y las salchichas.
El frijol chichan también es sabroso, pero es muy duro; también se está dejando de comer, ya nada más se usa para rellenar las gorditas que se llaman tlayoyos. También con este frijol se hace un tamal que se come en las fiestas: lleva una capa de masa con manteca y sal y luego una capa de este frijol molido con su hoja de aguacate, luego otra capa de masa y así; luego se envuelve y se coce en la olla. Ese tamal sirve para acompañar el mole en las fiestas, al igual que el xoco. Ese tamal de frijol es difícil, el xoco es fácil. Nomás que el xoco debe ser de masa agria (ahora la gente ya no deja agriar la masa, no le gusta) y luego se le pone la manteca o asiento; ahora le ponen caldo de pollo, pero antes no. Luego a la masa la envuelven con hoja de macuilillo o cincohojas –así le dicen porque la hoja tiene forma de manita–; o puede ser con hoja de caballero –creo que a esa también le dicen hoja de tablilla–; cada hoja le da un sabor diferente. Cuando era niño mi mamá nos daba los xocos para acompañar el café. Cuando lo comíamos así, el tamalito acompañando al café, nos decían los ricos presumidos que ese era el pan de los pobres, ahora casi no se comen solos, se acompañan con molito. Ya no es tan común esta comida, ha ido cambiando (Entrevista a don Anastasio, 74 años, diario de campo, 15 de enero de 2018).
Para los ancianos entrevistados, la comida que tomaban cuando eran niños era sabrosa y saludable; la siguen consumiendo “porque así se crece uno y no puede cambiarse el gusto”. En la visión local la buena comida, explicada desde el significado interno, permite a quien la consume efectuar adecuadamente las actividades que le corresponden de acuerdo con su edad y sexo, de manera que se vincula de forma directa con la fortaleza física.8 Las personas entrevistadas valoran la dieta de su infancia, por ello la siguen consumiendo: forma parte de la buena comida.
Sin embargo, esta visión de buena comida se enfrenta con la del otro, que la demerita al denominarla comida de pobre; ese otro es aludido de distintos modos: el rico presumido —presente en ocho entrevistas—, la gente de razón —término en desuso, mencionado solo en cuatro entrevistas a personas mayores a los 90 años—, y la gente alzada o que se siente más que uno —voces más reiteradas—; todos se refieren a aquellos que poseen (o así lo consideran) una posición dominante en la estructura social y, por tanto, consumen alimentos distintos —pan de trigo y carne de deveras— a los dominantes en la dieta indígena —alimentos de origen vegetal como maíz nixtamalizado, frijol, flores de frijol y hongos—.
Desde la perspectiva de quienes se encuentran en un rango superior de la estructura social local, en relación con los entrevistados, tales comestibles son desvalorizados y se asumen como remedos de la comida real: les llaman, despectivamente, comida de pobres. Pese a la manifestación de una resistencia cultural en las personas que aún toman estos alimentos, es interesante notar que tal consumo no ha sido transmitido a sus hijos, como se hace evidente en las narraciones que posteriormente se muestran.
La construcción de la comida de pobres que se apoya en la estructura social de dominio se ha enfrentado a una férrea resistencia cultural durante siglos; sin embargo, en el caso de la localidad en estudio, existe una construcción de significado interno que corrobora y acepta la visión ajena, al grado que ha modificado la conducta alimentaria de las siguientes generaciones; precisamente aquí intervienen la emociones como engarces de sentido que limitan la transmisión de la cultura alimentaria local, lo cual se hace evidente en la entrevista de don Nicanor, quien cuando era muy joven trabajó en el cultivo de caña:
En el terreno no había nada, nomás la caña. Y para comer nos daban a los trabajadores tres gordas grandes de masa revuelta con malanga cocida y sal. ¡Bueno que es ese alimento!, pues con eso teníamos para trabajar bien y bonito todo el día; nos llenaba y no nos daba hambre y bien fuertes que estábamos. (Entrevista a don Nicanor, 81 años, diario de campo, 12 de abril de 2018).
Al ser cuestionado sobre si había enseñado a sus hijos que ese era un buen alimento y si alguna vez se los había dado, contestó:
No. Ahora me acordé porque usted me preguntó, pero nunca les dije a mis hijos ni a mi esposa que eso es buena comida; es que eso lo comíamos porque era lo único que nos daban. Eso era comida de los trabajadores, no de los patrones, y yo siempre quise que mis hijos comieran como patrones (Entrevista a don Nicanor, 81 años, diario de campo, 12 de abril de 2018).
En tal respuesta, a pesar de que dicho producto9 es valorado por su aporte para el rendimiento físico, al vincularse con el recuerdo de las duras jornadas laborales en la zafra, su transmisión a las siguientes generaciones se vio afectada. La negativa para heredar este conocimiento parte, entonces, de la valoración social imperante –significado externo– que el interlocutor ya había asumido como propio –significado interno–: decidió que sus hijos no debían comer como peones sino como patrones, y el patrón, evidentemente, consumía alimentos distintos, de mejor calidad.
Un ejemplo parecido es el de Don Alberto quien me contó lo siguiente:
Cuando yo era niño, a veces, cuando se perdía la cosecha por el mal tiempo, no había comida y mis hermanos y yo pasábamos hambre. Mi papá se iba a trabajar en lo que podía y nos dejaba a mi mamá y a mis hermanos con lo que quedaba del maíz de la siembra pasada. Cuando ya el maíz se estaba acabando, mi mamá, para que rindiera la masa, lo revolvía con el miahuatl, la flor de la milpa. Hacía unas tortillitas chiquitas que sabían dulce; nos decían de burla que eran pan de pobres; se comían acompañando el café. A mí me gustaban, pues cómo no, si era lo único que había (Entrevista a don Alberto, 76 años, diario de campo, 24 de enero de 2018).
Nuevamente, al ser cuestionado sobre la transmisión a los hijos sobre tal consumo, dijo: “no, nunca les dije que la masa se puede revolver con el miahuatl, porque no hemos tenido necesidad de comer así, eso era por el hambre”. La mezcla de masa con miahuatl forma parte de la cultura alimentaria local, sin embargo, su ingesta se ha asociado con la carestía causada por el mal tiempo; eso ha limitado la difusión intergeneracional.
A lo largo de las entrevistas se encontraron muchos casos parecidos, como el expuesto por don Manuel:
Cuando era niño me acuerdo haber visto a mi mamá que recogía uno o dos huevos de las gallinas que teníamos en el corral y los vaciaba a la masa, luego la batía y con eso preparaba las tortillas; pobrecita, eso hacía para que todos pudiéramos comer, pues no había suficientes huevos para que cada hijo comiera uno (Entrevista a don Manuel, 73 años, diario de campo, 30 de abril de 2019).
Respecto a la transferencia de ese platillo a esposa e hijos, don Manuel aseguró:
No. Mis hijos ya no comieron así, por ellos yo he trabajado toda mi vida, para que no tengan privaciones y para que coman puro bueno. Aunque parece que lo bueno no es tan bueno. Tan jóvenes, apenas andan en los 50 años y ya están bien gordos y enfermos (Entrevista a don Manuel, 73 años, diario de campo, 30 de abril de 2019).
Este caso, llama la atención que el consumo de huevo mezclado con masa se encuentra registrado en las fuentes documentales de los cronistas, lo que demuestra un origen ancestral. No obstante, la vinculación de ese platillo con la pobreza, como recuerdo doloroso, aunado a la visión dominante de que cada persona debe consumir al menos un huevo, potenció el rechazo al alimento, impidiendo su transmisión y reforzando, desde el ámbito interno, la significación externa de que se trata de comida de pobre. Destaca, por otra parte, la reflexión —dominante en los testimonios— sobre si la forma en cómo se enseñó a comer a los hijos realmente implicó darles lo mejor.
En el trabajo de campo se establecieron varias formas de preparar la masa de maíz al mezclarla con otros productos como yuca, malanga, plátano teteco, papa, chayotestle, miahuatl y huevo. En todos los casos, los platillos resultantes se han denominado comida de pobre y no se han legado, pese a que se recuerdan como sabores era muy agradables.
La versión de las mujeres mayores torna más evidente el nexo entre las formas de alimentación indígena y las emociones, pues sus recuerdos propician una aproximación a la dureza de las condiciones de vida en épocas específicas, como se percibe en el testimonio de una habitante de 93 años de edad, doña María.
Cuando me casé con mi señor, él se dedicaba al campo y yo a la familia; tuve cinco hijos. Me acuerdo que cuando la milpa estaba por acá así [señala una altura de 50 o 60 centímetros] y estábamos como en el mes de junio, mi esposo envolvía bien su azadón y su machete en una bolsa de plástico y la ataba con un lazo. Se llevaba un cambio de ropa en una bolsa de nailon y se iba para Xalapa a buscar trabajo como jardinero; luego aprendió la albañilería y con eso ya nos ayudamos un poco más y tuvimos suficiente para que los hijos estudiaran. Pero antes de eso, yo me quedaba en la casa con el poco maíz que quedaba para esperar a que salieran los primeros elotes; había que hacer rendir el maíz. En esos momentos preparaba unas buenas ollas de caldos de quelites acompañadas con tortillitas de masa con huevo y salsa de chile seco; hacía gorditas tapadas rellenas de chayotestle; hacía tamales de hongos con salsa o de quelite de pollo; comíamos guías de chayote y de calabaza solitas o con pipián y también ejotes cocidos y chayotes en pipián; también hacía atoles, unas buenas ollotas de atoles endulzadas con panela. Pero no se crea, siempre estaba el pendiente de que mi esposo estaba lejos y la preocupación de que le pasara algo. Eran épocas difíciles sobre todo cuando, por el mal tiempo, se perdían las cosechas y, aunque todos en el pueblo nos ayudábamos, había hambre en algunos momentos; hacíamos lo posible para que no pasara cuidando mucho lo que teníamos, pero a veces llegaba a pasar. (Entrevista a doña María, 93 años, diario de campo, 16 de marzo de 2018).
Al preguntar a doña María si continuó preparando esos alimentos para sus hijos, respondió:
Cuando mi esposo consiguió su trabajo como albañil, dejé de preparar esa comida para mis hijos; ellos se fueron a estudiar para Xalapa, pero siempre que llegaban me pedían que les hiciera la comida que comían de niños. Mi esposo y yo nunca cambiamos, le seguí preparando lo que comíamos de niños y lo que comimos en nuestros primeros años de casados hasta su muerte; él murió hace poco, a los 104 años (por la edad, no tuvo ninguna enfermedad, siempre fue muy sano, así como yo). Ya batallo para caminar y me canso rápido, pero es por la edad (Entrevista a doña María, 93 años, diario de campo, 16 de marzo de 2018).
Esta información acredita que, a partir de que tuvo mayores ingresos, el esposo se negara a continuar alimentando a los hijos con la comida que habían asociado a la pobreza; sin embargo, la pareja continuó con la dieta habitual y tuvo una excelente salud, aun a edad avanzada; los hijos no asimilaron la forma de alimentación de sus padres, pues “ya habían estudiado”, pero la pedían a su madre cuando estaban de visita.
Otra interlocutora, doña Vero, al ser entrevistada sobre lo que comía cuando era niña, refirió:
De puras tristezas quiere usted que hablemos. Mi papá era borracho y dejaba un poco de maíz para que mi mamá y sus hijos comieran, todo lo vendía y se iba por mucho tiempo. Nomás me acuerdo del hambre, yo estaba muy chica. Mi mamá salía al monte temprano y recogía quelites, ponía una olla bien grande llenita y los cocía con sal; de eso hacíamos nuestros tacos, pero me acuerdo que no nos llenábamos. Para poder vivir mi mamá lavaba vellones (así le decíamos a la lana recién cortada del borrego); siempre estaba bien sucia, era muy difícil limpiarla; se le ponía agua caliente y se golpeaba con un palo plano para sacarle la tierra; luego que se secaba, con un peine de alambre la separábamos para que no se apelmazara y pudiera hilarse. Todos los hijos trabajábamos, hasta los más chiquitos. Con esa lana las mujeres de por aquí hacían sus faldas y quechquemes. Por lavar un vellón nos daban mazorcas y con eso hacíamos unas poquitas tortillas que mi mamá y mis hermanos nos comíamos. Ya cuando estuve más grandecita le ayudaba a lavar y así, trabajando entre todos, dejamos de pasar hambre (Entrevista a doña Verónica, 98 años, diario de campo, 20 de abril de 2018).
Respecto a si doña Vero enseñó a sus hijos o nietos a comer lo que ella consumía cuando era niña, contestó rotundamente que no, pero afirmó que ella seguía alimentándose con muchos quelites, frijoles cocidos y tortillas elaboradas a mano, pues mucho de lo que sus hijos consumían no le fue nunca apetecible —como la carne, la grasa y los embutidos—; no consume azúcar y toma su café apenas endulzado con un poco de piloncillo porque, dice, “así aprendí de niña”.
d) A manera de conclusión
A lo largo de este trabajo se ha intentado demostrar la existencia de la significación externa que ha demeritado históricamente las formas de alimentación indígenas en México. Desafortunadamente, este significado externo, producto de la colonialidad, continúa existiendo y ha sido interiorizado tanto por los intelectuales como por los miembros de las clases altas y gobernantes, quienes han asumido de manera acrítica, y como modelo de aplicación universal, que la alimentación adecuada corresponde al modelo de los países centrales cuyo aporte proteínico descansa en los productos de origen animal, especialmente en la leche, la carne y el huevo, aun con la devastación ecológica que implican.
Con este marco de significación externa, los alimentos consumidos por los miembros de culturas distintas a la hegemónica, cuyo aporte proteínico fundamental10 se sustenta en la proteína vegetal, todavía se demeritan con el término de comida de pobre.
Si bien los pueblos de origen indígena han generado una resistencia activa para conservar su cultura alimentaria —lo que explica su existencia en pleno siglo xxi—, en el caso estudiado los recuerdos dolorosos de explotación, discriminación, burla o escasez vividos en la infancia o juventud por los interlocutores tanto hombres como mujeres, quedaron asociados en la memoria con sus patrones alimentarios.
Con el paso del tiempo y la interiorización de la modernidad, la forma de vida del campesino, sus costumbres, sus modelos de alimentación e incluso sus instrumentos de cocina, fueron validados de la misma manera: tener cocina de leña y moler en metate es de pobres y se ve mal.
Las personas consultadas mantienen un gran arsenal de conocimientos, heredados de sus padres, sobre saberes alimentarios vinculados con el ambiente que deben ser reconocidos como parte de una cultura alimentaria propia. Ante el embate de la crisis alimentaria y ecológica generada por el modelo hegemónico, es momento de despojar estos acervos de las asociaciones negativas, de hacerlos visibles y valorarlos como alternativas viables para la seguridad alimentaria local, regional y nacional. Que este trabajo sirva para ampliar la reflexión sobre el tema.
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Notas