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Mito como subjetividad (Una aproximación desde Blumenberg y Kolakowski)
José Turpín Saorín
José Turpín Saorín
Mito como subjetividad (Una aproximación desde Blumenberg y Kolakowski)
Myth as subjectivity (An approximation from Blumenberg and Kolakowski)
Contribuciones desde Coatepec, núm. 34, 2021
Universidad Autónoma del Estado de México
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Resumen: El mito como imposición social funciona como relato y valor que orienta y acomoda la realidad en la que nos desenvolvemos: la hace nuestra. Se defiende la presencia de un mundo vital en el mito como fenómeno presente en todos los ámbitos de la vida, necesidad justificativa de lebenswelt y que, de alguna manera, me tranquiliza y justifica. En este trabajo se presenta un diálogo de encuentro e interpretación entre las teorías de Hans Blumenberg (mito: disipación del miedo ante una cosmovisión compleja, prepotente y anónima capaz de descifrar) y Leszek Kolakowski (mito: lo que mantiene unida y cohesionada a una comunidad).

Palabras clave:ComplejidadComplejidad,cosmovisióncosmovisión,mitomito,naturalezanaturaleza,subjetividadsubjetividad.

Abstract: The myth as a social imposition that works as a story and a value that guide us, accommodating us to the reality in which we develop, making it “ours”. I defend the presence of a “vital world” sustained in the myth as a phenomenon that exists in all areas of our life, a justified need of “lebenswelt” and that somehow reassures and justifies me. For this, I will maintain a dialogue of encounter and interpretation between Hans Blumenberg’s theory (myth: dissipation of the fear in front of the complex, arrogant and anonymous world view, capable of deciphering) and Leszek Kolakowski’s theory (myth: what keeps a community together and cohesive).

Keywords: Complexity, world view, myth, nature, subjectivity.

Carátula del artículo

Artículos de investigación

Mito como subjetividad (Una aproximación desde Blumenberg y Kolakowski)

Myth as subjectivity (An approximation from Blumenberg and Kolakowski)

José Turpín Saorín
Universidad de Murcia, España
Contribuciones desde Coatepec, núm. 34, 2021
Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 27 Diciembre 2019

Aprobación: 02 Junio 2020

Vaya este mito hasta donde el rumor quiera llevarlo.

Platón, República

Introducción

En las últimas décadas, vuelven con ímpetu la reflexión en torno a la construcción de las subjetividades y el mito como huella del modo en que nos queremos en el mundo. A partir de dos mitólogos que parten de la misma base antropológica, Blumenberg y Kolakowski, los cuales configuran el sustento del presente artículo, aquí se aborda el concepto de mito: necesidad humana que nunca fue superada y que nos conforma. Así, en un tiempo cambiante como el actual, se insiste en definir una nueva subjetividad donde el mito tiene algo que decir.

Blumenberg3 se nos presenta cuando se lee, asegura Krüger (citado en Wetz, 1996), pero no resulta nada fácil su lectura, añade. No obstante, la línea de trabajo que aquí interesa se perfiló a lo largo de sus obras con la idea de construir una teoría del mundo de la vida que, por propio que resulte, no se asegura sea entendida. Blumenberg, partiendo de la fenomenología4 de Husserl, intenta dar sentido a la propia irracionalidad del mundo que nos supera y aterra, pero que al mismo tiempo somos capaces de domesticar, al brindar cierto aire de naturalidad a lo desconocido, con el mito como primera forma de skepsis y, por tanto, como la primera forma de ilustración, esclarecimiento y superación de la opacidad absoluta de la indeterminación en la que la naturaleza dejó al hombre.

Por su parte, Kolakowski,5desde un racionalismo crítico, plantea que una sociedad de la tecne, que parece haber perdido toda capacidad para la transcendencia, necesitará del mito, entendido como funcionalidad de sentido y, sobre todo, de cohesión y estabilidad cultural. Los mitos para Kolakowski no son solo construcciones específicamente religiosas, pues están presentes en todas las formas de comunicación humana que incluyen cuestiones metafísicas (aquellas no susceptibles de transformarse en cuestiones científicas). El mito como conciencia arraigada implica actos de afirmación de valores con el afán de vivir en un orden axiológico y experimentado por igual, ámbito de experiencia existencial que constituye la condición de aferrarnos al mundo y, especialmente, acomodarnos a la comunidad.6

Como se ha adelantado, ambos mitólogos7 abonan el interés renovado producido en torno al mito. El derrumbamiento de la cohesión social, la pérdida de valores y del sentido de la vida hacen que este redescubrimiento no resulte del todo sorpresivo. La actualidad exige explicaciones, y las investigaciones sobre el mito en el actual devenir, sin duda, van a ayudar, como ya adelantó Cassirer (1974: 48): “De todas las cosas del mundo. El mito parece lo más incoherente e inconsciente”; bonito reto a desentrañar, en tanto agrega que “fue el primer maestro de la humanidad, el único pedagogo en la infancia del género humano” (Cassirer, 1974: 63).

Solo los mitos, con sus acólitos (leyendas, cuentos, fábulas, historias y sus escenificaciones rituales), se han encargado de responder a cuestiones importantes del ser humano a lo largo del tiempo y de generación en generación como transmisores de conocimiento: “un mito se refiere a acontecimientos pasados” (Lévi-Strauss, 1987: 232). Ahora bien, en la antigua Grecia se empezaron a cuestionar estas funciones y se planteó la necesidad de justificar y explicar relatos plagados de lagunas, con lo que se propició una fase social de desmitificación intelectual. Sin embargo, hay una advertencia: el mito no debe ser entendido (ya previó Platón) como razón irracional, porque no muere, es más, existe un tronco común, de donde emergen el mito y la ciencia, constituido por esa irremediable necesidad humana de domesticar los posibles, de amansar el caos o, sencillamente, de evitar la ansiedad y la esquizofrenia, justificando nuestro sí mismo; de esta manera, se intenta comprender una función vital del mito.

Lo anterior orienta a cuestionar qué interesa del mito. Para aclararlo debe partirse de la comprensión sobre su funcionamiento: en primer lugar, como relato con tintes de veracidad a la vez que explicativo; en segundo, como creencia que puede ser transmitida de una generación a otra; en tercero, cual vivencias que dan significación, control y cercanía y, por lo tanto, sentido de unidad a la vida en relación con el mundo circundante. Así, el mito de origen resulta una aproximación primaria con triple funcionalidad —explicativa, pragmática y simbólica—, que cumple a toda costa con justificar la existencia del mundo y del hombre, como un nexo de unión entre el pasado y el presente —la situación actual responde a algo acontecido en el origen—.

Entonces, la importancia del mito radica en su funcionalidad como construcción presente en la vida, así como su relación y posible aplicabilidad en una sociedad compleja y llena de incertidumbres ante la pérdida de lo dado por supuesto; es decir, interesa por su utilidad al servicio de la vida, “como imagen comprimida del mundo” (Nietzsche, 2000: 145) que da sentido a la vida. Nietzsche, como Dilthey (1978), abordó el concepto de cosmovisión con la meridiana intención de caracterizar las diversas representaciones del mundo que producen las sociedades humanas, en cuyo marco se presenta el mito cumpliendo su acción como elemento central que dota de significado a lo desconocido e, incluso, a lo conocido: borbotón de coherencia vital irreductible a la lógica racional y a los cortes históricos que conforman una historia a la vez verdadera e irreal.

Por ejemplo, el papel de esclavo nunca resultó agradable; sin embargo, por ingrato que pueda haber sido, quienes tuvieron que desempeñarlo vivían en un mundo visiblemente reconocible en el que podían orientar su vida, conducta e identidad con cierto grado de confianza; no estaban obligados a reacomodar cada mañana el sentido de su existencia. Esta perdurabilidad era compartida por los esclavos y por sus amos, aunque cabe suponer que estos se sentían más cómodos con su vida que aquellos; Hegel (1977) lo recuerda en su recurrente capítulo “La dialéctica del amo y el esclavo” en Fenomenología del espíritu. Por tanto, se insiste en el mito como base en la que se sustenta y justifica mi mundo de la vida.

Hoy ninguna interpretación puede ser tenida, entendida y aceptada como única, verdadera e incuestionablemente adecuada, ya que la complejidad de la sociedad implica bucear en un constante desasosiego que necesita respuestas; de ahí, las situaciones que a menudo llevan a dudar sobre si acaso estas no se deberían haber vivido de manera absolutamente distinta a como se ha hecho. Tal constituye, en realidad, el trasfondo más crudo: la evidencia instantánea de una tragedia que desemboca en la desesperanza de un ser (humano) desvalido e insatisfecho, lo que debiera sugerir si podría el mito compensar parte de esa inestabilidad existencial o, de modo más concreto, si se presenta a través del mundo de mi vida; incluso, un poco más arriesgado: ¿justifica mis acciones y mis contradicciones, ante , con pretensiones de universalidad?

1. El resultado del mito como fenómeno que se da

El mito tiene su propia riqueza y credibilidad.

Gadamer, Mito y razón

Dado que “la organización mítica del mundo [...] está siempre presente en la cultura” (Kolakowski, 2006: 15) y que “el mito es inherente a la cultura, al hombre [...], no es posible destruir el pensamiento mítico mientras haya sociedad humana” (Eliade, 1974: 137), resulta que la razón no es razón suficiente para desvincularnos del mito. Entonces, ¿el mito continúa siendo una referencia como noción que ha estado y sigue presente en todos los ámbitos de la vida? Durkheim (1976) fue de los primeros en notarlo: los mitos se adaptan a los cambios y a la historia (Malinowski, 1994).

Kolakowski intenta dar respuesta a estas cuestiones mostrando al mito como lo persistente en todos los ámbitos de la sociedad, conformado en la propia cultura, ya que “la organización mítica del mundo (reglas que aseguran la comprensión de las realidades empíricas como dotadas de sentido) está siempre presente en la cultura” (Kolakowski, 2006: 12). Visto así, y desde esta atalaya científico-técnica, el mito parece una desbocada suplantación borgiana de este mundo objetivo que brinda seguridad; un mundo tan moderno, tan científico, tan técnico, tan eficaz que la simple sospecha de que el mito esté presente produce sorpresa o rechazo.

Ahora bien, solo el mito permite enjugar la interminable deficiencia de realidad que amenaza a nuestra especie lo que, unido a su potencial papel como fenómeno complementario de la ciencia, orienta a “esforzamos por superar las inferencias del mundo apropiándonos de la tecnología” (Kolakowski, 2006: 97); así, se configura el mito como suplemento de una ciencia que, en cierto sentido, engloba todos nuestros quehaceres. Jacob (1981), genetista y premio Nobel de Medicina, atribuye al mito y a la ciencia la misma función vital, en tanto “ambos delimitan el campo de los posibles” (Jacob, 1981: 25), y precisa que no “tener una representación del mundo que sea unificada y coherente es probablemente una exigencia del espíritu humano. Si faltara aparecerían la ansiedad y la esquizofrenia” (Jacob, 1981: 26). Sin embargo, la gran diferencia es que el mito delimita las posibilidades por medio de los símbolos (como, por ejemplo, los dioses o los monstruos), y la ciencia, a través de la representación matemática y los conceptos.

Así, tanto el mito como la ciencia parten de un tronco común: la necesidad humana de domesticar todo, familiarizar aquello que la supera. En ello redunda Blumenberg, al intentar comprender y legitimar el mundo de la vida y lo incuestionado: “los actos que resultan incomprensibles desde la mentalidad pragmática actual y de los que la mitología brinda una prefiguración. Esta priva a lo incomprendido de la pretensión de entenderlo y de verlo legitimado” (Blumenberg, 2004: 15). En La legitimación de la Edad Moderna, Blumenberg (2008), ya había puesto la ciencia natural moderna en el punto de mira, pues esta hace gobernable la naturaleza y forma parte de los medios de autoconfirmación humana contra la naturaleza hostil.8

A partir de una reflexión sobre el papel del mito en la existencia y el fundamento de la subjetividad,9se hace evidente una construcción nunca acabada, idea que persiste como fruto de complejos entramados en diversos procesos histórico-sociales y psíquicos y, por ende, de formas y sentidos de vida, lo cual conlleva un desafío a cualquier verdad presentada como definitiva. Esta manera de hacer pensar el pensamiento tiene su expresión más depurada en la exigencia ilustrada de Kant: sapere aude (atrévete a pensar): “ten el valor de servirte de tu propio entendimiento” (Maestre, 1988: 9). El supuesto que fundamenta ciencia y filosofía es que cada individuo puede hacer uso personal de su pensamiento, lo que Kolakowski, bebiendo de Descartes, denomina factor cógito: conciencia de que el yo que es la única certidumbre que puede tenerse (Kolakowski, 1990).

Interesantes resultan, en tal sentido, las aportaciones de K. Lorenz (1979), etólogo y premio Nobel en Medicina, quien mostró de forma exhaustiva que la vida es un permanente proceso de interpretación. Cada especie es una estructura operativa que acepta una franja de mensajes de su entorno y desencadena una serie de respuestas eficaces que le permite continuar viviendo; se trata de una complejidad creciente en la expansión de la vida, una vida inacabada, sin un límite definitivo en su pulsión por comprender y dominar el orden precario creado dentro del desorden inabarcable de posibles que la rodea. Aquí el mito aparece como respuesta a cuestiones e ideas distintas que se escapan a la descubierta por las ciencias, en cuanto se concibe como ser, verdad o valor capaz de armonizar “los componentes condicionados y mudables de la experiencia” (Kolakowski, 2006: 9), es decir, se trata de ampliar la importancia analítica y real del mito en la sociedad y su carácter como fenómeno social y como formas constitutivas de la configuración de la vida, de nuestras vidas.

El mito funciona, así, como ese elemento que proporciona seguridad y construye costuras entre mi mundo estable y mi mundo de incertidumbres, en tanto “el cerebro humano puede hacer que casi cualquier sistema parezca natural” (Washburn y McCown, 1978: 289), de manera que se constituye como una herramienta engarzadora, siempre presente. Al respecto, Kolakowski (2006) desarrolla una interesante noción de mito como algo presente en todos los ámbitos de la civilización contemporánea; lo coloca en todas las formas de comunicación humana, por lo que conforma lo intangible en cada cultura.

En definitiva, ¿qué necesitaría el mito para darse? Kolakowski habla de la existencia de cuestiones últimas o metafísicas, vinculadas siempre a esa “necesidad de defender y reafirmar” (Kolakowski, 2006: 15) la unidad de un grupo; es decir, requiere un conjunto de valores creados por los humanos como una manera de superar lo obvio —la no perduración de lo eterno—, y esto quedaría subsanado con la transmisión de estos valores como algo impertérrito, lo que implicaría una manera de ver el mundo como un continuo. Resulta que el hecho —o mejor dicho, el deseo— de continuidad es el “argumento que convierte al mito en motivo de creencia” (Kolakowski, 2006: 17), que me ayuda a entender mi mundo de la vida en relación con el mundo de manera continua, sin saltos. Si bien las leyes describen, no contienen indicadores de que deba ocurrir así; pero ahí está el mito que otorga esa secuencia.

Y, ¿qué significa que el mito se convierte en creencia? En él se dice y se piensa la verdad; implica seguridad porque establece los límites de las cosas y de los individuos. ¿Cómo? A través de los fundamentos propios en los valores de la cultura, lo que orienta a entender cierto ejercicio de fe en el mito, pues no podría sustentarse en la razón. ¿Quién puede hacerlo? La conciencia individual, el “despertar de la conciencia mítica” (Kolakowski, 2006: 20), lo cual podría implicar que carezca de un futuro asegurado, pues “el mito [...] anula las decepciones y pérdidas derivadas del pensamiento racional” (Blumenberg, 2004: 19).10 Por tanto, no es de extrañar que la relación entre el ser humano y el mito sea de estricta necesidad.

No obstante, en origen, Platón se enfrentó al mito y en particular a “los que circulan en el rumor de boca a oreja y lo condena en el vacío del saber” (Lorite, 2011: 14), en un claro ejemplo de mostrarlo como incoherencia del razonamiento, como lo absurdo. Blumenberg también lo refleja, a través de Nietzsche,11 y muestra cómo mito y verdad se han convertido en un problema: “la facilidad con la que el mito es sorprendido, demuestra que precedía a la obligación de verdad” (Blumenberg, 2004: 45). De igual manera, Aristóteles concibe al mythos en oposición a lo que es verdadero, aunque no enteramente, pues, pese a considerarlo invención, reconoce el uso retórico-poético de la palabra incluso frente al discurso de la historia (Aristóteles: 2000: 14). Entonces, ¿puede el mito considerarse muestra dada de verdad?

Se plantea, aquí, que realmente el mito no necesita de fundamentos científicos o racionales para darse, contra las esperanzas de Husserl en torno a que la experiencia se transforma en valores de conocimiento; el mito forma parte consustancial de cada uno, se encuentra e integra en el ámbito experimental (no de forma lógica, sino existencial), de tal manera que constituye la condición que aferra al mundo. “Por consiguiente, la legitimación de mi propia identidad, como la de la comunidad humana [...] exige de una opción mítica: la contenida en la categoría de ‘existencia’” (Kolakowski, 2006: 30). Y es que la tendencia al mito reside en la necesidad de afirmar valores, nuestros valores, brindando significación a nuestro ámbito experimentado, fenómeno que ante todo se da como “garantía de vínculos” (Kolakowski, 2006:120). Se trata de introducir un orden que parezca tan familiar como la naturaleza misma, tan inviolable como las fuerzas que determinan el mundo, de modo que sea inmodificable para el pensamiento o la acción del individuo, y que su trasgresión, además de ser un atentado a la realidad, al mundo, sea una agresión a la identidad del individuo. El mito es un recinto donde el individuo, desde sus primeros años, obtiene la seguridad colectiva de que su pensar y su obrar coinciden con la realidad del mundo (Ramnoux, 1968).

Así pues, razón y mito no resultan tan claramente contrarios como aseguraron los ilustrados con el ya citado sapere aude que espeta Kant en su ensayo sobre la Ilustración, aunque esta “haya perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores” (Horkheimer y Adorno, 1994: 59), donde el mito es un enmascaramiento antropomórfico, obra de la vanidad antropocéntrica. El logos, por el contrario, ocupa el lugar de la crítica y de la razón, lo que conduce a plantear si esto también se da desde un punto de vista práctico. Blumenberg confirma la relación señalada, al reconocer en el pensamiento mítico un servicio al conocimiento (Frank, 1994).

Si bien suele considerarse que las sociedades actuales se han desarrollado desde una instrumentalidad racional, ello no es incompatible con que sigan sosteniéndose relatos y verdades ahistóricas generadoras de una nueva reescritura del mito, ni con su uso diferente y diferenciado, pues no lo elimina de la realidad. En consecuencia, un mito representa un modo de exteriorización y objetivación de experiencias personales destinado a apaciguar la imagen de sí mismo, sustentada en arquetipos; propone modelos válidos para explicar el mundo actual, y casa las conquistas tecnológicas con las inquietudes del alma, en cuanto constituye una interpretación de la realidad de igual categoría que la propia ciencia. De manera categórica lo afirma Hübner (1996: 287): “el mito […] dispone de una ontología y una racionalidad de igual valor que las científicas”.

Blumenberg refuerza la idea; se muestra siempre incómodo ante la máxima de que mito y razón sean contrarios; defiende que ni el primero es irracional, ni la segunda ha significado —ni vendría a significar— la absoluta dominación sobre el mito, de manera que cuestionar implica ponerse al servicio del conocimiento: “la antítesis entre mito y razón es una invención tardía y desafortunada” (Blumenberg, 2003: 59). Tampoco lo considera un sucedáneo de la razón, sino una de sus particulares y autónomas formas de manifestación; propicia que la realidad, mi realidad, sea entendible y producto de mi subjetividad. Ahí estriba la fenomenología simbólica del mito: hacer el mundo, mi mundo, no como es —no es lo que aquí interesa—, sino hacerlo tal y como yo quiero que sea, pues el acercamiento a la vida se orienta no a conocerla, sino a vivirla: ofrece la oportunidad de tornar la subjetividad en una explicación objetivable.

El mito se convierte, en consecuencia, más que en un contrario, en un remedio ante la debilidad del logos: se encuentra en la respuesta matriz al absolutismo de la realidad. Solo el mito permite compensar la eterna imperfección de la realidad que amenaza a la especie humana: “el mito anula las decepciones y pérdidas derivadas del pensamiento racional” (Blumenberg, 2003: 19); se mimetiza, no tanto con la necesidad del saber como con la necesidad de la propia vida, generando estructuras de orden con el tácito fin de mantener a distancia una realidad, un mundo de la vida que se escapa y cuyo sentido se encuentra en tales estructuras ordenadoras sustentadas en el mito (historias, relatos y ciencia).

Blumenberg se dirige contra el cartesianismo que menosprecia el mito como pertenecientes a un estadio prelógico, pues “el mito lleva la sanción de su procedencia antiquísima e insondable, […] y su única justificación consiste en el hecho de hacer legible una posibilidad del comprender” (Blumenberg, 2003a: 165-166). Al respecto Kolakowski (2006) se muestra contrario e insiste en que la ciencia sería fruto del trabajo del entendimiento analítico y formaría parte de la voluntad tecnológica del hombre, excluyendo por ello, como saber legítimo, lo que no encierre posibilidad de aplicación técnica. Malinowski destaca esta imposibilidad: “[el mito] no es una explicación que venga a satisfacer un interés científico, sino […] que narra para satisfacer profundas […] reivindicaciones e incluso requerimientos prácticos” (Malinowski, 1985: 114). Blumenberg lo refuerza y señala que lo más atractivo del mito es su capacidad para hacer significativo el mundo, dotarle de significación (Bedeutsamkeit)12para hacerlo más familiar pues, si bien no coincide con la objetividad de las ciencias, sí tiene un fundamento real: “cosas que se sobreentienden o de las cuales se desprende una arcaica sensación de pertenecer al mundo” (Blumenberg, 2003: 78). Entonces, ¿donde la razón no llega, llega el mito? ¿No sería esta la condición de posibilidad del mito? Ello plantearía cómo sortear la desesperación cognitiva al ser incapaz de afirmar la superioridad de una sobre la otra.

2. Mito cosmovisión en una sociedad compleja

El pensamiento mítico […] guarda con todo el carácter del grupo.

Lévi-Strauss, Mitológicas iv

Encontrar algo que se repite en todas las comunidades, sin importar el tipo de sociedad de la que se trate, implica reconocer un mito social que se yergue en argumento, sostén de una o varias verdades entendidas como esenciales, inamovibles e incuestionables; no es solo una acumulación valiosa de saberes, actúa como marca en las cosas; resulta una visión total del mundo, nuestro mundo, que implica un determinado marco teleológico conformado de hechos que no son más que construcciones arbitrarias. “El mito suscita respuestas a cuestiones últimas o sea metafísicas” (Kolakowski, 2006: 14); Blumenberg disiente,13 pues si bien el mito funciona como engarce en la incertidumbre de la vida, también va “evitando cuidadosamente todo concepto abstracto y metafísico” (Blumenberg, 2004: 72).

El mito social es un continuum; sin pertenecer al mundo de la racionalidad instrumental, configura una realidad diferente, pero no menos significativa o menos legitimada. Los mitos sociales son fenómenos producto de los imaginarios sociales:

Creo que es un error el intento de aislar algún carácter específico y central de los mitos […] —y más enfáticamente aún—. Considero un axioma que los mitos no tienen una única forma, que no actúan según una simple serie de reglas, ni de una época a otra ni entre culturas diferentes (Kirk, 1985: 36).

Entonces, los mitos resultan diferentes tanto en su morfología como en su función social, así como su relevancia cambia según la sociedad y momento observado. Recuérdese la caverna, relato de estructura dispar y valoración heterogénea, que no siempre ha sido considerada lugar de refugio, sino muchas veces de prisión.14

Pero ¿sería posible hablar de una necesidad social que hace inexcusable la presencia del mito? Esta reflexión alude a la existencia de una nueva mitología, entendida como relación vida-naturaleza: las sociedades actuales, ilustradas e instrumentalizadas por un dominio de lo racional, no dejan de producir e instalar en sus entrañas mitos sociales, narrativas vividas, sentidas y creídas como verdades a lo largo de la historia.

Así, a través del tiempo se va regenerando un diseño del mito e incluso una dinámica que diferencia su uso, pero que no deja de ser, a la postre, una necesidad que hace ineludible su emergencia: “el mito es esencialmente el modo por el que la sociedad caracteriza con significaciones el mundo y su propia vida en el mundo, un mundo y una vida que estarían privados de sentido” (Castoriadis, 1995; citado en Escobar, 2010: 47); se define, entonces, como esa regla o signo a interpretar que sirve a una sociedad dada a modo de ruta más natural a seguir. En cierto sentido, los mitos se constituyen en una especie de magma de significaciones que conforman los imaginarios sociales de cada cultura; son incorporados-anclados a la sociedad como generadores de estabilidad, “asegurando cierto orden y, con ello, cierta tranquilidad existencial” (Blumenberg, 2003: 130).

En La legibilidad del cosmos, publicado a principios de 1981,15 Blumenberg priva de todo sentido a la realidad que se inserta en estructuras parecidas o similares al mito: las relaciones han cambiado, lo mismo que el papel del logos como pretexto de su necesidad encubierta, e ironiza al tomar de Adorno la pregunta “¿el mito persiste, frente a una apariencia de sociedad desmitologizada?” (Blumenberg, 2004: 13). ¿Cuánto desengaño podría soportarse? Y es que el mito en una sociedad moderna sigue siendo necesario, pues se encuentra en constante renovación; ahí estriba su impronta: se constituye en instrumento que instrumentaliza, no precisa de una reflexión objetiva, ni de organización, sino y únicamente de rutinas casi naturales que ofrecen sostén y alivio ante la sinrazón e indiferencia del mundo fáctico.

En todas las sociedades se da un relato común responsable y fundamento de una o varias verdades asumidas como esenciales o perennes y que mantienen, de alguna manera, la unidad, pues “el mito conforma y confirma la sociedad como todo” (Castoriadis, 1993: 63). ¿Cómo prevalece el mito en una sociedad tan compleja y tecnificada como la nuestra? Cuenta, y no cualquier cosa, sino lo que resulta significativo; Blumenberg (1999) lo explica a través de lo que él denomina principio de razón insuficiente: se da credibilidad a un pensamiento sobre la base de argumentos plausibles. En el mismo sentido, Kolakowski insiste en la existencia de una naturaleza del pensamiento que obliga a construcciones de las que resulta siempre la misma lógica, a las que debe obedecer “gracias al mito de la conciencia transcendental” (Kolakowski, 2006: 57), convertida en una imposición que el pensamiento encuentra ya dada, en una realidad mítica, “anterior a nuestra historia que precede a nuestra existencia empírica” (Kolakowski, 2006: 58).

El mito provoca que las intenciones humanas permanezcan presentes, pero sin parecerlo, porque habla transformando la historia y las intenciones en algo natural, naturaliza aquello que toca, es una inflexión que justifica y racionaliza; de ahí su prevalencia y adaptabilidad a los tiempos. En las sociedades complejas de hoy, se espera la inmediatez del mito; da igual si después es desmontado, pues explica y relaciona la causa y el efecto, haciéndolo comprensiblemente nuestro: “parece como si el mito pudiera crear de hecho el ceñimiento de la domesticación del ser” (Kolakowski, 2006: 106), pero también del mundo que es familiar pues “funciona como un marco dentro del cual rebosa residuos de familiaridad” (Blumenberg, 2004: 88). Lógicamente, “los mitos del grupo no se discuten” (Lévi-Strauss, 2000: 592): cuestionar el mito es fragmentar el mundo, introducir la incertidumbre y la errancia en el grupo.

De este modo la realidad caótica, anónima, prepotente e irrazonable se constituye en horizonte y trasfondo sobre el que destacan las distintas representaciones del cosmos como libro legible y texto descifrable. En este sentido, La legibilidad del cosmos sigue la idea capital de Blumenberg: por una parte está la realidad y, por otra, los hombres que intentan escapar a través de metáforas16 (formas de ver el mundo) sustentadas en el mito. “La relación del hombre con la realidad es indirecta, complicada, aplazada, selectiva y, ante todo, metafórica” (Blumenberg, 1999: 125); de esta manera, el mito otorga el sentido perdido, pues “intentamos superar la indiferencia del mundo” (Kolakowski, 2006: 100). Visto en su conjunto, la transformación de la realidad muda y anónima equivale a su transformación en algo fiable, relevante y significativo. Entonces, ¿podría el mito compensar parte de la inestabilidad social?: “la conciencia mítica perseguirá siempre la fugacidad de las sombras que se proyectan en las paredes de la caverna” (Kolakowski, 2006: 149), es decir, en sociedades complejas funcionaría como organizador de la conciencia colectiva, paliando parte de esa inestabilidad, como “coordinador de egoísmos” (Kolakowski, 2006: 125).

Dumézil (1990) acerca la subjetividad mediante complejas representaciones sociales primarias y secundarias que actúan a modo de receptáculo del saber tradicional: contienen lecciones sobre el papel del mito como expresión dramática de la ideología de una sociedad. Destacan especialmente las representaciones secundarias, la cuales aluden a los acontecimientos producidos en pensamientos y acciones individuales que, en ocasiones, detonan exageradas pretensiones de sentido tendientes a relativizar la propia vida reflejando el mito, ante el absolutismo de la realidad, y su papel creador de presupuestos básicos de confianza: “reglas y prácticas tradicionales sin las cuales todo lo suyo se dispersaría” (Dumézil, 1990: 16). Es decir, pequeños oasis donde se va pasando y viviendo la vida, nuestra vida:17 "Vivir nuestra experiencia dotada de sentido que liga los fenómenos con arreglo a fines” (Kolakowski, 2006: 14), nuestros fines.

De cierta manera las representaciones sociales constituirían lo que ya Dilthey (1978) introdujo a modo de cosmovisión: cosas que se sobreentienden; en otras palabras, un sistema de creencias que conforma la imagen sobre el mundo —por una cultura o durante una época— que, aplicado a las relaciones, percepciones y emociones producidas por la experiencia peculiar de cada uno y en un determinado ambiente, junto a la estabilidad y orden adelantado por Dumézil, contribuye a conformar una cosmovisión individual, es decir, una forma particular de ver el mundo que apacigua al sujeto, determinando el orden y eliminando el desorden. Ello viene a sugerir que la subjetividad resulta de la incomprensión del propio sujeto; el mito se torna en luz de una interpretación comprensiva por su capacidad de objetivarse.

3. Mito, ritual del quehacer subjetivo18

El deseo del hombre primitivo de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión.

Eliade, Mitos, sueños y misterios

Debemos asumir que el mito, a través del ritual, sigue funcionando: el rito canaliza los comportamientos del grupo para facilitar la comunicación; establece un perímetro de normalidad en las prácticas; ordena gestos, vestimentas, fiestas, transacciones o antagonismos en una sociedad; se sitúa en el plano de la administración del vivir. Así, “el mito inscribe en el espíritu modos arquetípicos de pensar” (Smith, 1974: 723),19 se articula con las grandes matrices del espíritu, aunque su expresión adopta el rostro verbal y circunstancial con que cada grupo lo inserta en su mundo; en contra de lo que temía Nietzsche —una sociedad carente de mitos—,20 se encuentra ante un colectivo que lo ha transformado y lo adapta a sus necesidades. Como repetición, es consustancial al ser humano: “un mito que persiste en medio de una humanidad que sólo en apariencia está desmitologizada” (Adorno, 1992; citado en Blumenberg, 2004: 13).

El mito encarna una manera de presentar y objetivar experiencias interiores (subjetividades); se recurre a esta modalidad como elemento de equilibrio y, sobre todo, para apaciguar la imagen propia (myself); esto se da junto a la constante de identidad social, es decir, se proponen modelos no solo para explicar el mundo, sino inquietudes subjetivas; en consecuencia, “parece poseer la naturalidad y el dinamismo de lo orgánico, la obviedad de lo que ha sido dado desde un principio” (Blumenberg, 2004: 16). Al respecto, Kolakowski (2006) propone dos tipos de mito que generan conciencia: uno permite comprender el mundo ya dado, basado en un relato ya estereotipado; otro, que aquí interesa, de alguna manera viene a recoger los rencores, las emociones, los sentimientos, los prejuicios, los perjuicios inmerecidos, o sea, es el del interés privado que legitimaría todos y cada uno de nuestros quehaceres, una autoconservación que no solo demanda el constante esfuerzo por sobrevivir, sino por superar la propia finitud al pensar lo indeterminado (Blumenberg, 2003).

Necesario es aclarar aquí que el comienzo de cualquier investigación, como expresaba Ortega y Gasset, es siempre un mundo vital o, dicho de manera husserliana, el mundo de la vida, en el que se mencionan teorías y enigmas. Si hace falta una justificación que estimule, conviene recordar cómo en el Timeo (29d) Platón reconocía que “en estas materias concernientes a los dioses y al nacimiento del mundo nos basta con aceptar un mito verosímil y que no debemos buscar más lejos” (Montero, 1998: 209). Cierto es que no debe considerarse la subjetividad como cuestión divina, pero al menos, debe reconocerse su vínculo con el origen cognoscitivo de las cosas que forman el mundo habitado y constituido con base en lo que John L. Austin (1962) denominó, en Howto Do Things with Words, la función performativa del lenguaje, cuya operatividad realizadora se centra en una idea de subjetividad como centro aglutinador de las diversas actividades mentales que, a su vez, condicionan la presencia de dicho mundo.

En cierto sentido, aquí se expone un acuciante imperativo de desterrar el pánico producido por la insatisfacción de un mundo de la vida que se ha conformado a mi alrededor, así como el hecho irremediable de que es cada uno para sí mismo; ello redirige, casi sin quererlo, a la creación —entendida como necesidad— de la aplicabilidad moderna del mito de Prometeo y, en concreto, a la interpretación de esos instintos que torturan al yo, el águila, que necesita domesticarse: “que la historia de Prometeo no responde, pero sí recoge todas las preguntas que el hombre podría plantearse” (Blumenberg, 2004: 56).

El mito no necesita fundamentos pues se encuentra cimentado en principios inagotables que, a fuerza de repetirse —vale recordar—, devienen imperecederos, lo cual hace de la relación una necesidad, en la media en que se acude a él no para encontrar información, sino para situarse respecto de un ámbito experimentado, de tal manera que constituye la condición —no lógica, sino existencial— del aferrarnos al mundo. “El hombre no sabe lo que hace [...] Pero un día querrá saberlo” (Blumenberg, 2004: 55), razón fundamental del mito y su atemporalidad. Kolakowski (2006: 146) lo confirma: “la función del mito en la vida social como garante de vínculos, y sobre todo su papel integrador en el proceso de la organización de la conciencia individual parecen irreemplazables”; destaca el papel del mito como nexo de unión para agarrarse al mundo y a la comunidad humana como campo de valor y significación. En otras palabras, el mundo de la vida es el horizonte último de sentido, nunca agotable, mientras que la vida cotidiana constituye solo una provincia del primero, mundanamente intersubjetiva, y “solo dentro de este ámbito podemos ser comprendidos por nuestros semejantes, y sólo en él podemos actuar junto con ellos” (Schütz y Luckmann, 1973: 25).

De este modo, implica variabilidad —estimula el cambio—, pero también introduce aleatoriedad, inseguridad, inconsistencia y, por tanto, incertidumbre; así, “el carácter fundamental de los mitos es aquello que resulta imposible para el entendimiento [...], el mundo del mito es su mundo” (Blumenberg, 2004: 31). En consecuencia, resulta necesario alcanzar un equilibrio que apacigüe al individuo y dé estabilidad a la sociedad, en el que se instale el mito y genere naturalidad allí donde no la hay, y si “el mito nos proporciona una vía de acceso al mundo siguiendo nuestros pensamientos y nuestros deseos” (Kolakowski, 2006: 146), ¿cómo conjugar la conciencia propia (subjetividad individual) con la colectiva (subjetividad social)?

Al insistir en lo que ya recordaba Castoriadis y en el papel del mito en ese engranaje, al trascurrir el tiempo y a través de la repetición (rito) de los comportamientos, se ritualiza un quehacer que va dando consistencia al mundo de la vida, a mi mundo de la vida, ya que “la repetición del rito es una prueba del significado que le otorga el mito” (Blumenberg, 2004: 56); en tal redundancia se coloca el límite de posibilidades y potencialidades y se van naturalizando los ideales, se refuerzan y dan consistencia al magma de las significaciones del imaginario social, sin obviar el papel de la cultura21 como generadora y garante de cierta homogeneidad interpretativa entre los individuos. “El hombre produce incesantemente en actos aquello que él mismo no entiende y justamente por ello, repite y ritualiza” (Blumenberg 2004: 55); así emana una nueva clave, la inmediatez del contacto directo de mi mundo de la vida que hará de ello un campo cargado de experiencias y, lo más importante, le dará legibilidad —lo hará leíble y creíble para otros—.

La pretensión fundamental de Blumenberg (Wetz, 1996) consistió en crear una teoría alrededor de que el hombre genera su mundo de la vida con el fin de vivir una historia de sentido y con sentido, no como historia de hechos. A través del mito, el ser humano hace de su vida (incomprensible) lo obvio, lo comprensible, la humaniza. Aunque el mito haya perdido su función primigenia, no cabría pensar en su desaparición, pues crea presupuestos básicos de confianza; es decir, el significante da fundamento al significado, el mito es el habla justificada. Tal afirmación conlleva una crítica consustancial, y es que el mito implica una comprensión del mundo inmediato, pero resulta burda y, para Blumenberg, idiotiza, es “una felicidad en y por la ignorancia” (2007: 193); tal vez, entonces, mantenerse en la ignorancia resulta paradigma de este tiempo o ¿se trata de una condena para improvisar la vida propia?

Más allá de las consecuencias implícitas en la pregunta, suele pensarse en el ser humano más condenado, abandonado a su insignificancia y consiguiente frustración y desconsuelo absoluto; sin embargo, se olvida que en ese proceso de desarraigo está el inicio de un nuevo mito, en tanto “proporciona vías de acceso a mi existencia” (Kolakowski, 2006: 146) y constituye “una hipótesis que nos ayuda a comprender aquello de lo que aquí se trata” (Blumenberg, 2004: 54). Ahora bien, el mito (texto) no mantiene una relación realista con la acción (rito), sino más bien la complementa a posteriori. La conexión entre ambos radica en ligar lo que es significativo para el hombre: las acciones son dotadas de significación, lo que cuestiona el sitio propio en el mundo, especialmente si “nos orientamos hacia el mito en una búsqueda de situarnos a nosotros mismos respecto a un ámbito experimentado que nos aferra al mundo como campo que crecen, desarrollan y agotan los valores” (Kolakowski, 2006: 78), .articulando la compresión de mí mismo” (Blumenberg, 2004: 57).

Persiste la necesidad de una configuración significativa del universo, fruto no únicamente de una añoranza de dominio, sino de la tendencia a desterrar lo que no se controla, de modo que cada uno debe arreglárselas con el hecho irremediable de que es para sí mismo. ¿Cómo satisfacer tal búsqueda de sentido? Blumenberg se muestra en esta cuestión extremadamente reservado, casi guarda para sí la respuesta (Wetz, 1996), aunque tal vez la esboza cuando define “el mundo de la vida como un contexto del sujeto propio y de otros sujetos, así como de los horizontes de experiencia compartidas” (Blumenberg, 2013: 129), como el ámbito de lo sobreentendido y que no puede ser de otra manera, pues se ha autoasumido: no hay margen para pensar que puede “ser también de otra manera” (Blumenberg, 2013: 129).

El tema de la subjetividad acarrea un concepto indispensable para comprender y profundizar sobre el papel del mito en su construcción: imaginario, que establece las condiciones de posibilidad y de representatividad; se constituye como núcleo del mito y tragedia al mismo tiempo, pues a través de ellos aparece de forma diversa la búsqueda de los caminos personales: laborar hermenéutico, al menos, de mi mundo de la vida. Kolakowski insiste en que el mito ayuda a vivir en un mundo perfecto, aun si resulta imaginario, pues “hace comprender toda experiencia [...] anulando la indiferencia del mundo y de nuestras vidas” (Kolakowski, 2006: 105). El mito propicia la creencia de domesticar lo propio, constituye las creencias básicas de cada uno; Blumenberg afirma que vendría a significar la obligación de aceptar dos cosas: la mortalidad y la sinrazón del universo (Wetz, 1996); la solución estriba en reducir exageradas pretensiones de dar sentido a todo orientando las expectativas, incluso si en ellas se esconden cosas incómodas.

Para Kolakowski (2006: 143-144) “la subjetividad deja de ser parte de la naturaleza [dando pie] al valor mitológico de la verdad”, de este modo se crea la propia verdad, gracias y a través del mito. Las mitologías pretenden ser justamente eso: principios de comprensión (comprenderme), recipiente de valores (mis valores), herramientas que relativizan mis quehaceres y mi cotidianeidad que se hace objetivable. En resumen, el mito ayuda a no tener que plantear cada día mi mundo de la vida; ese es su sentido: formar parte de una historia, mi historia.

Blumenberg, partiendo de la máxima kafkiana “la verdadera realidad nunca es realista” (Janough, 1999), configura el mito como elemento de atadura a lo objetivo, cuando se produce y lo toma “como hilo conductor hacia el mundo de la vida” (Blumenberg, 1995: 104), pero sin intentar configurarse como acto de verdad. “El mito huye de todo tipo de rigor”, asegura Blumenberg (1995:104), para quien se construye la verdad del mundo de la vida en torno al mito e, insiste, configurando un sistema de creencias, “proporcionándonos una vía de acceso al mundo, a nuestro pensamiento y a nuestros deseos” (Blumenberg, 2006: 146). El mundo de la vida resulta tan inseguro en sus patrones orientativos y lleva cada vez menos el sello de tradiciones comunes; lo obvio se ha reducido y con el mito “el mundo va perdiendo monstruos [...], se va convirtiendo en algo más amable [...], el hombre [escucha el mito] por sentirse en el mundo como en su casa” (Blumenberg, 2003b: 127); para él, existe una condena: improvisar la vidas, ya que el sujeto nada es para la realidad, y enfrentarse a tal contingencia lo supera; así, el mito aporta la tranquilidad necesaria por ir de una “indeterminación [...] a algo familiar y accesible” (Blumenberg, 2003b: 33).

El mito ayuda a no tener que empezar de nuevo; esta es su verdad y su poder. No debe entenderse como verdad objetiva y poder impuesto, sino como condición que envuelve y protege de una realidad que supera. El mito ayuda a reafirmar el mundo de la vida; estructura ideas dando fuerza, coexistencia y, sobre todo, alivio al quehacer diario; orienta la praxis, las acciones, las omisiones, las expectativas, las ilusiones (Blumenberg, 2003a). El mito iguala o, al menos, hace que parezca que todos somos iguales, pues es necesario atenerse a una realidad que nos supera. Entonces, ¿ofrece el mito equilibrio a la subjetividad, a los mundos de vida?, ¿es el mito el sostén de toda cultura? Más aún, ¿es el mito a la cultura lo que esta a la antropología? Kolakowski tiene medianamente clara la respuesta a la última pregunta: “la organización mítico del mundo (es decir, las reglas que aseguran la comprensión de las realidades empíricas como dotadas de sentido) está siempre presente en la cultura” (Kolakowski, 2006: 136).

Cada quien y cada subjetividad, entendida como el conjunto de percepciones culturales, hacen sobrevivir al mito; liberado de la dicotomía de la verdad y la falsedad, resulta ser la mejor forma de luchar contra la contingencia del mundo de la vida, pues todos nos encontramos en él (mundo de la vida) un poco como el Edipo trágico de Sócrates, ante la disyuntiva de tomar un camino u otro; esto no puede dar igual y tanto la duda como la creencia redirigen a la necesidad de sostener el mito como respuesta de una razón que no llega, pues genera hábitos, coartada perpetua, “codificando nuestras pretensiones” (Kolakowski, 2006: 121). Todo ello apunta a que el mito tutela resolviendo la incertidumbre de las consecuencias; valoriza las acciones al brindar coherencia al tiempo y significación a la vida, pues vivimos en el mito; ¿alguien duda, hoy, de que el mito es garante de mi orden, gendarme de mi bienestar?

Conclusión

Como respuesta, es posible indicar que las objetividades por las cuales este mundo se ordena son aceptadas, pues también lo organizan en torno del aquí y del ahora, de estar en él y procuran actuar en él. Los otros tienen de ese mundo común una perspectiva que no tiene que ser idéntica a la propia, en tanto “mi aquí es su allí […], pero a pesar de eso, vivo y vivimos en un mundo que nos es común. Y, lo más importante, hay una correspondencia entre mis significados y sus significados en este mundo” (Berger y Luckmann, 1993: 40-41). Así pues, el mundo de la cotidianidad es solo posible si existe un universo simbólico de sentidos compartidos, construidos socialmente, que permitan la interacción entre subjetividades diferentes con el mito como garante.

Al inicio de este artículo, se apuntó que hablar del mito en una sociedad tecno-evolucionada puede resultar provocativo aunque efectivamente exista; mas esa ambigüedad retórica no fue abordada, como sí se expuso, a partir de dos grandes mitólogos, la distinción del mito como fenómeno de anclaje entre sociedad constitutiva, constituyente, natural y de orden, junto a los procederes, actitudes, así como pareceres y quehaceres de la vida del ser-sujeto, que hacen de ella sustantiva del ser, en otras palabras, el mito como garante de supervivencia de mí mismo en y de mi sociedad. Si bien ambos parten de un concepto de funcionalidad similar, contrastan por la forma como consideran su poder o efectibilidad, es decir, lo que produce el mito. Mientras en Blumenberg ejerce de solución fiable, entendible y resorte que permite seguir, en Kolakowski lleva a cierto acomodo ante lo que hay: “el mito es […] una instancia que nos descarga de la libertad y nos envuelve en el capullo del lactante que ansía el sometimiento sin cuidado” (Kolakowski, 2006: 131), cultura de masas cuyos efectos transmitidos por el mito pueden generar justo el efecto contrario al señalado por Blumenberg. En consecuencia, la mayor diferencia entre ambos autores reside en que para Kolakowski es posible una conciencia social que tenga presente una genealogía del mito y, al mismo tiempo, es factible tomar parte en él. Eso es imposible para Blumenberg, pues el sujeto se mueve en sus historias llenas de sentido y propósito, por ende, siempre está convencido del absolutismo de la realidad.

Sin la menor duda, se ha destacado que, en la actualidad, se justifica la necesidad de contar con un mito que, lejos de haber sido superado, se constituye en lenguaje compasivo y cínico, en tanto desde la razón, mi razón, torna al origen de naturaleza total y absolutamente legible, lo cual podría parecer una desfachatez para el rigor de los finos deslindes analíticos actuales, pero da coherencia vital irreductible a la lógica racional y a los cortes históricos. Si se quita —al menos imaginariamente— ese cosido mítico al amplio paisaje humano, no quedará realidad sentida ni entorno para conservar, sino solo el silencio de la inhumanidad. El mito interpreta mi estar en y ser en el mundo; si bien ha perdido su función primigenia como tal, no cabe pensar que desaparecerá, jamás será superado en cuanto esfuerzo humano por crear presupuestos básicos de confianza; cuenta ahora con doble función: significativa y pragmática.

Al mito se atribuye categoría de realidad para salvarlo y para salvarnos. Se conduce como verdad en tanto único camino para dar sentido de realidad; cumple a la perfección su papel de nexo de unión entre experiencias interiores e imaginario social circundante; permite determinar lo indeterminado, “los mitos […] contienen al menos […] una red de determinaciones” (Blumenberg, 2003b:47), pues cuenta historias que nombran la realidad; propicia la comunicación y, sobre todo, interpela: “responde [...] a deseos morales, a preinscripciones y afirmaciones sociales, incluso a exigencias de orden práctico” (Malinowski, 1994: 114). En efecto, el mito justifica, estructura, vincula, equilibra; no extraña, a la sazón, que la relación humana con el mito llegue a tacharse, como ya se ha afirmado, de necesidad.

¿Entonces, todo podría ser mito? De acuerdo con Barthes (2012), seguro que sí; cuando se da un uso social al objeto, al hecho, a la práctica y se reotorga categoría de orden, se encuentra el mito; ahora bien, no siempre dura en el tiempo: podría ser sustituido, desaparecer y ser ocupado por otros. Por lo tanto, si el mito es la característica básica que significa y otorga sentido al mundo —por ende, a la propia vida humana—, se asume su universalidad, así como su particularidad adaptativa, según la sociedad y el tiempo, lo cual redirige al origen de esta reflexión.

¿Existe el mito particular, entendido como esa realidad adaptada a mi mundo de la vida, que sustenta el quehacer diario y da sentido a la vida? Es decir, ¿creamos nuestros propios mitos, con base en nuestra subsistencia y necesidades? Sí, en el sentido de hacer del mito esa herramienta que asemeja mi mundo de la vida a mí, resituándome ante un desorden que sobrepasa —prologando los análisis de Balandier (1989) y Gleick (1998) sobre el caos, o el propio Escohotado (1999) sobre el desorden—; así, se evitan conflictos diarios conmigo mismo; además, va creando mecanismos para tener la seguridad de que las opciones escogidas son las adecuadas para nosotros mismos y para los demás pues, como bien dicen Deleuze y Guattari (2006: 205), “solo pedimos un poco de orden para protegernos del Caos”. El sentido del mito posee un valor propio, forma parte de mi historia; siempre está ahí como un profundo dispensador de respuestas a las dudas más inesperadas, aun asumiendo el riesgo que bien recuerda Kolakowski al final de sus reflexiones: “la participación en el mito es, por lo menos en nuestra cultura, un eterno desafío a la razón [...], bajo dominio se encuentran las necesidades ‘naturales’” (Kolakowski, 2006: 162).

El mito resulta necesario porque es tan personal como el sentimiento hacia el propio cuerpo; quizá lo que el mito muestra de manera más radical es un constante deseo de no superar la condición humana, de estar definitivamente completos al recuperar una unidad interpretativa del mundo irrecuperable. ¿Qué nos queda? La palabra que podría definir el éxito del mito es adaptabilidad, adaptación que pasa, porque el mito siempre está motivado, da significado de naturaleza y ahí está su poder. Ahora bien, el “principio de razón insuficiente” (Wetz, 1996: 25) sugiere que un planteamiento demasiado funcionalista obliga a preguntar ¿este funcionamiento del mito no estaría reconociendo el sinsentido de nuestro aquí, de nuestro ahora?

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
Término que popularizó Husserl (1924), aunque Simmel lo había empleado en Die Religion (1912). Sin embargo, aquí interesa el sentido filosófico utilizado por Schütz que recoge la idea de construcción significativa del mundo social —aquello que viene dado sin ser cuestionado—, lo que rescata es el valor de lo subjetivo (Husserl) y de la creación y la validación de las ciencias del espíritu —mundo (Welt), vida (Leben)—, evidencia originaria de todo conocimiento del mundo circundante del sujeto.
3 Sobre Hans Blumenberg, lo más completo que puede leerse es el colectivo H.B. Mito, metáfora, modernità de Borsari (1999).
4 La fenomenología de Blumenberg parte de la experiencia humana de no ser tenido en cuenta, de no ser visto o de permanecer invisible. En definitiva, “negación óntica de un ser distinto” (Schmitt, 1991: 63).
5 Sobre Leszek Kolakowski, interesante resulta la obra de Vigil (1994).
6 Para Kolakowski, de un modo no muy distinto a Berger, considera que los valores actúan como instrumentos sustitutorios de determinadas carencias humanas; en tanto normas de la cultura se convierten en el relevo irremplazable de aquellos mecanismos genuinos que protegían a la especie de su autodestrucción y solo pueden heredarse en el marco de las construcciones míticas. Así, la mitología se presenta como una dimensión permanente de la cultura.
7 No se presenta aquí un estudio pormenorizado del mito de ambos autores, mucho menos una comparativa, sino una interpretación interesada, al más puro estilo geertziano de La interpretación de las culturas, en fundamentar la propuesta del mito como justificación de mi mundo de la vida.
8 Si bien ya plantea en la misma obra la duda sobre si es posible “la convergencia entre el conocimiento y la felicidad” (Blumenberg, 2008: 472), tal vez se renuncia al logos por el aumento de la felicidad (Blumenberg, 2008).
9 La profunda complejidad de la esencia del mito le permite adaptarse a todos los campos de estudio y a cualquier época, circunstancia incluso capricho, lo cual evidencia su capacidad de adaptación, ambigüedad y aparente contacto con lo paradójico y hasta con lo absurdo. Ante tantas y tan variadas teorías, las aquí presentadas pueden parecer opuestas, si bien solo resultan diferentes; parafraseando a Max Müller (2002), el mito, signifique lo que signifique, ciertamente no significa lo que parece significar.
10 Planteamiento desarrollado por Kolakowski (2006).
11 “La mentira está permitida en los casos en que es imposible la verdad” (Nietzsche, 1974: 29).
12 Expresión tomada de Dilthey (1978): alude a un concepto que se puede explicar, pero no definir; se asemeja al kantiano juicio estético, aunque no coincide con la objetividad y verdad perseguidas por las ciencias, ni equivale a algo puramente subjetivo o arbitrario (cosas que se sobreentienden).
13 No interesa aquí señalar tanto la diferencia del sentido del mito entre ambos autores —a modo de respuesta (Kolakowski) o de pregunta (Blumenberg)—, sino destacar su papel como nexo, en el que ambos autores coinciden.
14 Tal es el caso del gnóstico, para quien la caverna del universo es comparada con una mazmorra.
15 Se recoge aquí la traducción literal de Wetz (1996), entre otros autores, de La legibilidad del mundo, pues cosmos en vez mundo para Wetz reúne mejor el sentido de la obra del autor.
16 Dan respuestas a aquellas preguntas sin constatación posible, ya planteadas de antemano en el fondo de la existencia misma; propician la explicación de ciertos aspectos de la realidad que resultan impenetrables.
17 Entendida como mundo de la vida, en el sentido de cotidianeidad, lo que es familiar y genera seguridad, así como sus respectivos entornos culturales.
18 Tema central del artículo, es comprendido como la conciencia sobre todas las cosas desde el punto de vista propio, aunque comunicado colectivamente en la vida cotidiana. Genera un proceso de intersubjetividad como manera de compartir conocimientos y experiencias propios con otros en el mundo de la vida, es decir, una subjetividad siempre objetivable; no contradice la máxima de Eliade (2001: 8): “El hombre no halla su realidad, su identidad, sino en la medida en que participan en una realidad trascendente”.
19 Traducción propia.
20 Para saber más, puede consultarse Jaspers (2020).
21 Se produce cultura porque se requiere crear ejes de necesidad para interpretar los posibles circundantes (Lorite, 1997).
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