Resumen: : En este artículo se analiza la construcción social del género pensado como una serie de prácticas para ejercer la feminidad o la masculinidad. Los personajes de las novelas latinoamericanas que aquí se estudian se ajustan al modelo binario del género y se identifican como mujeres con todos los modos de actuación que se aplican a lo femenino. Se entiende entonces el género como una serie de actos aprendidos cuya significación se extiende más allá de la biología y el ejercicio de la sexualidad.
Palabras clave: Género, Binarismo, Transgénero, Literatura latinoamericana.
Abstract: : This article analyzes the social construction of gender as a series of acts that can be put into practice to exercise femininity or masculinity. The characters in the Latin American novels studied here accept the binary gender models and identify themselves as women with all the acts that can apply to the feminine way. Gender is then understood as a series of learned acts which significance extends beyond biology and the exercise of sexuality.
Keywords: Gender, Binarism, Transgender, Latin American Literature..
Artículos de investigación
Binarismo en tres novelas latinoamericanas: amor, erotismo y el ejercicio de lo femenino
Recepción: 10 Noviembre 2022
Aprobación: 18 Enero 2023
Saberse mujer es muy diferente a ser una mujer cisgénero, lo cual se aprecia al analizar el ejercicio de lo femenino en tres novelas latinoamericanas del siglo xx: El beso de la mujer araña de Manuel Puig, Diablo Guardián de Xavier Velasco y Sirena Selena vestida de pena de Mayra Santos-Febres. En estas novelas, los personajes despliegan una sexualidad asumida como femenina y usan las coreografías del género como herramienta para sobrevivir en un mundo patriarcal; ser mujer, entonces, es un arma que usan para defenderse y sobrevivir, pero al mismo tiempo las mantiene en constante desventaja.[1] La coreografía del género se entiende como los modos en que se manifiestan lo masculino y lo femenino, la actuación que implica ser hombre o ser mujer:
Los estudios de género han dejado entrever que los códigos, significaciones y representaciones, tanto del hombre como de la mujer son producto de la cultura: los ámbitos, los espacios y las prácticas son asignados diferencial y asimétricamente a partir de los roles sexuales asignados por el género, vistos estos como algo inmanente, natural, característico del sexo tanto masculino como femenino (Ferreyra, 2009: 58).
A lo largo de este trabajo se retoma la hibridez entre lo femenino y la naturaleza animal de la araña, la pantera, la serpiente o la sirena en las novelas mencionadas.[2] Se tomaron como referencia diccionarios de símbolos, bestiarios y manuales de zoología, los cuales amplían la idea de la coreografía de lo femenino a partir de las características simbólicas de los animales que se asocian con las armas seductoras de una mujer.
Para comprender el simbolismo que encarna Molina como una mujer araña se consultó el artículo de Dolores Morales Muñiz (1996), “El simbolismo animal en la cultura medieval”, y el bestiario de Daniel Nesquens (2001), Hasta (casi) 100 bichos, con la intención de conocer más acerca de la naturaleza arácnida. Por otro lado, se encontró en Bestiario femenino. Una colección de animales actuando como espejos de distintas conductas de la mujer en su entorno, de Ana Luisa Martínez (2012: 52), una pertinente definición de la mujer pantera:
Los felinos son la representación del poder. Y de todos los felinos, a mí me parece que la pantera es la combinación más cercana al poder que la mujer maneja. O tal vez, debería decir al manejo del poder que le ha sido enseñado a la mujer, porque en realidad no es el auténtico poder femenino. Me refiero a la seducción manipuladora.
Para el caso de la sirena como símbolo, se consultó Bestiario medieval de Ignacio Malaxecheverría (1999), Nuevo inventario de criaturas fantásticas de Rosa Gómez Aquino (2017) y Criaturas mitológicas de Rafael López Borrego (2020). Para la escritura de este artículo resultó muy productiva la consulta de Todos los monstruos de la tierra. Bestiarios del cine y la literatura de Adriano Messias (2020), en el que se retoma la idea de la mujer como un monstruo o una criatura híbrida, mitad humano, mitad animal.
La coreografía del género se presenta como un disfraz que se usa para entrar en sintonía con el paradigma, es “el rito ancestral del payaso: mejillas rojas y boca de color” (Galván, 1982: 73). De eso habla Kyra Galván en el poema “Contradicciones ideológicas al lavar un plato”, donde explora las diferencias entre los hombres y las mujeres en sus modos de representación:
Se dice que las mujeres débiles / que los hombres fuertes.
Sí, y nuestras razas tan distintas.
Nuestros sexos tan diversamente complementarios.
Yin y Yang.
La otra parte es el misterio que nunca desnudaremos.
Nunca podré saber ¾y lo quisiera¾
qué se siente estar enfundada en un cuerpo masculino
y ellos no sabrán lo que es olerse a mujer
tener cólicos y jaquecas y
todas esas prendas que solemos usar (Galván, 1982: 74).
La coreografía del género es el rito, el disfraz, las fajas, los maquillajes, los cuidados ademanes, la voz, las miradas, todas las redes y todas las estrategias que las mujeres de estas novelas ponen en movimiento para existir. Marcela Lagarde (1996) afirma que el mundo está organizado patriarcalmente y, en esa estructura, el género impone los límites del ser en el mundo para todos los integrantes de la comunidad; apunta, además, la relación entre sexualidad y género, donde la primera “es el referente de la organización genérica de la sociedad […]. La sexualidad, materia del género, es el conjunto de experiencias humanas atribuidas al sexo y definidos por la diferencia sexual y la significación que de ella se hace” (Lagarde, 1996: 360), es decir, se denomina la identidad sexual y el rol a desempeñar de acuerdo a los genitales.
Los personajes de las novelas analizadas labran su propio destino, fuera de las rígidas normas del patriarcado, para lo cual usan las mismas armas del poder femenino establecidas para el género. En opinión de Nattie Golubov (2012: 55), “los conceptos de género estructuran la percepción y la organización material y simbólica de toda la vida social”; al asumir los códigos del binarismo, los personajes deben ajustarse a las exigencias del rol que interpretan, por ello son mujeres en toda regla. Gracias a esta feminidad impostada, son libres de expresarse como lo que son en realidad.
En El beso de la mujer araña (1976), Manuel Puig presenta a Luis Alberto Molina, un homosexual condenado a ocho años de reclusión por el delito de corrupción de menores; este convive en el espacio de la prisión con un preso político llamado Valentín Arregui Paz. En la celda se crea un sistema de convivencia que emula la imposición binaria del género, porque Molina se asume y actúa como mujer, mientras que Valentín lo hace como hombre. La relación entre ambos por lo general es amistosa; Molina se encarga de entretener a su compañero narrándole películas, lo cuida y lo atiende cuando se enferma; sin embargo, este llega a tener algunos arranques de ira, en un intento de mantener la distancia que él considera que debe existir entre dos hombres.
Tanto la masculinidad de uno como la feminidad del otro es impostada, la aprendieron de lo que es socialmente aceptado; Nuria Varela (2008: 277) comenta esa masculinidad tradicional y la explica como “una constelación de valores, creencias, actitudes y conductas que persiguen el poder y autoridad sobre las personas que considera más débiles”, es decir, las mujeres, a quienes a menudo se les somete de manera violenta:
la masculinidad androcéntrica es una forma de relacionarse y supone un manejo del poder que mantiene las desigualdades existentes entre hombres y mujeres en el ámbito personal, económico, político y social. Esta concepción masculina del mundo está sustentada en mitos patriarcales basados en la supremacía masculina y la disponibilidad femenina (Varela, 2008: 277).
Lo interesante de la relación entre los presos resulta de la trampa que la dirección del penal dispone para conseguir información que condene a Valentín. Molina saboteará esos intentos, para proteger a su compañero, incluso sacrifica su propia libertad, afirmando aún más el papel de abnegación, que se asocia con lo femenino.
Molina no solo tiene una preferencia homosexual, sino que se identifica como mujer y busca representar dicho rol de género, esto resulta evidente al analizar las películas que narra. Estas están llenas de mujeres que luchan por amor o por afianzar su identidad aun cuando les cueste la vida. Molina se identifica con las protagonistas de esas películas y de ahí también alimenta su idea de la feminidad. Cuando Valentín le pregunta con qué personaje se identifica, Molina responde sin titubear: “Con Irena, qué te creés. Es la protagonista, pedazo de pavo. Yo siempre con la heroína” (Puig, 1981: 31).
El ideal de mujer que sigue Molina no se aleja del que impone la misma sociedad que lo encarceló por sus desviaciones; él es dócil y servicial, se maneja en la celda como una esposa lo haría en su hogar, administra los víveres, lava las sábanas y cocina para Valentín, aunque este no siempre recibe esas atenciones de buena manera:
—Y ahora... abrimos el paquetito secreto... que te tenía escondido... con una cosa muy rica... para acompañar el té... ¡budín inglés!
—No, gracias, no quiero.
—Que no vas a querer... Y el agua ya hierve. Pedí puerta y volvé rápido, que ya está el agua.
—No me digas lo que tengo que hacer, por favor...
—Pero, che, dejame que te mime un poco...
—¡Basta!... carajo!!!
—Estás loco… ¿qué tiene de malo?
—¡¡¡Callate!!! (Puig, 1981: 197).
Molina se asume mujer y se comporta como el estereotipo lo indica: es sumisa, suave, delicada y abnegada; dentro de la celda despliega sus armas de seducción tal como deben hacerlo aquellas que, afuera, en la sociedad, quieren conseguir marido. Molina procura que Valentín esté cómodo, protegido y bien alimentado; administra los víveres que él mismo consigue e incluso se mantiene pasivo cuando Valentín pierde la paciencia y se torna agresivo. A pesar de las constantes críticas, Molina tiene muy claro su rol y lo representa orgulloso:
Sí, claro. Y ahora te tengo que aguantar que me digas lo que dicen todos.
—A ver… ¿qué te voy a decir?
—Todos igual, me vienen con lo mismo ¡siempre!
—¿Qué?
—Que de chico me mimaron demasiado y por eso soy así, pero que siempre se puede uno enderezar; y que lo que me conviene es una mujer, porque la mujer es lo mejor que hay. Sí, y eso les contesto… ¡regio!, ¡de acuerdo!, ya que las mujeres son lo mejor que hay… yo quiero ser mujer. Así que ahórrame de escuchar consejos, porque yo sé lo que me pasa y lo tengo todo clarísimo en la cabeza (Puig, 1981: 25).
Lo curioso del personaje radica en que, más que el deseo de ser mujer, lo mueve el deseo de ser una señora burguesa, el estereotipo por excelencia. Se piensa en femenino en términos de la normalidad binaria, aunque evidentemente esa no sea una posibilidad para él, y al hacerlo se aliena más. Ahí es donde yace su conflicto:
—Pero qué lindo cuando una pareja se quiere toda la vida.
—¿A vos te gustaría eso?
—Es mi sueño.
—¿Y por qué te gustan los hombres entonces?
—Qué tiene que ver... Yo quisiera casarme con un hombre para toda la vida.
—¿Sos un señor burgués en el fondo, entonces?
—Una señora burguesa.
—Pero ¿no te das cuenta que todo eso es un engaño? Si fueras mujer no querrías eso.
—Yo estoy enamorado de un hombre maravilloso, y lo único que quisiera es vivir al lado de él toda la vida.
—Y como eso es imposible, porque si él es hombre querría una mujer, bueno, nunca te vas a poder desengañar (Puig, 1981:50).
Aunque en el ejercicio de su sexualidad prefiere a personas de su mismo sexo, Molina desprecia la condición de homosexual, pues se determina por el binarismo hombre/mujer. Por eso no resulta extraño que sus objetos amorosos sean siempre hombres heterosexuales con los que, en vano, busca formar una pareja tradicional:
—¿Y todos los homosexuales son así?
—No, hay otros que se enamoran entre ellos. Yo y mis amigas somos mujer. Esos jueguitos no nos gustan, esas son cosas de homosexuales. Nosotras somos mujeres normales que nos acostamos con hombres (Puig, 1981: 207).
—¿Y todos los homosexuales son así?
—No, hay otros que se enamoran entre ellos. Yo y mis amigas somos mujer. Esos jueguitos no nos gustan, esas son cosas de homosexuales. Nosotras somos mujeres normales que nos acostamos con hombres (Puig, 1981: 207).
Cuando Molina conoce a Gabriel, el mozo de un restaurante que solía frecuentar con sus amigas, desarrolla la fantasía de una relación amorosa heteronormativa que, por supuesto, no se concreta. Molina quiere tener un esposo, cuidar de él en esa extraña combinación de madre y esposa que se exige de las mujeres; cuando se enamora, no puede evitar soñar con una vida de mujer normal:
De que viniera a vivir conmigo, con mi mamá y yo. Y ayudarlo y hacerlo estudiar. Y no ocuparme más que de él, todo el santo día nada más que pendiente de que tenga todo listo, su ropa, comprarle los libros, inscribirlo en los cursos, y poco a poco convencerlo de que lo que tiene que hacer es una cosa: no trabajar más. Y que yo le paso la plata mínima que le tiene que dar a la mujer para el mantenimiento del hijo, y que no piense más que en una cosa: en él mismo (Puig, 1981: 76).
En la celda, Molina entabla una relación con su compañero en la que el rol de género es evidente; Molina es una mujer que se comporta como madre, esposa y amante, además logra seducir a su hombre amado, quien, a pesar de no compartir la misma preferencia sexual, sucumbe al encanto. Puig muestra personajes estereotipo, sin embargo, el espacio cerrado de la cárcel les permite cuestionar brevemente las exigencias del género:
—¿Qué es ser hombre, para vos?
—Es muchas cosas, pero para mí... bueno, lo más lindo del hombre es eso, ser lindo, fuerte, pero sin hacer alharaca de fuerza, y que va avanzando seguro. Que camine seguro, como mi mozo, que hable sin miedo, que sepa lo que quiere, adónde va, sin miedo de nada.
—Es una idealización, un tipo así no existe (Puig, 1981: 69).
La prisión es un mundo aparte que no sigue las reglas de la sociedad, por lo tanto, los deseos ocultos afloran; para Valentín, en esa celda, “el sexo es la inocencia misma” (Puig, 1981: 224). Pero la libertad que les otorga la celda no es suficiente para romper el binarismo, por eso Molina jugará siempre el papel femenino. Valentín ve en la pasividad de Molina una forma de sometimiento que no es digna de un hombre y le pregunta a su compañero: “Si no tenés ningún tipo de inferioridad. ¿Por qué entonces, no se te ocurre ser… actuar como hombre? No te digo con mujeres si no te atraen. Pero con otro hombre” (Puig, 1981: 246). Al contrario, para Molina, esa sumisión es natural, es el comportamiento de mujer impuesto por el patriarcado: “Pero si un hombre… es mi marido, él tiene que mandar, para que se sienta bien. Eso es lo natural, porque él entonces… es el hombre de la casa” (Puig, 1981: 246). Valentín trata de aconsejar a su compañero, intenta convencerlo para que no actúe de forma afeminada, sumisa, pero el comportamiento de Molina es parte de su actuación de mujer enamorada: “La gracia está en que cuando un hombre te abraza… le tengas un poco de miedo” (Puig, 1981: 247).
En la privacidad de la celda, los personajes experimentan una sexualidad no aceptada por la heteronormatividad, sin embargo, son incapaces de abandonar la representación de sus propios roles. Al finalizar la novela, Molina se sacrificará por amor, como la heroína de una película, y Valentín se aceptará envuelto en la red, no en la de la homosexualidad, sino en la de la mujer araña, que Molina tejió para él mientras estaban juntos:
—Tengo una curiosidad... ¿te daba mucha repulsión darme un beso?
—Uhmm... Debe haber sido de miedo que te convirtieras en pantera, como aquella de la primera película que me contaste.
—Yo no soy la mujer pantera.
—Es cierto, no sos la mujer pantera.
—Es muy triste ser mujer pantera, nadie la puede besar. Ni nada.
—Vos sos la mujer araña, que atrapa a los hombres en su tela.
—¡Qué lindo! Eso sí me gusta (Puig, 1981: 264-265).
En esta novela, Molina es la mujer araña que teje una red de comportamientos asociados a lo femenino para conseguir un hombre, pero también parece una sirena que, en lugar de entonar hermosas canciones, narra fabulosas películas. Esto no resulta extraño si se toma en cuenta la pauta que marca Jorge Luis Borges en su Manual de zoología fantástica, donde nos recuerda la naturaleza cambiante de las sirenas a partir de la hibridez histórica de sus representaciones: “A lo largo del tiempo, las sirenas cambian de forma” (Borges, 2010: 136). Aunque cambien de un historiador a otro o de una cultura a otra, la propiedad sirénica de la tentación se mantiene:
La Odisea refiere que las sirenas atraían y perdían a los navegantes y que Ulises, para oír su canto y no perecer, tapó con cera los oídos de los remeros y ordenó que lo sujetaran al mástil. Para tentarlo, las sirenas le ofrecieron el conocimiento de todas las cosas del mundo (Borges, 2010: 136).
Es evidente que las sirenas mitológicas reproducen el prejuicio que asocia a las mujeres con la tentación y el deseo, ante lo cual los marinos —los hombres— se encuentran indefensos. En las mujeres, entonces, siempre estará implícita la idea de una monstruosidad acechante.
En Diablo Guardián (2012), Xavier Velasco presenta una voz femenina cuya ideología es que una mujer puede dominar el mundo con sus atributos físicos y su sexualidad. La obra se divide en dos partes, una en la que Pig, la voz masculina, relata su vida desde su niñez hasta el momento en que conoce a la misteriosa Rosalba, y otra en la que Violetta cuenta su verdadera historia con la intención de que Pig la convierta en una novela. La narración de Violetta es la más extensa; se trata de una especie de confesión en la que, desde una voz que exagera la coreografía de lo femenino, se explica cómo una mujer puede conseguir aquello que se proponga siempre y cuando esté dispuesta a usar su cuerpo como moneda de cambio.
Violetta confiesa que a los quince años huyó de su casa después de robar poco más de cien mil dólares a sus padres. Su plan es cambiar de vida dejando atrás la identidad impuesta por su familia: Rosa del Alba o Rosalba; al abandonarla, su transformación estará completa y con ella se apartará de su núcleo familiar para convertirse en una mujer de su propia construcción, una que pueda ser ofensivamente libre.
Para Virginie Despentes (2007), esta libertad se manifiesta en el ejercicio de la sexualidad; en su Teoría King Kong reflexiona sobre lo femenino desde lo marginal, es decir, las mujeres que no cumplen el rol de género asignado. Habla de una feminidad excesiva, agresiva y escandalosa, con afirmaciones como “no siento ninguna vergüenza de no ser una tía buena” (Despentes, 2007: 8). Estas ayudan a explicar la concepción desde la que parte Velasco para construir un personaje como Violetta, una mujer que sabe aprovechar sus armas para asegurarse unas experiencias que socialmente le están prohibidas; ya que al ejercer la prostitución, no solo consigue dinero, sino que también asegura el disfrute de su sexualidad. Despentes señala el libre ejercicio de la sexualidad femenina, que podemos ver en la novela de Velasco; las mujeres que deciden prostituirse deben cargar un estigma, porque el sexo libre parece ser un territorio reservado al poder masculino:
Soy una chica, así que el territorio del sexo fuera de la pareja no me pertenece. La prostitución ocasional, con la posibilidad de elegir los clientes y los tipos de escenario, es también para una mujer una manera de echar un vistazo al lado del sexo sin sentimientos, de experimentar, sin tener que pretender que lo hace por puro placer y sin esperar beneficios sociales colaterales. Cuando se trabaja como puta, se sabe a lo que se viene, por cuánto, y mejor si además te lo pasas bien o si satisfaces tu curiosidad (Despentes, 2007: 60).
Persiguiendo esa libertad, con ayuda de su alter ego, Rosa del Alba logra ser ella misma, se forja una identidad con piezas que recoge de los prejuicios de su familia y los estereotipos de lo femenino. Para Rosa del Alba, Violetta aparece como una especie de destino, en este sentido, es muy importante recordar que su madre es quien la llama de esa forma por primera vez, nombra a la mujer que podría llegar a ser:
¿Cómo quieres que empiece? Daddy had a little lamb? Soy oveja, ya sé, mi destino es vivir entre el rebaño. Pero eso sí: primero negra que mestiza. Mis papás son ovejas mestizas, yo salí negra y con modales de cabra. Soy la vergüenza del rebaño, y en eso estamos más que correspondidos (Velasco, 2012: 21).
Tanto la voz narrativa femenina como la concepción de Violetta sobre sí misma están ancladas en una visión masculina y patriarcal. Las mujeres se dividen en función de los servicios que prestan a los hombres; estas burdas clasificaciones son los estereotipos desde los que Velasco construye a su femme fatale y con los que la diferencia de las mujeres buenas:
Mi papá quería que me llamara Guadalupe o Genoveva, que eran nombres de mujer buena. Pero mi mamá opinó que así solo se llaman las jodidas, y se empeñó en ponerme Violetta. Solo que luego apareció mi abuelo, que, igual que ellos tenía su teoría de los nombres, y dijo que Violetta era nombre de piruja. Creo que había visto una película, o a lo mejor fue solo por chingar a mi madre. No sé, el caso es que el papá de mi papá sugirió que me pusieran Rosalba, y ya al final en eso quedaron de acuerdo: Rosa del Alba. Pero mi mamá me llamaba a escondidas Violetta (Velasco, 2012: 21).
Violetta es el disfraz, la estrategia por la que Rosa del Alba puede ser la mujer que quiere ser, sin tener que ceñirse al rol de mujer buena, quizá porque desde el principio le dijeron que “las Violettas jamás se van al cielo” (Velasco, 2012: 22), quitándole así la presión por alcanzar las imposibles exigencias del género. Su madre apoya este pensamiento llamándola a escondidas por el nombre que no debe tener:
De chiquita veía a los otros niños saltar de la resbaladilla y me daba horror. Mi mamá me gritaba: Salta, Rosalba, y yo nada, a berrear. Pero un día se me acercó al oído y dijo: Salta, Violetta. Sabía que yo siempre decía que sí cuando me pedían las cosas por ese nombre (Velasco, 2012: 207).
Desde muy joven, Violetta aprende que puede sacar provecho de su belleza. Su primer experimento en el terreno de la seducción tiene como víctima al hijo del jardinero que trabaja en su casa. Violetta quiere desfalcar el dinero de sus padres, pero sabe que no puede simplemente tomarlo: “Yo no podía robar, necesitaba los atentos servicios de otro ladrón” (Velasco, 2012: 62), entonces convence al jardinerito de hacerlo por ella: “Le decía: Es la prueba que exige la dama al caballero para poder confiarle los sagrados secretos de su cuerpo” (Velasco, 2012: 63). Así inicia su carrera como femme fatale, usa su cuerpo y el deseo que despierta para que los hombres hagan lo que ella necesita.
Violetta no tiene todo resuelto solo con su capacidad para manipular hombres; para ejecutar la coreografía del género hay que pensar, planear, aprender a fingir y adecuar el performance a la necesidad. La voz femenina de Diablo guardián deambula en los extremos de esta supuesta feminidad; va de la inocente niña de buena familia a la femme fatale; de la Rosa del Alba a la Violetta, cínica y manipuladora:
Porque yo no era nada más una vil encueratriz, también era empresaria. Había inventado un sistema de financiamiento tan bueno que ya ves, hasta el hijo del jardinero podía contratarlo […]. Igual yo ya estaba convencida de moscamuertear a muerte. Que me llevaran a la cárcel si querían, yo no iba a confesar (Velasco, 2012: 62-66).
Ella sabe qué puede hacer con su cuerpo, lo que vale por ser mujer; en su confesión despliega una teoría mercadotécnica de lo que es capaz con sus atributos: “Los senos son como el dinero, ninguno acepta que los necesita, pero ninguno deja de pensar en ellos. Una mujer con el escote en su lugar tiene todas las armas para mover al mundo” (Velasco, 2021: 122). Para ella, la mercadotecnia y el sexo operan sobre las mismas leyes de trabajo, una mujer debe construirse como una marca, como un producto, de primera necesidad o de lujo, depende de cada una: “¿Tú qué crees: tenía yo vocación de puta o de publicista? Como tú me decías: no son dos, sino una sola vocación, solo que en diferentes ramas” (Velasco, 2012: 45).
Esa mujer se compra la vida que quiere y paga con su cuerpo. Es un intercambio simple; no busca marido ni cumplir el rol femenino asignado por la sociedad, solo busca al mejor postor. Violetta se valora mucho, busca alejarse de un destino de mediocridad que le espera en México como mujer de clase media, por eso se va a Nueva York a buscar la vida de lujos que ella cree que se merece. No quiere ser madre ni esposa, desea dinero y libertad; todo el tiempo se burla de las conformistas, de las esposas de sus clientes, de las señoras abnegadas y de las que se contentan con un solo lado del espectro.
Violetta se asume a sí misma como su propio proveedor, para ella, ser una coatlicue es sinónimo de la mujer mexicana jodida y esclavizada, la que no tiene más salida que casarse para cambiar de amo, repitiendo un destino del que nunca podrá ser orquestadora: “Con mis papás me miraba en el suelo: jodida por los siglos de los siglos, condenada a vivir como coatlicue. Por eso, apenas me escapé con su dinero, dije: prohibidas las quejas” (Velasco, 2012: 146), lo contrario será entonces ser dueña de sí misma, de su cuerpo y de su propia vida:
El escote habla para distraer al enemigo. Una tiene que maniobrar, mover sus fichas, pedir las cosas de manera que no puedan negárselas. Quinientos bucks en México hacen maravillas, pero un escote puede hacer milagros. Yo no tenía la culpa que a los hombres les gustara confundir brasieres con altares (Velasco, 2012: 372).
Violetta entiende a la perfección el poder del cuerpo femenino, las armas con las que se domina el mundo, siempre y cuando se esté dispuesta a ensuciar un poquito el honor, saber que se cambia un bien por otro; es una transacción, un asunto de negocios: “No te voy a decir que supiera cuidar mi virtud, más bien lo que sabía era ponerle precio” (Velasco, 2012: 503). Sin embargo, para completar el performancede la femme fatale hace falta más que poner el cuerpo; hay que vestirlo, adornarlo, prepararlo para la función: “Para qué sirve el maquillaje, si no para hacer trampas. La ropa, los cosméticos, las palabras, los gestos, los abrazos, los besos: puras herramientas para engañar” (Velasco, 2012: 266).
Al igual que Molina, Violetta sabe que ser mujer es una actuación, porque el género es un artificio con sus propios códigos y reglas. Lo que para Molina son comportamientos naturales, para Violetta son recursos:
Si vendes ilusiones consigues lo que quieras, la onda es que dejes al cliente contento. Les des lo que les des, nunca tienen bastante. Se hacen adictos antes del tercer cariñito. El chiste está en saberlos elegir, porque si te equivocas puedes meterte en broncas espantosas (Velasco, 2012: 244).
Una mujer es una creación en sí misma, aunque lo masculino también tiene sus códigos, lo femenino es casi un arte, un arte del engaño, como lo demostró Molina, hay que tejer una red para que la presa caiga. Para ser mujer hay que actuar de forma constante:
Si ves las manos de una mujer igual te llevas una idea, pero lo más probable es que estén actuando algún papel. Las tres, sus manos y ella, ¿ajá? Las manos de los hombres no saben usar máscaras. Los hombres ponen duras las facciones hasta para sentirse guapos, pero las manos siempre los delatan (Velasco, 2012: 118).
Como la mayoría de las mujeres, Violetta tiene pocas opciones, puede elegir entre casarse y convertirse en su madre o irse de puta. Escoge la segunda, porque en su limitada visión es mejor ser la femme fatale que la coatlicue del cuento. Ella desprecia el rol asignado tradicionalmente a las mujeres, desprecia a su madre, a sus tías y a sus compañeras de la escuela de secretariado, por eso escoge el camino que se aleja más de lo convencional: “Porque una cosa sí: yo quería ser lo peor, pero por gusto. Eso de hacerme puta por necesidad me parecía no sé, inaceptable” (Velasco, 2012: 81).
La búsqueda de Violetta, sin embargo, la sume en la miseria, la convierte en objeto de explotación para tipos como Nefastófeles, que ven la oportunidad de aprovecharse de los atributos que ella vende: “Él no pensaba: Esos senos podrían alguna vez ser míos, sino: Un día esas tetas van a mantenerme. Pensaba en ordeñarme, nada más” (Velasco, 2012: 285). Nefastófeles encarna la corrupción moral y la violencia masculinas, su apodo da cuenta de su función en la novela, es una mezcla entre nefasto y Mefistófeles; es un demonio mediocre, ridículo, capaz de destruir la vida de quien se cruza en su camino, es el padrote, el traficante y el mantenido. Somete a Violetta con mentiras y malos tratos, hasta que ella decide escapar de él e intenta rehacer su vida, sin saber que ese demonio no dejará de perseguirla:
Si a él lo hubiera tratado como a todos, nunca se habría convertido en Nefastófeles. No para mí, de menos. Pero se me ocurrió tratarlo como gente, contarle cosas ciertas, llamarlo por su nombre. Abrirles las ventanas y las puertas a los buitres. Nefastófeles era menos gente que el más patán de todos mis mariditos, y creo que te miento si te digo que nunca me di cuenta. Puede que lo haya descubierto desde el instante en que se disculpó por romperme la falda, pero ya ves que a mí los cerdos se me dan (Velasco, 2012: 291).
Con todo, Violetta asume orgullosa su destino de mujer serpiente, porque, a pesar de todo, sabe que ser ese híbrido fenómeno de circo es el precio que tiene que pagar si quiere vivir libre: “Yo tenía una puta suerte de Mujer Serpiente. ¿Por qué está usted así, Mujer Serpiente? Por haber desobedecido y desfalcado a mis padres” (Velasco, 2012: 292). De la misma forma que Molina, Violetta acepta su destino de mujer-algo, así inicia la construcción de sí misma, tal como lo quiere.
En esta novela, Maira Santos-Febres (2016) narra el inicio de la transformación de Sirena, un jovencito gay que, al morir su abuela, tiene que prostituirse para sobrevivir en las calles de San Juan, Puerto Rico. Una noche conoce a Martha Divine, la drag queen dueña del bar El Danubio Azul. Mientras Sirena recoge latas de la calle, canta un bolero y las dragas que lo escuchan se quedan embobadas. Martha Divine decide tomarlo bajo su cuidado para convertirlo en una estrella fabulosa de la escena gay, a fin de acabar de financiarse su transición de género. En su intento por colocarlo como estrella, viajan a República Dominicana, donde Sirena Selena va a separarse de su protectora para buscar su propio destino.
En el universo ficcional de esta novela, las dragas caribeñas usan sus cuerpos transformados para sobrevivir. Viven en un mundo de fantasía y glamur que se corresponde con sus identidades creadas; sus nombres dan cuenta de esa reasignación identitaria. Valentina Frenesí, Lizzy Star, Sirena Selena y Martha Divine se construyen desde el cuerpo hasta el nombre para encontrar su verdadero yo:
De esta manera se consolida, se legitima y se hace explícita y pública una identidad femenina. El cambio de nombre es una práctica que representa una fase importante en el proceso de construcción de identidad, es un marcador central del tránsito, una suerte de ritual civil y laico que marca oficialmente la identidad femenina (García Becerra, 2018: 128).
Entonces, la realidad que las margina no logra someterlas del todo, tienen sus cuerpos y todos los placeres que pueden obtener a través de ellos: “El asunto siempre fue negar la cafre realidad. O, mejor aún, inventarse otro pasado, empeparse hasta las teclas y salir a ser otra, entre spotlights y hielo seco, vitrinas de guirnaldas y cristal, a estrenarse otra vez, recién nacida” (Santos-Febres, 2016: 30).
Estas mujeres de fantasía se dedican a la prostitución y al espectáculo, son las máximas intérpretes, aprendieron las coreografías del ser mujer, dominan el sutil arte de la coquetería y la seducción: “No exhibía un solo pelo que la delatara. Solo su altura y su voz y sus ademanes tan femeninos, demasiado femeninos, estudiadamente femeninos” (Santos-Febres, 2016: 9). A pesar de que todos saben lo que son y atraen amantes y clientes por esa hibridez que las caracteriza, viven en un mundo hostil que no perdona lo que la sociedad considera mentira; las dragas sobreviven en las calles, porque no podrían hacerlo en otro lado, se les obliga a vivir en la marginación:
Temblaba de tan solo pensar que alguien, en pleno take-off, la señalara con el dedo y gritara:
—Miren eso. Eso no es una mujer.
Que viraran el avión para bajarla a empujones por la puerta de abordaje, tirándole las maletas al piso. Las maletas se abrirían de repente vomitando tacas, esparadrapos, fajas, cremas depiladoras, miles de afeites más, prestándose, las traidoras, como evidencia. El capitán mismo la bajaría del avión para dejar constar claro que ella no tenía el derecho de disfrutar del confort, del lujo aéreo y la ensoñación que es acercarse a otras costas. Ella no, por impostora (Santos-Febres, 2016: 19).
Martha, como todas las demás dragas, depende de su cuerpo, lo modifica para que se ajuste a sus deseos más profundos, a su verdadero ser que se revela desde su vida temprana. Esa naturaleza las somete a los actos de violencia más extremos, las aliena y lastima, pero no están dispuestas a ignorarla, porque nadie puede luchar contra su esencia, por mucho que la sociedad la prohíba:
Cuando vio cómo el padre, con cara de arcángel vengador, le echaba gasolina a sus vestidos, supo que el próximo en quemarse sería él. Definitivamente, él, porque, ¿cómo asegurar que pudiera controlar las ganas de encontrar trapos que transformar en galas de fantasía en la máquina de coser de la madre? ¿Cómo desviarse de esa senda que tan naturalmente se le desenvolvía entre los dedos, los de los pies, los de las manos, que lo conducía hacia esmaltes atrevidos para uñas, tacones altos de trabilla, anillos de diamantes y pulseras de oro fino? No lo podía asegurar, si la Martha Divine, antes de saber lo que era, hacía lo que hacía para convertirse en ella misma, pura seducción. Y su padre era un arcángel vengador. Tenía que huir lejos, lo más lejos posible (Santos-Febres, 2016: 103).
Esta naturaleza revelada desde los primeros años convierte a niños como Sirena en presa fácil de perversiones. En la novela se explora esa realidad terrible del turismo sexual y la prostitución infantil en las islas caribeñas, donde la pobreza es tan grande que solo se puede sobrevivir del cuerpo, de la explotación de la sexualidad perversa de locales y turistas:
Cuando escaseaba el dinero en casa, el sirenito tuvo que volver a hacer, de vez en cuando, la calle. Esas noches, Valentina no le soltaba ni pie ni pisada. Lo esperaba como un reloj con un pasecito de coca en la mano, lista para aliviarle al sireno el susto de muerte que le entraba tan pronto se subía a los carros de los clientes. Valentina misma hacía los arreglos. Con el rabo del ojo memorizaba la placa del carro en cuestión, por si las moscas (Santos-Febres, 2016: 78)
Santos-Febres nos cuenta cómo las instituciones fallan en proteger a estos niños, cómo los dejan en el abandono. Sirena Selena surge de esa podredumbre, del dolor de ser un niño y estar solo, pero encuentra un hogar entre las dragas. Valentina Frenesí es la primera que le ofrece un hogar y le enseña a sobrevivir en la calle:
Servicios Sociales se lo quería llevar a un hogar. Pero bien sabía la Sirena que para él no había gran diferencia entre un hogar de crianza y un círculo en el infierno. Allí abusarían de él los más fuertes, le darían palizas, lo violarían a la fuerza para, luego, dejarlo tirado, ensangrentado y casi muerto en el piso sucio de un almacén (Santos-Febres, 2016: 10).
Después, con Divine, aprendería el arte de la transformación, aprendería a vender ilusiones, el performance de lo femenino para atrapar a su presa. Sirena tenía su voz, su capacidad casi sobrehumana para cantar los boleros que le enseñó la abuela; ella misma se lo dijo: “Tienes una voz hermosa, muchachito del cielo. Que Dios te la bendiga. Igualita a la de tu madre, que, si no se hubiera perdido, sería hoy por hoy una cantante de primera” (Santos-Febres, 2016: 38). Esa voz lo diferenciaba de las otras; como hombre podía trabajar en la calle y su voz lo ayudaba a protegerse, pero como mujer esa voz lo haría llegar más lejos de lo que cualquier otra draga había soñado jamás. Pero no es lo único que tiene, su poder radica en su hibridez, es plenamente una sirena, transporta o embruja a todo el que la escucha:
Las dragas que le oyeron el bolero quedaron boquiabiertas. Estaban trabajando en la calle, negociando con clientes. Pero, de repente, empezaron a oír un murmullo de pena, una agonía desangrada que se les metía por las carnes y no las dejaba estar lo suficientemente alertas como para negociar precios de agarradas, o de virazones de maridos escapados de su hogar. No podían sino recordar cosas que les hacían llorar, y les despegaban las pestañas postizas de los párpados. Tuvieron que girar tacones y alisarse las pelucas para oír mejor (Santos-Febres, 2016: 11).
También su cuerpo es poderoso; aunque sea el delicado cuerpecito de un adolescente casi niño, de su aparente fragilidad viene su fuerza: “Se rumoraba que, aun de bugarroncito, a ella nunca nadie lo había podido clavar. Decían que aun los machos más machorros se derretían en su pose y que él, luego, suavecito, los viraba, los humedecía con saliva ceremoniosa, les metía su carne por los goznes calientes y en espera” (Santos-Febres, 2016: 56).
Cuando Sirena Selena completa su transformación a mujer de fantasía, encanta e inspira miedo a quienes la miran, porque no saben con certeza lo que están mirando; esa ambigüedad altera a los espectadores, los pone nerviosos y los hace dudar hasta de sus propias inclinaciones. Santos-Febres (2016: 180) nos recuerda lo terrible que es enfrentarse a los propios deseos: “Los hombres no podían dejar de agarrarse el vientre, les dolía la presencia de aquella Sirena, de aquel ángel que traslucía bajo sus ropajes fuego y hielo seco, fuego y hielo seco”.
Es peligrosa esta sirena, con su voz y su disfraz de bolerista, la ilusión que vende es tentadora, es la imagen de una diosa, ese portento de voz dentro de ese cuerpecito que no engaña a nadie, pero sí embruja. La sirena de esta novela es una amenaza doble, porque su performance es una mentira, pero al mismo tiempo, es el deseo oculto de varios: “Muchos habrían dado cualquier cosa por verlo desnuda, quien sabe si hombre, si mujer, si ángel escapado de los cielos o Luzbel adolescente” (Santos-Febres, 2016: 55).
Mujer sirena, Selena es un híbrido particular, su voz arrasadora y su delicada belleza no son sus únicas armas, el bugarroncito tiene otra más, escondida y secreta, que lo convierte en criatura mitológica:
Los bucles perfumados, la cara perfectamente hecha en tonos malva-coral, el cuerpecito menudo, la tez bronceada y cremosa, el pechito, los hombritos, las caderitas y, en medio de aquella menudencia, una verga suculenta, ancha como un reptil de agua, ancha y espesa, en el mismo medio de toda aquella fragilidad (Santos-Febres, 2016: 193).
Aunque las dragas de esta novela sean las mejores intérpretes de la coreografía del género, se ven forzadas, en ocasiones, a asumir un papel masculino, con el que no se sienten cómodas. Martha piensa con terror en volver a vestirse como hombre, resulta imposible para ella, porque su transformación ya está muy avanzada: “De nada le serviría una producción masculina a estas alturas. Ya había olvidado la coreografía que da al género su verdadera realización” (Santos-Febres, 2016: 102).
Ellas pasan mucho tiempo perfeccionando su persona, Martha lo sabe muy bien y les recuerda a sus pupilos que “todo está en la imagen. Si te ves como un profesional, eres un profesional. Lo demás es coreografía y actuación” (Santos-Febres, 2016: 23). Sin embargo, no solo las dragas son intérpretes, todos actúan acorde a su lugar en la sociedad: empresaria, bolerista, magnate, esposa de magnate; lo importante es vender ilusiones. En la novela, todo se reduce a dominar el arte de la seducción; el erotismo y el cuerpo femenino son armas y el amor es pura y simple labor de convencimiento:
Además, para su información déjenme aclararles que todo en esta vida requiere ensayo. ¡Todo! Hasta para encontrar trabajo virando hamburgers en un fast food una tiene que ensayar. ¡Y para conseguir marido! Ay niñas, las semanas de dedicación al espejo practicando sonrisas, pestañeos y risitas de admiración para que un marchante se decida a la conquista. Más ensayo requiere convencerlos de que fueron ellos los que tuvieron el control de la situación. Todo en esta vida requiere ensayo. Cojan oreja para que, luego, no caigan de pendejas (Santos-Febres, 2016: 233)
En la obra se establece un paralelismo entre dos jovencitos gays, uno que viene de Puerto Rico y otro que vive en la República Dominicana: Selena y Leocadio; ambos comparten la misma ambigüedad genérica. Este paralelismo sirve para explicar la naturaleza de algunos niños que son delicados e inocentes, su belleza y su fragilidad los convierte en víctimas del deseo de otros:
De repente, sintió una mirada pesada sobre su hombro. Era un hombre grande y colorado que lo miraba desde su distancia, hundido entre las olas. Leocadio miró a su alrededor. Estaba seguro, aquel hombre lo miraba y le sonreía a él. A Leocadio se le ensombreció el semblante. Ni en la playa lo dejaban quieto aquellos hombres. Él no sabía cómo lo hallaban, cómo le seguían los pasos por todas partes, cómo identificaban algo en él que los hacía relamerse las carnes y les llenaba los ojos de picardía (Santos-Febres, 2016: 49).
Estos niños no tienen características que definan a qué género pertenecen; no son exactamente hombres ni mujeres, transitan entre ambos polos hasta encontrar una identidad que no se adecua a las imposiciones del binarismo: “Yo no sé lo que tiene este muchachito que vuelve a los hombres locos. Se le van detrás, se le quedan mirando con una cosa, qué sé yo, como si el diablo se les hubiera metido por dentro” (Santos-Febres, 2016: 66). Santos-Febres insiste en que la inocencia aviva el deseo de explorar esa cara más oscura de la sexualidad humana. Así evidencia la terrible realidad de la industria turística de lo sexual en países que, como Puerto Rico y República Dominicana, se encuentran asolados por la miseria y la corrupción.
El binarismo genérico es un conjunto de comportamientos socialmente aprendidos, aceptados y dictados por la normativa patriarcal. En las novelas que se analizaron, los personajes adoptan estos modos de ejercer lo femenino para realizarse como mujeres.
La masculinidad, al menos para algunos personajes en El beso de la mujer araña . Sirena Selena vestida de pena, es una cuestión compleja. Valentín y Migueles, por ejemplo, reflexionan sobre qué significa ser hombre y elaboran sus propios conceptos de la masculinidad respecto a lo que, de forma prejuiciosa, ven como representativo de lo femenino. Para los estudiosos del género, también lo masculino es una construcción que limita el desarrollo de la persona a ciertos códigos y comportamientos; tanto en Valentín como en Migueles se ven reacciones similares al enfrentarse, por ejemplo, a la homosexualidad. Para Hernando Muñoz Sánchez el concepto de masculinidad se basa en el no ser mujer, por lo tanto, manifiesta desprecio por todo aquello que sea femenino u homosexual: “Así, la figura del varón se constituye en un no ser mujer y no ser homosexual, esta posición ve en la homosexualidad la antítesis de la masculinidad” (Muñoz, 2017: 363).
La feminidad puede identificarse como la serie de comportamientos que permitan adoptar la función social que deben ejercer las mujeres. Lo curioso es que este ejercicio no está vedado para aquellos cuya inclinación, contraria a su biología, sea eminentemente femenina. Entonces el género se convierte en un espectro fluido, transitable, que se puede imitar, representar, aprender y enseñar.
Tanto lo masculino como lo femenino mantienen sus límites, sus características, sus rituales y su espacio de realización, aunque esto no impide que los roles de género puedan reapropiarse. Como se sugiere en estas novelas, se presenta una transgresión genérica en aquellos que encarnan en mujer sirena, mujer pantera, mujer araña o mujer serpiente. Personajes híbridos cuya función es romper las bases del binarismo y hacer frente a otras realidades para el ejercicio del género o la complicada sexualidad humana.
En las novelas que se analizaron, lo femenino se convierte en un medio de supervivencia, una herramienta que permite a los personajes alcanzar sus sueños o sus deseos ejerciendo una feminidad exagerada, ya que la entienden como una coreografía, porque la estudian y aprenden, no es natural ni intrínseca a los seres que la ostentan.
Como las sirenas míticas, los personajes de estas novelas, criaturas híbridas, intentarán usar los medios de seducción asociados a lo femenino a fin de expresar plenamente su identidad. Para ellos, ser mujer equivale a la libertad y la realización personal, se convierte en su única arma, es la meta de Molina, Sirena y Violetta. A los personajes de estas novelas les toca recurrir a sus cuerpos transformados, convertidos en herramientas, portadores del verdadero poder. En ellos se personifica la tentación de la carne, la sexualidad y el deseo.
Personajes como Molina, Sirena o Violetta hechizan a los hombres para arrastrarlos a las profundidades del deseo sexual, son las sirenas por excelencia. Para Nadia Julien (1997), esta figura de la mujer fatal designa a las seductoras que, sin ningún remordimiento, atraen a su presa para que sucumba ante el deseo: “Simbolizan igualmente los engaños de la ilusión” (Julien, 1997: 351).
En estas novelas se rompen los valores del género que la sociedad acepta e impone, los cuales asocian con la sexualidad y los órganos sexuales. Esto se representa en obras cumbre de la literatura, por ejemplo, las novelas de Louisa May Alcott, Mujercitas . Hombrecitos, en las que, además de retratar el contexto histórico de la autora, su principal atributo es relatar cómo se forman las personas a través de las características que marca el binarismo de género. La inversión de estos valores nos permite pensar ahora, con personajes como Leocadio, Molina o Sirena, en mujercitos y hombrecitas, es decir, en seres que transitan los dos espectros del género o los rompen definitivamente.