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Experiencia distópica y patriarcado en "Mujeres desesperadas" de Samanta Schweblin
Distopyan experience and Patriarchy in "Mujeres desesperadas" by Samantha Schweblin’s
Contribuciones desde Coatepec, núm. 39, pp. 53-69, 2023
Universidad Autónoma del Estado de México

Artículos de investigación


Recepción: 02 Febrero 2023

Aprobación: 10 Abril 2023

Resumen: En el presente artículo se revisa la violencia que deriva en la experiencia distópica en el cuento “Mujeres desesperadas” de Samanta Schweblin. Las imágenes de crueldad y el ambiente posterior a la catástrofe se relacionan, además, con la violencia que en el capitalismo reproduce el sistema patriarcal en los cuerpos de las mujeres y en sus deseos. Para ello, se recurre al concepto de “horrorismo” de Adriana Cavarero, tanto como a la contextualización que ofrece Elsa Drucaroff en su libro Los prisioneros de la torre, para una mayor comprensión de las transformaciones sociales y su efecto en las obras literarias

Palabras clave: Distopía, violencia, feminismo, narrativa argentina.

Abstract: In this article, the violence that derivate in the distopic experience, in the short story “Mujeres desesperadas”, is revised. The images of cruelty and the posterior catastrophe ambient link, besides, with the violence produced by patriarchal system in capitalism over women`s bodies and desires. To this end, the concept of “horrorismo”, took of Adriana Cavarero, is appealed, as well as the contextualization offered by Elsa Drucarof in her book “Los prisioneros de la torre”, for a larger understanding of social transformations and their efect in literary works.

Keywords: Distopy, violence, feminism, argentinian narrative.

Introducción

En el 2014 la escritora argentina Samanta Schweblin publicó su libro: Pájaros en la boca y otros cuentos. En él se integran algunos textos de su primer libro: El núcleo del disturbio(2002). En estos relatos se establece una relación de continuidad y ruptura con la narrativa rioplatense, pues la autora se vale del cuento fantástico, tradición que es ampliamente desarrollada en la región. Para Schweblin las obras de Felisberto Hernández, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar y Antonio di Benedetto representan las influencias narrativas de la región (2018). La ruptura temática y estructural se percibe en las formas de describir el silencio y el pasado, en la materialización de una serie de transformaciones que se han dado en la narrativa argentina desde la última década del siglo XX, principalmente después del 2001, año clave en la historia del país sudamericano.

A partir de los años 90 del siglo pasado se da un quiebre generacional en la literatura argentina. Elsa Drucaroff ubica a los autores nacidos en las décadas 1960 y 1970 en la Nueva Narrativa Argentina (NNA); esta generación tiene un vínculo conflictivo con la generación de la militancia. Samanta Schweblin, nacida en 1978, forma parte de la segunda generación, junto con Mariana Enriquez, Selva Almada y Andrés Neuman. Una de las características de esta generación es que se formó con la literatura de sus antecesores, en los talleres impartidos por la generación de la militancia; por ejemplo, Schweblin asistió al taller de Liliana Heker, Almada fue alumna de Alberto Laiseca. A la vez, su subjetividad se nutrió de otros discursos no necesariamente literarios, procedentes del cine o la música. Ello y su propio contexto fueron decisivos en la construcción de una narrativa novedosa.

Drucaroff en el libro Los prisioneros de la torre(2011) y en el artículo “¿Qué cambió y qué continuó en la narrativa argentina desde Los prisioneros de la torre?” (2016) nombra y problematiza a la generación de la NNA, entendida esta como una identidad cultural y existencial, no sólo como un hecho biológico. La crítica emplea los términos NNA y de generaciones de la postdictadura porque denominan y permiten comprender el fenómeno literario que implicó la emergencia de estos jóvenes escritores y que sigue dando luces en la narrativa del siglo XXI. La primera designación, NNA, se refiere a los rasgos discursivos que caracterizan esta literatura. Por otro lado, la narrativa argentina de las generaciones de postdicta­dura remite al trauma nacional de quienes tuvieron la experiencia de la dictadura cívico-militar (1976-1983) durante su infancia o adolescencia; la ansiedad de los tiempos y el sentido de persecución se traducen en el empleo de técnicas y temas, cada vez aludidos con mayor frecuencia como telón de fondo, recrean en diferentes registros los efectos de la violencia. Este trauma nacional es la huella de un acontecimiento trágico, en este caso el Proceso de Reorganización Nacional, llamado así tras el golpe de Estado, que impactó en la conciencia de la colectividad.

Drucaroff explica cómo la generación vivió de diversas formas el aislamiento propio de los noventa, periodo en el que los discursos enfatizaban la pérdida de esperanzas. Además, en lo político, fueron los años de la crisis inflacionaria del último periodo de Raúl Alfonsín, seguido del gobierno de Carlos Menem y sus políticas privatizadoras con los recortes a la energía eléctrica, como se puede ver de soslayo en “Los años intoxicados” publicado en Las cosas que perdimos en el fuego (2016) o en Ese verano a oscuras (2019) de Mariana Enriquez: “Los nombres de nuestro fin del mundo eran crisis energética, hiperinflación, bicicleta financiera, obediencia debida, peste rosa. Era 1989 y no había futuro” (Enriquez, 2019: 8). En el caso de la segunda generación de postdictadura, es decir, los nacidos en la década de los setenta, a la infancia transcurrida durante la dictadura se suma una adolescencia que ofrecía pocas expectativas, un futuro incierto, una “mala época para ser joven” en palabras de Drucaroff:

Son apáticos, o están simple­mente estupefactos y paralizados por el asombro, desorientados; siluetas fantasmales que se mueven por inercia, van de un lado al otro sin comprender bien por qué, angustiados sin dramatismo, despojados de la posibilidad de comprenderse por un mundo hostil que no les explica nada de su entorno y de su historia. Nacen los per­sonajes “leves”: interioridades opacas a la lectura que actúan sin que podamos saber por qué, sin que podamos saber si ellos mismos saben por qué; personajes que parecen en perpetua disponibilidad. Tienen una cierta proximidad con jóvenes de la literatura reciente de otros países, y en ese sentido no pueden solamente leerse como síntomas de la postdictadura: también se relacionan con un entorno global de capitalismo salvaje y falta de horizontes existenciales, de esperanzas políticas (Drucaroff, 2016: 30).

De esta atmósfera de desesperanza se deriva el tono de las obras que la crítica argentina identifica en expresiones de ironía, parodia, humor negro o sarcasmo, en general, la desconfianza ante un futuro que no se presenta como alentador, “un juego en el vacío” (Drucaroff, 2016: 26). Si bien las formas de expresión no son absolutamente nuevas en la narrativa, ahora se vinculan con ese pasado marcado por el silencio impuesto desde el régimen militar. En un contexto más amplio, Rosi Braidotti sostiene desde el feminismo posthumanista que la generación de artistas cuya adolescencia transcurre en los años noventa, recurre a estas manifestaciones humorísticas por su potencia política al criticar lo códigos dominantes: “La ironía es una dosis de desprestigio aplicada sistemáticamente; una interminable provocación; la saludable deflación de una retórica demasiado caldeada. No se puede resumir una posible respuesta a la añoranza generalizada por la cultura dominante, únicamente cabe representarla” (Braidotti, 2015: 117).

Las obras de la generación de la postdictadura se distinguen por los procedimientos para trabajar con la ausencia, que narrativamente se resuelve a través de la elipsis, la alusión, lo oblicuo y la recreación de un mundo clausurado y, por ello, una enunciación elidida. Para esta generación el lugar de la escritura y de la vida implica un conflicto con sus precursores. Los motivos de la rebeldía persisten en diferentes contextos, pero para los jóvenes que vivieron durante la década de 1990 la mayor dificultad era cómo ser rebelde teniendo como antecesores a quienes se atribuían “toda la rebeldía posible” (Drucaroff, 2011: 53). ¿Qué significaba rebelarse ante los rebeldes, quienes habían sufrido la persecución, la tortura, la muerte de sus congéneres o familiares y, además, eran respetados tanto en el campo intelectual como en el académico? En esa tensión existencial, diríamos, se gesta lo novedoso de la literatura de la generación de la postdictadura.

El desencanto se torna complejo en el contexto de la crisis económica y política del 2001. El movimiento social que se despliega a partir de diciembre de ese año implicó una transformación que toca directamente a la escritura, porque si la crisis golpea a los diferentes sectores sociales, la organización comunitaria responde con múltiples formas de resistencia en un panorama que parecía desolador en más de un sentido. Esa vuelta a la colectividad permitirá salir del aislamiento al que parecían condenados durante los años 90:

La literatura es un laboratorio: allí una sociedad experimenta con sus horrores, ilusiones, fantasmas, significados, ideas. Si descubrimos la literatura que hoy se está escribiendo, a lo mejor logramos empezar a discutir otra vez cuándo y por qué la Argentina se transformó en lo que la llevó a diciembre de 2001(Drucaroff, 2011: 16).[1]

Otro factor que interviene en la construcción de una nueva subjetividad y su expresión en la narrativa es el feminismo. Las narradoras de la segunda generación de la postdictadura construyen ficciones en las que se manifiestan problemáticas sociales y tomas de posturas vinculadas a la militancia feminista; tales como el cuestionamiento a las maternidades forzadas y los estereotipos de género. Si bien estas expresiones no son nuevas, pues las escritoras en los años setenta y ochenta –Luisa Valenzuela, Angélica Gorodischer, Claudia Piñeiro, Ana María Shua, María Moreno, entre otras­– ya recreaban en su discurso los debates feministas, las más jóvenes retomaron estas temáticas en un contexto cada vez más crítico, generado a partir del aumento de los feminicidios y de las muertes derivadas de los abortos clandestinos como lo menciona Ana Gallego Cuiñas(2020). El ejemplo más notorio es Chicas muertas (2014) de Selva Almada, que muestra los primeros casos de asesinatos a mujeres en Argentina, antes de que se tipificara como delito el feminicidio en 2012.[2]

Mal sitio para vivir: la experiencia distópica

La militancia desarticulada por la violencia de la dictadura y el individualismo de los años anteriores al 2001 contribuyeron a la construcción de un imaginario distópico, originado en un neoliberalismo descarnado en el que desde ciertos discursos no había posibilidades de pensar la realidad fuera de los parámetros dados por el sistema. De acuerdo con Bronislaw Baczko, los imaginarios son creaciones de la sociedad, formas de ordenación y de significación simbólica, y son las instituciones las que personifican esos imaginarios, sus figuraciones más visibles:

Estas representaciones de la realidad social (y no simples reflejos de ésta), inventadas y elaboradas con materiales tomados del caudal simbólico, tienen una realidad específica que reside en su misma existencia, en su impacto variable sobre las mentalidades y los comportamientos colectivos (Baczko, 1991: 8).

Si el pensamiento utópico se construye como parte de un imaginario que cuestiona el futuro al que parece conducirse una sociedad, es decir, la utopía como una manifestación de los deseos de la sociedad, la distopía aglutina los temores, es el contraejemplo de organización social, por ello, las distopías recrean los imaginarios de una época, generalmente, desde un sentido crítico.

En términos narrativos, las distopías no son discursos realistas, aun cuando tengan como referentes algunos aspectos de la realidad, funcionan como una advertencia, son cuestionamientos en un registro estético, más que un reflejo del mundo en el que se vive. De ahí que se caractericen por elementos hiperbólicos o insólitos, en los que la irrupción de lo extraordinario rompe con la lógica de los acontecimientos que se perciben como ordinarios. Las distopías dialogan en diferentes direcciones; para empezar, nos remiten a sociedades futuras marcadas por su disfuncionalidad, partícipes de la ciencia ficción o de los relatos de anticipación; a su vez, incorporan discursos críticos que nacen del pensamiento utópico sobre la sociedad del presente. De allí que la recreación del espacio permita conocer esta sociedad desde su organización interna.

En la medida que nace la utopía en el contexto de la modernidad, la distopía surge a partir de una crítica al proyecto civilizatorio que se presenta homogéneo y, por ello, violento. La imagen catastrófica es recurrente porque los relatos distópicos comienzan una vez que la amenaza del fin del mundo se ha diluido en un nuevo orden social donde domina el aislamiento, la individualidad y la falta de empatía. Hay narrativas en las que las distopías son contra evolutivas, propuestas de retorno al primitivismo, cargadas de un cuestionamiento al capitalismo avasallador. La complejidad del imaginario distópico se muestra en el planteamiento de la posible vida postapocalíptica, en la cual podría vislumbrarse una salida utópica.

Para Fernando Reati “La distopía es la consecuencia lógica de continuar obstinadamente el rumbo equivocado del presente: es lo que debemos esperar si no cambiamos” (2020: 136). Las distopías literarias se expresan en relatos donde prevalecen estructuras de dominación social, en los aspectos más íntimos como el cuerpo, los deseos, las pasiones, hasta los más amplios como las políticas públicas y la economía; también es posible hablar de una experiencia distópica, que es la forma en que los personajes viven en ese mundo regulado, sin esperanzas y que, además, resulta el peor de los sitios para existir.

Un conejo frente a las fieras: “Mujeres desesperadas”

En Pájaros en la boca y otros cuentos la alusión funciona como una estrategia narrativa que complementa el lector con su interpretación, es decir, las descripciones no se presentan en función de recrear una estética realista, sino de suscitar un sentido. Personajes y narradores, en primera o tercera persona, revelan la sensación de estar en el límite, entre lo racional y lo irracional; además de demostrar el cuestionamiento de un mundo que parece ordenado. En esta ocasión revisamos “Mujeres desesperadas”, cuento que se publica por primera vez en El núcleo del disturbio y que posteriormente se integra a Pájaros en la boca y otros cuentos.[3]

La configuración del espacio es notoria en la mayoría de los cuentos de Samanta Schweblin, y por supuesto, en su novela Distancia de rescate, publicada en 2017, tanto en el ámbito geográfico como en el personal. Para el primer caso, la autora se vale de la imagen del campo como un espacio distópico, en él se cuestiona el tópico del beatus ille, que está lejos de representar la imagen idílica de lo rural como escape del caos citadino. El campo no sólo es desolado o inhóspito, sino hostil y violento: “el campo tóxico, estepas alejadas e infecundas, jardines-réplica de aire puro incrustados en la ciudad, respectivamente” (Leone, 2018: 34). A esta representación se suma la noción del extravío: es un campo que no posee una ubicación específica, no hay marcadores que permitan completar la referencialidad, salvo por las expresiones rioplatenses de las protagonistas que destacan por el empleo del “vos” y del lunfardo: “¡Vení, turrita! A ver cómo venís y das la cara” (Schweblin, 2021: 57). Esta ausencia de referencias se deriva de estrategias que se ubican al interior de los relatos con otras funciones narrativas como la elipsis y la ambigüedad.

El cuento de Schweblin mantiene una estructura elíptica al no proponer una distribución tradicional de los elementos narrativos; por ejemplo, no hay un planteamiento inicial, un desarrollo o clímax ni un desenlace satisfactorio para las protagonistas, pues en el texto no se revelan motivaciones que expliquen el abandono de las mujeres en el campo y el rescate del esposo que ha sido dejado a la orilla de la carretera. En este cuento se ve cómo la elipsis es empleada no sólo como una figura retórica, sino como una estrategia textual para provocar tensión a lo largo del relato. En cuanto a la ambigüedad, esta aparece desde el título mismo: “Mujeres desesperadas”, que funciona como una frase genérica que incluye a un número indeterminado de mujeres, incluso, con una connotación negativa: la mujer desesperada, la loca, la histérica. De manera similar el recurso de la ambigüedad se percibe en los nombres de las protagonistas: Felicidad y Nené. En ambas mujeres la ironía amplía el significado: en la primera se tiene la imagen de una joven novia arrojada a la carretera el día de su boda, por lo tanto, no puede representar la imagen de la felicidad; y en el segundo, Nené muestra la figura de una anciana desencantada, fuerte, aguerrida que no cree en las promesas del amor eterno, dejando de lado la imagen infantilizada de la abuela, cuya construcción también obedece a un estereotipo. En este sentido, la vida de las mujeres está suspendida e indeterminada: “¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que escuchar sus estúpidas penitencias todas las malditas noches? ¿Eh? ¿Qué hay?” (Schweblin, 2021: 57).

En el segundo caso, el espacio de lo íntimo, la familia se construye como un mundo censurado. El control y la supervisión que rigen a la sociedad –con el afán de aislar a los individuos– se reproducen en el contexto familiar. La individuación de los sujetos es el resultado de las normas impuestas por los miembros de mayor jerarquía; mientras la sociedad se presenta ordenada, la familia se mantiene en ese estado. Por lo mismo es en ese vínculo personal en el que se experimenta la distopía tanto en los trabajos de cuidado como en la idea del amor: “Glorificar la familia como ‘ámbito privado’ es la esencia de la ideología capitalista, la última frontera en la que ‘hombres y mujeres mantienen sus almas con vida’” (Federici, 2018: 38). La familia, y la institución matrimonial en la que se sostiene, es el primer reducto del patriarcado, entendido como un sistema cuya base es la opresión de las mujeres y que parte de lo afectivo para extenderse a lo social. El patriarcado ejerce una violencia silenciosa y sutil al principio, para terminar en agresiones físicas como la muerte.

Para Adriana Cavarero la violencia contemporánea puede comprenderse de una manera más compleja si se piensa desde el punto de vista de las víctimas, en este caso desde la perspectiva de las protagonistas: para ello propone el término horrorismo. Este término nace de la insuficiencia del concepto de terrorismo, en diálogo y complemento para comprender los contextos actuales. Esta casualidad permite delimitar al estatuto de víctima: “Todos íbamos en ese tren” (Cavarero, 2009: 10), al enunciar que apunta a los eventos del 11M en Madrid y que en el caso del cuento de Schweblin alude al hecho de que toda mujer puede ser abandonada en ese campo solitario, causando más que terror, una parálisis. La palabra horrorismo remite a la violencia que sufren las víctimas inermes –sobre todo las infancias y las mujeres– y que regularmente conduce a la muerte:

En el amplio repertorio de las violencias humanas, hay una particularmente atroz cuyos fenómenos podrían ser resumidos bajo la categoría de horrorismo. El recurso a un vocablo de nuevo cuño debe aquí reconducirse no sólo a la obvia semejanza con el término terrorismo sino, antes de nada, a la necesidad de subrayar aquel trato repugnante que, aunando muchas escenas de la violencia contemporánea, las engloba en la esfera del horror mejor que en la del terror (Cavarero, 2009: 57).

En “Mujeres desesperadas” la narradora en tercera persona nos introduce a un mundo que está parcialmente organizado; por ejemplo, cuenta que la historia de Felicidad es una de las muchas que suceden en esa “oscuridad llana del campo” (Schweblin, 2021: 53). Felicidad es abandonada en medio de un predio que se presenta como un territorio al que van a parar las mujeres que son desechadas por sus parejas. Felicidad está desconcertada y cautiva por la idea del amor y del matrimonio al grado de no alcanzar a comprender la opresión de la que está siendo víctima, ni entiende la impotencia y la sujeción que la excluye del mundo. De acuerdo al término propuesto por Marcela Lagarde, el cautiverio es una categoría antropológica que permite comprender la condición de las mujeres en el patriarcado ante la ausencia de libertades, así como las relaciones desiguales que viven en este sistema de dominación material y simbólica (Lagarde, 2005). A su vez, el abandono de Felicidad remite al mito de la cautiva en la literatura argentina, la mujer separada de la sociedad, en este caso, arrojada al desierto.[4]

En esta zona indeterminada, Felicidad es acogida por Nené, una veterana que intenta preparar a la joven para esa nueva experiencia. En ese campo conviven tanto las mujeres que lamentan el desamparo al que se ven orilladas, como aquellas que intentan escapar del dolor. Nené corresponde al segundo grupo. En este espacio no hay conciliación ni muestras de sororidad entre las mujeres, al contrario, las primeras emprenden una suerte de batalla en contra de la anciana porque parecen convencidas de que la amargura de quienes resisten impide que expresen su duelo o que conserven la esperanza. Ellas viven en el cautiverio de la idea del amor, han sublimado el sufrimiento por la pérdida y no conciben la libertad como posibilidad en su existencia:

Pero somos oprimidas, también, si la impotencia nos lleva más allá de la tolerancia y hacemos del sufrimiento un modo de enfrentar la vida; si, con resignación, reiteramos que así es el mundo, que así será siempre; si con fe creemos que no es posible cambiar (Lagarde, 2005: 18).

Las mujeres abandonadas en este territorio pasan de la experiencia psicológica del miedo al horror. No huyen, no se mueven, solo se entregan al llanto y la desesperación. Para Cavarero, el miedo incita al movimiento de los cuerpos, desde el temblor hasta la huida; se presenta un instinto que permite sobrevivir ante la amenaza de la muerte violenta. Por el contrario, el horror implica la parálisis, la petrificación, el congelamiento que la autora analiza en la figura de Medusa (Cavarero, 2009).[5] En el cuento el horror tiene la imagen de muchas mujeres abandonadas e iracundas. El rostro y la identidad de cada una son imperceptibles –no se les puede mirar, como a la Gorgona– sólo se escuchan sus lamentos en medio de la noche. Si Felicidad lograra ver la cara de las mujeres estaría condenada a permanecer con ellas. En este sentido, la representación de estas “medusas” se vincula con la imagen contemporánea que la filósofa encuentra en El grito de Evard Munch, puesto que el horror se identifica en la expresión del alarido, como el de las mujeres desesperadas de Schweblin.

En el cuento, la zona puede entenderse desde el concepto de heterotopía de Michel Foucault: un sitio desplazado del espacio social, construido con la finalidad de contener a aquellos individuos considerados como peligrosos según el orden social establecido, que prolifera en periodos de crisis, como una medida de control:

los lugares que la sociedad acondiciona en sus márgenes, en las áreas vacías que la rodean, esos lugares están más bien reservados a los individuos cuyo comportamiento representa una desviación en relación a la media o a la norma exigida (Foucault, 2008: 5).

Las cárceles y los hospitales psiquiátricos se comprenden desde este concepto, no obstante, en el cuento el espacio no es cerrado; es, más bien, un campo al pie de la carretera, que, aunque abierto sí conlleva al confinamiento, de ahí la desesperación de las protagonistas. Aunado a eso está la interpretación del aislamiento como medida correctiva a las mujeres que podrían ser consideradas como perniciosas para la sociedad patriarcal; en ellas se ve un principio de cuestionamiento o de rebeldía que debe ser contenido. A la vez, el espacio se vincula con un campo de concentración donde las mujeres son conducidas, arrojadas y nulificadas (Cavarero, 2009), construidas por la violencia patriarcal como sujetas inermes.

La información que la narradora y las protagonistas proporcionan al lector sobre el espacio es poca, se trata únicamente de una descripción minimalista que enfatiza una atmósfera de vacío posterior a una catástrofe. Allí las mujeres tienen que aprender a sobrevivir al abandono y a las lamentaciones constantes de las que no pueden asumir el desamparo o de quienes se mantienen en un continuo estado de angustia. El campo, por lo tanto, no representa el lado opuesto del mundo civilizado, más bien es el extremo del espacio urbano, no es un sitio calmo ni pacífico, sino desesperante; pero tampoco es la prolongación del proceso civilizatorio, ahí se deja todo aquello que es prescindible para la sociedad patriarcal. Es un campo que remite a la imagen constante del desierto argentino, como a las zonas que usaron durante la dictadura para desechar los cuerpos de los desaparecidos:

Si Sarmiento o Echeverría consideraban que el impedimento al impulso civilizatorio personificado en la ciudad europeizante era lo que ellos designaban desierto (los territorios indígenas y las provincias interiores gobernadas por caudillos), su deseo de progreso termina trastocado porque el desierto acaba siendo el producto de esa misma civilización que se le oponía. Se trata de una involución más que una evolución (Reati, 2020: 137).

El espacio de lo privado –que se piensa socialmente como cálido o acogedor– se ve trastocado. Las mujeres son abandonadas por los hombres, en otro tiempo sus parejas, algunas el día de la boda, como en el caso de Felicidad. Lo cotidiano sufre un desgarramiento con este evento que resulta inesperado para ellas. Nené, quien ya ha estado más de cuarenta años ahí, reconoce la norma en el fondo de esa aparente irrupción, por eso intenta hacer entender a las mujeres de la inutilidad del llanto. Durante el cuento se desarrolla una serie de sucesos inexplicados: desde la ira de las mujeres que no quieren dejar de llorar, hasta la persecución que emprenden para castigar a Nené por su empeño en mantenerse consciente. Las que lloran saturan el espacio auditivo con sus lamentos, el campo está poblado por las sollozantes, que parece han regresado a un estadio semisalvaje: “Bajo los pies sienten el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas” (Schweblin, 2021: 60). Como en los campos de concentración, donde la tortura trastoca la naturaleza de los prisioneros en “muertos vivientes” (Cavarero, 2009: 78), las mujeres de este relato experimentan un proceso de zombificación:

El murmullo avanza sobre ellas. Aunque no las ven, saben que las mujeres están ahí, a pocos metros. Felicidad grita. Algo como manos le roza las piernas, el cuello, la punta de los dedos […] –No me sueltan –grita Felicidad-. –¡No me sueltan! –mientras espanta desesperada las últimas manos que la sostienen (Schweblin, 2021: 61).

Casi al final del cuento una mujer subvierte el orden de las acciones, pues es ella la que decide abandonar a un hombre y va a dejarlo al campo. La alusión en este caso es irónica cuando se remite a la condición del esposo y su reacción ante el desierto poblado de mujeres, como si él representara a las verdaderas víctimas: “En los ojos del hombre, el terror de un conejo frente a las fieras” (Schweblin, 2021: 61-62). La distopía comienza a presentar una fisura cuando Felicidad y Nené intentan salir del campo en el auto de la mujer, pues cuando parece que se ha trastocado la jerarquía, el final confirma que por lo menos en ese momento no hay posibilidad de cambio:

En la ruta, los primeros pares de luces ya son coches casi sobre ellas, y pasan ahora a toda velocidad. –Se arrepintieron –dice Felicidad–. Son ellos, ¡vuelven a buscarnos! –No –dice Nené. Enciende un cigarrillo y después, soltando el humo, agrega: –Son ellos. Pero vuelven por él (Schweblin, 2021: 64).

Felicidad reconoce que los hombres no regresarán por las mujeres. Hay una revelación y un principio de conciencia. La caravana de hombres que van al rescate del abandonado es un ejemplo del pacto patriarcal que implícitamente existe en la sociedad. Algo similar ocurre con las otras mujeres porque deciden mantenerse en el dolor que las aísla, prefieren confrontarse con la anciana que reconocer el origen de su desesperación. La experiencia enfrenta a Felicidad, acepta que habita un mundo estructurado para mantener la hostilidad y la violencia hacia y entre las mujeres.

Dentro del relato, las protagonistas actúan de manera inusitada, como si la lógica de sus acciones fuera extraordinaria. La extrañeza se construye desde la voz de la narradora que se instala en el punto de vista de Felicidad, pero sin ubicarse en su psicología, algo innecesario para Schweblin, pues esta estrategia, que parece marcar una distancia entre las palabras dispuestas en el texto y sus lectores es justo un vacío de interpretación. La sobriedad en el relato hace que se perciba una sensación que delata el carácter insólito, pero de una manera muy sutil.

Esa felicidad inmensa: otros cuentos sobre la violencia y la familia

En otros relatos de la autora la construcción del espacio y la violencia que se ejerce en los personajes tiene efectos similares; por ejemplo, en “Hacia la alegre civilización de la Capital” la experiencia distópica la vive Gruner, el personaje que ha perdido su pasaje y al que le niegan la compra de un boleto para el siguiente tren. Elsa Drucaroff compara este relato con “Nota al pie” de Rodolfo Walsh y los relaciona a partir de la idea de la alienación laboral del capitalismo. Las diferencias en el manejo del tema y en el tono se sostienen en la distinción generacional: mientras Walsh trabaja desde el realismo y en un tono serio, Schweblin lo hace en un registro kafkiano y a través de la ironía, tal como se describe en esta imagen sobre los viajeros: “[Gruner] Tiene la ocurrencia de que los perros del mundo son el resultado de hombres cuyos objetivos de desplazamiento han fracasado. Hombres alimentados y retenidos a puro caldo humeante” (Schweblin, 2021: 81). Para la crítica, en “Hacia la alegre civilización de la Capital” no hay salidas ni soluciones, sólo una resistencia subjetiva que se opone a ser cómplice de la alienación (Drucaroff, 2016: 24).

En cuanto al espacio, el campo seco y la vida familiar limitan el deseo de retorno: Gruner no puede regresar a la Capital, se queda varado en un pueblo con una pareja –autoritaria y aparentemente benévola– que termina por adoptarlo; en este acogimiento la pareja regula los hábitos cotidianos, las comidas, las horas de descanso y de trabajo. Así como Gruner, hay otros personajes que tampoco han podido tomar el tren y forman parte de este simulacro de familia. La vida de ellos –secuestrados y mantenidos ahí por una fuerte inercia– está suspendida como su identidad, de ahí que no tengan un nombre propio, salvo el protagonista que se llama Gruner, los demás son llamados genéricamente: el hombre, la mujer, los oficinistas. Pese a que en el texto se narra cómo los personajes planean su liberación, al término del cuento Gruner tiene la impresión de que ya no hay motivos para regresar a la Capital porque ya no existe una diferencia entre el campo y la ciudad, ahora la civilización ha llegado a este campo.

Gruner, como las mujeres desesperadas, se queda paralizado, quieto, y no considera la huida como posible solución: “Una última sensación, común a todos, es de espanto: intuir que, al llegar a destino, ya no habrá nada” (Schweblin, 2021: 95). De nuevo, se replica la estructura elíptica, porque el viaje de retorno no se concreta.

En “Mi hermano Walter”, otro de los cuentos, se describe la vida alrededor de Walter –hermano del narrador– que vive una depresión severa. Walter sostiene el equilibrio de su entorno familiar, desde la estabilidad económica hasta la salud y la tranquilidad. Es decir, de la depresión de Walter depende la felicidad de la familia; es tan poderosa la fuerza que está en el joven que incluso los allegados a su círculo familiar se ven beneficiados. Las escenas de mayor dicha se llevan a cabo en la granja, allí la familia organiza reuniones, lejos de la ciudad: en estas recepciones Walter permanece sentado en su silla, casi en estado catatónico. Esta condición simbólica –la de conservar a Walter– implica prevenir la catástrofe. La familia lejos de ser un espacio de cuidado y protección se percibe como una extensión de la sociedad en la que se imponen diferentes formas de explotación e indiferencia:

Mi mujer y yo pasamos a buscar a Walter el sábado a primera hora y para el mediodía ya estamos todos en la granja, esperando el asado con una copa de vino y esa felicidad inmensa que dan los días de sol al aire libre (Schweblin, 2021: 116).

Dentro del relato la ironía destaca gracias al contraste del estado sombrío de Walter en medio de un cuadro familiar perfecto, aunque indolente.

Aunado al lenguaje irónico se encuentra la dominación que se ejerce sobre el personaje, esta se representa en diferentes espacios: el primero, la familia, en voz del narrador quien vincula de manera intuitiva la correlación entre el sufrimiento de Walter y el bienestar de los otros; el segundo es la granja, cuya abundancia prolifera una vez que llevan al joven a las reuniones; el tercer espacio de dominación es la silla donde reposa Walter; y por último, el cuerpo enfermo es el espacio en el que habita Walter: “Cuando lo dejo en brazos de Walter, mi hijo sonríe y aplaude, y dice: ‘Soy feliz, soy muy feliz’” (Schweblin, 2021: 118-119). Al finalizar la historia es el narrador quien experimenta, en este caso, el horror ante la posibilidad de confirmar que la buena fortuna depende del dolor de su hermano.

“Mi hermano Walter” remite al parasitismo de la familia de Gregorio Samsa en La metamorfosis de Franz Kafka, pues una vez vivida la transformación del hijo, el padre se recupera de la crisis. De manera más precisa, el relato de Schweblin también se vincula con el cuento “Los que se marchan de Omelas” de Ursula K. Le Guin, en el que se observa que el orden social depende de la explotación y el aislamiento de un niño –el chivo expiatorio que debe sacrificarse por el bien general.

Conclusiones

La narración en los cuentos de Schweblin se sostiene en vacíos reiterativos que los lectores deben inferir en la lectura. En estos casos los cuentos aluden a una realidad que no se muestra nítida, pues la autora no recurre a la descripción visual o a la forma tradicional del inventario. Dentro del contexto en el que se desarrollan los cuentos es importante recordar que El núcleo del disturbio se publica un año después de las manifestaciones del 2001, cuando la apatía neoliberal comenzaba a discutirse a través de formas más radicales de resistencia; por ello, estas experiencias distópicas no solo se vinculan con el pasado y con el trauma nacional argentino, producido por la dictadura, sino también con un presente que se construye a partir del año 2001; que si bien no era en absoluto esperanzador, sí representaba un viraje en la percepción del contexto, por ello Drucaroff menciona que en el carácter del primer libro de Schweblin: “Su experiencia histórica no le permite esperanza alguna, sí lucidez acerca del mundo en el que vive” (Drucaroff, 2016: 23).

Además, el desaliento propio de los años noventa –que está en el origen de la mayoría de estos relatos– empieza a transformarse y posibilitar salidas narrativas o resistencias subjetivas más visibles en los cuentos de Pájaros en la boca; sobre todo por que cuestionan el destino de las mujeres; por ejemplo en “Conservas”, “Mariposas” o el cuento que da nombre al libro, el ejercicio de las maternidades y las paternidades tradicionales se observa cuando la rebeldía ya no tiene una resolución trágica, sino una más cercana a la libertad.

En el caso de “Mujeres desesperadas” la ambigüedad con la que se describen el abandono y el campo es la matriz para recrear la experiencia de las protagonistas. Una de las formas de representación de la ausencia, a las que se remite Drucaroff en su libro, se resuelve narrativamente por medio de la estructura de la elipsis, la ironía o el sarcasmo que están en el fondo de la confrontación con los discursos autoritarios de su contexto y del pasado latente del trauma nacional. En este relato, el punto de vista de las mujeres como sujetos inermes –a diferencia de “Hacia la alegre civilización de la Capital” y “Mi hermano Walter” – permite recrear de manera más enfática la experiencia de la parálisis que produce el horror. Conveniente a ello, el horrorismo se comprende justo en el vacío con el que la autora impregna la atmósfera del campo con la ausencia biográfica en la descripción de las protagonistas y de sus parejas, así como las motivaciones concretas en sus acciones. En ese campo oscuro dominan los alaridos y los lamentos más que las imágenes. El cuento recrea el grito de Medusa, aunque colectivo igual de ensordecedor. Más allá de los límites de este escenario distópico, Felicidad y Nené reconocen que sólo se tienen a ellas para salir de ese espacio. La pareja y la familia terminan por reproducir el control de un sistema que se sostiene en la cosificación de los seres; de ahí que se deseche a las mujeres ante el riesgo de la subversión; o que las sollozantes añoren el regreso de sus parejas y se vuelquen con violencia hacia las que se niegan a mantenerse en el dolor.

Referencias

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Schweblin, Samanta (2002). El núcleo del disturbio, España, Destino.

Notas

[1] Las cursivas son de la autora
[2] El delito de feminicidio, tipificado en el Código Penal argentino en 2012 se deriva del propuesto por Diana Russell, femicide, a diferencia de feminicidio, introducido por Marcela Lagarde en el contexto mexicano y empleado en la mayoría de los países de América Latina.
[3] El libro abre con el relato “Irman”. En este caso, el narrador en primera persona forma parte de una pareja de viajeros que llega a un bar en medio del campo, tras una jornada de trabajo. El bar se presenta desordenado, sucio, y con un crimen sin resolver. El cuento subvierte la idea de normalidad en varios niveles, primero porque la parada podría remitir a una escena común del género negro, al mismo tiempo que lo trastoca. “Irman” hace referencia al cuento “Los asesinos” de Ernest Hemingway, pero en otro registro, en el que los personajes actúan desde el absurdo, y no manteniendo el código del asesino a sueldo. El hombre que atiende el bar podría ser el asesino de su esposa –representación ambigua, a diferencia de “La pesada valija de Benavides” en el que desde el inicio se explicita que el asesino de la mujer es su pareja– aun cuando se presente en un inicio como débil y torpe, su comportamiento termina por exasperar a los viajeros al grado de convertir a uno de ellos en un criminal en potencia. Sin embargo, estos cuentos no se consideran para el análisis porque aun cuando se emplean recursos similares, el punto de vista no es el de las víctimas, sino el de quienes las rodean o sus victimarios.
[4] El nombre de Felicidad también hace referencia a la protagonista del cuento “Un corazón sencillo” de Gustave Flaubert, ambas no sólo comparten el apelativo, sino la candidez de su personalidad.
[5] Cavarero se detiene a analizar el mito de Medea, que en este caso no resulta necesario retomar, justo por la naturaleza de las protagonistas del cuento de Schweblin


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