Resumen: Con el desarrollo de enormes operaciones militares durante los gobiernos de Álvaro Uribe (2002–2010), destinadas a expulsar a las organizaciones guerrilleras de las áreas metropolitanas, se puso de presente que la defensa y securización de los espacios de dependencia de las ciudades es un elemento fundamental de la territorialidad del Estado. En este artículo, se analiza el lugar que ocupan estas políticas de seguridad dentro del conjunto de políticas de territoriales del Estado, enfatizando que las estrategias de seguridad no son un ámbito nuevo de intervención política, sino un problema esencial de la formación del Estado. Igualmente, se analiza la red multiescalar de actores que conforman el aseguramiento de la región metropolitana de Bogotá, exponiendo el desarrollo de la operación militar “Libertad Uno”. Con este análisis se busca constituir una línea de investigación sobre las geopolíticas urbanas.
Palabras clave:BogotáBogotá,espacio de dependenciaespacio de dependencia,espacio de intervenciónespacio de intervención,geopolítica urbanageopolítica urbana,Operación Libertad UnoOperación Libertad Uno,políticas de seguridadpolíticas de seguridad,política de seguridad democráticapolítica de seguridad democrática,políticas espacialespolíticas espaciales.
Resumo: Com o desenvolvimento de enormes operações militares durante os governos de Álvaro Uribe (2002–2010), destinadas a expulsar as organizações guerrilheiras das áreas metropolitanas, tornou–se claro que a defesa e a segurança dos espaços de dependência das cidades são elementos fundamentais da territorialidade do Estado. Neste artigo, analisa–se o lugar que ocupam essas políticas de segurança dentro do conjunto de políticas territoriais do Estado, enfatizando que as estratégias de segurança não são um âmbito novo de intervenção política, mas sim um problema essencial da formação do Estado. Igualmente, analisa–se a rede multiescalar de atores que fazem a segurança da região metropolitana de Bogotá, expondo o desenvolvimento da operação militar “Libertad Uno”. Com esta análise procura–se constituir uma linha de pesquisa sobre as geopolíticas urbanas.
Palavras-chave: Bogotá, espaço de dependência, espaço de intervenção, geopolítica urbana, Operação Libertad Uno, políticas de segurança, política de segurança democrática, políticas espaciais.
Abstract: With the massive military operations during the government of Alvaro Uribe (2002–2010) aiming to expel the guerrillas from main metropolitan areas, it became evident that the defense and securitization of the dependent spaces of cities is a key element of State territoriality. Here the article analyzes the place of these security policies within the set of territorial policies of the State, emphasizing that the security strategies are not a new field of political intervention but an essential problem in the constitution of the State. The article analyzes as well the multilevel network of actors participating in the securitization of Bogota´s metropolitan region, exposing the development of the military operation “Freedom One”. With this analysis we seek to constitute a line of research on urban geopolitics.
Keywords: Bogotá, dependent space, space of engagement, urban geopolitics, operation Freedom One, security policies, democratic security policy, politics of space.
EJE III. INTEGRACIÓN, AMBIENTE Y SEGURIDAD: RETOS EN LA GOBERNANZA METROPOLITANA
Defender la capital: el aseguramiento de espacio de dependencia de Bogotá durante el gobierno de Uribe Vélez
Defender a capital: a garantia de espaço de dependência de Bogotádurante o governo de Uribe Vélez
Defending the Capital: Securing Bogota´s Space during the Uribe Vélez Administration
Recepción: 07 Mayo 2015
Aprobación: 15 Diciembre 2015
TIPO DE ARTÍCULO: Artículo de de revisión que analiza el lugar de las políticas de seguridad en el conjunto de políticas de territoriales del Estado, con lo que se enfatiza en las estrategias de seguridad de la región metropolitana de Bogotá.
CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO: Peña, Luis Berneth. 2016. “Defender la capital: el aseguramiento de espacio de dependencia de Bogotádurante el gobierno de Uribe Vélez.” Cuadernos de Geografía: Revista Colombiana de Geografía 25 (2): 251–275. doi:10.15446/rcdg.v25n2.54721.
La territorialización de la Política de Seguridad Democrática —en adelante, PSD— durante los gobiernos de Uribe Vélez (2002–2010) convirtió a la ciudad de Bogotá en un objeto de aseguramiento esencial de este proyecto político. Asegurar la capital colombiana, de hecho, se concibió como una estrategia de construcción de la soberanía —bajo la fórmula de ‘presencia militar del Estado’ y control del territorio—, de la seguridad del Estado —bajo la fórmula de defensa en contra de enemigos internos y el monopolio legítimo de la violencia— y de disciplinamiento social —bajo la fórmula de la cohesión social—. Esta política se presentó en escenarios académicos, medios de comunicación y entre los funcionarios como una estrategia novedosa de seguridad (Pizarro 2003; Presidencia de la República–Ministerio de Defensa Nacional 2003; Rangel 2005). Al mismo tiempo, las interpretaciones y las críticas más comunes a la PSD se han construido principalmente sobre los lemas de la Seguridad Humana Integral que las Naciones Unidas acuñaron en 1994 en su informe sobre Desarrollo Humano (PNUD 1994) y que, curiosamente, sirvieron de base retórica para la formulación de la propuesta de seguridad durante las administraciones de Uribe Vélez (Angarita 2012). Así, las críticas más frecuentes provenientes, por ejemplo, de otros estamentos del Estado —alcaldías y altas cortes—, la cooperación internacional —principalmente la europea—, ONGs y fundaciones —Nuevo Arco Iris, Instituto Popular de Capacitación, CODHES, etc.— han sido que la PSD resultaba, en cierto modo, anticuada respecto a las nuevas doctrinas de seguridad que hacen énfasis no tanto en la seguridad del Estado como en la seguridad de las personas.
En este artículo, se quiere justamente discutir la supuesta novedad que se le otorga a la cuestión del aseguramiento de la ciudad y, al mismo tiempo, mostrar que su crítica puede extenderse más allá de contrastar la seguridad democrática con la doctrina de la seguridad humana. Se expone que el aseguramiento de la ciudad hace parte de un conjunto de políticas espaciales del Estado destinadas a la administración de la economía, el control territorial y la población, concentrándose en la securización de la zona metropolitana de Bogotá y empleando críticamente las herramientas teóricas de la ‘analítica de la gubernamentalidad’1que Foucault desarrolló a finales de la década de los setenta en los cursos “Seguridad, territorio y población” (Foucault 2009) y el “Nacimiento de la biopolítica” (Foucault 2009). Allí se encuentran insumos para historizar y geografizar las problematizaciones2 sobre la seguridad (Elden 2007). Se consideran relevantes los rasgos generales de la propuesta analítica de Foucault, pues él muestra la existencia de formas de conocimiento, de dispositivos y prácticas de gobierno de la relación ciudad–seguridad, útiles para desmontar la idea de novedad de la seguridad. Especialmente, se rescatan los conceptos de capitalizar, arquitecturar y securizar, que se refieren a tres despliegues de políticas complementarios: el establecimiento de un centro espacial y simbólico del Estado, el disciplinamiento social y el manejo de los factores que menoscaban el funcionamiento de la ciudad, respectivamente.
Dado este planteamiento, el artículo se ha organizado en dos secciones. La primera es una exposición de las políticas de seguridad en el conjunto de políticas espaciales del Estado. En esa sección se discuten los conceptos de Foucault sobre seguridad y se plantea una lectura de la sucesión de las arquitecturas del Estado, necesariamente somera, en las que ha tomado lugar el manejo de los problemas de la seguridad o aseguramiento de la ciudad. En la segunda sección se describe el proceso de aseguramiento de la región metropolitana de Bogotá durante la PSD, tomando como ejemplo la Operación Libertad Uno, desarrollada en el 2003. Este análisis tiene interés en mostrar la red de actores que participan del aseguramiento de la ciudad, lo que permitirá plantear los elementos de un campo de investigación sobre geopolítica urbana.
Cabe mencionar que este artículo se desprende de una investigación más amplia sobre la securización de Bogotá y corresponde, en dicha investigación, a un aparte dedicado a presentar elementos del contexto en el que se desarrollaron las tecnologías de gobierno de la seguridad en la década de los noventa. Las fuentes usadas para esta sección específica fueron básicamente secundarias: informes institucionales, prensa, artículos y libros. El articulo responde también a la convocatoria del Seminario “Miradas Geográficas a la Ciudad Latinoamericana” (2014)3 , en el que se invitó a pensar sobre lo que significaría una geopolítica urbana en América Latina que diera cuenta de los conflictos que se desprenden del aseguramiento de los espacios metropolitanos, de los cuales dependen más directamente la ciudad, tanto en términos ambientales, como económicos y sociales.
En la década de los noventa, en Colombia, comienza a tomar forma un abordaje de los problemas de inseguridad en el que las instituciones no armadas del Estado se convierten en responsables de la rendición de cuentas sobre el descenso o aumento de los homicidios, los robos, el accionar de bandas criminales y el sentimiento de miedo en las ciudades. Los alcaldes, que empiezan a ser elegidos popularmente, desde entonces miden su éxito y son evaluados según el comportamiento de los indicadores de seguridad (Casas Dupuy y González Cepero 2005; Martin y Ceballos 2004; Llorente y Rivas 2005). Desde la década de los noventa y, especialmente desde el 2000, también se empezó a hablar de la urbanización del conflicto armado para hacer referencia a que el plan de los grupos guerrilleros —ganar influencia en áreas metropolitanas de Colombia— estaba peligrosamente concretándose y advertir que el conflicto armado se estaba trasladando a las ciudades (Acosta Güete 2013; Vélez 2001).
Esto coincidió con la idea de que la seguridad urbana era una preocupación reciente para los gobiernos, propia de la nueva época de trasformaciones globales: final de la Guerra Fría, la introducción de la doctrina de Seguridad Humana basada en las personas, el fin de las dictaduras en América Latina y las reformas económicas neoliberales. Esto implicaba construir un ‘nuevo’ marco de acción pública, encaminada a promover la convivencia pacífica y la seguridad. En ese contexto aparecieron expertos y expresiones como ‘gobernanza de la seguridad’, que buscaban desarrollar, supuestamente, nuevas estrategias: los arreglos institucionales y los medios para construir espacios más seguros (Cabannes 2002; Velásquez 2008). Esta idea de la novedad de la seguridad como tema de gobierno no fue exclusiva de Bogotáni tampoco de los diseñadores de políticas públicas locales. En otros lugares se interpretó, por ejemplo, que el auge de la seguridad como problema de gobierno es consustancial a la globalización y la expansión del neoliberalismo (Bauman 2003; Davis 2006; Flusty 1994; Murillo 2004; Pegoraro 2001; Pérez 2011; Soja 2000).
En este artículo, se toma la perspectiva de que los temas relativos a la seguridad no son recientes como preocupación de gobierno, sino que han transitado por diferentes arquitecturas del Estado, tal como lo mostró Michel Foucault. En efecto, de acuerdo con este autor, la problematización de la relación ciudad–seguridad —seguridad en la ciudad y la seguridad de la ciudad— ha sido objeto de múltiples discursos y tecnologías de gobierno que se enmarcan en un proceso más amplio de formación del Estado, del gobierno de la población y de las personas vistas como una especie biológica que debe vivir y que es susceptible de ser moldeada como condición para el buen funcionamiento económico y social del Estado. El gobierno de la población, que Foucault denominó biopolítica, se desarrolló entre los siglos XVII y XVIII, e implicó, entonces, la problematización, la incorporación y la institucionalización de temas como: la demografía —proporción de nacimientos, de decesos, de las tasas de reproducción, de la fecundidad de la población—, las enfermedades y la higiene pública —naturaleza, extensión, duración, intensidad y tratamiento de las enfermedades y sus focos espaciales—, el tratamiento de la población no incorporable al mercado de trabajo —la vejez, la incapacidad física, los seguros y la jubilación—, así como la infraestructura y el medio ambiente —las relaciones de las personas con el medio geográfico y con el clima, al mismo tiempo que la adecuación del espacio: urbanismo, paisajismo, vialidad— (Elden 2007).
En su presentación del nacimiento del gobierno de la población, Foucault omite, sin embargo, el hecho de que la formación del Estado colonial español en América ya había creado una serie de técnicas que cabrían dentro de las tecnologías de gobierno biopolíticas (Alzate Echeverri 2007; Díaz 2014; Mignolo 2003; Soto Morera 2013), lo que contradice su idea de que el gobierno de la población es una invención francesa y alemana. Ramón Grosfoguel ha llamado a esto la “omisión de la cuestión colonial” en Foucault (Grosfoguel 2012).
No obstante, lo interesante del planteamiento de Foucault es que la formación del Estado —la estatización del gobierno o la gubernamentalización del Estado son los términos que emplea— requiere de la gestión de población, la cual se liga a la reproducción económica, se encarna en los cuerpos y necesita configuraciones espaciales. Para explorar la articulación entre biopolítica y espacialidad, Foucault se concentra en el análisis de las ciudades e introduce los conceptos de soberanía, disciplina y seguridad4, los cuales se presentan a continuación.
La soberanía, referida a la capacidad de ejercer control y reclamar obediencia, implica, espacialmente hablando, la constitución de un centro o la institución de una capital. Dicha capital es la sede de varios símbolos y se constituye en el polo desde donde la élite coordina o intenta coordinar los factores que le dan vida al Estado: la agricultura, el comercio, la circulación, la población, etc. La capital debe, además, cumplir un papel moralizador, ser la sede de la ciencia y la verdad, del lujo y la ostentación, con el fin de fundarse como el eje de la economía. A todo este proceso de creación de una ciudad capital, o de una red de ciudades que le den coherencia territorial al Estado, Foucault lo llama “capitalizar” un territorio (Foucault 2009, 15). Este proceso es bien conocido en la invasión y construcción de América —procesos omitidos por Foucault— que requirió una serie de fundaciones5 de ciudades para hacer posible el avance territorial, la explotación de riquezas y la administración del territorio del Estado colonial español (Salcedo Fidalgo y Zeiderman 2008, 76).
Pero la territorialización del Estado, el mantenimiento de su soberanía, no se logra solamente a través de la definición de una sede simbólica y material. No basta solo capitalizar para hacer posible el control territorial del Estado. Por eso, Foucault habla de otro proceso adicional y paralelo, el que tiene que ver con el ‘disciplinamiento’. Un espacio que quiere convertirse en el símbolo de las buenas maneras y en la matriz reproductora de los sujetos —conforme a los valores que requiere un régimen económico, político y social— necesita definir un conjunto de reglas sobre lo que es posible hacer y lo que no, cuándo y dónde dentro de la ciudad. Ese conjunto de reglas está destinado a la distribución de las actividades y de las personas en la ciudad, a la formación de un sujeto normalizado.
Después de definir la sede del gobierno, hay que construir la ciudad, pero no se trata solo de construir un espacio físico, sino que ese espacio físico sea el marco y el reflejo del conjunto normativo–epistemológico de la sociedad. A todo este proceso de darle forma y función a las áreas que componen la ciudad, Foucault lo llama el proceso de “arquitecturación” (Foucault 2009)6. En los términos actuales, se referiría al urbanismo, la planeación y el ordenamiento territorial. Bajo la política de arquitecturación estarían todas las políticas destinadas a definir el tamaño de las vías, el número de ellas, las normas de construcción de edificios o sedes administrativas, el número de parques, los equipamientos para el comercio, para la vivienda, etc. Los principios de dicho orden son los de la jerarquización, comunicación del poder y distribución de las actividades (Foucault 2009, 17).
La exposición de Foucault sobre la arquitecturación del espacio recuerda también lo que significó el proceso de estructuración física de la ciudad en la territorialización colonial española en América, aunque pueden encontrarse múltiples ejemplos de iniciativas posteriores y actuales, destinadas a darle un orden espacial a la ciudad con el fin de disciplinar los sujetos (Almandoz 2004, 2006; Outtes 2003). En el caso de la ciudad colonial, no solo se trataba de arquitecturar un espacio bajo el principio del damero, donde, en el centro, se encontraban la iglesia, las sedes administrativas y la picota pública7, sino que también se debía establecer una estructura espacial que reflejara la estructura social en un contexto de explotación y evangelización. Esa estructura consistía en una aglomeración basada en fiestas y oficios religiosos para una sociedad piramidal, fundada en los principios de la fe católica, la pureza del linaje, el color de piel y el servilismo; a su vez, esto reforzaba las distancias sociales y formas de sociabilidad basadas en el odio, la envidia, la dependencia y las prácticas de mestizaje y, por supuesto, de resistencias (Kinsbruner 2005; Reina Mendoza 2008; Salcedo Fidalgo y Zeiderman 2008).
Pero la territorialización del Estado, el mantenimiento de su soberanía, no se logra solamente a través de la definición de una sede simbólica y material. No basta solo capitalizar para hacer posible el control territorial del Estado. Por eso, Foucault habla de otro proceso adicional y paralelo, el que tiene que ver con el ‘disciplinamiento’. Un espacio que quiere convertirse en el símbolo de las buenas maneras y en la matriz reproductora de los sujetos —conforme a los valores que requiere un régimen económico, político y social— necesita definir un conjunto de reglas sobre lo que es posible hacer y lo que no, cuándo y dónde dentro de la ciudad. Ese conjunto de reglas está destinado a la distribución de las actividades y de las personas en la ciudad, a la formación de un sujeto normalizado.
Después de definir la sede del gobierno, hay que construir la ciudad, pero no se trata solo de construir un espacio físico, sino que ese espacio físico sea el marco y el reflejo del conjunto normativo–epistemológico de la sociedad. A todo este proceso de darle forma y función a las áreas que componen la ciudad, Foucault lo llama el proceso de “arquitecturación” (Foucault 2009)6. En los términos actuales, se referiría al urbanismo, la planeación y el ordenamiento territorial. Bajo la política de arquitecturación estarían todas las políticas destinadas a definir el tamaño de las vías, el número de ellas, las normas de construcción de edificios o sedes administrativas, el número de parques, los equipamientos para el comercio, para la vivienda, etc. Los principios de dicho orden son los de la jerarquización, comunicación del poder y distribución de las actividades (Foucault 2009, 17).
La exposición de Foucault sobre la arquitecturación del espacio recuerda también lo que significó el proceso de estructuración física de la ciudad en la territorialización colonial española en América, aunque pueden encontrarse múltiples ejemplos de iniciativas posteriores y actuales, destinadas a darle un orden espacial a la ciudad con el fin de disciplinar los sujetos (Almandoz 2004, 2006; Outtes 2003). En el caso de la ciudad colonial, no solo se trataba de arquitecturar un espacio bajo el principio del damero, donde, en el centro, se encontraban la iglesia, las sedes administrativas y la picota pública7, sino que también se debía establecer una estructura espacial que reflejara la estructura social en un contexto de explotación y evangelización. Esa estructura consistía en una aglomeración basada en fiestas y oficios religiosos para una sociedad piramidal, fundada en los principios de la fe católica, la pureza del linaje, el color de piel y el servilismo; a su vez, esto reforzaba las distancias sociales y formas de sociabilidad basadas en el odio, la envidia, la dependencia y las prácticas de mestizaje y, por supuesto, de resistencias (Kinsbruner 2005; Reina Mendoza 2008; Salcedo Fidalgo y Zeiderman 2008).
Por último, Foucault se refiere a la seguridad. Sostiene que, al mismo tiempo que se debe buscar que la ciudad funcione como eje político, moral, económico, simbólico, el Estado busca darle continuidad a esa aglomeración de población e infraestructuras, evitando todo acontecimiento que anule o debilite su papel económico. En ese sentido, la territorialización del Estado no se trata solo de definir un lugar articulador del proyecto del Estado (capitalizar), ni de darle una estructura interna a este espacio (arquitecturar), sino de, paralelamente, ‘securizar’ el espacio, lo que se expresan en intervenciones relativas a:
la higiene y a la ventilación de todo tipo de bolsones donde se acumulen las miasmas mórbidas;
la circulación interna dentro de la ciudad, es decir, la posibilidad de desplazamiento expedito para mercancías y bienes dentro de ésta;
la circulación externa, o sea, la articulación entra las vías internas con la red de vías que posibiliten el comercio a escalas regionales, nacionales o internacionales y;
la vigilancia de las personas que circulan en la ciudad (vagabundos, delincuentes, criminales, etc.). (Foucault 2009, 18–19)
Puesto en otros términos, los dispositivos de seguridad tratan de la previsión y acondicionamiento necesario para maximizar las condiciones que contribuyen positivamente a la circulación y minimizar, al contrario, los aspectos riesgosos e inconvenientes como el robo, las enfermedades, el desabastecimiento de agua, de alimentos, de materiales para construcción, entre otros factores que hacen posible la vida en la ciudad.
Para resumir lo planteado, en la territorialización del Estado hay tres despliegues complementarios de políticas espaciales. Por un lado, están las políticas destinadas a construir soberanía mediante la capitalización de un territorio y el establecimiento de una sede de gobierno; por otro lado, están las políticas de organización del espacio o de arquitecturación destinadas a producir regulación y una distribución jerárquica y funcional de los elementos espaciales. Por último, están las políticas destinadas a la seguridad mediante las cuales se busca reacondicionar un medio en función de regular acontecimientos que potencialmente perturben el funcionamiento de la sociedad.
Foucault expone que este conjunto de dispositivos de seguridad estaba contenido en el término de policía o en el verbo ‘policiar’, sinónimo de ‘gobernar bien’8. Desde el siglo XVI, hasta el XVIII, la problematización de la seguridad derivó en una numerosa bibliografía sobre administración, estadística y diversas técnicas para conocer y controlar el número de hombres, las necesidades de la vida, salud y sanidad, la vigilancia de los ociosos y la circulación de personas y objetos con valor de cambio, que se formalizó en Alemania en el siglo XVIII en un campo de conocimiento conocido como la ciencia de la policía (polizeiwissenchaft). Así, policía se concebía como el conjunto de reglas y ordenanzas, principalmente urbanas, destinadas tanto a regir todas las formas de coexistencia de la población como al manejo de las condiciones que hace posible su existencia física: la alimentación, el agua, el aire, la reproducción y la circulación. Así, la policía es el conjunto de las intervenciones y los medios que garantizan que vivir y coexistir sean efectivamente útiles a la constitución y al acrecentamiento de la fuerza del Estado. Esta noción de policía ya existía en América, tema que no le interesa a Foucault, pero que ha sido tratado, por ejemplo, en los trabajos de Marta Herrera sobre los conflictos territoriales en la colonia (Herrera Ángel 1998, 2002, 2004) y, también, por Adriana Alzate en su estudio sobre las reformas sanitarias borbónicas de finales del siglo XVIII (Alzate Echeverri 2007).
Foucault narra que, en el siglo XIX, iba a operar un cambio sustancial en la arquitectura del Estado que derivaría en cambios en la posición y distribución de los dispositivos de seguridad. Este cambio está relacionado con el fin del Estado absolutista en Francia y el uso de un lenguaje pretendidamente neutro (científico) para referirse a la administración, el mercado, la economía y la sociedad. Esto último está asociado con la creencia en la existencia de una lógica connatural a las interacciones sociales y que puede ser estudiada y controlada positivamente. Al mismo tiempo, expone Foucault, la introducción de problemas relativos a los salarios, las posibilidades de trabajo, los desplazamientos internos de los trabajadores, el incremento o decremento de la fuerza laboral y su composición, que convirtieron en temas de interés de la economía y la demografía.En ese mismo contexto, toma forma la idea de que el Estado debe dividirse en, por un lado, las funciones de intervención destinadas a regular la economía, la población y la infraestructura y, por otro lado, en las funciones de policía destinadas a la represión del desorden, las ilegalidades y los diversos tipos de delincuencia. Nacen las funciones de la policía en el sentido que tienen todavía hoy, relacionadas la vigilancia del acato de normas, la persecución de la ilegalidad, la prohibición del desorden y lucha contra la delincuencia.
Consustancial a esta separación de funciones que se da en el siglo XIX, es la creación de un cuerpo armado que adquiere el nombre de policía y que se convierte —dependiendo del lugar y el momento histórico— en un cuerpo armado civil o un cuerpo armado militar. Esto no quiere decir que esa institución que hoy se conoce como policía no conserve elementos del modelo policial proveniente desde los siglos XVI y XVII, como lo expresa la diversidad de temas o problemas de los que se encarga todavía esta.
En el caso colombiano, después de la independencia y el ‘nacimiento’ de la República, continuaron las formas de ‘policiar’ borbónicas, es decir, una concepción de la policía como administración civil del Estado donde los intendentes9y corregidores10se disputaban funciones de represión y disciplinamiento de transgresores de la ley, al mismo tiempo que tenían funciones de administración relativas a las finanzas y la población (Silva García 1998). Bolívar y Santander, ya en 1821, empezaron a introducir una normatividad destinada a crear unas normas de policía con el fin de “velar por la seguridad pública y el bienestar del país” con funciones como la salubridad, el aseo y la limpieza, la calidad de alimentos, las aguas estancadas, los cementerios, el ganado, la comodidad, las pesas y medidas, las fuentes públicas, el arreglo y aceras, el alumbrado, la policía rural (Pulido Barrantes 2012, 70).
A mediados del siglo XIX, el Cuerpo de Policía de la Nueva Granada, consistía en una policía general (nacional) y especial (provincial), cuya función debería ser la vigilancia de la decencia pública y las buenas costumbres. Este cuerpo de policía se dedicó a verificar la experticia de los artesanos que pretendían abrir una tienda, que se constataba mediante exámenes de la técnica; también, evitaban el tránsito de ebrios por las calles e impedían que quienes hubieran perdido el uso de la razón o de la fuerza fuesen robados o maltratados. Se estableció como fin de la policía velar por la seguridad, la salubridad, la tranquilidad, el orden público, además de asumir funciones judiciales y de salud pública referidas la vacunación fuera de las poblaciones a los enfermos de coto, el control y reubicación de enfermos de lepra fuera de las ciudades y el control de enfermedades en puertos. Se crea también, en la segunda mitad del siglo XIX (1863), la llamada policía parroquial con funciones adicionales, como el aseo y el cuidado de calles y fuentes de agua —funciones de fontanería—, el cuidado de los cementerios, el cuidado de la infancia —conducir niños desamparados a los asilos— y la usurpación u ocupación ilegal de propiedades del común y dar parte al jefe municipal (Vera Moreno 2012, 137).
Paulatinamente, se instala el esquema de policía definido en Francia en el siglo XIX, el mismo que describe Foucault. Se habla precisamente de la constitución de dos ámbitos del gobierno en dos grandes funciones: la de intervención y la de policía. Y no se trataba de que el modelo de gobierno estuviera inspirado en el modelo francés de Estado y de la definición de la policía, sino que era una copia del mismo (Silva García 1998, 147). La creación de la policía en 1891 es un proceso de re–organización institucional que llevó a cabo el militar francés Marcelino Gilibert —veterano de campañas en África, primer comisario de Lille, entre otros altos cargos en la administración francesa—, quien —después de encabezar una misión oficial en Colombia del Ministerio de Interior Francés con el fin de rediseñar la policía— se convirtió en el primer Comandante General de la Policía de Colombia, recién fundada esta. Más aun, en la inauguración de la Policía se hizo un desfile donde las divisiones del cuerpo desfilaron ante el presidente de la República y su gabinete luciendo el uniforme de la policía de Francia: levita de paño negro, abotonadura dorada, quepis francés con trencillas de plata, sable niquelado con borlas doradas y cinturón de charol con el escudo nacional grabado con la inscripción: “¡Allons, enfants de la patrie!” (Saldarriaga Vélez 2012, 38).
Bogotá—ciudad que territorialmente ha sido el eje espacial del proceso de capitalización del Estado Nacional colombiano— fue el primer lugar en experimentar el propósito de instauración de la ‘Fuerza de la Ley’ mediante una ‘policía profesional y científica’. Gilibert entendía esto como la capacidad para efectuar eficientemente registros diarios, las rondas nocturnas, elaborar listados de sospechosos, lugares peligrosos de la ciudad, casas de juego, de ‘mala reputación’ y de préstamos, hoteles y movimientos de transeúntes, vagos y niños callejeros, listas de quejas y denuncias. Todo esto, sobre la base de la división precisa del espacio en comisarías. Aunque la historia de cómo se expanden en Colombia estas tecnologías de gobierno estápor escribirse, Gilibert ya presentaba en 1894 un balance nacional de seguridad que es interesante citar para observar la manera como se instaló esa división entre funciones de intervención y funciones de policía y, más precisamente, la manera como se empezó a calcular la intervención del Estado en este último campo de funciones. Dice Gilibert:
Hubo 1.718 casos de hurto (sin contar los de robo, estafa, abuso de confianza y demás atentados a la propiedad); 1.052 de ebriedad; 3.415 de heridas, maltratos, riñas, insultos; 13 de juegos prohibidos; 128 de seducción, estupro, forzamiento y corrupción; 57.111 de desaseo; 14 de escalamiento11 ; 441 de vagancia. (Saldarriaga Vélez 2012, 48)
Y después Gilibert amplía su diagnóstico definiendo los problemas de seguridad estableciendo un nivel de relevancia. Los enumeró así:
Uno: los hurtos. “En una escala verdaderamente alarmante.... Cometidos en gran parte por muchachos de 7 a 15 años a quienes se ha dado el nombre de rateros […]” que cada día se hacen más numerosos por la falta de colonias penitenciarias que “según se ha establecido en Francia evitan que se mezclen y aprendan de los criminales empedernidos”…. […] “basta visitar los almacenes de los cambalacheros o zacatines” […] “allí se encuentran todas las llaves pérdidas o robadas, los elementos de guerra perdidos de los parques públicos, las ropas desaparecidas de las casas de familia y todos los demás objetos cuyo comercio no puede hacerse a la luz del día”. […] “elevé ante el Ministerio y el alcalde una petición para que se dictara una ley para reglamentar esa clase de comercio…. Pero este empleado —el alcalde […]—…, ¡ha tropezado con la alta libertad de comercio que existe en la República!
Dos: la embriaguez causa según él “de la mayoría de los delitos que figuran en la relación anterior”. Y daño que las chicherías seguían siendo la única diversión; después de la jornada debían cerrarse […] a las 10:00 p. m…. y prohibirse la venta de licor —al modo de Francia por supuesto— “a los individuos, como se les dice generalmente, chispados”12.
Tres y cuatro: […] las prostitutas, “causa de escándalo, perdición de los hijos de familia y de las enfermedades más generalizadas de nuestra sociedad”; y los mendigos, que para entonces ya habían pasado de ser un asunto de caridad pública a ser problema de ‘orden público’ e higiene social. Remedio para tanta llaga falsa y tanta venérea verdadera […], pues, como en Francia […] multiplicar las casas correccionales, los asilos y los hospitales y los centros de beneficencia.
Otros asuntos menudos […]: el peligro de incendio en los teatros, la falta de excusados públicos. (Saldarriaga Vélez 2012, 49–50)
La transformación narrada en la estructura de gobierno es similar a la descrita por Foucault, que, en el caso colombiano, se da a finales del siglo XIX. Esta transformación se sintetiza en la creación de un cuerpo armado con funciones de policía diferentes a las funciones de intervención —economía, población e infraestructura—, muchas de las cuales, antes de 1891, hacían parte de las disposiciones policiales.
Por diversas razones, la policía en Colombia fue adoptando un carácter militar13 más que civil: desde la Guerra Civil de los Mil Días, los conflictos agrarios de la década de los treinta, la violencia política después del asesinato de Gaitán en 1948, el surgimiento de diversos movimientos guerrilleros, la implantación de la Doctrina de Seguridad Nacional, la secular existencia de mafias de variado tipo, la posterior aparición del secuestro, el narcotráfico, la represión política y el sectarismo político, y, por supuesto, por la tradición de tratar militarmente los problemas sociales. Esta circunstancia ha reforzado y diversificado el carácter de sus actividades pero siempre en el ámbito de las funciones destinadas a contener el ‘desorden social’. También se refuerza el carácter militar de la policía, debido a que esta —después de su refundación en 1950 como producto de su disolución en el Bogotazo— empieza a ser manejada por el Ministerio de Defensa y subordinada a los militares por la existencia del principio de mando operacional (De Francisco 2005).
La policía se convirtió, entonces, en el principal responsable de concebir y aplicar las estrategias de seguridad de la ciudad, el control de la delincuencia y la promoción de la seguridad de las personas. Este esquema se mantuvo hasta la promulgación de la Constitución Política de 1991. Efectivamente, en las reformas administrativas previas (1954, 1968 y 1986) destinadas a establecer funciones de los municipios y definir el estatuto especial de Bogotá, no se cuestiona que los temas de seguridad sean del fuero de la policía y el Ministerio de Defensa (Botero y Suárez Espinosa 2010; Molina Garzón et ál. 2004). En la década de los noventa se empieza a concebir que la seguridad ciudadana y la seguridad urbana son tareas compartidas con otras oficinas del Estado, lo que, en ultimas, significó en alguna medida que el tema de la seguridad empezara a ser tratado también por fuera del Ministerio de Defensa y con algún grado de autonomía por parte de los alcaldes, especialmente, de las grandes ciudades.
En efecto, en la Constitución Política de 1991 se empieza a delegar algunas funciones a las autoridades departamentales y municipales, las cuales empiezan a ser las encargadas del orden público y se definen como la primera autoridad de Policía en su jurisdicción. No obstante, se considera que la responsabilidad de coordinar y definir la política de seguridad ciudadana está en las manos de la Presidencia de la República, apoyada por el Ministerio de Defensa, el Ministerio del Interior y de Justicia, el Departamento Administrativo de Seguridad —en adelante, DAS— y el Departamento de Planeación Nacional. Así, la autonomía de los gobernadores y alcaldes está subordinada no solo a la Constitución Política, sino a la Presidencia de la República (Federación Iberoamericana de Ombudsman 2011, 175).
Según el artículo 296 de la Constitución Política “[…] para la conservación del orden público o para restablecerlo donde fuere turbado, los actos y órdenes del Presidente de la República se aplicarán de manera inmediata y de preferencia, sobre las de los gobernadores y los alcaldes”. Entre las funciones que se definen como del resorte de los alcaldes se establece: a) restringir y vigilar la circulación de las personas por vías y lugares públicos; b) decretar el toque de queda; c) restringir o prohibir el expendio y consumo de bebidas embriagantes; d) requerir el auxilio de la fuerza armada en los casos permitidos por la constitución y la ley; e) dictar dentro del área de su competencia, los reglamentos de policía local necesarios para el cumplimiento de las normas superiores (Presidencia de la República 1991).
En leyes posteriores —Ley 4 de 1991 y Ley 62 de 1993— se establece que los Alcaldes y Gobernadores “deberán diseñar y desarrollar planes y estrategias integrales de seguridad con la Policía Nacional, atendiendo las necesidades y circunstancias de las comunidades bajo su jurisdicción” (Alcaldía Mayor de Bogotá1991, 1993). En la Ley 62 de 1993, se define que, entre las atribuciones y obligaciones de las autoridades locales —gobernadores y alcaldes—, en relación con su rol de primera autoridad de Policía, está proponer medidas y reglamentos de policía, impartir órdenes a la Policía, promover programas y actividades encaminadas a fortalecer el respeto por los Derechos Humanos y los valores cívicos, convocar y presidir el Consejo de Seguridad y desarrollar los planes de seguridad ciudadana y orden público que apruebe el respectivo Consejo (Alcaldía Mayor de Bogotá 1993, art.16). En esa misma ley se establece que la policía debe reconocer a la autoridad local, presentar resultados operacionales ante esta, prestar apoyo y asesoramiento en la definición y puesta en marcha de estrategias de seguridad ciudadana (Policía Nacional de Colombia 2011)14.
Desde la promulgación de la nueva Constitución, se han dado intentos en el Estado colombiano por formular una política de seguridad en las ciudades separada de las políticas de seguridad y defensa. Esto se ha manifestado de varias formas como, por ejemplo, en propuestas de crear un ministerio nuevo denominado de seguridad ciudadana o en la búsqueda de estrategias para trasladar la policía a otro ministerio distinto al de Defensa. Estas iniciativas no se han formalizado y las políticas de defensa y las políticas de seguridad para las ciudades estáamarrada a la política de seguridad y defensa del Estado, las cuales se desprenden del Plan Nacional de Desarrollo15. En eso consiste, básicamente, la tarea de coordinación del Departamento Nacional de Planeación y el Ministerio del Interior con los diferentes interesados en la seguridad: fuerzas armadas, la policía, la Agencia Nacional de Inteligencia o antiguo das, la Fiscalía, la Defensoría del pueblo y las autoridades locales.
Los alcaldes de Bogotá han logrado autonomía para definir estrategias de seguridad dentro de su jurisdicción. Pero se trata de una autonomía relativa y disputada. Por un lado, son frecuentes los casos en los que los ministros de Defensa o el gobierno central adoptan medidas de seguridad para la ciudad sin consultar a la Alcaldía. La autonomía de las autoridades distritales estáclaramente limitada en el manejo del aseguramiento del espacio metropolitano, donde estáel espacio de dependencia más próximo de la ciudad. Allí se imponen, como se veráen la sección siguiente, el manejo de la seguridad en términos del Estado central.
Para cerrar esta sección es importante mencionar que las transformaciones institucionales en torno a la seguridad que se han mencionado para Colombia —que requiere muchos más detalles e investigaciones específicas que ayuden a caracterizar mejor y a profundidad los diversos regímenes de seguridad— hacen parte de ‘una ola de racionalización’, similar a la que ha experimentado otros países latinoamericanos, y que tiene como principal motor la instalación del neoliberalismo a través de reformas al sistema judicial, penitenciario y de regulaciones económicas (Arriagada y Godoy 1999; Dammert y Malone 2002; Frühling 1998, 2007). Coincidente con estas reformas, es la mezcla de discursos o doctrinas sobre seguridad que empezaron a introducirse desde la década de los noventa en adelante, tales como el enfoque de la Seguridad Humana Integral (PNUD 1994b), la Seguridad Hemisférica y la Guerra contra el Terrorismo, sin abandonar rutinas y prácticas de gobierno de la Doctrina de Seguridad Nacional. Al mismo tiempo, esa ola de racionalización de la seguridad ha implicado la importación de tecnologías del control del crimen provenientes de Nueva York, París y Londres. La superposición de todos estos dispositivos hace que el campo de las prácticas de gobierno en seguridad sea una maraña de acciones, planes y programas en torno a los cuales hay disputas al interior del Estado sobre cómo aplicarlos.
No obstante, se puede reconocer un principio de acción incorporado en la mayoría de dispositivos de seguridad. Este principio de acción es el de la ‘corresponsabilidad’, que se refiere a la cooperación e involucramiento directo de la población en la ejecución de las estrategias de seguridad y se concreta, en el caso colombiano, en políticas como las redes de informantes, los pactos de seguridad, la policía de proximidad y, en general, en la aceptación de la presencia constante de la vigilancia y en casos más extremos de la militarización. Este principio de la corresponsabilidad es altamente normalizador y disciplinario, en el sentido que exalta, como un valor cívico, patriótico, comunitario o social, la aprobación y la participación en la operación de los dispositivos de seguridad. La figura 1 resume estos elementos.

Este somero recorrido que acaba de hacerse, busca mostrar que la seguridad no es un campo fijo de intervenciones y temas. Además, muestra que la cuestión de la seguridad está estrechamente vinculada a la formación de las instituciones del Estado y se conecta con objetivos más amplios con los que comúnmente se asocia: el control del crimen y del desorden social. Especialmente, se destaca la conexión que existe entre la seguridad en y de la ciudad con la búsqueda de la unidad territorial del Estado, razón por la cual resulta de mucho interés las operaciones militares destinadas a garantizarla.
Un tema esencial sobre la relación entre seguridad y ciudades es el de aseguramiento de las áreas metropolitanas, pues permite observar la intersección entre las políticas espaciales que se describieron anteriormente, es decir, las políticas destinadas a darle un eje político económico a un Estado, a construir un ordenamiento espacial y a la construcción de condiciones de funcionamiento de la capital como motor económico. Es interés de este apartado mostrar cómo se produce la conjunción de esas políticas espaciales, observando el espacio de dependencia de la capital colombiana de donde proviene el agua, los alimentos, el aire, la energía y los materiales que consume la ciudad, pero, también, que recibe lo metabolizado por por ella: basuras, aguas servidas, aire contaminado y, claro, mercancías. Ese espacio de dependencia es como lo analizaron varios autores en In the nature of cities: urban political ecology and the politics of urban metabolism (Heynen, Kaika y Swyngedouw 2006), una red de lugares en los que la ciudad encuentra el soporte para su funcionamiento metabólico.
En el caso bogotano, el espacio de dependencia busca ser manejado a través de tres componentes interrelacionados: a) infraestructuras y equipamientos: carreteras, tuberías, redes eléctricas, represas, parques de recreación y naturales, demarcación de áreas de explotación minera, forestal, piscinas de oxidación, basureros, etc.; b) mediante políticas ambientales, de uso del suelo y ordenamiento territorial donde se destacan los planes maestros de abastecimiento alimentario16, la política de ruralidad17, el análisis de ecosistemas estratégicos18, la delimitación de páramos19 y; c) a través de políticas de defensa y vigilancia. Algunos dispositivos de defensa de la ciudad capital colombiana han sido: los planes Capital, Escorpión, Modelo, Ruta, Radar, Candado; el Comité antiterrorista; las Juntas de Inteligencia; la coordinación en la Región Capital en prevención y atención de emergencias, de desarrollo de infraestructura, justicia, atención de poblaciones vulnerables e investigación y conocimiento; señalización de la infraestructura de la ciudad; instalación de puestos de mando, brigadas del ejército y bases militares en las infraestructuras claves para el abastecimiento de agua y la comunicación (Peña 2015).
Todos estos dispositivos son, como Foucault lo ha mostrado, el resultado y el medio de prácticas de gobierno que surgen de problematizar la relación entre la ciudad, la seguridad, la economía y el Estado, razón por la cual hay un ejercicio de construcción discursiva de cómo y para qué asegurar el espacio de dependencia. Mediante ese proceso el espacio de dependencia deviene un espacio de intervención, como lo denomina Kevin Cox (1998), que no es otra cosa que un espacio con múltiples objetos de securización, objetos de defensa, vigilancia y militarización.
El aseguramiento de un espacio de dependencia no es solo de relevancia para las autoridades locales, sino que, tratándose de una ciudad capital como Bogotá, es un problema de soberanía territorial y seguridad del Estado. Al ser la sede económica, demográfica, política y cultural más influyente, la defensa de la capital se convierte en un tema relativo a la territorialización del Estado, de soberanía en los términos de Foucault. Este problema se planteó de manera más explícita desde los primeros años del siglo XXI, pues las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia —en adelante, farc— habían consolidado una presencia nunca antes vista sobre el espacio de dependencia de Bogotá, específicamente, en los territorios rurales de Bogotá, la zona metropolitana más inmediata compuesta por 17 municipios, los departamento de Cundinamarca y Meta (Pérez Salazar 2006, 5).
Este es un proceso de expansión sobre Bogotá que correspondió al plan de urbanizar el conflicto que las FARC definieron en su Séptima Conferencia en 1982 y que detallaron estratégicamente en su Octava Conferencia de 1985 (Vélez 2001, 163). Desde comienzos de la década de los noventa se puso en marcha este plan que consistió en posicionar frentes guerrilleros en Cundinamarca, la formación de las milicias urbanas bolivarianas en lugares como Bosa, Ciudad Bolívar, Soacha, Patio Bonito y Suba, así como la realización de ataques en los municipios del área metropolitana de Bogotá (Vélez 2001, 166). Sin embargo, en el contexto de las fracasadas conversaciones de paz durante la presidencia de Andrés Pastrana (1998–2002), las farcliteralmente capitalizaron su proyecto de expansión territorial, posicionándose sobre zonas metropolitanas de las principales ciudades, entre estas, la zona metropolitana de Bogotá (figura 2)20

Paralelo a ese proceso de expansión de la presencia de la guerrilla en el espacio de dependencia de Bogotá, los estamentos militares de EE.UU. fueron elaborando un discurso sobre la seguridad hemisférica en la que, paulatinamente, se fundieron en un solo objeto de securización el problema del narcotráfico y el de la guerrilla. Así, desde mediados de la década de los noventa ya se hablaba de los grupos narcoguerrilleros, no como un problema de seguridad de Colombia sino como uno de seguridad hemisférica o regional. El Plan Colombia es la materialización de esa doctrina de seguridad que, además, se conecta con otras estrategias de seguridad hemisférica como el Plan Dignidad y el Plan Puebla Panamá (Maihold 2003; Salazar Pérez 2002).
En ese contexto de expansión de la guerrilla, de una nueva doctrina de seguridad hemisférica y fracaso de las conversaciones de paz, se abrió paso el proyecto político de Álvaro Uribe que, desde el 2002, instauró la PSD; así, se reforzó la ideología según la cual las fuerzas militares son el agente unificador de la nación y las guardianas de las tradiciones pretendidamente nacionales. Esto se tradujo en una política cuyo objetivo principal era la consolidación del control estatal del territorio como estrategia de desarrollo económico (Presidencia de la República–Ministerio de Defensa Nacional 2003).
El primer paso para desarrollar la PSD fue la declaración del estado de conmoción interior, mediante el Decreto 1837 (Alcaldía Mayor de Bogotá 2002), en el que se estableció que el ejército podría realizar funciones de policía judicial, inspeccionar, incautar embarcaciones, coches o aviones y capturar personas sospechosas de haber cometido o que tuvieran planes para cometer crímenes. El estado de conmoción interior implicaba, también, suspender temporalmente algunas libertades cuando y donde el gobierno considerara que existiese una amenaza a la territorialidad del Estado, al orden social y al funcionamiento económico de espacios concretos. Este estado de conmoción interior es una forma de securización del espacio que, en cierta medida, es la derivación contemporánea de una serie de prácticas de gobierno que nacieron principalmente en las ciudades para controlar plagas y epidemias, las cuales Foucault menciona cuando habla de la medicalización del espacio y la creación de espacios de confinamiento (Foucault 1967) y sobre los procesos de vigilancia y castigo (Foucault 1983b).
El estado de conmoción se concretó en estrategias como la instauración de zonas de rehabilitación y consolidación. En dichas zonas de rehabilitación —el término mismo ya tiene un carácter médico— las autoridades civiles quedaban subordinadas al ejército, por lo que los generales estaban autorizados para reglamentar los derechos de movilización y recoger información de los habitantes y los visitantes de dichas zonas. El desacato de la autoridad militar contemplaba el arresto por parte de la fuerza pública y la puesta a órdenes de la autoridad judicial (Presidencia de la República–Ministerio del Interior 2002). Este tipo de acciones se complementaba con programas tales como el Programa de Informantes y Cooperantes21, programa de Soldados de mi Pueblo22y la Política de Incentivos por Eficacia Operacional23, los cuales estaban destinados al disciplinamiento social y a promover la militarización de la sociedad colombiana.
Basados en este tipo de orientaciones, se realizaron las enormes campañas militares, no solo en el campo sino en ciudades, entre las que se destacan la Operación Orión en Medellín y la Operación Libertad Uno, esta última aplicada para erradicar el control territorial de las farcen el área de influencia más directa de Bogotá (300 km, alrededor de la ciudad). Estas operaciones vinieron a complementar las estrategias que desde hace tiempo las fuerzas militares tienen definidas para asegurar el abastecimiento de alimentos, de agua, de electricidad y, también, para vigilar el tránsito de drogas, armamentos, de personas secuestradas, etc.24. Sin embargo, la operación Libertad Uno se inscribe en un contexto más amplio geopolítico, de construcción de soberanía territorial y de disciplinamiento social y de preocupaciones por el ordenamiento y la planeación territorial de la zona de dependencia de Bogotá, conjugando conflictivamente varios discursos y doctrinas de la seguridad, tales como la seguridad hemisférica, la seguridad integral, la seguridad nacional, la lucha contra el terrorismo junto a las de seguridad alimentaria y el medio ambiental.
En efecto, la operación militar Libertad Uno se inscribió dentro del Plan Patriota, iniciado en el 2003, el cual ha sido la campaña militar más grande y ambiciosa implementada por el Estado colombiano hasta la fecha y que tuvo como principal objetivo tomar los departamentos del Meta, Caquetáy parte del Putumayo; su objetivo era el de eliminar a miembros del Secretariado de las FARC, destruir la infraestructura logística de su retaguardia estratégica y debilitar de una manera crítica el núcleo militar más duro de estas que se encuentra en esa región del sur de Colombia (D’Arcier–Flores 2005; Soberón Garrido 2004).
Con la Operación Libertad Uno se buscó neutralizar el plan estratégico de las farcpara la toma del poder. La premisa estratégica de esta operación fue la adopción de un plan inverso al empleado por las FARC, lo que implicaba recuperar el control territorial comenzando por el centro económico del país y expandiéndose hacia el sur (León 2004). Cerca de 15.000 soldados de la Brigada 1325, de las Brigadas Móviles 1, 2 y 3, de la Fuerza de Despliegue Rápido (FUDRA) y la Móvil 8 participaron en dicha operación que logró cambiar el control territorial a favor de las fuerzas militares. Se trataba, en los términos de Foucault, de capitalizar, es decir, de desplegar una estrategia espacial destinada a fortalecer el eje simbólico y económico más notable del territorio colombiano.
La operación empezó con la conformación de 59 pelotones de soldados campesinos vinculados a la Brigada 13 —con sede en Bogotá—, cuyo objetivo fue recoger datos de los campesinos sobre la ubicación de los guerrilleros y patrullar las vías para impedir la salida de víveres para las FARC. La cercanía de estos soldados con la gente de la región donde operaba el ejército facilitó las labores de inteligencia. Las brigadas móviles patrullaron sus respectivas áreas, cerrando las entradas de los municipios, por donde los guerrilleros podrían buscar comida o agua, y combatieron los grupos pequeños de guerrilleros (Ejército Nacional de Colombia 2010).
La estrategia de control territorial estuvo acompañada por campañas para crear confianza y simpatía de la población hacia las fuerzas militares al mismo tiempo que la promoción de incentivos a la desmovilización. El comandante de la Brigada Móvil 3, denominaba esto como la estrategia de “meterle pueblo a la guerra”. Así, junto a los combates y las tareas de inteligencia militar, el ejército envió brigadas de salud con médicos militares a las veredas, víveres a los hogares infantiles; usó emisoras locales para invitar a los padres de guerrilleros a acercarse sin temor a la brigada a preguntar por el paradero de sus hijos; ayudó a los campesinos a recoger sus cosechas; se involucró en las actividades comunitarias e, incluso, participó en festivales populares. Por su parte, los soldados campesinos empezaron a recibir notas con nombres de supuestos milicianos y con datos sobre lugares donde los guerrilleros encaletaban víveres y armas (León 2004).
En total, tuvieron lugar 197 enfrentamientos durante los meses que se mantuvo la operación Libertad Uno, lo que hizo retroceder ostensiblemente a las FARC, al mismo tiempo que se multiplicó la popularidad de Álvaro Uribe y también las demandas por violaciones a los derechos humanos y la presencia de los grupos paramilitares en zonas que ocupaba antes la guerrilla, repitiendo el caso de lo sucedido en el resto del país. El Observatorio de Derechos Humanos de la Presidencia de la República reconoció que los paramilitares habían establecido un cerco en Bogotá—en el departamento de Cundinamarca, más concretamente, figura 3 y en la misma ciudad capital. Continua el Observatorio de Derechos Humanos de la Presidencia de la República diciendo que, en este proceso, los sindicatos, los profesores, grupos de campesinos y organizaciones sociales, “por su visibilidad”, fueron los principales blancos de los grupos paramilitares, quienes, al ganar control territorial y crear redes de apoyo, tuvieron mejor información para volver los asesinatos cada más selectivos razón por la cual descendieron las tasas de homicidios en Cundinamarca. No hay que dejar de lado, sostiene el Observatorio, que esa disminución de los homicidios en Cundinamarca se debió también a la decisión estratégica de algunos bloques paramilitares de reducir la comisión de asesinatos (Observatorio DD.HH. 2005).

En consecuencia, lo que para algunas organizaciones sociales de derechos humanos significaba una prueba de la operación coordinada del ejército con los grupos paramilitares (Molano Rodríguez 2006), para la Presidencia de la República se trataba de:
[…] un proceso consustancial a la interacción estratégica de los protagonistas de un conflicto armado, es decir, las acciones y reacciones, los condicionamientos mutuos, las sobredeterminaciones de doble vía, el aprendizaje y conocimiento mutuos que los actores armados ganan dentro de un choque de estrategias tanto nacionales como regionales. (Observatorio DD.HH. 2005, 3)
Sea como fuere, no se conoció una estrategia semejante para erradicar el paramilitarismo, allí donde iba ‘apareciendo’, lo que despierta dudas sobre si la política de defensa y seguridad destinada a resguardar a Bogotá, incluía el uso de este aparato armado ‘privado’. Vistas estas estrategias, la PSD se convirtió, para algunos funcionarios y autoridades, ya sea en un referente o en una amenaza frente a lo que significaba tratar los problemas de inseguridad. Algunos alcaldes hicieron un llamado vehemente a que se extendiera la PSD en sus jurisdicciones26 y otros adoptaron una perspectiva más pragmática, como el caso de las diferentes administraciones bogotanas, que se apoyaron en la PSD en el manejo de problemas de seguridad en la zona de influencia y dependencia de la ciudad, pero que construyeron esquemas más o menos autónomos de manejo de la seguridad ciudadana y convivencia urbanas.
Un aspecto no menos importante de la territorialización de la PSD fue el del disciplinamiento social a través de la creación de diversos enemigos internos y externos sobre los cuales se construyó un juego de representaciones expresado por el binarismo ‘amigo’ vs. ‘enemigo’ y ‘nosotros’ vs. ‘ellos’. Esa estrategia resultó útil para convertir la cooperación de los ciudadanos en la vigilancia y la defensa como un valor patriótico máximo. En efecto, el disciplinamiento que impulsó la Política de Seguridad Democrática se dio principalmente a través del patriotismo, entendido como respeto a ‘los símbolos nacionales’, acatamiento a las autoridades militares, lo que pareció contrastar con las estrategias de las alcaldías de Bogotá, que hacían énfasis en el civismo como estrategia de control social. En esa medida la PSD se convirtió en una fuente de extensión temporal de las actitudes políticas de la Guerra Fría, pues el binarismo ‘nosotros’ vs ‘ellos’ estaba enmarcado en la idea de la lucha del comunismo contra la democracia o el capitalismo (Leal Buitrago 2011). Hay que señalar que la construcción de binarismos sociales, espaciales e ideológicos es, como lo muestra Robert Sack (1986) una estrategia esencial de la constitución de la territorialización del Estado, pues es una manera de constituir sentidos de pertenencia y justificaciones de las divisiones territoriales o de necesidad de romperlas. En ese sentido, la PSD pudo establecer un puente entre el disciplinamiento vía el patriotismo, y el sectarismo político con el aseguramiento de la ciudad capital y la construcción de soberanía estatal.
De igual manera, es preciso señalar que el disciplinamiento social blindó al gobierno de Álvaro Uribe frente a una larga lista de investigaciones, demandas y escándalos relacionados con la violación de derechos humanos: la desaparición forzada, los vínculos con el paramilitarismo, las interceptaciones ilegales a periodistas, líderes sociales, opositores políticos, el aumento del desplazamiento forzado, las desmovilizaciones ficticias de paramilitares, etc. (Beltrán Villegas 2013; CINEP y Programa por la Paz 2010; Munévar 2010).
En una encuesta del Centro Nacional de Consultoría, titulada Gran encuesta sobre parapolítica y publicada por la Revista Semana durante el gobierno de Uribe Vélez, se observó que el recrudecimiento de sectarismos se expresó, por un lado, en la aversión a las posiciones contrarias al gobierno —posiciones liberales, de izquierda y, en general, a cualquier tipo de inconformismo social y político— y, por otro lado, creciente favorabilidad de la imagen del paramilitarismo. En esta encuesta se mostró que el 33% de los colombianos tenían una opinión favorable o poseían actitudes abiertamente pro–paramilitares, porque creían en su existencia por el operar de la guerrilla. De hecho, esta actitud pro–paramilitar aumentaba al 58% cuando se observaba las respuestas sobre las ‘justificaciones’ para las acciones de los paramilitares. Sorprendentemente el 90% de la gente sabía de los crímenes cometidos por los paramilitares: masacres, torturas, desplazamientos forzados, violación de mujeres (Revista Semana 2007). Al analizar el sectarismo político que sirvió para justificar las grandes operaciones militares, es interesante señalar que la construcción de soberanía y de afianzamiento de la territorialidad del Estado se fundamenta también en un ataque al mismo Estado. Específicamente nos referimos a la idea muy extendida en la PSD de que el estado de derecho es una traba burocrática en la consecución de la seguridad del Estado, la construcción de su soberanía y el disciplinamiento social. Por eso, el lenguaje más común del discurso militarista de la PSD concebía que el Estado estaba infiltrado, como el resto de la sociedad, por los enemigos de la patria, aliados del terrorismo y del comunismo, razón por la cual era necesario transgredir la constitución paradójicamente para proteger el Estado acudiendo al recurso de la “razón de Estado” (Angarita 2012; Revelo 2013).
La criminalización de la protesta social, de la diferencia política y la militarización de los derechos fue otro componente del sectarismo de la PSD. Esta situación se ilustra con el señalamiento de criminales realizado por el gobierno a actividades de carácter sindical, a organizaciones no gubernamentales y a formas de organización comunitaria que representen un cuestionamiento de las políticas de seguridad. En la posesión del nuevo comandante de la Fuerza Aérea Colombiana, Uribe hizo la defensa de las operaciones militares de la PSD en estos términos:
Cada vez que en Colombia aparece una política de seguridad para derrotar al terrorismo y cuando los terroristas empiezan a sentirse débiles, inmediatamente envían a sus voceros para que hablen de derechos humanos. Ellos saben que su única arma es la calumnia que hipócritamente se esconde detrás de los derechos humanos […]. Una de nuestras decisiones políticas es la de aislar el terrorismo y para aislarlo vamos a capturar a todos aquellos que delinquen por complicidad o por ocultamiento […]. Estos profetas del desastre, que no ven luces, sino cuando el terrorismo es campeón, hablan de las restricciones democráticas. (Uribe 2003)
En efecto, en todo este contexto de intervenciones militares junto a políticas de ordenamiento territorial, la respuesta de nuevas y viejas organizaciones sociales no se hizo esperar. Estas organizaciones establecieron como objetivo contestar no solo la militarización de sus espacios de vida, sino que advirtieron la conexión de dichas estrategias con procesos económicos que estos grupos consideran una amenaza a la seguridad ambiental, comunitaria, alimentaria y económica de las comunidades arraigadas en la región metropolitana de la capital. El caso más destacado es toda la movilización en la región de Sumapaz, una zona estratégica del área de dependencia de Bogotá por ser productora de agua, que posee recursos mineros y biológicos; al mismo tiempo, esta región ha sido un corredor de tránsito de la guerrilla entre el oriente del país y la capital de difícil control militar tanto por sus características ambientales como por la existencia de una identidad campesina contestataria. Esa identidad ha servido para oponerse a las operaciones militares, reivindicando el derecho a la tierra, al territorio, el agua y su estilo de vida campesina. Estas organizaciones campesinas han introducido innovaciones políticas fundamentales en el manejo del agua, los parques naturales, los páramos, la producción agrícola, la educación rural, el conflicto armado, la construcción de espacios de paz, entre otros temas (Correa 2004; Fajardo 2013; Mondragón 2002; Osorio Rendón 2010; Sarmiento Santander y Delgado Cuartas 2008; Silva 2011).
En los últimos años, se han extendido las organizaciones sociales y redes de acciones contenciosas en el espacio de dependencia de la capital, que han establecido como desafío común la lucha contra a la privatización del agua y el extractivismo: están extendiendo la estructura de oportunidades políticas para otras organizaciones sociales. Uno de los encuentros más destacados fue la vi Conferencia Nacional de Páramos y Altas Montañas en la que se reunieron campesinos y campesinas, indígenas, ambientalistas, gestores, usuarios y defensores de las aguas y de acueductos comunitarios, artistas, jóvenes y académicos para organizar la defensa de los páramos y las altas montañas. Estos grupos han establecido una red y alianza que denominan “Campaña en defensa del agua y del territorio: agua sí, petróleo no”, que busca frenar los proyectos extractivitas en varias zonas que hacen parte del espacio de dependencia de Bogotá. Conjuntamente, han surgido iniciativas como marchas por el agua y la vida, defensa del agua y del territorio de Sumapaz, el foro Tejiendo Páramos alrededor del agua, Escuela del Agua Bogotá–Cundinamarca.
Para terminar esta sección, vale la pena resumir la declaración final de la VI Conferencia Nacional de Páramos y Altas Montañas celebrada en la región del Sumapaz, porque expresa bien la respuesta de las organizaciones a los procesos de aseguramiento militar del espacio de dependencia de la capital. La declaración afirma que el control de las altas montañas se ha hecho mediante la militarización, con batallones de alta montaña y, a su vez, criminalizando a los líderes sociales y ambientales. La presencia de los grupos armados no solo conlleva la militarización de las comunidades, sino también al deterioro de las fuentes hídricas por la masiva presencia de fuerzas militares en estos frágiles territorios. Los jóvenes campesinos son obligados a prestar servicio militar y de esta manera se consolida el desarraigo de los jóvenes con el campo.
Continúa la declaración afirmando que las altas montañas andinas son la garantía del agua y del alimento de la mayor parte de la población citadina; sin embargo, la estrategia ha sido la del empobrecimiento de sus moradores y su desplazamiento hacia las ciudades, como una estrategia para vaciar el territorio en favor de nuevos proyectos para corporaciones trasnacionales, desconociendo las soberanías territoriales de los pueblos y promoviendo el despojo de los bienes comunes. Las expresiones de este modelo no son solo las obras de infraestructura, proyectos mineros, hidroeléctricos, interconexiones eléctricas e hidrocarburos, sino también las delimitaciones de los páramos, el ordenamiento territorial tecnicista, las políticas conservacionistas que rompe con la visión integral del territorio. La propuesta de la economía verde promovida desde instituciones internacionales se está convirtiendo en una nueva amenaza, continúa señalando la declaración, pues las funciones ecológicas soportadoras de la vida ahora son consideradas servicios ambientales y, por tanto, objeto de mercantilización, creando diversas estrategias, como los mercados de carbono y el Pago por Servicios Ambientales (PSA), para apropiarse de la naturaleza y despojar a las comunidades ancestrales de sus territorios, sus formas de vida y sus economías propias (CENSAT–Agua Viva, Amigos de la Tierra Colombia 2014).
En este artículo se ha analizado el aseguramiento de la capital colombiana con un enfoque en su zona más próxima de dependencia. Se mostró el contexto del despliegue de la Operación Libertad Uno durante el gobierno de Uribe Vélez y la coincidencia de esa estrategia militar con políticas de ordenamiento territorial. Asimismo, se describieron algunas respuestas de las comunidades a la militarización y algunos rasgos de su discurso político.
En primera instancia, se planteó una lectura de las políticas de aseguramiento de la capital colombiana, ubicando el problema de la relación entre ciudad y políticas de seguridad en el contexto de la territorialización del Estado. Por eso, se expuso que las políticas de seguridad hacen parte de un conjunto de políticas espaciales estrechamente interconectadas destinadas a la construcción territorial del Estado. Se habló de la interdependencia de las estrategias destinadas al establecimiento de un centro político–económico del Estado (capitalizar), las de ordenamiento territorial (arquitecturar) y aquellas destinadas a garantizar el funcionamiento de la ciudad como centro económico (seguridad). Adicionalmente, se mostró que las políticas de seguridad han tenido lugar dentro de configuraciones diferentes del Estado y han estado alimentadas de doctrinas cambiantes de seguridad, por lo que se planteó la necesidad de profundizar en el estudio de algo que preliminarmente podría denominarse como regímenes de seguridad urbana.
Se identificó cómo, a finales del siglo XIX, se separan, por un lado, las funciones de policía con lo que se instituye un cuerpo armado destinado al disciplinamiento de las personas, la persecución de la ilegalidad, la prohibición del desorden y la lucha contra la delincuencia y, por el otro, las funciones de intervención donde se tratan los temas relativos a la población, la política económica y la construcción de infraestructuras. Se afirmó que este cuerpo policial adquirió un carácter altamente militar en Colombia y que, hasta finales del siglo XX, era el principal responsable de combatir la delincuencia y el mantenimiento del orden; adicionalmente, se señaló que la cuestión de la defensa de la ciudad capital en el contexto del conflicto armado se constituyó en un tema tanto de la policía como del ejército.
A finales del siglo XX, se empieza a dar una nueva ‘ola de racionalización’ sobre la seguridad, que se caracteriza por un involucramiento más directo de alcaldes en la coordinación de estrategias para combatir la delincuencia y la transformación de normas de conducta entre los ciudadanos. Pero, además, se sostuvo que en este periodo se da una conjunción de doctrinas de seguridad —seguridad humana, seguridad hemisférica, seguridad nacional, guerra contra el terrorismo— paralelo a reformas judiciales, la instalación del neoliberalismo y de una planeación impregnada del discurso de la ciudad global. En este ‘régimen de seguridad’ se estableció como principio fundamental la corresponsabilidad de las personas con las autoridades policiales y militares en la producción (o coproducción) de seguridad.
En ese contexto, se desarrolló una serie de operaciones militares —como la Operación Libertad Uno— destinadas al aseguramiento de una ciudad amenazada por la presencia de grupos guerrilleros en su zona más próxima de dependencia. Esta campaña militar es un ejemplo de la articulación de las políticas de establecimiento de soberanía, de ordenamiento territorial y de defensa del espacio de dependencia de la ciudad capital. Esta lectura ayudó a mostrar cuatro elementos.
Primero, que las políticas de seguridad, por lo menos en el caso colombiano, no pueden dividirse en tres épocas como lo plantea Foucault y Stuart Elden. Ellos hablan de la sucesión de tres épocas de estrategias espaciales en las que están, primero, las políticas de construcción de soberanía, seguidas de aquellas destinadas al ordenamiento territorial y, por último, las estrategias destinadas a garantizar el funcionamiento de un sistema territorial27.
En segundo término, el análisis del aseguramiento de la capital colombiana mostró que las políticas espaciales de seguridad no son un proceso interno de los Estados. Foucault plantea que estos procesos no aparecen como aislados y que las estrategias espaciales de seguridad hacen parte de la construcción de instituciones modernas de gobierno. No obstante, estas estrategias espaciales de seguridad aparecen como procesos paralelos que varios Estados están llevando a cabo de manera simultánea. En el caso colombiano, por el contrario, la formación de la soberanía del Estado y el aseguramiento de la ciudad no son un proceso que se refiera solo al interés de un estado independiente. En el caso analizado, defender la capital es tanto un asunto de creación de soberanía del Estado colombiano como de la territorialización de intereses transnacionales.
Lo mismo se puede decir de la visión que tiene Foucault de la producción de la ciudad. En Seguridad, territorio y población (2009), la ciudad aparece como un fenómeno que se da dentro de un “marco nacional” o en el marco territorial de un Estado. Esto no corresponde con la formación de la ciudad latinoamericana, la cual se constituye dentro de un proyecto territorial externo: la formación del Estado colonial español (Romero 2001). Pero tampoco corresponde con la producción de la ciudad contemporánea que se da dentro de la afanosa búsqueda de enredarse en el sistema de ciudades basado en el discurso de que la ciudad debe ser, como dice Duranton (2009), el motor del crecimiento económico de un país. La subordinación de la producción del espacio urbano a la reproducción del capital y manejo de las crisis del capitalismo en una trama global de lugares cada vez más denso han reforzado el papel de las ciudades (capitales) como elementos de la territorialización de actores y lógicas extralocales (Harvey 2014). Esto es un tema pasado por alto para Foucault.
En tercer lugar, el análisis del aseguramiento del espacio de dependencia de la ciudad muestra que las estrategias espaciales de seguridad y la implantación del neoliberalismo no se dan en condiciones de paz. Esto es necesario señalarlo, porque Foucault caracteriza el neoliberalismo como un régimen político–social en el que las prácticas de gobierno están más destinadas a la modulación de las conductas de los sujetos en una sociedad abierta, que a la aplicación de mecanismos de coerción y disciplinamiento violentos28. Esta postura ha sido expuesta como el abandono parcial del modelo bélico del poder (Castro–Gómez 2010). La territorialización del neoliberalismo muestra que la violencia y el autoritarismo han sido parte esencial de la extensión de este proyecto (Ahumada 1996; Brenner y Theodore 2002; Harvey 2003, 2005; Martin y Manalansan 2005; Moscoso Moreno 2013; Springer 2011; Torres Gonzáles 2010). Foucault había propuesto esta idea sobre el neoliberalismo a finales de la década de los setenta y ya tenía un ejemplo como el chileno a la mano, pero, además, es una perspectiva difícil de sostener a la luz del neoliberalismo realmente existente (Brenner y Theodore 2002).
Y, por último, el análisis del aseguramiento de la capital muestra que las políticas espaciales de seguridad no conducen a un disciplinamiento masivo de las personas. En efecto, bajo cierta configuración de oportunidades políticas, los conflictos emanados de la búsqueda de dominio territorial a través de las intervenciones militares, del establecimiento de regulación del espacio y la asignación de funciones a lugares que no coinciden con las prácticas, los saberes y las visiones de las comunidades que los habitan, pueden derivar en movilización social. Desconocer la acción contenciosa de la comunidad y las personas frente a las estrategias de espaciales de seguridad es una omisión grave en los estudios sobre la gubernamentalidad, porque, justamente, invisibiliza la construcción de visiones alternativas de seguridad y sobre el territorio. Por todo lo anterior, se considera pertinente hablar de una geopolítica urbana para abordar los temas de la intersección entre ciudad, control territorial, políticas espaciales, estrategias de seguridad y conflictos. En efecto, existen recursos tratados como recursos estratégicos para el funcionamiento de la ciudad: agua, alimentos, energía, infraestructuras, materiales explotables para la construcción y la industria, etc.. Al problematizarlos como estratégicos, estos recursos y medios se convierten en objeto de securización, es decir, en objetivos de control. Hacer una geopolítica urbana implicaría, entonces, narrar la manera en la que estos recursos estratégicos son intervenidos discursiva, jurídica, policial o militarmente tratando, paralelamente, los conflictos que se derivan de la intención de controlarlos. Resulta esencial en la propuesta de construcción de una geopolítica urbana el contestar las preguntas de quién busca controlar los recursos y qué proyectos busca realizar con su control. En este sentido son fundamentales los objetivos económicos en el que están subsumidas las políticas territoriales. Debido a que estos objetivos de control territorial no se definen de manera aislada por los gobiernos de las ciudades, es necesario entender, en el análisis de la geopolítica urbana, que el funcionamiento de las ciudades —especialmente, las capitales— es una condición fundamental para el mantenimiento de la territorialidad del Estado, pero que esta territorialización del Estado no es un proceso autónomo, cerrado o circunscrito localmente. Aquí se vislumbra que la intervención en el espacio de dependencia se alimenta de discursos y tecnologías variadas, destacándose cómo la fusión de los problemas del narcotráfico con el de la guerrilla en la doctrina de la Seguridad Hemisférica, junto con la expansión de la guerrilla en el área metropolitana de Bogotá, incorporó la cuestión de defender la capital colombiana al tablero de juego geopolítico regional.
Se considera que estudiar la geopolítica urbana implica tener presente que las estrategias de seguridad se incorporan en las personas en una suerte de filosofía cotidiana o en un sentido común político como lo denomina Antonio Gramsci (1971). Ese sentido común político es el puente entre las representaciones y discursos hegemónicos con la territorialización de un proyecto político. Puesto en otros términos, estudiar esta dimensión del sentido común político es esencial en la propuesta de estudiar la geopolítica urbana porque es la manera como se subjetivan y se encarnan en los cuerpos las representaciones útiles para el control territorial.


