Las ideas: su política y su historia
Diálogo de Sila y Éucrates[1745]
A los pocos días de que Sila renunciara a la dictadura1, supe que la reputación que yo tenía entre los filósofos le hacía desear verme. Se encontraba en su casa de Tibur2, disfrutando de los primeros momentos tranquilos de su vida. Ante él no sentí la turbación que generalmente sentimos en presencia de los grandes hombres. Y tan pronto como estuvimos solos, le dije: “Sila, así pues, ¿os habéis colocado por voluntad propia en ese estado de medianía que aflige a casi todos los humanos? ¿Habéis renunciado a ese imperio que vuestra gloria y vuestras virtudes os daban sobre todos los hombres? La Fortuna3 parece molesta por no elevaros ya más a los honores”.
“Éucrates”, me dijo, “si ya no me expongo ante la escena del mundo, es culpa de las cosas humanas, que tienen sus límites, no mía. Creí cumplido mi destino una vez que ya no me han quedado por hacer grandes cosas. No he nacido para gobernar tranquilamente un pueblo esclavo. Me gusta conseguir victorias, fundar o destruir Estados, formar alianzas, castigar a un usurpador; pero de todas esas minucias de gobierno donde los talentos medianos consiguen tanto provecho, de esa lenta ejecución de las leyes, de esa disciplina de un ejército en calma, mi ánimo no sabría ocuparse”.
“Es extraño”, le dije, “que hayáis sido tan escrupuloso en la ambición. A menudo hemos visto grandes hombres poco atraídos por el vacuo esplendor y la pompa que rodean a los que gobiernan, pero muy pocos hay que no hayan sido sensibles al placer de gobernar y de hacer que se rinda a su antojo el respeto que sólo se debe a las leyes”.
“Pero yo”, me dijo, “Éucrates, jamás me he sentido tan poco contento como cuando me he visto dueño absoluto en Roma, cuando he mirado a mi alrededor y no he hallado ni rivales ni enemigos”.
“Creí que algún día dirían que no había castigado sino a esclavos. ¿Quieres, me he dicho, que en tu patria ya no haya más que hombres que puedan sentir tu gloria? Y dado que estableces la tiranía, ¿no ves que no habrá después de ti ningún príncipe tan vil al que la adulación no iguale a ti y no se adorne con tu nombre, tus títulos y tus mismas virtudes?”.
“Señor, cambiáis todas mis ideas por el modo en que os veo obrar. Creía que teníais ambición, pero ningún amor por la gloria: con claridad veía que vuestra alma era elevada pero no sospechaba que fuera grande: todo en vuestra vida parecía mostrarme a un hombre devorado por el deseo de mandar y que, colmo de las pasiones más funestas, cargaba, gustoso, con la vergüenza, los remordimientos e incluso la bajeza vinculadas a la tiranía. Porque, al fin y al cabo, habéis sacrificado todo a vuestro poder; os habéis hecho temible para todos los romanos; habéis ejercido sin piedad las funciones de la más terrible magistratura jamás existida. El Senado no vio sino temblando a un defensor tan despiadado. Alguien os dijo: ‘Sila, ¿hasta cuándo vas a derramar sangre romana? ¿Quieres mandar únicamente a las murallas?’ Por entonces publicaste esas tablas que decidirían sobre la vida y la muerte de cada ciudadano”.
“Pero fue toda esa sangre que he derramado lo que me puso en condición de realizar la más grande de todas mis acciones. Si hubiera gobernado a los romanos con dulzura, ¿quién se sorprendería de que el aburrimiento, el hastío, o un capricho me hubieran hecho abandonar el gobierno? Pero yo renuncié a la dictadura justo cuando no existía un sólo hombre en el universo que no creyera que la dictadura era mi único refugio. Me presenté ante los romanos, ciudadano en medio de mis conciudadanos4, y me atreví a decirles: ‘Estoy dispuesto a dar cuenta de la toda la sangre que he derramado por la república; yo responderé a todos aquellos que quieran preguntarme por su padre, su hijo, su hermano’. Todos los romanos callaron ante mí”.
“Esa gran acción de la que me hablas me parece bastante imprudente. Es verdad que habéis tenido a vuestro favor ese imprevisto asombro con que habéis dejado los romanos. Pero, ¿cómo os atrevisteis a hablarles de justificaros y de tomar por jueces a gentes que os debían tantas venganzas?
Aunque todos vuestros actos no hubieran sido más que severos mientras erais el amo, desde el momento en que dejabais de serlo se convertían en crímenes horrendos”.
“¿Llamáis crímenes”, me dijo, “a lo que ha sido la salvación de la república? ¿Queríais que viera tranquilamente a los senadores traicionar al Senado en nombre de ese pueblo que, imaginándose que la libertad debe ser tan absoluta como pueda serlo la esclavitud, trataba de abolir la magistratura misma?
El pueblo, molesto por las leyes y por la gravedad del Senado, siempre ha trabajado por acabar con la una y la otra. Pero todo aquel que es lo suficientemente ambicioso como para servirle contra el Senado y las leyes, lo fue siempre también para convertirse en su amo. Así es como hemos visto desaparecer tantas repúblicas en Grecia y en Italia.
Para prevenir una desgracia similar, el Senado se ha visto siempre obligado a ocupar en la guerra a este pueblo díscolo. Ha sido forzado, a su pesar, a arrasar la tierra y a someter a tantas naciones cuya obediencia nos pesa. Ahora que al mundo no quedan más enemigos que ofrecernos, ¿cuál sería el destino de la República? Y, sin mí, ¿habría podido el Senado impedir que el pueblo, en su ciego furor por la libertad, se entregase a Mario o al primer tirano que le hubiera prometido la independencia?
Los dioses, que han dado a la mayoría de los hombres una ambición cobarde, han ligado a la libertad casi tantas desgracias como a la servidumbre. Pero, cualquiera que deba ser el precio de esta noble libertad, hay que pagárselo a los dioses.
El mar se traga las naves, sumerge países enteros, y es sin embargo útil a los humanos.
La posteridad juzgará aquello que Roma no se ha atrevido aún a examinar; puede que encuentre que no derramé bastante sangre y que no todos los partidarios de Mario fueron proscritos”.
“Debo confesarlo, Sila, me asombráis. ¿Cómo puede ser que por el bien de vuestra patria hayáis derramado tanta sangre y que hayáis sentido apego hacia ella?”.
“Éucrates”, me dijo, “yo no he tenido nunca ese amor dominante por la patria del que tenemos tantos ejemplos en los primeros tiempos de la república, y tanto me gusta Coriolano5, que trae el hierro y el fuego6 justo hasta los muros de su ciudad ingrata y hace a cada ciudadano arrepentirse de la afrenta que cada uno le hizo, como el que expulsó a los galos del Capitolio7. Jamás he presumido de ser esclavo o idólatra de la sociedad de mis iguales; y ese amor tan elogiado es una pasión demasiado popular para ser compatible con la elevación de mi alma. Me he dejado guiar únicamente por mis propias ideas y sobre todo por el desprecio que he sentido por los hombres. Puede juzgarse, por la manera en que he tratado al único gran pueblo del universo, la enormidad de ese desprecio hacia todos los demás.
He creído que, estando sobre la tierra, tenía que ser libre. Si hubiera nacido entre los bárbaros, no habría buscado usurpar el trono tanto por mandar como por no obedecer. Nacido en una república, he conseguido la gloria de los conquistadores no buscando sino la de los hombres libres.
Cuando entré en Roma con mis soldados, no respiraba furor ni venganza. He juzgado sin odio, pero también sin piedad, a los romanos asombrados. ‘Eráis libres’, dije, ‘y ¿queríais vivir esclavos? No. Morid, y tendréis la ventaja de morir como ciudadanos de una ciudad libre’.
Creía que arrebatar la libertad a una ciudad de la que era yo ciudadano era el mayor de los crímenes. He castigado ese crimen; y me he despreocupado de si yo era el genio bueno o malo de la república. En todo caso, ha sido restaurado el gobierno de nuestros padres. El pueblo ha expiado todas las afrentas que había cometido a los nobles. El temor ha interrumpido las rivalidades, y nunca ha estado Roma tan tranquila.
De modo que ahora sabéis lo que me ha instado a las sangrientas tragedias que habéis visto. Si yo hubiera vivido en aquellos días felices de la república en que los ciudadanos, tranquilos en sus casas, entregaban en ellas a los dioses un alma libre, me habríais visto pasar la vida en este retiro, que no he alcanzado sino a costa de tanta sangre y sudores”.
“Señor”, le dije, “es una suerte que el cielo no haya sido generoso con el número de hombres como vos. Nacidos para la medianía, las almas sublimes nos abruman. Que un hombre esté por encima de la humanidad, cuesta muy caro a todos los demás.
Habéis considerado la ambición de los héroes como una pasión común y sólo habéis hecho caso de la ambición que razona. El deseo insaciable de dominar, que habéis encontrado en el corazón de algunos ciudadanos, os ha obligado a adoptar la resolución de ser un hombre extraordinario; el amor a vuestra libertad os ha obligado a adoptar la de ser terrible y cruel. ¿Quién habría dicho que un heroísmo de principio habría sido más funesto que un heroísmo de ímpetu? Pero si, para evitar ser esclavo, os ha sido necesario usurpar la dictadura, ¿cómo os habéis atrevido a derogarla? El pueblo romano, decís, os ha visto desarmado y no ha atentado contra vuestra vida. Ése es un peligro del que habéis escapado; pero otro mayor quizá os espera. Puede que lleguéis a ver a un gran criminal regocijarse de vuestra moderación y confundiros entre la muchedumbre de un pueblo sumiso”.
“Tengo un nombre”, me dijo, “y me basta para mi seguridad y la del pueblo romano. Ese nombre detiene todas las maniobras y espanta a todos los ambiciosos. Sila respira, y su genio es más poderoso que el de todos los romanos. Sila tiene a su alrededor a Queronea, Orcómeno8 y Segni9. Sila ha dado a cada familia romana un ejemplo cercano y terrible: cada romano me tendrá siempre ante de sus ojos y hasta en sus sueños apareceré cubierto de sangre; creerá estar viendo las funestas tablas y leer su nombre a la cabeza de los proscritos. Se murmura en secreto contra mis leyes; pero no serán erradicadas ni por oleadas de sangre romana. ¿No estoy yo en medio de Roma? Todavía encontraréis en mi casa la jabalina que llevaba en Orcómeno y el escudo que portaba sobre los muros de Atenas10. Porque no tenga ningún lictor, ¿soy menos Sila? Tengo a mi favor al Senado, con la justicia y las leyes; el Senado tiene a su favor mi genio, mi fortuna y mi gloria”.
“Reconozco”, le dije, “que cuando se ha hecho temblar a alguien alguna vez, se conserva casi siempre algo de la ventaja adquirida”.
“Sin duda alguna”, me dijo. “Yo he asombrado a las gentes y eso es mucho. Repasad en vuestra memoria la historia de mi vida; veréis que todo lo he obtenido de ese principio, y que él ha sido el alma de todas mis acciones. Recordad mis disputas con Mario. Me indigné al ver a un hombre sin nombre, orgulloso de la bajeza de su nacimiento, acometer la empresa de rebajar a las familias más ilustres de Roma al nivel de la muchedumbre del pueblo: y en aquella situación portaba todo el peso de un alma grande. Era joven, y decidí ponerme en condiciones de pedir a Mario cuentas de sus desprecios. Para esto le ataqué con sus propias armas, es decir, con victorias contra los enemigos de la república.
Cuando, por capricho de la suerte, fui obligado a salir de Roma, me conduje de la misma manera; fui a luchar contra Mitrídates, y creí anular a Mario a fuerza de vencer al enemigo de Mario. Mientras dejaba a ese romano disfrutar de su poder sobre el populacho, multiplicaba sus mortificaciones y le obligaba diariamente a ir al Capitolio a dar gracias a los dioses por victorias con que yo lo llevaba a la desesperación. Yo le hacía una guerra de reputación, cien veces más cruel que aquélla que hacían mis legiones al rey bárbaro. No salía de mi boca una sola palabra que no manifestara mi audacia; y mis acciones más insignificantes, siempre soberbias, eran para Mario funestos presagios. Finalmente, Mitrídates pidió la paz11. Las condiciones eran razonables: y si Roma hubiese estado tranquila o si mi fortuna no hubiera estado vacilante, las habría aceptado. Pero el mal estado de mis asuntos me obligaba a hacerlas más duras. Exigí que destruyera su escuadra y devolviera a los reyes vecinos suyos todos los Estados de los que los había despojado. ‘Te dejo’, le dije, ‘el reino de tus padres, a ti, que deberías agradecerme el que no te corte la mano con que firmaste la orden de dar muerte en un día a cien mil ciudadanos romanos’12. Mitrídates se mantenía imperturbable y Mario, en medio de Roma, tembló.
Esta misma audacia, que tan bien me sirvió contra Mitrídates, contra Mario, contra su hijo, contra Telesino13, contra el pueblo, y que ha sostenido toda mi dictadura, defendió también mi vida el día de mi abdicación: y ese día asegura mi libertad para siempre”.
“Señor”, le dije, “Mario razonaba de igual forma cuando, cubierto por la sangre de enemigos y romanos, mostró esa audacia que castigasteis. Tenéis a vuestro favor algunas victorias más y excesos mucho mayores. Pero, al adoptar la dictadura, habéis dado ejemplo del crimen que castigasteis. He aquí el ejemplo que será seguido y no el de una moderación que no será más que admirada.
Cuando los dioses permitieron que Sila se hiciera impunemente dictador en Roma, desterraron de ella la libertad para siempre. Sería necesario que se dieran demasiados milagros para arrancar ahora del corazón de todos los capitanes romanos la ambición de reinar. Les habéis enseñado que había un camino mucho más seguro para llegar a la tiranía y preservarla sin peligro. Habéis divulgado ese secreto fatal y eliminado lo único que produce buenos ciudadanos de una república demasiado rica y grande: la falta de esperanza en poder oprimirla”.
Sila cambió la cara y calló durante un momento. “No temo”, me dijo alterado, “más que a un hombre, en el que creo ver a varios Marios14. El azar, o bien un destino más fuerte, me ha hecho perdonarle la vida. Le observo sin cesar. Estudio su alma, donde se esconden grandes planes. Pero si alguna vez se atreve a pensar en dirigir a hombres que yo he hecho mis iguales, juro por los dioses que castigaré su insolencia”.