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Del europeísmo hacia el universalismo: Las tesis ilustradas de Giner sobre la integración europea
Delia Manzanero
Delia Manzanero
Del europeísmo hacia el universalismo: Las tesis ilustradas de Giner sobre la integración europea
From europeanism to universalism: Giner’s illustrated theses on European Integration
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 18, núm. 36, pp. 465-484, 2016
Universidad de Sevilla
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Resumen: Este artículo se propone determinar el contenido generalmente atribuido a la identidad europea como identidad cultural en el contexto actual de globalización y multiculturalidad que definen nuestro presente. Para ello, se aborda la cuestión del riesgo de carecer de apoyo ciudadano, con el consiguiente déficit de legitimidad y cohesión, si no se encuentra cierta identidad cultural en el proceso de integración de Europa. Por último, tratamos de mostrar cómo la doctrina filosófica de Francisco Giner, que plantea un movimiento europeísta con pretensiones de universalidad, puede arrojar luz sobre el complejo asunto del sentido, fundamento y alcance del proceso de integración europea.

Palabras clave:EuropaEuropa, universalismo universalismo, integración integración, Giner Giner, filosofía filosofía.

Abstract: This article aims to determine the content generally attributed to the European identity as a cultural identity in the current context of globalisation and multiculturalism which define our present. To do this, the question of the risk of lacking public support is addressed, which results in a shortage of legitimacy and cohesion, if some cultural identity is not to be found in the process of European integration. Finally, the article will try to show how Francisco Giner’s philosophical doctrine, which poses a pro-European movement with claims for universality, can shed light on the complex problem of the meaning, substance and scope of the process of European integration.

Keywords: Europe, universalism, integration, Giner, philosophy.

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Del europeísmo hacia el universalismo: Las tesis ilustradas de Giner sobre la integración europea

From europeanism to universalism: Giner’s illustrated theses on European Integration

Delia Manzanero
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 18, núm. 36, pp. 465-484, 2016
Universidad de Sevilla
Del europeísmo hacia el universalismo: Las tesis ilustradas de Giner sobre la integración europea1

La presente disertación versa sobre las tesis ilustradas filosóficas y jurídicas de la obra de Francisco Giner de los Ríos, con énfasis en su concepción de Europa y la civilización europea, que surge en las ideas ilustradas de raigambre alemana en el filósofo Krause y que luego es proyectada por otros krausistas españoles. Nuestro objetivo es ponderar la vigencia de las propuestas ginerianas de reforma en el contexto europeo respecto a su utilidad para la coyuntura socio-política presente a través de la historia de sus fracasos y éxitos, mostrando al mismo tiempo cómo gran parte de los postulados del eminente jurista español, que encontraron gran extrañeza y resistencia en su época, han pasado a ser hoy patrimonio común de las aspiraciones de nuestra sociedad y de la filosofía del derecho de nuestro tiempo.

Antes de empezar con nuestra exposición de las ideas ilustradas krausistas de Europa en el contexto ideológico del reformismo de la España de finales del siglo XIX, se hace necesaria una brevísima introducción a la filosofía del derecho krausista para quienes no estén familiarizados con esta doctrina, hoy ampliamente difundida por Europa e Iberoamérica y que tiene, como es bien sabido, su fuente en el filósofo alemán K. Ch. F. Krause. Dada la marcada vocación europeísta con la que nace el krausismo, con la incorporación en España de los influjos modernizadores de Europa a través de los viajes de Sanz del Río a Alemania, nos parece interesante abordar determinadas tesis que en el krausismo español proliferaron sobre el entendimiento de esta filosofía como un movimiento europeo con pretensiones de universalidad, para ver así su proyección en materia de educación global y en la positivación de los derechos humanos.

La filosofía krausista en la España del siglo XIX y principios del XX ha tenido un importante papel en el diseño de estrategias educadoras de declarado carácter reformista. En sus presupuestos de partida debemos hacer notar que el Krausismo y la Institución Libre de Enseñanza conformaron dos referentes básicos de una corriente de pensamiento que desde sus presupuestos idealistas y organicistas habría venido a “sustituir” al hegelismo, como una filosofía especialmente adecuada a la situación social y cultural de la España de la época. Desde sus componentes filosóficos y jurídicos el krausismo vendría a ser aquella filosofía especialmente adecuada para diseñar estrategias reformadoras frente al conservadurismo cultural y el peso de la neoescolástica entre nosotros. Por su parte, la Institución Libre de Enseñanza fue un complemento educativo de los ideales krausistas, que conformaba así en el terreno pedagógico el potencial reformador que llevaba implícito la filosofía krausista, aderezado, a su vez, con las aportaciones de otras corrientes de pensamiento como el positivismo, el neokantismo o el evolucionismo darwinista. Lo que se estaba presenciando era una derivación de la doctrina teórica de la filosofía del derecho tradicional, que recibiría los frutos del positivismo y los principios políticos de la democracia liberal, para terminar conformando una ciencia política con dimensión sociológica. Entre los logros de los proyectos culturales y políticos del institucionismo que se conforma en base al imaginario krausista, encontramos: la europeización de España y la reforma social en el plano educativo, político y social, una idea de la democracia representativa, de la concepción ética de la política, del parlamentarismo, y de la secularización del Estado. En su conjunto, el institucionismo se presenta pues como una cultura política liberal y democrática, dotada de un fuerte componente organicista y corporativo que trataba de ofrecer a la sociedad de su tiempo un proyecto sociopolítico armónico. En definitiva, el krausismo y la Institución Libre de Enseñanza fueron considerados como los dos referentes básicos de un proyecto de reforma que tienen en la Filosofía, el Derecho y la Educación ginerianas los ejes de sus aportaciones.

Gracias a su concepción armonicista del mundo, los krausistas perfilan un universalismo comprometido con la diversidad, de tal manera que, a pesar de que no renuncian a la imagen ilustrada que identifica a Europa como el modelo de civilización que tiene un papel tutelar como educadora de los restantes pueblos, este impulso civilizador no tiene una vocación beligerante ni está basada en los intereses concretos de un Estado de expansión geopolítica y de dominación del mundo (como sí quedaría recogido por otras concepciones eurocentristas), sino que el imperativo krausista de la humanidad, de acuerdo con su comprensión de la sociabilidad, del humanismo y de la tolerancia, invita a otros pueblos a unirse en términos de asociacionismo, no de enajenación, puesto que, en palabras de Francisco Giner, “lo que constituye la persona no es el grado de cultura […] sino la posibilidad de desenvolverse la conciencia racional en pensamiento y vida, posibilidad que se da en todas las razas. El derecho fundamental humano es, pues, el mismo para todas ellas” (1926: 176). Así pues, las soluciones propuestas por la filosofía del derecho y la pedagogía krausista apuestan, no tanto por la europeización, como por una universalización y humanización que dimanan de la autoridad superior común del organismo supremo de la sociedad fundamental humana. De este modo, la transición de Europa, más allá de la noción de un proyecto de Ilustración unificado, no es necesariamente occidental e imperialista, sino que puede ser defendida en nombre de una política progresista.

Tras esta breve pero conveniente introducción, entremos ya a estudiar algunos aspectos clave del sistema de la filosofía del derecho krausista y algunas de sus implicaciones en el ámbito de la teoría y praxis político-social internacional. Los presupuestos iusnaturalistas de la visionaria filosofía krausista sobre el derecho internacional resultan especialmente relevantes para resolver cuestiones relativas a la Unión Europea, por ejemplo:

a) para tratar, en primer lugar, de determinar el contenido generalmente atribuido a la identidad europea como identidad cultural en el contexto actual de globalización y multiculturalidad que definen nuestro presente, lo cual es una tarea compleja que precisaría una lectura en clave iusnaturalista y a la luz de la filosofía krausista. A este respecto, se ha dicho que Europa, empero su unidad, es una lira de muchas cuerdas (Jover 1999: 15). Hoy en día vivimos en comunidades políticas multiculturales que se inscriben en un contexto de globalización creciente marcado por fenómenos de inmigración masiva, lo cual implica una diferenciación interna cada vez mayor que dificulta el proceso de autocomprensión europea; de hecho, es una experiencia cotidiana la de comprobar cómo median disensos prácticos entre personas razonables, en lo que Waldron (1999: 172) ha denominado la Babel metaética. Ante la emergencia de esta realidad cada vez más polifónica, y casi nunca armónica, se precisan nuevas miradas que permitan que los añejos presupuestos normativos se ajusten a los nuevos desafíos del siglo XXI y a una Europa cada vez más porosa, multirracial y multirreligiosa. Pues bien, ante este pluralismo creciente, cabe preguntarse si son defendibles algunos principios o perspectivas morales en nuestro tiempo de un difundido pluralismo, en otras palabras, ¿es posible una solución armonicista o estamos abocados a la lucha de culturas? y, en definitiva, si ¿tienen los males que a la modernización se achacan solución al margen de los procedimientos y valores que esa misma modernización posibilita? Hay quienes dirán que

“desde una perspectiva que no puede abdicar de la herencia ética de la ilus­tración, es decir, de la herencia moral que acompaña a los procesos de modernización, los males que a éstos se atribuyen no pueden en­contrar solución regrediendo a un horizonte normativo anterior a esos valores, aunque ello no implique que su formulación y articulación institucional presente sea satisfactoria” (Thiebaut 1992: 56-57).

En todo caso, las respuestas a estas preguntas han de venir definidas por una cuestión crucial que puede verificarse cuando tratamos de indagar sobre cómo se ha reaccionado de hecho ante este pluralismo, y la solución es que, paradójicamente, el Derecho ha reaccionado de modo significativo adquiriendo más valor e incorporando una mayor carga axiológica. Esto es así porque el fenómeno de la globalización no ha sido sólo a nivel económico, sino que ha comportado también aspiraciones cada vez mayores en derecho y justicia internacionales: desde la modificación del derecho internacional de que hablan los krausistas hasta la consolidación iusnaturalista de los derechos humanos, desde las Naciones Unidas hasta la Unión Europea. Todo ello lleva aparejado otra historia: aquella que intenta dotar a la actividad humana de un nuevo marco filosófico y de reforzarlo mediante leyes, derechos y responsabilidades.

En este sentido, se ha señalado numerosas veces que el sistema jurídico en un Estado democrático debe ser el reflejo de cierto pluralismo, pero –añaden los krausistas– debe además dar respuestas a los conflictos derivados del propio pluralismo. En la medida en que necesita ser reflejo del pluralismo, la Constitución se ha ido cargando axiológicamente de conceptos morales. Lo que los krausistas dicen es que sólo mediante la rematerialización del Derecho en general es posible administrar los valores en conflicto implícitos en la Constitución. Si el sistema jurídico careciera de esta dimensión sustantiva, y fuera exclusivamente un conjunto de órdenes respaldadas por amenazas, no podríamos hacer uso de él para resolver los conflictos entre valores que la propia Constitución encierra. Gustav Radbruch, uno los adalides del renacimiento del Derecho natural después de la Segunda Guerra Mundial, y conocedor de las obras de krausistas españoles como Francisco Giner, lo expresa de la siguiente manera:

“el relativismo exige el Estado de derecho [...] El Estado de Derecho se caracteriza por normas que pueden ser vinculantes para todos, en el ius cogens, en el derecho internacional fundado sobre Derechos Humanos; y el Estado los acoge y los realiza en el ámbito de los Derechos Fundamentales recogidos en la Constitución” (Radbruch, citado en: Sandkühler 2011: 240).

Respecto a esta polémica entre el relativismo y el proyecto universalista, podríamos decir en una línea de pensamiento marcadamente krausista, que habría que distinguir con claridad entre el indispensable respeto que toda persona merece en cuanto sujeto que posee determinadas costumbres, creencias, opiniones y valores, y el contenido de ese acervo personal, que de ningún modo ha de ser necesariamente respetado en todo caso, pues para ello ese caudal ten­drá que someterse al contraste razonado con otros valores a fin de calibrar su grado de fundamento (Valdecantos 1999: 154). En ese contraste, los derechos humanos constituyen el umbral ante el que el multiculturalismo se ha de detener y, por lo tanto, han de jugar el papel estelar que el mayoritario consenso internacio­nal les viene atribuyendo (Laporta 2001: 67).

b) En segundo lugar, el lema de la Constitución Europea con su pretendida unidad en la diversidad para alcanzar “una sola voz” creíble e influyente en la escena internacional, que es uno de los temas clave formulado por el organicismo krausista. Consideramos que las propuestas krausistas pueden arrojar luz sobre el complejo asunto del sentido, fundamento y alcance de esta unidad cultural europea. Así, destaca el profesor Enrique Ureña en su estudio “El krausismo como fenómeno europeo”, cómo él considera que existe

“en la interpretación krausiana como el camino hacia una unidad política de Europa que respete, integre y enriquezca con el contacto mutuo las excelencias culturales específicas de los diversos pueblos. Pero El ideal de la humanidad es a la vez inseparable de la interpretación filosófico-histórica, que tam­bién hace Krause en esos mismos años, de la hermandad masónica. Es esta segunda interpretación la que empuja definitivamente el europeísmo hacia el universalismo que se encarna en la figura de la Alianza de la Humanidad, y la que impele a la unidad de Europa hacia la conservación y desa­rrollo armónico de las diversas identidades culturales, como por ejemplo las derivadas de las diversas lenguas” (Menéndez 1999: 15).

Así, frente a las tesis que postulan el antagonismo nacional de los pueblos europeos y la imposibilidad de poder hablar de la identidad específica de un pueblo europeo, el krausismo defiende una solidaridad cívica y una praxis humanizadora que puede extenderse más allá del estado-nación y servir a una forma de identidad postnacional que determine la futura identidad europea. Por lo tanto, a pesar de las profundas variedades culturales que dan origen incluso a identidades sectoriales dentro del propio espacio europeo, los krausistas no dudan de que los europeos compartan determinados rasgos de civilización. Esta es también la tesis de Jürger Habermas en su ensayo sobre la “Construcción de una identidad política europea” donde apuesta por “elegir los ladrillos de la identidad europea a partir de un contexto más amplio que englobe y reconcilie las historias nacionales antagonistas” (2004: 46). La argumentación que aporta es desde luego muy sugestiva y convincente, pues, según afirma, “no existe obstáculo alguno para que la solidaridad cívica se extienda más allá del estado-nación, al menos ninguno que se haya construido en la propia forma de solidaridad política entre extraños que prevalece actualmente también dentro de las fronteras nacionales” (Habermas 2004: 43). Por esta razón, cabe esperar que, del mismo modo que la construcción de las identidades nacionales –por medio de una nacionalización desde el Estado– fue lo que marcó la historia de Europa durante el siglo XIX y buena parte del XX, el desarrollo de la integración europea y sus logros sociales e instituciona­les son los que faciliten de manera progresiva la construcción de la identidad europea en el siglo XXI.

c) Otra cuestión no menos importante es la del riesgo de carecer de apoyo ciudadano, con el consiguiente déficit de legitimidad y de cohesión, si no se encuentra cierta identidad cultural en el proceso de integración de Europa. En la filosofía jurídica krausista del cosmopolitismo puede hallarse una fundamentación útil a tal propósito, en particular, para su fortalecimiento a nivel mundial y para las orientaciones en materia de política exterior de la UE en el proceso de integración.

Para la filosofía práctica krausista no es suficiente con el mero reconocimiento formal de derechos, sino que se debe compartir, asimismo, los valores, costumbres y creencias de la comunidad. De acuerdo con su filosofía jurídica, el reconocimiento de tales derechos constituye una condición necesaria para la integración europea, pero no suficiente. Sin que esta dimensión jurídica sea en absoluto desdeñable, los krausistas defienden la necesidad de compartir un vínculo de pertenencia en el plano sociológico, un vínculo cuyo carácter es más social que jurídico. De acuerdo con su propuesta sobre la identidad europea, ésta sería un conjunto de valores capaces de proporcionar un significado compartido a la mayoría de los ciudadanos europeos, haciendo posible que sientan que pertenecen a una cultura europea diferenciada y a un sistema institucional que les resulte legítimo y valioso.

En este sentido, interesa recordar las dos concepciones del liberalismo que expone Walzer y que vienen a representar dos perspectivas universalistas diferentes: por un lado, la del “Liberalismo 1” basado en los derechos individuales que exige la neutralidad política del Estado acerca de las concepciones diversas de la vida buena que sostienen los ciudadanos de una sociedad pluralista. Y, por otro lado, una segunda perspectiva liberal, que él denomina “Liberalismo 2”, que aún siendo universalista y tratando de respetar las condiciones fundamentales del liberalismo, no insiste en la neutralidad sino que permite que las instituciones públicas fomenten los valores culturales particulares y los fines colectivos que sean importantes para el mantenimiento de la propia identidad cultural y para la supervivencia de culturas minoritarias, por ejemplo, garantizando un amplio margen de libertad para determinar el contenido cultural de la educación y alentando, por ejemplo, a las comunidades locales a diseñar escuelas de acuerdo con su propia imagen cultural particular. Estos dos tipos de Liberalismo son analizados por Charles Taylor en su libro El Multiculturalismo y La Política del Reconocimiento (1993), en un renovado esfuerzo por tender puentes entre las corrientes a menudo enfrentadas de la Ilustración y el comunitarismo. Para ello, analiza los casos esencialistas y deconstruccionistas en la academia universitaria y acude al ejemplo de las leyes lingüísticas de Québec para sentar las bases de su sugerente teoría de la política del reconocimiento. La tesis principal de Taylor es que nuestra identidad se moldea a través del diálogo y del reconocimiento, pero también por la falta de éste, una falta que puede constituir una forma de opresión, de humillación y daño personal. Así lo han recogido autores como Axel Honneth, quien distingue entre diversos grados en que se puede perturbar la relación práctica de una persona consigo misma privándola del reconocimiento de unas determinadas pretensiones de identidad:

“De la delimitación interna de individualización y reconocimiento, de la que tanto Hegel como Mead han partido, resulta aquella especial vulnerabilidad del ser humano, a la que nos referimos mediante el concepto de ‘desprecio’: dado que la autoimagen normativa de cada hombre, su ‘Me’, como diría Mead, depende de la posibilidad del continuo reaseguro en el otro que acompaña a la experiencia de desprecio, existe peligro de una herida que puede llevar al desmoronamiento de la identidad de la persona completa” (Honneth 1992: 80).

Dada la adhesión de Honnet a la política del reconocimiento, es fácil deducir que Taylor va a dirigir sus más acerbas críticas al “Liberalismo 1” de corte procesal. Acusa a este liberalismo formal, de ser un particularismo disfrazado de universalidad, de atribuirse una inauténtica completa neutralidad y de ser fruto de una cultura occidental represiva y homogenizadora que es ciega a la diferencia cultural:

“la queja va más allá, pues expone que ese conjunto de principios ciegos a la diferencia –supuestamente neutral– de la política de la dignidad igualitaria es, en realidad, el reflejo de una cultura hegemónica. Así, según resulta, sólo las culturas minoritarias o suprimidas son constreñidas a asumir una forma que les es ajena. Por consiguiente; la sociedad supuestamente justa y ciega a las diferencias no sólo es inhumana (en la medida en que suprime las identidades) sino también, en una forma sutil e inconsciente, resulta sumamente discriminatoria [...] Esta última invectiva es la más cruel y perturbadora de todas. El liberalismo de la dignidad igualitaria parece suponer que hay unos principios universales que son ciegos a la diferencia [...] Y lo que preocupa al pensamiento es la posibilidad de que esta tendencia no sea sólo una flaqueza contingente de la que adolecen todas las teorías hasta hoy propuestas, de que la idea misma de semejante liberalismo sea una especie de contradicción pragmática, un particularismo que se disfraza de universalidad” (Taylor 1993: 36-37).

En efecto, el desarrollo de este concepto de identidad es el que hizo posible el surgimiento de la política de la diferencia que tanto Taylor como Honneth suscriben y cuya implementación, tiene su mejor acomodo y comprensión en el modelo de “Liberalismo 2”. Hemos realizado este breve excurso por los modelos de liberalismo y la crítica que Taylor dirige al “Liberalismo 1”, con el objetivo de profundizar en su concepto de los “fines colectivos” y la creación de lo que Taylor denomina los “derechos colectivos” o “derechos culturales” para la protección de tradiciones e identidades, por su similitud con una de las doctrinas principales de la filosofía krausista: su concepción de las personas sociales, a las que Giner dota de personalidad y las que, en cuanto tales, disponen de su propio “derecho colectivo” para reconocer jurídicamente sus fines propios:

“Se entiende por persona social –asienta Giner– la unión de individuos que realizan por su cooperación orgánica un fin común. Con estas condiciones es toda sociedad una verdadera persona, que tiene su propio derecho, sin que dimane del de los miembros que la forman, ni pueda ser tampoco destruida por la esfera superior social a que como miembro pertenezca [...] Son, pues, condiciones necesarias para la existencia de la persona social: 1º, la pluralidad de individuos; 2º, la comunidad del fin; y por tanto, 3º, la indispensable cooperación orgánica de sus miembros para realizarlo. Mediante estas condiciones, llegan a tener las personas sociales espíritu y conciencia comunes, presentando así todos los caracteres de la personalidad” (Giner 1916: 42).

De acuerdo con esta definición del derecho de las personas sociales que, de manera similar a la personalidad de las personas individuales, gozan de su propia personalidad y de su propia autonomía y autarquía para el libre desarrollo de sus fines, Francisco Giner distingue entre dos tipos de personas sociales: las “sociedades totales, que abarcan al hombre entero bajo todos sus respectos y modos (v.g., [familia, municipio, provincia], la nación) y sociedades especiales, que se consagran a la realización de uno de los fines de la vida [iglesia, universidad, sindicato,...] Ambas pueden a su vez ser sociedades de individuos, como lo es por ejemplo el matrimonio, y sociedades de sociedades, al modo que un municipio o una provincia” (1916: 43). En tal sentido, las tesis del organicismo sociológico de Krause y de los denominados krausistas referidas a la promoción del asociacionismo y al estatuto jurídico de las personas sociales son enormemente interesantes, en tanto en cuanto el derecho sería el encargado de garantizar las condiciones de posibilidad para que los individuos puedan agruparse entre sí, con el fin de desarrollar alguno de los aspectos de la condición humana que cada hombre debe realizar en comunidad.

A tal efecto, Giner defiende la imprescindible participación de otras instancias públicas y sociales que no sean las exclusivamente estatales. Para ello presenta las personas sociales totales y especiales que, como instancias propias de la estructura plural y orgánica de la sociedad, sirven de estructuras vertebradoras intermedias entre el fuero de la autonomía privada del sujeto (derecho inmanente) y la autonomía pública de las diferentes personas sociales que se daría en el foro de la democracia. De acuerdo con este modelo, al Estado oficial no le correspondería participar más que como una institución más de las que integra la sociedad (si bien puede y debe intervenir en cuestiones morales cuando éstas afecten a la subsistencia, defensa y protección del individuo y la sociedad). Este asociacionismo anuncia importantes cambios en la consideración de las políticas de inmigración y de integración europea que permiten crear estructuras asociativas desnacionalizadas y desterritorializadas para apoyar, por ejemplo, la integración de los inmigrantes en la EU, así como fomentar nuevos espacios de participación política generados por lo que hoy se denominan redes de solidaridad transnacionales. Algunos autores explican esta tendencia como un fenómeno por el que “Europa se convierte de este modo en un nuevo espacio de socialización política para los individuos o grupos activos en la implantación de estas redes”. Como declarase Kastoryano, un efecto positivo del establecimiento de tales redes es que “esta relación de reconocimiento de la solidaridad o de la eticidad (Sittlichkeit) conlleve un principio de diferencia igualitaria, que puede lograr su desenvolvimiento bajo la presión de los sujetos individualizados” (2004: 72-73).

Bajo el componente sociológico de la doctrina krausista, la sociedad tiene y conserva su propia y espontánea vida jurídica orgánica, que sería fruto de los hábitos sociales y del estado de la opinión pública, lo cual nos permite pensar que la distinta ubicación de esos ciudadanos en los distintos espacios públicos de las personas sociales y la posibilidad de una sucesiva apertura a las tendencias realizadores del sujeto, tiene también efectos positivos sobre su participación política y su integración (Honneth 1992: 86). De acuerdo con este planteamiento krausista, la ciudadanía presenta una faz más activa y de adhesión a un proyecto común. Este es el caso de Adolfo Posada, quien, en su reacción sociológica contra el formalismo jurídico del liberalismo abstracto, propuso una visión propia del sindicalismo –de la función social de la libertad de asociación y del autonomismo local (federalismo)–, cuyo germen y esencia tiene su fuente en la concepción krauso-gineriana de la Sociedad y el Estado en la que él se formó:

“El sindicalismo es, para nosotros, la confirmación “realista” de hecho, en el proceso histórico, bajo la acción diríamos del élan vital (Bergson) de la ideología organicista –idealista–, de la intuición sociológica ginerista, y, en general, de la gran tendencia orgánica en la ciencia de la naturaleza, desde Schelling, y en la ciencia política, desde Krause y su escuela: Ahrens, Roder, y en otros sentidos Bluntschli, Schaffle, y que en la sociología logra intensas manifestaciones de diverso alcance” (Posada 1923: 185).

Este asociacionismo krausista estaría atento no sólo al propio interés nacional y al equilibrio de poderes sino también al mantenimiento de una solidaridad europea basada en determinados valores compartidos. Se trata pues de una posición que pretende evitar el “laissez faire-laissez passer” individualista, y que se concibe como una política de concesiones al espíritu de solidaridad humana y a las crecientes exigencias de inter­dependencia social.

Durante los últimos años, el desarrollo más prometedor de la cooperación cultural en Europa se ha dado precisamente gracias al desarrollo extraordinario de la sociedad civil y de las organizaciones no gubernamentales a través de las asociaciones, fundaciones, redes culturales, etc. viéndose así confirmada y ratificada en la práctica la doctrina krausista de Adolfo Posada. En efecto, cuando Posada (1923: 213) retoma la distinción gineriana entre un Estado “oficial” y un Estado “no oficial” para hacer énfasis en la necesaria compenetración social y ética de ambos Estados, a fin de que las medidas sociales no queden varadas en un plano formal y jurídico, no hace sino recrear una de las prácticas contemporáneas de cooperación cultural más exitosas, como son las nuevas alianzas entre las grandes instituciones internacionales (UNESCO, UE, etc.) y los estados europeos con la sociedad civil, adaptando convenientemente sus programas a niveles adecuados de interacción (local, regional, nacional, interregional o europeo) –como señala Raymond Weber en “Los nuevos desafíos de la cooperación cultural europea” (2002-2003)–. De modo semejante se recoge también por la UNESCO esta idea, ofreciendo así un enfoque muy krausista del Ideal de la Humanidad para la vida, en que:

“Lo esencial es la unidad de la humanidad, tanto desde el punto de vista biológico como desde el punto de vista social. Reconocer este hecho y conducirse en consecuencia es el deber de todo hombre moderno [...] En realidad, toda la historia de la humanidad prueba que el instinto de cooperación es no solamente una tendencia natural en el hombre, sino que tiene raíces más profundas que cualquiera otra tendencia egocéntrica. Además, si fuera de otro modo, cómo sería posible que siglos y milenios fueran testigos de este desarrollo de las comunidades humanas en el sentido de una integración y de una organización siempre mayores?” (UNESCO 1969: 33).

A esta conclusión también se llega en la interesante investigación sobre “El reformismo social-liberal de Giner de los Ríos: organicismo y corporativismo social” de Monereo Pérez (2009), donde también se plantea la vigencia de la filosofía del derecho krausista por su papel en la búsqueda de formas de organización social que fomenten la participación e implicación del tejido asociativo. Gracias a esta cooperación cultural asociativa es posible dinamizar las relaciones entre sociedad civil y poderes públicos, mejorando la capacidad de escucha de estos últimos, lo cual es de gran utilidad para el modelo que se trata de implementar hoy en Europa:

“Una característica de los nuevos modelos de corporativismo en los países europeos es su creciente orientación hacia la institucionalización y estabili­dad (corporativismo estable), de manera que ese corporativismo relativa­mente estable acabaría superando fórmulas de corporativismo inestable y menos institucionalizado. Esta tendencia es operativa incluso en los sistemas políticos mediterráneos, tradicionalmente más abocados al conflicto abierto y de débil institucionalización” (Monereo 2009, 323-324).

La cooperación juega también un papel protagonista para la reunificación de Europa, la integración de los Estados adherentes y la cooperación con los países vecinos de la Unión. Tal y como explicaba hace unos años Javier Solana en su discurso “Una Europa segura para un mundo mejor” expuesto en el Consejo Europeo de Thessaloniki, es preciso plantear una Unión Europea con capacidad para tomar decisiones en la política exterior:

“Nuestra tarea es promover un cinturón de países bien gobernados al este de la Unión Europea y en las orillas del Mediterráneo, con los que podamos disfrutar de unas relaciones estrechas y de cooperación [...] Pocos son los problemas, si es que hay alguno, a los que podamos hacer frente en solitario. Las amenazas a las que hemos aludido son amenazas comunes, que compartimos con nuestros socios más cercanos. La cooperación internacional es un imperativo. Es preciso que persigamos nuestros objetivos por medio de la cooperación multilateral en las organizaciones internacionales y de asociaciones con otros agentes o regiones clave” (Solana 2003: 5, 6 y 11).

La exigencia de que ese vínculo llegue a anclarse realmente reposa sobre una visión democráti­ca de la ciudadanía que, frente a una concepción más formalista que la percibe como mero estatus legal, implica la necesidad de participación social, de una práctica ciudadana que, más allá del reconocimiento de aquel estatus, profundi­ce en el carácter de agente políticamente activo que corresponde al ciudadano, de sujeto al que, junto a los derechos y obligaciones, se le ofrezcan cauces efec­tivos de participación sociocultural y de sostenimiento y promoción de su pro­pia cultura. En este emblema se ha querido ver la función del intelectual moderno, por ejemplo, en las reflexiones de Habermas dedicado al tema “Intelectuales y Europa”:

“Cuando, con argumentos retóricamente afilados, los intelectuales ejercen su influjo en la formación de la opinión de la ciudadanía, necesitan un ámbito público con capacidad de resonancia, despierto e informado. Precisan un público de mentalidad más o menos liberal, y han de contar, ya por ello, con un Estado que funcione más o menos como un Estado de derecho, al apelar, en su lucha por las verdades oprimidas o los derechos escatimados, a valores universales. Pertenecen a un mundo donde la política no queda absorbida por la actividad estatal; su mundo es un mundo donde hay una cultura política de protesta, en donde las libertades comunicativas de los ciudadanos pueden desencadenarse y movilizarse” (Habermas 2009: 58).

La capacidad de los ciudadanos de conformarse autónomamente una sociedad global y el modelo educativo sobre el que se asienta, constituyen uno de los puntos nucleares de la filosofía jurídica krausista y son pues centrales para las posibilidades democráticas de la sociedad contemporánea. Aquí radica una de las interesantes propuestas krausistas, al hacer hincapié en la necesidad de fomentar la cooperación y la coordinación intergubernamental en materia cultural, educativa y formativa en Europa, recreando así la democracia a escala humana y trayendo el poder de vuelta a casa. Tal fue expresado por Adolfo Posada:

“Y he ahí por qué el problema de las democracias es un gran problema moral, de ‘fluido ético’, y por qué en ellas el cultivo de la ‘virtud’ debe ser la primordial preocupación del Estado y de sus elementos directores –y añade Posada más adelante–, de ahí la raíz ética del Derecho político y la importancia capital de la formación ética de los pueblos, o sea de la función educadora en los Estados” (Posada 1923: 200 y 213).

Por la misma vía de esta propuesta educativa, decíamos con Giner que la política deja de situarse en el exterior de los mecanismos legales y se imbuye en la vida de los individuos y de las sociedades, quedando por tanto invalidados los recursos coactivos exteriores del derecho. En su lugar, observamos en la obra de Francisco Giner un gran optimismo por la educación, por la deliberación racional y los métodos pedagógicos, que sí pueden calar en la intimidad de la conciencia para conseguir alcanzar un verdadero reconocimiento ético3. Se asienta así, de una manera más sólida y firme, la idea de civilidad y de multiculturalismo, basados no en una mera regulación del odio y de la indiferencia entre culturas, sino en una civilidad basada en la participación de determinados fines colectivos:

“La libertad de expresión funciona bien cuando todas las partes siguen las mismas reglas implícitas de civilidad que nos dicen qué tipo de agresiones son inadecuadas, aunque no estén legalmente prohibidas; la civilidad nos dice qué características de una “forma de vida” étnica o religiosa específica son aceptables y cuáles no lo son. Si todas las partes no comparten ni respetan la misma idea de civilidad, entonces, el multiculturalismo se convierte en unos sentimientos de mutua ignorancia y odio legalmente regulados” (Žižek 2008: 15-16)4.

A fin de plantear esta problemática en el marco de la doctrina jurídica del krausismo, nos permitimos retomar aquí la pregunta que Adolfo Posada dirigía a los Estados nacionales, y que podría plantearse paralelamente a la Unión Europea, y es la siguiente:

“¿Puede el Estado [entiéndase aquí, los Estados miembros de la Unión Europea] abstenerse de contribuir con su acción a la formación del ideal ético y cultural colectivo, indispensable para que se produzcan en la conciencia social las reacciones generadoras de la conducta jurídica del Estado mismo?” (Posada 1915: 145).

En esta pregunta encontramos formulada la transcendencia innegable que reviste para los krausistas la debida lealtad a una civilización, que va más allá del mero respeto por tal acervo cultural, para pasar a implicar también una cierta identificación con el mismo y con la civilización que le da cobijo. Véase una declaración de un liberal –un tanto anómalo por sus tesis iusnaturalistas–como Ronald Dworkin, quien se expresa en términos similares cuando afirma que:

“[la sociedad] no permanece unida por cohesión física, sino que su unidad la mantienen los lazos invisibles de la opinión común. Si tales lazos estuvieran demasiado relajados, los miembros se separarían sin orden ni concierto. Forma parte de dicha sujeción una moral común; el sometimiento a ésta es una de las cargas de la sociedad; y la humanidad, que necesita de la sociedad, debe pagar ese precio” (Dworkin 1980: 142-143).

Se trata, de igual manera, para la filosofía krausista, de establecer un vínculo que sobrepasa el ámbito jurídico para conectar con la realidad histórica, cultural y social identificada con los miembros de la Unión Europea. En torno a las posibles respuestas que se puedan avanzar a esta cuestión tan crucial, se plantea el núcleo duro de la discusión. Ciertamente, los krausistas no andaban desencaminados al plantear estos interrogantes, pues uno de los principales mecanismos que más ha contribuido en las últimas décadas a la construcción de la identidad europea, ha sido el de la educación –con ayuda, sobre todo, de los nuevos medios digitales, internet y a las políticas lingüísticas paneuropeas destinadas a la difusión intercultural de todas las lenguas en todos los países–. La creación de estas redes culturales y multilingües han resultado ser muy provechosas por su capacidad para transmitir normas y valores y fomentar el pluralismo y la diversidad, lo que ha favorecido, al mismo tiempo, la lucha contra la discriminación (Martínez 2005: 141-142). Todo ello no podría entenderse sin esa confianza del krausismo en la capacidad crítica y de deliberación de la sociedad, en su autonomía con respecto a los poderes fácticos, como vía preferente que hace posible el cambio y la mejora del derecho porque

“si una sociedad encuentra en sí mis­ma una fuente moral inagotable de crítica es porque los sujetos morales que viven y ejercen esos valores no se rigen por los valores morales socialmente dominantes, aunque empleen el lenguaje de su cultura moral para expresar cómo esos valores-otros trascienden el contexto. Y si así es, esa cultura moral que comporta la posibilidad de valores que la transciendan y la critiquen será una cultura en la que la validez de los principios no se reduce a su vigencia histórica, como es, de hecho, la cultura democrática occidental que está constituida por la tradición del cambio, la diversidad, la controversia y la reflexión” (Thiebaut 1992: 160-161).

Con relación a este tema, nos ha parecido pertinente hacer una pequeña incursión en un territorio, ya de por sí escarpado; nos referimos al debate relacionado con la polémica sobre el universalismo iusnaturalista krausista y otras propuestas liberales más pacatas y restringidas en su modo de comprender la convivencia social. En particular, nos referimos la crítica que Cohen dirige al segundo Rawls del Liberalismo Político. En efecto, Rawls, deseando hacer frente a sus críticos y preocupado ahora por la estabilidad en las sociedades democráticas pluralistas, renuncia a su liberalismo ético original con la intención de conseguir un consenso de tipo político que se limite sólo a la estructura coercitiva:

“El problema del liberalismo político con­siste en elaborar una concepción de la justicia política para un régimen constitucional democrático que pueda ser aceptada por la pluralidad de doctrinas razonables (pluralidad que será siempre un rasgo característico de un régimen democrático libre). No se trata, pues, de substituir esos puntos de vista comprehensivos, ni de pro­porcionarles un fundamento verdadero. Tal propósito sería ilusorio, pero eso no es lo que importa. Lo que importa es que esa no es la tarea del liberalismo político” (Rawls 2006: 14).

Este tipo de liberalismo político es algo que finalmente, en palabras de Cohen, acaba pareciéndose demasiado a un pobre y pragmático modus vivendi. A este respecto, Gerald Allan Cohen nos interpela, en unos términos en los que resuena el empeño krausista de oponerse y señalar las limitaciones de los modelos coactivos de organización social:

“¿Por qué nos preocupa de manera tan despropor­cionada la estructura básica coercitiva, cuando la principal razón para que nos preocupe, su impacto sobre las vidas de las personas, es también una ra­zón para preocuparnos por la estructura informal y los criterios de elección personal?” (Cohen 2001: 190).

A juicio de Cohen –y con él, de los filósofos y juristas krausistas–, los partidarios de un liberalismo político limitado a la estructura coercitiva del Estado en general, necesitarían tomar en consideración una cuestión fundamental que reproducimos a continuación por constituir una manifestación moderna que es reflejo del empeño krausista: que el liberalismo clásico debería admitir la aplicación de los principios de la justicia –no sólo a las reglas coercitivas– sino también a las prácticas sociales, teniendo en cuenta los valores morales, principios de justicia y derechos fundamentales. Su tesis es que estos principios de justicia son elementos normativos que pueden funcionar como criterios de validez de otras normas jurídicas y que, de hecho, determinan los criterios de elección personal, que si bien no están legalmente prescritos, sí que tienen efectos determinantes para una teoría de la justicia. Ello lo ilustra magistralmente Cohen en los ejemplos de la estructura patriarcal de la familia y las tendencias de la economía de mercado, cuyos esquemas se reproducirían irremediablemente en esta teoría de la justicia de manera acrítica, si no se sumaran a su estructura coercitiva algunas indicaciones normativas sustanciales.

En resumen, lo que nos viene a decir la doctrina krausista y su proyecto de una profunda y completa renovación de la cultura española y europea, es que, de alguna manera, como muy bien indica Cohen, lo personal es de hecho político: las elecciones personales para las que el decreto de la ley es indiferente son decisivas para la justicia social (2001: 192). Este es un aspecto importante en la filosofía jurídica de Francisco Giner, del que Rafael Altamira refería lo siguiente:

“Había así, en toda su mentalidad y en toda su conducta, un criterio orgánico que ligaba estrechamente el hacer individual con la finalidad social, y que agudizaba, ennobleciéndola, la responsabilidad de los propios actos que obliga a todos los hombres, que no todos sienten con igual fuerza y que algunos no han llegado a sentir nunca” (Altamira 1915: 23).

Hay, entonces, una circunstancia al margen de la estructura básica coercitiva del Derecho, que afecta profundamente a las posibilidades vitales de las personas, y que se da a través de elecciones que la gente hace en respuesta a expectativas establecidas, que, a su vez, se mantienen debido a esas elecciones. Por eso es importante reflexionar sobre estas expectativas establecidas, acerca de su finalidad, su valor, su significado y su importancia para las prácticas sociales, puesto que “las expectativas determinan el comportamiento, el comportamiento determina las expectativas, que a su vez determinan el comportamiento, etcétera” (Cohen 2001: 195) y, sin esas expectativas, podría añadirse, pues no se sabrá muy bien en qué vamos a basar una teoría de la justicia que merezca ese nombre y que haga posible una cierta identidad cultural que permita la integración, legitimación y cohesión de Europa. Cabe añadir incluso que si un concepto de Derecho basado en instituciones coercitivas no fuera capaz de mostrar la relación de éstas con la moral, con la justicia, con el bien común, sería ininteligible por falto de sentido. El Derecho nos resultaría incomprensible si no lo pudiéramos poner en relación con los fines o valores que está llamado a realizar, que serían básicamente la promoción del bien común y de la justicia que están reconocidos en ese ethos social o corpus místicum del que hablan los krausistas, tomando aquí este concepto de Francisco Suárez5. Véase una explicación desde un enfoque contemporáneo de esta visión de la sociedad unida por fines:

“el ethos de una so­ciedad es un grupo de sentimientos y actitudes en virtud del cual su prácti­ca normal y sus presiones informales son lo que son. Ahora bien, las presiones que sostienen la estructura informal carecen de fuerza salvo si existe una práctica normal de conformidad con las reglas que esas presiones tienden a hacer cumplir” (Cohen 2001: 197).

Por todo lo dicho, no nos parece que esté de más esta reivindicación los krausistas de un ethos social, de esos principios de justicia que desempeñan un papel importante en la elección de cada persona individual, y su propuesta en la línea de un proyecto común universalista e igualitarista, pero dotado siempre de contenidos de justicia. A estos y otros problemas sobre la identidad europea y las insuficiencias de la modernidad, son a los que la filosofía del derecho krausista proporciona respuestas valiosas, por ejemplo, al hacer hincapié en que quizá lo más propio de la identidad Europea ha sido, según los krausistas, el haberse despertado primeramente en ella la idea de civilización universal y haber aportado buena parte de los universales mismos: el de justicia, civilización, democracia, tolerancia, derechos humanos, que partían a su vez del ideal de la razón ilustrada. Sin embargo, la recuperación y profundización en estos universales, que a primera vista podrían constituir los elementos comunes de la identidad cultural europea, no sería ya posible circunscribirlo al ámbito europeo puesto que el éxito de Europa en proyectar esos universales a escala mundial ha sido tal, que ya no sirven para definir un propium europeo; en otras palabras, los logros más significativos de Europa ya no pueden defenderse como una propiedad específicamente europea. De ahí que la ambiciosa apuesta krausista por la universalización tenga sentido y vigencia en la medida en que superan las tesis elitistas de la cultura europea basadas en la exclusión del otro y la afirmación frente a la diferencia. Este es en realidad el legado de la ilustración y lo realmente característico de la cultura europea: su apertura crítica a otros modelos, a otras culturas. Es la razón crítica que exige despertar del sueño dogmático en que se sumergen los fundamentalismos y, al mismo tiempo, fomenta la capacidad de encuentro, de diálogo, de asociación, que dirán los krausistas, empezando con las culturas no hegemónicas que se encuentran en su interior o que están a las puertas de Europa. En ello radica pues el ideal krausista de Europa, un ideal basado en el asociacionismo del que se deducen interesantes líneas de acción para los retos que se plantean en el delicado contexto de la Europa de hoy y en las sociedades modernas a escala global.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
1 Esta investigación se realiza en el marco del proyecto de investigación: “Fundamentos y desarrollo de la idea krausista de Europa: universalismo, internacionalismo, educación y cultura” (Proyecto de investigación I+D+i: FFI2011-23682, 2012-2015) de la Universidad Pontificia Comillas, dirigido por Ricardo Pinilla Burgos y financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad. Asimismo, esta investigación se inscribe dentro de una Ayuda Juan de la Cierva - Formación Posdoctoral adscrita a la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y financiada por el Ministerio de Economía y Competitividad (FPDI-2013-17242).
2 (delia.manzanero@urjc.es). Ha sido visitante académico en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oxford, en la Universidad de Nueva York y en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá donde realizó investigaciones sobre filosofía del derecho, constitucionalismo y derecho internacional de los derechos humanos.
3 Véase al respecto el interesante artículo sobre “La micrópolis del yo. Representación, soberanía e individuo en los escritos de Francisco Giner de los Ríos” de Vázquez-Romero (2007: 199-234).
4 [Traducción propia del original:] “Freedom of speech functions when all parties follow the same unwritten rules of civility telling us what kind of attacks are improper, although they are not legally prohibited; civility tells us which features of a specific ethnic or religious ‘way of life’ are acceptable and which are not acceptable. If all sides do not share or respect the same civility, then multiculturalism turns into legally regulated mutual ignorance or hatred” (Žižek 2008: 15-16).
5 Vid. El enjundioso artículo de Adolfo Posada (1928) donde establece esa relación entre “El ‘Cuerpo místico’ del P. Suárez y el ‘Organismo social’ del Maestro Giner”.
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