Las ideas. Su política y su historia: Las transformaciones conflictivas de los sujetos de poder
De la politique / Sobre la política* [1725]
Es inútil atacar directamente a la política1 mostrando hasta qué punto repugne a la moral, a la razón, a la justicia. Discursos semejantes persuaden a todos sin afectar a nadie. La política subsistirá siempre en tanto existan pasiones más allá del yugo de las leyes. Me parece mejor dar un rodeo e intentar alejarse un tanto de las grandes rutas en razón de la escasa utilidad extraída de ellas. La desacreditaré aún más al poner de manifiesto cómo quienes mayor reputación han adquirido gracias a ella abusaron del espíritu del pueblo de una manera grosera.
En su mayor parte, los efectos acaecen por vías tan singulares, o dependen de causas tan imperceptibles y tan lejanas, que apenas si se les puede predecir.
Además, puede plantearse como regla general que toda revolución prevista jamás tendrá lugar, pues si un gran político no trata con personas tan hábiles como él, tampoco trata con bestias de carga que contemplan los infortunios que están por suceder sin intentar conjurarlos.
Semejante verdad será reconocida por todos, y si cada uno decidiera apelar a su propia memoria, constatará que la mayor parte de las cosas a que ha asistido en su vida, previstas por lo general, nunca acaecieron. Y si, por otro lado, alguien se decidiera a consultar la historia, no hallará por doquier sino grandes acontecimientos imprevistos.
Cuando Enrique VIII2 destruyó en sus Estados la religión que reconoce a un jefe visible, él creyó no haber hecho sino sacudirse un yugo que se había vuelto particularmente pesado para Inglaterra. Devenido él mismo jefe de la iglesia que había fundado y dispensador de los despojos de la antigua, nadie hubo que no pensara que su poder había aumentado. ¡Pues no! Apenas los espíritus antaño oprimidos se sintieron libres, cedieron al fanatismo y al entusiasmo. Pronto dejaron de reconocer cualquier otra autoridad y arremetieron contras las propias leyes; un residuo del viejo espíritu de gobierno se mantuvo un poco bajo los tres hijos de Enrique VIII3, pero Jacobo I4 no se topó más que con el fantasma de la realeza; Carlos I5 fue conducido al patíbulo. Callo el conjunto de infortunios que se sucedieron.
¿Quién habría dicho a los hugonotes, que había conducido con un ejército a Enrique IV6 hasta el trono, que su secta acabaría abatida por su hijo7 y aniquilada por su nieto8? Su ruina total estaba ligada a sucesos que no podían prever.
¿Quién habría dicho al gran Gustavo9 que estaba destinado a tan grandes empresas? Ese príncipe sin más equipaje que su valor, rey de una nación remota, pobre, y que saliendo de la esclavitud de los daneses carecía de la menor reputación en Europa, se ofrecía, cual aventurero, a todos los príncipes, y su alianza era rechazada con desprecio cada vez que se ofrecía. Nadie la tuvo en menor consideración que el cardenal Richelieu, hasta que el azar, el despropósito y la desesperación le llevaron a aceptarla. Gustavo desciende a Alemania con cuatro mil hombres y toda Europa cambia de semblante.
¿Qué política habría podido preservar a Heraclio10 y a los últimos reyes persas de los infortunios que debían sucederles? Tales príncipes, cuya grandeza les convertía en rivales, no pensaban sino en engañarse mutuamente y en adquirir uno sobre otros ciertas ventajas. Mahoma, que habitaba en una ciudad de la que aquéllos quizá ignoraban hasta el nombre, se decide a predicar, reúne a unas cuántas personas, su sistema marcha y en cuatro años sus sucesores11 destruyen todos los ejércitos de Heraclio, abaten el trono de los persas, irrumpen en todas las partes del mundo y devoran casi entera la tierra.
Confieso no entender a dónde conducen a los príncipes esas sutilezas tan decantadas; y por si hacen falta ejemplos, no sé qué partido han sacado a su ingenio los cuatro máximos políticos de estos últimos tiempos: Luis XI12, Sforza13, Sixto V14 y Felipe II15. Veo a Luis XI listo para abandonar su reino y refugiarse en Italia; lo veo prisionero del duque de Borgoña, constreñido a ir en persona a destruir a sus aliados, y perder después, a causa de un error por completo irreparable, la sucesión de la Borgoña. Veo al duque de Milán morir en una prisión16. A Sixto V perder Inglaterra17, a Felipe II los Países Bajos, ambos a causa de errores que personas más mediocres no habrían cometido. Veo, en fin, a este último marrar del mismo modo, pese a tantas coyunturas favorables, la destrucción de la monarquía francesa18.
Luis XIV, ¿no dejó tan exhausta a Europa como los grandes políticos de los que tanto se habla?
La prudencia humana se reduce a muy poca cosa; en la mayor parte de las ocasiones es inútil deliberar, porque sea cual sea la decisión adoptada, salvo en los casos en los que las grandes desventajas se presenten de inmediato a la mente, cualquiera es buena.
No nos olvidemos de lo que hemos visto durante la minoría de edad de un gran príncipe de Europa19; puede decirse que jamás hubo gobierno más singular, y que lo extraordinario reinó allí desde el primer al último día; que si alguien hubiese hecho lo contrario de lo que se hizo, que en el lugar de cada decisión adoptada hubiese tomado la decisión contraria, no por eso la regencia habría dejado de terminar tan felizmente como terminó; que si uno tras otro cincuenta príncipes hubiesen estado al frente del gobierno y se hubiesen conducido cada uno a su modo, habrían concluido igualmente dicha regencia tan felizmente; y que los espíritus, las cosas, las situaciones, los intereses respectivos se hallaban en una condición tal que ese habría sido el efecto resultante fuera cual fuese la causa o la autoridad que hubiesen actuado.
En todas las sociedades, que no son sino una unión espiritual, se forma un carácter común; semejante alma universal adopta una manera de pensar que es el efecto de una cadena de causas infinitas que se multiplican y se combinan de siglo en siglo. Apenas el tono está dado y es adoptado, sólo él gobierna, y todo cuanto el soberano, los magistrados, los pueblos pueden hacer o imaginar, tanto si parecen contrarrestar como seguir el tono, siempre hacen referencia al mismo y éste domina hasta la destrucción total.
El espíritu de obediencia se halla por lo general difuso entre nosotros; de ahí que los príncipes estén más dispensados de ser hábiles. Dicho espíritu gobierna por ellos, y hagan lo que hagan de malo, de indiferente, de bueno, les esperará siempre idéntica meta.
Bajo Carlos I20 dicho tono era tal que, cualquiera hubiese sido su comportamiento, el debilitamiento de su poder estaba garantizado. No había prudencia en grado de resistir tal entusiasmo y tal embriaguez universal. Si dicho rey no hubiese apesadumbrado a sus súbditos de un modo los habría apesadumbrado de otro; en el orden de las cosas, su destino era equivocarse.
Si un dado tono se pierde o se destruye, lo hace siempre a través de vías singulares, imposibles de prever. Dependen de causas tan remotas que otra cualquiera parecería deber ser tan capaz de actuar como aquéllas, o bien se trata de un pequeño efecto, escondido bajo una gran causa, que produce otros grandes efectos que golpean a todos, en tanto ella se guarda el pequeño efecto para hacerlo fermentar quizá tres siglos después.
Puede fácilmente concluirse de cuanto hemos dicho que un comportamiento simple y natural puede lograr el fin del gobierno tan bien como un comportamiento más sinuoso.
Difícilmente los grandes políticos conocen a los hombres; como sus miras sutiles y elaboradas creen que a los demás hombres les pasa lo mismo, pero ya querrían todos los hombres ser así de refinados; al contrario, actúan casi siempre por capricho o por pasión, o bien actúan por actuar y para que no se diga que no actúan.
Los grandes políticos tienen un vicio: su reputación les perjudica. Fatiga tratar con ellos por la sola razón de la excelencia de su arte; se hallan, pues, privados de todas las convenciones que una probidad recíproca puede comprometer a realizar.
En las negociaciones llevadas a cabo por Francia tras la minoría de edad de Luis XIV a fin de inducir a algunos príncipes a declararse contra el emperador21 en caso de que violara el Tratado de Westfalia, nuestros embajadores recibieron órdenes de tratar con preferencia con los duques de Brunswick, y de acordarles más ventajas que a otros a causa de la reputación que tenían de gran probidad.
Un malandrín tiene eso de bueno, que hace de continuo el elogio de la franqueza porque quiere que con él, un bribón, todos los demás sean honestos.
Por lo demás, los grandes políticos ven demasiadas cosas y a menudo valdría más no ver bastante que ver demasiado. En los tratados que estipulan, multiplican en exceso las cláusulas, torturan su imaginación intentando prever la totalidad de los casos que podrían suceder; creen que añadiendo artículo tras artículo prevendrán cuantas disputas y asperezas se produzcan, algo ridículo dado que multiplicando las convenciones se multiplican las ocasiones de disputa.
Suponeos previendo algo que podría suceder y luego no sucede; para tal idea, poned una cláusula en vuestro tratado. Una parte querrá abolirla, la otra no lo querrá, dado que desea beneficiarse de la ventaja que allí halla: una circunstancia símil fue la causa de la tirantez que reinó entre Francia y Suecia al comienzo del reinado de Luis XIV.
Se constata así que los políticos que tienen la manía de querer negociar siempre no son hábiles, aunque hayan estipulado un tratado tras otro: siendo recíprocas las condiciones, un tratado inútil es siempre oneroso.
Es muy fácil para quienes se han hecho una gran reputación en los asuntos públicos causar impresión ante el pueblo; al imaginar que su cabeza está llena de tratados, de deliberaciones y de proyectos, cobran realce todas sus acciones normales. Uno se dice: este hombre, con toda su cuádruple alianza en la cabeza, va y bromea y ríe conmigo: ¡maravilloso!
Con frecuencia he escuchado alabar la ocurrencia del cardenal de Richelieu22, quien deseando mandar dos millones a Alemania, hizo venir a un alemán a París; envió los dos millones a un hombre de su confianza con la orden de entregárselos sin recibo a un desconocido, con un vestido y un porte determinados. ¿Quién no ve ahí una afectación ridícula? ¿No habría sido más sencillo enviar sus buenas letras de cambio sin tener que tener que incomodar a ese alemán con una tan gran suma en grado de exponerlo a un riesgo permanente? O bien, si quería dar los dos millones a París, ¿no podía hacerlo él mismo?
Ese ministro que compraba comedias para pasar por buen poeta y que aspiraba a dar el pego en todo asunto de mérito se atormentaba sin cesar con tal de sorprender con un nuevo motivo de estima.
He aquí otra fanfarronada. Un hombre de su confianza se había quedado en su gabinete cuando él salió para acompañar a alguien. El cardenal pensó de pronto que podía haber leído documentos importantes que estaban sobre su mesa; escribió sobre la marcha una carta y se la dio para que la llevara al gobernador de la Bastilla; le decía que debía retenerlo durante un mes, tiempo en el que el secreto expiraría. Así sucedió, y pasado el mes el prisionero salió con una fuerte recompensa. Mera fanfarronada preparada y gestionada inútilmente, e incluso sin demasiado juicio; en primer lugar, no se recibe a muchas personas en un gabinete en el que hay documentos de esa importancia; las personas prudentes cifran las cartas de esta naturaleza que escriben; en segundo lugar, había mil maneras menos llamativas de reparar un error tan grosero. Mas se quería llamar la atención y ser tenido por un gran ministro al precio que fuera.
Leed las cartas del cardenal Mazarino sobre sus negociaciones con don Luis de Haro23 y veréis qué gran charlatán era. Se diría que don Luis careciese de sentido común y que el cardenal trató con un mono.
Se dice que el señor de Louvois, que quería llevar a cabo una expedición a Flandes24, envió un pliego al intendente bajo la prohibición de no abrirlo hasta que recibiera las órdenes. Se trataba de hacer avanzar a las tropas dispersándolas en todas direcciones, y el pliego contenía órdenes para todos los subordinados al intendente a fin de ejecutar el proyecto, de modo que el intendente no tuviera que firmarlas y los funcionarios no revelasen el secreto. Lo que no es sino una salida piadosa. Ese pliego, que anduvo durante quince días en manos extrañas, ¿no ponía en peligro su secreto? ¿Para qué servía, sino para excitar la curiosidad? Por otra parte, los secretarios del ministro, ¿no podían ser tan poco de fiar como los del intendente? Las dos horas necesarias para escribir las órdenes, ¿podían bastar para que tales secretarios revelasen el secreto de una expedición? A menudo hay más cortedad de espíritu en afectar precauciones inútiles que el no tomar las suficientes.
He oído a ciertas personas ensalzar a un ministro25 que se jactaba de dictar todo enrevesadamente a tres secretarios antes que bien a uno solo. El mismo ministro estaba tan ocupado que concedía audiencias entre la una y las tres de la madrugada. Esas cosas no me afectan. Se sabe que el gran visir conduce él solo el gobierno político, civil y militar de un imperio de mil doscientas leguas de extensión, y que aún le sobra tiempo.
He visto a personas pasar por grandes hombres por haber sabido decir a un joven de la Corte el lugar donde había cenado la noche anterior26, cuando no hay nadie que no lo hubiera sabido, como ellos, si con ello se hubiera hecho valer. No se requería al respecto más que un lacayo borracho.
En nuestros días se ha visto a otro ministro27 que nunca tenía un solo papel sobre su escritorio, y que nunca leía ninguno. De haber tenido éxito en sus principales proyectos se le habría considerado como una inteligencia que gobernaba un Estado a la manera de los espíritus.
En cuanto al mérito que los ministros creer tener en la custodia de los secretos en asuntos de Estado, ¿cómo podrían violarlo? No pueden hablar sin dar muestras de su insigne estupidez. ¿Quién sería el necio que les interrogara? ¿Cómo podrían ser tan necios como para responder? La vanidad les confiere un aire de misterio que preserva su secreto.
Tucídides decía que los espíritus mediocres eran los más aptos para el gobierno28. Es menester empezar por ahí.
Es la invención del correo lo que ha producido la política29.
[Suprimimos la segunda parte, dedicada a los príncipes, a causa de su brevedad y el mal estado en que se halla]
Lysimaque / Lisímaco* [1754]
Charles-Louis de Secondat (Montesquieu)
Traducido por: Antonio Hermosa Andújar
Universidad de Sevilla (España)
Cuando hubo destruido el imperio de los persas, Alejandro30 quiso que se le creyese hijo de Júpiter31. Los macedonios se indignaron al ver a dicho príncipe avergonzarse de tener a Filipo por padre32. Su descontento aumentó cuando le vieron adoptar las costumbres, los hábitos y los modales de los persas, y todos se reprocharon haber hecho tanto por un hombre que empezaba a despreciarles; mas en el ejército se murmuraba, y no se hablaba.
Un filósofo llamado Calístenes33 había seguido al rey en su expedición; un día lo saludó a la manera de los griegos; “¿a qué se debe –dijo Alejandro– que tú no me adores?”. “Señor –le dijo Calístenes–, sois el amo de dos naciones: una, esclava antes de que vos la sometieseis, no lo es menos tras vuestra victoria; la otra, libre antes de que os sirviera a obtener tantas victorias, lo sigue siendo después de que las hayáis obtenido. Yo soy griego, señor, y ese nombre lo habéis elevado tan alto que sin haceros injusticia no os está permitido mancharlo”.
Los vicios de Alejandro, como sus virtudes, llegaban al extremo34. Su ira era terrible, y lo volvía cruel: mandó cortar los pies, la nariz y las orejas de Calístenes, ordenó que se le metiera en una jaula de hierro y lo hizo portar de esa guisa detrás del ejército.
Yo amaba a Calístenes, y desde siempre, cuando mis ocupaciones me dejaban alguna hora de tranquilidad, la pasé escuchándolo; y si siento amor hacia la virtud se debe a las impresiones que sus discursos produjeron en mi corazón. Fui a verle: “os saludo –le dije–, ilustre desdichado, a quien veo en una jaula de hierro, encerrado como una bestia feroz por haber sido el único hombre del ejército”.
“Lisímaco35 –me dice–, cuando me hallo en una situación que requiere fuerza y valor de algún modo me siento a mis anchas; desde luego, si los dioses me hubiesen puesto en la tierra sólo para llevar una vida indolente y voluptuosa, creería que me habrían dado en vano un alma grande e inmortal: gozar de los placeres de los sentidos es algo que a todos los hombres resulta particularmente cómodo; y si los dioses sólo nos hicieron para eso, su obra les salió más perfecta de lo que quisieron, e hicieron más de lo concebido”. “No es que sea insensible –añadió–; vos me hacéis precisamente ver que no lo soy: cuando vinisteis a verme, lo primero que sentí fue cierto placer por veros llevar a cabo un acto de coraje; pero, en nombre de los dioses, que sea ésta la última vez; deja que yo soporte mis desgracias, y no seáis tan cruel de añadir también a ellas las vuestras”.
“Calístenes –le dije–, vendré a veros a diario, pues si el rey os ve abandonado de las personas virtuosas dejaría de sentir remordimiento y empezaría a creeros culpable. ¡Ah! Espero que no goce del placer de ver que el temor a sus castigos me hace abandonar a un amigo”.
Un día Calístenes me dijo: “los dioses inmortales me consolaron, y desde ese instante siento en mí algo de divino que me ha arrebatado el dolor de mi pesar; vi en sueños al gran Júpiter, y vos a su lado, con un cetro en la mano y una diadema en la frente; os mostró a mí y me dijo: ‘él te hará feliz’. La emoción que sentí me hizo despertar; estaba con los brazos tendidos al cielo y esforzándome por decir: ‘Gran Júpiter, si Lisímaco debe reinar, haz que reine con justicia’. Lisímaco, vos reinareis: creed a un hombre que debe ser caro a los dioses, puesto que sufre por la virtud”.
Mientras tanto, Alejandro, habiendo sabido de mi preocupación por la desventura de Calístenes, que iba a verlo y me atrevía a compadecerlo, tuvo un nuevo arrebato de furor: “ve –me dijo– a luchar contra los leones, desdichado que te complaces tanto en vivir con las bestias feroces”. Se retrasó mi suplicio, a fin de que un mayor número de personas gozara del espectáculo.
El día anterior escribí estas palabras a Calístenes: “voy a morir; cuantas ideas me habíais insuflado acerca de mi futura grandeza se han volatilizado de mi mente. Habría deseado aligerar las desdichas de un hombre como vos…”. Préxaco36, a quien me había confiado, me trajo esta respuesta: “Lisímaco, si los dioses han decidido que reinéis, Alejandro no puede quitaros la vida, pues los hombres no resisten la voluntad de los dioses”.
Esa carta me animó, y reflexionando que los hombres, los más felices como los más infelices, se hallan por igual bajo la mano divina, decidí conducirme no en base a mis esperanzas, sino a mi valor, y defender hasta el final una vida sobre la que se habían cifrado tantas promesas.
Se me condujo a la arena; un gentío inmenso había acudido para ser testigo de mi valor o de mi espanto. Fue soltado un león feroz. Yo tenía enrollado mi manto en torno al brazo; le ofrecí dicho brazo; quiso devorarlo; le cogí la lengua, se la arranqué y la arrojé a mis pies.
Alejandro apreciaba naturalmente las acciones valerosas; admiró mi determinación y fue ese el momento en el que su gran alma estuvo de vuelta. Me hizo llamar, y tendiéndome la mano, me dijo: “Lisímaco, te rindo mi amistad: ríndeme la tuya; mi cólera no ha servido sino para que llevaras a cabo una acción que falta en la vida de Alejandro”. Recibí las gracias del rey, adoré los decretos de los dioses y esperé sus promesas sin buscarlas ni rehuirlas.
Alejandro murió y todas las naciones quedaron sin jefe. Los hijos del rey estaban en edad infantil37 y su hermano Arrideo38 sufría retraso mental. Olimpia39 sólo poseía la audacia de las almas débiles, y todo lo que era crueldad lo creía coraje. Roxana40, Eurídice41, Estatira42 se sentían agobiadas por el dolor. Todos en el palacio sabían gemir, ninguno reinar. Los capitanes de Alejandro alzaron, pues, los ojos hacia su trono, pero la ambición de cada una contuvo la de los demás. Nos dividimos el Imperio, y cada uno de nosotros creyó haber compartido el precio de sus fatigas. La suerte me hizo rey de Asia, y hoy, cuando lo puedo todo, necesito más que nunca las lecciones de Calístenes43. Su alegría me anuncia que he llevado a cabo alguna buena acción y sus suspiros me dicen que me queda algún mal que reparar. Lo encuentro entre los dioses y yo, y lo vuelvo a encontrar entre mi pueblo y yo. Soy el rey de un pueblo que me ama; los padres de familia me desean una vida tan larga como la de sus hijos; los hijos temer perderme, como temerían perder a su padre; mis súbditos son felices, y también lo soy yo.
Referencias
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Notas
Como oportunamente recuerda Sheila Mason en la edición de este texto (publicado en el t. VIII delle Œuvres complètes de Montesquieu [esto es, el vol. 1 de Œuvres et écrits divers], con presentación y notas de la misma estudiosa, Oxford-Napoli, Voltaire Foundation - Istituto Italiano per gli Studi Filosofici, 2003, pp. 511-522 (en las pp. 505-510 puede encontrarse la “Introduction” al texto montesquieuiano de la propia Sheila Mason]), el término política se entiende aquí en el sentido habitual que tenía en la época en la que Montesquieu escribe. “Política significa también la manera sagaz de conducirse y llegar uno a sus fines” (Dictionnaire de l’Académie Françoise, ed. 1694) […] A ello se debe que hasta el ocaso del Ancien Régime la “política” designe, en su uso más común, la política internacional, esto es, el campo por excelencia del secreto en las “cortes”, de la fuerza, de la mala fe y de los acontecimientos inesperados urdidos a la sombra. Cabe aquí hacer una referencia al propio Montesquieu, para quien en los climas fríos habría “menos sospechas (soupçons), menos argucias (politique), menos astucias (ruses)” (EL, XIV, 2).
Alejandro Magno (356-323 a.n.e.).