Resumen: Una revisión filosófico-histórica a las diversas caras de la Modernidad refleja la primera experiencia del Yo europeo con el extranjero bajo esquemas de dominación y violencia. La ontología europea no surge de la nada: el ‘yo conquisto’ antecede histórica y fundacionalmente al ‘yo pienso’ cartesiano. Ir más allá la Razón excluyente, alimentada con los mitos que todavía mantienen a Europa, exige el abandono del discurso eurocéntrico y de su racionalidad, cuyo logos univocista se mantiene en pie a pesar de las múltiples sospechas que levanta. Desde los mimbres transformadores de Lèvinas y Vattimo, dos de los filósofos con más conciencia de las otredades, este ensayo no trata de negar la Razón, sino que invita a ir más allá de ésta, allí donde no necesariamente se encuentran la sin-razón ni la irracionalidad. Para que la esperanza de las víctimas no quede definitivamente frustrada.
Palabras clave:ModernidadModernidad,RazónRazón,racionalidadracionalidad,EuropaEuropa,OtroOtro.
Abstract: A philosophical-historical review of the various faces of Modernity reflects the first experience of the European ego with foreigners under patterns of domination and violence. European ontology does not come from nothing: the ‘I conquer’ precedes historically and foundationally the Cartesian ‘I think’. Going beyond the exclusive reason, nourished by myths that still maintain Europe, demands the abandonment of the Eurocentric discourse and its rationality, whose univocal logos remains standing despite the multiple suspicions it raises. From the transforming wickers of Lèvinas and Vattimo, two of the philosophers with more awareness of otherness, this essay does not try to deny Reason, but invites to go beyond it, where not necessarily wait non- reason neither irrationality. So that the hope of the victims is not definitively frustrated.
Keywords: Modernity, Reason, rationality, Europe, Other.
LAS IDEAS. SU POLÍTICA Y SU HISTORIA
La(s) Modernidad(es) y su Razón excluyente
Modernity(ies) and its Excluding Reason
Recepción: 02 Julio 2018
Aprobación: 29 Junio 2019
La Modernidad temprana o primera Modernidad (1492-1875) trae consigo el arranque del imperio moderno y su colonialismo. Abya Ayala originariamente y las ÁfricaS después serán las primeras exterioridades vejadas por la autoafirmación de lo Mismo. España y Portugal protagonizan esta etapa inicial, aunque el Gran Relato los deja de lado, y con ellos, al siglo XVI hispanoamericano[2], incluido como el fin de la Edad Media. Reconocidos geográficamente los territorios, se pasa al control de los cuerpos; lo hacía un Hombre[3] concreto: el guerrero europeo, primer hombre moderno activo. Esa primera experiencia del Yo europeo con el extranjero se produjo bajo esquemas de superioridad cuasi-divina sobre las periferias, los bárbaros. La expression ‘encuentro entre dos mundos’ es un eufemismo, pues lo que se produjo fue la destrucción violenta de una de las partes, en un choque antropológico devastador para el ecosistema indígena[4]. “Cuando Cristóbal Colón llegó a América, vivían allí unos setenta millones de personas. Cien años después, el noventa por ciento de la población original había sido exterminada a causa de la enfermedad, el hambre y los abusos laborales”[5].
Los períodos posteriores son el fruto de un siglo y medio de Modernidad, efecto y no causa de estos precedentes pasos modernos. La hegemonía hispánica perdura hasta que las provincias holandesas constituyen su propio imperio naviero: ya no es posible el imperio territorial, deseo que es sustituido por un modelo puramente comercial y mercantil. Es en Ámsterdam donde se forma intelectualmente Descartes, dato nada baladí pues su ego cogito es consecuencia del ego conquiro. La ontología europea no surge de la nada: el ‘yo conquisto’ antecede histórica y fundacionalmente al ‘yo pienso’ cartesiano. Armazón teórico del ‘yo conquisto’ América, del ‘yo esclavizo’ a las ÁfricaS, del ‘yo venzo’ en las guerras de la India y China, el ego cogito no se despoja de estos pilares cuando se convierte en divino (Hegel[6]), en La voluntad de poder (Nietzsche[7]), o en el más discreto ego cogito cogitatum (Husserl[8]). Es la colonización, el cuarto momento de esta primera etapa tras la invención, el descubrimiento, y la conquista. Colonización militar y violenta pero también política, económica, de género[9], cultural, social y religiosa.
La debilidad geográfica y poblacional de Holanda acerca el ocaso de la Modernidad temprana. Gran Bretaña, junto con Francia y otras potencias nórdicas, alberga la Revolución Industrial y toma el relevo. Es la confirmación del colonialismo y el auge del esclavismo; es el siglo del empirismo inglés de Hobbes (propulsor de un modelo solipsista[10]) y de Locke (fundamento del nuevo poder[11]). Pero todavía por aquellos años China y el Indostán conservaban una posición de superioridad: “El conjunto del orden económico mundial era sinocéntrico”[12], si bien los europeos lograron acceder a este comercio multilateral aupados por la extracción colonial, tanto material como humana[13]. Solo la influencia de las periferias (lo Otro que Europa) en lo Mismo (Europa), y no así ninguna cualidad excepcional, permitió a Europa acceder a la economía mundial. Aun así, lo hizo como jugadora de segunda fila[14].
Nuevamente, ¿por qué entonces acabó triunfando Europa? El declive de Oriente precedió al auge de Occidente como dos fenómenos codependientes que se cruzaron en un horizonte global, en torno a 1815. Entrada la Modernidad madura o segunda Modernidad (1815-1945), un conjunto de causalidades no estructurales[15], fruto de su inserción en la economía mundial, impidieron que China dedicara el campesinado necesario para la producción de mercancías que requería una revolución industrial. Las condiciones sí las reunía Inglaterra, que aprovechó para reducir los costes de producción a través de la mecanización de mano de obra. La Revolución Industrial lanza a Europa a un progreso inesperado, lo que disipa lentamente la competencia asiática.
La burguesía generada al calor de las diferencias triunfantes es la que da el espaldarazo definitivo a la Ilustración. Son dos siglos (XVIII y XIX) de hegemonía científica, tecnológica y política, donde Kant y el idealismo germano se erigen en uno de los focos del devenir europeo, que moldea a su antojo a las periferias[16]. Europa afianza su liderazgo militar, lo que le permite mantener un dominio sobre el mundo (latino)americano al igual que sobre el colonial asiático; en otras latitudes, las ÁfricaS son descuartizadas y repartidas como trofeo (Congreso de Berlín, 1884-1885) además de explotadas.
Cronológicamente hablando, el momento posterior es el que discurre entre los dos grandes conflictos bélicos, con la deshumanización radical del hombre, convertido en máquina de guerra. También coincide en el tiempo la emancipación de las colonias asiáticas y africanas, en un ejercicio de liberación limitada y parcial en el que se mantienen las fuertes marcas de la etapa colonial, señales todavía hoy de difícil superación, sobre todo teniendo en cuenta la dependencia económica y política que subyace bajo la relación Norte-Sur(es)[17].
La Modernidad tardía o tercera Modernidad (1945-2001) reafirma finalmente la representación que Europa hace de los Otros, ahora con la inclusión en el tablero geopolítico del imperio estadounidense. El desplome de la Unión Soviética da el pistoletazo de salida a una nueva etapa de expansión, la globalización neoliberal (a partir de 1989) y el capitalismo transnacional sin límites[18], con los mismos perdedores, las periferias y la Naturaleza.
No se vislumbra otro porvenir del mundo que el regido por la exigencia de su europeización. Para los más optimistas, (…) traduce sencillamente la adopción del modelo superior, funciona como una ley necesaria que se impone por las circunstancias. (…) Para otros, los pueblos no europeos son los dueños de una decisión alternativa: o aceptan la europeización interiorizando sus exigencias o bien, si la rechazan, se encerrarán en un callejón sin salida que conduce fatalmente a su decadencia[19].
Esta dicotomía se sostiene sobre la Razón excluyente de la(s) Modernidad(es), alimentada con los mitos que todavía mantienen a Europa. “El ideal europeo de humanidad se ha manifestado como un ideal más entre otros muchos, no necesariamente peor, pero que no puede pretender, sin violencia, el derecho de ser la esencia verdadera del hombre, de todo hombre”[20]. Ir más allá supone el abandono del discurso eurocéntrico y de su racionalidad. Ya para la filosofía griega la razón era la facultad cognoscitiva para distinguir entre lo verdadero y lo falso, fronteras, las de verdad y falsedad, que separaban aquello que realmente era de lo que parecía ser. Esto último “no es simplemente la nada; es una potencialidad y una amenaza al ser: la destrucción. (…) Es el proyecto esencialmente humano”[21]. Esta concepción clásica contiene la esencia de lo que será la futura Razón moderna: lo que distingue al Hombre frente al esclavo, al bárbaro o a la mujer. Desde sus orígenes, la racionalidad se mueve entre la esencia del ser y la potencia del no-ser. “¿Quién es (…) el sujeto que incluye en sí la condición ontológica de lo verdadero y lo falso? (…) El que domina la pura contemplación (la teoría) y (…) la práctica guiada por la teoría, esto es, el filósofo-hombre estadista. (…) La filosofía (…) deja a la historia detrás (…) y eleva la verdad sin peligro por encima de la realidad histórica”[22]. Esta pureza abstracta hace de la Razón un proceso inmune al mundo de vida, convirtiendo al sujeto privilegiado “en la forma pura y universal de la subjetividad”[23].
El europeo moderno se topa con la cuestión de la racionalidad a finales del siglo XV y principios del XVI. Por vez primera Europa tenía enfrente a seres extraños y, al mismo tiempo, semejantes. ¿Humanos y racionales? “Especialmente centro, el ego cogito (…) se pregunta (…): ‘¿Son hombres los indios?’, es decir, ‘¿son europeos y por ello animales racionales?’”[24]. Intentándose librar de tantos prejuicios, los de la tradición y los de la autoridad (civil y religiosa), pero también prescindiendo de las exterioridades, la Razón ilustrada se creyó crítica y universal. Sustentó la ausencia de limitantes en su proceso de abstracción, constituyendo así una de sus mayores miopías, pues la historicidad y las Otras son condición sine qua non de la finita razón humana. La justificación racional de la Totalidad se hizo dogmática y la razón se vio “rebajada al rango de ‘racionalidad’. (…) El pecado de los ilustrados consistió (…) en no reconocer verdaderamente los límites de la razón y en no recurrir, cuando es razonable, a la ayuda de otro”[25].
Esta racionalidad condujo a la emancipación de la humanidad (del Ser), pero también a la barbarie (con el no-ser). Todo lo real es racional y todo lo racional es real, sobre todo a partir de Hegel[26]. “El saber mismo, que hasta ese momento había sido una fuerza de humanización transformadora del hombre, pasa a institucionalizarse en la ciencia con independencia del hombre”[27]. Es un tipo de Razón trascendente al ser humano y que por eso deja de ser una fuerza del mismo para constituirse en una estructura independiente que acaba sometiendo al propio hombre, en lugar de estar a su servicio.
Esta Razón prevalece en el mundo moderno, a través de la ideología científica que desde el Renacimiento forma la base de los ámbitos dominadores del pensamiento. Se trata de una ideología que “va a crear un orden propio de objetividad (el mercado y sus leyes en el ámbito social), que lleva a la aniquilación del individuo. (…) La realidad es una realidad de objetos y el hombre mismo llega a ser un objeto más dentro del conjunto”[28]. La racionalidad no es ya la humana sino la sistémica. ‘El sueño de la razón produce monstruos’, reza el célebre motto de la lámina 43 de Los Caprichos del pintor Francisco de Goya. Y es cierto, “la razón sola, dormida, sin las demás virtudes, lo hace”[29]. Esta racionalidad es efecto y no causa de la Modernidad. Su exclusividad desemboca en la actualidad como Razón autoritaria, instrumental y patriarcal.
La Razón autoritaria (también llamada ‘del cínico’ o ‘tautológica’) es la de quien no necesita entrar a valorar otros posibles razonamientos ni mucho menos permite valorar los suyos por Otros; sencillamente, ostenta el poder y la razón es su razón. Al no partir de una pretensión de verdad sino de la tenencia de dicha verdad, su discurso es monológico. Ni siquiera participa del planteamiento de la razón discursiva, pues no atiende razonamientos ajenos. El silogismo autorreferente funciona desde una subjetividad radical y arbitraria de carácter etnocéntrico, sin ningún tipo de aperturas intersubjetivas. Se trata de una exclusión íntegra de toda disidencia o distinción, en un discurso abrazado numerosas ocasiones por la Filosofía: el ejemplo moderno más ilustrativo es la defensa que levanta Locke del esclavismo y del colonialism[30]. Este modus operandi de la Razón excluyente continúa vigente y se corresponde con la actual justificación de la ‘guerra justa’, nosotros contra ellos (quienquiera que sea el ellos), cuyo único juez es el que propone la acción o, a lo sumo, la divinidad. El argumento tautológico representa “la total irracionalidad. La Totalidad totalizada emite un juicio desde su propio fundamento”[31].
El sesgo instrumental de la Razón tecnológica es la segunda fetichización[32] de la racionalidad. La Modernidad mata a Dios[33] y le sustituye por el Hombre: los fundamentos morales y éticos ceden el testigo a la Razón instrumental. A través de esta experiencia del Ser, la Modernidad supuso un punto de inflexión en la ontología de la Totalidad: el hombre moderno niega al Absoluto, al Otro per se, el Dios del medievo; el ego se queda sin deidad, solo, ego solipsista erigido en Totalidad. No se trata ya de una totalidad física (la physis clásica) sino egótica, un sujeto que se constituye en el Ser del mundo. “El ego cogito es el comienzo del Ich denke de Kant y del Ich arbeite de Marx”[34]. Hegel refleja la plenitud de la totalización moderna: el Ser es el Saber y la Totalidad es el Absoluto [35], un Absoluto que no es physis sino Sujeto, el Sujeto propio de la racionalidad moderna.
La resurrección de la deidad hecha Hombre fue sin embargo ambivalente: “De las dos caras de la moneda del progreso, el moral y el técnico, resultó triunfadora la segunda, y fue la razón técnica (…) quien sustituyó a Dios en la tarea legitimadora”[36]. La subjetividad corporal queda materializada y el cuerpo humano es convertido en mera máquina. Los momentos son negados uno tras otro: la política (burocratización), las intrahistorias (ascetismo calvinista o puritano), la subjetividad (descorporalizada a través de la alienación –marxismo- o las pulsiones –psicoanálisis), la ética (entendida como ingeniería técnica), la comunidad (negada por el solipsism[37]); incluso la vida humana, cualidad por excelencia [38], es medida al peso, cosificada e introducida en el mercado. El triunfo de la Razón instrumental “hace realidad el sueño metafísico de la organización universal de todos los seres dentro de la estructura cada vez más previsible de causas y efectos”[39]. El precio que se paga por un universo cuantificable y previsible es el de una Razón enrocada en sí misma que excluye lo Otro no-medible como irracional, indeseable o inexistente.
En tercer lugar, la racionalidad que levanta la Modernidad no puede identificarse sin matices con el varón como su sujeto por excelencia, pues se trata de determinados varones vinculados a intereses o grupos sociales y valores concretos, pero sí puede afirmarse que su discurso es patriarcal,
elaborado desde la perspectiva privilegiada a la vez que distorsionada del varón, y que toma al varón como su destinatario en la medida en que es identificado como el género en su capacidad de elevarse a la autoconsciencia. (…) [Los] varones son los portadores del logos. (…) La ausencia de la mujer en este discurso (…) ni siquiera puede ser detectada como ausencia porque ni siquiera su lugar vacío se encuentra en alguna parte; la ausencia de la ausencia (…) es el logos femenino o la mujer como logos[40].
Este rasgo patriarcal en la historia de la Filosofía viene de lejos, como queda evidenciado en la teoría hilemórfica que hereda la escolástica de Aristóteles[41], y en la que a la mujer le correspondía la materia, principio esencial de pasividad y alogicidad, frente a la forma del varón, manifestación de actividad e inteligibilidad. No es de extrañar que, entrada la Modernidad, a ella se le asocie con la naturaleza, pero no en su cualidad de dadora de la vida sino como aquel otro que también puede y debe ser medido, controlado y apropiado; frente a la inferior concepción de la mujer-naturaleza aparece la de varón-cultura, la cualidad que posibilita el despegue de lo inmediato y la posterior adquisición de la (auto)conciencia, sin la cual no se es, como pone de manifiesto el cogito ergo sum. La contradicción es extrema para una época moderna que se jacta del descubrimiento de una Razón universal para todos los seres humanos[42].
No tardan en surgir críticas a la sin-razón de la racionalidad moderna. Desde el interior de la propia Modernidad, el cuestionamiento de la Razón excluyente surge de voces diversas. Quienes elevan la voz son primero los filósofos de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud. Considerando que la burguesía liberal no tiene suficiente fuerza histórica, Karl Marx[43] muestra sin vacilaciones que el interlocutor de la Filosofía debería ser la racionalidad proveniente de la humanidad sufriente. Por su parte, la crítica nietzscheana[44] a los ideales modernos es total, situando en su punto de mira a filósofos como Leibniz, Kant, Fichte, Schelling, Schopenhauer, Schleiermacher y Hegel; los grandes relatos legitimadores se baten en retirada: dialéctica del espíritu, hermenéutica del sentido, emancipación de la clase obrera, desarrollo económico, épica del progreso, etcétera; el aroma de vacío nihilista lo cubre todo. Y Sigmund Freud[45] diagnostica al sujeto moderno una dolencia narcisista, provocada por su afán de alcanzar la productividad y el progreso; para lograr éstos, el ser humano reprime sus instintos, tornando incompatible su propia naturaleza humana con la sociedad civilizada.
Los diagnósticos y las terapias son variados, como puede constatarse en el paso de la razón teológica en el Medioevo europeo a la normativa por Weber, de la búsqueda del ser en los presocráticos a su pérdida en la metafísica occidental por Heidegger, o en la Dialéctica de la Ilustración por Horkheimer y Adorno. Mientras Max Weber[46] pide a los utópicos una cura de realismo; para Martin Heidegger[47] es necesario intentar ir más allá del horizonte ontológico del mundo, hasta abrirse a un nuevo ámbito donde será necesario un método más radical, un nuevo lenguaje; tras la denuncia de la no-verdad y el no-ser del pensamiento occidental, su viaje conduce hasta las supuestas fuentes de la racionalidad europea. Max Horkheimer[48] y Theodor Adorno[49] conservan, por su parte, una confianza escéptica en la capacidad emancipadora de una razón ilustrada autorreflexiva. Ultrapasando la negación de la negación, la dialéctica negativa no pretende una síntesis superior de los opuestos sino la puesta de manifiesto de la crudeza de tal oposición en la realidad[50]; propone la superación del sistema con otro horizonte utópico generado desde el mismo sistema y sin posibilidad de afirmar las exterioridades reales, caso similar a la fantasía artística de Marcuse[51] y de los postulados de Benjamin[52]. Las posturas de Horkheimer y Adorno se dejan interpelar por la conciencia del destino de las víctimas de la historia como pocas otras filosofías. Pese a la diversidad de sus críticas, ninguno de estos intentos “hacían posible, como proyecto histórico, el objetivo mismo de la Dialéctica de la Ilustración: salvar la Ilustración”[53].
Incluso los feminismos eurocentrados del siglo XX cayeron en la trampa de la universalización de una Razón excluyente, al no explicitar las conexiones entre el género, la clase, la raza y la sexualidad. Y es que, sus esfuerzos por hacer frente la caracterización de las mujeres como inferiores física y psicológicamente se centraba, explícita o implícitamente, en el sujeto-mujer representado por las mujeres blancas y burguesas; sus críticas ocultaban a las mujeres racializadas, a las otras mujeres, a las colonizadas, a las no-blancas, a las periféricas, a las sureñas, a esos sujetos tantas veces caracterizados como salvajes, agresivos y dotados de una fortaleza tal que les permitía asumir cualquier trabajo. “El feminismo hegemónico blanco equiparó ‘mujer blanca’ y ‘mujer’. (…) No se entendieron a sí mismas en términos interseccionales, en la intersección de raza, género, y otras potentes marcas de sujeción y dominación”[54].
El logos univocista de la Razón se mantenía en pie, fortaleza ante a la que surge paulatinamente una post-Modernidad que no encuentra rasgos satisfactorios en la racionalidad autoritaria, instrumental y patriarcal, y pasa a proponer su perfeccionamiento, a través de críticas positivas como las de Apel[55] o Habermas[56]. El callejón sin salida se sitúa en ambos casos en el a priori de la comunidad de comunicación, que funciona como imperativo categórico supremo: no se trata siquiera una comunidad científica de corte elitista sino apriorística; aun suponiendo su humanidad, la dificultad radica en “cómo articular esa comunidad trascendental de comunicación con las comunidades fácticas, y por ende históricas, en que los hombres nacen, viven y mueren (además de comunicarse unos con otros o, por lo menos, intentarlo)”[57]. La clave es la tensión que media entre el ser socio-histórico[58] (comunidad real) y el deber ser moral (comunidad ideal). La tensión griega ser versus parecer-ser deja paso a la tensión ser versus deber ser; en ambos casos, el segundo término de la relación esconde al no-ser.
Apoyado en la estructura del lenguaje, Habermas basa la acción comunicativa en el consenso garantista de la racionalidad, perdiendo de vista que las razones colectivas pueden ser tan falibles como las individuales, que los acuerdos y las mayorías no siempre suman verdades. Y es que, el diálogo también corre el peligro de “acabar siendo (…) escrito con mayúscula cuando se depositan desmesuradas esperanzas en la ‘razón dialógica’”[59]. Tras desenmascarar que la razón propuesta por la primera Escuela de Frankfurt (vía Adorno y Horkheimer) rescataba la naturaleza histórica de la razón, pero no lograba liberarse del paradigma de la dominación sujeto-objeto desde el cual es imposible superar la Razón instrumental, Habermas recupera la razón comunicativa, en un intento de reprobar los mono-logos del Gran Relato sin renunciar por ello a un concepto positivo e integral de razón. Olvida con ello que la argumentación corre el peligro de ser monopolizada por los Mismos, por quienes tienen el poder de la palabra.
Los ‘otros’ de la comunidad de comunicación apenas traspasan el círculo de los capaces de intervenir en el discurso. El problema anterior al diálogo, el cómo hacer llegar la palabra a los que carecen de ella (o a los que se les ha arrebatado), a los incapaces de habla, no parece perturbar excesivamente al nuevo paradigma. En último extremo, la intersubjetividad es aquí solo condición de posibilidad del consenso, pero no de la razón misma: puede haber consenso entre los hablantes, pero no razón, mientras haya excluidos del diálogo[60].
Un paso más allá se sitúan las interpretaciones de Lèvinas y de Vattimo, dos de los filósofos postmodernos con más conciencia de las otredades. Sus respectivas transformaciones a la Razón moderna se condensan en la interpelación al triple rostro del Otro levinasiano (viuda-huérfano-extranjero; en definitiva, el Infinito desde una lectura no teológica sino trans-ontológica) y en el debilitamiento de todas las estructuras, incluida la Otredad y con especial presencia de la función que desempeña el lenguaje, de Vattimo. Es desde esa hermenéutica de momentos particulares que puede hablarse del más allá que apunan ambos autores como asidero para dibujar los primeros esbozos a una Filosofía transformada.
Emmanuel Lèvinas eleva la voz frente a la(s) Modernidad(es) y su Razón excluyente, a la que echa en cara la extrema egologíadel cogito cartesiano; partiendo de una conciencia crítica, descentra al Sujeto desde estructuras impersonales o colectivas, para focalizarse finalmente en la primacía ética del Otro (Infinito) frente a la Totalidad, la racionalidad de la ontología fundamental. El Otro es la exigencia ética que antepone al interés económico y bélico de la racionalidad moderna. La responsabilidad por el Otro se produce en el cara-a- cara o encuentro con el rostro, que es alteridad irreductible y deseable, ese Otro en tanto que Otro[61] y no como mediación constitutiva de lo-Mismo. El Otro no como negación de la Totalidad ni como creación de una Totalidad inversa que la equilibre o contrarreste, sino como distinción entre lo posible y lo permitido; el ser accede al sí-mismo por la afirmación responsable del Otro, hacia quien no puede eludir su responsabilidad.
Un cuestionamiento del Mismo (…) se efectúa por el Otro. Este cuestionamiento de mi espontaneidad por la presencia del Otro se llama ética. (…) La filosofía occidental ha sido muy a menudo una ontología: una reducción del Otro al Mismo. (…) Esta primacía del Mismo fue la lección de Sócrates. No recibir nada del Otro sino lo que está en mí, como si desde toda la eternidad yo tuviera lo que me viene de fuera. (…) Su sentido último reside en esta permanencia en el Mismo, que es Razón. (…) Que la razón sea a fin de cuentas la manifestación de una libertad que neutraliza lo otro y que lo engloba no puede sorprender, desde que se dijo que la razón soberana solo se conoce a sí misma. (…) La neutralización del Otro (…) es precisamente su reducción al Mismo[62].
Gianni Vattimo, por su parte, deja de hablar de la historia como un proceso lineal, como el centro desde el que se ordenan los acontecimientos. Con el fin del relato unitario llega la imposibilidad del progreso unívoco y también de cualquier ideal de hombre, incluido el moderno Hombre europeo sustituto de Dios. Sin fundamento último y estable, Vattimo reivindica “el carácter plural de los ‘relatos’ (…) como elemento liberador”[63]. Denunciada la propia desmitificación moderna como mito, éste recupera su experiencia en forma de verdad intermitente y fragmentada. “Ya no hay evidencia apodíctica, aquélla en la que los pensadores (…) de la metafísica buscaban un fundamentum absolutum et inconcussum. El sujeto postmoderno, si busca en su interior alguna certeza primera, no encuentra la seguridad del cogito cartesiano, sino las intermitencias del corazón proustiano, los relatos de los media, las mitologías evidenciadas por el psicoanálisis”[64].
El planteamiento del italiano llega de esta forma a una encrucijada. Una vez desenmascarada la Razón excluyente como fetiche que ordena ideológicamente la realidad, su reconstrucción bordea titubeante el relativismo radical de esencia nihilista: “La razón univocista corre el riesgo de desembocar en una razón equivocista”[65]. Vattimo salva el obstáculo mediante un debilitamiento no relativista de la Verdad: “Es una despedida de la verdad como reflejo ‘objetivo’ de un dato que, para ser descrito de forma adecuada, debe fijarse como estable, es decir, como ‘dado’. (…) La verdad (…) no es la correspondencia objetiva, sino el horizonte paradigmático dentro del cual toda correspondencia es verificable” [66]. Pero una vez superada la ontología sin caer en el relativismo, no se atreve a plantear un más allá de la ontología (trans-ontología) desde las periferias. “Toca el problema (…) de la ‘ontología de la libertad’ (…), pero no se plantea siquiera el problema de un ‘más- allá’ de la ontología hermenéutica”[67] y se queda en una hermenéutica del ethos postmoderno, deudora todavía en exceso del solipsismo ontológico heideggeriano (el Dasein, ese yo-nosotros autosuficiente) y de la hermenéutica gadameriana (criticidad focalizada en un Lebenswelt concreto). Entre las violencias que Vattimo descubre en la racionalidad moderna no figura la que aniquila a las Otras razones no-europeas, tal vez por su misma posición eurocéntrica[68]. Tampoco incluye al Otro económico, como sucede con la mayoría de los filósofos norcéntricos y sin el cual es imposible abogar por transformaciones de raíz, radicales.
Aunque apenas vislumbrada, la incidencia del Otro plural en la racionalidad es incuestionable a partir de Lèvinas y Vattimo, lo que invita a pensar un el logos humano eminentemente ético, en un logos que se origina y nutre en cada encuentro con los Otros. No se trata de negar la Razón sino de ir más allá de ésta, allí donde no necesariamente se encuentran la sin-razón ni la irracionalidad, que además “frecuentemente pasa por ser lo supremamente racional, como la Idea de Hegel, el Übermensch de Nietzsche, la Raza de Hitler, el Manifest destiny o el American way of life de Estados Unidos… numerosos mitos irracionales que fundan empresas sumamente (…) ‘razonables’”[69]. No se trata de hacer concesiones al irracionalismo, sino de mantener una ontología ética que cuestione continuamente los olvidos, fabricados o inconscientes, del logos humano. No se trata de renunciar a la razón sino a escribirla en mayúscula y en singular, a circunscribirla al monopolio occidental. No se trata de negar el potencial instrumental de la racionalidad, sino su absolutización utilitarista. No se trata de abandonar la razón crítica, sino el racionalismo ideológico. Es, en definitiva, la transformación de debilitar y abrir la moderna Razón excluyente con . desdelas Otras: “En oposición a la tesis de que la razón es un atributo exclusivo de una comunidad humana o de un pueblo, asumimos que ésta es común a todo sujeto social humano (…). La razón es un atributo de un ser (…) que piensa, analiza, critica, cuestiona”[70].
La razón no puede estar situada contra las necesidades de las periferias, sino que su logos debe ser ético. Es la transformación de la racionalidad ontológica en éticas de justicia histórica. Donde la filosofía reflejo de la Razón excluyente busca la identidad de lo Mismo que ya es, la transformación de la Filosofía en un juego de espejos virados hacia nos-Otras, las víctimas, revela la exterioridad del Ser, el no-ser condenado que no está contra la verdad pero la debilita como construcción ontológica fabricada, como “el saber (logos) del ser (…) que la filosofía europea siempre pensó, de Sócrates a Heidegger, como condición preliminar para el acceso a los entes”[71], como una reducción del Otro plural a lo Mismo.
El fracaso definitivo de la razón sería que la esperanza de las víctimas quedara definitivamente frustrada. De ahí, “no se pretende el descrédito de la razón sino su logro, cargar a la razón de experiencia. De su consideración se desprende (…) una razón anamnética, extraña a la Ilustración, pero en sí misma emancipatoria y, por ende, ilustrada”[72]. Se impone debilitar la razón sin perder de vista que no todo puede estar permitido, sin olvidar el desafío que lanzan las víctimas pasadas, presentes y futuras. Sin olvidar los cimientos filosófico-históricos de esa moderna Razón excluyente. Pero sin olvidar tampoco que la Modernidad no se resume en lo racional-científico-técnico de la Razón excluyente, ni que el saber racional también está presente en otras culturas y épocas históricas[73]. Las periferias exigen una definición de Modernidad alternativa, en la que la cuestión central sea la liberación de la humanidad en su conjunto.