Resumen: A lo largo de la última década, China ha asumido un creciente protagonismo con respecto a la reforma de las estructuras de la gobernanza global. Su discurso e iniciativas revelan su preferencia por un orden que reconozca un mayor peso a los países en desarrollo frente a Occidente, pero que al mismo tiempo resulte favorable a sus específicos intereses nacionales. Las dimensiones adquiridas por la economía china y las cada vez más explícitas ambiciones internacionales de sus dirigentes obligan a preguntarse por sus intenciones y agenda, así como por el impacto de la transformación que pretende. Aunque no resulta plausible que China suceda a Estados Unidos al frente del sistema multilateral, lo que sí puede emerger es un nuevo orden pluralista.
Palabras clave:ChinaChina,Gobernanza GlobalGobernanza Global,Sistema MultilateralSistema Multilateral,Xi JinpingXi Jinping,Orden PostliberalOrden Postliberal.
Abstract: Over the past decade, China has assumed a growing role with regard to the reform of global governance structures. Its narrative and initiatives reveal a preference for an order that recognizes a greater weight to the developing countries against the West, but that at the same time is favourable to its specific national interests. The size acquired by the Chinese economy and the increasingly explicit international ambitions of its leaders make it necessary to understand its intentions and agenda, as well as the impact of the transformation it expects. Although it does not seem plausible that China could succeed the United States as leader of the multilateral system, a new pluralist order may emerge.
Keywords: China, Global Governance, Multilateral System, Xi Jinping, Post-Liberal Order.
LAS IDEAS. SU POLÍTICA Y SU HISTORIA
China y la gobernanza económica global: hacia un orden pluralista
China and global economic governance: towards a pluralist order
Recepción: 02 Enero 2019
Aprobación: 30 Junio 2019
El mundo, como ha resumido el columnista del Financial Times Martin Wolf, ha llegado al fin de una era económica —la de la globalización liderada por Occidente— y geopolítica: la del “momento unipolar” de la postguerra fría (Wolf 2018). El crecimiento sostenido de las grandes economías emergentes desde la crisis financiera de 2008-09 es la principal causa de un fenómeno de redistribución de poder que empuja al sistema internacional hacia una estructura multipolar. Pero si hay un consenso bastante extendido sobre este punto, no lo hay sin embargo sobre sus implicaciones para la gobernanza global ni sobre los factores que guían el comportamiento de estos actores. ¿Seguirá existiendo un único orden basado en instituciones multilaterales? ¿Se producirá un simple reajuste del equilibrio de poder entre unas grandes potencias que perseguirán sus objetivos bien mediante sus respectivos socios y alianzas, bien de manera unilateral? ¿O puede abrirse paso un sistema fragmentado en bloques, esferas de influencia y rivalidades regionales? (Kupchan 2012; Ikenberry 2014).
El crecimiento de las potencias en ascenso se debe en no escasa medida a su integración en la economía global y en el orden multilateral de la segunda postguerra mundial. No pocos expertos se preguntan por ello por qué querrían abandonar un marco institucional que ha facilitado su éxito, y del que ha venido a depender su futura prosperidad (Kahler 2013; Stephen 2014). Pero como ha ocurrido en otras ocasiones a lo largo de la Historia, es inevitable que, al adquirir nuevas capacidades y ampliarse sus intereses, estas potencias reclamen su participación en la definición de las reglas e instituciones internacionales (Alexandroff y Cooper 2010). Es una aspiración que se ha hecho aún más acusada al haber provocado la crisis financiera global una pérdida de credibilidad del modelo capitalista occidental, y restado legitimidad a las instituciones de Bretton Woods. Existe una amplia percepción de que estas últimas, dirigidas desde su nacimiento por norteamericanos y europeos, no han querido adaptarse a las nuevas realidades económicas y políticas, y tampoco han resultado eficaces frente a los problemas estructurales de la economía mundial. El orden liberal se habría visto así superado por los acontecimientos (Acharya 2014; Stuenkel 2016; Luce 2017).
En la reconfiguración de dicho orden pocos actores tendrán un papel tan decisivo como la República Popular China. Su influencia se deberá a la extraordinaria dimensión alcanzada por una economía que representa a la quinta parte de la población mundial (Wang y Rosenau 2009). Pero también a la cada vez más firme determinación de sus dirigentes de rehacer las estructuras de la gobernanza global de conformidad con sus preferencias e intereses.
Cuando se cumplen 40 años de la política de “apertura y reforma”, los resultados no pueden ser más espectaculares (Garnaut 2018). Entre 2001 —año en que se adhirió a la Organización Mundial de Comercio (OMC)— y 2017, su PIB se multiplicó por nueve, para pasar de 1,34 billones de dólares a 12,2 billones de dólares; su porcentaje de la economía mundial se ha quintuplicado del cuatro por cien al 19,74 por cien; y su renta per cápita aumentó ocho veces (de 1.053 dólares a 8.826 dólares) (World Bank Data 2018). En 2009 superó a Alemania como mayor potencia exportadora y, en 2013, a Estados Unidos como mayor potencia comercial (Financial Times 2014). Su producción industrial, equivalente en el año 2000 a la cuarta parte de la de Estados Unidos, superó en 2017 la de Estados Unidos y Japón juntos. Entre 2012 y 2016, China supuso el 34 por cien del crecimiento global (Xinhua 2018). Informes recientes estiman que, hacia 2030, la economía china será dos veces mayor que la de Estados Unidos (42 billones de dólares frente a 24 billones de dólares) (Australian Government 2017: 26). De este modo, por primera vez en dos siglos, y antes de que se cumpla —en 2049— el centenario de la fundación de la República Popular, la mayor economía del planeta será una potencia no occidental, con un sistema político autoritario, y —llamativa paradoja— con una riqueza per cápita aún lejos de la media de la OCDE (a la que no pertenece).
Más allá de sus crecientes capacidades, China, según señaló el presidente Xi Jinping a finales de 2014, ha decidido emprender una “nueva fase de apertura al mundo”, en la que dejará de tener un papel pasivo con respecto a la gobernanza económica global (Xinhua 2014). No se trataban de meras palabras: a través de una serie de iniciativas anunciadas desde el año anterior —como la Nueva Ruta de la Seda (oficialmente la “Belt and Road Initiative”, BRI), el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras (AIIB en sus siglas en inglés), o el Área de Libre Comercio del Asia-Pacífico (FTAAP)—, Pekín revelaba su intención de participar de manera proactiva en la formulación de las reglas globales y —sin oponerse a las instituciones existentes— crear otras nuevas bajo su liderazgo. El ascenso de China no sólo es relevante, por tanto, como factor de una redistribución de poder que está transformando la jerarquía de las grandes potencias, sino como causa también de un proceso de cambio de los principios y valores normativos del orden global (Zhang 2016: 797, 816). (Para un análisis histórico y teórico de las transiciones normativas, véase Phillips 2010).
Es ésta una transición que se ha acelerado desde la llegada de Donald J. Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2016. Mientras en distintos países occidentales se extiende la hostilidad hacia la globalización y las instituciones multilaterales, percibidas en ocasiones como amenazas a la soberanía y la identidad nacional, China se convierte en abanderada de ambas. Mientras Washington abandona su tradicional papel de liderazgo, Pekín se muestra dispuesto a ocupar ese vacío y a aprovechar, al mismo tiempo, la oportunidad estratégica que se le abre para afianzar sus preferencias económicas y políticas. Frente al nacionalismo económico de Trump, Xi ofrece nuevas formas de colaboración al mundo emergente.
¿Cómo puede explicarse este cambio de China frente a su bajo perfil internacional anterior? ¿Qué agenda persigue con respecto a la gobernanza global? ¿Cómo intenta hacerla realidad? ¿Cuáles son sus implicaciones? ¿Puede consolidarse un orden económico global dominado por China? Responder a estas preguntas es el objeto de este trabajo, que se organiza del siguiente modo. En primer lugar se describirá la evolución de las ideas y percepciones chinas sobre la cuestión, prestando especial atención a las declaraciones y discursos oficiales de sus dirigentes. Se examinarán a continuación los principios que permanecen inalterados en la formulación de la acción exterior china. El análisis de la interacción entre retórica reformista y variables permanentes permitirá identificar posteriormente los elementos de la estrategia a través de la cual intenta China cambiar las bases de la gobernanza global. Las conclusiones valorarán, por último, las limitaciones de su modelo alternativo.
El 23 de junio de 2018, los líderes chinos celebraron una reunión interna de alto nivel sobre política exterior; la segunda desde que Xi Jinping llegara al poder a finales de 2012. Ante los miembros del Politburó, altos cargos de los ministerios y de las fuerzas armadas, así como la práctica totalidad de los embajadores chinos, Xi indicó que la República Popular debe “asegurar la protección de la soberanía, la seguridad y los intereses de desarrollo del país, liderar de manera proactiva la reforma del sistema de gobernanza global, y crear una más completa red de asociaciones globales” (énfasis añadido) (Xi 2018). Nueve meses antes, en el XIX Congreso del Partido Comunista, por primera vez también Xi sugirió que China podía servir como “modelo” para otros países (Xinhua 2017b). El cambio no puede ser mayor con respecto a sus dos antecesores, Hu Jintao (2002-2012) y Jiang Zemin (1991-2002) —para quienes la principal contribución internacional de China consistía en promover su desarrollo económico interno—, por no hablar de Deng Xiaoping, líder que siempre defendió la conveniencia de mantener un bajo perfil exterior. ¿Cuál ha sido el proceso que ha conducido a esta transformación?
Durante los años del maoísmo (de los cincuenta a la década de los setenta del siglo pasado), China se opuso al orden internacional. A la vez que apoyaba guerrillas y movimientos revolucionarios en distintos continentes y defendía un sistema “anticapitalista”, China aisló su economía y su sociedad del exterior. Sólo tras su incorporación a la ONU en 1971 comenzaría a adaptarse gradualmente a las normas y estructuras transnacionales. Con todo, durante un largo período, la República Popular mantuvo una participación más bien simbólica. Su convergencia con las reglas y prácticas internacionales tendría que esperar a las reformas de Deng Xiaoping y a su integración en la economía global (Johnson 2008).
En 1980 China se adhirió al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional, organizaciones que, de haber sido denunciadas con anterioridad como instrumentos del “imperialismo”, pasaron a considerarse necesarias para el desarrollo económico nacional. China rechazaba, no obstante, la adopción de normas externas en otras áreas —como los derechos humanos—, o en cuestiones de seguridad internacional. Los gobernantes chinos habían tomado la opción estratégica a favor de la integración global, pero le preocupaban sus efectos políticos, tanto por los riesgos de vulnerabilidad que podía ocasionar, como por percibir las instituciones multilaterales como un instrumento de los países occidentales en defensa de sus intereses (Deng y Moore 2004). Pretendía en consecuencia obtener los beneficios derivados de su incorporación a un orden económico global, pero manteniendo “una estrategia independiente de desarrollo, protegiéndose de la hegemonía económica y política occidental, y defendiendo el control de la economía nacional y de la soberanía del Estado chino” (Saich 2000: 213).
Esta estrategia sería mantenida por los sucesores de Deng. Bajo los mandatos de Jiang Zemin y Hu Jintao, China avanzó de manera simultánea en su desarrollo interno y en su integración global, hasta alcanzar un nuevo hito en su socialización internacional con su incorporación a la OMC en noviembre de 2001 (Hsiung 2003). A medida que se aceleró su crecimiento, también se intensificó a partir de entonces el debate sobre la divergencia existente entre su cada vez mayor peso en la economía mundial y su escasa representación en las instituciones. La actitud pasiva de los años ochenta y noventa se transformaría desde principios del siglo XXI en un gradual revisionismo, que se haría explícito con ocasión de la crisis financiera global. Mientras el mundo occidental caía en una profunda recesión, China mantuvo su crecimiento. Para analistas y expertos chinos, la crisis marcaba un punto de inflexión: sumada a la controvertida invasión de Irak, venía a confirmar el declive de Estados Unidos frente al ascenso de China (Wu 2010; Delage 2011). La República Popular se encontraba de este modo frente a la oportunidad de recurrir a sus nuevas capacidades para reconfigurar a su favor el orden mundial (Li 2011).
Reflejo de este giro sería el discurso pronunciado por el presidente Hu Jintao en la cumbre del G20 celebrada en Washington, en noviembre de 2008. Hu subrayó la doble necesidad de reformar el sistema financiero internacional para establecer un orden más justo e inclusivo, y de incrementar la ayuda a los países en desarrollo para el mantenimiento de su estabilidad económica. Meses más tarde, en una intervención ante los embajadores de China, Hu subrayaría que la crisis financiera global había contribuido a reforzar la multipolaridad, y se refirió a “la creciente demanda de los países en desarrollo a favor de una participación igualitaria en los asuntos internacionales”. Asimismo afirmó: la República Popular “afronta un punto de inflexión en su relación con el sistema internacional. De aceptar pasivamente las reglas de las instituciones financieras internacionales, pasará a participar por primera vez en su reestructuración” (Chin y Thakur 2010: 121).
La primera referencia oficial china al concepto de “gobernanza económica global” se produciría por las mismas fechas, en las palabras del consejero de Estado Dai Bingguo en la cumbre del G8+5 celebrada en Italia en julio de 2009 (Shambaugh 2012: 128). Pero la primera indicación de la nueva agenda china se había dado a conocer en marzo del mismo año cuando, “en interés de la estabilidad financiera internacional”, el gobernador del Banco Central, Zhou Xiaochuan, propuso la creación de una divisa internacional de referencia, no vinculada a ningún país y con un valor estable. Su sugerencia consistía en modificar los derechos especiales de giro del FMI, incluyendo otras monedas en su cesta de composición, entre ellas el yuan (People’s Bank of China 2009). Fue así como China anunció la primera iniciativa de reforma del sistema de Bretton Woods desde su creación. En la cumbre del G20 en Pittsburgh (septiembre 2009), Pekín propondría asimismo una actualización de las cuotas de voto en el Banco Mundial y en el FMI. Aunque los cambios —que convirtieron a China en el tercer accionista en ambas instituciones— se aprobaron en la cumbre del G20 en Seúl en 2010, el Congreso de Estados Unidos paralizó su ratificación hasta 2015.
La llegada al poder de Xi Jinping se tradujo en una notable ampliación de los objetivos chinos. En noviembre de 2014, ante la elite diplomática y militar del país, Xi certificó que China abandonaba su estatus como potencia emergente para actuar como “potencia global”. Según declaró, la República Popular debía estar preparada no sólo para participar en la definición de las reglas globales, sino también para construir el terreno de juego. El presidente estableció asimismo —debe hacerse hincapié en este punto— una relación directa entre su programa de rejuvenecimiento de la nación (el denominado “Sueño Chino”) y la reconfiguración de un entorno internacional favorable (Xinhua 2014).
La gobernanza regional y global es desde entonces una prioridad central en la política exterior china. El discurso de Xi dio armazón doctrinal a una serie de iniciativas regionales ya anunciadas —como BRI o el AIIB— que proporcionarían a Pekín un mayor margen de maniobra exterior (Delage 2017). Pero su perspectiva iba más allá, como pondría de manifiesto el jefe de Estado chino en su primera intervención ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2015. Fue entonces cuando Xi expuso sus ideas sobre “un nuevo tipo de relaciones internacionales”, basadas en el concepto de “una comunidad con un futuro compartido para la humanidad” y en “relaciones de asociación global” que hacen hincapié en el diálogo, en lugar de las alianzas propias de la guerra fría que propician la confrontación (Xi 2015).
Sólo unos días más tarde, el Politburó del Partido Comunista Chino celebró la primera sesión de estudio en la historia de la República Popular sobre la gobernanza global. En dicha ocasión, Xi señaló que “es un imperativo reformar los esquemas injustos del sistema de gobernanza global”, por lo que deben establecerse nuevas reglas y mecanismos de cooperación económica y financiera (citando BRI como ejemplo). El presidente exigió una mayor representación en el FMI y en el Banco Mundial para los países en desarrollo, pero también reiteró la idea ya mencionada de que el “propósito fundamental” de la participación china en la gobernanza global es “servir al Sueño Chino” (Xinhua 2015). En 2016, tras haber albergado la cumbre del G20 en Hangzhou, el Politburó celebró una segunda sesión de trabajo sobre la gobernanza global. Esta vez Xi hizo hincapié en que los múltiples desafíos mundiales hacen de la reforma de la gobernanza global “una tendencia irreversible de nuestra época”, aunque tales cambios —añadió— están sujetos a una transformación del equilibrio de poder internacional (Xinhua 2016). Aún no podía preverse el resultado de las elecciones presidenciales norteamericanas, que se celebrarían dos meses más tarde.
La victoria de Trump abrió una nueva oportunidad para China. Tres días antes de su posesión como presidente de Estados Unidos, Xi acudió a un foro tan simbólico como Davos para defender la globalización, el libre comercio y el multilateralismo. Tras declarar que la globalización económica es un fenómeno del que nadie puede escapar, criticó a Estados Unidos y a la Unión Europea por hacerla responsable de sus problemas, y no esforzarse por promover una forma de gobernanza global más representativa e inclusiva (Xi 2017). Las palabras de Xi revelaban una aproximación china al orden económico internacional muy distinta de la mantenida con anterioridad. En un seminario a puerta cerrada celebrado poco después, precisó: el objetivo de China no es reemplazar el orden existente, sino desempeñar un mayor papel para “orientar” la reforma del sistema internacional (Huang 2017).
Ese nuevo papel que quiere desempeñar China se confirmaría en público en dos ocasiones sucesivas: en la primera cumbre sobre la Ruta de la Seda, celebrada en Pekín en mayo de 2017, con la asistencia de 29 jefes de Estado; y en el XIX Congreso del Partido Comunista, celebrado en octubre del mismo año (Xinhua 2017a; Xinhua 2017b). En junio de 2018, en la ya mencionada conferencia del Partido Comunista sobre política exterior, Xi introdujo un nuevo matiz: China, indicó, debe “liderar de manera proactiva la reforma del sistema de gobernanza global” (énfasis añadido) (Gao 2018). Ya no se trata tan sólo de defender la necesidad de “avanzar hacia” o “guiar” la reforma de la gobernanza global, sino de dirigirla. La política de la administración Trump —del abandono del acuerdo de París sobre cambio climático a la denuncia del pacto nuclear con Irán, de su retirada de la UNESCO a su hostilidad hacia la OMC— empuja a Pekín a cubrir ese vacío y a impulsar sus esfuerzos dirigidos a adaptar el orden internacional a sus preferencias, lo que pretende hacer con el apoyo de los países en desarrollo (Rudd 2018).
Los dirigentes chinos han construido a lo largo de la última década un discurso normativo a favor de un orden mundial más justo y equilibrado. Sus propuestas contemplan asimismo un papel central para la República Popular en la gobernanza global del futuro (Li 2012; Chan et al 2013; Llera 2016; Kennedy 2017; Montobbio 2017; Kastner 2018). ¿Cómo puede valorarse el equilibrio entre su declarada voluntad de convertirse en suministrador de bienes públicos globales, y sus aparentes intenciones de utilizar las estructuras internacionales como medio para hacer avanzar sus intereses nacionales? Para responder a esta pregunta resulta necesario contrastar la evolución de la posición china descrita anteriormente con aquellos principios que, lejos de cambiar, siguen marcando la política exterior china; entre ellos: su compromiso con los Estados emergentes, su concepción “westfaliana” de la soberanía nacional, y la defensa de las Naciones Unidas como centro del orden internacional.
El primero de dichos principios es un reiterado compromiso de solidaridad política y de apoyo al crecimiento económico del mundo en desarrollo (Eisenman y Heginbotham 2018). Tres tipos de motivaciones guían las ideas y las acciones chinas a este respecto: históricas, económicas y geopolíticas.
El “siglo de humillación” vivido por China —de las guerras del Opio a 1949—explica su convicción de que los países en desarrollo han estado oprimidos por las grandes potencias. Es una retórica que, pese al tamaño de su economía y sus crecientes ambiciones, sus líderes no han abandonado (Ferchen 2014). Como parte de su identidad postcolonial, Pekín mantiene un discurso de apoyo a las relaciones Sur-Sur en la gobernanza global, en oposición a un orden internacional liderado por Occidente.
Su cooperación con los países en desarrollo no sólo tiene por objeto establecer posiciones comunes para la transformación del orden global; también aspira a crear nuevos motores de desarrollo compartido. Los líderes chinos hablan de facilitar la “prosperidad común” de distintos continentes para crear un mundo más justo y erradicar la pobreza (Xinhua 2017c). Pero, al mismo tiempo, parece innegable que Pekín actúa de conformidad con sus propios imperativos internos. Si los países en desarrollo han sido tradicionalmente importantes como fuente de recursos —energéticos y agrícolas en particular— para China, y constituyen relevantes mercados para sus exportaciones industriales, la crisis financiera global ha redoblado el interés de la República Popular por ellos.
La crisis reveló a los dirigentes chinos los riesgos derivados de un exceso de dependencia de los mercados, las finanzas y las tecnologías de Estados Unidos, Europa y Japón. La necesidad de diversificar la estructura de su comercio y de sus inversiones exteriores lleva en consecuencia a reforzar la cooperación económica con las naciones asiáticas, africanas, latinoamericanas y de Oriente Próximo (Wang 2008). Facilita la consecución de ese objetivo la capacidad financiera con que cuenta China, así como el hecho de que su modelo desarrollista de más de tres décadas —basado en una mano de obra intensiva y en tecnologías medias—, se adecúa a las necesidades de industrialización de estos continentes (Friedberg 2018: 31-32). Una mayor interdependencia con estas economías maximizará las defensas de China frente a un eventual giro proteccionista de las naciones más desarrolladas.
Al alentar a estos Estados a sumarse a su estrategia, China busca por otra parte la promoción de un “nuevo modelo de desarrollo”, distinto de los esquemas neoliberales. Como indicó Xi en el XIX Congreso del Partido Comunista, el “modelo” chino representa una “nueva opción para otros países que desean acelerar su desarrollo y preservar su independencia”: es el popularmente conocido como “consenso de Pekín”, en contraposición al “consenso de Washington” (Ramo 2004; Halper 2010). Es un concepto inseparable de la noción de soberanía mantenida por China —examinada a continuación— pero también del discurso chino sobre la gobernanza global y de su calificación del orden internacional liberal como obsoleto e inadecuado (Beeson y Li 2016: 494). China se presenta como líder natural del mundo postcolonial y defensor de sus necesidades, para oponerse al tipo de gobernanza “intrusiva” seguida por los países occidentales y, en particular, por Estados Unidos (Dian y Menegazzi 2018: 113).
Hay todavía una tercera motivación, además de la histórica y la económica, que permite entender la importancia del mundo en desarrollo para China: la de transformar la distribución del poder global. Para los expertos chinos, el ascenso de las economías emergentes es uno de los hechos más significativos en la evolución contemporánea del orden internacional. No obstante, reconocen asimismo sus debilidades frente a un Estados Unidos que no está dispuesto a ceder su papel. El mundo multipolar que desea China no se producirá por tanto de manera espontánea; requiere una estrategia proactiva, uno de cuyos principales instrumentos es la construcción de alianzas o asociaciones con países del Sur para cambiar las estructuras de la gobernanza global (Breslin 2013: 626-627).
La historia de su interacción con la sociedad internacional desde mediados del siglo XIX es la causa principal de la insistencia china en la defensa de la soberanía nacional, instrumento decisivo para la protección de su independencia, integridad territorial y seguridad frente a las fuerzas externas (Zhang 2016: 801). Se trata de un elemento central de su política exterior desde que los primeros ministros de China e India, Zhou En-lai y Jawaharlal Nehru, respectivamente, formularan los Cinco Principios de la Coexistencia Pacífica con ocasión de la conferencia de Bandung (1955). Los principios fueron también incluidos en la Constitución china en 2004, y suele haber una referencia a los mismos en todos los tratados firmados por Pekín. También inspiran las propuestas chinas con respecto a la gobernanza global. Al conmemorarse el 60 aniversario de su adopción, el presidente Xi Jinping señaló:
Estos principios ofrecen una poderosa herramienta intelectual para que los países en desarrollo defiendan su soberanía e independencia, y se han convertido así en un llamamiento a favor de la solidaridad, la cooperación y la fortaleza entre ellos. Estos principios han permitido la profundización de la comprensión y la confianza mutua entre los países en desarrollo, han impulsado la cooperación Sur-Sur y han contribuido asimismo a la mejora de las relaciones Norte-Sur. Los Cinco Principios de la Coexistencia Pacífica han desempeñado un papel positivo en la construcción de un orden político y económico internacional más justo y razonable (Xi 2014).
Estos principios, subrayaría Xi un año más tarde ante la Asamblea General de la ONU, “no sólo implican que la soberanía e integridad territorial de todos los países es inviolable y sus asuntos internos no pueden estar sujetos a la injerencia”. También significan, añadió, que todos los regímenes políticos son igualmente legítimos, y que todo Estado tiene derecho a desarrollar sus normas y sus respectivas estructuras políticas y económicas de manera independiente (Xi 2015). En coherencia con esta perspectiva, el presidente chino insistiría en su discurso en Davos en la idea de que la gobernanza global debe respetar las circunstancias locales: “[Debemos] partir de nuestras respectivas condiciones nacionales y emprender el camino correcto de integración en la globalización económica, al ritmo adecuado. Deberíamos lograr un equilibrio entre eficiencia y equidad para garantizar que diferentes países y diferentes sociedades compartan los beneficios de la globalización económica” (Xi 2017).
China rechaza por tanto el enfoque universalista mantenido por las potencias occidentales, ya se trate del terreno de la seguridad —se opone a las políticas intervencionistas de las que han sido muestra Kosovo o Irak— o del económico. Frente a las fórmulas de gobernanza centradas en el libre mercado, Pekín reafirma el derecho del Estado a mantener el control de la economía como instrumento para la consecución de los intereses nacionales (Macnally 2012; Naughton y Tsai 2015; Hsueh 2016). Iniciativas como BRI están diseñadas por ello como métodos de cooperación que pretenden reforzar su soberanía; una aspiración que también pone de relieve el hecho de que, pese a los diseños multilaterales propuestos, su preferencia de actuación es siempre bilateral: China evita establecer normas que comprometan a todos los participantes en sus iniciativas, para dotarse de una flexibilidad que le permite variar de posición en función de cómo evolucione su relación con un determinado gobierno (Kaczmarski 2017: 1366; Hillman, 2018).
La identidad postcolonial y su concepto de soberanía conducen, en tercer lugar, a que las Naciones Unidas sean la más importante institución internacional para China. Tras haber permanecido fuera de ella durante varias décadas, y mantenido una posición distante después, ha pasado a convertirse en uno de sus más explícitos defensores. Como ocurre con los principios anteriores, no resulta difícil identificar las razones de este apoyo.
Como ya se mencionó, China defiende un orden internacional que reconoce el papel predominante del Estado, es decir, coincidente por tanto con los fines fundamentales descritos por la Carta de las Naciones Unidas: asegurar la soberanía e integridad territorial de sus miembros. Pekín insiste en la necesidad de respetar estas reglas, desautorizando así a quienes, mediante una interpretación menos restrictiva, tratarían de modificar la estructura normativa multilateral vigente (Zhang 2016: 801-802). Por las mismas razones, también considera la República Popular que, contra los ejemplos recientes de uso unilateral de la fuerza (como Irak), debe reforzarse el papel de la ONU como única organización que puede autorizar acciones colectivas contra las amenazas a la paz y la seguridad internacional.
Pero la lógica china no es sólo jurídica, sino también política. Su discurso sobre un sistema multilateral basado en reglas, en cuyo centro se encuentra la ONU, forma parte de su identidad como potencia “responsable”. En sus intervenciones, Xi suele reiterar por ello que China defenderá “con absoluta determinación” el orden basado en los principios de la Carta de las Naciones Unidas, vinculándolo a sus esquemas de gobernanza global. Como ha explicado por su parte el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi:
China no derrocará el sistema internacional (...) estamos dispuestos a trabajar con otros países para estar a la altura de los tiempos y avanzar en las reformas y la mejora necesarias del sistema y el orden internacional, a fin de hacerlos más justos y razonables, y satisfacer las expectativas de la mayoría de los países en desarrollo. En este proceso, debemos fortalecer el multilateralismo en lugar del unilateralismo, promover el Derecho en lugar de la ley de la jungla, y facilitar la democratización en lugar de la política de poder en las relaciones internacionales (Wang 2015).
Al mismo tiempo, la función de legitimación del Consejo de Seguridad proporciona a China “un útil instrumento para condicionar el poder de Estados Unidos y hacer avanzar las posibilidades de multipolaridad” (Foot 2014: 1089). Su defensa de las Naciones Unidas tampoco es separable, por tanto, de la agenda nacional. Como indicó Xi en su ya citado discurso ante la Asamblea General en 2015: “No podemos realizar el Sueño Chino sin un entorno internacional pacífico, un orden internacional estable, y la comprensión y apoyo del resto del mundo”. Pero resulta necesario distinguir entre los aspectos formales del orden internacional —que China defiende— y los valores que le han servido de base hasta la fecha: los preferidos por Estados Unidos. Pekín favorece por ello aquellas instituciones que, como la ONU, representan el orden mundial desde una perspectiva de neutralidad política (Mazarr et al 2018: 22).
El concepto de gobernanza global mantenido por China no puede separarse, por resumir, de sus prioridades internas. Defiende la integración y el multilateralismo, pero rechazando el dominio occidental de las instituciones y la relativización del concepto de soberanía, así como un orden económico y político liberal. Son unos principios que determinan asimismo los medios e instrumentos de su estrategia.
China debe ajustar sus objetivos y ambiciones a sus propias capacidades y a las circunstancias del contexto internacional. En unas condiciones de redistribución del poder global y de creciente dependencia china del sistema internacional, ¿qué estrategia sigue Pekín para, a un mismo tiempo, reformar la gobernanza global y ver facilitado su ascenso? El examen de las iniciativas chinas muestra una estrategia diferenciada —bien funcionalmente, bien por su alcance global o regional— pero coherente en sus intenciones.
Los líderes chinos aspiran, en primer lugar, a modificar las reglas y procedimientos de las instituciones multilaterales, como el Banco Mundial y el FMI. Fortalecer la gobernanza global requiere, en su opinión, que China promueva “la reforma de un sistema injusto y poco razonable”. Desde dentro de las organizaciones existentes, se esforzará por “aumentar la representación y la voz de las economías emergentes y de los países en desarrollo”, e “impulsará la igualdad de derechos, oportunidades y normas para todos los países” (Xinhua 2015). La reforma de estas instituciones se traduce en una redistribución de la capacidad de decisión en las mismas, y por tanto en la adquisición de una mayor influencia con respecto a su agenda frente a las reglas y prácticas neoliberales (Chin 2012).
Este impulso reformista se concretó en la aprobación del aumento de las cuotas de las economías emergentes en noviembre de 2010 (IMF 2010). Para Pekín se trata, no obstante, de sólo un primer paso para corregir unas estructuras todavía poco representativas (Chan et al 2008). Lo que explica asimismo la creciente importancia del G20 —como de los BRICS— para China. Ambos son instrumentos desde los que —junto a otros países emergentes y en desarrollo— puede propiciar una reforma de mayor alcance de las organizaciones de Bretton Woods. En el primero de los grupos mencionados, la República Popular cuenta con un estatus de igualdad con los miembros del G7 en los debates sobre la gobernanza global, lo que le permite asumir un papel de portavoz y defensor de los intereses de los países en desarrollo participantes (Ríos 2010; Ren 2015; Kirton 2016; He 2016).
China, en segundo lugar, está completando el marco ya existente con instituciones de nueva creación, adecuadas a sus necesidades, preferencias y liderazgo (Paradise 2016). Entre ellas destacan el AIIB, potencial alternativa al Banco Mundial —que dirige Estados Unidos— y al Banco Asiático de Desarrollo —que dirige Japón—, y cuya sede se ha establecido en Pekín; y el Nuevo Banco de Desarrollo (NDB) de los BRICS, con sede en Shanghai.
El AIIB, puesto en marcha en enero de 2016, y en el que Pekín cuenta con derecho de veto, es uno de los mejores ejemplos del protagonismo adquirido por China con respecto a la gobernanza global, así como de sus ambiciones diplomáticas (Chin 2016; He y Feng 2018; Hameiri y Jones 2018). El establecimiento del NDB representa otro salto cualitativo en la ampliación de la arquitectura internacional y de los recursos financieros a las economías emergentes y países en desarrollo (Jiang 2016). Ninguna de estas instituciones pretende sustituir como tales al Banco Mundial o al FMI; son medios adicionales a través de los cuales China impulsa el tipo de cooperación al desarrollo que quiere promover —centrado en la financiación de infraestructuras que facilitan la interconectividad—, y en los que cuenta con un mayor margen de maniobra propio. Debe tenerse en cuenta que, junto a ellos, dispone de otros instrumentos —bajo el control directo de su gobierno— que le permiten multiplicar sus opciones de influencia, como el Fondo de la Ruta de la Seda o sus “policy banks” (el China Development Bank y el Export-Import Bank en particular), cuyos créditos a países asiáticos, africanos o latinoamericanos superan con creces los concedidos por los bancos multilaterales (Sanderson y Forsythe 2013).
Estas nuevas instituciones están diseñadas pues a medida de los intereses de los países emergentes, a los que se les ofrece nuevas fuentes de capital sin estar sujetos a la tutela de Washington y a sus exigencias de condicionalidad. China podrá extender de este modo su influencia en el mundo en desarrollo, equilibrando el peso político de Occidente. (Cuestión distinta es el riesgo de dependencia de China que estas naciones podrán afrontar, al “hipotecarse” por las inversiones realizadas por la República Popular en sus territorios).
Además de nuevas instituciones alternativas, China está creando, en tercer lugar, nuevas “asociaciones globales”; término de frecuente aparición en los discursos de su presidente. Según señaló Xi en 2014, China “debe hacer grandes amigos sobre la base del principio de no alineamiento, formando una red global de relaciones de asociación” (Xinhua 2014).
Aunque es ésta una práctica que nació a mediados de los años noventa, se ha extendido bajo el actual gobierno para convertirse en uno de los elementos más característicos de la política exterior china desde 2013. Estas “asociaciones” son tanto multilaterales —con regiones específicas o con organizaciones internacionales— como bilaterales. Los BRICS formarían parte de las primeras, pero también toda una serie de nuevas plataformas como el Foro de Cooperación China-África (FOCAC, creado en 2000), el Foro de Cooperación China-Estados Árabes (2004), el Foro de Cooperación y Desarrollo Económico China-Países del Pacífico Sur (2006), el Foro de Cooperación China-Países de Europa Central y Oriental (más conocido como “16+1”, 2012), o el Foro China-CELAC (Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe, 2015). Las asociaciones bilaterales se cuentan por su parte por docenas y, entre ellas, destacan las establecidas con los grandes países en desarrollo.
Lo relevante, como se puede observar, es el papel central ocupado por la República Popular. Desde la perspectiva de esta última, se trata de un instrumento que, además de hacer avanzar sus intereses, pretende contribuir a establecer un nuevo modelo de relaciones internacionales. Pekín aspira a maximizar su influencia mediante una estructura radial e inclusiva, conceptualizada como alternativa al tipo de liderazgo que ha favorecido Estados Unidos sobre la base de su sistema de alianzas. Como indicó Xi en la primera cumbre sobre la Ruta de la Seda, “[ésta] se dirige a los continentes de Asia, Europa y África, pero está abierta a todos los países; (…) todos ellos pueden ser socios de cooperación” (Xinhua 2017a). Su formación, según los dirigentes chinos, tampoco responde a criterios ideológicos ni de confrontación con otros, sino a un espíritu de colaboración con respecto a los intereses compartidos en un mundo interdependiente.
No hay iniciativa que ilustre mejor las ambiciones chinas que BRI. En ella catalizan sus objetivos internos y externos, económicos y geopolíticos. Propuesta por el presidente Xi en 2013, está definida sobre un doble eje continental (que enlazará China con Europa a través de Asia central) y marítimo (que se extenderá de China al Mediterráneo a través del mar de China Meridional y el océano Índico). La red resultante englobaría a un total de 65 países que representan el 70 por cien de la población mundial, el 55 por cien del PIB global, y el 75 por cien de las reservas energéticas conocidas. La iniciativa fue presentada por Pekín como respuesta a la necesidad de corregir el déficit en infraestructuras de sus Estados vecinos, y ayudarles de este modo a superar uno de los principales obstáculos a su potencial de crecimiento. Desde entonces se ha ampliado, para integrar también a América Latina e, incluso, el Ártico (Rolland 2017; Maçães 2018; Delage 2018b).
El primer plan de acción de la iniciativa, dado a conocer en marzo de 2015, hacía hincapié en las infraestructuras, en particular las de transportes. Pero tras estas redes de interconexión China persigue asimismo la eliminación de barreras al comercio y a las inversiones, además de promover una mayor integración financiera y aumentar el uso internacional del yuan. Es por esta razón un proyecto que va unido al AIIB y a otros instrumentos financieros, así como a la más importante negociación multilateral de comercio en curso: la Asociación Económica Regional Integral (“Regional Comprehensive Economic Partnership”, RCEP), nacida como alternativa al Acuerdo Transpacífico (TPP) que Washington abandonó tras la victoria electoral de Trump.
Dado el tamaño de su mercado y de sus recursos financieros, Pekín espera que, a través del proyecto, los países participantes vinculen sus estrategias de desarrollo al comercio y las inversiones con la República Popular, creando así una relación de interdependencia que conduzca a “un nuevo modelo de integración regional y de gobernanza global” (National Development and Reform Commission, Ministry of Foreign Affairs, and Ministry of Commerce of the People’s Republic of China 2015). Al mismo tiempo, situándose en el centro de una Eurasia y un Indo-Pacífico integrados, China podría, como mínimo, alcanzar una paridad internacional con Estados Unidos.
Estos instrumentos reflejan, por resumir, la determinación china de avanzar gradualmente en la transformación del sistema internacional de conformidad con sus preferencias. Pekín aspira a crear un nuevo equilibrio con Occidente en el seno del orden multilateral; a minimizar el libre mercado para apoyar el intervencionismo estatal; a sustituir el eje euroatlántico por Eurasia como centro de la economía global; y a defender el pluralismo político frente a los valores liberales y democráticos. Con sus propuestas, China asegura, por lo demás, que busca atender las necesidades de los países en desarrollo. Distintos estudios empíricos en las tres grandes áreas de la gobernanza económica —comercio, finanzas y ayuda al desarrollo— concluyen, sin embargo, que los beneficios de esa cooperación repercuten de manera desproporcionada a su favor (Wang y French 2014; Nicolas 2016). ¿Puede, sobre estas bases, construirse un sistema de gobernanza global dirigido por China?
A medida que se ha incrementado su dependencia de la economía mundial, China se ha visto obligada a abandonar su tradicional actitud de pasividad con respecto a la gobernanza global. Con la llegada de una nueva generación de dirigentes al poder tras el XVIII Congreso del Partido Comunista en 2012, se comenzaron a sentar las bases de una política exterior más ambiciosa, que no pretende sin embargo sustituir el orden internacional vigente, sino reorientarlo a su favor. Su aproximación es selectiva: China intenta influir en aquellas reglas transnacionales que sirven a sus intereses —fundamentalmente en la esfera económica—, y mantenerse al margen de aquellas otras —en el terreno político y de seguridad (de los derechos humanos al principio de “responsabilidad de proteger”)— que considera incompatibles con sus prioridades internas (Nathan 2016).[2] Recurriendo a sus mayores capacidades, Pekín ha propuesto una serie de iniciativas que revelan un doble propósito: competir con Estados Unidos en la definición de la agenda y las normas globales del siglo XXI, y promover un espacio euroasiático integrado en torno a China como nuevo nodo central de la economía mundial.
Las pretensiones chinas no escapan a diversas contradicciones. Existe, por una parte, una tensión estructural entre el orden internacional abierto que necesita, y un sistema político autoritario cuya sostenibilidad es el imperativo fundamental que guía su estrategia. Ese origen nacionalista de sus aspiraciones pone en evidencia las limitaciones de China como Estado globalizado (Zhang 2005: 20). Por otro lado, la posibilidad de un liderazgo chino de la gobernanza global depende de que pueda obtener el apoyo de los países en desarrollo a su “modelo”. Si bien éstos dan la bienvenida a los recursos financieros chinos y a su discurso a favor de un orden más inclusivo y representativo, mantienen al mismo tiempo ciertas reservas sobre los posibles riesgos de una nueva dependencia externa.
Junto a estos condicionantes, el carácter selectivo de su estrategia y las incertidumbres sobre su crecimiento y estabilidad política en el futuro obligan a mantener cierto escepticismo sobre un eventual dominio chino del orden económico mundial. Dicho eso, resulta innegable que la gobernanza global atraviesa un periodo de transición que conducirá a unos equilibrios diferentes de los mantenidos durante los últimos 70 años. El ascenso de nuevas potencias, con China al frente, está conduciendo a un orden más interdependiente pero menos liberal; a un sistema de gobernanza “híbrido” (Stephen 2014: 914), o “pluralista” (Duan y Menegazzi 2018), en el que actores y regiones mantendrán conceptos diversos sobre lo que significan la modernización y el desarrollo. Con el poder que ha adquirido para hacer valer sus intereses y valores, es China quien en mayor medida está poniendo fin al esquema occidental hasta ahora dominante. No parece plausible una sucesión de Estados Unidos por China en el papel desempeñado por el primero desde la segunda guerra mundial, pero sí una coexistencia de ideas y filosofías opuestas. Distintas tradiciones culturales y políticas tendrán que compartir un mismo sistema multipolar, lo que supondrá el comienzo de una nueva era en la historia de la globalización.