MONOGRÁFICO I
Recepción: 10 Marzo 2019
Aprobación: 14 Abril 2019
DOI: https://doi.org/10.12795/araucaria.2019.i42.18
Resumen: Frente a la visión clásica de un Tocqueville liberal pensador de la democracia, este artículo se propone indagar en las relaciones que el autor francés mantuvo durante su vida y su obra con el pensamiento de los socialistas de la primera mitad del siglo XIX. A través del estudio de algunos de sus textos menos conocidos en los que se enfrenta a desafíos de su época como el de la industrialización y el nuevo pauperismo, aparece un Tocqueville que, si no es un socialista, tampoco encaja ya en los moldes estrechos del liberalismo contrario a toda intervención del Estado en materia social.
Palabras clave: Tocqueville, socialismo, liberalismo, Revolución de 1848, pauperismo.
Abstract: Against the traditional view on Tocqueville as a liberal author and thinker of the new democracy, this article aims to delve into his relationship during his live and work with socialist thought of the first half of the 19th century. Through the study of some of his less known texts where he dealt with the challenge of his time concerning the social effects of industrialization such as pauperism, we find a Tocqueville that, if not a socialist, he doesn’t fit either anymore with the narrow framework of a liberal thought that rejects any intervention from the State in social affairs.
Keywords: Tocqueville, Socialism, Liberalism, 1848 Revolution, Pauperism.
“El socialismo es la confiscación de la libertad humana, una nueva fórmula de servidumbre”[3]. Estas famosas palabras y otras diatribas semejantes pronunciadas por Alexis de Tocqueville han marcado tradicionalmente la percepción historiográfica acerca de la opinión –siempre beligerante y negativa– que el más grande de los liberales franceses del siglo XIX sostuvo en contra de las ideas socialistas. Tocqueville no permaneció ajeno sin embargo a las grandes nuevas corrientes políticas de su época que habrían de marcar el futuro más inmediato, y del mismo modo que aplicó su incisiva inteligencia al análisis de la democracia, hizo lo propio con esos “mil sistemas extraños [que] surgieron impetuosamente del espíritu de los novadores”[4] al calor de la revolución. El renovado interés por la obra tocqueviliana y la multiplicación de publicaciones surgidas a partir de su bicentenario en 2005 dan muestra de ese “redescubrimiento” cargado de ambigüedades y de la multitud de cuestiones extremadamente diferentes que ocuparon su pensamiento[5]. En ese contexto de renovación, un estudio más exhaustivo nos permitirá comprobar la relación probablemente más compleja que el autor liberal sostuvo con el movimiento socialista y sus diferentes escuelas, con las que en muchas ocasiones comparte preocupaciones, lecturas, todo un vocabulario político común y un diagnóstico filosófico sobre “el malestar de la modernidad”[6]. Aunque sus recetas, claro está, no siempre coincidan.
1. Democracia versus socialismo: la querella del derecho al trabajo
El 12 de septiembre de 1848 tuvo lugar en la Asamblea Constituyente de la Segunda República un acalorado debate en torno a la noción del “derecho al trabajo”, una enmienda propuesta por el diputado Mathieu de la Drôme al párrafo 8 del preámbulo constitucional (que sólo reconocía un derecho de asistencia pública para los más desfavorecidos), de modo que este nuevo derecho social quedase igualmente consagrado entre los derechos reconocidos por la nueva Constitución[7]. A favor de la inclusión del derecho al trabajo se pronunciaron diputados como el fourierista Victor Considerant o el republicano progresista Ledru-Rollin. Entre los contrarios, encontramos los nombres ilustres de Adolphe Thiers o Duverger de Hauranne. Tocqueville, ponente en la comisión encargada de la redacción del texto constitucional, fue el encargado de dar la réplica al diputado de extrema izquierda Claude Pelletier, en lo que se consideró entonces “la cuestión del momento” y se concibe ahora como “el primer enfrentamiento en la historia entre liberales y socialistas”[8].
En su alocución, Tocqueville concede que el socorro al miserable es un deber de la sociedad: “la Comisión ha pretendido acrecentar, consagrar y regularizar la caridad pública”, pero eso, sostiene, es algo muy diferente a reconocer el derecho universal al trabajo[9]. Mientras que Ledru-Rollin se limitó a una defensa vaga y poco enérgica de semejante derecho, Pelletier propuso llevar a la práctica el derecho al trabajo mediante el establecimiento municipal de unas “casas del pueblo” que se encargarían de dar trabajo y, cuando este faltase, concederían subsidios a los desempleados a través de un impuesto a los salaries[10]. Otros políticos socialistas, como Considerant o Louis Blanc (apartado de la Asamblea tras la insurrección obrera de junio y exiliado en Londres), habían vinculado en obras publicadas ese mismo año su defensa del derecho al trabajo al derecho de propiedad, fundamentado en su estado natural como derecho a los frutos del trabajo pero convertido en la actualidad en un régimen ilegítimo; el derecho de propiedad se caracterizaba, en su forma actual, por la expoliación por parte de unos pocos al derecho de usufructo del “fondo común” de toda la especie, y “se ha convertido no ya en un derecho, sino en un privilegio”[11]. Así, reconocer el derecho al trabajo supondría una restitución al “hombre del pueblo” del resto de sus derechos, “el primer artículo del pacto de alianza fraternal entre el propietario y el proletario, (…) la condición para la emancipación definitiva”[12].
Tocqueville se remonta igualmente en su discurso a la teoría de los derechos del hombre y el pacto social plasmado en la ruptura revolucionaria de 1789, pero para sostener precisamente lo contrario: que las doctrinas socialistas, que pretenden imponer una “sociedad reglamentada, regularizada, acompasada, donde el Estado se encarga de todo y el individuo no es nada, en la que falta el aire y la luz apenas penetra” son contrarias al espíritu de la Revolución Francesa que rompió las cadenas rousseaunianas, y están más cerca del Estado propio del Antiguo Régimen, regulador de la industria y la economía, y contrario a la libre competencia y a las libertades individuales: “entonces la revolución habría sido inútil, habría bastado con el perfeccionamiento del Antiguo Régimen”[13].
Frente a los que sostienen que el socialismo es la continuación, el perfeccionamiento de la Revolución Francesa y el desarrollo natural de la democracia, Tocqueville opone, como no podía ser de otra manera, sus propias observaciones de la única democracia moderna existente en ese momento que tan bien conoce: “América es hoy el país del mundo donde la democracia se ejerce de forma más soberana, y es también un lugar en el que las doctrinas socialistas, que ustedes pretenden tan compatibles con la democracia, conocen menos recorrido”[14]. La democracia, nos dice, extiende la esfera de la independencia individual, mientras que el socialismo la cierra; la democracia concede todo su valor a cada hombre, mientras que el socialismo hace de cada hombre un agente, un instrumento, una cifra:
“La democracia y el socialismo sólo tienen en común una palabra, la igualdad; pero reparen en la diferencia: la democracia pretende la igualdad en la libertad, y el socialismo quiere la igualdad en el malestar y en la servidumbre”[15].
Mientras que Louis Blanc entendía la libertad no sólo como un derecho, sino como el poder real para desarrollar todas las facultades de cada hombre[16], sólo alcanzable mediante el socialismo, Tocqueville parece equipararlo a esos peligros de la “tiranía de las mayorías” y el nuevo “despotismo administrativo” que se cierne sobre las democracias debido precisamente a su igualación de condiciones[17]: “si el gobierno es el distribuidor del trabajo (…) en el Estado no habrá ya más que un solo amo y esclavos”, resumía el Journal des Débats al día siguiente su intervención.
Un derecho al trabajo general, absoluto e irresistible, que obligaría al Estado a emplear a todo aquel trabajador que así lo reclamase, convertiría a ese Estado en el principal –y pronto, el único– empresario del país; tendría que servirse de la regulación fiscal para mantener semejante maquinaria industrial y “acumulando así en sus manos todos los capitales de particulares, el Estado se convertiría al fin en el único propietario de todas las cosas”. Eso, insiste, no es democracia, sino comunismo[18]. También Duverguer de Hauranne, en su intervención, señalaba al derecho al trabajo como el primer paso para la abolición del derecho de propiedad, objetivo del socialism[19].
Del mismo modo que Duverger de Hauranne, Tocqueville conocía bien las obras de aquellos primeros socialistas utópicos como Fourier, Robert Owen, Saint- Simon, Proudhon[20] o Louis Blanc, que proponían nuevos sistemas sociales y en todos los cuales reconocen ambos el ascendente de Babeuf (“por todas partes aparecen doctrinas singulares con nombres diversos, pero todas con el rasgo común de negar el derecho de propiedad. (…). Si los libros de esos novadores están a menudo escritos en una lengua bárbara o ridícula, si los procedimientos que indican parecen inaplicables, no deben tomarse a la ligera semejantes fantasías” de “vanos utopistas (…), demagogos peligrosos”; “unos pretenden reducir la desigualdad de fortunas, otros la desigualdad de inteligencia, un tercero se propone nivelar la más antigua de las desigualdades, la del hombre y la mujer…”[21]). Entre ese marasmo de nuevas ideas que preconizaban los socialistas, esos “alquimistas de nuestro tiempo”[22], él cree reconocer sin embargo tres rasgos característicos comunes: 1) “una llamada enérgica, continua, inmoderada, a las pasiones materiales del hombre” y al “consumo ilimitado”[23]; 2) el ataque constante a los principios de la propiedad individual (de las teorías que la sitúan como “el origen de todos los males de este mundo” a los que aseguran que “la propiedad es un robo”[24]); y 3) la desconfianza profunda hacia la libertad y el desprecio por el individuo.
Porque, más allá de la polémica sobre la inclusión constitucional o no de un derecho al trabajo, Tocqueville entendía que lo que realmente estaba en juego era la cuestión del socialismo. Y el Journal des Débats, de opinión semejante, lo entendía como “un lema de insurrección y un elemento de guerra civil”[25]. El debate tenía lugar a la sombra de la insurrección, y a esos “hechos recientes”, al hecho de que en las barricadas se gritase “¡Viva la república democrática y social!”, es que nuestro autor no quiere sustraerse, a pesar de que, como señala, nadie se atreve a hablar de ello[26]. Louis Blanc, miembro del gobierno provisional de febrero e impulsor de los Talleres Nacionales que garantizaban de facto ese derecho al trabajo y cuya clausura desencadenó los acontecimientos de junio, ya había advertido de que la República era sólo el medio, y el fin, la reforma social; y Considerant, en un pasaje que recuerda a la ola democrática irresistible que Tocqueville describía en su Introducción de 1835 a La Democracia en América, vaticinaba que había llegado su hora: así lo probaban, según él, la historia y las leyes de la vida universal, y ninguna fuerza ni soberanía podría aplastarlo[27].
También Tocqueville venía avisando de esa inminente revolución socialista, y de la agitación sorda que, desde hacía tiempo, recorría a las clases inferiores a las que las leyes mantenían excluidos de la vida pública: en su escrito De la classe moyen et du peuple anteriormente citado (un borrador inconcluso de un manifiesto para la Jeune Gauche de 1847) no dudaba en señalar que “el tiempo se aproxima en que el país se hallará nuevamente dividido en dos verdaderos partidos. (…) Pronto, no cabe duda, la lucha de los partidos políticos se establecerá entre aquellos que poseen y aquellos que no poseen. Y el gran campo de batalla será la propiedad…”[28]. Aún un mes antes de los sucesos de febrero que desembocaron en la abdicación de Luis-Felipe de Orleans, el normando insistía a sus pares en la Asamblea si acaso no sentían “el viento de la revolución que está en el aire (…). Estamos sobre un volcán”[29], y es que, al igual que hiciera Karl Marx en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852), Tocqueville parecía entender que se hallaba ante la primera de las revoluciones socialistas que tomarían el relevo a las revoluciones liberales, la batalla definitiva entre “el orden y la revolución social” y el principio de la “era del capital” tal y como la definió Hobsbawm[30]. Y por ese motivo reclamaba a la Asamblea: “es necesario que sepamos, que la Asamblea Nacional sepa, que Francia entera sepa si la Revolución de Febrero es o no una revolución socialista”[31].
Tocqueville, sin duda, se situó en este debate del lado del “partido del orden”, esa “república burguesa”[32] y conservadora surgida de las elecciones constituyentes de mayo (“quiero que está sea una revolución seria, porque quiero que sea la última”[33]). Pero tal y como comprobaremos, no siempre fue esa su posición; ya en su anteproyecto a la Constitución había anunciado explícitamente que “La República tiene el deber de proteger al ciudadano en su persona, su familia, su domicilio y su propiedad, de proveer la asistencia o el trabajo a aquellos que no pueden procurarse medios para su subsistencia, de extender la instrucción gratuita…”[34]; sin embargo, en una “posición evolutiva”[35] y contrariado por las revueltas obreras de junio y la violencia aparejada, cambió de opinión y sostuvo la defensa de la asistencia pública (“principio de caridad cristiano aplicado a la política”) como una vía opuesta al socialismo: “Sí, la Revolución de Febrero debe ser cristiana y democrática; pero no debe ser socialista”[36].
2. El estado social, las clases sociales y la cuestión social
Tocqueville, desde luego, no fue ajeno a las cuestiones sociales de su época, a las que prestó especial atención. Comúnmente invocado como uno de los padres de la ciencia sociológica que estaba a punto de nacer, es de sobra conocido por la revolución epistemológica que supuso su concepción de la democracia, entendiéndola, antes que como una forma de gobierno (siendo la soberanía popular sólo su consecuencia y no su principio), como un “estado social” cuya característica mayor es la igualdad de condiciones, su “hecho generador”[37].
Raymond Boudon ha presentado ya en nuestro siglo a Tocqueville como un precursor de lo que más tarde se llamaría “individualismo metodológico”, en el que la agregación de comportamientos individuales influidos por la estructura social acaba por producir a su vez efectos de estructura, y eso sería precisamente lo que nuestro autor llamó “estado social”[38]. Por “estado social” Tocqueville entendía el conjunto de modos de vida, de relaciones sociales, de formas de pensar que engendran una autoridad ajena a la esfera política[39]. En el caso del “estado social democrático”, su elemento esencial residía en la igualdad, y su concepción servía para superar la tradicional antinomia entre sociedad civil y gobierno. Pero el mismo concepto de “estado social” no era desde luego un neologismo acuñado por Tocequeville: había sido utilizado ya por Sièyes en su
¿Qué es el Tercer Estado? (1789)[40] y por Bonald en un escrito de 1805[41]; por Constant en su Mémoires des Cent Jours (1829), y por Guizot en las Histoire de la civilisation en France (1823) e Histoire de la civilisation européenne (1828), así como en su Washington(1839)[42]. Particularmente destacable es el uso que del término “estado social” hace el conde de Saint-Simon, fundador de una de las escuelas socialistas utópicas principales, ya desde 1817, primero como opuesto a estado de naturaleza, y poco más tarde como resultado ya de la opinión pública, el sistema político y la prosperidad social; lo hará en El organizador (1819), precisamente en el capítulo dedicado al papel de la autoridad en las sociedades modernas, donde hace hincapié en el rol de la voluntad de la opinión pública para el perfeccionamiento del “estado social”[43], lo cual parece avanzar ya muchas de las ideas que posteriormente expondría Tocqueville en su Democracia en América cuando trata el tema de la autoridad de la opinión pública en las sociedades democráticas. En enero de 1849, tras los acontecimientos del año precedente, Guizot respondía a Tocqueville con un De la democratie en France, donde se quejaba amargamente de que el caos se ocultaba tras el término omnipresente de “democracia”, voz soberana y talismán de la época, “estado social [y] la condición permanente de nuestra nación”[44]. Otro sansimoniano puntero, Michel Chevalier en este caso (director del periódico Le Globe entre 1830 y 1832 junto a Pierre Leroux), influyó poderosamente en la elaboración del concepto tocqueviliano de estado social, que también él vinculaba a la democracia –pero entendiendo la “democracia” exclusivamente como las clases obreras o pobres campesinas: porque “la democracia tiene frío, sed y hambre; [y] merece cambiar de condición”[45]. El polytechnicienChevalier, tras su salida de prisión por su pertenencia a la “secta” sansimoniana, también fue enviado por el gobierno de Thiers a Estados Unidos en 1833 para estudiar el sistema de ferrocarriles y comunicaciones norteamericano[46], donde permaneció seis meses; las crónicas de ese viaje fueron publicadas en el Journal des débats entre 1833 y 1835 con gran éxito de público (recogidas luego en sus Lettres sur l’Amérique du Nord), y sin duda tuvieron un poderoso ascendente sobre la obra de Tocqueville, con quien empezó una competición que no escapó a los lectores de su época. En la carta 32, afirmaba: “no existen en América más que dos clases: “la burguesía y la democracia”[47].
Famosa es también la cita de El Antiguo Régimen y la Revolución (1856) de Tocqueville, “hablo de clases, porque de ellas solas debe ocuparse la historia”[48] que tanto recuerda a la máxima marxista “la lucha de clases es el motor de la historia” del Manifiesto Comunista (1848). En la obra póstuma de Tocqueville el concepto de clases es sin duda omnipresente y juega un papel fundamental, llegando a afirmar que “la división de clases fue el crimen de la antigua monarquía”[49], pero el autor llevaba utilizándolo años antes del Manifiesto Comunista.
A priori, la idea de que las modernas sociedades democráticas se caracterizan por la igualdad de condiciones podría parecer incongruente con la visión de esa misma sociedad dividida en clases sociales. Pero además de los cambios democráticos, Tocqueville también tuvo ocasión de observar que el nuevo sistema industrial producía, además de bienes materiales, dos clases antagónicas[50]. Y es que como apunta Vernazza, “después de la democracia, Tocqueville descubrió el capitalismo”[51].
La idea contenida en El Antiguo Régimen y la Revolución de que la monarquía absoluta había allanado el camino hacia la igualación de condiciones pero al mismo tiempo había creado la enemistad de clases entre la burguesía y la aristocracia, al prescindir de instituciones como los Estados Generales en los que aún podían ambas reencontrarse, estaba ya de algún modo prefigurada en su Memoria sobre el pauperismo (1835), redactada tras un viaje a Inglaterra; contra la tradicional división feudal en tres estamentos siguiendo la teoría de los tres órdenes, Tocqueville defendía allí que siempre hubo sólo dos categorías: la población que trabaja la tierra sin poseerla, y los que la poseen sin cultivarla[52]. La “clase privilegiada”, así, que gozaba de un “ocio heredado”, se oponía a la clase trabajadora, división social que recuerda a la esbozada por el conde de Saint-Simon entre “clases productoras” y “clases ociosas” en su famoso inicio de El Organizador (“Supongamos que Francia pierde súbitamente a sus primeros cincuenta físicos, a sus primeros cincuenta químicos…”); pero ya antes, en sus Cartas de un habitante de Ginebra, Saint-Simon había reconocido una división tripartita: “…diferentes fracciones de la humanidad, que divido en tres clases: la primera (…), compuesta de sabios, artistas, y todos aquellos que poseen ideas liberales. (…) la segunda, (…) todos los propietarios opuestos a la innovación (…). La tercera, vinculada a la palabra igualdad, engloba a la mayor parte de la humanidad”[53]. Los fourieristas como Considerant dividían igualmente la sociedad en tres clases: pobre, media y rica, entre las cuales debían mediar relaciones de armonía[54].
Tocqueville sin embargo reduce aquella división tripartita en aristocracia, burguesía y pueblo a una oposición antinómica, si antes entre los que cultivaban la tierra y los que la poseían (enfrentamiento que se zanjó con la Revolución Francesa), ahora entre los industriales y sus trabajadores, ha de admitir, lo que anunciaba la próxima revolución socialista que tanto teme él. La lucha de clases entre aristocracia y burguesía de 1789 se había visto sustituida en 1848 por la batalla entre burguesía y proletariado; así recordaba sus vaticinios previos a los acontecimientos de febrero en el Discurso sobre el derecho al trabajo, entendiendo aquella situación como una “derogación profunda de los principios más sagrados de la Revolución Francesa”: una nueva clase privilegiada que acumulaba en Francia, “como en las pequeñas aristocracias exclusivas”, todos los derechos, poderes, honores, la vida política toda entera, dejando que la intriga y la corrupción sustituyesen a la virtudes públicas, deteriorándolo todo y presagiando ya los sucesos confirmados en 1848:
“Veía yo dos clases, una pequeña, la otra numerosa, separándose poco a poco la una de la otra; llenas, una de celos, de desconfianza y de cólera, la otra de despreocupación, y a veces de egoísmo y de insensibilidad; (…) veía a esas dos clases marchando de forma aislada y en direcciones tan contrarias, que entonces ya dije: el viento de las revoluciones se levanta, y pronto la revolución va a venir”[55].
En el segundo volumen de La Democracia en América (1840) había analizado ya este fenómeno que surge de la sociedad industrial en un pequeño capítulo que lleva por título “Cómo la aristocracia podría surgir de la industria”[56]; su segundo viaje a Inglaterra en 1835, donde visitará ciudades industriales como Manchester, Liverpool o Birmingham, será el causante de esta nueva sensibilidad hacia los efectos de la industrialización que, del mismo modo que las antiguas sociedades aristocráticas, divide a las sociedades democráticas entre “algunos hombres muy opulentos y una multitud muy miserable”. Las ideas contenidas en este capítulo provienen en buena medida del libro del vizconde Alban de Villeneuve-Bargemont, Économie politique chrétienne, ou recherches sur la nature et les causes du paupérisme en France et en Europe (1834), cuyo primer capítulo se titula de hecho “La nueva feudalidad” y que sirvió igualmente de inspiración para la Memoria sobre el pauperismo de Tocqueville[57]. Lo que le preocupa en este caso es cómo esa desigualdad de condiciones aristocrática puede introducirse en la sociedad igualitaria, arrebatando a los más la libertad política: lo advertiría nuevamente en 1847, señalando a una legislación que excluye a las “clases inferiores” de la participación en la vida pública mientras concentra todos los derechos políticos en una sola clase, que ahora llama “clase media”[58].
“El patrón y el obrero no son nada semejantes y cada día difieren más. Sólo se relacionan como los eslabones extremos de una larga cadena. Cada uno ocupa un lugar que está hecho para él y del que no sale nunca. El uno está en una dependencia continua, estrecha y necesaria con relación al otro y parece nacido para obedecer como éste para mandar. ¿Qué es esto sino la aristocracia?”[59].
Tocqueville achaca esa nueva desigualdad y la sujeción de dependencia que conlleva (que es distinta sin embargo a la desigualdad feudal, porque no crea lazos de solidaridad recíproca) precisamente a la división del trabajo:
cuando un obrero se ocupa sólo de un mismo detalle todo los días, la producción crece y se perfecciona, como había descrito Adam Smith en La Riqueza de las naciones (1776), pero “el hombre se degrada a medida que se perfecciona como obrero”; deja de pertenecerse a sí mismo, nos dice, para pertenecer a su profesión, en lo que parece prefigurar el concepto de alienación de Marx. El obrero se hace más débil, más limitado y más dependiente; (…) la ciencia industrial rebaja constantemente la clase de los obreros, y eleva la de los amos: y así es como la desigualdad se instala en las sociedades de iguales.
“Así, a medida que la masa de la nación se vuelve hacia la democracia, la clase particular que se ocupa de la industria se hace más aristocrática. Los hombres se muestran cada vez más semejantes en una y más diferentes en la otra, y la desigualdad aumenta en la pequeña sociedad en la proporción en que decrece en la grande”[60].
Tocqueville afirma en una nota que esta cuestión, el “mayor problema de nuestros días”, merece por sí sola un libro, que sin embargo nunca llegará a escribir. El desarrollo industrial en Estados Unidos no se hallaba en una fase tan avanzada como en Inglaterra; su economía, basada en la pequeña propiedad local, parecía ajustarse mejor a las condiciones para la ciudadanía democrática. Así, en otra nota preparatoria para este capítulo apunta: “Ejemplo de Inglaterra. Estado lamentable de las clases obreras en ese país. Lo que vuelve al americano del pueblo un hombre tan inteligente, es que la división del trabajo no existe, por así decir, en América. Cada uno hace un poco de todo (…) Gran causa de la superioridad en los asuntos comunes de la vida y del gobierno de la sociedad”[61].
Ese “mayor problema de nuestros días” al que aludía Tocqueville es sin duda la cuestión social, concepto que empieza a aparecer en el debate público ya desde la década de 1830, aunque su circulación no alcanzará su cénit hasta la segunda mitad de siglo. El término de “cuestión social” fue acuñado por los círculos fourieristas (tanto Jules Lechevalier como Victor Considerant, directores de la revista societaria La Réforme Industrielle, lo utilizaban ya en 1833 y 1834)[62], y denota un nuevo acercamiento a la realidad de la pobreza desde posturas ideológicas más modernas, que consideran que ni es natural, ni un problema exclusivamente individual, ni debe dejarse en manos de la caridad privada, porque es fruto de la mala organización del sistema de trabajo en la nueva economía industrial.
Tocqueville no utiliza nunca esta expresión, y prefiere seguir hablando de “pauperismo” que tal y como ha señalado el estudio conceptual de Capellán de Miguel[63], corresponde a la concepción de la pobreza propia de una sociedad preindustrial y preurbana, así como a una mentalidad más conservadora que considera la pobreza algo natural y cuyo remedio se deja en manos de la voluntad, ya sea individual o institucional; con una visión secularizada y consciente de su alcance social en las nuevas sociedades industrializadas, en Gran Bretaña siguió primando sin embargo el uso de este vocablo, que influyó sin duda a Tocqueville durante sus dos viajes a Inglaterra. Porque más allá del debate ideológico que subyace en ambos términos, pauperismo y cuestión social, nuestro autor no fue insensible ante el espectáculo de la miseria; y durante su visita a Birmingham describió la ciudad como “un inmenso taller en el que todo es negro, sucio y oscuro, aunque escape de ella en todo instante plata y oro. (…) Desde esta sucia acequia (…) de esta cloaca inmunda sale oro puro (…) aquí la civilización realiza maravillas y el hombre civilizado se convierte casi en un salvaje”[64]. De Manchester no extrajo mejor impresión, y ante el paisaje de las pésimas condiciones de vida y salubridad de los barrios obreros, escribió el siguiente testimonio a Marie Mottley:
“Aquí está el esclavo, ahí el amo. Allí, las riquezas de algunos; aquí, la miseria de la mayoría. Allí, las fuerzas organizadas de una multitud producen, en beneficio de uno solo, aquello de lo que la sociedad todavía no ha sabido dotarse; aquí, la debilidad individual se muestra aún más frágil y desamparada que en medio del desierto”[65].
Si en su primer viaje a Inglaterra en 1833 Tocqueville visitó Londres y Oxford, donde volvió a reencontrarse con el “principio democrático” de, como la definió Montesquieu, “una república escondida bajo la forma de una monarquía”[66], su segundo viaje en 1835 y la visita a Manchester cambiaron esta perspectiva, inscribiéndolo ahora de forma indirecta en el legado de Rousseau, cuando señalaba el contraste entre el desarrollo de las artes y las ciencias y la ausencia de progreso en la condición humana[67]. De este viaje es fruto su Memoria sobre el pauperismo (1835), presentada ante la Société Royale Académique de Cherburgo de la que era miembro, así como una Segunda memoria que no llegó a ver la luz (1837).
Porque si el adelanto material tenía lugar principalmente en Gran Bretaña, fue en Francia donde más desarrollo “y más tempranamente” conoció la reflexión teórica sobre la pobreza. Así, Charles de Remusat escribía con orgullo en 1840: “No hay ningún país donde los espíritus se hayan preocupado con mayor constancia que en Francia de la suerte de los pobres y de los medios para aliviar sus miserias”[68]. Su apóstol fue sin duda Charles Fourier, quien desde 1830 venía denunciando el proceso industrializador inglés como un fracaso que había creado una “clase pobre” insatisfecha, y donde el socorro a los indigentes sólo servía para multiplicar el número de mendigos (idea que cinco años más tarde repetiría el propio Tocqueville). Frente a ese problema, él exponía su teoría societaria de la atracción pasional, para proponer un sistema alternativo que no desincentivara al trabajador[69]. En cuanto al trabajo de campo, el primero publicado en Francia con impactantes datos sobre las condiciones de vida de la población más empobrecida fue el del socialista André Guèpin, Nantes au XIXè siècle (1835), estela que luego seguiría el propio Tocqueville con su Lettre sur le paupérisme en Normandie dirigida a su hermano Hyppolite (1837).
En 1834, los hombres de Estado ingleses aún afrontaban el problema de la Poor Law (Ley de pobres) con la ayuda de los principios básicos del individualism[70]; en la Memoria sobre el pauperismo tocqueviliana, por el contrario, asoma el sociólogo que se distancia de los economistas liberales, al entender el fenómeno de la pobreza, “plaga horrible e inmensa pegada a un cuerpo pleno de vigor y salud”[71], no como resultado de conductas individuales, sino como una tendencia estructural de las sociedades modernas: cuanto más próspera es una sociedad más parece crecer en ella la miseria, y más se abre la brecha entre los que viven desahogadamente y los que han de recurrir a la caridad pública para sobrevivir. La Memoria arranca informando de que en Inglaterra la sexta parte de la población vive en la miseria (veinte años antes, Robert Owen aumentaba esa cifra hasta un 30%[72]). A través de una filosofía de la historia que no deja de recordar a la que exponía Rousseau en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), Tocqueville traza la evolución humana como una historia de desigualdad de condiciones fundamentada en la propiedad, donde sólo aparecería la igualdad en los dos extremos de la serie: el primitivo estado salvaje y las nuevas sociedades democráticas, y donde las necesidades básicas sufren paradójicamente un crecimiento constante a través de nuevas necesidades (tesis conservadora que más tarde seguiría el muy conocido Tableau de l’état physique et moral des ouvriers employés dans les manufactures de coton, de laine et de soie de 1840 de Villermé). Tocqueville reconoce ahí que la miseria de los campesinos no era igual que la nueva miseria que atenaza a la clase obrera, precisamente por ese aumento de las necesidades: “el hombre civilizado está infinitamente más expuesto a las vicisitudes del destino que el hombre salvaje”, y el progreso de la civilización expone a una infinitud de nuevas miserias. Y es precisamente por ese motivo que la ayuda al pobre se convierte en una obligación social[73].
Pero si la caridad privada resulta insuficiente para paliar la pobreza en una sociedad industrial, la caridad pública, considera, tiene efectos contraproducentes sobre la moralidad individual: “Toda medida destinada a fundamentar la caridad legal sobre una base permanente y que le otorga una forma administrativa crea así una clase ociosa y perezosa, que vive a expensas de la clase industrial y trabajadora”[74]. Tocqueville achaca la institucionalización de la caridad pública en Inglaterra al protestantismo y la clausura de monasterios, lo que llevó a Isabel I a sustituir el sistema de limosnas monacal por una beneficencia pública. Pero esta, lejos de paliar la pobreza, no ha hecho sino aumentar sus dimensiones: desincentiva el trabajo e institucionaliza la desigualdad, al constituirse como una situación de inferioridad sancionada por la legislación (lo cual conculca la misma idea del Derecho y de igualdad frene a la ley) y de la que el pobre no puede salir (situación que compara con la del siervo de la gleba); aumenta las distancias entre ricos y pobres, rompe el vínculo social y los predispone al combate, en una descripción que se parece mucho a la lucha de clases y presagia la futura revolución.
Fourier, como veíamos antes, ya había criticado también este sistema de caridad legal, y antes que él, el economista Sismondi (1819), como instrumento ineficaz para paliar la miseria; el economista suizo, liberal crítico con la doctrina del laissez-fairey prescriptor de la necesidad de la intervención gubernativa “para regular el progreso del bienestar” (en contra de lo defendido por Jean-Baptiste Say, a quien Tocqueville leía desde bien temprano y del que dejó unas Notas a su obra), planteaba como alternativa la necesidad de una adecuada “organización social”[75], concepto clave también en El Organizador del conde de Saint-Simon antes citado, y puntal de todo el pensamiento posterior de las escuelas del llamado socialismo utópico. Tocqueville, desde luego, no llega a utilizar esta expresión de “organización social”, aunque sí se aproxima a veces a todos estos pensadores al situar el origen de las desigualdades sociales no en la imprevisión de las capas inferiores de la población, sino en la organización económica e industrial[76], así como en los remedios que propone; y frente a las políticas para paliar los males, apuesta por la prevención. En la primera Memoria sobre el pauperismo concede la necesidad de una caridad pública para ciertos casos (orfandad, enfermedad, vejez, o ayudas aplicadas de forma circunstancial a situaciones de calamidades públicas, pero nunca como un sistema general y permanente), y más allá, esboza algunas medidas para la prevención, como el freno de los flujos migratorios del campo a la ciudad, el establecimiento de una relación fija y regular entre la producción y el consumo de manufacturas, o facilitando a la clase obrera medidas de ahorro[77] que no llega a especificar.
En su Segundo artículo sobre el pauperismo (1837), y aunque no vio la luz en su momento, el autor va más allá, y propone como solución al problema industrial la distribución de la industria (del mismo modo que la solución al problema agrario había sido la distribución de la tierra, apunta): es necesario, dice, “dar al obrero un interés en la fábrica”, así como “hábitos de propiedad”[78], abriendo de este modo la puerta al cooperativismo iniciado ya en New Lanark por Robert Owen. Si en la primera Memoria ya había propuesto la “asociación de algunas personas caritativas” para dar un mayor impulso a la filantropía individual, ahora propone la extensión de las prácticas asociativas también al ámbito económico, como mutualidades y cooperativas solidarias, en lo que podría considerarse como la aplicación de la doctrina del interés bien entendido (utiliza el término explícitamente) a la economía: “es necesario que los ricos comprendan que la Providencia los ha hecho solidarios de los pobres y que no hay desgracias enteramente aisladas en este mundo[79]”:
“Tengo tendencia a creer que un tiempo se aproxima en el cual un gran número de industrias podrán ser conducidas de esta manera. A medida que los obreros adquirirán una educación más extendida y que el arte de asociarse por objetivos honestos y pacíficos progresará entre nosotros; cuando la política no se meterá en las asociaciones industriales y que el gobierno, tranquilizado acerca de su propósito, no negará a estas últimas su benevolencia y su apoyo, las veremos multiplicarse y prosperar. Pienso que, en los siglos democráticos como los nuestros, la asociación en todos los ámbitos debe poco a poco substituirse a la acción preponderante de algunos individuos poderosos”[80].
La idea de asociación, definida como “un procedimiento económico susceptible de aportar una respuesta eficaz a la cuestión social”[81], estaba ya muy presente en La Democracia en América, sin bien entendida, sobre todo, en términos de “asociación política” (DA I, II, cap. 4: la asociación libre de los ciudadanos como instrumento de prevención a la tiranía del Estado), pero también en ocasiones con un sentido que iba más allá: “las relaciones entre el obrero y el amo son frecuentes, pero no hay entre ellos una verdadera asociación”. Ese mismo sentido toma la idea de “asociación”, clave omnipresente, en el pensamiento de los reformadores sociales utópicos de la década de 1830, que frente a la lucha de clases optaban por la armonía social (Prosper Enfantin, Michel Chevalier, Buchez, Pierre Leroux, Considerant[82]…), pero también entró en el debate de los liberales a partir de 1840. Tocqueville se planteaba, en todo caso, esta idea de asociación de un modo distinto a aquellos socialistas que apostaban por una “reorganización social”: como una vía intermedia entre la caridad pública y la individual; unas asociaciones voluntarias con base local que volviesen a regenerar el vínculo entre el contribuyente altruista y el beneficiario (sin degradarlo), mejorando su eficacia a través de la gestión de un “fondo común” y que eventualmente podrían tomar la forma de una mutualidad asistencial o una caja de ahorros, de forma que la cohesión social quedase restaurada, superando el individualismo pero sin renunciar a un marco de libertad. Tocqueville apunta explícitamente a que este tipo de asociacionismo pondría así remedio a los “conflictos sociales”.
Si este asociacionismo surgía al margen y frente al Estado (tanto en política como en economía), los roles económicos y sociales que Tocqueville adjudica al Estado a lo largo de su obra son complejos y variables. En la La Democracia en América se mostraba enérgico contra la idea de un Estado providencial, que concebía como próximo al Estado absoluto y, auguraba, sería la futura forma del despotismo en las nuevas democracias:
“Por encima (…) se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurar sus goces y de vigilar su suerte. (…) Se parecería al poder paterno (…), pero no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia. (…) Trabaja con gusto para su felicidad, pero quiere ser su único agente y solo árbitro; (…) asegura sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales asuntos, gobierna su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias, ¿no puede quitarles por entero la dificultad de pensar y la pena de vivir?”[83].
Pero la exposición al problema del pauperismo durante su viaje a Inglaterra le hizo concebir otra postura con respecto al papel del Estado en cuestiones socioeconómicas; así, veíamos antes cómo en la Memoria sobre el pauperismo aceptaba la posibilidad de una administración que interviniese de forma puntual y en ámbitos bien delimitados, e incluso lo veía como una obligación. Ya en la propia Democracia en América aceptaba que la clase industrial debía ser “reglamentada, vigilada y contenida” y que las atribuciones del gobierno debían crecer en la medida en que lo hacía esa clase; la intervención del legislador era igualmente requerida, en su opinión, para la regulación de los salarios, que en la industria suponían una excepción a la ley del alza progresiva de los mismos en las sociedades democráticas[84].
Keslassy habla así de un “Estado situado”[85] en Tocqueville, en el que el gobierno y la administración pasarían a ser un actor fundamental de la economía, desarrollando todo un programa social y actuando en el sentido de una “distribución más igualitaria de los bienes de este mundo”. Esto es precisamente lo que proponía en el programa político redactado para la Jeune Gauche (partido que intentó lanzar en 1847 junto a otros diputados): junto a la creación de instituciones asistenciales como establecimientos crediticios, mutuas de socorro, instrucción gratuita, asilos, etc., proponía además medidas fiscales para paliar la pobreza, tales como la exención o al menos la redistribución proporcional de las cargas públicas[86].
Su posición al respecto sin duda se atemperó tras la deriva radical de la Revolución de Febrero; ya veíamos al principio cómo, frente a la enmienda sobre el derecho al trabajo, él se limitaba a esgrimir la caridad pública que tanto había denostado años antes y, a su lado, Thiers aún defendía la libre competencia como exclusiva “fuente de toda mejora de las clases pobres” y de lo que él llamaba el “sufrimiento de los pobres”[87]. En 1848 la reflexión en torno a la cuestión social había desplegado ya todas sus alas, y junto a autores como Considerant o Louis Blanc, el sansimoniano Michel Chevalier proponía un sinfín de medidas para mejorar la suerte de los obreros y reorganizar la sociedad en la Question des travailleurs (que en su traducción inglesa de ese mismo año tuvo un éxito inmediato e influyó poderosamente en el pensamiento social-liberal de Stuart Mill), mientras que Charles Laboulaye hablaba ya de una “democracia industrial”[88].
Ante semejante embate, los liberales tomaron una posición defensiva, por temor a todas esas nuevas ideas (y sus repercusiones revolucionarias en la arena política) que apenas una década antes habían despertado la curiosidad intelectual de nuestro autor. Pero aún en 1856, poco antes de su muerte, en una carta a Mme. Swetchine, conocida salonnière, Tocqueville concedía: “Coincido con usted en que la repartición más igualitaria de los bienes y los derechos de este mundo es el mayor objeto que deben proponerse aquellos que se ocupan de los asuntos humanos”[89].
3. Conclusiones: ¿Un Tocqueville socialista?
Una aproximación a las perspectivas socioeconómicas de la obra de Tocqueville, maestro del pensamiento liberal y democrático, se antoja novedosa y trasnochada al mismo tiempo. Jacob Peter Mayer, uno de sus editores pioneros en el siglo XX, afirmaba en 1939 que “el gran profeta de la edad de las masas estaba aún por descubrir”, y en 1968 no dudaba en buscarle, junto a los antagonismos, afinidades con el propio Karl Marx. Algo semejante había hecho ya un lustro antes Raymond Aron, artífice del “redescubrimiento” de Tocqueville, al comparar a Tocqueville y Marx en el primero de sus Ensayos (fruto de una serie de conferencias en Berkeley en 1963) sobre la libertad. En el caso estadounidense, fue Seymour Drescher el encargado de rescatar, también en la década de 1960, su vertiente de reformista social[90], una de las múltiples caras de Tocqueville que quedaría no obstante eclipsada en estudios posteriores.
La obra de Tocqueville se ha prestado a lecturas divergentes; y si tradicionalmente los debates europeos se centraban en la dimensión liberal de su pensamiento, en Estados Unidos se optó por el contrario por privilegiar su cariz republican[91]. Eduardo Nolla aún se quejaba en 2010 de que “no existe quizá otro punto en el que los críticos modernos de Tocqueville estén más de acuerdo que en su ignorancia de los cambios industriales que se operaban en América y Europa durante la primera mitad del siglo XIX…”. Aquí hemos podido comprobar, sin embargo, a la luz de sus escritos sobre el pauperismo y otros textos afines, que tal no fue el caso, y que la cuestión social que se cernía sobre las nuevas sociedades industrializadas y democráticas estuvo entre sus preocupaciones de cabecera, a pesar de su “antimaterialismo”[92].
El siglo XXI se estrenaba con la renovada recuperación de ese perfil más social de la mano de Éric Keslassy y su libro Le libéralisme de Tocqueville à l’épreuve du paupérisme (2000, tema al que consagró igualmente su tesis de doctorado en 2005), en el que planteaba como hipótesis, tras denunciar el característico olvido del aspecto social por parte de sus estudiosos, una potencial aporía infranqueable en la obra del autor: si su teoría de la democracia resistiría la fuerza disruptiva de la llamada cuestión social. Y si bien ha de concluirse que fue siempre hostil a la idea de un Estado empresario, las pruebas demuestran también que apostó fuerte por un Estado regulador de las relaciones económicas. En el prefacio a esta obra, Françoise Mélonio evocaba la voluntad de Tocqueville de ser “un liberal de nueva especie”, lo que implicaba para él apostar por “la vía de una sociedad solidaria”[93]. Keslassy y Jean-Louis Benoît editaron igualmente una antología de sus Textos económicos, donde Tocqueville aparece como un hombre preocupado “por las implicaciones de la economía en la esfera social y política”[94], y ese mismo año Benoît sacaba a la luz un Tocqueville moraliste en el que, a la vista de sus escritos sobre el pauperismo, sitúa al autor en la línea de los “filántropos” de orientación social-cristiana de la época[95]. También en ese año de 2004, Serge Audier, recuperando el conocido título de Raymond Aron, publicó una obra en la que cargaba las tintas igualmente contra la tendencia dominante a catalogar a Tocqueville como un liberal, al precio de inducir la confusión entre liberalismo político y liberalismo económico[96].
La lista podría ser hoy interminable; en mayo de 2005, con motivo de su bicentenario, tuvo lugar en Cerisy-la-Salle un gran congreso internacional donde se evidenciaron muchas de estas nuevas tendencias. Françoise Mélonio, en sus conclusiones al coloquio, explicaba esta multiplicidad de aproximaciones por las tres acepciones que el término “libertad” encuentra en el pensamiento de Tocqueville: la libertad liberal, la libertad republicana, y la libertad moral; la atención que se prestase a las condiciones sociales de esa libertad explicaría la preferencia por uno u otro sentido. Podría destacarse, por último, el más reciente artículo de Gianna Englert “The Idea of Rights: Tocqueville on the Social Question” (2017) que, al hilo de la renovada atención sobre sus escritos dedicados al pauperismo de la última década, vincula esta cuestión a su concepción de la necesaria extensión de los derechos políticos y al papel otorgado a la participación política como medio para superar la división de clases[97].
Pero este sumario repaso bibliográfico no basta para contestar a la pregunta de, si más allá de ciertas preocupaciones sociales, hubo algo del pensamiento socialista que cuajó en la obra de Tocqueville. Y es que, si bien está claro que Tocqueville no fue un promotor de reformas sociales a la manera en que lo fueron sansimonianos o fourieristas (a los que sin embargo leía con interés e incluso llegó a frecuentar en ciertos momentos, tal y como muestra Keslassy), lo que sí queda patente es que fue un autor crítico de las instituciones económicas de su época, persuadido como estaba de que la preservación del Estado democrático necesitaba también del desarrollo de nuevos tipos de solidaridades entre los ciudadanos[98]. Así, Keslassy o Vernazza no dudan en afirmar que el Tocqueville sencillamente liberal que presentan muchos de sus intérpretes resulta conceptualmente insostenible. Y a la disyuntiva entre un Tocqueville liberal o un Tocqueville republicano, añaden un Tocqueville “solidarista”; entre el liberalismo económico y el socialismo estatal, Tocqueville representa la búsqueda de una tercera vía que persiga la creación de una sociedad solidaria[99]. Una apuesta que sin duda coincide con el asociacionismo y el cooperativismo impulsado por aquellos socialistas premarxistas que fueron sus contemporáneos
Lo que queda claro es que Tocqueville no fue un liberal como los demás. Si bien hay pocas dudas acerca de su liberalismo político, este no parece plegarse a la idea de un liberalismo económico, por lo que no cabe remitirse a unas pocas citas contrarias al socialismo para zanjar la cuestión. Porque en sus Memorias parecía vaticinar, y no precisamente con desprecio, un futuro para esta nueva corriente política más prometedor:
“¿Siempre seguirá el socialismo bajo la tremenda presión de desprecio que han merecido los socialistas de 1848? Propongo esta pregunta sin contestarla. No dudo que con el tiempo las leyes fundamentales de nuestra sociedad moderna cambiarán (…) cuanto mejor conozco la variedad de las formas adoptadas en todas partes y en todos los tiempos por el derecho de propiedad, más me inclino hacia la convicción de que las llamadas instituciones necesarias son frecuentemente instituciones por el puro azar de haberse acostumbrado a ellas y que, por tanto, existen muchas más posibilidades en el campo del orden social de lo que se imaginan los hombres que viven dentro de una determinada sociedad”[100].
La pluralidad de las preocupaciones implícitas en este “gran regreso” de Tocqueville en lo que llevamos de siglo XXI parece deberse en parte a su propia y compleja personalidad (el propio Lucien Jaume no dudaba en estructurar su libro en torno a la existencia concéntrica de “varios Tocquevilles”[101]): un hombre cuajado de contradicciones, a veces seducido por el optimismo de un futuro dominado, otras incapaz de no ceder a la nostalgia de un pasado idealizado. Sostuvo una actitud ambivalente tanto con respecto a la Revolución como en lo relativo a la sociedad de clases medias que se estaba desplegando ante sus ojos. Por eso las inquietudes que le asaltaron al enfrentarse al aumento del igualitarismo moderno son cuestiones que sin duda no recibirán jamás respuestas definitivas[102].
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Notas
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