Resumen: En el presente trabajo sostendremos que Marx y Engels no se limitaron a denunciar la explotación económica. Su crítica incidió de igual modo en la degradación espiritual de las víctimas del capital. Y, en consonancia con otros teóricos socialistas y no socialistas, señalaron que el capitalismo también era responsable de un empobrecimiento estético y de un ocaso de las artes. Marx no escribió un trabajo específicamente estético, pero sí esbozó algunas reflexiones y comentarios que demuestran su interés por el arte y la literatura. Tales consideraciones, y asimismo las de Engels, abren perspectivas muy interesantes para meditar sobre el destino del arte en las sociedades capitalistas.
Palabras clave: Marx, Engels, Capitalismo, Estética, Arte.
Abstract: In this paper we will argue that Marx and Engels did not limit themselves to denouncing economic exploitation. His criticism had an equal impact on the spiritual degradation of the victims of capital. And, in line with other socialist and non–socialist theorists, they pointed out that capitalism was also responsible for an aesthetic impoverishment and a decline in the arts. Marx did not write a specifically aesthetic work, but he did outline some reflections and comments that demonstrate his interest in art and literature. Such considerations, and also those of Engels, open very interesting perspectives to meditate on the fate of art in capitalist societies.
Keywords: Marx, Engels, Capitalism, Aesthetics, Art.
Artículos
Empobrecimiento estético y ocaso de las artes en la sociedad capitalista. Una aproximación a las reflexiones estéticas de Marx y Engels
Aesthetic Impoverishment and Decline of the Arts in Capitalist Society. An Approach to the Aesthetic Reflections of Marx and Engels
Recepción: 01 Abril 2022
Aprobación: 01 Julio 2022
Marx no manejó un concepto estrechamente economicista de explotación, toda vez que a su juicio el capital usurpa y vampiriza la vida entera de los miembros de la familia obrera, provocando un descuartizamiento de los lazos antropológicos más elementales. Esta es una premisa fundamental. Encontraremos en muchas páginas escritas por Marx unos escenarios pavorosos y dantescos, definidos por “el tormento del trabajo excesivo” y el subsecuente “empobrecimiento físico y espiritual de la vida del obrero”.[1] Si, con el desarrollo del modo capitalista de producción, todas las relaciones humanas fueron reducidas a puro material humano listo para ser explotado, no será el propio Marx el que pierda de vista todas las relaciones humanas “no económicas” que con ello iban desmoronándose. La depauperación se mostrará en sus análisis no como un fenómeno reducido a lo estrictamente económico, sino como un proceso más amplio que —sin dejar de estar obviamente relacionado con la explotación salarial impuesta por la lógica estructural de un modo de producción despiadado— conllevaba asimismo una corrosión moral y cultural de las masas obreras; su deterioro “espiritual”, en definitiva. Esto último siempre estuvo presente en el horizonte teórico de Marx, y en el de Engels. No parece que sucumbiera, por lo tanto, a un desciframiento economicista de la realidad humana, aunque muchos de sus epígonos sí lo hicieran ulteriormente. Léanse con atención algunos de los dramáticos pasajes de “La jornada de trabajo”, capítulo que constituye una de las piezas más relevantes dentro de la principal obra marxiana, y verifíquese que el drama allí dibujado no se reduce a una cuestión puramente salarial.
El tiempo que el capital sustrae al obrero es un tiempo vital. Toda la crítica marxiana a la “enajenación del trabajo” tiene la intención de hacer ver que ese proceso de extrañamiento del obrero “mortifica su cuerpo y arruina su espíritu”, conllevando finalmente una “pérdida de sí mismo”.[2] Las críticas del joven Marx se deslizan por unas coordenadas que, en ciertos aspectos nucleares, coinciden con ciertos elementos del “romanticismo anticapitalista”. Se intensifica la “desvalorización del mundo humano” a medida que crece la “valorización del mundo de las cosas”.[3] No hay economicismo en estas consideraciones. La sustancia vital de aquellos seres humanos proletarizados era permanentemente sacrificada en los altares del capital. Su tiempo para la vida familiar, para el ocio y el descanso; su tiempo para el disfrute de las relaciones lúdicas y sociales, e incluso su tiempo para la religión, todos esos “tiempos antropológicos”, quedaron pulverizados y arrasados sin contemplaciones.
Ya el joven Marx había advertido que la deformación de esos seres humanos reducidos a mercancía no es un asunto exclusivamente económico. El capital fagocita todo el tiempo del ser social del hombre, que se ve así reducido a la más tosca condición de animal de carga. “Pero la Economía Política sólo conoce al obrero en cuanto animal de trabajo, como una bestia reducida a las más estrictas necesidades vitales”.[4] Y, a renglón seguido, Marx cita —suscribiéndolas— unas palabras de Friedrich Wilhelm Schulz: “Para cultivarse espiritualmente con mayor libertad, un pueblo necesita estar exento de la esclavitud de sus propias necesidades corporales, no ser ya siervo del cuerpo. Se necesita, pues, que ante todo le quede tiempo para poder crear y gozar espiritualmente”.[5] Pero los hombres y las mujeres enrolados en el modo de producción capitalista se deslizan por una senda de bestialización. Su existencia va quedando reducida al desenvolvimiento de las funciones animales.
La antropología filosófica del joven Marx es determinante, en este asunto. Mientras que el animal es “inmediatamente uno con su actividad vital”,[6] la actividad vital consciente de los hombres logra trascender la funcionalidad estrictamente orgánica. Es cierto que algunos animales también “producen” (construyen nidos, madrigueras o panales, por ejemplo), pero lo hacen únicamente en aras de las necesidades físicas inmediatas, apegados en todo momento a su limitado repertorio instintivo. Los animales (incluidos aquellos cuyo comportamiento es más complejo e inteligente) despliegan su actividad en una inmanencia biológica, “mientras que el hombre produce incluso libre de la necesidad física”.[7] He aquí un nudo teórico importante en la concepción marxiana. El animal actúa sobre el mundo “únicamente según la necesidad y la medida de la especie a la que pertenece”, mientras que el hombre puede incidir en el mundo generando una objetividad que trasciende la inmediatez vital de la supervivencia física. El hombre no se adapta mecánicamente a un hábitat, sino que produce con sus manos un mundo; “por ello el hombre crea también según las leyes de la belleza”.[8] O lo seguiría haciendo, como siempre lo hizo durante milenios, si hoy no estuviese alienado por un sistema económico deshumanizador. Porque Marx advertirá, como veremos enseguida, que esa forma específica de producir “según las leyes de la belleza” (esto es, el trabajo artístico) corre serio peligro, en la sociedad capitalista.
Mediante el trabajo los hombres han venido creando la objetividad de su mundo. También Engels había otorgado a “las manos que trabajan” un papel determinante en la evolución de la especie humana. El paso decisivo en el proceso mismo de la hominización fue la “liberación de la mano”. El hombre se constituye como animal técnico. Hubieron de pasar decenas de miles de años, hasta que nuestros ancestros fueron capaces de transformar un simple guijarro en un cuchillo o en un hacha. Pero la utilización cada vez más sofisticada de las manos —la progresiva adquisición de nuevas aptitudes que se transmitían de generación en generación— condujo a una objetivación del mundo cada vez más elaborada. Pero la mano no es solamente el órgano del trabajo, sino que aquella es también el producto de este.[9] Sea como fuere, el ser humano no se adapta al entorno, sino que lo transforma; lo produce, en definitiva. Hasta que esas demiúrgicas manos fueron capaces de producir, concluye Engels, “los milagros de los cuadros de Rafael, de las estatuas de Thorvaldsen, de la música de Paganini”.[10] En efecto, esas manos que trabajan también han sido capaces de producir una objetividad específica, que atiende a las leyes de la belleza. Una actividad tal es exclusiva de los hombres. Solo ellos pueden tener una relación estética con el mundo, produciendo belleza o aprehendiéndola. Pero el capitalismo está mermando esa facultad humana; la está atrofiando.[11]
Cabe sostener que, si bien es cierto que Marx y Engels tildaban de reaccionarias todas las propuestas anticapitalistas que fabricaban ensoñaciones retrógradas, enhebrando nostálgicas propuestas de un retorno a pretéritas formas sociales precapitalistas, no por ello se debe pensar que estaban absolutamente desconectados de aquellos escritores románticos que impugnaban el devenir deshumanizador de la sociedad industrial. El advenimiento traumático de la fábrica, que a pesar de todo fue progresivo en lo que tiene que ver con el desarrollo mastodóntico de las fuerzas productivas, conllevó una despiadada trituración de inveteradas formas de vivir y trabajar. Y algo humano se perdió por el camino, a pesar del indubitable avance en lo tecnológico y en lo material. Debiéramos entender que esa crítica romántica a la modernidad industrial, por lo que esta tuvo de alienación maquínica; por lo que tuvo de apoteosis absoluta de los valores cuantitativos, o por la extensión implacable del “espíritu de cálculo” a todos los dominios de la vida social y espiritual, que esa impugnación romántica a la modernidad capitalista, decíamos, en absoluto pasó desapercibida a los autores de Das Kapital.[12] Y es que aquella gigantesca transformación desencadenó algunos efectos poco encomiables, incluso para unos pensadores tan eminentemente “progresistas”. La nueva sociedad burguesa sumergió a los seres humanos “en las aguas heladas del cálculo egoísta”, aseveraban con tono dramático en el Manifestder Kommunistischen Partei (1848). La vida social y familiar quedó despojada de cualquier ropaje que aún conservara alguna tonalidad sentimental, hundiéndose en la gelidez de las relaciones dinerarias. Muchas cosas fueron destejidas para siempre. Emergió un nuevo mundo, en el cual la dignidad humana quedó “disuelta” en el frío valor de cambio. Todo lo sagrado había sido profanado.[13] Es justamente aquí donde Marx y Engels se “reencuentran” (en algunos aspectos y hasta cierto punto) con la tradición romántica. Incluso el tema del arte, solo tratado de manera puntual y fragmentaria por Marx y Engels, sirve no obstante para mostrar que su concepción —en lo que tiene que ver con los demoledores efectos antropológicos del capitalismo— no era estrechamente economicista. También son significativos los elogios de Engels a Thomas Carlyle, autor de Past and Present (1843).[14] Consideraba que era el único de la clase “respetable” que había tenido la decencia de abrir los ojos y describir los horrores de la sociedad capitalista.[15]
Puede hablarse de una “dimensión romántica” del pensamiento de Marx, en su juventud e incluso en su madurez.[16] Señalaba Ernst Fischer que el romanticismo supuso una “protesta” contra el orden burgués; el talante romántico se oponía a la “dura prosa de los negocios y el lucro”. El rasgo común a todos los románticos, con independencia de que fuesen reaccionarios o revolucionarios, era su antipatía por el capitalismo. Consideraban que la sociedad industrial era esencialmente antipoética y antiartística.[17] El desasosiego romántico desembocó, en muchas ocasiones, en una crítica del orden social. Fischer llegó a sostener que el romanticismo fue “una fase primitiva del realismo crítico”.[18]
Marx nunca escribió un trabajo específico sobre la cuestión del arte, y menos aún un tratado de estética. Aunque, al parecer, proyectó hacerlo (también llegó a concebir un estudio sobre Balzac, que nunca escribió). En sus años universitarios (primero en Bonn y después en Berlín) dedicó mucho tiempo al arte y a la literatura. Escuchó las conferencias del anciano August Wilhelm Schlegel, egregia figura del romanticismo alemán. Llenó muchos cuadernos de versos, e incluso llegaría a publicar algún poema. Pero ya en esa época empezó a entender que le había tocado vivir en un tiempo prosaico y antipoético. Las relaciones económicas del presente eran manifiestamente refractarias a la verdadera creación artístico–literaria.[19]
Marx leyó literatura con voracidad, y entre sus escritores predilectos se encontraban Esquilo, Shakespeare, Dante, Cervantes, Goethe, Walter Scott o Balzac.[20] Contaría Paul Lafargue que su suegro (tuvo por esposa a Laura Marx) era un lector compulsivo de literatura clásica y moderna. Su capacidad intelectual era mastodóntica, y su energía mental inagotable. Se sabía de memoria obras enteras, de los mencionados autores. En muchas ocasiones leía simultáneamente dos o tres novelas, saltando sin problema de la una a la otra. Cuando sus hijas eran pequeñas, y los domingos salían a dar un paseo por las afueras de la ciudad, les contaba interminables cuestos fantásticos, pergeñados por él mismo.[21] Su otra hija, Eleonor Marx (conocida en su familia como Tussy) también recodaría esas hermosas caminatas acompañadas de narraciones maravillosas, muchas de las cuales tenían el sabor de los relatos de E. T. A. Hoffmann, el célebre escritor romántico, también admirado por Karl Marx.[22] Anselmo Lorenzo, un revolucionario español y dirigente obrero, cuenta que, cuando fue a visitar a Marx en 1871, se asombró de que este pudiera mantener una fluida conversación en lengua española. Quedó fascinado, al comprobar los profundos conocimientos que tenía sobre la literatura española, emitiendo juicios competentes sobre Calderón, Lope de Vega y Tirso de Molina.[23]
A los fundadores del “socialismo científico” les preocupó el asunto de las artes.[24] De hecho, han podido recopilarse sus comentarios y reflexiones sobre tales cuestiones. Y, con posterioridad, muchos fueron los intentos de elaborar una “estética marxista”.[25] No debemos ignorar la vastísima cultura literaria del pensador de Tréveris. Tanto él como Engels tenían predilección por la literatura, eso es indudable, aunque también hicieron alguna alusión a las artes plásticas. Engels, en cierto artículo, se refirió al pintor alemán Karl Hübner, describiendo con detalle su cuadro Los tejedores de Silesia, obra en la que aparecen unos fabricantes —bien alimentados y pulcramente vestidos— rechazando los tejidos ofrecidos por unas obreras, desmejoradas y humilladas. Señalaba Engels que tal cuadro provocó una agitación socialista más eficaz que un centenar de panfletos. Los tejedores de esa región fueron empujados a la huelga, y esta fue saludada por Marx, que instó a Heine a que compusiera un poema en honor a la insurrección de los tejedores de Silesia acaecida en aquel 1844, arrojando una pieza literaria desgarradora.[26] Engels dedicó encomiosas palabras a dicho poema beligerantemente político (llegando a decir del autor que “ha venido a nuestras filas”), y se refirió a Heine como “el más grande de todos los poetas alemanes de la actualidad”[27]. Con ello, comprobamos que tanto Marx como Engels barruntaban la importancia del arte como instrumento de propaganda política, y también como un artefacto capaz de reflejar pedagógicamente las contradicciones sociales y las injusticias padecidas por la clase obrera. Desde luego, sin alcanzar los umbrales del ulterior realismo socialista.
Aunque lo cierto es que Engels sí manejó más insistentemente el asunto del “realismo”. Se refiere, incluso, a la necesidad de que la “novela socialista”, mediante una fiel descripción de las condiciones reales, contribuya a sacudir el optimismo burgués y a disipar todas las ilusiones dominantes.[28] En una misiva dirigida a la escritora Margaret Harkness, Engels le reprocha con suave amabilidad que uno de sus relatos no es lo “suficientemente realista”.[29] En esa misma carta, aclara que el realismo al que se está refiriendo es aquel que puede llegar a manifestarse “a pesar de las ideas del autor”. Y ponía el ejemplo de Balzac, concluyendo que el novelista francés es un “maestro del realismo”.[30] Tan es así, enfatizaba Engels, que en su obra literaria “he aprendido más” que de todos los historiadores y economistas juntos. A pesar de sus prejuicios ideológicos (Balzac era legitimista y monárquico) y a pesar de sus prejuicios de clase, consiguió desvelar magistralmente los verdaderos entresijos y la dinámica profunda del mecanismo social.[31]
Compárese esta apreciación con aquella otra de Marx, en la que arremetía críticamente contra Los misterios de Paris, novela de Eugène Sue, pues la crítica social puesta en juego en este relato era solo aparente; la sociedad capitalista no aparecía verdaderamente cuestionada, ni quedaba desvelada su verdadera esencia.[32] Curiosamente, Engels sí le dedicó palabras elogiosas a la novela de Sue, pues en ella se describían con vigor la miseria y la desmoralización de las clases bajas de las grandes ciudades; al menos tenía el mérito de otorgar a los desposeídos el estatuto de protagonistas, desplazando de tal posición preeminente a reyes y a príncipes.[33] En cualquier caso, consideraba que las obras valiosas alcanzan una expresividad y una verdad que, en muchas ocasiones, entran en contradicción con las convicciones más íntimas del propio autor; es como si la obra brotase de sus manos creadoras con una potencia que trasciende sus propias opiniones personales sobre esto y aquello.
Ciertas observaciones de Marx nos hacen ver que su mirada a la situación del arte en el mundo moderno estaba emparentada hasta cierto punto con la sensibilidad romántica. Puede sostenerse tal cosa, porque denunció una y otra vez aquel terrible exceso del trabajo que conllevaba —entre otras cosas— una negación absoluta del “ocio”, siendo este imprescindible para el cultivo y el disfrute de las artes. Ya Friedrich Schiller había denunciado un quebrantamiento del impulso estético en la mecánica sociedad moderna[34]. Incluso Diderot —un escritor muy apreciado por Marx— mostró cierta desazón ante la progresiva racionalización del mundo, por cuanto dicho proceso generaba de manera concomitante un desfallecimiento de las energías poéticas de la humanidad. Llegó a sostener que el ocaso del arte era un destino inevitable en una civilización orientada por las ciencias y por la filosofía racionalista[35].
Consideraba Marx que la entronización omnímoda del valor de cambio había triturado la vieja dignidad y respetabilidad de los artistas. Dirá en algún momento que el modo de producción capitalista “es hostil a ciertas ramas de la producción intelectual, como el arte y la poesía”.[36] Las artes se estaban convirtiendo en un despojo desvalorizado. O, en todo caso, sobrevivían a costa de permanecer subsumidas en la grosera dinámica mercantil.[37] Una verdadera prostitución del arte, dicho sucintamente. En este mundo “queda solamente el usurero, la compra y venta como la única relación”, de tal manera que “todos los llamados trabajos más elevados, los intelectuales, artísticos, etcétera, se transforman en artículos de comercio y así han perdido su vieja santidad”.[38] Pareciera que Marx llegó a concebir, aunque no lo sistematizara, que el futuro del arte estaba en entredicho, en la civilización capitalista.
Ya Hegel se había referido al ocaso de las artes, en sus reflexiones estéticas.[39] Consideraba que el arte fue un momento del pasado, un estadio en el despliegue del espíritu absoluto en su marcha hacia la conciencia de sí mismo. El arte fue una conquista espiritual que, entre los antiguos griegos, alcanzó uno de sus puntos álgidos. Tuvo su momento esplendoroso, pero ya está periclitado, puesto que el espíritu absoluto prosiguió su marcha adquiriendo nuevas configuraciones. Todavía podemos, los hombres modernos, contemplarlo admirativamente, y experimentar una suerte de nostalgia. Pero hace tiempo que el arte dejó de ser el modo supremo en que la verdad se nos manifiesta; dejó de ser la sustancia profunda de nuestra comunidad. La estética hegeliana es un réquiem.[40] Semejante concepción pudo haber dejado su huella en Marx.
Por otro lado, queda constatado que un despliegue titánico de las “fuerzas productivas” puede venir acompañado de un despliegue misérrimo de lo estético–intelectual. Y viceversa. Es por ello que Marx se refirió al “desarrollo desigual” de lo económico–social y de lo artístico.[41] ¿Se despliega el mundo del arte en una suerte de autonomía relativa, sustrayéndose (así sea parcialmente) a los condicionamientos de lo económico? ¿Acaso el arte (perteneciente a la superestructura ideológica) escapa de alguna manera a la determinación de la base tecnológica y económica? Es verdad que también dijo aquello de que Aquiles no es compatible con la pólvora y el plomo, una afirmación que estaría en la línea de sostener que lo artístico queda estrictamente determinado por lo tecnoeconómico. No podría surgir un Homero en la era de la imprenta.[42] Sin embargo, también asevera Marx que algunos períodos en los que el arte se elevó de manera prodigiosa, dando frutos inmortales, eran no obstante momentos de estancamiento en el desarrollo de las condiciones materiales.[43] Pero también sucede lo contrario: periodos históricos en los que la base económica experimenta un desarrollo brutal (productividad disparada, despliegue portentoso de las fuerzas productivas) al mismo tiempo que las artes desfallecen. Al parecer, en el despliegue de la historia universal no se da una correlación mecánica entre lo económico y lo artístico.[44] En ese sentido, Marx estaba muy alejado del férreo determinismo economicista y sociologista que ulteriormente pondría en juego Plejánov.[45]
Hablaba Marx del eterno encanto del arte griego, a pesar de que aquel arte fuese el producto de una sociedad sostenida por una economía esclavista. Curiosamente, siendo Marx tan “progresista” en casi todos los aspectos, hasta el punto de considerar que la sociedad burguesa y el modo de producción capitalista constituían un “avance” histórico en muchos terrenos (en el tecnológico y en el científico, de forma paradigmática) con respecto a las sociedades anteriores, sin embargo, las artes no seguían necesariamente ese mismo ritmo progresivo. Es decir, Marx sí está dispuesto a conceder que el arte fue más excelso en ciertas épocas precapitalistas. O, dicho de otro modo, que en el campo de las artes pudo no haber progreso, sino más bien decadencia. Puede que el mejor arte no esté necesariamente en el futuro. De hecho, nos deleitamos con obras del pasado, que parecen brillar de forma inmortal. Pensaba sobre todo en los antiguos griegos, en el “encanto eterno” de su arte.[46] Un arte inmarcesible con el que aún nos deleitamos, tras más de dos milenios. Porque sucede que la productividad artística puede alcanzar niveles excelsos en el seno de unas sociedades que exhiben un desarrollo económico–social ínfimo. Las leyes del desarrollo histórico, en el terreno del arte, no son necesariamente progresivas. Es más, Marx llegó a tantear ciertas nostalgias románticas, al considerar que las sociedades antigua y medieval eran capaces de generar artistas más excelsos (a pesar de la esclavitud y la servidumbre), toda vez que los hombres aún no estaban alienados y despersonalizados por el fragor mecánico y especializado del capitalismo, con su forma inhumana de organizar el trabajo. Al menos algunos hombres podían, en aquellas épocas precapitalistas, utilizar sus manos y su ingenio de una forma más creativa.[47] El modo de producción capitalista podía ser especialmente desfavorable, en lo que al cultivo del arte y la literatura se refiere.
Este asunto, que en Marx solo estaba esbozado, fue desarrollado vigorosamente por el socialista William Morris. Consideraba que vivíamos en una civilización funesta, que dedicaba todas sus energías al comercio, mientras el arte se hundía en la insignificancia.[48] Desde el final de la Edad Media, la libertad de pensamiento ganó posiciones; aumentaron considerablemente los conocimientos técnicos y científicos, y se amplió el dominio de las fuerzas naturales. Sin embargo, hubo de pagarse un alto precio para obtener tales avances: la deshumanización del trabajo humano, pues los artesanos medievales todavía eran capaces de trabajar con placer, y el desfallecimiento de las artes. Es como si los hombres modernos, en medio de su borrachera productivista y mercantil, espetasen a los siglos y a los milenios precedentes: os equivocasteis al amar el arte; lo que los hombres necesitan es otra cosa.[49] Morris, desde el desasosiego y la rebeldía, se oponía a semejante deriva. A su parecer, el arte no era un lujo superfluo o prescindible, sino un componente irrenunciable de la vida humana.
Era terrible contemplar el ocaso de la creatividad artística, en esta civilización cada vez más mecánica. El capitalismo había hecho del mundo un lugar más feo, más vulgar y más antipoético. A la ciencia se le permite vivir, por la sencilla razón de que los dueños de la industria pueden extraer de ella pingües beneficios. Pero en una sociedad sometida al capital, con su tiranía comercial que todo lo inserta en la lógica del beneficio económico, el arte lo tiene muy complicado. Si se convierte en un sucedáneo, el arte podrá sobrevivir, bajo esa forma malversada y prostituida. Pero el verdadero arte se extinguirá sin remedio, si dicho sistema sigue vigente, si el “comercialismo” sigue anegándolo todo. Únicamente el socialismo, concluye Morris, puede revertir tal decadencia. Las masas depauperadas mejorarán su situación material, desde luego. Pero con el socialismo sucederá algo más: dispondrán de un verdadero ocio, requisito imprescindible para que se engendre en todos los hombres una apetencia de belleza, el deseo de generarla y el anhelo de contemplarla. Solo cuando la sociedad comercial dé paso a la sociedad socialista, podrán no ya solo los trabajadores, sino todas las personas, recuperar un instinto artístico que había sido asfixiado por aquella. El arte, ahora amenazado, recuperará su vigor en la sociedad socialista.[50]
En los ya citados manuscritos de 1844, Marx reflexionaba sobre el hecho de que un orden social tan alienante y explotador terminaría empobreciendo la sensibilidad de sus víctimas, hasta el punto de que esos cuerpos sufrientes se hallarían totalmente despojados de toda receptividad estética. Walter Benjamin dirá más tarde que el “modo en que se organiza la percepción humana” viene condicionado de forma histórica, y no solo de forma natural.[51] Es decir, la sensorialidad de los seres humanos queda conformada no solo de una forma natural (factor congénito o hereditario), sino que ella misma resulta moldeada por el ambiente social en el que se ha desarrollado. En ese sentido, un cuerpo extenuado y lacerado solo puede “albergar” un espíritu embotado, incapacitado para apreciar lo bello (y más incapacitado aún para crearlo). Reducidos a la condición de bestias de carga, y obligados a ocuparse permanentemente de sus funciones más animales, el sentido de la belleza permanecerá para ellos completamente ajeno. La música más bella nunca podrá ser recibida o apreciada por un oído no musical, esto es, por un oído subjetivamente atrofiado, toda vez que nunca fue adiestrado o educado para tal fin. Así decía Marx.
El aparato sensorial puede permanecer anclado en su inmanencia fisiológica, limitándose a cumplir su funcionalidad estrictamente animal. Si tal es el caso, si los sentidos no tienen ocasión de quedar ocasionalmente liberados de tales exigencias funcionales, entonces jamás surgirá un “oído musical” o un “ojo para la belleza de la forma”.[52] La forma más excelsa no podrá ser captada o valorada por el ojo entumecido. Si no se da una labor de pulimento o refinado de los sentidos, la sensibilidad estética no puede desarrollarse. Porque los sentidos humanos deben ser conformados (cultivados o educados), para que pueda darse un goce estético. Pero, en la sociedad capitalista, buena parte de los hombres y las mujeres tienen vedado el acceso a dichos goces, arrastrándose en una existencia materialmente insoportable y espiritualmente anulada. “El sentido que es presa de la grosera necesidad práctica tiene sólo un sentido limitado."
Para el hombre que muere de hambre no existe la forma humana de la comida, sino únicamente su existencia abstracta de comida; esta bien podría presentarse en su forma más grosera, y sería imposible decir entonces en qué se distingue esta actividad para alimentarse de la actividad animal para alimentarse. El hombre necesitado, cargado de preocupaciones, no tiene sentido para el más bello espectáculo. El traficante de minerales no ve más que su valor comercial, no su belleza o la naturaleza peculiar del mineral; no tiene sentido mineralógico”.[53] Marx entiende que la belleza del mundo se torna invisible para los que solo ven en todas las cosas oportunidades de negocio. Los hombres que categorizan el mundo mercantilmente no pueden comprender que algunas creaciones humanas e incluso algunas realidades naturales están provistas de una dimensión poética. Pero el anquilosamiento de la sensibilidad estética afecta sobre todo a los explotados y a los miserables.
Marx llegó a comprender, aunque no lo desarrollara de manera extensa y sistemática, que otro de los efectos de la sociedad capitalista era el sometimiento estético de las masas proletarizadas. Los pobres (o los empobrecidos, por decirlo más ajustadamente) no solo soportan una explotación económica; también padecen un aniquilamiento estético. Quedan insensibilizados, o reducidos a una sensorialidad elementalmente animal. Un diagnóstico fúnebre y ominoso. ¿El horizonte estaba definitivamente obstruido para el mundo del arte? No. Marx y Engels pensaban que la eliminación del modo de producción capitalista permitiría un nuevo amanecer para las artes, toda vez que ello conllevaría una liberación o emancipación de todos los sentidos y de todas las capacidades humanas que ahora permanecían abotargadas y subyugadas por unas relaciones socioeconómicas nefastas.[54] Son esas relaciones las que excluyen de los goces estéticos a una gran mayoría de la población. “La concentración exclusiva del talento artístico en individuos únicos y la consiguiente supresión de estas dotes en la gran masa es una consecuencia de la división del trabajo”.[55] En una organización comunista, el arte dejará de pertenecer en exclusiva a unas selectas élites.
Aparentemente, Nietzsche compartiría el diagnóstico marxiano que hemos esbozado en los párrafos precedentes, en lo que tiene que ver con el ocaso de las artes en el sórdido presente. Pero no es así. Es cierto que el filósofo del martillo y la dinamita se refiere al ocaso de las artes y al crepúsculo del instinto artístico. Pareciera sostener que la moderna edad de la máquina y el capitalismo son incompatibles con el arte. Pero, en la perspectiva nietzscheana, lo que es incompatible con el gran arte es la democracia y el igualitarismo. Lo que detestaba con todas sus fuerzas es la plebeyización de la cultura. Consideraba que el arte genuino solo es posible en una sociedad jerárquica, elitista y aristocrática. El arte debe estar reservado a unos pocos, alejado de la chusma. Democratizar el arte es lo mismo que matarlo[56]. Semejante corolario estaba muy alejado de todo lo que Marx y Engels pensaban con respecto al arte.
Ya nos habíamos referido a William Morris, aquel teórico y agitador socialista especialmente preocupado por el destino de las artes en la sociedad industrial, que advertía que hasta el momento solamente las clases pudientes (las élites) habían tenido acceso al arte y a la cultura. Sin embargo, también las personas humildes tenían “derecho a la belleza”. No lo formuló con estas palabras, pero a eso se estaba refiriendo exactamente. Los pobres (cuya vida está repleta de carencias materiales) tienen que soportar, muy habitualmente, la circunstancia de tener que malvivir en un entorno repleto de fealdad. Además de las carencias económicas, tienen que acostumbrarse a vivir en un ambiente visualmente feo y degradado. En ese sentido, a los pobres se les priva también del “derecho a la belleza”.
El filósofo español Miguel de Unamuno, cuando estaba todavía en su fase socialista, afirmó en cierto momento que un arte aristocrático, cultivado por y para los iniciados, los escogidos y los selectos, no era un arte verdadero. “La hermosura se acrecienta al repartirse”, escribió en un artículo de 1896. La belleza no debe permanecer enclaustrada en los salones privilegiados; debe derramarse por el tejido social. “El que en una noche de invierno, mientras se hielan de frío en la calle los pobres niños abandonados, se mete en una estancia cómoda a hacer música clásica, por ejemplo, es incapaz de sentir la música, porque vive sordo a las tremendas disonancias sociales”.[57]
Un trabajo póstumo de Joseph–Pierre Proudhon, titulado Sobre el principio del arte y sobre su destinación social (1865), representa tal vez la contribución más importante del siglo XIX en lo que a la “teoría socialista” del arte se refiere. El libro incluye una colección de textos filosóficos parcialmente incompletos y algunas reflexiones sobre las artes plásticas. Fue extremadamente crítico con el escapismo romántico, con su vacuo idealismo. Consideraba que era inasumible un arte desligado de lo político y de lo moral. Eso del “arte por el arte” era una completa aberración. No podía entender que lo artístico se despreocupase de lo justo y de lo verdadero. Pero así sucedía en demasiadas ocasiones, y muchos entendían el momento artístico como una mera excitación de la fantasía.[58] Alejándose de tales premisas, defendió que el arte debía cumplir una función social crítica, y para ello debía conocer en profundidad los vericuetos reales de la naturaleza humana, por muy contradictoria y cruda que esta fuese. El arte debía ser estudioso y analítico, sin recaer en un “culto de la forma”. Reclamaba un arte pensante y razonador, que nos ayudase a conocer el mundo con mayor precisión.[59] Concluirá que los artistas que se desentienden de la verdad y de la justicia están manejando una “falsa estética”.[60]
Proudhon tenía muy claro qué escuela o tendencia se ajustaba a su visión estético–política. “Contra esa degradante teoría del arte por el arte es contra la que Courbet y, con él, toda la escuela llamada hasta ahora realista se levantan altivamente y protestan con energía”.[61] Cómo no recordar el cuadro Los picapedreros del excelente pintor francés, tan querido por Proudhon (fueron íntimos amigos). Se revuelve contra los que dicen que el arte no debe descender a esas miserias de la vida humana. Si la realidad es fea, creen algunos, por qué ensuciar el arte; “os preguntáis si corresponde a la dignidad del arte reproducir esos vulgares sufrimientos”. Proudhon responde que sí, al mencionado interrogante. Habla, en definitiva, de un “arte racional y razonador, crítico y justiciero”.[63] La creación artística debía tener un elemento de “reforma social”, esto es, albergar un componente moralizador y de perfeccionamiento (función pedagógica) que tendría que pasar por la excitación de la conciencia moral del espectador. El arte debe hacer pensar. “Si no sabéis construir arte y estilo con esto, ¡atrás!, no tenemos necesidad de vosotros”.[64] Contundentes palabras. No puede ser el arte un ejercicio de permanente idealización, una pura maquinación de ficciones, una elevación fantasiosa a reinos inasibles. El arte debe ayudarnos a mejorar la vida, en este miserable mundo real, en el que no abundan los héroes y los santos.[65] Reivindicaba contundentemente que el arte genuino era aquel que contenía una “verdad social”, frente a lo artificiosamente mistérico y frente a las fantasías sublimes (poética romántica) que deforman la realidad viva de la naturaleza humana; o frente a las idealizaciones antipopulares del clasicismo (obcecado en representar a divinidades, héroes y déspotas). “Nada me irrita más que la mentira en el arte”.[66] En cierto momento, anticipa algunos temas del ulterior realismo socialista. “Llegará un día en que se cante a la cosecha, a la siega del heno, a la vendimia, a la sementera, a la escuela, al taller”.[67]
El arte tampoco debe ser un mero placer o una vana diversión; no debe ser un pasatiempo alejado de la vida real.[68] No puede quedar reducido a lujo superfluo y vanidoso de las élites. “París ha llegado a ser el gran mercado de los artículos de arte, como lo era desde hacía mucho tiempo de los artículos de la moda. ¡Qué feria!”.[69] El arte es un asunto demasiado importante, del cual tenían que hacerse cargo los socialistas revolucionarios (así es como se autodefinía Proudhon). Hemos visto que también Engels llegó a preocuparse por este asunto, refiriéndose a la necesidad de un arte y una literatura que expresasen la “realidad” del mundo.
Pero no podemos ignorar que, en el siglo XX, la politización del arte adquirió un cariz inquietante, en ciertos contextos. Decía Lenin en 1905 que la labor literaria debía comprenderse como una tarea partidista al servicio de la revolución, y usaba la metáfora de “la rueda y el tornillo”. El engranaje de una maquinaria. Es decir, la literatura tenía que concebirse como una parte de un único y grandioso movimiento socialista (“socialdemócrata” era el término usado en esa época) puesto en movimiento por la vanguardia consciente de la clase obrera (aunque su esposa, que fue al mismo tiempo su colaboradora, señalaría en una carta que ese texto estaba destinado a reordenar las publicaciones del Partido, y no se refería a la literatura en general).[70]
También se refiere Lenin a la hipocresía de los artistas burgueses, esos escritores y pintores que presumen de su individualidad, cuando en realidad despliegan su labor en una sociedad sometida al poder del dinero, en la que no hay verdadera libertad, siendo así que escritores y artistas están en realidad maniatados y prostituidos.[71] Ahora bien, en 1923 declararía Lenin que, en vez de “fantasear” puerilmente con la elaboración de una “cultura proletaria”, lo que debía hacerse es elevar el nivel cultural de las masas, para alcanzar el mínimo exigido por cualquier sociedad civilizada. Lo que venía a decir es que ojalá se alcanzasen en la sociedad soviética los niveles de instrucción pública de las sociedades burguesas[72]. Y, dicho sea de paso, los alcanzaron sobradamente.
Frente a las pretensiones iconoclastas del movimiento literario Proletkult, encabezado por Bogdánov y otros autores vanguardistas, había advertido Lenin (1920) que no podía hacerse tabla rasa de todas las tradiciones culturales del pasado. Más bien al contrario, toda vez que un arte socialista que fuera valioso solo podía llevarse a término a partir del conocimiento y asimilación de los logros culturales alcanzados por el género humano a lo largo de los siglos precedentes. Era insensato renunciar a ese portentoso acervo.[73] En esto último, Lenin estaba más próximo a Marx y a Engels, puesto que estos mostraban un sincero amor por autores clásicos e incluso por autores burgueses y monárquicos, como ya hemos visto.
Los artistas fueron hostilizados a menudo en los regímenes comunistas. Para Mao, el arte y la literatura debían subordinarse a los fines de la lucha revolucionaria.[74] Y Fidel Castro declararía, en 1961, que “dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada”. Los artistas tendrían un margen de creatividad tan ancho como anchos fueran los límites de la revolución. Quien fuese más artista que revolucionario, no podría encajar en el nuevo orden, sentenciaba Castro. Es legítimo que los artistas aspiren a la eternidad, a crear algo perenne, pero su creatividad no puede ser contrarrevolucionaria. Los bienes culturales y artísticos no pueden realizarse contra los intereses del pueblo. Además, un arte hecho para la élite ni es hermoso ni es noble. La belleza debe ser comprensible para el pueblo, y este debe cultivarse cada vez más para elevar su capacidad de generar bienes culturales.[75]
El rígido esquematismo del realismo socialista, en el contexto de la Unión Soviética, terminó con un encorsetamiento y una uniformización implacable del mundo artístico. Ser acusado de haber incurrido en el “formalismo”, en el “apoliticismo” o en el “subjetivismo” era una ominosa sentencia. Emergen en este contexto, como guardianes de las esencias realistas, las figuras del comisario Lunacharski, de Gorki y de Zhdánov. Una reseña crítica aparecida en los órganos oficiales acarreaba, en ocasiones, encarcelamiento e incluso la muerte. O, en todo caso, autocensura y ostracismo.[76] Recuérdense los trágicos destinos de los escritores Isaak Bábel y Boris Pilniak; y el de Meyerhold (actor, director y teórico del teatro). O la dificilísima situación de Mijaíl Bulgákov. Y piénsese en el caso del músico Shostakóvich.[77] La lista podría ampliarse.
Ahora bien, en el “mundo libre” el arte también se pone al servicio de la política. Por no hablar de su mercantilización, al quedar constreñido en los circuitos de la industria cultural, tal y como señalaron los teóricos de la Escuela de Frankfurt. Ya el propio Marx había acuñado el término “literato–proletario”, refiriéndose con ello a aquellos escritores que se habían convertido en simples trabajadores productivos sometidos a la lógica del beneficio empresarial. “Cuando Milton, por ejemplo, escribía El paraíso perdido, cobrando por él 5 libras esterlinas, era un trabajador improductivo. En cambio, es un trabajador productivo el escritor que trabaja para su editor al estilo de las fábricas. Milton produjo El paraíso perdido como el gusano de seda produce la seda: por un impulso de su naturaleza. Después vendió su obra por 5 libras esterlinas. En cambio, el literato–proletario que por encargo de su editor fabrica libros (por ejemplo manuales de economía política) es un trabajador productivo, pues su producción se halla sometida desde el comienzo mismo al capital y la realiza exclusivamente para aumentar el valor de éste”.[78] Marx exhibe en estas palabras un talante romántico, y parece añorar poéticamente —su mención a Milton es significativa— aquellos viejos tiempos preindustriales en los que la creatividad artística no estaba tan prostituida como en el presente, pues ahora permanece atrapada en la prosaica rueda del capital. También sabemos que el “expresionismo abstracto” fue propulsado por la CIA, con el objetivo de combatir culturalmente la estética realista de la Unión Soviética.[79]
Resulta fascinante estudiar el decurso de la literatura soviética, que bajo la égida estética del “realismo socialista” iba conformando unas directrices creativas dentro de las cuales la temática esencial había de pivotar indefectiblemente hacia la exaltación de la racionalización técnica del mundo. El trabajo en las minas y manufacturas, la glorificación de la productividad y de las grandes construcciones, la belleza de las grandes fábricas, las mastodónticas obras hidroeléctricas, la construcción de colosales canales para desviar los ríos, el sometimiento tecnológico de la naturaleza y de los hombres. Dentro de los cauces de esa temática cada vez más rígida y reductivamente económico–técnica, la vida personal, íntima, afectiva y familiar de los hombres apenas podía ser esbozada, so pena de recaer en un esteticismo sentimental absolutamente improcedente. Los personajes de esta literatura, preferentemente obreros o ingenieros, cada vez más esquematizados, planos y abstractos en lo que a su vida personal se refiere, iban cumpliendo su función técnica y productiva en el desarrollo de una trama cuya finalidad última quedaba encaminada a la construcción de panegíricos de la industrialización masiva del país.[80]
El realismo socialista ha sido duramente examinado.[81] Pero dio algunos frutos interesantes, eso es innegable. En la pintura y en la literatura. También en el cine. Ahora bien, en cierto momento, hubo de asumirse desde la izquierda que muchos artistas o escritores considerados “subjetivistas” y “decadentes” por la ortodoxia soviética, como Kafka, Joyce o Samuel Beckett, podían mostrar con mayor profundidad la alienación y la desesperación de los hombres en el mundo burgués; de hecho, podían hacerlo incluso mejor que algunos escritores comunistas realistas, fallidos en su esquematismo.[82] Marx y Engels estarían de acuerdo con esto último, sin lugar a dudas.