Traducciones
Recepción: 01 Febrero 2024
Aprobación: 01 Marzo 2024
Introducción
Michael Gottlieb Hansch (Danzig, 1683–Viena, 1749)[1] fue un teólogo, matemático y filósofo, nacido en la ciudad polaca de Danzig. Allí estudió teología, matemática y filosofía, para proseguir posteriormente sus estudios en Leipzig, a partir de 1702. En esa ciudad se relacionó con Christian Wolff en 1703, y en 1706 trabó conocimiento personal con Leibniz. Para su desarrollo intelectual fue muy importante su contacto directo con los escritos inéditos de Kepler, cuya publicación emprendió como tarea de su vida. Entre sus obras, se cuentan la Diatriba de Enthusiasmo Platonico, que finalmente fue publicada en Leipzig, el año 1716, y una de las primeras exposiciones de la filosofía leibniziana del siglo XVIII, titulada Godofredi Guilielmi Leibnitii Principia Philosophiae (Frankfurt y Leipzig, 1728).
Hansch comenzó su intercambio epistolar con Leibniz con una carta del 31 de octubre de 1706 (A II 4, 513–515) y lo continuó prácticamente hasta la muerte del filósofo, en 1716. En 1706, con motivo de la ocupación de Leipzig por tropas suecas, Hansch dejó la ciudad, trasladándose primero a Helmstedt y luego a Hannover, donde se encontró personalmente con Leibniz, con motivo de sus intereses por la matemática. Luego de regresar a Leipzig, en octubre de 1706, Hansch envió la primera carta, dando comienzo así al intercambio epistolar. En el envío a Leibniz del 19 de febrero de 1707 (A II 4, 565–566), Hansch le hizo saber que estaba elaborando el texto de la Diatriba sobre el entusiasmo platónico, que entregó a Leibniz en mano en una visita de este a Leipzig en mayo de 1707. En la carta a Hansch del 23 de junio de 1707, Leibniz le prometió enviarle un ensayo sobre la filosofía platónica para que sirviese de prefacio a la Diatriba (A II 4, 614). La carta cuya traducción ofrecemos, y que cumple la promesa del filósofo, es el resultado de la minuciosa lectura del manuscrito de Hansch, de la que resultaron notas y comentarios de la mano de Leibniz (A II 4, 739–743).
De la misiva existen dos redacciones diferentes, de las cuales hemos traducido la versión final, que contiene agregados importantes respecto de la versión inicial. Hemos consignado las variantes más significativas de la primera redacción como notas al pie de página. Siguiendo a los editores de la Academia, hemos tomado como base la edición del texto E., que corresponde al texto editado junto con la publicación de la Diatriba de Enthusiasmo Platonico, en 1716. El manuscrito correspondiente no se ha encontrado. Para la redacción inicial se ha tenido en cuenta la edición del manuscrito L., del cual existe también un segundo manuscrito L.. Inicialmente, L. consignaba la ciudad de Hannover y la fecha del 14 de junio de 1707, que Leibniz luego cambió por el 23 de junio de 1707. La copia en limpio L. llevaba lugar y fecha “Hannover, 25 de junio de 1707”. Cuando Hansch publicó la carta a modo de presentación de su obra, en 1716, la dató, de manera probablemente falsa, en Hannover, el 3 de enero de 1710. Posteriormente, al publicar en 1728 su exposición de la filosofía leibniziana, Godofredi Guilelmi Leibnitii Principia Philosophiae, citó textualmente numerosos pasajes de las cartas que le envió Leibniz, entre los cuales se encuentran algunos procedentes de la carta que nos ocupa (E.), todos datados en Hannover, el 25 de julio de 1707, por lo cual se puede conjeturar que es la fecha correcta, cosa que se confirma también por la edición que llevó a cabo Christian Kortholt del epistolario de Leibniz, quien pone de manifiesto el error de datación de la primera publicación de la carta en 1716.
Después de la publicación de la carta primero por Hansch (E. y E.) y luego por Kortholt (E.), Brucker transcribió un parte importante de su texto en el capítulo dedicado a Leibniz de su Historia Critica Pilosophiae, vol. IV/2, Leipzig, 1744, 335–446, p. 375. Gracias a esta cita directa, la carta alcanzó una amplia difusión, antes de que fuese publicada por Dutens y adquiriese así el estatus de un texto clásico de la filosofía leibniziana para los siglos XVIII y XIX.[2]
Ediciones
E.: Hansch, Michael Gottlieb (1716): Diatriba de Enthusiasmo Platonico. Leipzig: Apud Joh. Frid. Gleditsch & Filium.
E.: Hansch, Michael Gottlieb (1728): Godefridi Guilielmi Leibnitii Principia philosophiae, more geometrico demonstrata. Frankfurt/Leipzig, pp. 43, 73, 97, 171, 178, 186 (parcial).
E.: Kortholt, Christian (1738) (ed.): Godefridi Guil. Leibnitii Epistolae ad diversos. Leipzig, vol. 3, pp. 64–70 (según el texto publicado por Hansch, en 1716 (E.) y el manuscrito L.).
Kortholt, Christian (1742): Epistolae, GodefridiGuil. Leibnitii Epistolae ad diversos. Leipzig, vol. 4, p. 114 (parcial, según la publicación parcial de Hansch (E.), en 1728).
Brucker, Johan Jakob (1744): Historia Critica Philosophiae, vol. 4, parte 2, pp. 375–376 (parcial).
Leibniz, G. W. (1768): Gothofredi Guillelmi Leibnitii Opera omnia. In Sex Tomos distributa (edición de Louis Dutens). Fratres de Tournes: Ginebra. Vol. 2, 1, pp. 222–225 (según la edición de Kortholt, de 1738 (E.)).
Leibniz, G. W. (1840): G. G. Leibnitii Opera Philosophica quae exstant latina gallica germanica omnia (edición de Johann Eduard Erdmann). Berlin: Sumtibus G. Eichleri, pp. 445–447 (según Dutens).
Leibniz, G. W. (1989): Briefe von besonderem philosophischen Interesse (edición de Werner Wiater). Frankfurt: Insel Verlag, tomo 2: Briefe der zweiten Schaffensperiode, pp. 282–292 (según Dutens).
Traducciones
Eméry, Jacques André (1819): Exposition de la doctrine de Leibniz sur la religion, suivie de pensées extraites des ouvrages du même auteur. Paris, pp, 364–365; 365–366; 373–375 (traducción parcial según edición de Dutens, retomada en Eméry, Jacques André (1838): Pensées de Leibnitz, sur la religion et la morale. Nouvelle édition, corrigée et augmentée. Bruselas. Tomo segundo, pp. 300–301, 302, 310–312 y en Migne, M. L. (1857) (ed): Démonstrations évangeliques. Paris, tomo 4, col. 1108, 1109, 1113–1114).
Davidson, Thomas (1869): Leibnitz on Platonic Enthusiasm. En Journal of Speculative Philosophy, 3/1, pp. 88–93 (según la edición de Dutens).
Leibniz, G.W. (1956): Philosophical Papers and Letters (edición, traducción e introducción de Leroy E. Loemker). Chicago, pp. 962–967; segunda edición, 1969, pp. 592–595 (según la edición de Dutens).
Frankiewicz, Małgorzata (1994): Pisma z teologii mistycznej / Gottfried Wilhelm Leibniz .Escritos de teología mística) (edición de Jerzy Perzanowski). Kraków, pp. 29–35 (según la edición de Erdmann).
Wiater, Walter (1989): Briefe von besonderem philosophischen Interesse, Frankfurt: Insel Verlag, tomo 2: Briefe der zweiten Schaffensperiode, pp. 283–293 (según la edición de Dutens).
[Según la versión E., con las variantes más relevantes de L. a pie de página]
/644/ Muy célebre Señor,
He leído con mucho placer su opúsculo Sobre el entusiasmo platónico[3] y pienso que Vd. ha hecho algo de gran valor, junto con aquellos que arrojan luz sobre las doctrinas filosóficas de los antiguos; en efecto, no sólo confirman sino también promueven las verdades que o bien han sido revividas o bien han sido halladas recientemente.
Por nada del mundo está en mi ánimo disputar acerca de si Pitágoras o Platón aprendieron algo de los hebreos.[4] Hasta ahora no he encontrado nada que me persuada para creer algo así. Reconozco que el culto a un Dios único, que casi fue suprimido en el género humano, fue restaurado por los hebreos.[5] A duras penas estoy dispuesto a creer que Homero y Hesíodo visitaron a los egipcios.[6] Nada de eso nos dice sobre Homero el autor de su biografía, que se cree que fue Herodoto.[7] Por otro lado, admito de buen grado que los griegos adeudan las primicias [initia] de las ciencias a los egipcios y fenicios.[8] Es fundada la creencia de que Abraham, habiendo venido de Caldea, le enseñó algunas cosas a los egipcios. La antiquísima doctrina de la inmortalidad de las almas parece haber recibido el agregado de la μετεμψυχώσεως[9] de la India, puesto que es digno de crédito que haya llegado desde allí a los magos y a los egipcios. Pitágoras, a su vez, la introdujo en Occidente y Platón siguió a éste en muchas cosas.
Filosofía alguna de los antiguos se aproximó más a la cristiana, aunque con razón se critique a aquellos que piensan que Platón es conciliable en todo con Cristo.[10] No obstante, hay que ser indulgentes con los antiguos, quienes negaban el comienzo de las cosas, es decir, su creación, así como la resurrección de nuestros cuerpos, pues estas doctrinas sólo pueden conocerse por revelación.[11] No obstante, muchas doctrinas de Platón, de las que Vd. también trata, son sumamente bellas: que hay una única causa de todo y que, no obstante, Dios no es autor del mal; que el alma es más antigua que este cuerpo[12] y que en la mente divina[13] hay un mundo inteligible, que yo suelo denominar también[14] la región de las ideas; que el objeto de la sabiduría son τὰ ὄντως /645/ ὄντα,[15] a saber, las sustancias simples, que yo denomino mónadas, tales que, una vez que existen, persisten para siempre, πρῶτα δεκτικὰ τῆς ζωῆς,[16] esto es, Dios y las almas, siendo las mentes las más importantes de todas ellas, imitaciones de la divinidad, producidas por Dios.
Ahora bien, las ciencias matemáticas, que tratan acerca de las verdades eternas que se asientan en la divina mente, nos preparan para el conocimiento de las sustancias. Las cosas sensibles y, en general, las compuestas o (por así decirlo) las sustanciadas, son fluyentes y, más que existir, se encuentran en devenir. Además, toda mente, como acertadamente sostiene Plotino, contiene en sí misma un mundo inteligible,[17] más aún, de acuerdo con mi opinión, incluso se representa ese mismo mundo en términos sensibles. Pero hay una diferencia infinita entre nuestro intelecto y el divino, porque Dios ve todas las cosas al mismo tiempo de manera adecuada. Nosotros conocemos muy pocas cosas distintamente,[18] mientras que el resto se oculta confuso, por decirlo así, en el caos de nuestras percepciones. Hay, sin embargo, en nosotros simientes de aquellas cosas que aprendemos, a saber, las ideas y lo que resulta de ellas, las verdades eternas; y puesto que encontramos en nosotros el ente, lo uno, la sustancia, la acción y otras cosas semejantes, así como somos conscientes de nosotros mismos, no es sorprendente que estén en nosotros las ideas de todas esas cosas. Por tanto, son mucho más preferibles las nociones innatas de Platón (que ocultaba con el nombre de “reminiscencia”) que la tabla rasa de Aristóteles y de Locke, así como de otros autores más recientes, que filosofan ἐξωτερικῶς.[19] Por consiguiente, considero que para filosofar correctamente, hay que unir con provecho a Platón con Aristóteles y Demócrito; no obstante, es necesario expurgar algunas κυρίας δόξας[20] de cada uno de ellos.
No se equivocaron mucho los platónicos al reconocer cuatro conocimientos en la mente: el sentido, la opinión, la ciencia y el intelecto, a saber, la experiencia, las conjeturas, la demostración y la intelección pura,[21] que aprehende el nexo de la verdad con un único golpe de la mente, cosa que es propia de Dios para todas las cosas, mientras que a nosotros nos es dado sólo para las cosas simples; y tanto más nos aproximamos a la intelección, cuando demostramos, cuanto más cosas captamos en el tiempo más breve. Pienso, no obstante, que nuestra mente, aunque dependa continuamente de Dios en su existencia y su acción, como toda criatura, no necesita de su concurso especial, añadido a las leyes de la naturaleza, para sus percepciones, sino que por la fuerza ínsita en ella deduce los pensamientos posteriores de los anteriores, de acuerdo con un orden prescrito por Dios, como correctamente lo sostiene Roëll,[22] a quien Vd. cita. Por mi parte, extiendo esto también a las percepciones de las cosas sensibles. En efecto, puesto que no son infundidas milagrosamente por Dios y tampoco pueden ser transmitidas /646/ naturalmente por el cuerpo, la conclusión es que nacen en el alma de acuerdo con una ley cierta gracias a una armonía preestablecida por Dios desde el comienzo. Y esto es mucho más digno del sapientísimo autor, que si violase constantemente con nuevas impresiones las leyes dadas al cuerpo y al alma. No obstante, a causa del concurso divino, que continuamente atribuye a cada criatura todo lo que de perfección hay en ella, puede decirse que sólo Dios es el objeto inmediato externo del alma; y en este sentido, Dios es a la mente como la luz a nuestros ojos; en ello consiste esa divina verdad que brilla en nosotros, acerca de la cual tantas veces habló Agustín y también Malebranche, que lo siguió en esta cuestión.
Puede entenderse en su sano sentido que el alma esté en este cuerpo como en una cárcel;[23] sin embargo, hay que rechazar la opinión de los filósofos antiguos, según la cual el cuerpo sea una prisión de castigo para la inteligencia que hubiese cometido una falta anterior.[24] Tenían razón los antiguos al decir que el alma está en el cuerpo como en un puesto que no es lícito abandonar sin la orden del supremos emperador; y tampoco carece de elegancia el que nos gobierne la providencia, cuando seguimos a la razón y en cambio nos rija la fatalidad y a la manera de una máquina, cuando somos conducidos por las pasiones. En efecto, gracias a la armonía preestablecida, hemos comprendido ahora que Dios ha instaurado todas las cosas de una manera tan admirable que las máquinas corporales están al servicio de las mentes y que lo que en la mente es la providencia, es en los cuerpos la fatalidad.
Y también acerca de las virtudes han hablado los antiguos platónicos y estoicos de una manera sobresaliente, mientras que Agustín fue muy severo, quien[25] no contentándose con buscar constantes pecados en las virtudes de los antiguos (cosa que por sí misma ya es excesiva), incluso pensó que los preceptos de los filósofos eran por doquier depravados, como si todo lo que hubiesen hecho con el nombre de honestidad se redujese a la vanidad del elogio y a la soberbia.[26]Es claro, no obstante, que a menudo al sabio le encomiaban la rectitud, no por la esperanza del premio o el temor del castigo, sino por amor a la virtud; y ese amor a la virtud no se diferencia de la devoción [dilectio] a la justicia que inculcaba Agustín y que remite a la justicia esencial, esto es, a Dios mismo, en el que se encuentra la fuente de la verdad y del bien, cosa que tampoco ignoraba del todo Platón, que siempre miraba a lo verdadero en sí mismo, ἀυτοαληθές. Pero los filósofos, objetaba Agustín, remitían todo a sí mismos, llegando incluso a preferir las criaturas en lugar de su creador. Temo[27] que tal cosa sea sutilizar demasiado, como lo hacen aquellos que actualmente nos conminan a amar a Dios, sin tener consideración alguna de nosotros mismos. En efecto, por la naturaleza de las cosas no puede ocurrir que alguien no tenga razones para su propia felicidad. Pero la propia felicidad, para los amantes de Dios, nace de ese amor mismo. Por consiguiente, cuando todavía no había surgido la reciente controversia /647/ acerca de la distinción entre el amor mercenario y el verdadero,[28] vi la dificultad y la resolví en el prefacio del Codex Juris Gentium, proporcionando una definición del amor[29] que fue aceptada con gran aprobación por los hombres inteligentes[30] y que pareció decidir la disputa. En efecto, el amor verdadero, que se opone al mercenario, es esa afección de la mente por la cual somos llevados a deleitarnos en la felicidad del otro. En efecto, deseamos vehementemente por sí mismas aquellas cosas que nos deleitan. Además, puesto que la felicidad divina consiste en la confluencia de todas las perfecciones y el deleite es el sentido de la perfección, la consecuencia de ello es que la verdadera felicidad de la mente creada está en su sentido de la felicidad divina. Por consiguiente, quienes buscan lo recto, lo verdadero, lo bueno y lo justo, más porque deleita que porque es útil (aunque, en verdad, sea máximamente provechoso) están sumamente preparados para el amor de Dios, de acuerdo con la opinión del mismísimo Agustín,[31] que mostró de una manera sobresaliente que los buenos desean gozar de Dios, mientras que los malos sólo quieren sacar provecho de él,[32] y prueba lo que los platónicos pretendían, a saber, que el intercambio del amor divino por el efímero es la causa de la caída de las almas y, en consecuencia, no puede separarse nuestra felicidad del amor a Dios.
De allí que puede Vd. rechazar a los quietistas, malamente místicos, quienes le quitan a la mente bienaventurada su carácter propio y su acción, como si nuestra perfección consistiese en un estado pasivo, siendo sin embargo nuestro amor y conocimiento operaciones de la mente y de la voluntad.[33] La beatitud del alma consiste ciertamente en la unión con Dios, siempre y cuando no pensemos que el alma se absorbe en Dios, perdiendo su carácter propio y su acción, que es lo único que constituye su sustancia propia, porque una cosa así sería un mal ἐνθουσιασμὸς,[34] una indeseable deificación.[35] Ciertamente, algunos de entre los antiguos y también entre los autores recientes afirmaron que Dios es un espíritu que se encuentra difundido por la totalidad del universo, y que, una vez que se introduce en un cuerpo orgánico, lo anima al igual que el viento produce los tonos musicales en los tubos de los órganos.[36] Probablemente los estoicos no rechazaran esta opinión y a ella se reducía el intelecto agente que, según los averroístas y también Aristóteles, era el mismo en todos los hombres. De ese modo, en la muerte, las almas retornaban a Dios, como los ríos retornan al océano.
Desearía que Valentín Weigel, quien en un soberbio libro[37] no sólo explica la vida bienaventurada mediante la deificación, sino que también encomia en muchos pasajes una muerte y una quietud de esta clase, /648/ no hubiese dado, junto con otros quietistas, motivos para la sospecha de una opinión semejante, que confirma sobre todo aquel que se llama a sí mismo Juan Angelus Silesius, autor de poemas sacros no poco elegantes, que llevan el título Der cherubinische Wandersmann.[38] Spinoza, de otra manera, apuntaba a lo mismo. Según él, hay una única sustancia, Dios, y las criaturas son sus modificaciones, de la misma manera que las figuras nacen y desaparecen continuamente en la cera, en virtud del movimiento. Así, según él, lo mismo que para Amalrico,[39] a quien Vd. cita, el alma no sobrevive, excepto por su ser ideal en Dios, existiendo allí desde toda la eternidad.[40] No obstante, nada advierto en Platón de lo cual pueda yo inferir que el alma no conserve su sustancia propia, cosa que también está fuera de toda discusión para quien filosofa correctamente;[41] tampoco puede entenderse la opinión contraria, a no ser que se imagine que Dios y el alma sean cosas corpóreas; en efecto, no de otro modo pueden las almas separarse de Dios como si fuesen partículas; ahora bien, una noción semejante de Dios y del alma es por otro lado absurda. La mente no es parte, sino una imitación de la divinidad, representativa del universo y ciudadana de una monarquía divina. Ahora bien, para Dios, ni la sustancia en general (a saber, la que es simple) ni tampoco la persona perecen en su reino. Las almas carentes de razón tienen sustancia, pero no tienen persona, y son incapaces para la felicidad y la miseria. En fin, no deseo desviarme hacia cuestiones que no son atinentes a su Disertación.
Para concluir con esta carta un tanto extensa, deseo felicitarlo por haber unido tan bien la erudición con la sabiduría, y le deseo que sus preclaros esfuerzos marchen felizmente,
Hannover, 25 de julio de 1707
Notas