Artículos
Recepción: 01 Noviembre 2022
Aprobación: 02 Febrero 2023
DOI: https://doi.org/10.14409/topicos.2024.46.e0094
Resumen: El trabajo propone una reflexión sobre el giro que ha dado la asistencia estatal a partir de los años 80s en relación con problemas asociados al desempleo, y la pobreza y exclusión. Concretamente, se trata de ver qué hay de injusto en las condicionalidades, rasgo novedoso en la lógica del Estado de Bienestar. Se discuten cuatro de los aspectos más controvertidos de esta novedosa modalidad: derechos, paternalismo, concepción particular del bien y principio de reciprocidad.
Palabras clave: Justicia distributiva, Estado de Bienestar, Condicionalidades, Desempleo, Pobreza, Exclusión.
Keywords: Distributive Justice, Welfare State, Conditionalities, Unemployment, Poverty, Exclusion
Las condicionalidades en la ayuda social se han instalado en las políticas públicas tanto de los Estados Unidos y Europa como en las de Latinoamérica. Algunos ejemplos de relevancia dan testimonio del giro que ha dado la asistencia estatal: trabajo efectivo (realizado en el mercado o proporcionado por el Estado en calidad de empleador de última instancia) o formación laboral obligatoria para los desempleados en los países centrales, pautas de crianza de la prole en las transferencias monetarias condicionadas (TMC) en América Latina,[1] que exigen la escolarización y la vacunación de los hijos/as de los beneficiarios/as, asignación específica en los programas que apuntan a luchar contra el hambre en la región latinoamericana (consumir determinados bienes que se juzgan saludables), cuidado personal en materia de salud para acceder a determinadas prestaciones médicas, etc. Si bien las condicionalidades son heterogéneas y abren problemáticas específicas, en su conjunto dan cuenta del sesgo que está cobrando la lógica de la ayuda estatal en buena parte del mundo occidental.[2]
Dejando de lado su eficacia, las condicionalidades son severamente objetadas por personas comprometidas con la creación de una sociedad más justa. Grosso modo se afirma que las condicionalidades socavan el espíritu de los derechos económicos y sociales, lo que las torna ilegítimas en sociedades democráticas; o que son paternalistas, lo que violaría la autonomía de la persona; o que albergan una concepción particular del bien (por ejemplo, “es bueno trabajar” o “es bueno ir a la escuela”) respecto de la que el Estado, al menos en su versión liberal, debería guardan neutralidad; o que asumen una versión muy rigurosa del principio de reciprocidad inherente a la cooperación social.
En la vereda de enfrente, autores de relevancia rechazan la ayuda incondicional. Hegel, por ejemplo condena la idea de asegurar la subsistencia de los necesitados sin la mediación del trabajo pues atenta contra “el principio de la sociedad civil y del sentimiento de independencia y honor de sus individuos”.[3] Rawls, por su parte, defiende la exigencia de trabajo a cambio de asistencia pública, y su argumento remite a la idea de equidad: todos los ciudadanos deben colaborar en los trabajos que se llevan a cabo en una sociedad para poder participar de sus frutos.[4]
En los hechos, como compendia Anderson en clave ideológica las transformaciones que ha verificado el Estado de Bienestar a mediados de los años 90s, “las reformas (…) supusieron un triunfo de los conservadores: exigir que los pobres trabajen, pero conseguir que el Estado apoye y subvenciones sus esfuerzos laborales”.[5] El triunfo de los conservadores, que debe mucho a Lawrence Becker, significa que el neoliberalismo tuvo en la esfera de la ayuda estatal menos influencia de la que en general se le supone.
¿Qué hay de injusto en las condicionalidades en la ayuda social pública? ¿Es moralmente incorrecto exigir ciertos estándares de comportamientos a los beneficiarios de la ayuda estatal? La respuesta, desde luego, es difícil y buena parte de su dificultad viene dada por la vaguedad de la pregunta. ¿Qué tipo de problema se está atendiendo? ¿Qué condicionalidades se establecen? No es lo mismo pensar las condicionalidades cuando los beneficios se justifican por problemas de desempleo (o cualquier otro episodio inherente a una trayectoria laboral del mundo capitalista) o cuando las asignaciones apuntan a resolver problemas de pobreza extrema o de exclusión, así como tampoco es lo mismo establecer como condición la obligación de realizar un trabajo humillante para acceder a una prestación o que se trate de una exigencia que de suyo es universal (v. gr., escolarizar y vacunar a la prole). Desempleo y pobreza extrema o exclusión son problemas diferentes, más allá que en muchos casos la falta de trabajo durante períodos prolongados se resuelve en pobreza extrema o en exclusión. Dicho de otro modo y acudiendo a la ayuda del concepto de circunstancias de la justicia, la reflexión cambia de lógica de pensamiento bajo condiciones de escasez (o abundancia) extremas y, por tanto, no es lo mismo hablar sobre asistencia estatal en Europa que hacerlo sobre la región latinoamericana. Así pues, frente a la pregunta por la justicia de las condicionalidades la respuesta es “depende” y, de hecho, es difícil afirmar que sean justas, en el sentido de que es imperativo establecerlas, así como tampoco nada definitivo autoriza a rechazarlas.
Para abordar este espinoso y relevante problema, el presente trabajo propone un relevamiento exhaustivo y una sistematización (status quaestionis) de los puntos más controvertidos que han despertado las condicionalidades (derechos, paternalismo, concepción particular del bien y principio de reciprocidad), propósito que será acompañado de algunos novedosos argumentos cuya fuerza se amplifica o resultan más pertinentes en situaciones de extrema pobreza y exclusión, contexto en los que se mantiene que no hay ninguna objeción decisiva que permita afirmar que son injustas.
El trabajo será estructurado en dos partes. En la primera, se dará cuenta del contexto bajo el cual comenzaron a establecerse condicionalidades en la ayuda estatal. En la segunda, se relevarán y discutirán los mencionados cuatro puntos más controvertidos sobre los que gira la problemática de la legitimidad de las condicionalidades. Se cierra el trabajo con algunas conclusiones.
1. La invención de las condicionalidades
Pocos años después de la publicación de Teoría de la justicia (1971), Ronald Dworkin y otros autores objetaron la justificación y el alcance que da Rawls a las políticas redistributivas: ¿se debe ayudar a todos los desfavorecidos o sólo a aquellos que lo están por mala suerte? Estar en una situación desfavorecida debido a la mala suerte podría ser consecuencia de nacer en contexto socio-económico desfavorable, de perjuicios de políticas económicas erráticas, o de los efectos del cambio tecnológico o de catástrofes naturales o sanitarias, etc. Estar mal situado por propia responsabilidad remite al ya mencionado caso de los surfers de Malibú. Por supuesto, discriminar a los beneficiarios de la ayuda pública “exige” disponer de una hipótesis explicativa sobre el origen de la necesidad, un procedimiento que evoca la vieja distinción entre pobres merecedores y no merecedores de asistencia estatal.[6]
Como resultado de esta objeción, la noción de responsabilidad individual se ha instalado en el centro de la escena de los debates sobre la ayuda estatal. Pero se ha instalado con una nueva lógica: el sentido anónimo e incondicional que albergaba desde la postguerra (los bien situados financiaban a los mal situados) cede su protagonismo a las nociones de responsabilidad individual y de autonomía de la persona; ahora, las personas que demandan prestaciones sociales deben rendir cuentas y cumplir determinados requisitos para acceder a los beneficios contemplados en los dispositivos de ayuda estatal.
Dicho de otro modo, la responsabilidad social deja lugar a la responsabilidad individual, materializada en un contrato que distribuye derechos y deberes (contractualismo del bienestar).[7] Como afirma Giddens, no hay derechos sin responsabilidades. Y responsabilidad individual, en este contexto, no es otra cosa que sinónimo de reciprocidad (se debe dar algo para poder recibir), de cumplimiento de algún requisito o de alguna condición, de una respuesta de la que se espera dé cuenta del compromiso de los potenciales beneficiarios.
Se habla entonces de estado social activo y de políticas de activación, que abrevan en la denominada tercera vía: “en la sociedad del bienestar positivo, afirma Giddens, el contrato entre el individuo y el gobierno se modifica puesto que la autonomía y el autodesarrollo, que permite la extensión de la responsabilidad individual, deviene el elemento esencial. El bienestar, en este sentido, concierne tanto a los ricos como a los pobres. El bienestar positivo reemplazaría negaciones con afirmaciones: en lugar de falta, autonomía; en lugar de la enfermedad, salud activa; en lugar de ignorancia, educación como componente permanente de la vida; en lugar de ociosidad, iniciativa”.[8]
Las políticas de activación implican por consiguiente la institucionalización del individuo en detrimento del todo social como objeto de la ayuda estatal; no se habla del desempleo o de los pobres: se habla de tal desempleado o de tal pobre. Así, la Declaración de Filadelfia de 1944 (universalización de los derechos sociales) deja lugar al Consenso de Washington de 1989 (individuo responsable de sí mismo). En los hechos, muchos gobiernos de países desarrollados (sobre todo los Estados Unidos de Norteamérica y el Reino Unido) han cambiado la lógica de la protección social y han incorporado la exigencia del cumplimiento de determinadas condiciones. Estas transformaciones quedaron plasmadas en la aparición de términos como Workfare (USA) o Work for Welfare (UK).[9]
¿Qué hay detrás de la defensa de las condicionalidades?Básicamente, dos argumentos, cada uno ligado a la necesidad a la que apunta la asistencia estatal. En el caso de los desempleados se asumen al menos un par de supuestos que merecen una detenida reflexión que escapa a los límites de este trabajo. El primero, que el desempleo se explica por el lado de la oferta de trabajo; por consiguiente, las políticas de activación ponen énfasis en la capacitación laboral de la población más vulnerable para ponerla en condiciones de participar en el mercado de trabajo; el problema no sería la falta de empleo, sino la empleabilidad de la persona[10]. El segundo, dado que el trabajo es la fuente de ingresos que arbitra entre ocio y consumo, supone que el incremento de las personas asistidas y la generosidad del sistema de protección social alimentan las preferencias por el ocio y vuelven a los beneficiarios más negligentes y pasivos con ellos mismos; para guiar este arbitraje, el sistema de prestaciones sociales debe modificar la reglamentación de los derechos (duración y monto de las coberturas) y establecer deberes (búsqueda activa de trabajo y formación laboral).
En el caso de la ayuda a la población en situación de extrema pobreza o exclusión, como las transferencias monetarias condicionadas (escolarización y vacunación de los hijos/as de los beneficiarios) o de asignación específica (dinero para el consumo de determinados alimentos –proteínas- en detrimento de otros –hidratos de carbono), se asumen cierto tipo de “limitaciones” que conciernen a las conductas de los beneficiarios. De entre de tales limitaciones, cabría mencionar la erosión del ethos propio de una sociedad capitalista[11], la baja propensión de los hogares pobres a invertir en capital humano (educación y salud). Así, frente a los dudosos hábitos y la miopía e incapacidad de los padres de familias vulnerables guiados por las urgencias de lo cotidiano, se impone la tutela del Estado.
En suma, tanto países capitalistas avanzados como en países en vía de desarrollo (fundamentalmente, la región latinoamericana) han cambiado las formas de provisión de bienestar estableciendo variados niveles de condicionalidad: búsqueda de empleo, formación laboral, trabajo efectivo, reglas de cuidado del propio beneficiario o de su prole (salud y educación), etc.
2. ¿Son injustas las condicionalidades?
La pregunta es en sí difícil y no parece sostenible una respuesta única y definitiva. De hecho, si se repara en algunas de las más salientes teorías de la justicia distributiva, es difícil adivinar una postura al respecto. Sucede, entre otras, con el utilitarismo, con el liberalismo contractualista, con el libertarianismo y con el igualitarismo de la suerte.[12]
El utilitarismo no juzga que la exigencia de trabajo sea en sí moralmente sustantiva: más bien, depende de los costos y beneficios que suponga para los beneficiarios. Pues, por un lado, aumenta los ingresos y el capital humano de los receptores de la ayuda, brinda ejemplo ante la prole y mejora la autoestima de los beneficiarios; pero, por otro, supone gasto en transporte y vestimenta, reduce el tiempo dedicado al cuidado de la familia, compromete recursos del Estado para la organización del trabajo de los beneficiarios. En suma, hay pros y contras que se deben sopesar bajo la lógica propia de los enfoques utilitaristas.
De los liberales contractualistas, como Rawls, se podría afirmar que de acuerdo con el principio de diferencia defienden la incondicionalidad; pero también que, en virtud del principio de reciprocidad que deriva de la cooperación social y de la posibilidad de que se erosionen los incentivos a trabajar, estarían a favor de las condicionalidades.
Del libertarianismo, reacio a las redistribuciones del Estado, se podría decir que apoyan las condicionalidades de trabajo pero sólo a los efectos de que a la postre ayuden a que cada quien dependa de los ingresos del mercado y sea responsable de sus propios logros.
Del igualitarismo de la suerte, se podría columbrar que las rechazan en los casos en que la necesidad se explica por la mala suerte bruta (desempleo involuntario), pero que habría que establecerlas en los casos que derivan de la propia responsabilidad (desempleo voluntario). Aunque también podría interpretarse que el workfare es una forma de compensar la mala suerte bruta porque el problema del desempleado involuntario no es tanto que esté “privado de ingreso”, sino más bien que está “privado de ingreso por trabajo”.
Por consiguiente y a falta de una respuesta unívoca, parece más razonable abordar por separado los puntos en liza más sustantivos sobre la imposición de condicionalidades. Grosso modo cabe hablar de tres familias de discusiones: una primera remite al estatuto de los derechos económicos y sociales; un punto de notable complejidad dada la dificultad que implica definir los derechos o, más específicamente, los derechos económicos y sociales. Otra, el paternalismo y a fortiori la autonomía y dignidad de la persona, en la medida en que el Estado prescribe a los ciudadanos qué es lo que deben hacer con sus vidas, cuestión que a su vez remite a otro asunto: el problema de la neutralidad frente a concepciones particulares del bien (“es bueno trabajar” o “es bueno ir a la escuela o vacunarse”). Finalmente, la noción de reciprocidad, que defiende la conveniencia de las condicionalidades puesto que legitiman (o disminuyen la aversión a) la ayuda estatal frente a los contribuyentes y votantes, quienes juzgan que lo que ellos financian debe tener una contrapartida; esta objeción descansa sobre la idea de que la sociedad es un esquema cooperativo en el que se deben distribuir beneficios y cargas. En lo que sigue se abordará estos cuatro puntos, los más debatidos en sede filosófica aunque en la mayoría de los casos de modo separado.
2.1. ¿Condicionalidades a los derechos?
El acceso a un nivel de vida “digno” se considera un derecho humano fundamental. En efecto, su rango de derecho consta en la Declaración universal de los derechos del hombre de 1948, cuando en su artículo 25, inciso 1, prescribe que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”.[13] Estas prescripciones, denominadas derechos económicos y sociales están reconocidos en casi todas las constituciones del mundo occidental aunque existen, al menos, dos grandes excepciones: los Estados Unidos de Norteamérica y Gran Bretaña, en este último caso por la sencilla razón de que no tiene carta magna (“ninguna ley del Parlamento puede ser inconstitucional, porque la ley del país no conoce la palabra ni la idea”). En estos países, por supuesto, no se discuten las condicionalidades y su vínculo con los derechos.
El rechazo a las condicionalidades sobre los derechos económicos y sociales es, en cualquier caso, tema de controversia: hay rigurosas objeciones, pero también hay posturas matizadas e incluso defensas bien argumentadas, al menos en ciertos contextos. Sepúlveda Carmona, al igual que otros muchos/as autores, mantiene que los derechos humanos, incluyendo los económicos y sociales, no dependen del cumplimiento de ninguna condición pues son derechos inherentes a la persona. La autora brinda varios argumentos para sostener su afirmación. Entre otros, que “la imposición de condiciones atentaría al fundamento mismo de los derechos humanos, al exigir que las personas que viven en situación de pobreza deban demostrar (a través del cumplimiento de las condicionalidades) que son merecedoras del disfrute de su derecho a la seguridad social” o que “las condicionalidades también pueden entrar en tensión con los principios de igualdad y no discriminación, en particular al concepto de trato igualitario, puesto que se aplica un control de conducta a los sectores más pobres de la población, que no se exige a otros sectores sociales y económicos que también se benefician de las políticas públicas, tales como los contribuyentes de altos ingresos que gozan de créditos fiscales”.[14]
Cecchini y Madariaga, a tenor del tono en que se expresan, asumen una postura matizada y juzgan que la aplicación de condicionalidades (sin son “demasiado estrictas”, acotan, y aquí el matiz) “puede generar una distinción poco afortunada entre pobres merecedores y no merecedores de asistencia, lo que choca con el principio de universalidad de los derechos y violaría derechos humanos básicos en relación con el aseguramiento de un nivel mínimo de vida”.[15]
Por su parte, Luciano Rezzagoli mantiene que las condicionalidades se cimientan sobre la idea de un Estado que colabora y actúa sobre los sectores económicos más vulnerables, pero no de una manera discrecional o carente de control, sino incentivando prácticas responsables en la población beneficiaria a través del relativamente estricto control estatal del debido cumplimiento de las condiciones de forma tal que se acabe con la reproducción intergeneracional de la pobreza.[16]
Como se puede advertir, un asunto sin dudas controvertido. Desde luego, donde no hay controversia es en el horizonte normativo que contiene la Declaración: se trata de intereses que a la sociedad le importa mucho proteger y no caben impugnaciones sobre la deseabilidad de su cumplimiento efectivo (otra cuestión es, desde luego, cómo ha de llevarse a cabo esta tarea). Contempla, de hecho, prácticamente todos los riesgos involuntarios con los que se puede enfrentar una trayectoria de vida propia del sistema capitalista y, claramente, dibuja un inobjetable paisaje axiológico. Si los derechos civiles y políticos constituyen límites que protegen la autonomía y la dignidad de la persona, los derechos económicos y sociales son “invenciones” que dotan de estabilidad a los compromisos de cooperación que aseguren un mínimo material que justamente posibilite la autonomía y dignidad de la persona.
De nuevo, lo que parece más discutible y de hecho existe una considerable polémica, es sobre la incondicionalidad de los derechos económicos y sociales. El concepto de ciudadanía acuñado por T. S. Marshall en “Citizenship and Social Class”,[17] asentado sobre la universalidad e incondicionalidad de los derechos sociales, encuentra en el contractualismo del bienestar una objeción de relevancia. Stuart White, por ejemplo, niega que haya una incompatibilidad intrínseca entre las pruebas de trabajo (work-testing) y el derecho a un ingreso decente; según él, cuando se habla de derechos sociales hay una distinción crucial entre “el derecho a recibir un ingreso incondicional” y “el derecho incondicional a acceder de modo razonable (sin un esfuerzo desproporcionado o desmedido) a un ingreso”. Esta última interpretación de lo que es un derecho niega que el derecho a un ingreso implique la obligación de que alguien lo brinde sin contrapartida alguna. Dicho de otro modo, si alguien es perfectamente capaz de trabajar no está claro que condicionar el acceso a un beneficios con la búsqueda activa de empleo viole el derecho incondicional al acceso de modo razonable a un ingreso decente. Nada definitivo, si se quiere, pero se trata de una objeción sólida a la incondicionalidad en la percepción de un ingreso en tanto que derecho.[18]
El asunto de los derechos de segunda generación es particularmente complejo. Qué sean inherentes a la persona no parece muy sostenible: los derechos son una invención occidental, una gran invención si se quiere, pero afirmar que el hecho de nacer viene acompañado “de un derecho bajo el brazo” es en el mejor de los casos una feliz expresión retórica. El Marx de La cuestión judía es enfático en este asunto: más que de derechos humanos, se debe hablar de los derechos del ciudadano. Por supuesto, el hecho de que sean una invención no los despoja de fuerza normativa, pero a la hora de identificar su gestación cabe señalar que se trata de un producto de raigambre europea urdido (en el caso de los derechos económicos y sociales) bajo determinadas condiciones, concretamente, bajo un período de notables mejoras en las condiciones de vida de la gran mayoría de la población de dicho continente y que el derecho, fundamentalmente, busca blindar.
En este contexto virtuoso, el sujeto de derechos (“nosotros”) alcanzó prácticamente universalidad, resultado que propició su reconocimiento como derecho “efectivo”. No es el caso de Latinoamérica, donde el “nosotros” tiene un alcance parcial y restricto, impedido por las desfavorables condiciones socioeconómicas que se reproducen entre generaciones. No es lo mismo reconocer un derecho cuando sus condiciones se cumple y se pretenden sostener en el tiempo, que pensar que su reconocimiento va a producir mejoras en los niveles de vida en contextos de severas restricciones presupuestarias; claro que puede, y muchas veces de hecho lo hizo, sesgar las políticas públicas, como lo atestigua muchos fallos judiciales sobre estas cuestiones.
En este punto es importante distinguir entre “ser beneficiario de un derecho” y “tener a disposición la trama de los derechos”. La distinción es relevante porque remite justamente al reconocimiento de los derechos de segunda generación: los derechos civiles y políticos son nada sin condiciones materiales que posibiliten su ejercicio. Del mismo modo, acceder a una prestación sobre la que se reivindica su incondicionalidad no hace al beneficiario partícipe efectivo de la trama de los derechos, que es lo que resume el horizonte normativo de las sociedades modernas. Para cumplir con esta última condición, para ser ciudadano pleno, media una tarea que le compete garantizar al Estado: el acceso efectivo a la educación y los cuidados de la salud de toda la población. Algunos lo logran por los beneficios del azar social y otros, los sectores excluidos, necesitan la intervención del Estado. Sin educación ni salud hay derechos exclusión porque no hay derechos sin poder.
La incondicionalidad no abre problemas en sociedades bien ordenadas, como diría Rawls, donde el uso del derecho a las prestaciones sociales es esporádico y excepcional. No es el caso de América Latina, cuya demanda es sistemática y numerosa y, en muchos casos, los potenciales beneficiarios ni siquiera tienen la noción de lo que es un derecho. El desafío político de la región o de regiones con semejante niveles de pobreza extrema o exclusión no es (no puede ser) otro que la universalización del “nosotros”, lo cual exige condiciones materiales mínimas para su ejercicio, condiciones que exceden largamente el aspecto monetario.
Dicho con Ricoeur y su feliz expresión “lo justo, entre lo legal y lo bueno”. Una expresión que distingue la ética teleológica (intencionalidad de una vida realizada) y de la moral deontológica (articulación de la intencionalidad de una vida buena dentro de un conjunto de normas obligatorias caracterizadas tanto por su pretensión de universalidad como por su efecto de restricción) guardando entre ambas una relación de subordinación y complementariedad mutua. Una relación cuya lógica permite abordar los conflictos que abre la búsqueda de la vida buena y la obligatoriedad de la norma (Ricoeur menciona la interpretación hegeliana de la tragedia de Antígona como ejemplo notable).
Bajo la perspectiva que asume Ricoeur, bien se podría hacer la siguiente analogía: a nivel de la polis la vida buena es sinónimo de universalización del “nosotros” (todos, sin excepción, participan de la trama de los derechos), pero su consecución entra en conflicto con una “norma” (la supuesta incondicionalidad de los derechos bajo cualquiera de sus formas) que en el contexto particularmente urgente que reina en la región no ayuda a cumplir con la pretensión ética (no es inimaginable la perpetuación y transmisión intergeneracional, y por tanto el incremento de la recepción de ayuda estatal sin un punto de partida de socialización), de modo que en virtud de la subordinación de la moral a la ética, se autoriza como forma de resolver este conflicto la imposición de condiciones.[19]
Es difícil exagerar las limitaciones que implican la condición de pobreza extrema y exclusión. Tanto que ni siquiera resulta pertinente hablar hábitos dudosos, de incapacidad o de miopía de los padres receptores de las transferencias a la hora de juzgar las decisiones sobre la formación de sus hijos; por el contrario, parece que tales situaciones extremas suspenden todo tipo de juicio moral. En este preciso punto es donde las condicionalidades que contempla la TMC cobran legitimidad (y se vuelven necesarias). Exigir a los progenitores que su prole reciba educación y cuidados de salud parece más bien el punto de partida hacia una socialización que resulta esquiva, pero no para tanto para el beneficiario de la transferencia, cuya exclusión suele ser casi irreversible, sino más bien para la prole que va a participar de dos de las reglas básicas de la vida común. En este sentido, las condicionalidades no parece que dañen la idea de derechos y a fortiori no parece que resulten injustas: se trata más bien de reforzar el compromiso para lograr la inclusión universal.[20]
2.2. El estado paternalista
Es muy frecuente en los programas que se implementan en sociedades con pobreza extrema y exclusión sostener que las condicionalidades son paternalistas y que, por tanto, socavan la autonomía y la autoestima de la persona. Si esta objeción es pertinente, cabe preguntar si las condicionalidades representan una manera justa de dar lo que es debido (o de la forma que es debido) a las personas que viven en situación de pobreza.
¿Qué supuestos se asumen desde esta perspectiva para justificar las condicionalidades? Los defensores de esta lógica de ayuda pública asumen que la población objetivo de este tipo de programas no está en condiciones de saber qué es lo mejor para ellas y sus familias y que, por consiguiente, es necesario que el estado les fiscalice algunas decisiones. La idea entonces es generar en el beneficiario un compromiso con la superación de su situación y la de su familia, tarea que se logra mediante el cumplimiento de una preceptiva de carácter obligatorio que apunte a mejorar las expectativas de la población desfavorecida y, sobre todo, de su prole.
Frente a la lógica de la ayuda condicionada, Pitasse Fragoso defiende una política incondicional y participativa en la lucha contra la pobreza. “Se trata de una idea, afirma, que apunta a dar a los pobres el poder de participar y de administrar su propia asistencia, escuchando directamente sus necesidades y preferencias”.[21] Este enfoque, en general, se asienta sobre un concepto multidimensional de la pobreza, que incluye los aspectos monetarios, políticos y sociales y, fundamentalmente, atiende a la capacidad de los pobres de tomar buenas y razonables decisiones. El problema de los programas de transferencias monetarias condicionadas o las transferencias en especie estriba en limitar la autonomía del individuo, su deliberación y el respeto de sí.
García Valverde da una vuelta de tuerca contra este tipo de justificación de las condicionalidades, según él intolerables en el marco de sociedades democráticas. Su argumentación gira en buena medida en torno a la noción de responsabilidad: “si los pobres son responsables de su condición económica y ella puede dañar a terceros, entonces es legítimo adoptar políticas paternalistas que reemplacen su juicio defectuoso”. Pero, siguiendo a Rawls y su rechazo a fundamentar principios de justicia sobre cuestiones filosóficas controvertidas (como lo es por ejemplo la antinomia determinismo y libertad o, incluso, determinar qué significa exactamente ser responsable de una acción), afirma que “el empleo de un criterio de responsabilidad individual para asignar beneficios de protección social implica tomar posiciones metafísicas necesariamente discutibles acerca de qué condiciones y características debe tener una decisión para ser propia del agente y acerca de cuán sensible debe ser el razonamiento del agente a las razones moralmente correctas”.[22]
Solidarios de estas objeciones, muchos pensadores sostienen que las personas que viven en la pobreza son las más interesadas y competentes a la hora de saber qué decisiones les resultan más convenientes. Por ejemplo, que consideren más ventajoso que un niño permanezca y colabore en el hogar en lugar de asistir a la escuela, podría ser una buena e incuestionable decisión. Pero lo sería por la sencilla razón de que quien la toma es el responsable y a fortiori el más interesado en tomar una buena decisión; es decir, lo sería porque se respeta la autonomía de la persona, pero no por el contenido de la decisión en sí. Un argumento que no parece acertar en el meollo del problema (el futuro de niños/as en el caso de las TMC), pues todo lo que afirma es que se trata de una buena decisión porque quien toma la decisión es quien tiene que tomar la decisión.[23]
Hay muchos contextos en los que se advierte bien que el agente puede no reconocerse plenamente en sus decisiones. Un ejemplo en este sentido es el que da Aristóteles del capitán del barco, ejemplo que le sirve para distinguir las acciones voluntarias de las involuntarias.[24] No cabe ninguna duda de que el principio de la acción (arché) del lanzamiento de la carga del barco durante la tempestad radica en el capitán, sea directamente o sea mediante sus marineros, pero ¿se lo puede considerar, al mismo tiempo, responsable (aítios) de arrojar la carga? Si el motivo que lo llevó a tomar esa decisión es un motivo válido (por ejemplo, que la carga ponía en peligro la estabilidad de la embarcación), entonces no cabría adscribir responsabilidad directa al capitán. Y una decisión de la que no cabe predicar responsabilidad difícilmente puede ser juzgada una buena decisión. Una situación extrema, como no mandar a un hijo a la escuela para ayude en los trabajos precarios que realiza el padre o tirar la preciada carga para salvar la embarcación, no parece bajo ningún punto de vista una decisión deseable o por lo menos, en el primer caso, no deseable para los estándares de deseabilidad que baraja una sociedad democrática occidental.
Ahora bien, el argumento según el cual el beneficiario de la ayuda conoce mejor que nadie lo que es más conveniente para él y su familia, un argumento de raigambre profundamente liberal, es complejo. Se puede decir que el hecho de elegir es en sí mismo un activo simbólico y es la forma como se aprende a elegir, más allá del acierto o no de algunas decisiones puntuales (y más allá de las consecuencias de los desaciertos). Pero la idea de que uno sabe de sí más que cualquier otro es discutible; muchas experiencias de la vida cotidiana desmienten el privilegio epistémico que se le suele asignar a la primera persona, algo que se advierte de modo más rotundo en situaciones extremas, como lo es la exclusión y la pobreza o, si se quiere, tratamientos médicos complejos o vínculos afectivos.
En cualquier caso, no parece que el meollo del problema de las condicionalidades se juegue en quién toma las mejores decisiones para uno mismo, así como tampoco en el terreno del cercenamiento de las libertades individuales que supone el paternalismo. Lo que está en juego con este tipo de exigencias es la vigencia y cumplimiento de ciertos acuerdos largamente arraigados, como son las bondades de la escolarización y del cuidado de la salud, que se tienen por obligatorios y por tanto están indisponibles para el arbitrio individual, y que además no seguirlos supondría un perjuicio para la sociedad y para quien no sigue la regla común. Hay, desde luego, decisiones que pertenecen al común de la sociedad y, quien acuda al argumento del derecho a hacer lo que le dé la gana, omite el impacto que sus acciones puede tener sobre los demás y, lo que es peor, a la postre puede ver reducidas sus posibilidades y las de los demás de hacer lo que les plazca.
¿Qué significa entonces que las condicionalidades son paternalistas? A grandes rasgos y tal como lo define Gerald Dworkin, el paternalismo es “la interferencia en la libertad de acción de una persona justificada por razones que se refieren exclusivamente al bienestar, el bien, la felicidad, las necesidades, los intereses o los valores de la persona coaccionada”.[25] De otro modo, el paternalismo es el ejercicio del poder sobre alguien en aras de su beneficio, un poder del que se puede decir que es benevolente y que tiene como ejemplo canónico la patria potestas. Enunciado de modo formal, se dice que A actúa de modo paternalista hacia B si al hacer u omitir la acción Z, (i) la acción Z interfiere en la autonomía de B; (ii) A actúa sin el consentimiento de B; y (iii) A realiza Z porque así mejora el bienestar de B.
Ahora bien, a la luz de las TMC esta formalización autoriza al menos dos interpretaciones. Una primera que según la cual no son paternalistas dado que la condición (iii) no se cumple: propiamente, el bienestar que se procura es el de los hijos/as de los receptores de los fondos. Y, una segunda, que se debe a Seana Shiffrin, juzga que la condición (ii) es la relevante; por consiguiente, de acuerdo con su perspectiva, habría paternalismo en las TMC pues no se consulta al beneficiario si está o no de acuerdo con escolarizar y vacunar a su prole[26]. Pero, incluso en el caso de que la interpretación de Shiffrin fuese la correcta, nada impide bajo ciertas condiciones extremas de hablar de paternalismo aceptable. Después de todo, la sociedad acepta de buen grado medidas de claro corte paternalista (cinturón de seguridad), aunque claramente no debe sobrepasar ciertos límites (no es aceptable que la prescripción de ir a la escuela contemple que la escuela sea obligatoriamente religiosa).
Pero, una vez más, el punto no pasa por discutir una prescripción en particular para decir si es o no paternalista; por ejemplo, si es correcto que el estado sancione con una multa a quien imprudentemente se bañe en agua contaminada. Lo que está en juego es el cumplimiento o no de lo que la sociedad juzga un deber paterno para con el hijo y que es además un deber que el universo de los padres tiene que cumplir: no es solo para las familias en situación precaria. Las TMC se podrían traducir de la siguiente forma: A (el estado) advierte que el hijo de B no va a la escuela ni se vacuna y ve que B no hace nada para que ello suceda (no hace nada porque en este contexto estar excluido significa que no tiene internalizados ciertos acuerdos que yacen en la base de la sociedad); entonces A, que no puede obligar a B, le da plata a B para incentivarlo y ayudarlo para que pueda escolarizar y vacunar a su hijo. En este caso, A no se inmiscuye en la vida de B: simplemente sesga ciertas decisiones que toma y que tienen a su hijo como objeto de la decisión; A tampoco obtiene rédito directo por incentivar a B. Simplemente, se juzga deseables que algo suceda y se incentiva su acontecimiento, sería el lema que legitima la condicionalidad.
En suma, las TMC no son paternalistas por las naturaleza y alcance de las condiciones: no se trata de una exigencia que tiene como blanco un grupo en particular, sino que, más bien, se trata una regla cuyo acuerdo es unánime (salud y educación) y cuyo alcance es universal.
2.3. La ética del trabajo
Muchos autores han dado razones de orden ético para legitimar la contrapartida de trabajo que exige el Estado a los beneficiarios de la ayuda estatal. Trabajar está bien, es un valor que todo ciudadano debería ejercer y que el Estado debe promover, sería la idea que da forma a este ensayo de legitimación de la condicionalidad de trabajo que persigue, entre otros objetivos, desalentar el vicio patológico de la dependencia.
Como señala Elizabeth Anderson, en los Estados Unidos de Norteamérica las “bases del autorrespeto están ligadas a la percepción de la independencia (…) La dependencia se considera un estado moralmente desviado, corruptor y despreciable”.[27] Y los beneficiarios de la asistencia social, se suele asumir, carecen de iniciativa y de motivación para trabajar, no disponen de habilidades y les falta disciplina y responsabilidad, vicios para los que la ética del trabajo constituiría una genuina solución para el logro de la autosuficiencia y el autorrespeto.[28]Con este diagnóstico en mano, desde un punto de vista sociológico las bondades de trabajar no parecen discutibles.
La defensa de las bondades del trabajo durante la modernidad, además de la de Hegel ya señalada, tiene otros importantes defensores. John Stuart Mill en Principles of Political Economy destaca enfáticamente el carácter virtuoso del trabajo.[29]Según él, si se deja a la gente que dependa de sus propios medios, un beneficio grande y duradero provendrá del sacrificio, que no sólo mejorará su condición material, sino también influirá de buena manera en los hábitos de los niños. Por el contrario, si su salario deja de depender del sacrificio y se le garantiza un pago determinado, sea por ley o sea por el sentimiento de la comunidad, entonces no habrá forma en que ni ellos ni sus descendientes consideren su propio esfuerzo como medio adecuado para preservar su bienestar; sólo propiciará el reclamo indignado en favor de la continuidad de las garantías de su sustento y el de sus descendientes.
Toda esta familia de argumentaciones en favor del valor del trabajo es difícil de refutar. Es más, se podría formular la siguiente pregunta: ¿qué sociedad es preferible, una en la que todos sus miembros financian su vida con el fruto de su trabajo u otra en la que algunos de ellos, en condiciones de trabajar, se sostiene con la ayuda estatal? Las razones por las cuales se podría preferir la primera son muchas y de naturaleza diversa, pero entre las más destacadas y pertinentes para este trabajo remiten a la ya mencionada idea de autonomía y a las bases sociales del auto-respeto.
Lawrence Mead fue uno de los principales defensores de la ética del trabajo; en su opinión, el trabajo es un valor que se debe promover o, incluso, una obligación, “como pagar impuestos u obedecer la ley”[30]. Mead fue un pionero en establecer la necesidad de hacer trabajar a los beneficiarios de la asistencia social pues, a su juicio, la ética del trabajo era un valor que se estaba erosionando por la permisividad del Estado de Bienestar. Según él, el problema de los pobres no era tanto la falta de empleos como que muchos de ellos no podían o no querían ocupar los empleos disponibles, algo que sí podían o querían los inmigrantes. En contra de la ideología neoliberal que estaba arraigando en los Estados Unidos de Norteamérica y la idea de abolir la asistencia social, Mead insistía en la necesidad de un gran estado que haga cumplir con la ética del trabajo, hasta el punto de defender la idea del estado como empleador de última instancia.
Sin embargo, la perspectiva ética, la idea de que trabajar está bien y que el Estado debe promover su ejercicio por esta razón encuentra obstáculos de peso en el liberalismo. Se trata de una objeción que remite a la idea de “política pública perfeccionista”. Si bien por razones diversas, ni el Locke de A Letter Concerning Toleration (el magistrado no puede promover la salvación basada en una doctrina religiosa específica, pero sí proteger los intereses civiles de los individuos, como la libertad, la vida y la propiedad), ni el Rawls de Political Liberalism (en una sociedad pluralista, el poder del Estado es legítimo si ofrece razones aceptables por personas que profesan distintos credos y distintas concepciones del bien), ni el Dworkin de Sovereign Virtue: The Theory and Practice of Equality (la idea de que la vida buena exige integridad y a fortiori convicción, propiedad que la política perfeccionista pone bajo amenaza), están dispuestos a legitimar la posibilidad de que el Estado defienda una concepción particular del bien. El liberalismo es, bajo esta perspectiva, anti-perfeccionista, en el sentido de que es neutral frente a todo tipo de prácticas que hacen a la vida buena.
Dicho de otro modo, el liberalismo defiende la libertad de que cada uno elija sus ideales vida y objeta que el Estado “obligue” a la gente a trabajar “porque trabajar es bueno” o “porque no trabajar constituye un vicio”. Según el liberalismo, el gobierno debería permanecer neutral en relación con las concepciones del bien: lo que hace a una vida una vida buena y la mejor forma de perseguirla es un asunto que pertenece enteramente al dominio privado de cada ciudadano.
No obstante, la neutralidad estatal es discutible en muchas esferas de la vida política. Para empezar, porque de hecho el Estado alberga un complejo dispositivo de prescripciones, prohibiciones y preferencias sobre las que no parece haber muchas controversias: los bienes meritorios o tutelares, la prohibición del consumo de drogas, los subsidios que privilegian determinadas actividades culturales, dan buena cuenta de ello.
Pero más allá de que este tipo de políticas públicas tienen por “buenas” ciertas cosas, es difícil explicar por qué el trabajo forma parte de la esfera de decisiones que hacen a una concepción de la vida buena, como lo son la religión, una ideología o la adhesión a la ética aristotélica o a la utilitarista. De hecho, el efecto de sentido que tendría el otorgamiento de subsidios para privilegiar la práctica de una determinada religión o una ideología difiere largamente de la concesión de la ayuda monetaria a cambio de trabajo y, desde luego, la primera abriría un conflicto difícil de zanjar en una sociedad democrática moderna.
Si se adopta una perspectiva histórica y se toma como punto de partida la distinción aristotélica entre praxis y poiesis, lejos de aparecer ligado a la idea de la vida buena, el trabajo aparece vinculado a la satisfacción de las necesidades, cualquiera sea el alcance de la noción de necesidad. Es más, en el mundo griego el trabajo era tarea de esclavos y no formaba parte de las actividades que fundan virtud, como lo era la praxis, actividad reservada a los ciudadanos libres.[31] Sin embargo, con el advenimiento de la modernidad, el trabajo, otrora desdeñado por indigno, gana reconocimiento social y constituye la esfera donde se construye la identidad; por supuesto, la nueva significación que adquieren las actividades productivas tiene como condición de posibilidad la universalización del imperativo de trabajar, lo que difícilmente lo haga una concepción particular de la vida buena. La idea de igualdad o el anhelo ético de igualdad no se puede construir sólo sobre declamaciones: exige arraigo o un anclaje en la realidad, necesita una experiencia que tenga alcance universal. Tal experiencia es el trabajo, del que nadie debe estar eximido, como enfáticamente lo dijo el clérigo Emmanuel-Joseph Sieyès so pena de ser considerado un privilegiado.[32]
Dicho de otro modo, en el marco de la sociedad moderna, cuya trama es eminentemente productivo-mercantil, trabajar constituye la forma primera de participación en la vida social. No trabajar implica estar excluido o ser un privilegiado. El trabajo en el mundo moderno es la actividad que hizo posible la igualdad universal, justamente porque es algo que “todos” tienen que hacer. De hecho, si se quiere, la igualdad entre el hombre y la mujer que actualmente está en proceso de consolidación debe mucho a la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo. El trabajo, más que una concepción particular del bien, es a un tiempo lo que posibilita sostener y desplegar un proyecto de vida y el contenido del proyecto de vida, de modo que no cae en una primera instancia bajo el paraguas de concepciones particulares del bien.
2.4. El principio de reciprocidad
Si bien lo hace para una finalidad en particular (justificar la obligación cívica de trabajar), en el contexto de los debates sobre el workfare Lawrence Becker es uno de los primeros autores en echar mano del principio de reciprocidad para mostrar que el bienestar incondicional es injusto dado que no se cumple la reciprocidad entre trabajadores (que además pagan impuestos) y no trabajadores. En defensa de dicho principio, Becker señala que la obligación de devolver bien por bien, una obligación que constituye una tendencia muy potente en la vida humana, está estrechamente relacionada con nociones como “gratitud”, “igualdad”, “obligación” y “justicia”.
Por supuesto, las obligaciones laborales sobre las que reflexiona Becker son de carácter universal. Pero, como él mismo observa, hay además obligaciones laborales “especiales”, como podrían ser una asignación monetaria o la entrega de bienes de consumo a un parte de la población (desfavorecida). Sobre estas prestaciones especiales, Becker mantiene que resulta razonable poner condiciones de trabajo “que produzca ingresos”, siempre que se ajusten a los principios de capacidad y competencia; por ejemplo, que el trabajo no implique el descuido de la prole o que se asigne un trabajo duro a una persona con problemas cardíacos. De otro modo, claramente Becker defiende el workfare, y lo hace no sólo porque reduciría las demandas de beneficios especiales, sino también para evitar que alguien viva del esfuerzo de los demás, siempre bajo condiciones de cuidado de los beneficiarios.[33]
En su expresión más general, el principio de reciprocidad afirma que cuando se reciben beneficios de otros, se tiene la obligación de devolver algo a cambio. El principio de reciprocidad implica pues la obligación de contribuir en un esquema cooperativo del cual uno se beneficia; por una parte, se da (cargas) y, por otra, se recibe (beneficios). Por tanto, se trata de un principio que vincula la idea de equidad (fairness) o de juego limpio (fair play) con la justicia: se debe contribuir al esfuerzo colectivo del cual uno se beneficia pues no hacerlo implicaría explotación.
Pero, como observa Arneson, devolver bien por bien (o mal por mal) es un principio puramente formal y no dice lo que se está obligado a devolver a cambio del beneficio recibido[34]. De aquí que para Michael Taylor, la determinación de qué derechos o beneficios y qué obligaciones o cargas exactas conlleva el principio de reciprocidad (qué contiene cada mitad) depende de la naturaleza específica de las relaciones sociales vigentes: diferentes relaciones sociales implican diferentes prácticas de reciprocidad. Con otras palabras, el principio de reciprocidad es completamente parasitario de los principios de justicia distributiva.[35]
Por consiguiente, cada comunidad tiene su propia interpretación de lo que debe dar y recibir cada uno en el marco de un esquema de cooperación, y esta interpretación se resuelve a la luz de los principios distributivos que gobiernen los intercambios y de los niveles de cohesión y solidaridad que tramite cada sociedad. Las relaciones sociales pueden estar guiadas por diferentes versiones de la reciprocidad. “A cada uno según su contribución” (equidad), “a cada uno una parte igual de producto social” (igualdad), “a cada uno según sus necesidades” (necesidad), son casos de principios distributivos que implican diferentes nociones de reciprocidad.[36]
Taylor pone en cuestión de esta manera que la noción de reciprocidad implique necesariamente simetría, que “se deba poner lo que se saca” o, de otro modo, que reine la proporcionalidad estricta. Cabe, según él, hablar de reciprocidad asimétrica o “reciprocidad generalizada” en la que cada miembro contribuye con lo que puede y recibe una parte igual o la parte que necesita. La vida cotidiana acerca analogías significativas: en cenas compartidas, hay sociedades donde la cuenta se divide en partes iguales y otras en las que cada comensal paga lo que consume. Ambos son casos de reciprocidad puesto que todos ponen y reciben algo, pero difieren las proporciones; se trata de diferentes prácticas de reciprocidad, idiosincráticas. Taylor incluso habla de reciprocidad en casos en que alguien recibe y no da nada a cambio (incondicionalidad); pero, aclara, relaciones así puede que no perduren en el tiempo, como tampoco es sostenible que en cenas en la que los comensales pagan partes iguales, alguien pida sistemáticamente los platos más onerosos. En suma, la reciprocidad admite múltiples versiones, pero en el límite “poner” constituye un deber insoslayable so pena de que el esquema de cooperación pierda legitimidad.
Entonces, más allá de las variantes que admite, el principio de reciprocidad exige que se asuma una parte justa de las cargas de la cooperación social a cambio de los beneficios recibidos. Por supuesto, como una extensión de este principio, las prestaciones sociales exigen su contraprestación, su contribución al esfuerzo de la cooperación social. No asumir la parte justa de las cargas mientras se aceptan los beneficios de la cooperación social (sobre todo a personas que no trabajan y no están dispuestas a hacerlo) es injusto pues equivale a aprovecharse de los demás: “por una cuestión de dignidad, los demás ciudadanos tienen derecho a esperar que usted haga ese esfuerzo. Si no lo hace, los trata de forma ofensivamente instrumental o, como se suele decir, los explota”[37].
¿Bajo qué condiciones se puede afirmar que de acuerdo con el principio de reciprocidad las condicionalidades de trabajo son justas o, de otro modo, los beneficios incondicionales son injustos? Para Stuart White cuando las instituciones que rigen la vida económica son suficientemente justas, quienes reclaman una parte del producto social debe hacer una contribución productiva a la comunidad, adecuadamente proporcionada y ajustada a la capacidad de cada uno según las circunstancias (el más capacitado pone más de lo que saca puesto que requiere menos esfuerzo, postulado que asemeja a una estructura tributarias progresiva).[38]
En los casos en que las instituciones que rigen la vida económica no son lo suficientemente justas, White hace algunas advertencias sobre el principio de reciprocidad y el establecimiento de condicionalidades: en términos generales, que no contribuya a profundizar la vulnerabilidad de la población desfavorecida y que su aplicación sea equitativa. Para ello, se deben cumplir ciertos requisitos que establece de modo explícito: (i) que la asignación esté por encima de la línea de pobreza; (ii) que hayan suficientes oportunidades de trabajo; (iii) que haya un margen amplio de contribuciones aceptables (por ejemplo y como se verá más abajo, Anderson propone que el cuidado de personas dependientes cuente como una contribución); y (iv) que no haya excepciones a la hora de contribuir en el producto social (ricos ociosos).
Estas advertencias y prescripciones tienen como telón de fondo el grado de justicia que verifica la estructura económica de la sociedad. Una estructura económica justa sería, por ejemplo, una cuyo sistema educativo garantiza una real igualdad de oportunidades, o en la que la totalidad de los trabajos están des-enajenado (no hay trabajos desagradables o explotadores), o en la que la estructura de recompensas no sea muy desigual. Si se satisfacen estos requisitos entonces parecería razonable esperar que cada ciudadano que pueda trabajar lo haga: bajo estas condiciones se podría hablar de una cooperación social justa.[39]
En los casos de pobreza extrema y exclusión, una vez más, el punto es que se trata de un sector de la sociedad que no participa en el esquema de cooperación bajo ninguna de sus formas. Desde esta perspectiva, las TMC responden a dos objetivos: sostener a los progenitores que difícilmente cuyo acceso al esquema cooperación resta problemático y poner a la prole en condiciones de poder hacerlo en el futuro.
3. Conclusiones
A lo largo del trabajo se ha dado cuenta de cuatro de los debates más salientes que pivotan sobre la legitimidad de las condicionalidades a la ayuda estatal. Se ha dicho que nada permite concluir tajantemente si son o no justas. Por el contrario, se ha defendido una tesis de alcance limitado: que no hay razones decisivas para tenerlas por injustas, siempre y cuando se satisfaga al menos un requisito, un requisito que adopta sendas versiones cuando se piensa en el desempleo, por un lado, y cuando se piensa en la pobreza extrema y en la exclusión, por otro. ¿Qué trabajo se le pide al desempleado? ¿Qué condicionalidades se les imponen a los sectores vulnerables?
Sobre la primera versión del requisito, la respuesta es, desde luego, no cualquier trabajo. Decir “no cualquier trabajo” se puede leer a luz de preceptos de eficiencia o de los efectos sobre la formación de capital humano o del carácter moral del tipo de trabajo exigido[40]. Por supuesto, para estas reflexiones interesa la última cuestión, que tiene como punto de partida la gran diferencia que existe entre empleos. Hay trabajos más deseados que otros, hay trabajos que gozan de mayor reconocimiento que otros, distinciones que en la mayor parte de las veces tienen su correlato salarial; en última instancia, las condiciones de trabajo reproducen el grado de (in)justicia que alcanza una sociedad.[41]
El Estado de Bienestar está pensado para brindar respuesta a una serie de problemas bien específicos ligados a déficits del funcionamiento del sistema capitalista. Y la respuesta a un problema es una solución: de aquí se puede derivar la exigencia de no ofrecer un trabajo “peor” al que se ha perdido pues de lo contrario no sería una solución. Es desde luego difícil establecer comparaciones entre empleos. Pero se descartan, como condición de mínima, actividades que resulten humillantes y que produzcan daños en la autoestima del beneficiario. Y como condición deseable se debería pensar en empleos de las mismas características (técnicas) y salariales al que ha perdido el beneficiario. De otro modo, esta regla supone la socialización de los riesgos que enfrenta un trabajador en el marco de una economía de mercado.[42]
Otra forma de legitimar la exigencia de trabajo la da la tesis de Elizabeth Anderson quien, en el marco de su pretensión de hacer más justo el sistema de bienestar, formula la siguiente interrogante: ¿por qué el trabajo remunerado es la única forma de devolver el beneficio recibido en el marco del principio de reciprocidad? La pensadora estadounidense cuestiona que el cuidado de personas dependientes no cuente como un aporte al sistema de cooperación. Según ella observa, la mayoría de los beneficiarios de la asistencia social son madres que dedican tiempo y esfuerzo considerables al cuidado de la prole, tarea sin duda socialmente útil y que perfectamente debería contar como contribución (necesaria) en un esquema de reciprocidad. Una sociedad justa, afirma, reconocería el cuidado no remunerado de personas dependientes como cumplimiento de las obligaciones de reciprocidad de los ciudadanos/as.[43]
Sobre la segunda versión del requisito, la respuesta es, una vez más, no cualquier condicionalidad. Dado que frente a la problemática de la pobreza y la exclusión se ha defendido la idea de que su legitimidad deriva de la pretensión de incluir al beneficiario, hacer que el beneficiario participe sin merma de la trama productivo-mercantil sobre el que se asienta el mundo moderno, las condicionalidades deberían tener este espíritu como telón de fondo. La inclusión no se materializa mediante el contenido de una declaración; más bien, es fruto de una tarea, una tarea que tiene lugar en la familia o en el medio social en el que se nace. El desafío estriba entonces en qué hacer con aquellos a quienes no los fue dado transitar este camino. Y la dificultad más notable es que se trata de una situación que va de adentro hacia afuera, pero que no tiene su viceversa. Dicho de otro modo, la pobreza extrema y la exclusión revista tal gravedad que su solución excede largamente a un sostenimiento monetario. El espíritu de las condicionalidades es una estrategia (perfectible en su implementación) de mínima para universalizar el “nosotros”.
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Notas