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EL INSTITUTO NACIONAL COMO EJE DE LA CONSTRUCCIÓN DEL CIUDADANO ESCRITOR
THE NATIONAL INSTITUTE AS THE CORE OF THE CONSTRUCTION OF THE CITIZEN WRITER
Revista de Humanidades, núm. 33, pp. 57-77, 2016
Universidad Nacional Andrés Bello

Artículos



Recepción: 02 Junio 2015

Aprobación: 15 Noviembre 2015

Resumen: Nuestro interés por investigar sobre el Instituto Nacional surge al remontarnos al siglo XIX para estudiar la crítica literaria y sus condiciones de emergencia que incluyen a la educación como espacio clave para comprender el campo literario. La hipótesis fundamental que guía esta investigación sostiene que en los inicios del desarrollo del proyecto de fundación nacional así como de una literatura chilena, el Instituto Nacional constituyó un eje central en la construcción del imaginario republicano y también en la construcción del ciudadano-escritor. Para ello se revisará la función del Instituto como institución educativa en la que se conjugaron las ideas políticas, culturales, literarias, y su enseñanza, fundamentales para comprender algunas de las razones de su permanencia como institución sui generis.

Palabras clave: Siglo XIX, Instituto Nacional, campo literario, crítica literaria, enseñanza de la literatura.

Abstract: Our interest to investigate about the National Institute emerges when we back to XIX century in order to study the literary criticism and the conditions for its appearance, which includes education as a key space to understand the literary field. The fundamental hypothesis which guides this investigation states that at the beginning of the national foundation project as well as of chilean literature, the National Institute became a central axis in the building up of the republican imaginary and also in the making of the citizen-writer. For this purpose, we will review the function of the Institute as an educational institution where the political, cultural and literary ideas were developed and taught to understand some of the reasons for its permanence as a sui generis institution.

Keywords: XIX Century, National Institute, Literary Field, Literary Criticism, Literature Teaching.

1. Estableciendo conexiones: Inicios del Instituto Nacional, formación del ciudadano y literatura

La planeación y creación del Instituto Nacional surge vinculada al proyecto de nación de los patriotas revolucionarios chilenos en la primera década de independencia nacional. El primer intento de instalación ocurre en 1813, propiciado por la Junta de Gobierno formada por Francisco Antonio Pérez, Agustín de Eyzaguirre y José Miguel Infante. El secretario Mariano Egaña, decidió la creación del que se llamaría “Instituto Nacional del General José Miguel Carrera”. Tres son los personajes que propugnan las ideas centrales en ese momento: Manuel de Salas, Juan Egaña y Camilo Henríquez, quienes a través de los proyectos y escritos, perfilan los ideales de la educación para el país. Según Claudio Gutiérrez, Manuel de Salas “se preocupa de fomentar la economía y la producción como base de la felicidad general”, a través de la educación en las artes y las ciencias; y Juan Egaña conjuga educación civil y moral ideario en el que las ciencias son un pilar fundamental. (Gutiérrez 52). Pero el más significativo para nosotros, es Camilo Henríquez, el primer gran hito y personaje que nos permite ir ligando educación, ciudadanía y letras, en el amplio sentido del siglo XIX. Henríquez incorporará otro elemento como componente esencial de la educación: lo político y las ciencias sociales, como estudio científico de la sociedad y su gobierno, dicho en términos actuales. Henríquez señalaba en 1812 que

[e]l espíritu humano levantado por estas ciencias, y admitido a los misterios más recónditos de la naturaleza, después de pasar las inmensas aguas del océano, averiguado el tamaño, la distancia, y el movimiento de los planetas, siguiéndolos en sus brillantes caminos se aplicó a la ciencia que tanto interesaba a la felicidad pública, emprendió el estudio de la política y la legislación. Desde entonces volvió a cultivarse la sublime ciencia de hacer felices a las naciones. Desde entonces volvió a conocerse, que la fortuna de los Estados es inseparable de la de los pueblos, y que para hacer a los pueblos felices, es preciso ilustrarlos. (Henríquez, De la influencia de los escritos luminosos, 1977, 72)1

Camilo Henríquez publica en la Aurora de Chile el plan de organización para la creación del Instituto Nacional titulado “De la organización del Instituto Nacional de Chile, escuela central y normal para la difusión y adelantamiento de los conocimientos útiles”. El objetivo del Instituto es “. . . dar patria a los ciudadanos, que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer y le den honor.” Divide la enseñanza en tres tipos de clases o cátedras: ciencias matemáticas y físicas, ciencias morales (que incluye ciencia moral, derecho constitucional, economía política, historia de las leyes, revoluciones, engrandecimiento, y decadencia de las naciones). Y gramática, traducción y principios de elocuencia, poesía y crítica. Procurando la globalidad ilustrada que rige la época (Camilo Henríquez, Aurora de Chile jueves 18 de junio de 1812, Nº 19, p.4).

Camilo Henríquez une la literatura y la política en el discurso educativo, en función de la felicidad del individuo y su deber ser como ciudadano. Para Henríquez, la poesía y el bien de los ciudadanos son indistinguibles y forman parte de un continuum que decanta en la política. Sus escritos literarios, en el sentido moderno, por ejemplo, La Camila, o La patriota de Sud-America: drama sentimental en cuatro actos, y en algunos versos satíricos que se le atribuyen, versos que son eminentemente literatura política, orientados por la alegoría, la diatriba y la polémica. En uno de sus artículos más conocidos, Camilo Henríquez dejaba explícita la relación, según, por supuesto, los criterios epocales: “Feliz el pueblo que tiene poetas, a los poetas seguirán los filósofos, a los filósofos, los políticos profundos. Desventurado el pueblo donde estén en un sopor continuo y letárgico la imaginación y el pensamiento” (Henríquez 71). Así, en esta rápida reseña, se observa que las ideas para la formación de la institución educativa se nutrieron del ideario revolucionario en su primer momento fundacional, no obstante su fusión con instituciones religiosas, (la Academia de San Luis, el Convictorio Carolino, el Seminario y el profesorado de la Universidad de San Felipe) en sus primeros años de funcionamiento. El proyecto del Instituto Nacional tenía como fin último la formación del ciudadano, no solo el letrado y “profesional”, tal como aún se explicita aún en su proyecto actual.

2. El Instituto nacional y la preparación del Movimiento del 42

Durante la primera mitad del siglo XIX aún no se ha producido la separación de esferas que dotará de autonomía relativa a los distintos campos, entre ellos, el campo literario, el que estará plenamente conformado en la última década del siglo.2 Pero, aun cuando exista la mencionada no separación de los campos, es crucial observar la lógica y funcionamiento de la actividad “literaria” en relación con la práctica intelectual social y política. En la primera mitad del siglo resulta productivo considerar a la literatura en el marco de la tríada: intelectual decimonónico, literatura, y educación; tríada que constituye un continuum que, siendo lógico, siempre es conveniente explicitar.

Instalado definitivamente en 1819, al Instituto Nacional le toca vivir los avatares que dan cuenta de idearios y concepciones de mundo que serán claves para el país durante décadas, y erigida como la institución educacional exclusiva y hegemónica, se configurará como el componente central del habitus de los intelectuales del siglo XIX, posteriormente funcionando en conjunto con la Universidad de Chile. Habitus entendido como estructura determinada y determinante a la vez, en la que la educación es eje clave. El habitus es un conjunto de experiencias pasadas en la forma de “. . . sistemas de disposiciones que son el producto de la interiorización de un tipo determinado de condición económica y social” (Bourdieu, 1989: 1) y, por lo tanto, poseen diferentes trayectorias, en las que se refleja cómo “. . . dados su origen social y las características socialmente condicionadas que están correlacionadas con éste, pudo ocupar [el intelectual], o, en ciertos casos, producir, las posiciones que le preparaba y a las que lo llamaba un estado dado del campo de producción cultural” (Bourdieu 13-14). En esos tiempos, el letrado o intelectual es un cultivador de una gran amplitud de géneros y prácticas discursivas. Los intelectuales participaron indistintamente de las funciones de dirección política, cargos públicos o de gobierno, así como hicieron de escritores, incursionando en los distintos géneros discursivos, entre ellos la oratoria, poesía, discursos científicos, ensayo y géneros periodísticos, entre otros. Es al interior y en el entorno del Instituto Nacional, como habitus privilegiado, y es lo que nos interesa relevar aquí, que se producirán importantes disputas y cambios que constituyen los inicios del proceso específicamente literario institucional; y que permiten situar las conexiones entre espacios diversos que las historias de las literaturas nacionales no contemplan cuando olvidan la complejidad de las condiciones de emergencia de las literaturas y que tienen directa relación con la disputa entre visiones acerca del ciudadano, la nación, la educación y que para el caso de Chile se decantan en la muy concreta disputa entre conservadores y liberales y sus respectivos idearios. Los intereses de unos y otros se entrecruzan en un marco real común y limitado, que se explicita en las trayectorias del Instituto Nacional como institución que contiene en sí los elementos que posibilitan tanto la norma como sus transgresiones y el “germen de la rebeldía y la arbitrariedad”, como “imposibilidad de controlar a sus agentes y componentes”. (Dubois 12) Transgresiones y rebeldías que conducen a las disputas acerca de lo que se enseña, cómo se enseña y para qué se enseña. Por ejemplo, el caso de Bilbao y la transgresión al paradigma filosófico dominante3. Por el lado de lo específicamente literario, el Instituto Nacional será uno de los centros del proceso que conducirá al Movimiento del 42 y sus consecuencias para la literatura chilena. Uno de los primeros antecedentes que preparará este movimiento fundacional es la oposición entre los idearios que provienen de las figuras de José Joaquín de Mora, José Victorino Lastarria y Andrés Bello, considerando a De Mora como una figura más inspiradora que central, en este aspecto.

3. Los preparativos del movimiento del 42

En el gobierno del General Francisco Antonio Pinto (1827-1829), gobierno liberal que durará solo dos años, se funda el Liceo de Chile (1829-1831), que será el competidor por breves tres años del Instituto Nacional. Fundado y dirigido por el español José Joaquín de Mora, ensayista, poeta y liberal llegado a Chile en 1828, quien, según Amanda Labarca en su libro sobre la educación chilena, “robusteció la corriente pipiola que trataron en vano de sofocar durante tres decenios los gobiernos pelucones. En la enseñanza de este vate arisco, de ese libelista mordaz y liberal intransigente, bebieron sus doctrinas hombres como Lastarria” (82).

Joaquín de Mora, rector e ideólogo del Liceo, además de instalar un programa educativo propio, impartía cursos de literatura, gramática latina y derecho, y ciertos cursos extraoficiales y privados de filosofía a un grupo selecto de internos, entre los que se encontraba José Victorino Lastarria. Entre las novedades se estudiaba a Rousseau, Bentham, Saint Simon, Jovellanos, entre otros. Allí, José Victorino Lastarria y otros jóvenes estudiantes se ejercitarán en la filosofía del liberalismo, señala BernardoSubercaseaux (27).

En el marco de las disputas ideológicas, el liberal De Mora sufre las reacciones de los conservadores quienes crean un colegio para que se le oponga, el Colegio de Santiago, en el que instalan a Andrés Bello como director. Luego, Joaquín de Mora perderá el subsidio que el Estado otorgaba a su liceo y finalmente será expulsado del país en 1831. El episodio que, al parecer, colmó la paciencia del entonces Presidente Provisional José Tomás Ovalle, a inicios del periodo portaliano, fue nada menos que un “hecho literario”, un poema publicado en el diario “El Trompeta”, el 14 de febrero de 1831, poema que responde a la usanza satírica de la escritura en verso:

El uno subió al poder / con la intriga y la maldad; / El otro sin saber como, / lo sentaron donde está.

El uno cubiletea / y el otro firma no más; / el uno se llama Diego, / y el otro José Tomás.

El uno hace los pasteles / con su pimienta y su sal; / el otro hasta en los rebuznos / tiene cierta gravedad.

El uno es barbilampiño, / pero el otro es mustafá; / el uno se llama Diego, / y el otro José Tomás.

El uno tiene en su bolsa / reducido su caudal; / y el otro tiene unas vacas; / un grandísimo sandial…

El uno saldrá a galope / y el otro se quedará; / el uno se llama Diego / y el otro José Tomás.

El uno es sutil y flaco / que parece hilo de olán; / el otro con su barriga / tiene algo de monacal.

El uno especula en grande, / el otro cobra el mensual; / el uno se llama Diego, / y el otro José Tomás.

De uno y otro nos reiremos / antes que llegue San Juan; / uno y otro en aquel tiempo / sabe Dios donde estarán.

Quitándonos el sombrero, / gritaremos a la par: / felices noches don Diego, / abur don José Tomás.

Mientras tanto, según Amanda Labarca, en esa competencia entre el liceo liberal y el conservador, a1 Instituto Nacional se le negaban subsidios: “La viva rivalidad que manifestaban los partidos políticos dejó en verdadero abandono al Instituto: El Gobierno liberal del vicepresidente Pinto favorecía al Liceo de Chile, mientras que el partido conservador se inclinaba a dar todo su contingente al Colegio Santiago, de suerte que el Instituto quedaba aislado de toda protección (Labarca 84).

A pesar de estos avatares, el Instituto Nacional estaba distante de ser un bastión conservador o un testigo indiferente de los hechos, al contrario, se encontraba en pleno proceso de cambios, respondiendo a su función de institución oficial. En 1826 fue nombrado rector Carlos Lozier, (1826-1827) quien a juicio de Amanda Labarca,

trabajó empeñosamente por sacudir el espíritu escolástico, teológico y colonial que prevalecía en sus aulas, tratando de darle la fisonomía de un colegio o liceo francés . . . proporcionó nuevos textos a los alumnos, haciendo traducir algunos y estimulando a jóvenes profesores escribir otros . . . Modificó, el reglamento de castigos, y, en vez de los azotes y el cepo, introdujo los estímulos morales, una disciplina menos cruel que la acostumbrada hasta entonces. Finalmente, fue un fracaso. Los padres se negaron a enviar a sus hijos al Instituto; los muchachos se insurreccionaron; el Gobierno hubo de intervenir, y su rectorado concluyó con el nombramiento de una comisión reorganizadora, bajo la presidencia del Presbítero Dr. don Juan Francisco Meneses. (82)

A pesar de ello, la secularización entre los profesores y los planes de enseñanza impulsados por Lozier dejan su huella. Como señala Domingo Amunátegui:

a la especie de estagnación e inmovilidad en que había yacido el Instituto en punto a reformas, sucedió un ansia de innovaciones que cambió casi del todo el sistema establecido. Pero fue solo una agitación pasajera cuya traza desapareció en breve . . . Mas, el germen de las mejoras no se extinguió. Varios jóvenes del Instituto, que, libres de hábitos arraigados, y de afición a antiguas prácticas, pudieron apreciar la importancia de mejorar los estudios, consagraron sus esfuerzos a tan laudable empresa . . . (Amunategui Solar, 1891: XIII)

Cerrado el Liceo de Chile, y en los inicios del gobierno conservador con Diego Portales (1830-1837) en el liderato, gran parte de sus profesores y estudiantes son integrados al Instituto Nacional. En 1831, ingresará José Victorino Lastarria, B. Subercaseaux señala que “el instituto era, pues, cuando ingresa Lastarria y durante la etapa de intolerancia política de Portales, una especie de isla cultural —por no decir isla liberal—, No es extraño entonces que allí se hayan gestado revueltas estudiantiles” (30). El propio Lastarria relata en sus Recuerdos literarios que en “El presidio de Juan Fernández había colegiales del Instituto pagando los pecados de su suelta lengua” (31).

La apertura y espíritu de cambios que acarreó la presencia de De Mora formó parte del ambiente de transformaciones que, si bien en el ámbito político se vio complicada por las largas décadas de gobierno conservador, no logró congelar las ideas y cambios que se irán produciendo en el país. La influencia de las ideas de Mora se hacen visibles en el espíritu de transformación que portan los jóvenes intelectuales entre los que se encuentra Lastarria, y que forman parte de las disputas que atañen no solo a lo “literario”, como suelen indicar escuetamente las casi inexistentes historias de la literatura chilena, cuando se refieren al autor de Don Guillermo, sino a la educación y a la política.

La influencia de De Mora en Lastarria y en otros intelectuales competirá con la de Andrés Bello. La significación de Bello para el Instituto Nacional no es menos importante que lo que fue para la Universidad de Chile. Como miembro de la Junta Directora de Estudios, Bello formó parte en la implementación de un Plan de Enseñanza, que a juicio de B. Subercaseaux, es muy parecido al de De Mora en el Liceo de Chile. Se crea un curso de Principios de Legislación Universal similar al que Bello dictaba en el Colegio de Santiago, y en el que sus contenidos incluían a Locke, Bentham, Constant, Stuart Mill y Spencer (Subercaseaux 33). De hecho, en 1833 Lastarria siguió un curso de Derecho dictado por Bello y en 1834 asistió a clases privadas en su casa.

En los escritos de Lastarria se observa la función central que atribuye al Instituto Nacional en la gestación del llamado Movimiento del 42, movimiento fundacional para la literatura chilena, función como espacio formador que se ha ido perdiendo en las síntesis de las síntesis de los estudios literarios, por ello es necesario revisar la escritura de los involucrados, que en múltiples ocasiones remite a la gestación y origen del movimiento en sus aulas. En sus Recuerdos Literarios, en lo que llama su “testimonio en el proceso de la historia de progreso intelectual de Chile” y como réplica a lo que afirman otros autores, que “es necesario recordar la primeras tentativas que se hicieron en 1826 para reformar los estudios, las cuales habían fracasado en los escollos de la vieja rutina . . . ” (19) Refiriéndose en primerísimo lugar a lo que ocurría en el Instituto Nacional, del que realiza una reseña a partir del año 1819. En una carta a Benjamín Vicuña Mackenna, Lastarria le replica lo que sería un error, respecto de las disputas entre perspectivas respecto del movimiento del 42, y le corrige:

Esa cruzada literaria principia, señor Vicuña, en 1826, con M. Lozier, sabio académico francés puesto entonces a la cabeza del Instituto Nacional. Es cierto que este sabio francés perdió en poco tiempo su puesto, porque sus alumnos, acostumbrados a la férula, se revolucionaron contra el Rector, porque venía a tratarlos con dignidad y dulzura, pero afortunadamente en ese corto tiempo prendió la luz en las inteligencias de ciertos jóvenes distinguidos que, merced a su posición en el Instituto, pudieron continuar el movimiento impulsado por el noble académico . . . Así, pues, Sr. Vicuña, esa contra-revolución literaria que Ud. encontró triunfante en 1840, es la obra de don Andrés Bello y no de Mora, y si hubo alguno que escapara de ella, fue precisamente este Lastarria a quien Ud. supone siguiendo las huellas del señor Bello, cuando, como discípulo predilecto del gallego no ha hecho otra cosa que trabajar como éste en llevar a término aquel gran movimiento progresivo, iniciado en 1828 por Fernández Garfías, Varas, Marín y Mora. (Lastarria, 1878: 22-25)

Lastarria se distancia de Andrés Bello, a quien señala como la causa de la “contrarrevolución literaria inspirada en “el furor con que se estudian los clásicos españoles”, y agrega que no fueron “los discípulos genuinos de Bello los únicos que vindicaron nuestras letras del desdén de los emigrados, sino los de Mora y los del Instituto Nacional (Lastarria 25). Remitiendo a la famosa polémica ocurrida con Sarmiento y sus colegas argentinos y dejando claramente situado el germen de los cambios a partir de la influencia de Joaquín de Mora y en el Instituto Nacional.

En estas memorias literarias y políticas, Lastarria relata su posterior quehacer pedagógico en un colegio particular y más tarde en el Instituto y en la formación de jóvenes que se “habían educado por nosotros con otros principios y distintas aspiraciones” (Lastarria 99). En este marco, “Espejo, Francisco Bilbao, Javier Rengifo, Lindsay, Astaburuaga, Juan Bello, Valdés,nos ayudaron a promover entre los jóvenes de los últimos cursos de legislación la formación de una sociedad literaria, con el objeto de escribir y traducir, de estudiar y conferenciar, para preparar la publicación de un periódico literario que fuese al mismo tiempo un centro de actividad intelectual y un medio de difusión de ideas” (100). Más tarde, en el 42, a inicios del ·año escolar, “continuamos agitando la formación de la sociedad literaria . . . y en breves días fueron vencidas todas las dificultades” (100).

En una interesante carta de Jacinto Chacón, acerca de Francisco Solano Astaburuaga, participante de este movimiento, afirma que uno de los factores que propicia esta emergencia, que señala como su causa eficiente, es la “persecución emprendida por el partido conservador triunfante en la revolución de 1829, contra los liberales de entonces, y hasta la muerte de Portales, en 1837”, y que produjo, entre sus consecuencias: “la de crear en las generaciones nuevas un espíritu de protesta y animadversión, a la vez, contra los perseguidores y contra los reaccionarios. De este espíritu surgió el movimiento literario cuyo recuerdo evoco” (Chacón 2).

Augusto Orrego Luco, afianza, en un texto de 1890, la relación entre el Instituto Nacional, la enseñanza y el movimiento del 42: “El movimiento intelectual de 1842 debía reflejarse todavía de un modo más eficaz y duradero en la profunda variación que sufrió entonces la organización universitaria y nuestro sistema de enseñanza” (329), ello, con el nombramiento de Antonio Varas como rector del Instituto Nacional, el 28 de Diciembre de 1842, el que contaba con 25 años y había participado activamente en el movimiento literario, afirma.4

El “Discurso inaugural de la Sociedad Literaria” pronunciado el 3 de mayo de 1842, que inaugura la Sociedad Literaria y documento paradigmático del Movimiento del 42, fue publicado en una edición que señala Lastarria, incluyendo la nota introductoria que agregó a la publicación del discurso la Sociedad Literaria de jóvenes estudiantes, que había solicitado a Lastarria que fuera su Director. La titulada “noticia de la sociedad” dice en su inicio que:

Las ligeras nociones de legislación teórica, que acabamos de adquirir en el Instituto Nacional, nos han hecho conocer las grandes exigencias de nuestra patria y su posición en la escala de la sociabilidad, la naturaleza de nuestro gobierno, y de sus imperiosas necesidades, y también el carácter de la misión que estamos llamados a cumplir. Firmado por “Los miembros de la sociedad”. (111)

En este sentido, tenemos por un lado, los sucesos que conducen a la conformación del momento fundacional de la literatura nacional, que ponen en el centro al Instituto nacional como espacio de sociabilidad en el que son agentes sus estudiantes y profesores. Y por otro lado, la discusión acerca de lo que se enseña en ese momento. En varios de los escritos que hemos citado extensamente aquí existe una crítica de lo que se enseña, no solo apuntando a una específica discusión pedagógica, sino en el marco de la configuración de los modelos de la nación y del ciudadano, lo que tendrá importantes consecuencias no solo para la naciente literatura nacional, para la forma de enseñarla, apreciarla y valorarla, sino para el modo de actuación del ciudadano-escritor, o del escritor como ciudadano.

4. Transformaciones en la enseñanza de la literatura

Existe una estrecha interdependencia entre la institución escolar y la institución literaria. Siguiendo las ideas de Jacques Dubois, no se puede dejar de atender al hecho de que la socialización y configuración de lo que se entiende por literatura se produce en el marco de iniciación constituido por la enseñanza de las letras, especialmente en el contexto de las humanidades. La enseñanza, “inculca al alumno un comportamiento normativo, que será eficaz para toda práctica cultural posterior y que consiste principalmente en la capacidad de aplicar un código de lectura (de escritura) en forma de categorías estilísticas y temáticas” (Dubois 99). El lector comienza por la puesta en práctica de las reglas escolares y podrá cuestionar lo que entiende por literatura al integrar nuevos modelos. Por otro lado, y no menos importante, es la influencia de la enseñanza literaria en la “composición social de la población escritora o lectora”.

En la década del cuarenta de la primera mitad del siglo XIX, en el marco de la tarea central que es la organización del Estado-nación, se instala con mayor fuerza la necesidad de una mirada que contenga (en el doble sentido de portar y limitar) los proyectos, los modelos, los puntos de partida y de llegada. El pasado inmediato remite a la Colonia y el presente a la emancipación completa y la inserción en el mundo. En este contexto, la tradición retórica es el eje desde el que se construirá lo que será posteriormente la gramática, la literatura y sus estudios. Como señala Julio Ramos, “en la república de las letras, si bien se proyectaba la especialización (sinónimo de racionalización) de las tareas y discursos, los intelectuales —médicos, letrados, militares, políticos— compartían una misma noción de lenguaje: la autoridad común de la elocuencia” (Ramos 62). En este momento “la literatura, sobredeterminada por la retórica, es un depósito de formas, medios para la producción de efectos no literarios, no estéticos, ligados a la racionalización proyectada de la vida y de la lengua nacional” (62). Los textos escritos se fueron valorando como instrumentos necesarios para las nuevas formas de sociabilidad y para la construcción de la opinión pública.

Por otro lado, la crítica ante la carencia de libros, da buena cuenta de la necesidad de más, en un momento en que aumenta la cantidad de textos impresos y cambia la valoración y formas de la lectura. En 1849, Sarmiento afirmaba que en Chile solo circulaban cinco tipos de libros: “los tratados elementales de educación”, “las novelas que se colectan de los folletines, de las cuales circulan ya en el país, millones de ejemplares”, “las obras serias que se imprimen bajo la protección del gobierno y que pocos leen, y uno que otro libro original” y “los que trae el comercio europeo” (Sarmiento 335).

Este es el marco de un recambio generacional cuyos protagonistas serán los jóvenes liceanos. Será la primera vez que los jóvenes se hallaban en posición de discutir los fundamentos y la utilidad o inutilidad del tipo de conocimiento que les era transmitido por sus mayores, señala Juan Poblete, “La legitimidad misma del saber autorizado era cuestionada. No pequeño papel tenía en ello, la relativa abundancia de nuevas fuentes de autoridad discursiva que el bullente mercado europeo de las ideas ofrecía en la forma de todo tipo de publicaciones (libros, periódicos, revistas)” (Poblete 117).

En esos tiempos, José Victorino Lastarria se hace cargo de un grupo de estudiantes, por encargo de Bello, e introduce las Lecciones de Hugo Blair, y relata:

En la enseñanza literaria introdujimos también en 1843 modificaciones sustanciales. El señor Bello enseñaba entonces a unos pocos jóvenes el derecho romano según sus propias lecciones, y la literatura por el Arte de hablar en prosa y verso de Gómez Hermosilla, que siempre continuaba siendo el texto de su predilección, por más que diga lo contrario el señor Amunategui; y habiéndonos instado para que hiciéramos un curso de literatura a los muchos jóvenes que le solicitaban los admitiera en su clase, sin que le fuera posible atender a esas solicitudes, cedimos a sus instancias, organizando una clase privada en el Instituto Nacional. (Lastarria 251)

Ante la falta de textos, cuenta, realiza un curso oral, “introduciendo por primera vez la enseñanza de la historia de la literatura española, por lecciones compendiosas que escribimos a propósito” (Lastarria 252). Y en lo demás, seguirá las lecciones de Hugo Blair. Como Lastarria no puede continuar en esta labor, debido a que es nombrado en un cargo de gobierno, delega la enseñanza en Vicente Fidel López (argentino emigrado a Chile y activo participante en las innovaciones literarias del 42), momento en que López escribe su Curso de Bellas Letras:

En la introducción de ese libro, López, explicando su plan, hacía un examen de los textos conocidos, y tributando elogios justos al de Blair, fulminaba una fundada condenación contra los de Hermosilla y Gil de Zárate, con escándalo de los numerosos hermosillistas, que aún dominaban, y de los reverentes adeptos de la literatura española, que no podían consentir todavía en que esta literatura no era la nuestra. (Lastarria 252)

Este primer nuevo Manual, escrito para enseñar en el Instituto Nacional, responde a la importancia de este tipo de textos, los que, se desprende del estudio de Elvira Narvaja de Arnoux, funcionan como base de la difusión del saber y conocimiento, constituyendo el único instrumento pedagógico, sea desde la memorización o la interpretación. En este tipo de manuales, dos eran los aspectos esenciales tienen que ver con el objetivo pedagógico, señala la autora: uno normativo, con el fin de facilitar el aprendizaje del modelo de escritura que proponen, y uno político, pues “se interroga la legitimidad del dispositivo normativo y se propone una ética de la comunicación escrita en la que el respeto al lector se evidencia en la claridad expositiva y en el rechazo a ambigüedades engañosas” (Narvaja de Arnoux 63) y, agregamos nosotros, esta legitimidad se juega, además, en la coherencia entre el modelo propuesto y el modelo político de ciudadano y al mismo tiempo de escritor.

El método utilizado en las preceptivas neoclásicas, como en la de Gómez Hermosilla, consiste en la relación entre la norma y los ejemplos. Una reformulación en la que se corrigen los “vicios” y defectos de un ejemplo, que suele ser tomado de los autores del canon español. Este prurito ha sido observado como la necesidad de desacralizar la escritura literaria para “abrirla” al estudio, pero, por otro lado, implica el disciplinamiento de lo escrito y del escritor, y en el que la necesidad del orden se acompaña de las preocupaciones de las nuevas naciones y que en Andrés Bello funciona en la conjunción de la gramática y el derecho como las normas que traducen este ideario. Estas orientaciones ideológicas quedan a la vista en el texto de Hermosilla, el que vincula la racionalidad con la cordura: “. . . siendo las reglas las decisiones de la sana razón, preguntar si debemos observarlas, es lo mismo que preguntar si cuando hablamos o escribimos debemos hablar como racionales o como locos, y nadie sostendrá que debemos delirar” (Gómez Hermosilla 472). En oposición, el nuevo manual de VicenteFidel López, hecho para disputar con las preceptivas españolas, cuestionará la eficacia de las normas, aunque las expone y discute, poniendo ahora en primer lugar, el aspecto formador de la práctica y la incidencia del talento de cada sujeto y señala lo siguiente: “De nada o de muy poco valen las reglas abstractas: para aprender a construir buenas frases no basta, por cierto, echar en la memoria tal y cual número de principios; es preciso entregarse con paciencia a buenas y escogidas lecturas y darse a la práctica de escribir. No hay más regla que leer y practicar, practicar y leer” (López 41).

¿Cómo se obtiene esto?, para López será con “talento, con lecturas bien meditadas, i con práctica constante. Tres cosas que por desgracia no se alcanzan con reglas, sino a fuerza de trabajo individual o de dotes naturales” (45). La gran diferencia está dada por el fin último por el que es necesario cambiar de manual, no se trata de una variación o modernización en sentido simple; la regulación del hacer y del saber es un objetivo central para la visión de la llamada generación romántica latinoamericana, para ellos, las normas se justifican ya no solo desde un saber literario o discursivo, sino desde la perspectiva del Estado nacional que al mismo tiempo deben construir y legitimar. Las normas sobre la escritura son normas sociales y como tales deben ser consideradas, más que como saberes que el individuo adquiere y que actúan sobre su desempeño. De allí que el interés que tiene Vicente Fidel López, donde la relación entre normas y literatura se resuelve gracias a una analogía entre código y nación:

Entre la Retórica y la Literatura hay las mismas diferencias que entre un Código y una Nación: la Retórica es un Código real respecto de la Literatura; y por esto es que necesita tener una suficiente inteligencia de las cosas, para no aplicar a una Literatura nueva y contemporánea una Retórica envejecida o arrancada al polvo de los siglos pasados; lo que sería tan perjudicial y absurdo como el intentar a toda costa tener siempre sometido un pueblo a leyes viejas . . . (27)

La solución no está, entonces, en suprimir las normas sino en establecer otras que atiendan a los cambios producidos. Así como la revolución política liberó al pueblo de la nación de las viejas ataduras de la dependencia y le permitió asumir su soberanía y establecer a partir de ello una legislación renovada, las normas deben subordinarse a la producción escrita, resultado de una revolución literaria. Esto implica, además, invertir la relación entre práctica y norma dominante en la Ilustración, López afirma que “de todo esto resulta de una manera evidente la diferencia radical que separa a la Literatura de la Retórica, y que coloca a ésta en una categoría inferior respecto de aquella; así como un Código es también inferior a la soberanía nacional que lo estableció y que queda siempre en pie para reformarlo cuando se llegue a sentir la necesidad verdadera de hacerlo” (López 27). Se trata, por una parte, de la enseñanza de lo que será la literatura en el momento que constituye el hito fundacional de la literatura nacional. Y por otra, de la existencia de una ruptura a partir de la oposición entre dos concepciones de la apreciación y de la práctica literaria, primera ruptura nacional respecto de las deudas con la tradición española. Ello nos interesa especialmente en el marco de invisibilización de la significación de la enseñanza y del estudio de la literatura, siendo que resulta especialmente crucial para estudiar la configuración del campo literario particularmente en los momentos de su configuración o en las etapas de ruptura o cambio de proyectos estético-literarios.

Como afirma Dubois, la literatura es considerada en su forma moderna o burguesa, jugando un rol socializador en la lectura de los jóvenes, se niega o incluso se borra la importancia de “su intervención en la producción de modelos difundidos por las ficciones (desconociéndolo como ideología)” y oculta “el hecho de que la reproducción de las relaciones sociales está en juego allí también. En el caso de la enseñanza literaria, la conjunción funcional de dos aparatos —el escolar y el literario— no se lleva a cabo sino al precio de una disimulación recíproca de lo que asegura sus respectivos poderes instituyentes. En el discurso de la escuela, en los textos, por ejemplo, literatura y enseñanza son representados como extraños el uno del otro (Dubois 36).

A modo de conclusión, retomando lo que afirmábamos al inicio, el Instituto Nacional tiene una especial significación para la literatura chilena, no solo porque muchos de los grandes escritores y críticos pasaron por sus aulas, que sería el dato visible, sino porque en sus inicios conjugó intereses culturales, sociales y políticos en el marco de la construcción de la nación chilena e hizo explícitas las relaciones que las ideas y las prácticas, políticas y estéticas, pedagógicas y literarias tienen en la conformación de la cultura. Su pervivencia como institución paradigmática o aurática, tiene mucho que ver con la continuidad de su ideario, que, al parecer, no sigue al pie de la letra la modernización de la educación, que en sus orientaciones actuales considera a la educación artística, literaria y cívica como subsidiaria y menor respecto de otros intereses que al mismo tiempo invisibilizan la formación del ciudadano, en este caso, del ciudadano-escritor. Ello no implica que probablemente otras instituciones educativas, otros liceos y colegios en Chile no realicen una práctica pedagógica orientada por ideales cívicos y ciudadanos, es de desear que algunos de ellos sean colegios mixtos, de varones y mujeres, pero el caso es que no poseen la identidad sui generis del Instituto Nacional. Esa identidad residual que posibilita que permanezca en el imaginario nacional como una entidad con aura.

Referencias

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Notas

1 Un par de meses después escribe: “Para amar a la patria, para mirar con celo e interés los acontecimientos públicos, es necesario que tenga el pueblo alguna influencia en los negocios públicos; es indispensable que el interés particular de cada familia, de cada ciudadano esté perfectamente unido con el interés nacional. Desengañémonos, no hay otros principios que puedan dar a los estados aquella sólida consistencia que les concilia respeto, fuerza y vigor. Cada uno se interesa por defender una constitución, un sistema que lo hace dichoso, cada uno defiende un país donde goza de consideración” (Aurora de Chile, 16 de julio de 1812).
2 Los discursos políticos, filosóficos, artísticos, científicos, funcionan como una unidad en la que predomina un carácter marcadamente ideológico, en cuanto reproduce los discursos culturales que “se levantan bajo el triple andamiaje de la familia, la religión y la esfera socio-laboral desarrollada bajo el tipo de la hacienda patriarcal” señala Gonzalo Catalán (96), característica que obedece a la hegemonía de un grupo social que tiene en sus manos la producción de capital económico, político y simbólico.
3 Sobre este tema, véase el artículo de Álvaro García San Martín: “De la esclavitud moderna. Un capítulo de la filosofía en Chile: Francisco Bilbao (1839-1844)”.
4 Este artículo fue publicado originalmente en la Revista del Progreso. Tomo IV, Santiago, 1890, 101-150.


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