Resumen: Este estudio pretende mostrar la realidad cotidiana de una doctrina rural de la zona centro norte de Chile, en las que se evidencia la alta participación de los indígenas en actividades devocionales, como por ejemplo, la administración de cofradías. En el caso particular de la doctrina de Colina, los expedientes nos relatan un interesante caso en que los indios, mediante el protector de naturales, levantan una querella contra el licenciado Juan de Astorga por despojo de los bienes de la cofradía de Nuestra Señora de Guadalupe, fundada por ellos mismos. El caso ilustra, por una parte, la capacidad de los indígenas de reconocer sus posibilidades de acción dentro del sistema jurídico hispano, el conocimiento de sus derechos como grupo y la identificación de sus propiedades y pertenencias comunales, que aquí son defendidas férreamente. Por otra, permite recrear el esquema institucional que funciona en relación con las doctrinas, a la vez que conocer las particularidades de la vida en las zonas rurales, marginales, del Chile central en el período colonial.
Palabras clave:CofradíaCofradía,indígenasindígenas,zonas rurales de Chilezonas rurales de Chile,doctrinasdoctrinas,procesos judicialesprocesos judiciales.
Abstract: This study aims to show daily life of a rural doctrine of central Chile where is exhibited the high participation of indigenous people in devotional activities, such the administration of brotherhoods, for example. In the particular case of the doctrine of Colina, processes tell us an interesting case in which the Indians, by the protector of naturals, raise a complaint against the lawyer Juan de Astorga for despoiling of the assets of the brotherhood of Our Lady of Guadalupe, founded by themselves. The case illustrates, on one side, the ability of the indigenous to recognize their possibilities of action within the Spanish legal system, the knowledge of their rights as a group and the identification of their properties and communal belongings, here defended fiercely. Furthermore, it recreates the institutional framework that works in conjunction with the doctrines, while knowing the peculiarities of life in rural zones, marginal areas, of the central Chile during the colonial period.
Keywords: Guildsman, Indigenous, Rural Chile, Doctrines, Judicial Proceedings.
Artículos
LA COFRADÍA DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE. QUERELLAS Y DEFENSA INDÍGENAS ANTE LA JUSTICIA ECLESIÁSTICA. COLINA, CHILE, SIGLO XVII-XVIII. UN ESTUDIO DE CASO
THE BROTHERHOOD OF OUR LADY OF GUADALUPE. COMPLAINTS AND INDIGENOUS DEFENSES BEFORE THE ECCLESIASTICAL JUSTICE. COLINA, CHILE, SEVENTEENTH AND EIGHTEENTH CENTURY. A CASE STUDY
Recepción: 09 Julio 2015
Aprobación: 22 Septiembre 2015
Las cofradías son instituciones de laicos,1 mediante las cuales se“ . . . canaliza su devoción . . . en el escenario festivo, para intentar un seguimiento tridentino de las prácticas católicas —vinculadas a la piedad colectiva con las instituciones eclesiásticas— y para brindar un apoyo espiritual y material a la hora de enfrentar los ritos de la muerte” (Valenzuela 245). Es por ello que sus asociados voluntariamente son agentes activos de la religiosidad, que al congregarse en este tipo de dispositivos, pueden “…insertarse en una forma asociativa que lo mantenía relacionado con… la Iglesia y el Estado” (Martínez de Sánchez, Cofradías y obras 54).
Así, las cofradías, organizadas bajo el amparo de la Iglesia y las diversas órdenes religiosas, fueron algo habitual en el Nuevo Mundo; más aún, porque mediante ellas se podía integrar a los indígenas de manera más fácil a los valores cristianos y a la sociedad colonial (Bechtolff 251-263); intensificar la evangelización y contar con un cierto control social sobre la población,2 así como de la forma en que esta realizaba y expresaba su fe públicamente en sus festividades (Mantecón 270-ss.). Se trata, entonces, de un mecanismo de “control” formal e informal3 con que contaron la Iglesia y la Corona para poder intensificar la religiosidad y establecer el modo de llevar adelante las fiestas religiosas. Así, estas organizaciones eran “loables para el Estado central en tanto mantuvieran a la población alejada de la mendicidad, promovieran los gremios, organizaran a los pobres en apoyo de la Iglesia y dedicaran sus energías a actividades morales aprobadas” (McLeod 65).
En buenas cuentas, si bien muchas de las cofradías nacieron por iniciativa y fervor de sus asociados,4 la Iglesia contribuyó a su organización y promoción porque mediante ellas era posible homogeneizar las manifestaciones públicas de la religiosidad o de las devociones, proponiéndoles a sus miembros un estilo de vida basado en la moral y las buenas costumbres. De esta manera, se pretendía que los cofrades fuesen buenos feligreses cumpliendo con la obligación de confesarse y comulgar en determinadas fechas del año litúrgico, rezar de manera colectiva, alejarse de las supersticiones, asistir a los necesitados, y reformar sus costumbres, entre otras.
Con todo, los cofrades lograron, en ocasiones, escapar del control pretendido por la Iglesia y la Corona, debido a que, para los asociados, la cofradía no solo era la institución mediante la cual se canalizaba el fervor religioso; a su vez, constituía una instancia de socialización, de inclusión, de “afirmación de identidad y logro o protección del status” (Martínez de Sánchez, Cofradías y obras 63). Al interior de ella, se constituían relaciones horizontales en cuanto que sus asociados tenían una condición o necesidad común que los congregaba; por ejemplo, la devoción, etnia, oficio, entre otras; y relaciones verticales, toda vez que se estructuraba jerárquicamente, lo que les permitió a estos sujetos desenvolverse como grupo al interior de la sociedad colonial.5
Esta investigación —basada en un expediente judicial conservado en el Archivo Arzobispal de Santiago, datado en 1705, da cuenta de acontecimientos ocurridos desde la década del 50 del siglo anterior— trata sobre una pequeña cofradía rural, con predominio indígena,6 aunque multiétnica, fundada por iniciativa de particulares,7 ubicada en el pueblo de Colina,8 zona centro norte de Chile, a partir de la devoción a una imagen pintada de Nuestra Señora de Guadalupe,9 que fue transportada desde España a Chile por la familia Astorga, quienes, con el correr de los años, adquirieron la hacienda de Liray en la doctrina de Colina. Así lo declaraba uno de sus descendientes, fray Gaspar de Astorga, de la orden de los mercedarios: “ . . . y que la imagen de pintura de nuestra señora de Guadalupe la trajeron de España sus abuelos desde tiempo como lo oyó decir muchas veces a sus padres, y que sabe que los dichos abuelos dejaron capellanía en la dicha Iglesia . . . ” (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 29v).
Lo anterior refleja que la circulación de las imágenes y la devoción a determinados santos, patrones o Vírgenes no quedaron circunscritas al proceso misional formal realizado por las órdenes religiosas o la Iglesia, pues numerosas familias hispanas propagaron el culto y devoción a la Virgen en el Nuevo Mundo. Así, los mecanismos y estrategias familiares-domésticos10 para la introducción del fervor de una imagen no distaban mucho de los utilizados por los misioneros, pues mediante ellos “se generaba una cierta adscripción de la familia a determinadas devociones, que se proyectaban al futuro a través de los hijos” (Christian 104), como también, al servicio doméstico, inquilinos, indígenas residentes y vecinos, de tal forma que se continuaba el ejemplo de vida cristiana al interior de las haciendas. Más aún, tras la devoción a Guadalupe, esta poderosa familia —Astorga— desplegó poder, de carácter simbólico y real, ejerciendo influjo religioso y de sociabilización entre los indios y demás sujetos coloniales que vivían en sus tierras tierra.
Pues bien, Juan de Astorga, casado con Beatriz Navarro, avecindado en Chile desde finales del siglo XVI, adquirió en Colina, la hacienda Liray, presumiblemente a comienzos del siglo XVII.11 Asimismo, fue en dicha época que edificaron la primera capilla de la estancia “junto al cerrillo”, la que “estaba en mal paraje”, por lo que fue trasladada a la zona conocida como los “perales”, “que era mejor lugar”, lo que aconteció en tiempos de su hijo Pedro de Astorga. Fue en esa capilla, y seguramente por la devoción e influjo de la familia Astorga a la imagen de la Virgen, donde se fundó la hermandad entre los indígenas del lugar,12 originándose así la Cofradía de Nuestra Señora de Guadalupe, distinta a la existente en la capital del Reino.
La introducción y distribución de la devoción a la Virgen de Guadalupe, para el caso chileno, se remonta a la llegada de fray Diego de Ocaña a finales del siglo XVI —él que probablemente conoció en esos días, a la también recién llegada familia Astorga— quien difundió en Potosí, La Plata, Cusco, Ica y Santiago de Chile la imagen, cuestión que se condice con su carácter de sacerdote jerónimo, toda vez que le correspondió a esta orden religiosa desde finales del siglo XIV hacerse cargo del monasterio consagrado a la devoción a Guadalupe, en la localidad de Cáceres. Lo anterior es relevante en cuanto que la imagen que trajo el sacerdote jerónimo es la existente en el Monasterio del mismo nombre en Extremadura.13
Pues bien, en Santiago, los mercedarios en 1610 cedían unas de sus capillas para que se organizara la devoción a la Virgen de Guadalupe constituyéndose así la cofradía, integrada mayormente por quienes se denominaban “cuscos” con la intención de diferenciarse de otros indígenas y migrantes llegados al Reino. Con todo, la cofradía desapareció o se fusionó con la de Nuestra Señora de las Nieves a finales del siglo XVII, develándose un cambio devocional e incluso étnico, en cuanto que a partir de 1690 su mayordomo ya no es un andino, sino un mestizo.14
Distinto es el caso de la cofradía de Guadalupe organizada en la doctrina de Colina a mediados del siglo XVII. Al interior de esta cofradía rural de predominio indígena, aunque pluriétnica, se logró forjar una comunidad con un sistema de valores e identidad propios que se manifestó en la demanda judicial que presentaron como asociación al verse despojados de la capilla y ornamentos que creían y sentían como suyos. Ello devela la capacidad de los indígenas de reconocer sus posibilidades de acción dentro del sistema jurídico hispano,15 del conocimiento de sus derechos como grupo y la identificación de sus propiedades y pertenencias comunales, que aquí son defendidas férreamente. Al mismo tiempo, permite recrear el esquema institucional que funciona en relación con las doctrinas, a la vez que conocer las particularidades de la vida en las zonas rurales, marginales, del Chile central en el período colonial.
Se trata, entonces, de una cofradía16 organizada por la familiaAstorga y los indios17 que habitaban en la estancia de Liray, vecina al pueblo y doctrina de Colina, una zona rural distante algunos kilómetros de la ciudad de Santiago, espacio en que los estancieros convinieron:
. . . como por la presente nos convenimos en hacer gracias y donación para, perfecta e irrevocable que el derecho . . . para que en dichas tierras puedan labrar la dicha iglesia en la parte y lugar más cómodo de la estancia, con el largo, ancho, y tamaño que se halla en la que tienen en la dicha cofradía con su sacristía decente para guardar los adornos y alhajas del servicio de la dicha iglesia . . . que en todo tiempo será cierta y segura la donación y que de vender enajenar en cualquiera manera la dicha estancia ira siempre con la carga y donación referida. (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 2)
La declaración de los diversos descendientes de la familia Astorga revela que de venderse, arrendarse o constituirse un censo sobre las tierras, se debía respetar la capilla y la cofradía que funcionaba en la estancia; más aún, para dar plena seguridad y certeza a los cofrades, cedieron y donaron dichos terrenos a la hermandad, con lo que se pretendía conservar el culto y devoción a la Virgen de Guadalupe.
No obstante, en el año 1687 los herederos del capitán Juan de Astorga y Magdalena Pinedo se vieron obligados a vender en público remate su estancia, principalmente porque mantenían deudas con el convento de San Francisco18 y otros acreedores. Se la adjudicó uno de los nietos, el licenciado Juan de Astorga, quien evidentemente sabía de la “carga” que pesaba sobre la estancia. Contrariamente a lo que podríamos esperar, al poco tiempo Juan de Astorga se vio envuelto en problemas con los cofrades indígenas, principalmente porque había convertido la capilla en granero. Tal como lo declaró Lorenzo, indio, al servicio del señor presidente y gobernador de Chile Marco José de Garro Senei de Arcola,
. . . que sabe como el licenciado don Juan de Astorga tiene hecho granero la dicha sacristía sin quererla desembarazar, ni dar las llaves del mayordomo de dicha capilla de Liray despojando de ello por ser de los sudichos, porque siendo hermano mayor de dicha cofradía, el licenciado Pedro de Astorga quien fue amo de este declarante hizo la Iglesia y dicha sacristía con los hermanos y mayordomos de la dicha cofradía que era entonces mayor Luis Hernández, y que todas las limosnas así las que salían a pedir como las que juntaban en las mesas y asientos de hermanos todas entraban en poder del dicho licenciado Pedro de Astorga y que juntamente trabajaban en la fábrica de la Iglesia y sacristía todos los hermanos y que lo sabe por haberlo visto y que este declarante hizo oficio de albañil y asistio a toda la fábrica trabajando en dicha fábrica hasta los días de fiesta como hermano que era de dicha cofradía. (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 8)
Los cargos que se le imputaban a Juan de Astorga eran gravísimos, pues pese a que había adquirido la estancia con la obligación de respetar la capilla y cofradía existente en el lugar, lo había pasado por alto, convirtiendo la sacristía en un granero e impidiendo que los indios pudiesen manifestar su devoción y religiosidad. Más aún, negaba el derecho que le asistía a los mayordomos a tener llaves (García y García y Santiago-Otero 1983). Asimismo, el indio Lorenzo daba cuenta de que la capilla se había logrado erigir no solo por la voluntad y caridad de los Astorga. Además, los hermanos de la cofradía habían aportado las limosnas que en muchas ocasiones juntaron en las mesas y asientos que organizaban (García y García y Santiago-Otero 1983), para luego ser entregadas a don Pedro, con la finalidad de invertir todo en tan loable obra. Incluso Lorenzo, que de oficio era albañil, relató que había trabajado en su construcción sin esperar salario, pues era uno más de los hermanos de la cofradía esperanzados en rendir culto a la Virgen de Guadalupe en mejores condiciones materiales.
Se evidencia en sus palabras que tanto la construcción de la capilla como la organización de la cofradía habían sido un anhelo de los indios, que se vieron respaldados por la familia Astorga. Pero enfatizaba que se trataba de una labor conjunta. Esta declaración era a su vez confirmada por Juan Cusco, quien había estado al servicio de don Pedro Farías, marido de una de las hijas de Pedro de Astorga, y por el indio Antonio, ambos cofrades, quienes indicaban que habían trabajado, junto con los demás indios, en la construcción de la capilla. Seguidamente, que las limosnas que se juntaban fuera de la misa y aquellas que se obtenían de otras fuentes, cuando aún no estaba prohibido (García y García y Santiago-Otero 1983) por el Sínodo de Santiago de Chile, del año 1688, se invertían íntegramente en la construcción.
Por su parte, Pablo de Oruña, residente del valle de Colina, si bien ausente por un buen tiempo de la zona, ratificó las declaraciones de los indígenas en el sentido de que la capilla había sido levantada entre don Pedro de Astorga y los cofrades y, a su vez, que había visto cómo estos hermanos trabajaban sin descansar con el solo objetivo de ver lista su iglesia, al punto que su mayordomo, muerto hace algunos años, el indio Luis Hernández, pese a haber sido víctima de un accidente mientras laboraba en la construcción, se levantó, y luego siguió sin importar sus heridas, “ . . . atribuyéndolo a milagro de nuestra señora por estar asistiendo a la fábrica de su santa casa y templo . . . ” (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 9).
La cofradía constituía el espacio de reunión y de identidad devocional para estos sujetos, todos subalternos a la familia Astorga, al punto que la sentían como propia no solo por efecto de la donación realizada algunas décadas antes por la familia Astorga, sino porque ellos mismos habían contribuido con su esfuerzo económico y trabajo a levantar la capilla y, con ello, la cofradía. En buenas cuentas, la participación en la construcción del establecimiento y en la organización de la cofradía otorgó un sentido de pertenencia a los diversos integrantes, lo que se manifestó en la necesidad de demandar a Juan de Astorga para que liberara la sacristía y permitiese que la hermandad funcionase. Incluso, todos los declarantes atestiguaron que dicho espacio siempre operó como Iglesia, pues:
. . . el teniente de cura Juan Sánchez Chaparro que entonces era propietario el señor canónico Don Manuel Gómez de Silva asistió a la dicha Iglesia y decía misa los días de fiesta a todos los hermanos que también trabajaban los días festivos, y que dicha sacristía sirvió en sus tiempos de sacristía guardándose en ella todos los ornamentos sagrados, y vistiéndose en dicha sacristía los sacerdotes saliendo de ella a la iglesia a decir misa . . . (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 9)
Así, las diferencias étnicas entre estos sujetos no fue un elemento disociador entre ellos, puesto que lo que los mantenía como comunidad era por una parte, el hecho que tuviesen el carácter de subalternos a los Astorga, fuese porque tenían una relación de trabajo o bien porque estaban asentados en la hacienda; y la devoción común a la Virgen de Guadalupe. Lo anterior, los impulsó demandar por la propiedad de los ornamentos de la cofradía, sin los cuales se hacía imposible realizar el culto, lo que implicaba disgregar la identidad devocional común entre ellos, como también el carácter de comunidad de sujetos asentados y dependientes de un mismo hacendado.
Por su parte la india Juana, mujer legítima del indio Lorenzo, complementaba los dichos de los demás testigos aseverando que doña María de Toro, viuda de don Marcos de Morales, había dado una suculenta limosna en favor de los cofrades en tiempos de Pedro Astorga, lo que permitió remozar la iglesia. A su vez, que con dinero de la cofradía se contrató, a jornal, a Domingo, indio, y a Nicolás, negro esclavo (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 17).
Ante las declaraciones de Juana, el juez eclesiástico Pedro Pizarro Caxa, Deán de la catedral, consideró adecuado tomar declaración de María de Toro, cuyo testimonio fue importante, toda vez que aclaró que el cambio de la capilla desde los cerrillos a los perales se debió a que la imagen de la Virgen de Guadalupe se estaba dañando por efecto de la humedad. Asimismo, confirmó la versión de la india respecto del hecho de que efectivamente había donado ciertos bienes a la cofradía, los que fueron utilizados en la adquisición de maderas y carpinteros (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 18).
Para afianzar la demanda, los indios cofrades presentaron como testigos a Úrsula Hernández, mestiza; Antonio Buey, indio; Beatriz Arteaga, parda; y María, india al servicio de doña Margarita de Figueroa, quienes no desvirtuaron las declaraciones de los otros testigos, pero agregaron que Thomas, mulato, esclavo de Pedro de Astorga, era quien recibía las limosnas para la cofradía. Explicaban, además, que al tiempo de pasar la iglesia a Juan de Astorga, esta tenía “…cuatro ramos, dos pares de manteles, un Armijo y un girón dorado . . . ” (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 20v).
Estratégicamente, los indígenas presentaron de testigos a sus cofrades —indios y castas—, quienes también podían tener conocimiento de los hechos, puesto que se trataba de sujetos insertos en una misma realidad subalterna. En efecto, los mestizos, pardos y negros descritos en el expediente, vivían en la hacienda de los Astorga, o tenían una relación laboral o de dependencia con estos terratenientes, lo explica porque asistían al oficio religioso en dicha capilla, convirtiéndolos paulatinamente en cofrades, y compartir una identidad devocional, constituyéndose como una comunidad. Asimismo, tales testimonios apuntaban además a solicitar: “ . . . restituir por el dicho licenciado don Juan de Astorga a todas las alhajas y bienes pertenecientes a dicha cofradía a los dichos indios porque las capillas o cofradías que pasan de un lugar a otro deben trasmitirse con todos sus bienes y alhajas . . . ” (AAS, Asuntos Varios, vol. 1568, fs., 1v). La existencia del proceso judicial seguido por los indígenas en contra del dueño de la hacienda nos da cuenta del sentimiento de “pertenencia a una comunidad” (Charney 379-407).19 En efecto, tal como ha sido analizado por la historiografía,20 los diversos sujetos que integraban este tipo de instancias u organizaciones lo hacían porque, mediante ellas, lograban formar parte de un sistema cultural con elementos comunes que les permitía re-establecer, re-encauzar o re-iniciar vínculos y redes parentales y sociales. En el caso de esta pequeña cofradía de “campo” debió significar un dispositivo de inclusión étnica y social. Lo anterior, debido a que si bien estaba organizada y conformada mayoritariamente por indios, lo cierto es que hay registro de que algunos mulatos, pardos y cuscos, individuos de distintos espacios geográficos y con diferencias étnicas, las más de las veces desarraigados involuntariamente de sus hogares, mediante su membrecía a la cofradía no solo estaban velando por la salvación de su alma, sino que, a su vez, obtenían su inserción social a través de esta instancia.21 Sin perjuicio de lo indicado, además, mediante la inclusión en la cofradía, se estaba reestructurando un pasado común para aquellos que se habían visto amenazados en su sistema cultural por efecto de la colonización, y por la llegada de migrantes; y un presente diverso, basado en la inclusión de otros sujetos ajenos a su espacio tradicional,como también a la incorporación de nuevas formas de culto y devoción religiosa. En buenas cuentas, para sus asociados, la constitución de la cofradía implicó “ . . . una reelaboración consciente de materiales diversos y a menudo inconexos” entre sí, que produjeron “por sí mismos valores culturales propios” (Mantecón 9).
Así pues, la comunidad se sustentaba en la integración a la cofradía, lo que creaba lazos de unidad social y cultural. En efecto, a diferencia de las cofradías organizadas en pueblos de indios, especialmente en el Perú, cuya constante era el hecho de ser “andino”, lo que las articulaba para poder hacer frente a los nuevos desafíos presentados por influjo de la desestructuración social y política luego de la conquista (Hopkins y Mayers 35-43), en el caso de esta cofradía se observa un marcado carácter multiétnico dado por la presencia de castas y, además, de indígenas provenientes de distintos territorios, todos los cuales, unidos tras la devoción a Guadalupe, supieron encauzar y establecer un nuevo sistema de valores e identidad devocional. De ahí que la unidad e integración social, en este caso, se inicie con el culto y devoción a Guadalupe.
A su vez, hay que tener presente que se trata de una instancia organizada al interior de una hacienda, cuyo dueño permitió su fundación. Ello nos revela la capacidad de organización de sus asociados, de su ímpetu, el grado de compromiso con su religiosidad y la circulación de la información, en cuanto a que si bien las cofradías fueron permitidas y fomentadas por la Iglesia y las diversas órdenes religiosas en los espacios urbanos, y altamente validadas, pues contribuyeron a controlar a los fieles y a evangelizar mediante la fiestas y procesiones a la población indígena, lo cierto es que las de origen rural cercanas a Santiago de Chile, que se trasladaban a la capital, a lo menos para la fiesta de Corpus Christi, no eran del todo bien aceptadas, puesto que como reseña Alonso de Ovalle S.J. : “Es tan grande el número de esta gente y tal el ruido que hacen con sus flautas y con la vocería de su canto, que es menester echarlos todos por delante, para que se pueda lograr la música de los eclesiásticos y cantores y podernos entender con el gobierno de la procesión” (Alonso de Ovalle 185).
Incluso más. De acuerdo con las constituciones sinodales de 1688 y 1763, se deduce que las cofradías de “campo” estaban en tela de juicio, en atención a que, por una parte, al no estar al amparo de una orden religiosa o una parroquia urbana, se hizo escaso el control sobre la forma de llevar adelante las festividades. En efecto, tal como lo relatan los testigos en este proceso, había un sacerdote titular y un teniente de cura para toda la doctrina, los que si bien circulaban en ella impartiendo los sacramentos entre los diversos pueblos —Colina y Lampa—, lo cierto es que se les hacía imposible lograr misionar y evangelizar tal como lo prescribía la Iglesia y la Corona, y menos aún estaban en condiciones de saber si las procesiones se hacían conforme lo ordenaba el obispo, o que no se formaban ramadas alrededor de las capillas, entre otras tantas prohibiciones e indicaciones dadas para su funcionamiento (García y García y Santiago-Otero 54 y 212). Dicho de otro modo, hubo un “rechazo” a las cofradías rurales, porque si bien la jerarquía eclesiástica fomentó la cultura religiosa entre la población de esas zonas, “…lo cierto es que tiene críticas a determinados comportamientos considerados como desviaciones profanas a aquella” (Mantecón 10), puesto que mediante este tipo de prácticas religiosas podía producirse un peligroso entrecruzamiento de elementos católicos y profanos indígenas. En tal sentido, el sínodo de 1763 señala:
Todavia es mayor el abuso en las Fiestas de las Doctrinas del Campo; porque además de pernoctar las Personas de ambos Sexos, y durar por muchos Dias, ó en las Ramadas que hacen, óbaxo de los Arboles; se agregan las Ventas de Comidas, y Bebidas fuertes, pasándose lo mas de la noche en Musicas, y Bayles; estando todo prohibido en las Festividades de los Santos; y siendo estilo, que observaron los Gentiles en las de sus Idolos; de suerte, que pueden llamarse Iniquas estas Juntas; y que por ellas le son molestas á Dios, y aun dignas de su Odio, tales Fiestas. Por lo qual, manda esta Synodo con pena de Excomunión mayor: que no se hagan Ramadas, ni pernocte de Gente, que va a las Fiestas, habiendo Concurso de Ambos Sexos: ni haya dos Fiestas en Dias sucesivos, sino que se separen con intervalo de un Mes, quando menos, y que toda la Festividad se concluya por la Mañana: sin que á la Tarde se hagan Altares, ó Procesion, ni Corridas de Toros, por los Mayordomos de las Cofradías, encargando seriamente á los Curas la Conciencia . . . (García y García y Santiago-Otero 211)
Para la alta jerarquía eclesiástica americana las cofradías de campo podían ser depósitos de prácticas heterodoxas, que contrariaban la misión y objetivos de Trento de controlar la disciplina, la doctrina y las prácticas religiosas. Lo anterior podía ser posible porque en las cofradías de las zonas rurales los curas párrocos no eran lo suficientemente diligentes en observar y establecer la pureza de la fe —fuese por la extensión del territorio o la cantidad de población bajo su competencia, o bien la falta de funcionarios eclesiásticos en estas zonas—, lo que impidió que pusiesen freno a las manifestaciones públicas de la religiosidad popular, de las creencias locales y prácticas alejadas de la ortodoxia que se expresaban en este tipo de cofradías. De ahí que “los clérigos españoles, especialmente los de alto rango, y en particular los obispos, empezaron a ver con mucha desconfianza el entusiasmo de la población indígena por las cofradías y lo que realmente sucedía durante esas ceremonias y fiestas. Se quejaban de que se efectuaban bailes desenfrenados y de que había banderas y estandartes desconocidos en las procesiones, borracheras colectivas y ritos peculiares . . . ” (McLeod 69).22
Por otra parte, era altamente probable que en las cofradías de campo se llegara a aceptar a personas de lugares lejanos, que no residían en la misma doctrina, cuestión que estaba prohibida por los sínodos. Para los cofrades de campo el aceptar a sujetos de lugares distantes significaba la posibilidad de contar con mayores limosnas para la mantención y culto al patrón de la misma. Más aún, porque como es reconocido por la Iglesia de Santiago, sus ingresos solo se captan de las limosnas de sus hermanos (García y García y Santiago-Otero 212). A su vez, para quienes eran extraños al lugar, significó la vía para establecer redes sociales y un óptimo mecanismo de inclusión social, puesto que las cofradías fueron entendidas como “un modelo de comunidad ideal” (Mantecón 17).
No obstante, para la Iglesia la incorporación de sujetos de origen étnico diverso o de espacios lejanos a la doctrina fue entendida como una transgresión (García y García y Santiago-Otero 212), constituyendo un problema importante para los curas de las zonas rurales, puesto que aunque fuese una cofradía organizada al interior de una hacienda —espacio acotado—, los curas, intermediarios culturales y, además, agentes de control social (Cordero 2014), perdían la posibilidad de lograr disciplinar los comportamientos de sus cofrades conforme lo prescribía el tridentino. La organización pluriétnica, o bien con sujetos desconocidos a los lugareños, contribuía a impedir un control efectivo sobre las prácticas religiosas. Lo anterior, porque mediante las cofradías se pretendió homogeneizar el culto y las manifestaciones públicas de la religiosidad, las que se podían ver afectadas por la inclusión de sujetos que tenían costumbres y dispositivos culturales diversos, provocándose una transculturación entre ellos, que afectaba e impedía la labor de regulación, doctrina y evangelización de estos grupos multiétnicos.
Así, mediante la membrecía a la cofradía lograron recrear un sentido de pertenencia e identidad. Idea que por lo demás se concretó a través de la demanda presentada contra Juan de Astorga. Tal como se ha hecho hincapié, majaderamente los indios y demás testigos aseveraron que la construcción de la capilla había sido una labor conjunta entre los hacendados y ellos, lo que los situaba en una posición de comunidad. Más aún, la exigencia de la restitución de los elementos y objetos que a juicio de sus cofrades pertenecían a la hermandad simboliza la integración entre ellos, el lazo de unidad. De ahí que el reclamo de devolución cobre tanta importancia.
Los cofrades hábilmente presentaron su demanda mediante la intervención del Protector de Naturales23 ante el tribunal eclesiástico, lo que nos sugiere que sus integrantes optaron por el camino judicial que fuese más expedito y beneficioso para ellos. Lo anterior nos da cuenta del grado de conocimiento de las prácticas del sistema judicial hispano. Dicho de otro modo, sabían a quién recurrir para hacer valer sus derechos. Asimismo, sabían ante qué justicia, del complejo entramado judicial colonial, presentar su demanda. Por otra parte, y pese a que la cofradía estuvo integrada por algunos sujetos de “castas”, lo cierto es que al entenderse que la cofradía era predominantemente integrada por indígenas implicó que la forma de conocer y resolver se basara en el Estatuto protector indígena,24 el que, de paso, constituyó una ventaja para los otros sujetos no indios que tenían “la misma causa de pedir”.
Los descendientes de Juan de Astorga y Beatriz Navarro declararon en 1705 ante el Tribunal eclesiástico de Santiago que efectivamente en tiempos de sus abuelos se construyó una primera capilla cercana a los cerrillos. Que Pedro de Astorga fue quien la trasladó hacia los perales. Sin embargo todos los declarantes: Petronila de Astorga, Don Pedro de Farías, marido de la primera; fray Juan de Astorga, fray Gaspar de Astorga y el mismo demandado, el licenciado Juan de Astorga, aseveraron que el traslado y reconstrucción de la capilla fue solventado íntegramente por la familia. Que la participación de los cofrades fue marginal, más aún porque se contrató a unos ocho peones para levantar el lugar. Asimismo, negaban que los adornos y alhajas de la capilla fueran de la hermandad, pues: “ . . . Petronila de Astorga, mujer legítima del capitán Pedro Farías y hermana de este testigo dio algunas alhajas a la dicha Iglesia . . . ” (AAS. Asuntos Varios, vol. 1568, fs. 27v.). Por su parte, Petronila indicaba:
. . . que los dichos sus abuelos se hallaba en dicha iglesia la imagen de pintura de Nuestra Señora de Guadalupe y cáliz y campana y que estas alhajas se han conservado siempre en dicha iglesia por los dueños de dicha estancia y las demás vestiduras sagradas . . . dos niños jesuses, para el adorno del altar de la virgen de nuestra señora y esta testigo dio la limosna para he dicho altar frontal para la celebración del santo sacrificio de la misa y una paila conjuntas de plata . . . (AAS. Asuntos Varios, vol. 1568, fs. 26v.)
Los testimonios de la familia Astorga eran inequívocos al respecto: desconocían dominio ajeno sobre la ornamentación de la Iglesia, se expresaba claramente que solo porque la familia así lo quería, adornaban la capilla. Dicho de otro modo, el permitir que los cofrades lo utilizaran para sus festividades era un acto de “mera tolerancia”.
Aún más, el demandado Juan de Astorga, con la finalidad de desvirtuar los fundamentos en su contra, se defendió señalando que los testigos presentados por el Protector de Naturales eran todos indios cofrades más interesados en las alhajas y la Iglesia, que en la “Justicia”, perdiendo así cualquier objetividad sobre los hechos. Es decir, sus declaraciones perdían fuerza ante el mero “ . . . interés común de la cofradía de donde son hermanos”. Sorprende el argumento del demandado, toda vez que desconocía, por una parte, los testimonios de los sujetos mulatos, pardos y castas que concurrieron hasta el tribunal a dar su versión de los hechos, y que fueron parte de la cofradía. Lo que implicó que los excluyó no solo del proceso judicial, sino que también de la hermandad.
Y por otra, que desestimara las declaraciones de los indios; más aún, si entendemos que eran ellos quienes demandaban y señalaban que como cofradía indígena concurrían ante el tribunal con la finalidad de que fallara a su favor.
Sin embargo, Juan de Astorga debió creer que estaba perdido, pues el Protector de Naturales acompañó en este juicio la escritura ante escribano, según la cual la familia Astorga se comprometía a respetar la capilla instalada en la estancia de Liray y su cofradía. Consideramos que dicho documento debió ser plena prueba para el juez eclesiástico, a lo menos en relación a que en la capilla debía funcionar la cofradía, debiendo para ello almacenar los “granos y trigo” en otro lugar.
Desconocemos cómo finalizó este proceso judicial. Tal vez las partes extrajudicialmente negociaron el término del mismo, seguramente cediendo los adornos a favor de los Astorga, y su heredero Juan limpiando la sacristía para que funcionase la cofradía.
Con todo, este proceso judicial deja en evidencia que en este caso, la cofradía fue un vehículo mediante el cual diversos sujetos pudieron reconstruir una nueva identidad devocional y social, a partir de los elementos del presente que les permitieron darles sentido a sus vidas no solo individuales, sino comunitarias, generando redes sociales, parentales y de apoyo. En definitiva, el sentido de pertenencia a una comunidad de sujetos subalternos que compartían, además, una devoción común. Aún más, es posible sostener que a lo menos en este espacio la población indígena, castas, mestizos y negros pudo negociar algunos aspectos con la élite gobernante y dominante del reino.
En buenas cuentas, la institucionalización de ésta cofradía en una zona rural de Chile colonial significó un grado de cohesión social y cultural que generó una comunidad con identidad propia y sistema de valores comunes entre sus asociados.
Asimismo, que la circulación de imágenes, información y cultura religiosa y judicial empapó incluso las zonas rurales y a la población no hispana vecina a ellas, al punto que se provocó una transculturación tanto devocional como también de las diversas prácticas judiciales hispanas.
La importancia de esta investigación radica en que estamos en presencia de una pequeña cofradía al interior de una hacienda, que presenta grandes diferencias respecto de las cofradías urbanas. En efecto, la Iglesia promovió la formación de este tipo de instituciones porque mediante ellas era posible controlar a la población, observar y vigilar las manifestaciones religiosas de los cofrades en los espacios públicos y permitía el modelamiento de conductas conforme lo prescribía Trento. Con todo, la Iglesia tenía prejuicios hacia las cofradías rurales, puesto que los objetivos por los que se organizaron a partir del siglo XVI no se cumplían del todo. Al estar alejadas de las sedes obispales, escapaban de un mayor control de sus actividades. La falta de una mayor dotación de sacerdotes en las zonas rurales impedía o hacía imposible que se obtuvieran las finalidades pensadas para las cofradías y, a su vez, el que no hubiese una orden religiosa o párroco urbano apoyando a la cofradía “despertaba” sospechas de su funcionamiento.
Seguidamente, es relevante destacar que las más de las veces las cofradías en los espacios urbanos fueron organizadas social y étnicamente, cuestión que se tradujo en una cierta homogeneización de sus miembros. En efecto, en las ciudades es posible detectar cofradías de indios, de indios cuscos, de negros, de mulatos, de españoles, de mujeres, de gremios, entre otras muchas. En cambio, lo que caracterizó a esta pequeña cofradía de campo fue su composición heterogénea, tanto étnica como social, pues es posible encontrar indios, mulatos, pardos, negros, como también a quienes eran poseedores de un oficio, de un estatus de libertad frente a un esclavo. Con todo, desde finales del siglo XVII la construcción de identidades en las ciudades realizará a partir de elementos comunes sociales, y no de carácter étnico, como lo eran en las zonas rurales.
Lo anterior evidencia características propias que se manifestaron en la conformación de una comunidad con identidad diversa a lo que seguramente existió en tales espacios. Ello implicó, además, ciertos grados de autonomía que afloraron al momento de demandar a los dueños de la hacienda de Liray. Dicho de otro modo, quienes conformaron esta pequeña cofradía lograron desarrollar la capacidad de decisión u opción, que se manifiesta en la utilización del sistema judicial para obtener el reconocimiento de derechos que les pertenecían.
Incluso más, al generarse una vinculación cultural de los cofrades, a través de la devoción a la Virgen de Guadalupe, se originó el sentido de pertenencia a una instancia que se proyectó al momento de poner en movimiento el sistema judicial eclesiástico. En efecto, los indígenas mediante su práctica judicial, esto es, la de demandar a la familia Astorga, dieron cuenta no solo del conocimiento que tenían del sistema cultural jurídico colonial, sino que, además, demostraron la unidad e identificación entre ellos gracias al culto mariano a Guadalupe.