Resumen: Al hilo de las hipótesis de Roger Chartier sobre la “revolución” que supone la aparición del texto digital, el artículo analiza algunos problemas y retos a los que se enfrenta la historia digital en tres órdenes: el textual, el de las razones que articulan el texto y el de las propiedades del mismo. A partir de ellos se evidencian los cambios profundos en el dispositivo de autoridad de texto historiográfico digital; la aparición de nuevas técnicas de prueba historiográfica; y los problemas en torno a la integridad del texto digital como fuente. A partir de estos tres ámbitos se origina un debate que revela la necesidad para el historiador de entablar un diálogo metodológico con archivistas, bibliotecarios e informáticos.
Palabras clave:Historia DigitalHistoria Digital,escrituraescritura,investigacióninvestigación,autoríaautoría,tecnologíatecnología.
Abstract: In line with the hypothesis of Roger Chartier about the “revolution” implied in the emergence of digital text, this article analyzes some problems and challenges facing digital history at three different levels. First, at the level of the text, we can observe profound changes in the authority system that sustains academic text in the digital environment. Second, at the level of the arguments and proofs within the text, we can see the emergence of new proof-techniques. Third, some key issues on the integrity of the digital text as a source emerge at the level of the text’s properties. The debate about these issues reveals the need for the historian to engage in a methodological dialogue with archivists, librarians and computer experts.
Keywords: Digital History, Writing, Research, Authorship, Technology, Roger Chartier.
Artículos
ESCRITURA, FUENTES Y DEMOSTRACIÓN EN LA HISTORIA DIGITAL: PROBLEMAS Y RETOS ACTUALES 1
WRITING, SOURCES AND PROOF IN DIGITAL HISTORY: CURRENT PROBLEMS AND CHALLENGES
Recepción: 31 Diciembre 2015
Aprobación: 12 Abril 2016
El historiador estadounidense Edward J. Ayers fue de los primeros en reivindicar, desde finales de los años noventa, la especial afinidad entre la disciplina de la Historia y las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), cuya extraordinaria relevancia para el mundo académico resultaba, ya por aquel entonces, de una claridad meridiana. “Las nuevas tecnologías —afirmaba— parecen hechas a medida de la Historia”, dado que, por un lado, los cambios metodológicos experimentados por la disciplina han contribuido a crear una situación en la que el uso de las capacidades de análisis y presentación de datos de los computadores resulta “incluso necesario”. Por otra parte, el desarrollo de las TIC ha hecho posible pensar en nuevos modos de aproximarse al pasado. De este modo, las nuevas tecnologías encajan perfectamente con la creciente complejidad de la práctica historiográfica, cada vez más consciente de sí misma, a la vez que nos proporcionan vehículos eficientes para llegar a audiencias mayores y cada vez más diversas (Ayers 6).
Aparecía de este modo, a finales de la década de los noventa, el concepto de historia digital, término polisémico que aquí entenderemos, de manera general, como el proceso por el cual los historiadores utilizan los computadores y las TIC para hacer historia en formas imposibles de replicar fuera del entorno digital (Burton 208). En este sentido, la historia digital se define por un uso de las fuentes que utiliza la tecnología informática, las bases de datos, la hipertextualidad y las redes “para crear y compartir conocimiento histórico” (según la definición del Center for History and New Media).2
Desde un punto de vista práctico, en la actualidad asistimos a la aparición de multitud de proyectos de historia digital. Algunos destacan por la utilización de métodos de análisis cuantitativo sobre una gran cantidad de datos provenientes de textos de un determinado período o autor. Es lo que se conoce como “minería de datos”: programas de lingüística computacional toman cada una de las palabras que componen una gran cantidad de textos como unidades individuales de análisis textual, es decir, como meros datos. Este enfoque puede revelar la recurrencia de determinados términos, la presencia de “ráfagas” (asociaciones de palabras a distancia de unas pocas líneas), o incluso la existencia de lo que se denomina un “campo semántico”.3 Esto permite, a su vez, extraer de una gran masa de datos textuales información que, correctamente interpretada, puede resultar relevante y novedosa a propósito no solo de la literatura de una época concreta sino, de manera más general, de su cultura.
Esta perspectiva metodológica está emparentada con la línea de investigación que, en ámbito literario, promueve Franco Moretti, quien propone utilizar las herramientas de análisis digital para extraer información cuantitativa de una gran masa de novelas de un periodo concreto. El resultado obtenido resultará, desde este punto de vista, representativo de la literatura que realmente se consumía en dicho periodo, independientemente de que esta haya pasado al canon literario histórico. El resultado supone desarrollar, en formato digital, una aproximación a la historia de la literatura mundial que tome en consideración no ya determinadas características de un grupo específico de obras, sino patrones que puedan emerger de un estudio estadístico aplicado a una gran masa textual. Es lo que el autor italiano desarrolla en sus textos en torno al paradigma de la “lectura distante” (Graphs; Distant Reading, entre otros). Se trata, en definitiva, de privilegiar la cantidad de los textos que efectivamente circulaban en un determinado momento y lugar sobre la calidad del, proporcionalmente, escaso número de textos que han pasado a engrosar el canon literario (The slaughterhouse of literature 65-70). Esto es, privilegiar “the archive of the Great Unread” frente al “world of the canon” (Style Inc. 180), para poder abordar así la literatura que efectivamente se leía en una época determinada y poder extraer, de este modo, conclusiones cualitativas sobre el papel de dicha literatura en su contexto socio-político.4
Otros proyectos se centran en la representación infográfica de la información contenida en una base de datos. El proyecto Mapping the republic of letters, por ejemplo, de la Universidad de Stanford, ofrece una representación visual e interactiva de las relaciones epistolares entre distintos intelectuales europeos del Renacimiento y la Ilustración. A partir de datos cuantitativos derivados de su correspondencia epistolar, relativos a países de destino o fechas, se elabora sobre un mapa una representación gráfica del carteo de Voltaire, por ejemplo, que aprovecha las capacidades infográficas que ofrecen las tecnologías digitales. De este modo, quien accede a la página ve el estado de la correspondencia de un determinado autor, es decir, puede ver los flujos de comunicación con los demás países y observar su evolución sobre una escala temporal. Se trata de un tipo de conocimiento nuevo en la medida en que nos muestra una información radicalmente distinta de la que obtendríamos sin las tecnologías de la comunicación digital, es decir, elaborando estadísticas sobre carteos y representándolas en gráficos tradicionales.5
La capacidad de la infografía para crear un tipo de conocimiento nuevo, basado en la representación visual e interactiva de datos estadísticos, resulta evidente en el uso creciente de la técnica del mapeo de datos estadísticos de diversa índole (derivados de censos, por ejemplo). Gracias a la aplicación de los sistemas geográficos de información —GIS,en sus siglas en inglés— al ámbito historiográfico, resulta cada vez más sencillo reflejar sobre un mapa interactivo información sobre el tráfico de empleados del hogar en Santiago de Chile en el siglo XIX, la procedencia de los acusados de bigamia ante tribunales locales o las redes de comunicación del sistema de correos borbónico en América.6
Otro tipo de proyectos se centran en las potencialidades del crowdsourcing, es decir, la aportación del público para crear o mejorar el conocimiento disponible sobre un tema determinado. Lo vemos en la elaboración de páginas web sobre la historia de una localidad, por ejemplo, a las que los usuarios, de manera colectiva, contribuyen aportando fotografías o información contextual sobre las mismas. La facilidad de uso de los sistemas de gestión de este tipo de páginas (a través de plataformas como Wordpress, Blogger u Omeka, diseñada especialmente para este tipo de iniciativas), contibuye a popularizar estos proyectos, que pueden desarrollarse a escala global. Esta aplicación de la historia digital a la historia local o a la historia colectiva se refleja en páginas web como Historypin, una colección de fotografías georeferenciadas a escala planetaria abierta a las aportaciones públicas. En dicha web caben desde colecciones de imágenes pertenecientes a instituciones culturales hasta proyectos de investigación universitarios, pasando por la difusión de fotografías privadas de distintas épocas.7
La creciente difusión de este tipo de proyectos, principalmente en ámbito anglosajón pero también, de manera más tímida, en ámbito hispanohablante, parece certificar las palabras de Ayers sobre la afinidad entre la historia y las tecnologías digitales de la información y la comunicación. Al mismo tiempo, hace pensar que este tipo de iniciativas, que involucran a las herramientas digitales y sus saberes, se volverán cada vez más comunes en la práctica historiográfica futura.
Historiadores poco familiarizados con el entorno digital suelen ver con cierto escepticismo este giro historiográfico: ¿en qué medida —se preguntan— contribuye a aumentar el conocimiento histórico? ¿Vale realmente la pena formar equipos de investigación e invertir cuantiosos fondos en proyectos que se limitan a producir mapas interactivos, semejantes a vídeojuegos? ¿La historia digital no supone, en el fondo, una moda pasajera o, peor aún, una banalización de la “verdadera historia”? Se trata de dudas y críticas, más o menos elaboradas, que suelen surgir en conversaciones informales en torno a la historia digital. La pregunta de fondo, sin embargo, no atañe tanto a la validez de las distintas variedades de historia digital que se practican en la actualidad, sino al alcance de la revolución digital dentro de la cual se enmarcan. Esta revolución está cambiando profundamente la sociedad contemporánea y, consecuentemente, el modo de trabajar —de investigar, de escribir, de conocer, de publicar— de los historiadores, en la medida en que, les guste o no, forman parte de dicha sociedad. Para teorizar el alcance de dichos cambios en ámbito académico prestaremos atención a la caracterización que un estudioso como Roger Chartier realiza de la “revolución” digital para, más adelante, extraer de ella las consecuencias para la práctica historiográfica.
Roger Chartier, profundo estudioso de la historia del libro y de la lectura, ha dedicado varios trabajos a los cambios que dicha historia enfrenta con la aparición del formato digital. Así, en “Lenguas y lecturas en el mundo digital” distingue tres órdenes en los que se registra la ruptura introducida “por la revolución del texto digital”, es decir, por el cambio radical que suponen las nuevas modalidades de presentación, inscripción, edición, distribución y lectura de los textos digitales:
En primer lugar, nos habla del orden de los discursos. Este hace referencia a la relación entre tipos de objetos (libros, diarios, revistas), categorías de textos y formas de lectura o de uso. En este sentido, la existencia de un único soporte para mostrar diversas clases de textos tradicionalmente distribuidas entre objetos distintos supone la aparición de una “continuidad que ya no diferencia los diversos discursos a partir de su materialidad propia”. Esto motiva que los lectores “deben afrontar la desaparición de los criterios inmediatos, visibles, materiales, que les permiten distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos” (Chartier, “Lenguas y lecturas en el mundo digital” 206-207).
Por otra parte, la percepción de la obra por parte del lector se vuelve más difícil, al fragmentarse esta en “entidades textuales” separadas entre sí, que no hacen referencia a una unidad material (el libro) que las contiene y las dota de un sentido “externo” unificado.
La fragmentación discursiva va de la mano, además, con la fragmentación de la atención por parte del lector que lee textos digitales. Es un aspecto que se está estudiando en la actualidad desde el ámbito de la psicología y la neurociencia: en términos generales, parece claro que la lectura discontinua, fragmentaria e hipertextual propia de Internet favorece una atención más superficial por parte del lector: se tiende a leer en diagonal y la presencia de enlaces, imágenes y vídeos tienden a desviar la atención del texto principal. Nicholas Carr lamentaba hace unos años las dificultades que encontraba para leer un libro entero después de haber dedicado tiempo a la lecutra digital, y se preguntaba, de manera un tanto extremista, si Google nos vuelve más estúpidos (Is Google Making Us Stupid?). Sin poner la cuestión en esos términos, David Trask, profesor de historia, aventuraba la posibilidad de que el acceso a la información en un entorno digital facilitase en sus estudiantes una infravaloración del orden temporal y la precisión espacial, especialmente valiosos en el campo de la historia (477). Sin desmentir estas impresiones, resulta necesario tener en cuenta que el mismo entorno digital propicia experiencias de lectura diversas: las distracciones y la fragmentación propiciadas por la lectura de un periódico digital, por ejemplo, serán mayores que las propiciadas por un texto en pdf. Por otra parte, los programas para la lectura de este formato de textos permiten subrallar y realizar anotaciones, entre otras características, lo cual imita la experiencia de lectura convencional y, en ciertos aspectos, la mejora (gracias, por ejemplo, a la mayor facilidad de búsqueda de palabras).
El segundo orden es el de las razones: la textualidad electrónica permite “desarrollar las argumentaciones o demostraciones según una lógica que ya no es necesariamente lineal ni deductiva”. La aparición de los vínculos hipertextuales, propios del formato digital, tiene en este sentido, una consecuencia especialmente pertinente para el caso de la historiografía: “el lector puede comprobar la validez de cualquier demostración consultando por sí mismo los textos que son objeto del análisis en sí”. Chartier concluye que “semejante posibilidad modifica profundamente las técnicas clásicas de la prueba (notas de pie de página, citas, referencias) que suponían que el lector tuviera confianza en el autor sin colocarse en la misma posición que éste frente a los documentos analizados”. En este sentido, para el historiador francés asistimos a una “mutación epistemológica que transforma las modalidades de construcción y acreditación de los discursos del saber” (Chartier, “Lenguas y lecturas…” 208-209).
Finalmente nos encontramos con el orden de las propiedades: el texto electrónico supone una modificación radical del estatuto propio del texto impreso, en la medida en que el lector ya no se limita a intervenir en los espacios dejados en blanco por la composición tipográfica, sino que puede modificar el texto mismo. De este modo, un texto en formato digital puede sufrir continuas transformaciones por obra de una legión de manos anónimas, cada una con una intención y unos objetivos propios. Asistimos, así, a la aparición de un discurso móvil, abierto, maleable, que conlleva la desaparición de la asignación del texto al nombre de un autor único, identificado e identificable. Es lo que sucede, por ejemplo, con los textos de Wikipedia. En este sentido, Chartier señala el cumplimiento del “sueño de Foucault en cuanto a la desaparición deseable de la apropiación individual de los textos” (“Lenguas y lecturas…” 210). Es decir, desaparece lo que Foucault denomina la “función autor”, entendiendo por tal no la existencia de un individio social e históricamente condicionado que escribe un texto, sino “la manera como el texto apunta hacia esa figura que le es exterior y anterior, al menos aparentemente” (Foucault, “¿Qué es un autor?” 54; Chartier, “Trabajar con Foucault” 11). El texto digital, a diferencia del impreso, ya no apunta necesariamente hacia esa figura situada fuera de él y que le antecede; ni su significado se constituye, por tanto, en relación con dicha figura. Así, la mutabilidad permanente de una entrada de la Wikipedia no remite a dicha función ni podemos explicarla, por tanto, acudiendo a ella. Se dibuja, de este modo, un espacio (el digital) en el que emergen a la superficie de las pantallas de nuestros distintos dipositivos “unidades textuales” que pueden concebirse desligadas de su autor y analizarse, por ejemplo, en tanto que expresión de relaciones de poder que atraviesan el orden de los distintos discursos (por ceñirnos a la perspectiva foucaultiana).
La revolución que supone la aparición del texto digital incide de manera profunda en diversos aspectos de la práctica historiográfica, sobre los cuales merece la pena prestar atención. Así, en lo que se refiere al orden de los textos, la escritura digital supone, en primer lugar, el nacimiento de nuevas formas de autoridad textual; en segundo lugar, la aparición de un nuevo rol social del historiador; por último, la creación de nuevos géneros historiográficos, desarrollados en formatos como el del blog.
1) En el orden textual la aparición del medio digital supone la creación de un continuum “que no diferencia más los distintos géneros o repertorios textuales, que se convierten en semejantes en su apariencia y equivalentes en su autoridad” (Chartier, “¿Muerte o transfiguración del lector?” 102). Esto coloca un interrogante sobre la escritura digital de la historia: ¿el desligamiento del texto historiográfico respecto del formato físico y la división textual propios de una publicación científica “tradicional” conlleva una pérdida de autoridad? ¿Un texto historiográfico digital es “equivalente en su autoridad” a cualquier otro presente en la Red? El problema que se plantea atañe directamente al papel del historiador como figura de autoridad respecto lo que escribe, es decir, como especialista que garantiza que su trabajo cumple con una serie de criterios metodológicos —relacionados con el rigor, el acercamiento crítico a fuentes primarias, el dominio de la bibliografía seundaria, etc.— que garantizan la profesionalidad de su resultado —esto es, del texto—. Se trata, por tanto, de preguntarse si el trabajo de un historiador profesional se ve, en la Red, igualado a ojos del lector digital a otro tipo de trabajos no profesionales en cuanto a su nivel de autoridad.
Se trata de un problema que ha sido debatido, a nivel teórico, por historiadores como Anaclet Pons (“La historia maleable…” 125; Guardar como 53-54; “El desorden digital…” 69), quien también ha prestado especial atención al “tratamiento teórico” que Chartier dedica al tema. En términos generales, parece que la equivalencia en autoridad a la que se refiere Chartier es matizable. Hay que tener en cuenta que, en realidad, los mismos internautas tienden a conferir diversos “órdenes de autoridad” a diversas formas de textualidad digital. Así, por ejemplo, desde el ámbito del márketing digital se afirma que tendemos a dar mayor confianza y credibilidad a lo que nos llega por correo electrónico que a lo que leemos en la web (de ahí el desarrollo de la newsletter por parte de las marcas y corporaciones). Los blogueros más o menos profesionales saben de la importancia de esta herramienta: el público que les sigue a través de una lista de correo electrónico ha elegido acceder a sus textos a través de un canal de información más personal que el navegador, y muestra con ello una fidelidad de la que se puede obtener un rédito económico mayor, que compense a su vez el trabajo que supone mantener un blog. Por tanto, el correo electrónico vehicula a un lector más fiel y más receptivo a los contenidos del blog, en la medida en que les confiere mayor autoridad que el público que accede al mismo a través del navegador web.
Por otra parte, en la Red asistimos al desarrollo de lo que podríamos llamar dispositivos de autoridad, es decir, mecanismos formales que garantizan al lector que lo que está leyendo cumple con determinados parámetros formales que garantizan su calidad. Es el caso de las webs de instituciones académicas, de la Wikipedia, o de plataformas como Hypotheses.org, que aglutina blogs creados por académicos en español, francés, inglés y alemán.8
Tal vez lo interesante, aquí, sea el funcionamiento de dichos dispositivos, o la ideología detrás de los mismos, que puede resultar incluso contraria. Es el caso, por ejemplo, de los portales Hypotheses y Wikipedia. Así, el portal Hypotheses se presenta como “una plataforma de blogs académicos abierta a toda la comunidad académica de todas las disciplinas de Humanidades y Ciencias Sociales”. Cada blog aspirante a formar parte de dicha plataforma pasa por un comité de selección que decide su aprobación. Este proceso garantiza, por tanto, una cierta autoridad del blog, entendida según unos parámetros relacionados con la identificación del autor, su pertenencia a un ámbito académico, la funcionalidad del blog dentro de un proyecto de investigación o divulgación de carácter profesional, etc.
Por su parte, Wikipedia se presenta como una enciclopedia escrita con la colaboración de todos los usuarios de la red que quieran editarla. Estos deben seguir una serie de normas, que pasan por la aspiración a un punto de vista neutral que proporcione información contrastable; el uso de contenido libre, no sujeto a derechos de autor, que revierte en la producción de información que es, a su vez, libremente editable y utilizable; la verificabilidad de sus contenidos (que deben remitir a fuentes fiables y no proceder de los mismos editores); y la adopción de unas normas de etiqueta en la relación con otros editores.9 En términos generales, el dispositivo de autoridad de Wikipedia es el opuesto del de Hypotheses, dado que el mecanismo que garantiza la calidad del contenido no es la identificación de un único autor —o un pequeño grupo—, sino todo lo contrario: el anonimato de una legión de editores. No se individua a un autor-creador, especialista en la materia, perteneciente al ámbito académico y garante, por tanto, de la profesionalidad del texto. Al contrario, el texto se presenta como fiable por la existencia de un mecanismo de edición continua, con una jerarquía interna —que clasifica a los editores según su antigüedad y su buen comportamiento—, que garantiza la revisión más o menos continuada de errores por parte de voluntarios anónimos. En este modelo, la clave de la fiabilidad del dispositivo de autoridad radica, precisamente, en el número: cuantos más editores participan en la redacción de una entrada y contribuyen, así, a mejorar su contenido, más fiable resulta. El primer mecanismo se basa en la autoridad de uno o varios autores, mientras el segundo halla su fuerza en el voluntarismo de una masa anónima.
Se trata de una caracterización realizada a grandes rasgos y sobre la que cabría profundizar y debatir. Aún así, resulta evidente que estos dos dispositivos opuestos obedecen, también, a finalidades muy distintas: mientras Wikipedia se propone prepsentar contenidos enciclopédicos de manera neutra, los blogs académicos —o al menos una buena parte de ellos— se sitúan en la vanguardia de un determinado campo de investigación y su contenido es, por tanto, personal, dado que se refiere e la investigación desarrollada por un especialista en particular. Su pretensión es la de proporcionar nuevas fuentes, perspectivas y reflexiones al debate en torno a un tema determinado. Dicho debate se lleva a cabo lejos del conjunto de datos e información neutro y bien establecido que aspira a fijar la Wikipedia.
Resulta claro que, a medida que se desarrolla la escritura de la historia en Internet, asistimos al desarrollo de nuevos dispositivos formales y textuales pensados para establecer nuevos “órdenes de autoridades”, necesariamente distintos de los que articulan los textos en papel pero, a su vez, funcionales en el entorno de lectura digital. Antes hemos aventurado la desaparición de la “función-autor” del texto digital. Sin embargo, tal vez quepa preguntarse si se trata de una desaparición o de una sustitución por otro tipo de función que pudiéramos llamar “de autoridad” o de “autoría”, que no estuviera ligada, necesariamente, a una sola persona física, sino a un grupo de condiciones que establecen y justifican la autoridad de lo escrito, independientemente de quien escriba. Sea como fuere, la desaparición de la “función-autor” no parece conducir a una equivalencia en la autoridad de los textos, sino más bien al desarrollo de nuevos dispositivos de atribución de autoría, autoridad o incluso autorización para la escritura, los cuales no están ligados a la idea convencional de un autor.10
2) El lector digital tiende a conceder autoridad no ya, o no solamente, a una marca o una plataforma más o menos institucional —Wikipedia, la web de una universidad, Hypotheses, una cabecera periodística digital, etc.— sino al mismo individuo que escribe. Es una adscripción de autoridad propiciada por el nacimiento del blog. Los estudiosos de periodismo y comunicación saben que este tipo de formatos pueden servir para desarrollar una “marca” o reputación personal respecto la cual el autor de un blog determinado se acredita ante un público potencialmente masivo como conocedor en profundidad de un tema en cuestión, como buen escritor, comunicador eficaz, etc., logrando así, un público que le sigue. En el campo de la historiografía escribir un blog puede suponer, para el historiador, situarse como autoridad ante el gran público respecto a sus temas y ámbitos de estudio (si bien se trata de una empresa ardua).
Como es sabido, una de las características de la Red es la gran cantidad de información que en ella encontramos sobre cualquier tema, hasta el punto de crear una saturación informativa que puede abrumar incluso al usuario más avezado, incapaz de procesar en pocos minutos la información contenida en decenas, cientos o tal vez miles de páginas web. Ante esta situación, el historiador puede y, tal vez, debe jugar el papel de garante de la calidad de la información. Un blog académico puede convertirse, dede este punto de vista, en un medio de difusión de información historiográfica creada o compartida por un especialista que contribuye, con ese mismo acto de crear o compartir, a seleccionar y garantizar la calidad de ciertos contenidos frente a otros. Dicha selección tal vez suponga una gota de orden dentro del desorden general en que encontramos la información en Internet, pero la constitución de redes de blogs de historiadores puede contribuir a que los esfuerzos resultantes no resulten vanos y lleguen a un público general. Tal vez uno de los roles sociales del historiador en la nueva era de la información sea este: garantizar la calidad de la información digital sobre su tema de especialidad. Ello supondría, además, el establecimiento de una reputación digital ante un público mucho mayor que el académico. Quién sabe si el futuro laboral de buena parte de los historiadores del mañana pase, en mayor o menor parte, por ahí (Quiroga, Blogs de historia: usos y posibilidades 72). Este rol social no se limita a la creación de contenidos o su selección: el historiador también debe proporcionar las herramientas que permitan un acercamiento crítico a las fuentes digitales. Determinados autores, ajenos al mundo de la investigación humanística, presuponen que esto es inencesario, al argumentar que el acceso directo a las fuentes históricas por parte del público en general es sinónimo, de por sí, del conocimiento histórico de dichas fuentes. Así, por ejemplo, Kevin Kelly, de la revista Wired, predijo hace unos años que el usuario de la biblioteca digital podrá reunir todos los textos existentes sobre un tema determinado y, con ello, “obtener un sentido más claro de lo que sabemos y no sabemos como civilización y como especie” (citado en Grafton, Future reading). En este futuro no serán necesarios los historiadores, porque cualquier usuario conectado a internet podrá convertirse él mismo en un historiador. Esta opinión adolece, a mi juicio, de un presupuesto simplista respecto la función social del historiador: este no es un mero intermediario entre el público y las fuentes, un divulgador de las mismas. Quien así lo cree presupone que la fuente, por sí misma, refleja una verdad histórica universal que el lector conoce de manera directa, por lo que el historiador debe limitarse a exponer dicha fuente, sin interferir en la misma a través de su interpretación. Se trata, a fin de cuentas, de un presupuesto propio del positivismo rankeano decimonónico, que obvia el hecho de que el historiador no es un mero transmisor de información: su trabajo consiste en analizar de manera crítica la fuente para obtener de ella una evidencia que, a su vez, debe interpretar y articular en una visión teórica que permita entender la fuente en un contexto más amplio. Se trata de una labor pertinente y necesaria tanto en papel como en la web, o tal vez más todavía en este último caso, si aceptamos que la posibilidad de acceder a miles de fuentes a través de un computador no garantiza la posibilidad de tener un conocimiento histórico de las mismas. Si aceptamos, esto es, que acceder a la información no es sinónimo de conocer. El historiador, por tanto, tiene la oportunidad de situarse en Internet como figura de referencia, en el sentido apenas descrito, frente a un público mucho mayor del tradicional en la academia y con medios accesibles y sencillos. La dificultad tal vez consista en la necesidad de adoptar un registro comunicativo distinto del usual en los géneros historiográficos (el artículo, la monografía, la conferencia, etc.); registro que dominan mucho más periodistas y divulgadores no académicos.
3) Los historiadores hacen un uso muy diverso de los blogs: pueden utilizarlos para compartir novedades editoriales y noticias sobre su materia, para compartir contenidos relacionados con su tema de especialización (fuentes, por ejemplo), para escribir ellos mismos sobre su propia investigación, en el marco de un blog colectivo de tipo académico, para colaborar con otros investigadores, para compartir materiales didácticos con sus alumnos, etc.11
Resulta particularmente interesante el hecho de que la escritura historiográfica digital en este formato conlleve una reflexión sobre los caminos que esa misma escritura va tomando. Así, Felipe Castro, historiador mexicano y autor del blog Clíotropos, destaca la posibilidad de “publicar por mi cuenta, cuando yo lo deseara, sin depender de nadie más”; lo que le permite “mostrar al lector . . . no solamente el resultado, sino también las fases previas de una investigación”. Castro se hace eco de las palabras del profesor de filología latina Francisco García-Jurado, quien destaca la posibilidad, brindada por el formato digital, de escribir “preciosas tentativas para esbozar textos e ideas que luego me sirvan como materiales reelaborables”, de manera que la escritura digital “se parece mucho a los ensayos, sobre todo por la libertad que implica su redacción”.12
Esta reflexión sobre el estatuto de la escritura historiográfica digital se inició en Estados Unidos en torno a 2005. Ralph Luker, profesor de historia de la religión, se hacía eco en la revista Perspectives on History, de la American Historical Association, de algunas de las posibilidades que el medio digital le ofrecía tanto a él como a otros colegas dedicados a la escritura digital, como Timothy Burke. Entre ellas destaca: “introducir algunas ideas e influencias inesperadas en mi trabajo intelectual y académico”; “publicar pequeños escritos, hipótesis a medio desarrollar . . . todas las cosas que, pienso, tienen un valor pero no el suficiente como para poseer legitimidad académica”; “adentrarme en nuevas áreas de especialización”; “traducir mi trabajo académico en una conversación con un público más amplio” (Luker 2005).13
Al hilo de estas reflexiones, son varios los autores que plantean la escritura desarrollada en el blog como la aparición de un nuevo género historiográfico en el que el historiador se siente libre de mostrar el proceso de su investigación en el mismo momento en el que la está desarrollando, o incluso los “vagabundeos” en torno a sus hipótesis y tentativas de trabajo (Quiroga 77-79). De este modo, el lector del blog de un historiador accede no solo al resultado final de una investigación, sino al proceso de su desarrollo, lo que permite dar cuenta de realidades propias del trabajo historiográfico que suelen permanecer ocultas. Es el caso de hipótesis frustradas, pasos en falso, reorganización de la materia, problemas prácticos con las fuentes, ensayos digresivos, tentativas de relacionar el tema con otras disciplinas, etc. Se trata del tipo de trabajo que, como apunta Adriano Prosperi en el volumen, escrito junto a Carlo Ginzburg, Giochi di pazienza. Un seminario sul ‘Beneficio di Cristo’ (1975), el historiador suele realizar en la cocina, y del que no da cuenta al mostrar el plato finalizado, esto es, el artículo científico o la monografía producto de ese trabajo (I-VII).
El mismo texto de Prosperi y Ginzburg pretendía dar cuenta de ese trabajo oculto a través de un estilo literario radicalmente distinto del tradicional en un texto de historia, en el que los dos historiadores, además de autores, pasaban a ser protagonistas de un relato que narra sus vicisitudes a la hora de trabajar con una fuente concreta, el Trattato utilisimo del beneficio di Cristo (1543), en el contexto de un seminario de investigación realizado junto a sus alumnos de la Universidad de Bolonia durante el curso 1971-72. La obra muestra, de este modo, los errores y los titubeos propios de la investigación historiográfica, el intercambio de hipótesis y contrahipótesis, de análisis textuales y posibilidades interpretativas, que revelan la otra cara del trabajo del historiador y alejan su labor de la imagen limpia y aséptica que transmite una monografía clásica. La obra fue acogida con silencio o indignado estupor por parte de la crítica, y permanece hoy en día como un clásico semidesconocido y difícil de consultar, dado que que no fue reeditada.14
Sin embargo, sabemos que este tipo de escritura que tentaron Prosperi y Ginzburg se está desarrollando en Internet desde distintas comunidades académicas, con todas las salvedades que se quieran hacer. Por el momento no contamos con datos cuantitativos sobre, por ejemplo, la cantidad de blogs de historia utilizados como cuadernos de investigación —o su proporción respecto otros tipos de blog—, ni de la incidencia que su escritura tiene sobre la investigación académica del autor del blog realizada en formato tradicional.15 Sin embargo, todo hace pensar que este tipo de trabajo, obviado y ocultado en los formatos de distribución editorial académica tradicionales, puede tener una mayor presencia pública gracias a la facilidad de edición y la libertad temática que consienten los blogs. Queda sobre la mesa la cuestión de si esto supone, en sí, el nacimiento de un nuevo género historiográfico, así como el trabajo de tipificar sus variantes.
En lo que respecta a la edición y distribución de textos digitales, existen trabajos historiográficos desarrollados exclusivamente para el medio digital y editados, posteriormente, en papel. Estos aprovechan una serie de características propias de la Red para modificar de manera sustancial aspectos como el proceso de edición de la publicación o la relación con los lectores. La edición se realiza independientemente de un aparato editorial y un marco institucional externo, de manera auto-gestionada por los propios colaboradores de la publicación. Es el caso de la publicación colectiva Hacking the Academy, auspiciada por Daniel Cohen y Roy Rosenzweig desde el Center for History and New Media. En las publicaciones digitales la relación con el lector puede ponerse a prueba mediante un sistema de comentarios en los que se establezca una discusión historiográfica que, posteriormente, puede quedar reflejada en un texto que, al ser digital, es susceptible de sucesivas actualizaciones. Es el caso del volumen Writing History in the Digital Age coordinado por los profesores Kristen Nawrotzki y Jack Dougherty.16
Pasando de los textos a las “razones” que desarrollamos en la escritura digital, parece claro que “los libros electrónicos organizan de manera nueva la relación entre la demostración y los hechos, la organización y la argumentación, y los criterios de la prueba” (Chartier, “¿Muerte o transfiguración del lector?” 104). Escribir en la Red supone seguir una lógica que ya no es, necesariamente, lineal o deductiva, como sucede con la escritura en papel: la aparición del hipertexto —esto es, la posibilidad de enlazar textos de otros autores, en distintos formatos, sobre distintos temas entre sí— crea una lógica discursiva abierta y relacional, en la que el lector tiene un mayor poder de decisión sobre el curso de su lectura. De este modo, la hipertextualidad del espacio digital le ofrece al historiador la posibilidad de crear un texto que ya no siga una única línea discursiva, tal como sucede en papel, sino que se despliegue en una red de textos a través de los cuales su discurso, y por tanto la lectura que se haga del mismo, se fragmente y se desarrolle siguiendo diversos planos enlazados entre sí. Estos planos pueden abarcar ramificaciones del discurso principal; profundizaciones de temas a los que se haya aludido brevemente; definiciones de conceptos utilizados; alusiones al propio proceso de investigación; materiales complementarios desarrollados por el historiador; bibliografía secundaria a la que se haya hecho referencia; e incluso las mismas fuentes citadas en el texto. Esto pone en crisis la tradicional utilización de la cita, la referencia y la nota a pie de página, pilares de la técnica de acreditación del discurso historiográfico desde su nacimiento como disciplina científica con Ranke.17 Esta situación plantea serios interrogantes al ejercicio de la historiografía digital: ¿utilizan los historiadores técnicas alternativas de acreditación discursiva en la Red? Hay ejemplos de que sí.
Así, desde finales de los años 90 contamos con proyectos de investigación en historia digital que ponen a disposición del lector no solo los textos fruto de una determinada investigación, sino también las fuentes en las que esa investigación se basa, catalogadas según criterios de búsqueda que permiten al lector acceder a ellas directamente siguiendo sus propios intereses temáticos. Es pionero, en este sentido, el proyecto Valley of the Shadow, ideado por Edward Ayers para la Universidad de Virginia. También destaca, en este sentido, el artículo de Robert Darnton News and the media in Eighteenth-century Paris, publicado en formato impreso y en una versión electrónica que permitía el acceso a fuentes no solo textuales, también sonoras y gráficas. Este historiador también ha teorizado, al hilo del proyecto de Ayers, sobre los diversos modos de presentación de la investigación histórica en formato digital (Darnton, New Age of the Book), imaginando la información historiográfica dispuesta en diversas capas que cubrirían distintos tópicos: el resultado final de una investigación, textos que profundicen en algunos de los temas tocados por dicha investigación, las fuentes utilizadas en formato digital, materiales didácticos e incluso intercambios de ideas con el editor, lectores u otros académicos.
Ahora bien, tal como nota Anaclet Pons (La historia maleable 127-128), resulta significativo que el artículo de Darnton sobre los medios de comunicación en el París del siglo XVIII ya no se encuentre disponible en la Red, debido a un cambio de dominio en el portal que lo alojaba. Es una muestra de la fragilidad de las fuentes digitales, abordada por Roy Rosenzweig. La información en Internet es tan abundante como frágil: basta que deje de pagarse un servidor, o que el autor decida cerrar su web, o que la compañía que alberga dicho contenido cambie su política de contenidos, para que esa información desaparezca. Por tanto, el reto que los historiadores enfrentan en este ámbito consiste en entablar un diálogo productivo con programadores, por un lado, y archivistas, por otro, para empezar la tarea de preservación de la memoria digital de nuestra época (Rosenzweig 740 y siguientes).
Por otra parte, los proyectos digitales como los de Darnton o Ayers ejercen un control de su propia hipertextualidad, es decir, los enlaces incluidos en los textos remiten al contenido de su propio dominio web. Es lo que Pons llama “hipertextualidad prudente”, en oposición a la “hipertextualidad fuerte” que supone enlazar contenido fuera de nuestra web: “Robert Darnton decía elaborar un cibertexto, pero en realidad todo el contenido estaba jerárquicamente controlado, de modo que el lector no podía salir (escapar) del ensayo, pues las referencias no eran realmente externas, dado que ese exterior quedaba dentro” (“La historia maleable…” 128). La diferencia fundamental radica en que la textualidad prudente, o de baja intensidad, supone ejercer, todavía, un control sobre las posibilidades o los caminos de lectura de nuestros textos (pues todos se hallan en una sola página web). En cambio, una hipertextualidad fuerte supone insertar nuestro texto dentro de una cadena de lectura de textos que ya no nos pertenecen ni, por tanto, controlamos en ningún modo, pues se hallan en otras webs. Tanto el proyecto de Ayers como el de Darnton abogan, en este sentido, por una hipertextualidad prudente, dado que permite ejercer un control sobre las lecturas posibles y limita las referencias al interior del mismo ensayo.
En realidad, todo texto digital presenta un grado determinado de hipertextualidad, mediante el cual el autor pretende ejercer un tipo de control sobre esa lectura “libre” que realiza el internauta. Esta voluntad de control se lleva a cabo en la selección de las páginas web que el autor enlaza en su texto, dado que, tanto si su contenido es propio como ajeno, hay un conocimiento previo de los lugares a los que puede conducir la lectura, al menos en un primer grado de separación del texto. Desconocemos la cadena de lecturas que llevarán a un lector a nuestro texto, pero sí podemos conocer y, en ciertos casos, determinar algunos de los eslabones que enlazarán nuestro texto con los siguientes en dicha cadena. Es decir: existen distintos grados de hipertextualidad, y parece plausible suponer que una escritura digital especializada (como es el caso de la historiográfica) conllevará una hipertextualidad más controlada que otros tipos de escritura más libres. En principio no parece desacertado suponer que este control de la hipertextualidad guarda relación con la función de autoridad a la que se ha aludido anteriormente, la cual no tiene por qué relacionar el texto con un autor definido, pero sí establece a través del grado de hipertextualidad adjudicado al texto un rango posible de lecturas autorizadas (es decir, generadas por un autor, o que remiten por lo menos a una autoría). Por tanto, esa imagen del lector con mayor poder de decisión, o que realiza una lectura libre del texto, siendo cierta, debe ser matizada teniendo en cuenta las posibilidades de control que se aplican al texto digital, que no son, ciertamente, las del texto escrito, pero no por ello son inexistentes. De hecho, resultan inevitables en la elaboración de un texto digital que se quiera autorizado, como lo es un texto académico. En este sentido, si bien el cambio en el soporte de lectura ha revolucionado la forma de leer, queda todavía por discutir el alcance de dicha mutación epistemológica en la escritura historiográfica.
Tras los cambios en el orden textual y en el de la técnica de la prueba del discurso, quedan por analizar los cambios en el estatuto de las propiedades del texto digital. En este sentido, más allá de la espinosa cuestión de los derechos de copia y reproducción, parece claro que nos encontramos con un espacio, el digital, en el que conviven textos abiertos y cerrados. Los derechos de los primeros han sido liberados por sus autores en mayor o menor medida —según el tipo de licencias sobre el contenido desarrolladas específicamente para las creaciones digitales bajo el nombre de Creative Commons—, mientras que los segundos son textos que poseen un propietario —que no debemos confundir con autor— y cuya reproducción se encuentra reservada, al modo de los textos impresos. La aparición de contenidos “libres” en la red, abiertamente modificables, afecta al estatuto ontológico del texto digital, ya sea abierto o cerrado, y a su relación con la verdad en tanto que fuente. Aquí se hace necesario distinguir textos digitalizados (escaneados en pdf o transcritos directamente en una página web) de textos born digital, es decir, “nacidos” en la web.
1) Respecto a la digitalización de fuentes, nos encontramos con el problema del valor de verdad de la prueba digital. Las evidencias digitales, dado su carácter “abierto”, pueden ser intervenidas y manipuladas hasta el punto de poner en tela de juicio la autenticidad de cualquier información preservada digitalmente y la confianza en el repositorio en que se encuentra. Como pone de relieve Roy Rosenzweig, la “red de confianza” establecida a lo largo de siglos en torno al sistema de publicación, distribución y preservación de materiales impresos no resulta operativa en Internet. Resulta, por tanto, necesario aplicar nuevas prácticas que contribuyan al desarrollo de un “sistema de confianza” para el uso que los historiadores hacen de los archivos digitales (743 y siguientes), pues resultaría, de manera hipotética, relativamente fácil falsear documentos históricos digitales en formato pdf que los mismos historiadores, siendo un tanto incautos, podrían tomar por buenos en sus trabajos. Por no hablar, claro, de las amplias posibilidades de manipulación de la imagen en un entorno digital.
Así, a la hora de certificar la veracidad de las fuentes digitales y digitalizadas, el historiador se encuentra todavía en una situación precaria, inédita en el campo de las fuentes no digitales. Sin embargo, hay que recordar que para estas últimas el “sistema de confianza” al que alude Rosenzweig se contruyó de manera lenta y trabajosa a lo largo de varios siglos, durante los cuales nació y se desarrolló el método crítico en historiografía. Desde las primeras dudas sobre la Donación de Constantino, expresadas ya durante la Baja Edad Media, antes de la famosa disertación de Lorenzo Valla, la medida para el desarrollo del método crítico ha sido lo que Marc Bloch llamó la persecución “contra la mentira y el error” (105). Tal persecución fue la que impulsó la adopción de un método crítico que fuera capaz de cuestionarse y responder, al mismo tiempo, la pregunta sobre la veracidad de la fuente. De hecho, en cierto modo podría decirse que la evolución de las posibilidades del falseamiento de la fuente fueron las que impulsaron el perfeccionamiento del método crítico tradicional. Los grandes falsarios fueron grandes conocedores de los entresijos y los detalles más técnicos relativos a las diversas formas de la documentación antigua, y su mismo saber fue el que robusteció el método crítico elaborado para detectar su elaborada mentira. De hecho, ya en la Edad Media “la falsificación era motor de la crítica. Los doctores en derecho canónico se especializaron en la detección de cédulas espurias y elaboraron métodos para la verificación de su expresión verbal, su aspecto físico y sussellos, que fueron posteriormente recogidos en el Decretum, junto con los textos falsos” (Grafton, Falsarios y críticos). Ahora bien, las diversas formas de falsear la evidencia histórica han ido diversificándose a medida que han aumentado el número y el tipo de fuentes utilizados en ámbito historiográfico. Por este motivo, el historiador ha tenido que familiarizarse con técnicas y conocimientos ajenos a su profesión: si la diplomática o la filología le son más cercanas, la datación por carbono-14 o la dendrocronología, por ejemplo, constituyen técnicas que debe conocer (ya que no manejar) un historiador del arte que desee profundizar en ciertos temas o autores específicos de su campo. Del mismo modo, cabe pensar que las diversas formas de falsear una imagen o un documento digitales, todavía poco conocidas para el historiador, llevarán con el tiempo al desarrollo de un método crítico adecuado para enfrentarse a este nuevo tipo de fuentes con garantías de verdad. Para ello resultará necesario que el historiador empiece a familiarizarse con otro tipo de técnicas, como la arqueología digital o la edición digital de imágenes. Solo de este modo el método crítico podrá emprender su camino en el espacio virtual: de la mano de las nuevas formas de lucha contra el engaño y el error digitales. De momento, es bien poco lo que se ha hecho en este sentido.
Esto deja bien claro que el avance extraordinario que supone contar con fuentes digitalizadas no sustituye la necesidad de acceder a dichas fuentes en formato escrito. Esto por varios motivos: en primer lugar, tal como señala Anthony Grafton, en proyectos como Google Books muchos textos digitalizados se catalogan siguiendo criterios ajenos a los del historiador (no digamos los del especialista en una determinada materia), lo que en la práctica los vuelve invisibles al motor de búsqueda. Hay, además, errores ocasionales en la digitalización: imágenes de textos movidas, páginas saltadas, etc. (Future Reading). En segundo lugar, cuando se trata de un libro se suele digitalizar solo una edición del mismo, lo que resulta limitador para muchos aspectos de la investigación de fuentes, dado que se niega la posibilidad de comparar entre varias ediciones, por ejemplo. En tercer lugar, acceder a una fuente en formato digitalizado, es decir, desligarla de su objeto de inscripción, puede privar al investigador de fuentes de información valiosa: anotaciones marginales; otras partes del libro que contiene esa obra que pueden resultar relevantes; además de cualidades materiales: calidad del papel, tipo de escritura, etc. Además, el mismo proceso de investigación en una biblioteca o en una hemeroteca facilita que el azar nos lleve a progresos que resultan imposibles buscando fuentes en internet: encontrar un libro que nos interesa en el estante contiguo al que buscábamos, poder ojear otros artículos dentro de la misma revista donde se halla el que queríamos leer, hallar documentos inesperados en un legajo, etc.
Proyectos de digitalización como el de Memoria Chilena (memoriachilena.cl), por ejemplo, muestran ser conscientes de este tipo de limitaciones. Sus mismos responsables se ponen, por ello, como objetivo respetar al máximo el aspecto original de los documentos que digitalizan. Por ello, en el proceso de creación del archivo digital, intentar preservar el color de la fuente, sus imperfecciones, errores o daños producidos en el papel, sin alterar en ningún modo su aspecto original. Esta voluntad de reproducir en la pantalla el aspecto del archivo cartáceo con la mayor fidelidad posible obedece, también, a la intención de crear una experiencia de lectura digital similar a la analógica. De hecho, en ciertos aspectos podría ser incluso mejor, pues la mayor resolución de la imagen permitiría en algunos casos apreciar detalles ocultos a la simple vista del documento. Aún así, el acierto que supone esta política de digitalización debe, inevitablemente, hacer las cuentas con la profunda mutación en el orden textual a que alude Chartier.
La contrapartida a esto es la aparición de nuevas modos en los que el azar contribuye a guiar una investigación: introducir una palabra determinada en el motor de búsqueda de un catálogo bibliográfico, por ejemplo, daba a pie a Carlo Ginzburg a teorizar sobre el tema en su artículo “Conversar con Orion”, nombre del motor de búsqueda de la biblioteca de la UCLA. Ginzburg apunta aquí la posibilidad de utilizar un motor de búsqueda bibliográfica para encontrar no tanto la fuente que se busca, sino aquella cuya existencia ni siquiera se sospecha, lo que altera el curso mismo de la investigación historiográfica de manera imprevista (230). En realidad, Ginzburg propone utilizar las herramientas digitales contra la finalidad inscrita en las mismas por sus propios programadores. Si pensamos, por ejemplo, en el algoritmo de búsqueda de Google, su éxito se debe, al menos en parte, a su capacidad para devolver resultados relevantes para dicha búsqueda, esto es, a su capacidad para proporcionar al usuario aquello que busca. Desde este punto de vista, cabe preguntarse si lo que Ginzburg propone no es utilizar este tipo de tecnologías digitales a la contra, esto es, contra la finalidad inscrita en las mismas: para encontrar aquello que no buscamos, aquello cuya existencia ni siquiera sospechábamos. Si Ginzburg habla de una “poética de la investigación” azarosa, cabe preguntarse si no existirá una poética de la investigación digital, y cuál será su relación con los motores de búsqueda y demás mecanismos que nos guían a través de la web.
Por último, otro de los problemas propios del uso exclusivo de fuentes digitalizadas consiste en que, en términos generales, son los países con mayores recursos los que llevan a cabo proyectos de digitalización archivística de mayor envergadura, frente a fondos documentales en países menos desarrollados que resultan “invisibles” en Internet, al no poseer estos países recursos para su catalogación y digitalización. De este modo, las desigualdades materiales —sociales, económicas y culturales— entre países revierten, también, en el mundo virtual, donde la presencia de objetos propios de determinadas culturas —especialmente la angloparlante— es mayor. Tal como ha señalado Anthony Grafton, la digitalización masiva, lejos de llevarnos a un futuro de conocimiento universal gratuito, parece replicar, en realidad, las mismas limitaciones en la difusión global de las distintas culturas del mundo que encontramos fuera de la web (Future Reading).
2) Respecto los textos born-digital, el carácter “abierto” o “libre” del texto nacido exclusivamente en el medio digital conlleva el problema de la responsabilidad de su preservación, mucho más difusa. Gran parte de los contenidos textuales e iconográficos alojados ahora mismo en Internet constituyen una información de gran valor para documentar la historia de nuestro tiempo, pero su preservación se encuentra en grave peligro, a diferencia de la información alojada en papel. Esto pone sobre la mesa problemas de orden práctico, como por ejemplo: ¿quién se va a responsabilizar de conservar dicha información? Las instituciones culturales nacionales preservan y dan forma a un tipo de historia que tiene al Estado-nación como eje, mientras que los textos digitales, por su propia constitución, traspasan los límites nacionales. Tal como señala Rosenzweig: “Algunos aspectos clave del presente digital . . . no siguen los límites nacionales y, de hecho, los erosionan. Si los archivos nacionales forman parte de proyectos de construcción del estado nacional, entonces ¿porqué deberían los Estados apoyar archivos digitales postnacionales?” (752).
El sistema de bibliotecas y archivos nacionales resulta, por tanto, difícil de adaptar al carácter ontológicamente diverso de este nuevo tipo de información. ¿Cómo se crea, por ejemplo, un archivo nacional digital de la web chilena? ¿Debe privilegiar webs alojadas en servidores basados en Chile? ¿Webs dedicadas a temas relacionados con Chile? ¿Webs de autores chilenos? ¿Diseñadas por chilenos? ¿De empresas chilenas? En definitiva: ¿es posible definir de manera inequívoca y delimitar en la práctica un concepto como “web chilena”? Cualquier tentativa al respecto parece, cuanto menos, complicada, desde el momento en que un formato como, por ejemplo, el blog, propicia el establecimiento de redes transnacionales de comunicación y colaboración. En este sentido, parece que categorías hermenéuticas como “nacional” tienden a perder su funcionalidad a la hora de utilizar Internet como fuente histórica: las fronteras materiales se desvanecen en el espacio virtual.18
Si esto es así, ¿quién va a estar dispuesto a financiar la conservación de un archivo global de internet sin pretender nada a cambio? Hay ya plataformas dedicadas a esta preservación, como la página web archive.org. Esta se dedica a “fotografiar” la web de manera periódica: su buscador, Wayback Machine, permite observar el aspecto de páginas web tal como era en el pasado, siguiendo un criterio de búsqueda cronológico que se limita a las “fechas” de las fotografías disponibles de cada página web. El proceso de archivo y catalogación que realiza archive.org se realiza siguiendo un simple criterio cronológico, sin incluir categorías de búsqueda relativas a los contenidos de las páginas web. Esto limita de manera considerable las posibilidades de búsqueda, dado que no se pueden buscar webs por temas o por idiomas, por ejemplo: el historiador debe conocer de antemano el dominio de la web cuya historia le interesa trazar. Sin embargo, tiene el mérito, como reconoce Rosenzweig, de estar realizando ya algo que en el futuro se revelará de gran valor, mientras los historiadores siguen planteándose la necesidad de preservar la web desde un punto de vista meramente teórico. El problema radica en que una iniciativa de este tipo depende, por ahora, de la voluntad de un mecenas privado. Resulta, por tanto, necesario preguntarse por la forma que adoptaría un sistema de preservación archivística de la web a escala general, entre realidades locales, nacionales y globales.
Dejando de lado los problemas del formato para la conservación de la información digital (¿En la nube? ¿En algún tipo de software de pronta obsolescencia?), también espinosos, existe otro tema candente para el historiador ligado a la necesidad de archivar la web: es el criterio de preservación. Rosenzweig apunta a la necesidad de seleccionar aquello que queremos conservar de la web actual, dada la imposibilidad de preservar todo. ¿Daremos prioridad a webs de instituciones oficiales, o a las reacciones en Twitter al resultado de unas elecciones presidenciales? El historiador norteamericano aboga, en este sentido, por la necesidad de volver a una relación más estrecha entre los especialistas de la historia y los del archivo para dirimir unos criterios de selección realistas que acepten que no va a poder preservarse la totalidad de la información presente en la Red y señalen, por tanto, criterios de selección y preservación adecuados para los historiadores futuros (758 y siguientes).
Ahora bien, aquí la cuestión de fondo tiene que ver con el mismo sentido de la investigación histórica, pues preguntarnos por qué fuentes digitales hay que conservar supone, en última instancia, preguntarnos cuáles de ellas tienen mayor valor como testimonios de un hecho histórico. Lo que nos remite a la pregunta sobre qué es un hecho histórico. Es decir, ¿qué criterios determinan lo que hay que conservar para su estudio futuro y lo que se puede desechar, sin embargo, por resultar irrelevante en términos históricos? Como notaba ya Edward Carr, el valor histórico de un hecho no se encuentra de manera intrínseca en el hecho en sí (para el caso que nos ocupa, en la información born digital), sino en las preguntas que le dirige el historiador, en su mirada. A pesar de que hay determinados hechos básicos que son los mismos para todo historiador —fechas de batallas, tratados de paz, acontecimientos concretos—, “los hechos solo hablan cuando el historiador apela a ellos: él es quien decide a qué hechos se da paso, y en qué orden y contexto hacerlo” (85). En este sentido, la evidencia histórica no se halla tanto en la fuente digital en sí, como en el “cuestionario” (por usar un término de Bloch) que le dirigimos, lo cual vuelve mucho más complejo el debate sobre la conservación del patrimonio digital.
Parece probable que el historiador del futuro interesado en estudiar nuestro presente podrá acceder solo a una pequeña parte de la información que hoy podemos consultar en la web, dada la cantidad de páginas que desaparecerán, la existencia de archivos de empresas de redes sociales que no tienen porqué estar disponibles, etc. Sin embargo, no es una situación muy diversa de aquella en la que se encuentra el historiador actual respecto sus fuentes: todas, en mayor o menor medida, nos van a ofrecer un panorama incompleto de la realidad de la que nos hablan, no ya por su cantidad (el mayor o menor número de las mismas), sino por el carácter indiciario de toda fuente: no “refleja” la verdad sino que la indica, es decir, remite a una verdad que queda fuera del texto pero que el historiador persigue de igual modo como justificación de su propio trabajo. Nos encontramos, de nuevo, con un problema que remite al sentido mismo de la historia, su valor de verdad y el uso de las fuentes en general.
Sin embargo, los textos digitales no suponen solo una “fuente más” a añadir al resto de fuentes que el historiador manejaba hasta ahora—objeto, por tanto, de las mismas cautelas metodológicas—. El medio a través del cual nos llega esa fuente modifica el tipo de información que contiene, pues el texto born digital no es independiente de su formato: “no se trata exclusivamente de una modificación del soporte en el que almacenamos la información, con las sustanciales consecuencias que de ello se derivan, sino que es esta misma la que cambia, pues ahora ya no guardamos las mismas cosas” (Pons, “Guardar como…” 60). Formatos de inscripción de textos, imágenes y vídeos como el blog o las redes sociales suponen tal novedad que dan lugar, a su vez, a un tipo de información inexistente hasta este momento.
Pensemos por ejemplo en Twitter: el historiador del futuro bien puede encontrar en esta red una valiosa fuente de información sobre diversos aspectos de la vida cotidiana, la mentalidad, las creencias populares y las pasiones propias de nuestra época. Su carácter público, la limitación de 140 caracteres de cada mensaje, la inmediatez de acceso a la red a través de dispositivos móviles, facilitan un tipo de escritura inédito hasta ahora por parte de grupos sociales tradicionalmente ágrafos. Una escritura más inconsciente, si se quiere, o menos preparada, cuando se abordan reacciones masivas a sucesos de actualidad —un ejemplo, banal si se quiere, de esto lo constituyen las reacciones en Twitter a la muerte de Michael Jackson, o a la elección de Obama—. No parece descabellado argumentar que este tipo de información va a proporcionar, en un futuro, una ventana abierta hacia realidades históricas que hasta la aparición de internet habían permanecido, en su mayor parte, en silencio.
Acercarnos a este tipo de realidades va a suponer, para el historiador, familiarizarse con nuevas ciencias auxiliares de la historia. Junto a la paleografía o la archivística los historiadores van a necesitar contar con informáticos que les acerquen al mundo de la lingüística computacional o del diseño infográfico, para ser así capaces de desarrollar nuevas técnicas digitales de estudio cuantitativo y procesamiento de datos que les permitan extraer información historiográficamente válida de ese peculiar caos efímero que encontramos, hoy mismo, en la Red. Del mismo modo que la corriente historiográfica de los Annales se caracterizó, a principios del siglo pasado, por su acercamiento a disciplinas como la sociología, la geografía o la economía, hoy en día el historiador (digital o no) va a necesitar, cada vez en mayor medida, relacionarse con la computación para poder desarrollar una práctica que está en un proceso de mutación profunda a nivel epistemológico, de investigación, de escritura y de relación con las fuentes.