Resumen: En el presente ensayo ofrecemos una perspectiva histórica de la ciencia de la energía del siglo XIX y una visión particular de sus significados culturales. Nuestra propuesta explicativa busca articular la interpretación física de la realidad, la praxis industrial y económica y los cuestionamientos de carácter filosófico sobre el hombre y su destino, que fueron surgiendo en dicha época. Con tal fin partimos del reconocimiento de que la física del siglo XIX se manifiesta de manera poderosa tanto en sus aspectos de aventura intelectual como de fuerza civilizadora y transformadora a través de diversas vías: en primera instancia, generando ideas y conceptos que revelarían de manera penetrante las fuerzas misteriosas que gobiernan el Universo; por otro lado, proporcionando las herramientas teóricas para explotar dichas fuerzas en forma de energía aprovechable que pudiera transformarse en trabajo útil que impulsara las economías en crecimiento; por último, siendo cuna de un conjunto de inquietudes de carácter trascendental.
Palabras clave:CienciaCiencia,energíaenergía,realidad físicarealidad física,industriaindustria,culturacultura.
Abstract: In this essay we offer a historical perspective of the science of energy in the nineteenth century and a particular view of its cultural meanings. Our explanatory proposal seeks to articulate the physical interpretation of reality, the industrial and economic praxis, and the philosophical questions about man and his destiny that emerged at that time. To pursue that goal, we start from the recognition that the nineteenth-century physics manifests itself powerfully in both aspects, as intellectual adventure and as a civilizing and transforming force, through various ways: in the first instance by generating ideas and concepts that would reveal pervasively the mysterious forces that govern the Universe; on the other hand providing the theoretical tools to exploit these forces in the form of usable energy that could be transformed into useful work that would promote growing economies; finally, being the support of a set of concerns of transcendental character.
Keywords: Science, Energy, Physical Reality, Industry, Culture.
Articulos
CIENCIA, TECNOLOGÍA Y SOCIEDAD EN EL SIGLO XIX: EL CONCEPTO DE ENERGÍA, SU HISTORIA Y SUS SIGNIFICADOS CULTURALES
SCIENCE, TECHNOLOGY AND SOCIETY IN THE XIX CENTURY: THE CONCEPT OF ENERGY, ITS HISTORY AND ITS CULTURAL MEANINGS
Recepción: 14 Abril 2016
Aprobación: 16 Marzo 2017
Para la descripción de una época, es común recurrir a etiquetas que nos permitan delimitarla y que nos sirvan como acicate para penetrar en sus significados históricos. Sin embargo, para no quedar en meras superficialidades al aplicar esta especie de fórmulas para la aprehensión de un momento histórico, debemos evitar que se aísle un aspecto particular del acontecer humano e impedir que se escondan las complejidades inherentes de las realizaciones humanas, las cuales por lo general son resultado de sutiles imbricaciones multifactoriales. La ciencia misma que solemos identificar con el esfuerzo humano para penetrar, de manera objetiva, los secretos de la naturaleza, es en realidad, un fenómeno sociocultural complejo. Por eso, aunque nuestro interés en este escrito es referirnos a cuestiones que tienen que ver, fundamentalmente, con el devenir de las ciencias físicas del siglo XIX, lo haremos bajo la perspectiva de que ningún desarrollo científico se da en el vacío, que la forma de los conceptos tiene un marco social, que también hay un despliegue tecnológico, económico y político, y que todo debe entenderse a la luz de las circunstancias culturales de la época (Baracca 287-288).
Con esto en mente, podemos empezar por reconocer que es en el siglo XIX, en el mundo occidental, cuando se vive un proceso de consolidación de una sociedad secular heredera de la Ilustración, la cual pretende sacudir viejos autoritarismos y que responde a nuevos ideales de libertad y de progreso. En esta, la ciencia se va convirtiendo en un elemento central de una cosmovisión, que va dejando de lado, o al menos marginando, otras expresiones culturales, y que empieza a jugar un papel preponderante en el impulso del hombre, no sólo por entender su lugar en el mundo, sino por transformarlo, explotando las fuerzas de la naturaleza para su beneficio. Se trata de una época definitoria en el sentido de un periodo de institucionalización de la ciencia, sobre todo de la física, y de su evolución como una profesión reconocida socialmente que fue poco a poco forjando una íntima conexión con el progreso industrial y tecnológico, proceso que jugó un papel central en la configuración de la vida moderna.
Como parte de este proceso en el desarrollo científico decimonónico, la génesis de la noción de energía como elemento primario de la realidad que actúa como concepto explicativo unificador de las ciencias, junto con el tratamiento del calor como la forma más manifiesta y abarcadora de esa energía, aparece como sucesora de una serie de conceptos provenientes de finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. En este periodo de tiempo encontramos, por un lado, grandes interpretaciones metafísicas en torno a la unidad de la naturaleza y, por otro, la proliferación de demostraciones experimentales de transformación de fuerzas. Alrededor de estas ideas se fue formulando poco a poco la fundamentación teórica del concepto de energía que quedó establecida alrededor del año 1850. Simultáneamente, surgieron una serie de preocupaciones de carácter filosófico sobre el significado de las nuevas nociones, que marcaron el talante intelectual de los científicos del siglo XIX y contribuyeron a pensar de maneras diversas el Universo y su destino y la posición del hombre en el mismo.
Por otro lado, hablar del siglo XIX es hablar de una mundialización de la industria, de los transportes, de las comunicaciones, de elementos fundamentales de urbanización como la iluminación, y de innovaciones como la fotografía y otras formas de entretenimiento que hicieron patente la fuerte presencia de los procesos científico-tecnológicos en las sociedades occidentales de esa época (Rojas 129).1 En buena medida, es a través de sus manifestaciones prácticas, y más particularmente, de su contribución en la productividad económica, que la física trató de legitimarse, de ganar credibilidad y encontrar así su lugar en la sociedad, y es en este sentido donde el reconocimiento de la energía como unidad de la naturaleza y como fuente de acción motriz que puede ser utilizada a voluntad por el hombre jugó un papel fundamental en la consolidación de dicha ciencia.
En el presente ensayo queremos ofrecer una perspectiva histórica de la ciencia de la energía del siglo XIX y una visión particular de sus significados culturales. Nuestra propuesta explicativa busca articular la interpretación física de la realidad, la praxis industrial y económica y los cuestionamientos de carácter filosófico sobre el hombre y su destino, que fueron surgiendo en dicha época. Con tal fin partimos del reconocimiento de que la física del siglo XIX se manifiesta de manera poderosa, según hemos querido destacar ya en esta introducción, tanto en sus aspectos de aventura intelectual como de fuerza civilizadora y transformadora, a través de diversas vías: en primera instancia, generando ideas y conceptos que revelarían de manera penetrante las fuerzas misteriosas que gobiernan el Universo; por otro lado, proporcionando las herramientas teóricas para explotar dichas fuerzas en forma de energía aprovechable que pudiera transformarse en trabajo útil que impulsara las economías en crecimiento; por último, siendo cuna de un conjunto de inquietudes de carácter trascendental.
A finales del siglo XVIII la triunfante mecánica Newtoniana mostraba toda su capacidad de la mano de científicos como el francés Pierre Simon Laplace (1749-1827) quien contribuyó a mostrar todas las potencialidades de la visión determinista de la naturaleza. Esta forma de filosofía de la naturaleza sugería que con el conocimiento de las leyes que rigen el universo y de las condiciones de movimiento del mismo en un momento dado, sería posible predecir cualquier estado futuro, al menos en principio. Pero en Alemania, bajo el influjo de una tradición filosófica de carácter vitalista, surgió una reacción hacia lo que algunos pensadores consideraban excesos de la racionalidad científica imperante. Como parte del movimiento romántico que impregnó las diferentes manifestaciones culturales y artísticas oponiéndose al academicismo y al restringido seguimiento de reglas, surge la Naturphilosophie. El espíritu de esta corriente de la tradición filosófica alemana, se puede resumir por su insistencia en que “el todo” es más grande que “la suma de sus partes” y que su esencia no puede ser explicada racionalmente sino que se debe llegar a ella por la intuición. Pensadores como el poeta Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) y el filósofo Friedrich Schelling (1775-1854) guiaron a toda una generación en la idea de que la filosofía natural Newtoniana, tendiente a descomponer los fenómenos en partes, para su análisis ulterior, resultaba estéril y vacía. No podían entender que la diversidad y variedad de fenómenos, desde la multiplicidad de las manifestaciones del calor —como fuerza que determina el clima, los terremotos, las erupciones volcánicas—, las diferentes expresiones de la luz —como el arcoíris y sus colores—2 hasta los fenómenos de la vida, pudieran reducirse a una explicación mecánica, fundada en el movimiento de objetos materiales inertes. Para ellos el mundo revelaba un carácter más orgánico, de totalidad. Su objetivo era ir más allá de los fenómenos mismos, encaminarse hacia el sustrato de todo cuanto existe y encontrar la unidad fundamental de la naturaleza, entendiendo entonces los diversos fenómenos como meras manifestaciones de un poder único que debía subyacer como una causa primordial que abarca toda la existencia. En la base de su pensamiento y de su filosofía natural existía un cierto alejamiento de la ciencia experimental y se animaban sobre todo de un espíritu especulativo y en cierto grado místico sobre la naturaleza. Más entrado el siglo XIX, Alemania fue testigo de un regreso al materialismo y al racionalismo y a una tendencia a tratar de entender el cosmos como una máquina, pero el movimiento romántico, a pesar de sus excesos imaginativos y su obsesión con la unidad de la naturaleza había ya dejado su huella para la construcción de una nueva visión de la naturaleza como un todo unificado.3
Mientras en Alemania surgía esta visión romántica de la naturaleza, en Francia, en Inglaterra y en otras partes de Europa, se profesaba más el ideal mecanicista dominante proveniente de los trabajos de Newton y Descartes, quienes con todas sus diferencias habían heredado a las generaciones posteriores una visión materialista de objetos en movimiento como constituyente primario de la realidad. Sin embargo, a finales del siglo XVIII y principios del XIX era también muy común la explicación de fenómenos en términos de fluidos imponderables como sustancias diferentes a la materia ordinaria. La electricidad, el magnetismo, el calor, la vida misma se manifestaba por medio de la transferencia de dichos fluidos. Las relaciones y conexiones que se habían venido investigando manifestaban la existencia de una suerte de “capacidades” naturales que eran inter-convertibles y que por lo tanto debían tener un estrato común. Se trata de un periodo en el que prevalece una confusión terminológica que emerge de los diferentes matices y diferencias sutiles en las explicaciones que los filósofos naturales ofrecían: William Robert Grove (1811-1896) hacía referencia a una “correlación” de las diferentes fuerzas físicas,4 Michael Faraday (1791-1867) hablaba de la conversión mutua de fuerzas, James Prescott Joule (1818-1889) argumentaba que la “fuerza” se conservaba al transformarse de una forma a otra, etc. En todo caso, lo que sí podemos encontrar es una tendencia común a la experimentación para desvelar los secretos de la naturaleza y ponerlos al servicio de la humanidad. Para algunos, desde luego, esta posibilidad de transformación de las fuerzas significaba también la posibilidad de nuevas fuentes para la producción de movimiento y trabajo útil, adicionalmente a las tradicionales del calor, el viento, el agua y la fuerza humana o animal.
La naturaleza se mostraba portadora de fuerzas o capacidades que podrían ser usadas para el beneficio de la humanidad. De esta manera la física mostraba un rostro con el cual podía encontrar un nicho para su desarrollo y ser más ampliamente aceptada y reconocida por la sociedad. La fascinación pública que los descubrimientos científicos podían generar, pero también el reconocimiento de los riesgos o peligros de los nuevos descubrimientos, se hicieron manifiestos de manera muy temprana en el arte y la literatura. Basta recordar el Frankenstein escrito por Mary Shelley en 1818, como expresión de las creencias científicas de la época, con la creación de un monstruo y la generación de vida a partir de las fuerzas de la naturaleza manipuladas a voluntad por el ser humano.5 Esta resonancia del mundo científico y tecnológico en la percepción pública se manifestó más tarde también a través de las conferencias públicas que algunos científicos como Grove y Faraday ofrecían al público en general. En ellas la audiencia podía ser testigo de demostraciones espectaculares de la transformación de fuerzas naturales y apreciar la utilidad de las mismas. De esta manera los físicos ganaban prestigio mostrándose como artífices eficaces en la tarea de obtener el control sobre la naturaleza.
Los ejemplos de inter-convertibilidad de fuerzas abarcan un amplio espectro de fenómenos. Quizás el caso más espectacular, si consideramos lo poco que se sabía del tema a principios del siglo XIX y el dominio humano del mismo a finales de la centuria, es el relativo al fenómeno electromagnético. El siglo se inaugura precisamente con la novedad de la pila voltaica, dispositivo así llamado en honor del italiano Alessandro Volta (1745-1827), que por primera vez permitía la generación continua de un fluido eléctrico. Aunque el propio Volta no consideró a la pila como un dispositivo de conversión, otros sí lo hicieron, como por ejemplo Humphry Davy (1778-1829) quien explicaba que la electricidad era producida por afinidad química.6 Antes del mencionado invento, Luigi Galvani (1737-1798) había desarrollado ya sus ideas en las que equiparaba la electricidad con la fuerza vital del cuerpo humano o animal, conectando así los fenómenos eléctricos con los fenómenos de la vida. Por otro lado, el danés Hans Christian Ørsted (1777-1851), quien estaba muy influido por la corriente de pensamiento romántico y la Naturphilosophie, encontró por primera vez la conexión entre los fenómenos eléctricos y magnéticos en 1820 al observar en un experimento que una corriente eléctrica producía la deflexión de una aguja magnética suspendida, confirmando más tarde el carácter circular de la fuerza que era producida por la corriente. Posteriormente Faraday logró la acción contraria produciendo efectos eléctricos a partir del magnetismo, fundamento del futuro generador eléctrico. Oersted sugirió que también el calor y la luz podían tener un origen eléctrico y Faraday experimentó buscando una conexión con la gravedad (que no encontró). Por otro lado, Thomas Johann Seebeck (1770-1831) halló la forma de producir electricidad a través del calor combinando metales diferentes, lo que más tarde se llamaría efecto termoeléctrico. Un ejemplo más es aquel que se refiere al efecto que produce la luz sobre ciertos compuestos químicos, asunto que venía siendo investigado desde principios del siglo XIX, y que es un fenómeno que se manifiesta de manera impactante en su aplicación a la fotografía al lograrse que luz incidente sobre superficies especialmente tratadas con ciertas sustancias químicas, pudiera producir imágenes de objetos reales. En fin, que para todos aquellos que buscaban unidad en la naturaleza, resultaba claro que poco a poco se iban desvelando las múltiples relaciones entre los fenómenos de la naturaleza, desde el calor y la electricidad y el magnetismo, hasta la vida misma, pasando por la luz, la afinidad química, etc.
Desde luego que la relación más importante por los servicios que ya prestaba a la naciente sociedad industrial es la existente entre el calor y el movimiento o trabajo útil que se da a través de un artefacto que se empezó a utilizar desde finales del siglo XVII para accionar bombas para la extracción de agua de las minas y que se fue mejorando a lo largo del XVIII y ampliando sus campos de acción incluyendo el transporte marítimo y terrestre. Nos referimos, por supuesto, a la máquina de vapor, ejemplo paradigmático de un dispositivo que convierte un tipo de fuerza (calor) en otra (movimiento). Las mejoras que ingenieros como Thomas Newcomen (1663-1729) y James Watt (1736-1819) habían introducido en la máquina de vapor se habían dado de manera fundamentalmente empírica, muy al margen de los desarrollos científicos. En 1824, un ingeniero francés, Sadi Carnot, quien se encontraba al tanto del atraso de su país en el desarrollo y uso de máquinas eficientes para la producción de trabajo útil se propuso encontrar los principios que regían su funcionamiento y cuya aplicación permitiera diseñar máquinas más eficientes. Su análisis se basó en la teoría en boga del calórico, fluido imponderable que de manera natural se dirigía siempre de los cuerpos calientes a los cuerpos fríos tendiendo al equilibrio (igualación de temperaturas). Lo que hacía la máquina, era producir una diferencia de temperatura que obligaba a que el calórico fluyera, y era este movimiento del calórico —no el consumo del mismo pues se trataba de una sustancia indestructible— lo que producía el trabajo mecánico. Esta explicación se basaba en una analogía: así como en un molino hidráulico, el agua hacía trabajo al caer de una altura a otra, en la máquina de vapor, el calórico hacía trabajo al pasar (“caer”) de un cuerpo caliente a otro frío. Esta explicación, en la que no había propiamente una conversión de una fuerza o capacidad a otra, produjo confusión al momento de interpretar el trabajo de otros investigadores como James Joule (1818-1889) y Rudolf Clausius (1822-1888), como veremos más adelante. Aunque la teoría del calórico era muy aceptada a principios del siglo XIX, también tenía sus oponentes. Entre ellos se encontraba el americano emigrado Benjamin Thompson, Conde de Rumford (1753-1814) quien fue de los primeros en optar por una teoría dinámica del calor que entendía a este fenómeno como una forma de movimiento de la materia. Thompson había observado en una fábrica de cañones de Bavaria que la perforación de los mismos producía calor por fricción y que la cantidad de calor que se podía generar de esa forma era ilimitado, lo cual no podía explicarse en términos de un fluido o sustancia, por lo que sostenía que el calor era más bien el resultado de partículas en movimiento. Dicha tesis sería posteriormente trabajada de manera cuantitativa y experimental por James Joule quien llegó a establecer un equivalente mecánico del calor (Mataix 211-212).
Ya Laplace había denunciado la disyunción entre la mecánica basada en los principios Newtonianos, que se encontraba plenamente consolidada a finales del siglo XVIII, y los demás fenómenos de la naturaleza, incluidos el calor, el magnetismo, la electricidad, etc. Laplace, como cabeza visible de la ciencia francesa, fue construyendo un programa de investigación tendiente a incorporar todos esos fenómenos a la corriente mecánica dominante. La forma en que se manifestaron estos esfuerzos en el siglo XIX fue por medio de la teoría del éter como sustancia universal que llenaba todo el espacio y que tenía la función de proveer un medio para la transmisión mecánica de las fuerzas eléctricas, calóricas y lumínicas. De esta manera “la afirmación convencional de la identidad fundamental del calor, la luz y la electricidad fue vista en un nuevo contexto, el de la dinámica del éter, cuyos movimientos eran responsables de la transmisión de estos fenómenos” (Harman 52).
Como podemos observar en la reseña anterior, durante la primera mitad del siglo XIX había una conciencia clara de la existencia de interrelaciones entre diferentes expresiones de la naturaleza y un interés común por revelar la unidad subyacente. Sin embargo, esta inter-convertibilidad de fuerzas suponía una transformación, pero ¿de qué tipo?, ¿una fuerza, por ejemplo, eléctrica, se consumía para que otra, por ejemplo luz, emergiera, o eran expresiones de una misma cosa, o simplemente estaban correlacionadas según lo explicaba Grove? Las respuestas que diferentes investigadores daban a este tipo de preguntas era diversa y necesariamente tenía que ir más allá de la práctica experimental y asumir ciertas posturas de carácter metafísico, filosófico o hasta teológico (Bowler y Morus 86). Pero en un terreno más pragmático, lo que sí podemos afirmar es que el interés por las máquinas y por los procesos de conversión fueron aspectos de una misma preocupación, la de producir trabajo mecánico a partir de fuentes naturales de la manera más eficiente posible. De hecho se puede afirmar que
nuevas tecnología como las baterías, las máquinas electromagnéticas, los pares termoeléctricos e incluso las cámaras podrían ser convenientemente ubicadas como parte de historias económicas que apuntaron hacia máquinas diseñadas para maximizar la producción eficiente de potencia a partir de recursos naturales como la fuente de riqueza y de progreso económico y social. Proveyeron nuevas formas de forjar vínculos entre el progreso de la economía natural y la economía política. (Morus 70-71)
Al final se requería refinar el lenguaje y los conceptos. A mediados del siglo XIX surgiría el concepto de energía, que sustituiría al de fuerza, como concepto clave de las nuevas ciencias que además se ligaría de una manera crucial al ámbito de la economía y la política, convirtiendo al mundo en un lugar donde la posesión de recursos energéticos sería sinónimo de poder y sobrevivencia.
Aunque la preocupación desmedida por la energía es una característica central de nuestros tiempos, también ha estado presente aunque de manera más borrosa a lo largo de toda la historia de la humanidad. El uso del fuego fue el inicio de una búsqueda continua por fuentes de energía para la satisfacción de las necesidades humanas, pasando después por el uso de la fuerza animal, la fuerza del viento, la del agua y la generación de calor a partir de la madera, y el carbón, siendo este último la fuente primaria en la operación de las máquinas de vapor. La proliferación de las máquinas en el siglo XVIII dio por resultado un nuevo orden social, donde tanto el trabajo humano como el de las propias máquinas, prevaleciendo ahora éste, demandaban nuevas aproximaciones teóricas, tanto en el campo económico-social como en el científico-tecnológico.7 La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, publicada en 1776 buscó una manera de entender estas transformaciones, sobre todo en lo relativo al nuevo papel que empezaban a jugar las máquinas en los procesos de producción (Morus 124). Hermann von Helmholtz (1821-1894) comparaba hombres y máquinas en términos de las fuentes a partir de las cuáles producían trabajo, análisis que lo llevaba a establecer un principio de conservación de la fuerza:
La idea de trabajo se transfiere evidentemente a las máquinas al comparar su desempeño con el de hombres y animales, al aplicarlas para su reemplazo . . . No podemos crear fuerza mecánica, pero nos podemos proveer del depósito general de la Naturaleza. El aguay el viento, que alimentan nuestros molinos, los bosques y los yacimientos de carbón, que alimentan nuestras máquinas de vapor y calientan nuestras casas, son para nosotros los portadores de una pequeña porción del gran recurso natural que extraemos para nuestros propósitos. (On the Interaction of the Natural Forces 20 y 29)
La naturaleza se veía como la gran proveedora de un recurso prácticamente infinito que podía producir, a través de diferentes mecanismos, incluyendo el cuerpo humano, trabajo útil. Sin embargo, hacia 1830 no había una definición precisa de la clase de equivalencia cuantitativa entre las diferentes formas de manifestación de ese poder primordial. La referencia a las capacidades de los agentes naturales o a las fuerzas de la naturaleza era muy imprecisa. Esta ambigüedad, según lo mostraba Faraday, quedaba al descubierto en el concepto Newtoniano de fuerzas gravitacionales como fenómeno de acción a distancia que implicaba la creación y aniquilación de las fuerzas conforme dos cuerpos se acercan o se alejan (Harman 80).8 Pero entonces ¿qué es lo que se conservaba en los procesos naturales?
El antecedente cuantitativo más claro lo encontramos en Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), es decir desde el siglo XVII, en el campo de la mecánica, con el principio de conservación de la vis viva (fuerza viva).9 El principio se refería a la conservación, en ciertos sistemas, de la cantidad mv2 (masa por la velocidad al cuadrado) de los cuerpos, misma que, en todo caso, se redistribuía entre ellos al colisionar unos con otros. La inter-convertibilidad entre energía mecánica y calor era asunto aparte, y de hecho, hasta que no sólo el calor se sometió al marco de los principios mecánicos, sino también la luz, la electricidad y el magnetismo, fue posible entonces realzar la unidad de la física. La convergencia hacia la ley de la conservación de la energía fue, de hecho, producto de una compleja interacción de ideas y especulaciones alrededor del año 1840, que algunos investigadores vieron como resultado de un trabajo paciente y de complejas mediciones cuantitativas, mientras que para otros era axioma al que se llegaba por inducción directa con la simple observación cualitativa de los fenómenos. Más de una decena de científicos tuvieron alguna contribución importante en el reconocimiento de que la energía se conserva en todas sus manifestaciones y seguramente todos tenían diferencias al interpretar la naturaleza de los diferentes fenómenos estudiados y respecto al significado de la energía y su conservación.
Tenemos por ejemplo a Julius Robert von Mayer (1814-1878), médico alemán influenciado por las ideas románticas de la Naturphilosophie, y por lo tanto con predisposición al pensamiento metafísico, quien fue uno de los investigadores que se adhirió a la idea de la conservación de la energía por razones no del todo asociadas a la prueba matemática o empírica.10 Durante una expedición a las Indias orientales en 1849, en la que fungía como médico de la tripulación, pudo notar el color inusualmente rojo de las venas de sus pacientes, lo que implicaba una conexión entre el calor de los trópicos y la oxigenación de la sangre. De estas observaciones surgió su interés por la relación entre el calor y las funciones del cuerpo humano. En el transcurso de sus especulaciones llegó a la conclusión de que los fundamentos de la fisiología podían encontrarse en el principio de conservación de las fuerzas. Para Mayer, una fuerza primordial del universo se había venido dividiendo a lo largo de toda su existencia. La fuerza del Sol, por ejemplo, se bifurcaba en dos fuerzas, una de carácter luminoso y otra de carácter térmico, las cuales a su vez eran transformadas por las plantas en una fuerza química. Los animales, a su vez, al alimentarse de plantas reconvertían esa fuerza en otras para mantener sus funciones vitales. Todas esas fuerzas eran equivalentes a la fuerza originaria primordial del universo. Lo que veía Mayer era en realidad una generalización de otros principios de conservación, como el introducido por Lavoisier en relación a la permanencia de la materia antes (causas) y después (efectos) de las reacciones químicas. De la misma manera se manifestaría la indestructibilidad de las fuerzas naturales tales como el movimiento, el calor y la electricidad, como entidades no materiales, pero igualmente reales que pueden aparecer como causas o como efectos en un proceso físico (Harman 83). En retrospectiva, y dada la formulación final matemática y precisa del principio de conservación de la energía, las ideas de Mayer fueron objeto de escarnio por su contenido oscuro y especulativo.
Un elemento crucial en el establecimiento del principio de conservación de energía es, por supuesto, la determinación del equivalente mecánico del calor por James Joule. Menos especulativo que Mayer, el británico Joules se encontró primeramente preocupado por asuntos más mundanos y específicos que por la búsqueda de grandes principios universales. Interesado en el diseño y construcción de máquinas electromagnéticas buscaba conocer la eficiencia de las mismas de manera similar a como se hacía con las máquinas de vapor, es decir, determinando cuanto combustible se consumía para producir cierta cantidad de trabajo (por ejemplo, cuanto peso podía levantar la máquina a cierta velocidad). Este trabajo lo llevó posteriormente a consideraciones más generales sobre la relación entre el calor y el trabajo. En 1845, Joule calculó el equivalente mecánico del calor, como él mismo lo llamó, con su famoso experimento con ruedas de palas. En dicho experimento, Joule utilizó una rueda de palas que encerró en un contenedor de agua. Por medio de una serie de cables y de poleas conectó a la rueda un objeto pesado, de manera que al caer éste, hacía girar la rueda de palas, que a su vez, por fricción, producía un calentamiento del agua. La interpretación de Joule fue en el sentido de que el trabajo mecánico asociado con el movimiento del objeto se transformaba en calor en el agua. Las mediciones de Joule indicaban que la energía mecánica liberada era proporcional al incremento de temperatura del agua. Para ser precisos, la cantidad de calor necesario para que la temperatura de una libra de agua aumentara un grado Fahrenheit, requería de un gasto de trabajo mecánico equivalente a la caída de 772 libras desde una altura de un pie. Joule generalizó los resultados de sus experimentos bajo la idea de que cualquier pérdida de vis viva (fuerza viva) era simplemente el resultado de la conversión de un tipo de fuerza a otra, idea que resumió en una conferencia dictada en 1847: “En dondequiera que aparentemente se destruya fuerza viva, ya sea por percusión, fricción u otro medio similar, se produce un equivalente exacto de calor. Lo contrario a esta proposición es también cierto, es decir, que el calor no se puede aminorar o absorber sin la producción de fuerza viva o su equivalente atracción espacial” (citado en Purrington 109).
Complementariamente al trabajo de Joule, encontramos la labor del científico germano Hermann von Hemlholtz, quien sólo unos meses después de la conferencia citada de Joule, escribió un artículo extenso titulado Über die Erhaltung der Kraft (Sobre la conservación de la fuerza), que de manera contundente desarrollaba de manera completa dicha doctrina con los siguientes apartados: 1) la conservación de la vis viva, 2) la conservación de la fuerza, 3) aplicación a la mecánica, 4) la fuerza equivalente del calor, 5) la fuerza equivalente de los procesos eléctricos, y 6) la fuerza equivalente del electromagnetismo. Helmholtz, quien de hecho empezó su carrera como fisiólogo, se interesó en mostrar que dicha ciencia se podía estudiar a partir de principios mecánicos y materialistas y que por lo tanto también los cuerpos orgánicos obedecían la conservación de fuerza como cualquier otro proceso natural. La integración conceptual de Helmholtz, a la par de las pruebas empíricas de Joule, jugaron un papel fundamental para la aceptación por parte de la comunidad científica del principio general de la conservación de la energía.
Sin embargo fue William Thomson, lord Kelvin (1824-1907) quien usó por primera vez el término “energía” como un concepto físico general y fundamental, y fue William Rankine (1820-1872) quien por primera vez utilizó la expresión “conservación de la energía”. Aunque muchos seguían usando la expresión “conservación de la fuerza” para referirse a la permanencia de la capacidad de los agentes naturales durante sus transformaciones, el hablar de energía permitió dar una descripción precisa de las cantidades conservadas y evitar confusiones lingüísticas y otras ambigüedades. Harman nos destaca de manera muy clara lo que ya en la década de 1850’s enseñaba Thomson y que resulta muy familiar, por ejemplo, para cualquier estudiante actual de un curso de física clásica:
Thomson sugería que la energía podía ser dividida en dos clases, que él denominaba “estática” y “dinámica”. Los pesos levantados a una altura, un cuerpo electrizado, una cantidad de combustible: todo ello contenía reservas de energía “estática”. Las acumulaciones de materia en movimiento, un volumen de espacio a través del cual pasan ondulaciones de luz o de calor radiante, y un cuerpo cuyas partículas tienen movimientos térmicos contenían reservas de energía “dinámica”. Los fenómenos eléctricos, ópticos y térmicos estaban todos enlazados por el concepto de energía, con la consecuencia de que todas las formas de energía eran formas de la “energía mecánica” y de que todos los fenómenos de la naturaleza, no tan sólo aquellos encuadrados en el marco tradicional de los problemas mecánicos, podían ser sujetos a una teoría de explicación mecánica basada en la energía. (77-78)
La energía total se conservaba. Posteriormente Rankine realizó un cambio de terminología, sustituyendo las palabras “estática” y “dinámica” por “potencial” y “actual” respectivamente, aceptándose finalmente para esta última el término “cinética”, de manera que la ley de conservación de la energía se reducía a expresar que la suma de las energías potencial y cinética en el universo era una constante. No faltaron los oponentes a esta visión de una nueva física basada en el concepto de energía. John Herschel (1792-1871), por ejemplo, argumentaba que la energía no existía realmente, que era una mera ficción matemática que privaba a la filosofía natural de significado físico. Pero para científicos como Rankine se podía construir una “ciencia de la energía”, basada en una entidad matemática precisa que no tenía el problema de tener que plantear hipótesis en torno a la naturaleza de la materia y por lo tanto sería más objetiva y productiva en términos científicos. Además, dicha ciencia podría mostrar de manera más contundente la utilidad de la filosofía natural, proveyendo de las herramientas para construir máquinas más eficientes, capturando así el espíritu de un nuevo contexto social y económico dirigido hacia la maximización de la eficiencia.
Ya nos hemos referido anteriormente a los fenómenos eléctricos y magnéticos. A lo largo del siglo XIX, empezando con las contribuciones de Oersted y de Faraday, se había venido construyendo la ciencia del electromagnetismo. Faraday desarrolló los conceptos de campo y de líneas de fuerzas como entidades con realidad física tan cierta como la de la materia misma. Más adelante James Clerk Maxwell (1831-1879), físico escocés, aplicó la formalidad matemática para la descripción del fenómeno electromagnético. Al principio, su trabajo se sustentó en la hipótesis del éter como medio mecánico en el que se almacenaba, y por medio del cual se transfería, la energía electromagnética, y sugirió que la luz era una de las manifestaciones de dicho fenómeno. La nueva física de la energía, reducida a explicación mecánica del comportamiento del éter, fungió como liga entre el análisis físico matemático y la cultura industrial (Morus 85). Los nuevos dispositivos asociados a la conversión de energía electromecánica, como la dínamo de Faraday, y los nuevos instrumentos de comunicación, como la telegrafía y el cable submarino, fueron forjando una industria eléctrica de la mano de físicos, tecnólogos, y emprendedores,11 que tendría profundas consecuencias sociales.
Para acallar las voces de los detractores que consideraban a la energía como un concepto meramente matemático y abstracto, que desviaba la atención de una verdadera interpretación física del mundo, William Thomson se propuso, junto con Peter Guthrie Tait (1831-1901), escribir un tratado cuyo objetivo fuera presentar, de la mejor manera posible, la realidad operativa de la energía. El Treatise on Natural Philosophie, escrito entre 1862 y 1867, presentaba el principio de conservación de energía como un descubrimiento basado fuertemente en evidencia experimental, demarcándolo de cualquier asociación con ideas especulativas o metafísicas, pero sobre todo, mostrando su generalidad y su aplicación en un amplio espectro que abarcaba toda la filosofía natural desde los fenómenos celestes hasta los mecanismos de la vida misma. Sin embargo, aunque el tratado exhibía una filosofía mecánica de la naturaleza, lo hacía mostrando que la energía de un sistema material podía ser especificada sin hacer referencia a mecanismos concretos (del éter en particular) que determinaran la disposición del mismo, sino usando como alternativa la dinámica analítica de Lagrange como entramado matemático en el que se integraba la noción de la conservación de la energía. De esta manera se presentaba un panorama de la realidad física cuyos constituyentes fundamentales eran la materia y la energía (Harman 90-92). El Treatise, de Thomson y Tait se convirtió en el principal medio de difusión de la nueva doctrina de la energía que la presentaba como el fundamento de una nueva metodología para abordar el estudio de los fenómenos físicos.
La ciencia de la energía se posicionó como “el lenguaje y el punto de vista de todos los físicos” (Cahan, The Awarding of the Copley Medal 126) y el principio de conservación de la energía, que puede considerarse fundamentalmente como una creación Anglo-Germana (Cahan, Helmholtz and the British Scientific Elite 56), se convirtió en la segunda mitad del siglo XIX en una herramienta de análisis fundamental para entender la naturaleza. Le imprimió a la física un nuevo poder intelectual, pero también práctico, otorgándole un nuevo status con el cual jugaría un papel importante en la industria y en la sociedad en general, en la cual se empezaba a gestar una cultura pragmática que estaría presta a apreciar una nueva ciencia que a su vez valorara el trabajo, la eficiencia y la disminución del desperdicio.
A mediados del siglo XIX la naturaleza ya se visualizaba claramente como una gran reserva de energía que podía ser utilizada por el hombre para su beneficio. La idea de la energía como unidad subyacente en la naturaleza fue intuida por los poetas románticos y posteriormente desplegada y caracterizada cuantitativamente por la racionalidad científica. Por otro lado, la cultura industrial y la cultura científica parecían converger como empresas sociales ambas, bajo la consigna de la transformación de las fuerzas naturales con el fin de extraer el poder que ahí se escondía y manifestarlo de diversas formas, especialmente en su conversión en movimiento y trabajo útil. La nueva física nos hablaba de una economía de la naturaleza, la cual poseía riquezas que podían producir trabajo útil a través de máquinas que explotaran dichos recursos. La Revolución Industrial había forjado una nueva cultura del trabajo, que pugnaba por la eficiencia en los procesos de producción de bienes, y ahora, gracias al trabajo científico, la misma idea se podía transferir tanto a las operaciones de la naturaleza como a las de las máquinas. Se trataba de una cultura de la eficiencia que pedía la optimización de las maquinas pero que también lo exigía de los hombres. El deber de explotar al máximo sus capacidades apareció como imperativo ético que despreciaba el ocio y repudiaba el reposo o la pasividad. Pero cabe preguntarse por qué preocuparse de la eficiencia si según el principio de conservación de energía, ésta no se destruye. En efecto así es, pero faltaba dilucidar que no todas las formas de energía son iguales. Una de sus formas en particular, el calor, era cosa aparte. Y es que la energía convertida en calor distribuido, homogéneo, era energía degradada, energía desperdiciada e irrecuperable. Si bien la energía total del universo era constante, no ocurría lo mismo con la energía disponible o útil, la cual tendía a decrecer. Las leyes naturales que regían este comportamiento serian desveladas por la termodinámica moderna fundada por científicos como William Thomson y Rudolf Clausius.
Ya nos habíamos referido anteriormente al trabajo de Sadi Carnot en 1824. En su trabajo titulado Reflexiones sobre la potencia motriz del fuego y sobre las máquinas adecuadas para desarrollar esta potencia,12 Carnot enunció que siempre que un sistema termodinámico hace un trabajo en un proceso cíclico, debe fluir calor desde un depósito más caliente hacia uno más frío, es decir, que se requiere de una diferencia de temperaturas para hacer trabajo, lo cual constituía ya una forma, aunque incompleta, de lo que más tarde iba a constituir una ley tan general como la de la conservación de la energía y que ahora identificamos como segunda ley de la termodinámica. Aparentemente, en el momento de escribir sus Reflexiones, Carnot creía, aunque luego cambió de opinión, en la conservación del calor por sí mismo. Pero para 1830, la teoría del calórico como sustancia indestructible ya era insostenible y la teoría dinámica del calor, que interpreta al mismo como una forma de energía mecánica, de energía de movimiento, iba ganando adeptos. Esta última teoría, sin embargo, requería de asumir una cierta hipótesis, no sólo sobre el calor, sino sobre la constitución de la materia. Algunos científicos, de corte más positivista, preferían no hacer hipótesis que no tuvieran un correlato empírico. Joseph Fourier (1768-1830) era uno de esos científicos. Él creía que era posible progresar mucho en la ciencia del calor sin necesidad de postular la existencia de átomos o fluidos imponderables, valiéndose solamente de una descripción analítica, que a su vez pudiera servir como modelo para la descripción de otros tipos de fenómenos.13 Así lo hizo en su obra de 1822 titulada Théorie Analytique de la Chaleur, de carácter fuertemente matemático, que se ocupó primordialmente de los fenómenos de conducción térmica y no de los efectos mecánicos del calor. La obra de Fourier constituyó una contribución fundamental a la creación de una física unificada fundada en principios matemáticos.
Nos encontramos entonces con que se habían probado diferentes aproximaciones al fenómeno del calor. No obstante, a mediados del siglo la hipótesis del calórico que había usado Carnot en sus teorías ya había sido desechada, y la comunidad científica, al abrazar una visión mecánica de la naturaleza, veía en el calor también una forma de energía de movimiento, pero en este caso era el movimiento de las también hipotéticas partículas microscópicas de que estaba hecha la materia. Ya hemos explicado la posición de científicos como Benjamín Thompson sobre la así llamada teoría dinámica del calor. Sin embargo, la visión mecánica de la naturaleza encierra una contradicción. Las leyes de la mecánica no prohíben que los procesos que vemos ocurrir en la naturaleza en una dirección, pudieran ocurrir en el sentido inverso. Nada en dichas leyes impide que, así como vemos un vaso de vidrio quebrarse en pedazos al caer al suelo, dichos pedazos pudieran reunirse de nuevo espontáneamente y reconstituir el vaso, como se vería en una película haciéndola correr hacia atrás. Pero la realidad no es así. El mundo está lleno de procesos que, de manera natural, ocurren en un solo sentido, y esos procesos, de una forma u otra, tienen que ver con el calor, siendo los más evidentes el flujo del mismo de lo caliente a lo frío y la fricción que transforma movimiento en calor, pero nunca al contrario. La maquina de vapor era, por supuesto un proceso antinatural, que sí convertía calor en movimiento, para lo cual se requería no sólo la presencia de dicho calor, sino que éste fluyera de un compartimiento caliente a uno frío. La máquina perfecta vislumbrada por Carnot en sus Reflexiones, era una máquina ideal que podía reciclar el trabajo producido y convertirlo enteramente a calor de nuevo, como proceso reversible que cerraba un ciclo. Era una máquina de movimiento perpetuo que no existía en la realidad, pues cualquier máquina verdadera tenía pérdidas, desperdicio, energía irrecuperable. Precisamente esta característica inevitable de la realidad aparecía como la antitesis de la eficiencia y la optimización de los recursos buscados en las nuevas sociedades industriales y pragmáticas que se desenvolvían en el periodo decimonónico.
En 1847, en una reunión de la Asociación Británica, William Thomson, quien se convertiría en lord Kelvin, una de las máximas autoridad científicas del último tercio del siglo XIX, escuchó la lectura de un artículo de James Joule en relación a la conservación de las fuerzas y a la determinación del equivalente mecánico del calor. La presentación de Joule captó vigorosamente la atención de Thomson quien dio cuenta de que las ideas ahí presentadas contradecían la teoría de las máquinas de calor de Carnot. De acuerdo con Joule el movimiento puede convertirse en calor de acuerdo con una equivalencia cuantitativa muy clara y por consiguiente, lo contrario, la conversión de calor en movimiento, también es posible. Pero según la teoría de Carnot, durante la generación de trabajo mecánico en una maquina de vapor, el calor no se consumía. Este fue el inicio de un proceso en el que Thomson desarrollaría sus investigaciones en torno al comportamiento del calor, durante el cual tuvo que abandonar su convicción original, que coincidía con la de Carnot, de que el calor no se transformaba en trabajo mecánico. Para ello, debió aceptar, siguiendo a Clausius, de quien hablaremos en el siguiente párrafo, que no había necesariamente una contradicción entre las ideas de Joule y Carnot.14 En el periodo que va de 1851 a 1853, Thomson escribió una serie de artículos titulados On the Dynamical Theory of Heat en los que establecería los principios de la nueva ciencia de la termodinámica. En su trabajo, Thomson aceptaba plenamente la afirmación de Joule de la mutua convertibilidad entre el calor y el trabajo. Concluyó además que en cualquier proceso de transferencia de calor que no cumpliera con el criterio de reversibilidad de Carnot, o sea, en cualquier máquina real, existiría un gasto de energía que ya no podía ser utilizada de nuevo. Thomson destacó la existencia de procesos irreversibles en los que el calor se transformaba y disipaba. La energía no se destruía, pero sí se podía disipar, haciéndola inservible para la producción de trabajo mecánico.
En tierras germanas se fue gestando una manera diferente, más materialista y racionalista de hacer física, deslindándose del pensamiento especulativo y de ideas románticas de los filósofos de la naturaleza alemana de principios del siglo. Un claro exponente de tal cambio lo encontramos en Rudolf Clauisus, quien, al igual que Thomson, incorporó las ideas de Joule a la teoría de las máquinas de vapor. Clausius conocía también el trabajo de Mayer, con quien estaba de acuerdo en los principios generales, pero incorporó en ellos la base experimental y cuantitativa de Joule. Para Clausius, calor y trabajo eran sólo formas diferentes de energía. Por lo mismo, en una máquina térmica, al realizarse trabajo mecánico se perdía una parte del calor. Aceptaba las teorías de Carnot que explicaban que para generar trabajo el calor debía fluir de una temperatura alta a una más baja, pero desechó la idea de que el calor se conservaba, con lo cual se evitaba la contradicción con los trabajos de Joule. Sin embargo, mientras que la cantidad de calor decrecía al convertirse en trabajo en una máquina de vapor, Clausius observó que había otra cantidad que aparentemente sí se conservaba en el ciclo de operación ideal descrito por Carnot. Se trataba de lo que al principio bautizó como “valor de equivalencia” de una transformación, con el que comparaba la transformación de trabajo en calor con la transmisión de calor de una temperatura dada a otra menor y que se definía como el cociente de la cantidad de calor producido dividido por la temperatura absoluta a la que ocurría la transformación. En un proceso reversible, la suma total de los valores de equivalencia se cancelaba, pero en procesos irreversibles siempre era positiva. En 1865 rebautizó el concepto dándole el nombre de entropía. Dicha cantidad siempre aumenta, lo que representa la disipación de la energía. Para Clausius, los conceptos de energía y entropía tenían una significación análoga y las leyes de la termodinámica fundamentales podían expresarse diciendo que la energía del universo es constante y la entropía del universo tiende a un máximo (Harman 84-85).
La segunda ley de la termodinámica trata de la degradación de la energía. Como corolario de ésta ley surge la afirmación de que en todo proceso de transformación de energía hay pérdidas. En cada proceso donde la energía se aprovecha para hacer trabajo, también hay una cantidad de energía que se pierde para siempre, que adquiere un status de irrecuperable, que permanece en el mundo, pero que ya no es utilizable. En otras palabras, la energía tiene tanto cantidad como calidad, siendo la calidad de la energía, una medida de su capacidad para producir trabajo.
La termodinámica moderna “introdujo el problema de la disipación universal de la energía” e hizo que la irreversibilidad “se convirtiera en un asunto teórico central en la física” (MacDuffie 1). Por otro lado, nos dice Purrington que dicha ciencia terminó teniendo una formulación axiomática basada en sus dos postulados básicos, lo cual oculta en buena medida sus orígenes basados en las aplicaciones prácticas del calor, sobre todo lo relativo al funcionamiento de las máquinas de vapor y a la integración de los resultados experimentales de Joule (76). Aquí hemos visto como, efectivamente, se trata de una ciencia surgida de consideraciones esencialmente prácticas cuyo caldo de cultivo fue una sociedad profundamente preocupada por las máquinas y por el aprovechamiento del esfuerzo y la optimización de los recursos; el lema era maximizar las ganancias y minimizar los residuos. En este sentido, la filosofía natural se constituía en un nuevo tipo de emprendimiento dirigido no solamente a la contemplación de la naturaleza sino a su transformación y a contribuir de esa manera al progreso económico de las naciones.15 El concepto de energía particularmente, por su parte, emergió como constructo enraizado en la cultura industrial pero trascendió a formar el núcleo de una ciencia de carácter universal (Smith 3).
Las ciencias físicas progresaron en buena medida en función de sus aportes a una sociedad pragmática que pugnaba por un desarrollo industrial. No obstante, no podían abandonar su ethos original dirigido a entender qué es y como opera la naturaleza. En este sentido, algunos de los caminos andados a lo largo de este prolífico siglo XIX, conducirían a una serie de interesantes interpretaciones sobre el funcionamiento del mundo físico. Por un lado la reconducción de la termodinámica al abrigo de una interpretación atomística y mecanicista llevaría a físicos y filósofos a cuestionarse el status mismo del conocimiento. Por otro lado preguntas tan trascendentes como las relativas al destino mismo del universo harían su aparición de una manera impactante.
Rudolf Clausius, quien fuera uno de los artífices de la termodinámica moderna, se interesó por la naciente teoría cinética de los gases. El núcleo de dicha teoría consistía en considerar que las propiedades macroscópicas de los gases (temperatura, presión, volumen) podían entenderse como resultado de las operaciones a pequeña escala de lo que algunos pensaban eran los constituyentes primarios de la materia: los átomos o moléculas. Era ésta una empresa arriesgada que partía del establecimiento de hipótesis imposibles de comprobar en su momento pero que, a pesar de todo, dieron enormes frutos en el establecimiento de una imagen del mundo.16 Según esta teoría, la temperatura de un gas se asociaría con la velocidad de sus moléculas; el calor, entonces, era claramente una forma de energía cinética a nivel molecular. Para evitar disputas con otras concepciones de la naturaleza que veían con malos ojos el uso de hipótesis atomísticas, Clausius afirmó que su formulación de las leyes de la termodinámica era independiente de dichos supuestos, pero que los mismos estaban apoyados por lo que se conocía sobre la equivalencia del trabajo y el calor y su uso permitía darle mayor inteligibilidad a los fenómenos estudiados. Sin embargo, a pesar de este intento de deslindar la descripción de los fenómenos por un lado y la interpretación ontológica de los constituyentes de la materia, al final la simbiosis de ambas configuraría el desarrollo conceptual de la termodinámica en el último tercio del siglo. Pero la interpretación que prosperó no fue la de Clausius que intentaba relacionar la termodinámica con una teoría de la configuración molecular, sino las ideas de Maxwell y Ludwig Boltzmann (1844-1906) que resaltaron el carácter esencialmente estadístico de la segunda ley de la termodinámica que, según explicaban ellos, representaba el comportamiento de un gran número de moléculas (Harman 86-87).
Maxwell calculó probabilísticamente la distribución de velocidades de las moléculas en un gas cuando está en equilibrio y Boltzmann intentó derivar la segunda ley de la termodinámica usando las leyes de la mecánica, con lo cual estaban fundando una nueva disciplina: la mecánica estadística. Sin embargo, es discutible que dicha disciplina pueda ser una mera reducción de la termodinámica, basada en la mecánica newtoniana y la visión atomista de la materia, como resulta claro de las paradojas conceptuales que se fueron presentando en el curso de su desarrollo. A manera de ejemplo la paradoja de la reversibilidad: Josef Loschmidt (1821-1895), un colega de Boltzmann, introdujo en 1876 un sencillo pero poderoso argumento que ponía en entredicho el edificio en el que se construía la mecánica estadística. Si tenemos un sistema que evoluciona hacia su máxima entropía, ¿que pasaría si en un momento dado detenemos el sistema, e invertimos las velocidades de todas las moléculas? En virtud del carácter simétrico en el tiempo de las leyes de la mecánica (si en las ecuaciones se cambia t por - t se obtiene el proceso inverso, o sea que estas leyes no proporcionan un sentido del tiempo), el sistema volvería a su estado original, es decir, evolucionaría hacia una disminución de la entropía, siendo que la termodinámica nos dice que la entropía siempre aumenta. Para combatir dicha paradoja Boltzmann tuvo que revisar sus ideas relacionadas con la explicación mecánica del aumento de entropía y exponer que dicha ley es cierta sólo en un sentido estadístico, no absoluto, es decir, todo sistema se dirige, casi siempre, hacia un estado de equilibrio, de máxima entropía, donde la energía se distribuye entre las moléculas de manera homogénea, simplemente porque ése es el estado mas probable. La mecánica estadística tenía, como podemos ver, implicaciones muy serias y debía entenderse, en todo caso, como una extensión de la termodinámica que adoptaba criterios probabilísticas de los cuales surgían nuevas connotaciones epistemológicas, nuevas preguntas sobre lo que es posible conocer y cuales son los fundamentos de ese conocimiento. Siendo la física del siglo XIX una ciencia que perseguía una visión determinista de la naturaleza, no podía resultar menos que desconcertante la introducción de nociones como aleatoriedad, posibilidad, probabilidad, aplicados a procesos físicos.
La segunda ley de la termodinámica introduce una asimetría en el tiempo. El tiempo fluye en una dirección determinada, y se muestra así no sólo en los fenómenos físicos, sino también a nivel psicológico y de percepción. De hecho, resulta curioso que esta idea de flujo unidireccional del tiempo, que se manifiesta de una manera clara a nuestra conciencia y nuestra razón, aparece en la física solo al estudiar sistemas compuestos por un número muy grande de partículas. Nos dice el filósofo Hans Reichenbach que es “en la termodinámica, [donde] la física se ha interesado explícitamente por el problema del flujo del tiempo, [el cual] ha encontrado expresión en ciertas ecuaciones físicas fundamentales” (34).17
Estas propiedades de asimetría en el tiempo, conducen a consecuencias cosmológicas derivadas de la segunda ley de la termodinámica que resultan impactantes. La dirección del flujo del tiempo nos indica que todo en la naturaleza tiende a pasar del orden al caos, hacia una distribución o configuración del mundo más probable, pero ¿porque el mundo tiene un pasado y un origen ordenado? y ¿cuál es entonces su destino final? Para Thomson, el destino del universo era la “muerte térmica”. La nueva física otorgaba al universo un sentido del tiempo. La acción del hombre podría dirigir las operaciones de la naturaleza pero no podía revertirlas. Al final, con toda la energía degradada, el universo llegaría irremediablemente a un estado homogéneo, pasivo, de máximo desorden, del que ya nada de valor podía surgir; se trataba de una visión del universo con una evolución lineal (Brush, 240). A nivel cosmológico, se predecía “un estado final de equilibrio sin posibilidad alguna de transformación ulterior ni cambio, negándose así la posibilidad de todo eterno retorno” (Levinas 327).
A un nivel más local se suscitó también la controversia sobre la edad del Sol y de la Tierra. De acuerdo con Thomson, Dios había creado el universo con cierta cantidad de energía finita, la cual se iba degradando. La expresión más obvia de este proceso era el enfriamiento de los cuerpos calientes. Según Thomson, ahora era posible investigar el pasado de los cuerpos celestes aplicando los principios de la mecánica y de la termodinámica. Helmholtz sugirió que las atracciones gravitacionales de las partículas que componen el Sol producirían una contracción convirtiendo energía potencial en cinética, es decir, en calor (Mason 143-144). En el caso de la Tierra, se le podía considerar como un cuerpo caliente que venía enfriándose a lo largo del tiempo. Los cálculos de Thomson, que no tomaban en cuenta fenómenos aun desconocidos como la radiactividad, fijaban la edad de la Tierra en unos cuantos millones de años, dato que no era compatible con la geología, cuyo representante principal era Charles Lyell (1797-1875), ni con la biología evolucionista presidida por Charles Darwin (1809-1882).
Así como se suscitaron este tipo de controversias con otras áreas del saber, de la misma manera fueron surgiendo incompatibilidades dentro de las mismas disciplinas físicas, sobre todo conforme fueron descubriéndose nuevos fenómenos que desafiaban la explicación científica sobre los paradigmas establecidos del saber decimonónico. El cambio de siglo vería surgir una nueva generación de científicos que produciría una nueva revolución de la física, cuya antecedente directo es la mecánica estadística y que implicó el abandono del determinismo estricto de las leyes físicas; hablamos por supuesto de la física cuántica, pero la cual es ya una historia del siglo XX que no abordaremos en este escrito.
La física, como ciencia y como profesión, se consolidó a lo largo del siglo XIX, forjando una autoridad cultural sin precedentes en el campo de la filosofía natural. Sus practicantes mostraron no sólo el valor intelectual de su disciplina, sino que evidenciaron su valor práctico y su impacto económico y social. Lograron enseñar a los escépticos la utilidad de su ciencia y de sus métodos para proveer de un cúmulo de fuerzas y energías que podían ser puestas al servicio del hombre. La física se convirtió en ciencia hegemónica y paradigma de un tipo de conocimiento que podía ser fuente de innovación tecnológica y de capacidad para manipular las fuerzas de la naturaleza, lo cual prometía la posibilidad de progreso intelectual, cultural y económico sin límites.
Desde principios del siglo, la promesa de una comprensión cada vez más profunda de las fuerzas ocultas que rigen el Universo se dejaba sentir en los círculos intelectuales. Creció a raíz de una profunda preocupación, un tanto prosaica, por la construcción de maquinas eficientes para producir trabajo y movimiento, pero aderezado de cuestionamientos de carácter filosófico, epistemológico, metafísico y teológico. Se trataba de comprender el funcionamiento de las máquinas, pero también de extraer los secretos del Universo y de cuestionarse sobre la naturaleza misma del conocimiento.
El concepto de energía y el principio de conservación de la misma, se fue desarrollando poco a poco durante el siglo XIX en la confluencia de diferentes cuestiones culturales y sociales: en primer lugar una serie de ideas románticas sobre la unidad de la naturaleza, en segundo lugar, el desarrollo de las ciencias modernas —en particular la termodinámica— y por último, las necesidades de la creciente industria para determinar cuantitativa y comparativamente la eficiencia de las máquinas y los límites de su operación. La energía se convirtió en herramienta teórica fundamental y le otorgó a la física un nuevo poder intelectual y práctico y le permitió jugar un papel preponderante en la industria y la sociedad, contribuyendo a una transformación sustancial en la forma de vida de la gente en todos sus ámbitos. La vida toda del hombre, en la forma de ganarse la vida, en su forma de transportarse, en la forma de comunicarse, e incluso en sus diversiones y en su intimidad cambió al impacto de la ciencia aplicada dirigida al dominio de las fuerzas de la naturaleza.