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Bolaño y las ficciones de la crítica 1
Raúl Rodríguez Freire
Raúl Rodríguez Freire
Bolaño y las ficciones de la crítica 1
Bolaño and the Fictions of Criticism
Revista de Humanidades, núm. 38, pp. 33-63, 2018
Universidad Nacional Andrés Bello
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Resumen: Este texto revisa dos formas de la crítica literaria ficcionalizadas por Roberto Bolaño. La primera se encuentra en Nocturno de Chile y tiene a la crítica periodística como foco, mientras la segunda está en 2666 y tiene a la crítica académica por objeto. El autor contrapone a estas dos formas, una crítica cercana a la elaborada por el romanticismo de Jena, que opera de manera inmanente, razón por la cual la estructura de la obra es de una relevancia crucial.

Palabras clave:BolañoBolaño, crítica crítica, inmanencia inmanencia, estructura estructura.

Abstract: This essay reviews two forms of literary criticism fictionalized by Roberto Bolaño. The first one is found in By Night in Chile, and focuses on journalistic criticism. The second is in “The Part about the Critics” (2666), and has Academic literary criticism as its object. This paper proposes that the author contrasts these two forms with a critique close to that elaborated by Jena Romanticism, a critique that operates immanently, which is why the structure of the work is of crucial importance.

Keywords: Bolaño, Criticism, Immanence, Structure.

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Artículos

Bolaño y las ficciones de la crítica 1

Bolaño and the Fictions of Criticism

Raúl Rodríguez Freire
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile
Revista de Humanidades, núm. 38, pp. 33-63, 2018
Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 15 Diciembre 2016

Aprobación: 02 Junio 2017

I

1.

Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima, de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez. (2666 289)

Leer Bartleby en lugar de Moby Dick, Un corazón simple antes que Bouvard y Pécuchet o Un cuento de navidad en lugar de Historia de dos ciudades parece ser, piensa el filósofo Óscar Amalfitano, la condición actual de la lectura, condición sobre la que reflexiona luego de escuchar las preferencias de “un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro” (289). Para cualquiera que haya visto alguna fotografía de Roberto Bolaño tomada durante los años setenta o inicios de los ochenta se hace evidente la similitud que guarda con este joven farmacéutico, solo que el Bolaño autor no solo leerá novelas como Moby Dick, Bouvard y Pécuchet, Historia de dos ciudades, o incluso como Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy o Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, sino que también las publicará y lo hará teniéndolas en cuenta a la hora de escribir 2666, una novela que supera las 1100 páginas, y donde “hay sangre y heridas mortales y fetidez” en cientos de ellas. 2666, como el cuento titulado “Sensini”, no son textos que solo ficcionalizan eso que llamamos realidad, volviéndola opaca y desfamiliarizándola (ostranénie), como aventuraron los formalistas rusos; son más bien instalaciones del lenguaje sobre ella, transformando la obra literaria en una experiencia benjaminiana. Así lo señaló el mismo Bolaño en el programa La belleza de pensar:

“Sensini” más que un cuento –propiamente un cuento– es una instalación. Es decir “Sensini” si no gana –el cuento “Sensini”– si no gana el premio que ganó, era impublicable. La apuesta literaria de “Sensini” no se cumplía al cien por ciento en la escritura de la obra, la apuesta literaria se cumplía ganando el premio, que era darle la vuelta total a lo que en la obra se estaba contando”. (La belleza)

¿Qué es lo que lleva a Bolaño a apostar por una escritura que altere la “realidad”? Creo que lo que está en juego se debe a su concepción de la literatura o del trabajo literario. En primer lugar, para Bolaño la escritura no se da sobre la nada, puesto que descarta de plano la idea de originalidad; para escribir siempre es necesario contar con obras que serán recomenzadas por otros en el porvenir. En otras palabras, para Bolaño la literatura es un trabajo de reescritura (Bolaño por sí mismo 100), y no de cualquier tema, sino tan solo de unos pocos: “Los temas siempre son los mismos, desde la Biblia y desde Homero. Según Borges, no son más de cinco” (27). Para el autor de Los detectives salvajes –obra que reescribe en clave latinoamericana la figura del Ulises donada por Homero–, el trabajo literario se circunscribe a la temática, pero, en cuanto a las estructuras, “las variantes son infinitas. Podemos construir obras de mil maneras diferentes y aún así estaríamos solo al principio” (27).

2. Cualquier novela de Bolaño presenta una evidente preocupación por la forma, pero de una forma que es plenamente consciente tanto de su estructura como de su materialidad: desde Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (que consta, como la Odisea, de 24 capítulos) hasta 2666, el conjunto de su producción es una instalación crítica anclada no tanto en lo temático como en lo formal y ello porque, en Bolaño, la crítica no opera con independencia de la obra, ni responde a la idea tradicional (moderna, negativa) de juicio, dado que en él este término –como antes en el romanticismo de Jena– asume un momento positivo a través del despliegue de una autorreflexión. Por ello prefería “juzgar una obra por su estructura”, dado que esta “jamás es un recurso superfluo. Si la historia que narras es inane o está muerta o es archisabida, una estructura adecuada puede salvarla (aunque no por mucho tiempo, eso también hay que reconocerlo), en tanto que una historia muy buena si está contenida en una estructura, digamos, periclitada, no la salva ni Dios” (Bolaño por sí mismo 98). De manera que si la obra de Bolaño, y en particular 2666, puede ser leída junto a Tristram Shandy o Wilhelm Meister, es porque comparten una preocupación por la forma y sus condiciones de posibilidad, una preocupación que, tal como fue teorizada en particular por Friedrich Schlegel, diferencia a las obras no en función de lo que dicen, sino de lo que hacen: “Toda gran obra, de cualquier clase que sea, sabe más de lo que dice, y aspira a más de lo que sabe” (25), sentenció Schlegel en su famoso texto “Sobre el Meister de Goethe”. Toda gran obra, y esto es el romanticismo por excelencia, comporta su propia teoría, y hace que su forma constituya lo que se ha dado en llamar metaliterario, concepto que Bolaño mismo utilizó para comprender reflexiva y especularmente su propia obra (Bolaño por sí mismo 118). Quien señaló magistralmente lo que implica este tipo de escrituras fue Walter Benjamin:

La tendencia inmanente de la obra y, en correspondencia con ella, el patrón de su crítica inmanente, es la reflexión que se encuentra en la base de aquélla e impresa en su forma. En realidad, sin embargo, esta reflexión no es tanto el patrón del juicio cuanto, ante todo y en primera línea, el fundamento de una clase de crítica totalmente diferente que no se erige en instancia evaluadora y cuyo peso no reside en la estimación de la obra singular, sino en la exposición de sus relaciones con todas las demás obras y, en fin, con la idea del arte. (El concepto 117)

En 2666, Bolaño suspende la idea de crítica como juicio, y lo hace precisamente en la parte dedicada a los críticos, supuestos profesionales dedicados a un trabajo que, como veremos, son incapaces de realizar. Y es en la parte de Amalfitano donde el trabajo de la crítica, que para Bolaño es indistinguible de la literatura, expone “sus relaciones con todas las demás obras y, en fin, con la idea del arte”.

3. Comprender la idea de crítica que atraviesa la obra de Bolaño, por tanto, nos lleva a distanciarnos de quienes solo han reparado en cuestiones temáticas o referenciales, dejando lo formal de lado. Ello no quiere decir que se menosprecie tal preocupación, tan solo que no es de interés en este ensayo. Al lector preocupado o que pudiera preocuparse por la forma de quien aquí escribe, más que por la importancia de la forma para Bolaño mismo, se le puede señalar que no son muchos quienes se han preguntado por el lugar de la crítica en Bolaño, por lo menos no pensando la crítica tal como fue elaborada por el romanticismo de Jena, momento inaugural del “proyecto teórico en la literatura”, al decir de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy (17), cuando no momento inaugural de la literatura misma, de la literatura, esto es, de la poesía, de la poiesis en tanto producción, porque hay que recordar que el término literatura “será tomado de ellos [de los románticos de Jena] por la posteridad” (33). Aquí crítica implica que la literatura y la teoría no son formas diferenciadas del lenguaje. Tampoco se trata de una teoría de la literatura, sino de “la teoría misma como literatura o, lo que equivale a lo mismo, la literatura produciéndose y produciendo su propia teoría” (35). Bolaño, como lector, asume en su obra aquel proyecto, con lo cual literatura y crítica se vuelven una misma manifestación, pues la poesía no contempla la diferencia de géneros, los incluye a todos; y de tal pensar era Bolaño, que afirmó:

Para mí, la crítica literaria es una disciplina más de la literatura. La literatura es la prosa (novela y cuento), la dramaturgia, la poesía, y el ensayo literario y la crítica literaria. Y creo que, sobre todo en nuestros países, es muy necesario que haya una crítica literaria no accidental, no la de diez líneas sobre un autor al que probablemente el crítico no va a leer nunca más; es decir, se necesita una crítica literaria que vaya recomponiendo el paisaje literario. (Bolaño por sí mismo 43)

No es exagerado señalar que el conjunto de la obra de Bolaño logró la recomposición que buscaba laboriosamente antes de fallecer, y no, insistimos, mediante sus juicios, sino mediante su producción literaria, razón por la cual es dable pensar la crítica de Bolaño como una política de su ficción, entendiendo por esta no aquello que se opone a la realidad o que la representa, sino lo que la con-figura.

4. En cuanto a la idea de crítica como juicio, temática o referencial, distintas son las modalidades que se pueden encontrar. Se ha escrito acerca de la crítica en Bolaño, sobresaliendo sin dificultad los textos de J. Agustín Pastén (2009) y Alberto del Pozo Martínez (2014). Sintéticamente, el primero pretende encarar la reflexión sobre la institucionalización de lo literario (a partir de la trillada idea de campo), mientras el segundo se enfoca en el lugar de lo literario en sí, aunque ambos comparten puntos de análisis, como la figura del artista y del crítico que se tematizan en la obra de Bolaño, haciendo de lo metaliterario una palabra clave. También se ha escrito sobre la crítica de Bolaño, destacando Rafael Gutiérrez Giraldo, que se encarga de sus intervenciones no literarias: manifiestos, artículos, prólogos, discursos, diálogos con otros escritores, entrevistas. Por otra parte, también se podría agregar un reciente artículo sobre Ignacio Echevarría, crítico literario y amigo cercano de Bolaño. Publicado recientemente por Enrique Rodrigues-Moura (2015), en este texto se analiza, por un parte, la polémica que llevó a Echevarría a dejar de escribir en El País, y, por otra, su figuración en Los detectives salvajes, dado que a él alude el crítico ficticio Iñaki Echevarne, con quien Arturo Belano se bate en duelo para terminar después siendo amigos. En otro orden, se podrían también mencionar artículos que tocan puntos tradicionalmente asociados con la idea de crítica, como la de canon, desarrollada por Celina Manzoni (2005; 2008), o el supuesto rechazo de la vanguardia, establecido erróneamente por Grínor Rojo (2003)2. A pesar de la relevancia de estos trabajos, en conjunto, dirigen su mirada a problemas que siguen siendo del orden del contenido, con lo cual se distancian de la idea de crítica que aquí estamos desarrollando. Porque no se puede reducir la crítica a figurar escritores y críticos, ni a citar o inventar obras; ello no es suficiente para considerar una obra metaliteraria o teórica. Es, como veremos más adelante, el despliegue, mediante su estructura y puesta en escena, de su performatividad si se quiere, lo que operativiza la metaliterariedad, la crítica, de una obra como la de Bolaño.

II

5. Quisiera comenzar este punto rememorando el viaje del crítico Urrutia Lacroix a Europa, una enrarecida travesía que tiene por fin la elaboración de un informe que debe dar cuenta de las estrategias empleadas para “la protección de monumentos de interés nacional” (Nocturno 94). Este viaje recuerda otro que podría ser su reverso, aquel que realiza el Sr. Kurtz en El corazón de las tinieblas, a solicitud de la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes. Ello porque mientras el crítico chileno viaja para hacerse de las técnicas civilizadas y modernas que le permitan la protección de cierta memoria cultural, el ilustrado europeo lo hace para dar con la fórmula que logre desterrar toda memoria “primitiva”. Un viaje está marcado por la emergencia de lo sublime, el otro por la de lo ominoso. De todas las técnicas que Urrutia Lacroix encontró en el viejo mundo, ninguna como la cetrería logró interesarlo hasta el punto de no mencionar otras, ya sea porque no las buscó o porque no le interesaron; algunos de los halcones de caza que conoció llevaban nombres como Jenofonte, pero otros guardaban, como en “La parte de los críticos”, un llamativo nombre nacional, lo mismo que los párrocos a los que pertenecen. En Pistoia, el padre Pietro llama a su halcón Turco, mientras Angelo instruye a Otelo, que “tenía aterrorizadas a las palomas de todo Turín”. En Avignon, el padre Fabrice tiene un halcón cuyo nombre es Ta gueule (cuya traducción sería algo así como “cierra el pico”), y en Burgos, el padre Antonio emplea a Rodrigo, que ya “no cazaba palomas […] porque al inicial entusiasmo del párroco le siguió un período de dudas acerca de la conveniencia de deshacerse por métodos tan expeditivos de aquellos pájaros que también, pese a sus cagadas, eran criaturas de Dios”. “Con el padre Fabrice tuvimos tardes inolvidables”, recuerda Urrutia Lacroix, “mientras Ta gueule volaba y deshacía ya no solo bandadas de palomas sino de estorninos que por aquellos días lejanos y felices abundaban en las tierras provenzales” (Nocturno 87). Ya se ha señalado que los halcones posiblemente constituyan una alegoría de la llamada Operación Cóndor (Garcés, 2004; Moreno, 2006), pues esta novela gira alrededor de la dictadura de Pinochet, pero no solo alrededor de ella, pues Bolaño mismo señaló que desconfiaba de la referencialidad; esta, afirmó categóricamente, “no sirve para nada”. Y agregó:

Uno de los grandes novelistas del siglo XX es Marcel Proust y la Recherche está llena de referencias. Es una novela referencial al ciento por ciento y no tiene la más mínima importancia que tu sepas hoy quiénes eran los personajes. Acaso el ser referencial a veces ayuda a exorcizar algunos fantasmas o a clarificarte, pero solo a ti mismo […]. La referencialidad puede ser leída desde múltiples perspectivas, pero no creo que signifique mucho en la obra de un escritor. Mucho más importante es que la narración esté sustentada por una estructura literaria que sea válida.3 (La belleza)

6. Más que el reconocimiento de los trazos de la “realidad” que puedan identificarse, nos interesa aquí la insistencia en la relación entre literatura y barbarie, pues mediante el lenguaje y la forma, la imagen de un crítico que busca (recherche) en sus recuerdos algo que aliviane el peso de su conciencia, es figurada por Bolaño para impugnar el lugar que se le ha dado a la literatura (y a la crítica) en ciertos momentos de la historia (y no solo en Chile, por cierto). Mientras Urrutia Lacroix admiraba los exitosos y sangrientos resultados de la cetrería, escribía poesía, frecuentaba museos y bibliotecas y visitaba iglesias que le “llenaban los ojos de lágrimas” (Nocturno 94), iglesias que gracias a los halcones, ya no se deterioraban con la mierda de las palomas, la principal culpable de la ruina monumentaria. En cuanto a Kurtz, a quien toda Europa había contribuido a educar, no tuvo un viaje tan placentero, dado que el suyo acabó siendo inscrito con el sino del horror: “Me parece que [la selva, señala Marlow,] le había susurrado cosas que desconocía acerca de él mismo, cosas que no se había planteado siquiera hasta que se asesoró con aquella enorme soledad, y el susurro había demostrado poseer un irresistible poder de fascinación” (Conrad 109). Ese poder le terminó demostrando que ante los propios deseos, cuando estos terminan gobernándonos, poco se puede hacer; por el contrario, el crítico chileno deja la violencia para los animales, que la ejercida por la dictadura es obliterada o escondida, o se lo intenta más bien, tras la fachada de la cultura, sumergiéndose (sublimándose) en la lectura de los griegos y de los romanos, así como en los clásicos de España, Francia e Inglaterra, mientras “la vida seguía y seguía y seguía”.

7. Este contraste permite circunscribir el lugar que Nocturno de Chile le entrega a la crítica como juicio en países como el nuestro, pero no solo en el nuestro, países donde la pulcritud de los viejos monumentos, entre los que se cuenta la literatura, depende de una violencia que no recibe el nombre de barbarie sino de cultura. De ahí quizá el hecho de que la biblioteca del famoso Farewell, que tiene ojos y voz de halcón, también haya sido un pabellón de casa (Nocturno 19), lo que nos recuerda un discurso que no versa sobre armas y letras, sino otro, mucho más directo, de letras y sangre. Por lo que la obra de “nuestro mejor critico literario”, así como la de su epígono Ibacache, seudónimo de Urrutia Lacroix, es una crítica que afirma cánones para luego defenderlos (o imponerlos) “civilizadamente”; no por nada la casa de Farewell era vista como un puerto “donde se refugiaban, por períodos cortos o largos, todas las embarcaciones literarias de la patria” (Nocturno 22-23), una casa, por cierto, ubicada en la aldea de Querquén y sobre la que vuelan unos pájaros que se cernean ominosamente sobre Urrutia Lacroix, que recuerda a su maestro del siguiente modo:

[L]a voz de Farewell era como la voz de una gran ave de presa que sobrevuela ríos y montañas y valles y desfiladeros, siempre con la expresión justa, la frase que se ceñía como un guante a su pensamiento, y cuando yo le dije, con la ingenuidad de un pajarillo, que deseaba ser crítico literario, que deseaba seguir la senda abierta por él, que nada había en la tierra que colmara más mis deseos que leer y expresar en voz alta, con buena prosa, el resultado de mis lecturas, ah, cuando le dije eso Farewell sonrió y me puso la mano en el hombro […] y buscó mis ojos y dijo que la senda no era fácil. En este país de bárbaros, dijo, ese camino no es de rosas. (Nocturno 14)

Ya vemos que este tipo de crítica se sustenta en un antagonismo que hace de la literatura –en tanto alta cultura– el lugar sublime con el que se hace frente a “este país de bárbaros”. Pero Bolaño, como antes Walter Benjamin, no ve la distinción que aquí se nos presenta, sencillamente porque no es tal: “no existe un documento de cultura que no sea a la vez de barbarie” (La dialéctica 52), señaló el crítico alemán, y toda o casi toda la obra de Bolaño así lo demuestra. No obstante, Urrutia Lacroix reinscribe su diferencia y les opone: por ejemplo, lo que él vio como la barbarie de la UP, decidió domesticarla mediante la lectura de los “clásicos”; pero ello no puede ocurrir sin cierta intranquilidad, la misma que el joven envejecido hará resurgir años más tarde. En este sentido, el que la serenidad que le ofreció posteriormente la dictadura a Ibacache haya sido contrapuesta, sin saber a su juicio por qué, con una poesía rabiosa que desembocaba en pesadillas, nos habla de una conciencia que en el fondo, cínicamente, se engañaba a sí misma dejando de leer a Homero para retornar a la literatura chilena4.

8. Los años de “tranquilidad” fueron también los del tiempo en que Urrutia Lacroix emergió como el crítico por antonomasia del suelo patrio, reemplazando en la práctica canonizadora al reputado Farewell. Ocurre ello, no obstante, en un escenario donde las filiaciones políticas del arte parecían diluirse. “Derecha, centro, izquierda, todos de la misma familia. Problemas éticos, algunos. Problemas estéticos, ninguno” (Nocturno 121), sentencia Urrutia Lacroix, al darse cuenta de que el silencio con el que se lo recibió luego de sus clases a la junta militar no se debía a un rechazo, sino al hecho de que a nadie le importaba que haya tenido de alumno “aventajado” a Pinochet. Por el contrario, señala que “en aquellos años de acero y silencio […] muchos alabaron mi obstinación en seguir publicando reseñas y críticas. ¡Muchos alabaron mi poesía! ¡Más de uno se me acercó para pedirme un favor! ¡Y yo fui pródigo en recomendaciones!” (121). De manera que a juicio de nuestro ensalzado crítico, aquellos años de dictatorial violencia dieron también lugar a “una actitud diferente ante la cultura” (122), una actitud que a gritos pedía sus reseñas y sus críticas, y desgañitaba: “¡más cultura!, ¡más cultura!” (123). Por el contrario, para el joven envejecido, aquel tiempo de triunfalismo servicial fue el del fin de la crítica o más bien el del fin de cierta crítica, la que encarnaba “el gran crítico de las letras chilenas del siglo XX” (119), Farewell. Eso es lo que parece indicarnos su nombre, puesto que con su muerte se asienta la despedida de la crítica que él representó; su epígono no fue más que un insufrible émulo que, como gran parte de la literatura de aquel tiempo y del que vendría, personifica el consenso o la tiranía de las cosas necesarias (121), las mismas que, a juicio de Urrutia Lacroix, le permitieron sentirse, en plena dictadura, “sino en el mejor de los mundos, sí en un mundo posible, en un mundo real” (122).

9. Lo relevante para nuestra discusión estriba en que ese pragmatismo servicial que adviene como crisis de la crítica judicativa es tajantemente contestado por el joven envejecido. Se trata de una embestida que no da lugar, como ha afirmado Adolfo de Nordenflycht (216), ni a una política crítica, ni a una crítica de la política, sino a una crítica abiertamente política en su forma, a una crítica que, fundada en una ética insobornable, tendrá por fin interrumpir el pragmatismo de lo necesario: “Así se hace la literatura en Chile, así se hace la gran literatura de Occidente. Métetelo en la cabeza, le digo”, dice Urrutia Lacroix. “El joven envejecido, lo que queda de él, mueve los labios formulando un no inaudible” (Nocturno 148). Es cierto que ese no corresponde a una voz que nunca oímos, pero que está ahí, asediando con su presencia la conciencia del augusto crítico; una voz, sin embargo, que logra hacerse escuchar porque responde al nombre de Roberto Bolaño, quien podría hacer suya una de las máximas más atractivas que Samuel Johnson redactó a propósito de la crítica: “Él que escribe puede ser considerado como alguien que lanza un reto, a quien todo el mundo tiene el derecho de atacar” (160). Ambos, el joven envejecido y Bolaño, tenían alrededor de cinco o seis años hacia fines de los cincuenta (Nocturno 22); ambos escribieron libros sobre errancia, peleas callejeras, muertes horribles, y sobre el infierno (24); ambos vivieron en el sur, cerca de una frontera lluviosa y del alguna vez temible río Biobío; ambos comenzaron a vagabundear en los años setenta y ambos parecen ser ese joven ya no tan joven “que de pronto”, dice Urrutia Lacroix, “ha llegado a la puerta de mi casa y sin mediar provocación y sin venir a cuento me ha insultado” (12).

10. A su manera, entonces, Bolaño parece insistir en la porfiada voz del poeta que trastoca el orden naturalizado, devela e impugna la administración de lugares y reinventa otros. Nada más político, por ejemplo, que desplazar nombres y títulos de los espacios asignados y fijados por la forma de la crítica representada por Urrutia Lacroix, una crítica que opera a partir de la idea dominante y filosóficamente negativa de juicio. En su presentación a Bolaño por sí mismo, Juan Villoro también entrevió esta crítica política, al señalar que “el platonismo rechaza la horda poética no porque descrea de sus efectos, sino porque cree demasiado en ellos y por lo tanto les teme. Bolaño comparte esta convicción, pero otorga carta de naturalidad al poeta, lo cual equivale a decir que lo manda de viaje: solo en tránsito puede sobrevivir” (17). En un pequeño ensayo, titulado “El poeta y la República de Platón” (1938), Leopoldo Marechal señaló la que también podría ser la ética (la crítica) de Bolaño:

esa es, justamente, la misión del poeta entre vosotros [turbar vuestra quietud]. Si os creéis afirmados en la tierra, él os llamará de pronto a vuestro destino de viajeros; si descansáis en el gusto efímero de cada día, él os recordará el ‘sabor eterno’ a que estáis prometidos; si permanecéis inmóviles, él os dará sus alas; si no tenéis el don del canto, él os hará partícipes del suyo. (121)

El poeta siempre quebrantará los deseos de los inquilinos, sean estos del orden que sean: “os acercaréis a él, atraídos por sus rosas, y no es difícil que deis en sus espinas”, señala Marechal; “trataréis de retenerlo en la tierra, y seguramente se os escapará de las manos” (120). La evocación de los espectros que recorren la literatura de Bolaño no tiene otro fin. Él quiso interrumpir la continuidad de lo legible, de lo entendible, de la opción por la pasividad y contribuir a la invención de una comunidad heterogénea. Como Benjamin, su intento fue el de “ganarle de nuevo la tradición al conformismo que está a punto de avasallarla” (La dialéctica 51). No está demás señalar que no se ve este tipo de proyecto en muchos escritores o críticos, ni entonces, ni ahora. Solo así cobra fuerza la mirada de su literatura, indistinguible de su crítica. Hacia el final de Nocturno de Chile, el cómplice cura se pregunta si no será él el joven envejecido (150). La novela misma (y su estructura) es un rotundo no, al mostraros que la literatura en Chile, que la literatura en Occidente, puede ser distinta a la que nos ofrecen la crítica servicial y autocomplaciente o los rankings de los libros más vendidos.

III

11. Lo diré de una vez: Benno von Archimboldi, el escritor que atraviesa 2666, el escritor que año a año aumenta sus posibilidades de ganar el premio Nobel, el escritor exitoso que ha publicado más de quince libros, el escritor alemán que ha sido traducido a más de una docena de lenguas, el escritor que durante años leyó un solo libro, Algunos animales y plantas del litoral europeo (que robó cuando tenía seis años), el escritor que de joven no sabía cuál era la diferencia entre un libro divulgativo (digamos Algunos animales y plantas del litoral europeo) y un libro literario (digamos Wilhelm Meister), el escritor al que podría caracterizarlo el desinterés, es un escritor mediocre, dado que se trata del escritor radicalmente opuesto a la figura de escritor que defiende Bolaño. Benno von Archimboldi no es otra cosa que un escribidor, del tipo J. R. R. Tolkien, cuyas obras también comenzaron lentamente a ser reconocidas y vendidas hasta ser propuesto como candidato al premio Nobel, pero el jurado lo desestimó por considerar que su prosa era “de segunda categoría”: “de ninguna manera está al nivel de una narración de gran calidad”, sentenció Anders Österling, miembro del tribunal. (No está demás señalar que la candidatura fue levanta por su amigo C. S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia). En este sentido fue que Bolaño señaló enfáticamente que “en el momento en que llegamos en la literatura al todo vale, a una especie de democracia mediática en donde todo es bueno, en donde todos podemos tener nuestros quince minutos de fama, pues ahí se acaba la literatura y se acaba, en gran medida, porque le estamos dando mierda a los lectores” (Bolaño por sí mismo 97). Y como si fuera poco, como si se tratara de un chiste (“clásico”), nos encontramos además con que un francés, un italiano, un español y una inglesa, forman el círculo de hierro que defiende y promociona la obra de un escritor fantasma, pues como nadie es profeta en su tierra, Archimboldi recibe primero el reconocimiento internacional, antes que el de su patria. Tal chiste parece irónicamente un eco de “Los crímenes de la calle Morgue”: Auguste Dupin es el detective que inaugura no solo un género, sino también un modo de lectura; recordemos que los testigos que se encontraban alrededor del crimen y que, por tanto, escucharon de cerca la principal voz involucrada en uno de los más horribles asesinatos, son incapaces de entregar alguna pista: “¡Una voz en cuyos tonos los ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa no pudieran reconocer nada familiar!” (364).

Hice notar que, mientras todos los testigos coincidían en que la voz más ruda debía ser la de un francés, existían grandes desacuerdos sobre la voz más aguda o –como la calificó uno de ellos– la voz áspera.

–Tal es el testimonio en sí –dijo Dupin– […] Pero, con respecto a la voz aguda, la peculiaridad no consiste en que estén en desacuerdo, sino en que un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés han tratado de describirla, y cada uno de ellos se ha referido a una voz extranjera. Cada uno de ellos está seguro de que no se trata de la voz de un compatriota. Cada uno la vincula, no a la voz de una persona perteneciente a una nación cuyo idioma conoce, sino a la inversa. El francés supone que es la voz de un español, y agrega que “podría haber distinguido algunas palabras sí hubiera sabido español”. El holandés sostiene que se trata de un francés, pero nos enteramos de que como no habla francés, testimonió mediante un intérprete. El inglés piensa que se trata de la voz de un alemán, pero el testigo no comprende el alemán. El español “está seguro” de que se trata de un inglés, pero “juzga basándose en la entonación”, ya que no comprende el inglés. El italiano cree que es la voz de un ruso, pero nunca habló con un nativo de Rusia. Un segundo testigo francés difiere del primero y está seguro de que se trata de la voz de un italiano. No está familiarizado con la lengua italiana, pero al igual que el español, “está convencido por la entonación”. Ahora bien: ¡cuán extrañamente insólita tiene que haber sido esa voz para que pudieran reunirse semejantes testimonios! ¡Una voz en cuyos tonos los ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa no pudieran reconocer nada familiar! (364).

12. Jean Claude Pelletier, Piero Morini, Manuel Espinoza y Liz Norton, especie de críticos posnacionales, se asemejan bastante a estos testigos, a pesar de que conozcan la lengua de Archimboldi, pues ello no les asegura leerlo más que superficialmente, a pesar de creer (ellos y sus lectores, e incluso algunos lectores del mismo Bolaño) lo contrario. Es más, pareciera ser que la obra que los absorbe es todo menos insólita, pero afirman lo contrario. Y también cada uno de ellos ha tratado de describirla, de interpretarla, y cada uno está seguro de que se trata de una escritura sin par, una escritura que no se encuentra en ninguno de sus respectivos países, los principales de Europa. “Los cuatro eran solteros y eso les pareció un signo alentador. Los cuatro vivían solos”, y “los cuatro estaban dedicados a sus carreras” (2666 28). Se encontraron por primera vez en la ciudad de Bremen en 1994, ciudad en la que se realizaba un congreso de literatura alemana contemporánea, aunque los varones ya se conocían de anteriores eventos, de manera que Norton fue la última en incorporarse al grupo internacional que disputaba la crítica de la obra archimboldiana; apareció justo en el momento en que Schwarz, Borchmeyer y Pohl (Dieter Hellfeld se sumaría más tarde), el grupo antagónico alemán, contraatacaba sus lecturas, pero la joven crítica –que a pesar de ser inglesa, se lanzó “como un Desaix” sobre los contrincantes, que trataban a su escritor de irresponsable, inconsciente e insensible– logró desbaratar a los ahora también sus contrincantes, disertando a la Benjamin, hablando sobre Grimmelshausen y Gryphius, dos grandes del barroco alemán, y de paso, citando a “Theophrastus Bombastus von Hohenheim, a quien todo el mundo conoce mejor por el nombre de Paracelso” (26-27)5. Con Archimboldi al centro, se iniciaba así una amistad “sujeta a un destino mayor al que los cuatro obedecían” (32), “la figura […] que componían los archimboldianos era impenetrable” (30), impenetrable y necesaria para lograr no solo que el autor de D’Arsonval, La máscara de cuero, La ciega, Bitzius, Bifurcaria bifurcata fuera reconocido –pues cuando lo comenzaron a leer (y a traducir) la circulación de Archimboldi era casi nula–, sino también para que se les reconociera a ellos; la futura ola de archimboldianos (incluyendo a los archimboldianos neoestructuralistas) existiría gracias a este cuarteto crítico, pues lo que se habían propuesto, por boca de Pelletier, era iniciar ni más ni menos que “una lectura diferente del [escritor] alemán, una lectura que iba a durar, una lectura tan ambiciosa como la escritura de Archimboldi y que acompañaría a la obra de Archimboldi durante mucho tiempo, hasta que la lectura se agotara o hasta que se agotara (pero esto él no lo creía) la escritura archimboldiana” (113).

13. En otras palabras, pretendían que la crítica resultara indisociable del gran artista, de la gran obra, o quizá, yendo un poco más lejos, que Archimboldi existiera gracias a ellos y ellos gracias a Archimboldi, lo que hacía de la crítica un complemento judicativo de la obra, contrario a lo que pretendieron los románticos, que denostaban la crítica que no fuera inmanente. Innúmeras publicaciones, congreso tras congreso, batalla tras batalla, el nombre del escritor crecía, de manera que la primera vez que el objeto de sus críticas resultó candidato al Nobel, “era no solo un motivo de inmensa alegría sino también un triunfo y una revancha” (56) contra sus enemigos. “Entusiasmados como niños ante la noticia” (56), lo paradójico es que ellos tienen poco o nada que ver con tal candidatura, pues siempre la laureada noticia, que volverá a reiterarse durante varios años, les llega, es más, parece que incluso su apasionada lectura tiene una ínfima relevancia en la circulación de la obra de Archimboldi, de modo que sus combates también resultan poco más que ejercicios de esgrima. La forma en que se fue armando el grupo así lo devela, dado que su crítica es tan ligera y etérea como las nubes: Morini llamaba a Espinoza, este a Norton, y Norton a Pelletier:

para volver a recomenzar, días después, [con otra llamada] transmutada en un código hiperespecializado, significado y significante en Archimboldi, texto, subtexto y paratexto, reconquista de la territorialidad verbal y corporal en las páginas finales de Bitzius, que para el caso era lo mismo que hablar de cine o de los problemas del departamento de alemán o de las nubes que pasaban incesantes, de la mañana a la noche, por sus respectivas ciudades (29).

14. Hasta que se dieron cuenta de que no conocían a Archimboldi, el escritor sin rostro, el escritor que nadie ha visto, dado que la persona que supuestamente mejor lo conoció, su editor, el señor Bubis, está muerto, y su viuda dice no recordar más que su gran altura. Pronto se dieron cuenta de que “podían leerlo, podían estudiarlo, podían desmenuzarlo, pero no podían morirse de risa con él ni deprimirse con él” (47). “Claro está que Bolaño parece estar burlándose de tales críticos bajo la forma de unaironía” (57), señaló Manuel Asensi y las pistas para tal reconocimiento saltan a la vista; que ello no sea suficientemente resaltado posiblemente se deba a que el narrador de “La parte de los críticos” es tan sofisticado que obliga a sus lectores a volverse una especie de Dupin de 2666. Que Morini, Espinoza, Norton y Pelletier sean prestigiosos críticos –como alguna vez lo fue Urrutia Lacroix–, que Archimboldi sea no solo el “mejor escritor alemán vivo sino también el mejor escritor europeo vivo” (2666 57), y que el narrador no tome inmediata distancia de tales hechos no debe llevarnos a engaño. Además, de manera similar a los lectores de Archimboldi, sus críticos no están tan “hechizados por su obra”, como por su vida (57), una vida que no conocen y que pareciera que solo acercándose a ella lograrán comprender de verdad su obra. En plena actividad durante los años noventa, estos críticos no son herederos de Barthes o Foucault, sino de Sainte-Beuve y Walter Pater. No defienden la muerte del autor, apuestan por su resurrección. Pareciera ser que lo fundamental para ellos fuera poseer, como afirma el maestro de Virginia Woolf en El renacimiento, “la facultad de sentirse profundamente conmovido ante la presencia” (17).

15. Por ello iniciarán un juego detectivesco, la búsqueda de su rastro, el seguimiento de las huellas, las pistas que aumentan como aumenta su fama (no mucha), y sus ventas (tampoco muchas), mientras el escritor se ha movido imperceptiblemente desde hace bastantes años: Alemania, Francia, Suiza, Italia (Sicilia), Grecia, otra vez Italia (Palermo), Marruecos (?)… México… ¿México? Sí, así que es hacia el norte de este país a donde se dirigen tres de los críticos, pues el italiano decidió no viajar. Llegaron a Santa Teresa sin tener idea de que esta era una de las ciudades más peligrosas del mundo, y en la que asesinaban de manera salvaje, desde hace por lo menos dos décadas, a mujeres pobres. Morini fue el primero en tener noticias al respecto, pero prácticamente no se interesó: “le pareció [más] curioso que [quien firmara el reportaje que al respecto leyó en Il Manifesto] hubiera ido a Chiapas, que queda en el extremo sur del país, y que hubiera terminado escribiendo sobre los sucesos de Sonora […] Una hora después ya había olvidado por completo el asunto” (2666 64). A los que viajaron, más les preocupaba encontrar a Archimboldi, y cuando conocieron a Óscar Amalfitano, “el soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie” (152), al decir del narrador, le contaron los motivos de su viaje, pero este, que encontró divertida la historia, “les preguntó los motivos por los que querían encontrarlo si estaba claro que Archimboldi no quería que nadie lo viera” (158). Se podría decir que Amalfitano sabe leer; a los veinte años conoció la obra de Archimboldi y leyó La rosa ilimitada, La máscara de cuero y Ríos de Europa. Bifurcaria bifurcata no la terminó. También había traducido en 1974 La rosa ilimitada, sin por ello fanatizarse: “la opinión que Amalfitano tenía de Archimboldi era buena, aunque distaba mucho de la adoración que por el autor alemán sentían los críticos” (156). Estos, por el contrario, insistían en encontrar al autor porque estudiaban su obra. “Porque se está muriendo y no es justo que el mejor escritor alemán del siglo XX se muera sin poder hablar con quienes mejor han leído sus novelas. Porque queremos convencerlo de que vuelva a Europa, dijeron” (156). La paradoja de esta pasión es que el narrador apenas entrega detalles o información sobre las novelas de Archimboldi, que permanecen prácticamente desconocidas para el lector de 2666, “lo cual contrasta”, dice Asensi, “con el entusiasmo experimentado por estos críticos” (351). Es más, de manera imperceptible, el tedio de Santa Teresa parece ir apropiándose de ellos hasta transformarlos. “Durante tres días vivieron como sumergidos en un mundo submarino. Buscaban en la tele las noticias más bizarras y peregrinas, releían novelas de Archimboldi que de pronto ya no entendían” (2666 172). Es más, hasta el sexo, que también les apasiona, es algo que dejará de motivarles en la ciudad del crimen. Y la situación empeoró cuando Norton decidió regresar a Europa; la realidad, para Espinoza y Pelletier, “pareció rajarse como una escenografía de papel”. Por el contrario, a ella “Santa Teresa, esa horrible ciudad, decía Norton, la había hecho pensar” (187), lo cual, de cierta manera, la diferencia de sus colegas.

16. El humor con que Bolaño describe la escena académica y el trabajo de los críticos se asemeja, por momentos, a la de un escritor sacado de Literatura nazi en América, pero donde encontramos un modelo más cercano es en El Tercer Reich (2010). El veinteañero Udo Berger se dedica, profesionalmente, a los wargames, lo que le obliga a publicar en revistas especializadas, a debatir en congresos y a formar un grupo de juego que se disputa los campeonatos internacionales, de la misma manera que el grupo trasnacional de archimboldianos se disputa los congresos de literatura con el grupo alemán, pues aquí el mundo de los wargames se nos muestra similar al de la crítica (El Tercer Reich 80). Udo quiere ser un especializado escritor, y de la misma manera como nuestros archimboldianos desean enseñorearse con su objeto, él no busca otra cosa que cambiar “todas las viejas maneras de jugar” (114) el Tercer Reich. Para ello debe instruirse, leer y dedicarse a dominar el conocimiento de todas las batallas (reales) de la segunda Guerra Mundial.

17. Aquí nos encontramos con varios de los motivos que Bolaño emplea en 2666, aunque reutilizados, pues El Tercer Reich –como también Los sinsabores del verdadero policía y El espíritu de la ciencia ficción– parece un verdadero borrador, un borrador que indica cuáles fueron las decisiones que Bolaño no siguió, los caminos que abrió y prefirió no continuar, para imaginar otros. De ahí la resonancia que encontramos entre los wargames y el mundo de la crítica académica, cuyo modus operandi parece no guardar diferencias; no obstante, lo relevante acá, gracias a El Tercer Reich, es que podemos comprender mejor “La parte de los críticos”, el agon que lo sostiene y le otorga fuerza, independiente de que Bolaño se esté riendo de los críticos, pues es dable pensar que no se ríe de ellos porque sean críticos, sino por la forma de crítica que ejercen, por reducir la crítica a la experticia del juicio y la banalidad, pero sobre todo por no comprender el arte ni la literatura, y muchos menos el mundo que habitan. El trabajo visual de Edwin Johns, el artista “que había pintado el autorretrato más radical de los últimos años” (2666 77), ilustra muy bien este punto. Recordemos que su obra desconcertaría a Norton y luego a Morini, aunque aún más lo hará su vida, esa vida que lograrían conocer como no conocerían la de Archimboldi. Johns se mutiló una mano y la pegó en un cuadro, convirtiéndose así en el artista que abriría las sendas por las que atravesarían los nuevos artistas. Y “lo hizo por dinero”, “porque creía en las inversiones, en el flujo de capital”, pues como reza una de las tesis del capital humano, “quien no invierte no gana” (132). Tal credo capitalista era algo que ni siquiera imaginaban, razón por la cual Morini viajó hasta el psiquiátrico en el que Johns vivía para oír de sus labios su interés no en el arte, sino en el capital. Su “obra maestra, se decía, se la quedó un árabe que trabajaba en la Bolsa” (77). El que este artista, por lo demás, se mutilara la mano contrasta radicalmente con la mutilación que sufren las mujeres en Juárez, pero esto no les dice nada. A la fama conduce el gesto del primero; a la impunidad y el desinterés el asesinato de ellas. Pero a esta crítica (como tampoco a la literatura de Archimboldi) no le interesan otras vidas que las supuestamente artísticas. Mientras el mundo se inunda de violencia, la crítica archimboldiana también vive como si estuviera “sino en el mejor de los mundos, sí en un mundo posible”. Pero aquí ya no nos encontramos en el ámbito de la ironía, sino en el de la hipocresía. “Llegados a este punto”, indica el narrador, Arturo Belano, “hay que decir que es cierto el refrán que dice: cría fama y échate a dormir” (99), pues, como descubrimos a medida que avanza la lectura, además de racistas y misóginos, Espinosa y Pelletier terminan aprovechándose del trabajo de estudiantes y colegas:

Durante mucho tiempo […] se olvidaron de Archimboldi, cuyo prestigio crecía a espaldas suyas. Se olvidaron de sus trabajos, que escribían de forma rutinaria y desabrida y que más que trabajos suyos eran de sus discípulos o de profesores ayudantes de sus respectivos departamentos captados para la causa archimboldiana a base de vagas promesas de contratos fijos o subidas de sueldo (110).

IV

18. Ignacio Echevarría recordó, a modo de ficción –pues se presentó como Iñaki Echavarne en la Semana de Autor que Casa América le dedicara a Bolaño en noviembre de 2010– su primer encuentro con Arturo Belano. El crítico, asombrado por la permanencia en la memoria del escritor de un número impresionante de nombres olvidados y anacrónicos, le pregunta, algo inseguro, por qué los retiene: “Belano me respondió que eso no era nada comparado al número infinito de cosas que a cada momento se precipitan en el olvido” (Echevarría). Luego, Belano habla de la crítica, es decir, de la literatura: “además de condenar al infierno a los malos escritores, la crítica tiene también el cometido de rescatar del limbo a los escritores perdidos, de buscar las pisadas extraviadas de los poetas perdidos desde el fango inmóvil”; la crítica, agregamos aquí, tiene la tarea de tomar parte por los que ya no tienen parte, y crear con ellos un pueblo de los que no tienen pueblo. Echevarría/Echavarne remata de la siguiente manera:

A cada vida, dijo Belano, van ligadas multitudes de cosas que no tenemos la capacidad de recordar, que no encuentran la manera de ser oídas, descritas ni transmitidas por nadie, y en eso consiste el insensato heroísmo del escritor, en oponerse a esa corriente monstruosa que lo arrastra todo consigo hacia esa gran fosa, ese abismo, ese agujero negro por el que sin cesar el mundo va vaciándose de sí mismo. (Echevarría)

El eco de Borges no deja de reconocerse en esta mirada de la crítica, pues el autor de “Pierre Menard” ya nos había hablado del olvido que seremos. Tal vez la diferencia o el suplemento de Bolaño provenga de la promesa que entraña la crítica, en su disputa con el tiempo que tarda el viaje hacia el olvido. Como nos recuerda Echevarría/Echavarne:

La crítica literaria era el único campo donde la revolución todavía era posible o al menos ese simulacro de poder que entraña el poder de resucitar las obras perdidas, a autores perdidos, de volverlos a la vida. Belano me habló de los críticos […] de los críticos como artificieros dedicados a hacer explosionar la bomba de tiempo que las obras de arte llevan dentro. (Echevarría)

19. A pesar de ser las palabras de la remembranza de un primer encuentro, el espectro de Bolaño parece estar atado, como Ulises frente a las sirenas, a cada una de ellas como si se de un mástil se tratara, pues vemos aquí la propuesta de una crítica que trabaja por una radical promesa, la de un pueblo conformado por las obras y autores perdidos, pero también por los oprimidos (piénsese, si no, en “La parte de los crímenes”). Esta es, por tanto, una crítica que asume como tarea “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”, aventurando “despertar a los muertos y volver a juntar lo destrozado” (Benjamin, Dialéctica 53-54). Se trata, por cierto, de una crítica como actitud, y como tal ya la hemos visto, la hemos leído, es la actitud de Baudelaire ante su propio tiempo; así lo recordó Michel Foucault, cuando señala que la crítica consiste en “la actitud que permite captar lo que hay de ‘heroico’ en el momento presente” (342), aunque se trata esta de una heroización irónica, pues no consiste en sacralizar momento alguno, sino en captar muy bien el momento de interés, de insertarle lo poético, y en imaginar el presente “de otra manera de lo que es y en transformarlo no destruyéndolo, sino captándolo en lo que es” (344). Ello requiere de un trabajo ético singular, de un cuidado de sí, como le llamó Foucault, de ahí la actitud casi militante (y anómala, a destiempo y anacrónica) que descubrimos tanto en Entre paréntesis como en Bolaño por sí mismo, así como también en Los detectives salvajes y 2666, y en prácticamente toda la obra de Bolaño, puesto que se trata de un escritor que no está dispuesto a transar con su hacer, ya que aprendió de Baudelaire6 que es desde el arte que se puede crear un lugar diferente:

La única experiencia necesaria para escribir es la experiencia del fenómeno estético. Pero no me refiero a una cierta educación más o menos correcta, sino a un compromiso o, mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida, sabiendo de antemano, además, que va a salir derrotado. (Bolaño por sí mismo 25)

20. Ahora bien, como señalé al inicio, no es tanto en lo temático como en lo formal donde encontramos la apuesta que con mayor propiedad caracteriza la obra de Bolaño. En Nocturno de Chile, a la que llamó, por su estructura, una novela-río, la crítica como juicio (y fundamentalmente la de tipo periodística) es denostada por su trabajo a favor de la historia de los vencedores, mientras que en “La parte de los críticos” se devela la futilidad de la crítica académica. Mientras que la crítica de Bolaño la encontramos en “La parte de Amalfitano” donde su ironía (según la comprendió Schlegel) se despliega con toda potencialidad, y lo hace absolutizando lo literario, al producir su propia teoría, su propia comprensión del arte, pues “la teoría misma de la novela debe ser una novela” (Lacoue-Labarthe y Nancy 35). Oswaldo Zavala lo entrevió de paso al señalar que a partir de la figura de Amalfitano “Bolaño desarrollará una reflexión metaliteraria que culmina con la articulación de una poética general” (163), pero dicha culminación no se reduce, como él cree, a “una forma de intervención intelectual para someter a prueba el sentido de lo simbólico ante la inexorable esencia de lo real” (166); es más bien lo contrario: desde la ficción, interrumpir la realidad con el fin de confrontarnos con lo real. Ha sido Anna Topczewska (2017) quien, creo, ha dado cuenta de la radicalidad teórica de 2666, al demostrar cómo el manual de geometría que Amalfitano cuelga en al patio de su casa, el Testamento geométrico de Rafael Dieste, actualización del Readymade Malheureux de Duchamp, constituye una puesta en abismo “que refleja el libro que el lector tiene en sus manos”. Se trata de una operación que inscribe “un germen auto-subversivo, cuyas características agrietan y hacen temblar los fundamentos impensados de la representación” (Topczewska 9), corroyéndola desde su propio interior. La tesis de Topczewska es radical hasta el punto de considerar la materialidad de 2666, materialidad de la cual el mismo autor es plenamente consciente. Se trata, por cierto, de un hecho que para la crítica es completamente irrelevante. Ese manual de geometría constituye la estandarización de la visión del espectador, “sus hábitos, normas y reflejos preestablecidos por [un] sistema rígido y monocular” (29), y es contra ello que Bolaño se levanta. De manera que en 2666, al decir de Benjamin, “el sujeto de la reflexión es, en el fondo, el producto artístico mismo, y el experimento no consiste en la reflexión sobre un producto, que no podría esencialmente transformarlo, según la intención de la crítica romántica del arte, sino en el despliegue de la reflexión –esto es, del espíritu– en el producto” (El concepto 101). Topczewska lo señala de la siguiente manera:

El gesto de desafiar la representación desde adentro puede ser concebido como un procedimiento de extrañamiento: el texto [2666], de vez en cuando, parece corroído por una incoherencia interior, así que un lector atento a todo (aquí, ya lo sabemos, importa todo) tiene que notarlo. Pero, ¿notar qué? La escritura misma, la máquina textual como estructura, estilo, construcción ficcional: como una representación compleja, como un ejercicio mimético, el cual, sin embargo, se niega a representar de un modo transparente y enuncia su mismo enunciado. La escritura es aquí autorreflexiva: dice que dice, dice que se dice, sin decirlo. Agrietada por desplazamientos e inconsecuencias apenas perceptibles, la representación se presenta como tal, sin representar. Es como una tregua de la mímesis: se da a ver que algo no se da a ver (20).

21. La representación de la realidad es una de las constantes dominantes de la modernidad occidental y lo es hasta el punto de hacer de la visión un campo disciplinante de la subjetividad. Se trata de un régimen escópico estructurado bajo la suposición de que es posible la producción de significados estables, determinando, como diría José Luis Brea, “el campo de lo cognoscible en el territorio de lo visible” (146). De ahí quizá el interés de cierta crítica por la referencialidad en Bolaño, y de ahí el interés de este por hacerla explotar.7 El ready-made de Duchamp que Amalfitano reinscribe en el desierto mexicano impugna las formas establecidas de la representación de la realidad: cuelga en un cordel y sujeta con unos “perritos”, ese espectral libro que “se movía imperceptiblemente” ante “los embates de esta naturaleza desértica” (2666 246). Resultado: ilegibilidad. La pregunta que surge entonces es ¿qué es lo que Bolaño da a ver que no se ve? Una posible respuesta la podemos encontrar en El arte agotado, de Sergio Rojas:

El asunto del arte contemporáneo ha sido en sus hitos más poderosos precisamente dar a no entender. No simplemente no darse a entender, sino dar el mundo en la condición de lo incomprensible […] Es decir, la obra de arte hace posible en cierto modo suspender los códigos, categorías y hábitos inercialmente establecidos, y entonces la subjetividad puede abismarse más allá de ese estrato de anestesia e indiferencia que la inscribe en el mundo que cotidianamente habita. (56-57)

Más que transparente, 2666 es un libro encriptado, ilegible en su totalidad tal como lo es para Rosa Amalfitano la instalación de su padre. Los acontecimientos que cruzan 2666 (o Nocturno de Chile), desde la Segunda Guerra Mundial hasta los crímenes de Juárez, no tienen por cometido representar lo acontecido; para eso está la historia o la crónica. Al contrario, lo que Bolaño pareciera estar buscando es, mediante la materialidad de la escritura, la alteración de nuestros modos de percepción de eso que cómodamente llamamos realidad, la turbación de nuestra quietud. “Una buena novela”, señaló Zambra, es “una novela que se entiende menos que una mala novela, una novela que se entiende menos que una mala novela pero más que un poema. 2666 es una gran novela porque no se entiende casi nada, aunque durante sus mil y tantas páginas persiste una ilusión de conocimiento” (92). Esa ilusión es la ilusión de la legibilidad. Pero la literatura no es un medio que transporta o comunica un mensaje sobre el mundo que la rodea. Como ha señalado Gastón Molina a propósito de Nocturno de Chile, “la literatura dice la realidad, no dice algo sobre la realidad” (181). Y agrega: “En la literatura la palabra guarda la posibilidad de recuperar su índole de seña, de cifra, volviendo al lenguaje representacional incomprensible, pues no imita nada, sino que muestra” (182). Y lo que se muestra en este caso es la ininteligibilidad de un mundo que comprendemos menos de lo que perciben nuestros sentidos; en otras palabras, 2666 expone una teoría sobre el agotamiento de la representación moderna (la época de la imagen del mundo), y esto constituye el núcleo de su crítica, y una crítica, por cierto, que se alza como una actitud ética ante “esa corriente monstruosa que lo arrastra todo consigo hacia esa gran fosa, ese abismo, ese agujero negro por el que sin cesar el mundo va vaciándose de sí mismo” (Echevarría) sin comprender por qué.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
1 El presente ensayo forma parte del proyecto Fondecyt 11150405, “Ficciones académicas. Representaciones del trabajo universitario en la literatura hispanoamericana del siglo XXI”.
2 Para una lectura completamente distinta, siguiendo los textos de Bolaño, ver rodríguez freire, “El viaje del último Ulises. Bolaño y la figuración alegórica del infierno”.
3 Para una crítica de la laxitud con que se ha asumido la referencialidad en Bolaño, ver Gastón Molina, “Para una ética de la lectura: el problema de la referencialidad en Nocturno de Chile”.
4 El crítico, por tanto, no puede ser homologado con el ángel de la historia, como ha señalado Patricia Espinoza (2005) a propósito de Nocturno de Chile, sencillamente porque el ángel no busca, como ella cree, “reinstaurar el orden del pasado” (47), sino hacerle justicia a los desechos que tal orden va dejando en el camino. El crítico Ibacache lee la historia y su presente “en nombre del progreso” que todo lo vuelve ruina, como diría Benjamin (53), mientras el ángel solo quisiera, a contrapelo, “volver a juntar lo destrozado” (54), pero sabemos que una tempestad que sopla desde el paraíso se lo impide.
5 Una revista, sin embargo, les había permitido leerse mutuamente antes de cerrar el grupo, pues en el número 46 de Estudios Literarios (Berlín 1993) habían publicado los cuatro a la vez.
6 Foucault señala al respecto: “Finalmente añadiré solo una palabra. Baudelaire no concibe que esta heroización irónica del presente, este juego de la libertad con lo real para su transfiguración, esta elaboración ascética de sí, puedan tener lugar en la sociedad misma o en el cuerpo político. No se pueden producir más que en un lugar diferente al que Baudelaire denomina el arte” (344-345).
7 Recuérdese cómo las famosas pinturas de Giuseppe Arcimboldo tituladas Los elementos son textualizadas cuando se narra el nacimiento de Hans Reiter (Rodríguez Freire 2016).
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