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DERRIDA Y EL PROBLEMA DEL SUPLEMENTO: EL CARÁCTER ESPECTRAL DE LA HUELLA FÍLMICA
María del Carmen Molina Barea
María del Carmen Molina Barea
DERRIDA Y EL PROBLEMA DEL SUPLEMENTO: EL CARÁCTER ESPECTRAL DE LA HUELLA FÍLMICA
Derrida and the problem of supplement: filmic trace’s spectral character
Revista de Humanidades, núm. 47, pp. 193-228, 2022
Universidad Nacional Andrés Bello
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Resumen: El presente artículo aborda el pensamiento de Jacques Derrida acerca del suplemento con el propósito de plantear la noción de origen como no-presencia u origen tachado, y así desarticular la relación metafísica entre el signo y lo representado. El artículo indaga metodológicamente en un enfoque performativo de la deconstrucción, que analiza la categoría de suplemento subvirtiendo la escritura como imagen del habla a partir de la relectura derridiana de Rousseau. Luego, se emplean los conceptos de différance y párergon para argumentar el estatuto originario de la huella. Este aspecto se orienta específicamente al estudio del suplemento en el caso de la imagen cinematográfica, motivo por el cual se comentarán algunas películas como ejemplos relevantes. El artículo termina revisitando la idea derridiana de hospitalidad como principio de respeto hacia las huellas espectrales que reaparecen en la imagen fílmica.

Palabras clave: Jacques Derrida, suplemento, huella, espectro, cine, deconstrucción.

Abstract: The present paper addresses Jacques Derrida’s theory about the “supplement” in an attempt to present the “origin” as non-presence or erased origin, thus dismantling the metaphysical linkage between the sign and the represented. Methodologically, the paper explores a “performative” approach to deconstruction, which serves to analyze the category of supplement by subverting the notion of writing as “speech’s image” taken from derridian rereading of Rousseau. It will then be used the concepts of “différance” and “párergon” in order to argue the originary character of “trace”. This aspect will be specifically orientated to the study of supplement in the case of cinematographic image, that is why some films will be cited as relevant examples. Ultimately, the paper revisits derridian idea of “hospitality” as a way to enhance respect for all the spectral traces that reappear within cinematographic images.

Keywords: Jacques Derrida, Supplement, Trace, Specter, Cinema, Deconstruction.

Carátula del artículo

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DERRIDA Y EL PROBLEMA DEL SUPLEMENTO: EL CARÁCTER ESPECTRAL DE LA HUELLA FÍLMICA

Derrida and the problem of supplement: filmic trace’s spectral character

María del Carmen Molina Barea
Universidad de Córdoba, España
Revista de Humanidades, núm. 47, pp. 193-228, 2022
Universidad Nacional Andrés Bello

Recepción: 10 Diciembre 2021

Aprobación: 08 Septiembre 2022

1. Introducción

No hay origen simple.

(Derrida, De la gramatología)

El presente artículo propone como hipótesis la opción de un origen no metafísico en el marco de la relación referencial de la representación sígnica. Por necesidades metodológicas se acude al contexto teórico de la deconstrucción derridiana con el propósito de argumentar la presencia ausente de un origen tachado, valga decir, un origen no trascendental sino performativo. Esta tentativa requiere, en todo caso, una puntualización relativa al encaje de la teoría de los actos de habla de J. L. Austin en el pensamiento de Derrida. Si bien podemos mantener a efectos argumentativos el término performativo, Derrida encuentra en él ciertos aspectos contrarios a la deconstrucción, básicamente la metafísica de la presencia que implica el origen de una identidad como fuente de enunciación, esto es, un sujeto con voluntad de ejecutar un speech act. Derrida se afana en instalar la ausencia en el lugar de esta subjetividad, para así deconstruir la noción de intencionalidad que soporta los actos de habla.

En este sentido, el lenguaje no es el instrumento de un sujeto, sino que no habría sujeto sin un lenguaje que lo nombra. Es por ello que la noción de acto de lenguaje es problemática para Derrida puesto que tiene como petición de principio la existencia del agente independiente del acto y del lenguaje. (Jerade 158)

Salvando este riesgo, desde la postura derridiana la idea de performatividad interesa por las potencialidades de su desarrollo constructivista, que lleva las consecuencias performativas a su coherente cumplimiento1. Es desde esta perspectiva que se emplea la idea de performatividad en este artículo. Performatividad que tensioma la oposición entre lo performativo y lo constativo, respectivamente, entre el lenguaje del acto y el lenguaje de la verdad. Esta circunstancia obliga a replantear la exigencia de un origen como fuente derivativa. Jacques Derrida investiga sobre ello en el libro que escribe a la muerte de su amigo Paul de Man, a quien le unía una relación epistolar en torno a su común interés por el Ensayo sobre el origen de las lenguas de Rousseau, en el que se basó Derrida para estudiar la deconstrucción de los actos de habla2. En esta línea, el artículo problematiza la noción de suplemento a partir de la relectura que el filósofo hace de esta obra de Rousseau. De ahí, pues, que se recurra a esta elección, y no tanto a la fenomenología husserliana abordada en La voz y el fenómeno. Derrida denuncia que Husserl se mantiene apegado a la idea de origen en el intento de restaurar una metafísica auténtica o philosophia proté (Derrida, La voz 41). En breve, Husserl persigue un “modo auténtico de la idealidad, la que es”, en la identidad de su presencia. Al contrario, este artículo trata expresamente de ausencias presentes, de fantasmas y aparecidos, y no de presencias vivientes.

Asimismo, a causa de la intencionalidad fenomenológica, no puede rescatarse enteramente la teoría del signo de Husserl, que distingue entre signos de expresión y signos de señal. Mientras que la expresión supone una exteriorización voluntaria, consciente e intencional –pues no hay expresión sin la intención de un sujeto que anime el signo–, las señales son signos que no expresan nada, lo que no quiere decir que carezcan de significación. Así pues, cuando por medio de las señales parecía que Husserl propondría un signo rebelde contra la representación, finalmente establece que la clave diferencial entre expresión y señal radica en la intencionalidad3. “Por esto, dice Husserl, la expresión funciona entonces ‘como señal’” (La voz 150). De este modo, como analiza Derrida, aunque no exista una razón sustancial para la diferencia de ambos signos, el motivo sigue remitiendo a un sujeto enunciador y por tanto a un origen trascendental, a una intencionalidad preexpresiva (73). En cambio, lo originario derridiano no reside sino en la representación, “proposición que no puede sostenerse, evidentemente, más que en la tachadura de estos dos últimos conceptos: aquella proposición significa que no hay ‘comienzo’ y que la ‘re-presentación’ de la que hablamos no es la modificación de un ‘re’ sobrevenida a una presentación originaria” (92). He aquí la performatividad anunciada.

Afirmar, como acabamos de hacer, que en el signo, no tiene lugar la diferencia entre la realidad y la representación, etc., viene a decir, pues, que el gesto que confirma esta diferencia es la borradura misma del signo […] Por consiguiente, restaurar la originalidad y el carácter no derivado del signo contra la metafísica clásica, es asimismo también, por una paradoja aparente, borrar un concepto de signo toda cuya historia y todo cuyo sentido pertenecen a la aventura de la metafísica de la presencia. Este esquema vale también para los conceptos de representación, de repetición, de diferencia, etc., así como para todo su sistema. (100)

Derrida observa que cuando Husserl introduce en su fenomenología la intuición originaria, lo hace, después de todo, desde la experiencia de la ausencia y desde la no-significación del signo, algo que supo ver más oportunamente C. S. Peirce al teorizar que el carácter representativo del índice en tanto que representamen consiste en ser un segundo individual. Ahora bien, esta segundidad tiene carácter existencial propio: el índice es genuino. En cambio, si la segundidad se entiende como derivación de un original, el índice se llama degenerado. En definitiva, un índice genuino puede considerarse una primeridad o un segundo individual, lo que induce a sintetizar origen y signo. “Ahora bien, lo representado es desde un principio un representamen” (Derrida, De la gramatología 64). Como dijese el propio Derrida, en su proyecto de semiótica Peirce parece haber estado más atento que Saussure. No por casualidad, subraya el filósofo, fue de la mano de Saussure y Rousseau que se generalizó el concepto representativista de la escritura, y con ello también la crítica a esta como sustituto de la lengua, o lo que es lo mismo, la escritura como imagen de la lengua. Del programa saussuriano se infieren, en efecto, relaciones entre signos lingüísticos y signos gráficos. Estos últimos reciben la acusación de operar como un añadido deformador, un vestido que desfigura el origen y pretende hacerse pasar por tal4. Saussure tilda este proceso de “culto perverso de la letra-imagen”, “pecado de idolatría” y “superstición por la letra” (50), ya que según él, la escritura es un elemento externo a la lengua. La deconstrucción aspira a eliminar dicho sistema de oposiciones: externo/interno, representación/presencia, imagen/realidad, apariencia/esencia. En consecuencia, afirma Derrida, debe descartarse, en justicia a la arbitrariedad del signo, la idea saussuriana de la escritura como imagen de la lengua, que censura el solapamiento de lo que representa y lo representado, justo al revés del enfoque deconstructivo:

La representación se une con lo que representa hasta el punto de hablar como se escribe, se piensa como si lo representado solo fuera la sombra o el reflejo del representante. Promiscuidad peligrosa, nefasta complicidad entre el reflejo y lo reflejado que se deja narcisísticamente seducir. En este juego de la representación el punto de origen se vuelve inasible. Hay cosas, las aguas y las imágenes, un remitirse infinito de unas a otras, pero ninguna fuente. No hay ya origen simple. Puesto que lo que es reflejado se desdobla en sí mismo y no solo porque se le adicione su imagen. El reflejo, la imagen, el doble desdobla aquello que duplica. El origen de la especulación se convierte en una diferencia. Lo que puede mirarse no es uno y la ley de la adición del origen a su representación, de la cosa a su imagen, es que uno más uno hacen al menos tres. Ahora bien, la usurpación histórica y la extravagancia teórica que instalan la imagen entre los derechos de la realidad están determinadas, para Rousseau y Saussure, como olvido de un origen simple. (47-8)

Sin embargo, como se argumenta, simplemente no hay origen simple. Así pues, no existe un origen que pueda ser olvidado. En esta medida se estudia el vínculo entre suplemento y diferencia a caballo entre la escritura y la imagen, indagando así en el mal de la representación del signo mimético. En particular, se atiende el caso de la imagen fotocinematográfica como escritura fílmica que capta la huella de un referente original. Se toma para ello algunas películas como ejemplos, sobre todo el filme Los ojos de Ariana (R. Macián, 2017), que trata la destrucción de los fondos de la Filmoteca Nacional de Afganistán por parte del régimen talibán. Esto se hará teniendo como telón de fondo el estado de la cuestión y logros teóricos alcanzados en el terreno de estudio de la imagen afín a la deconstrucción. Nos referimos a una metodología que reclama imágenes no representacionales sino performativas, en línea de autores situados al amparo inspirador de Aby Warburg, como son Georges Didi-Huberman, Hans Belting, Keith Moxey, o W. J. T. Mitchell, quien en respuesta al título de su libro ¿Qué quieren las imágenes? reclama el derecho de estas de no ser reducidas al signo. Finalmente, esto dispone no tanto un pictorial act que transponga la teoría de los speech act a las imágenes5, como un pictorial turn según explica Mitchell:

Lo que quiera que sea el giro pictorial, debe quedar claro que no se trata de una vuelta a la mímesis ingenua, a teorías de la representación como copia o correspondencia, ni de una renovación de la metafísica de la “presencia” pictórica: se trata más bien de un redescubrimiento poslingüístico de la imagen como un complejo juego entre la visualidad, los aparatos, las instituciones, los discursos, los cuerpos y la figuralidad. (Mitchell 23)

2. El suplemento y el origen tachado

El origen es origen tachado, lo originario es el no-origen: idea esta que sugiere la de juego, juego sin seguridad, sin inicio ni fin.

(De Peretti, Jacques Derrida: texto y deconstrucción)

Jacques Derrida aborda la cuestión del origen tomando como caso el problema de la escritura. Se basa, concretamente, en el Ensayo sobre el origen de las lenguas de Rousseau, texto en el que localiza un doble fenómeno: la condena de la escritura frente al privilegio metafísico de la voz, en la medida en que aquella encarna la exterioridad de esta. Dicha circunstancia se explica por ser el habla expresión natural del pensamiento, que sufre el añadido de un elemento ajeno, la escritura, técnica “artificial y artificiosa” que intenta hacer presente el habla cuando esta se encuentra ausente. Por tanto, en cierto modo, la escritura busca suplir el habla, que, a diferencia de la palabra escrita, es testimonio directo de una referencia originaria y verdadera. En la expresión de Derrida: “El verbo ‘suplir’ define cabalmente el acto de escribir” (De la gramatología 354). Este amago de sustitución de una ausencia por una presencia conduce al descrédito de la escritura que, en consecuencia, es menos preciada por su carácter de suplemento. Se deduce de esto que la escritura supone un añadido peligroso, puesto que hace pasar una cosa por otra: el suplemento por el origen. En esta coyuntura, el habla ostenta una primacía ética que remarca la inferioridad de la escritura, ya que, dada su exterioridad y añadidura, implica un atentado falaz contra el origen6. He aquí el drama de la representación. “Las lenguas están hechas para ser habladas, la escritura no sirve sino de suplemento del habla […], la escritura no es más que la representación del habla” (Rousseau cit. en Derrida, Márgenes 187).

Así pues, la escritura se agrega al habla en calidad de representación, es decir, como signo, imagen. “La primera escritura es una imagen pintada” (Derrida, De la gramatología 357). Se diría entonces que constituye una repetición representativa, un doble sustitutorio del origen. Por eso no resulta extraño que Derrida, al comentar el texto de Rousseau, acuda también a Platón, ya que ambos entienden la escritura desde una óptica ambigua por considerarla un gesto mimético que califican de “nada ontológica”. Imposible no citar aquí el mito de la caverna como estructura representacional: las sombras (imágenes, phantasmata) proyectadas en la pared de la cueva son signo de objetos, y sin embargo, los individuos allí encadenados las creen verdaderas, de suerte que la representación suple al referente en un proceso de degradación que se aleja del origen real situado fuera. La nulidad de la escritura es, pues, la “perversión de la imitación”, una “enfermedad” que Derrida designa el “mal del suplemento”, o lo que es lo mismo, el mal de la representación, el mal semiótico, que hace que el origen sea subsumido, relevado, por el signo (Derrida, Clamor 14). Así entendido, el suplemento corrompe, por tanto, lo verdadero mediante un sucedáneo que presenta como originario. De esta forma, la escritura incurre en un acto de infidelidad para con el origen. “El movimiento de la representación suplementaria se aproxima al origen alejándose de él” (Derrida, De la gramatología 371).

En esto consiste el pecado original de la escritura: el representante sígnico adquiere entidad propia mientras anula –engulle y superpone– lo representado. La crítica de la escritura como suplemento responde al hecho de que esta fagocita aquello que suple. Ahora bien, semejante canibalismo suscita asimismo la idea de que el origen no es sencillamente una verdad referencial sometida a representación y, por ende, sustituida. De hecho, en este panorama sería planteable un origen que no participe de la dualidad representacional. Sentenciaba Derrida que el suplemento no se añade más que para sustituir, pero pensar la sutitución no es cosa simple. Lo relevante de la denominada perversión de la imitación no es que el suplemento agreda al origen como fuente de verdad, sino que el suplemento se torna origen. En otras palabras, la representación deviene originaria. Esto abriría las puertas al simulacro, pues si el origen termina desapareciendo bajo su representación, a lo que se asiste, en resumidas cuentas, es a la deconstrucción de la noción de esencia, resultante de la supresión del binarismo metafísico. En esta tesitura, no habría propiamente origen que suplir, sino origen solo en tanto que es suplido, es decir, a condición de ser suplido. Así pues, si el suplemento se definía como la sustitución de una ausencia originaria por una presencia supletoria, más oportunamente se debería exponer que el suplemento sustituye una no-presencia, pues nunca hubo presencia originaria como tal cuya ausencia sustituya el suplemento.

En este contexto, el reto deconstructivo es pensar un origen no originario (Derrida, Márgenes 331). Por así decir, en el origen nunca hubo origen. Más específicamente, en el origen fue la huella, y esta no es la que deja la presencia originaria al desvanecerse, sino la huella origen de sí misma que no es mero signo. Huella como diferencia (différance). “Entendida así, la suplementariedad es realmente la diferencia, la operación de diferir […]. La diferencia suplementaria sustituye la presencia en su falta originaria a ella misma” (Derrida, La voz 149). De esto se extrae que la presencia consiste en una no-presencia y que el origen solo puede ser diferencial. Diferencia en-sí. “Lo mismo se llama aquí suplemento, otro nombre de la diferencia” (Derrida, De la gramatología 191). En esta medida, si no hay presencia originaria no puede haber, por tanto, ausencia derivada que el suplemento supla. De tal forma, el simulacro dota de originariedad al origen. La representación concede substancia a lo representado, puesto que “la presencia está siempre aplazada, diferida, y lo suplementario es posible porque existe una carencia originaria” (Nava 28). Entiéndase, pues, a pesar del oxímoron, el advenimiento de una substancia deconstruida.

Así las cosas, al poner en entredicho la presencia, se quiebra el dualismo metafísico y se introduce un régimen performativo en lo originario.

Se trata de un suplemento originario, si se puede arriesgar esta expresión absurda, inadmisible como es dentro de una lógica clásica. Suplemento de origen, más bien: que suple el origen desfalleciente y que, no obstante, no es derivado; ese suplemento es, como se dice, de una pieza, de origen. (Derrida, De la gramatología 394)

En virtud de ello afirma Derrida que el suplemento se encuentra ya en el origen. De ahí que el origen sea, por definición, suplementario. Dicho de otra manera, porque hay suplemento hay origen. Suplemento como origen7. Se trata, así, de un origen impuro. En palabras de Derrida: “Confieso por lo tanto una pureza que no es muy pura. Cualquier cosa menos un purismo” (El monolingüismo 69). Para el filósofo no existe un habla previa a la escritura, de forma que el origen es(tá) contaminado de suplementariedad. Con lo cual, si asumimos la originariedad del suplemento, el origen pasa a ser un no-origen, un origen tachado. Debe reformularse desde esta perspectiva la idea de que la escritura actúa sobre la voz cual imagen de una presencia ausente, pues como se ha dicho, es gracias a que no hay origen que puede añadírsele un suplemento. De acuerdo con la teoría derridiana, la representación representa precisamente porque no hay presencia que la preceda. El suplemento discurre así como una singular prótesis del origen. “Cuando se recibe una prótesis, se supone que allí hay algo que reponer o sobreponer, algo que tenía que estar, pero por algún motivo, conocido o no, no está” (Balcarce 78).

En esa situación, pensar el origen y el suplemento no es tan fácil como pensar el afuera y adentro de la escritura o la imagen, sino que se requiere pensar el afuera que se encuentra en el corazón del adentro. La escritura, que era lo externo del habla, reside en el interior8. Nada que ver, por tanto, con una mirada metafísica al origen: “La metafísica consiste entonces en excluir a la no-presencia determinando al suplemento como exterioridad simple, como pura adición o pura ausencia” (Derrida, De la gramatología 211). Resulta entonces inviable el objetivo platónico de separar el origen del suplemento, la presencia de la representación, ya que la presencia es a la vez su representación, y el origen, su propio simulacro. “El afuera mantiene con el adentro una relación que, como siempre, no es de mera exterioridad. El sentido del afuera siempre estuvo en el adentro, prisionero fuera del afuera, y recíprocamente” (46). En esta búsqueda de la interioridad de la exterioridad, se cuestiona Derrida por una zona intermedia, una tierra de nadie entre el adentro y el afuera, que denomina passe-partout por la franja de orla que suele colocarse entre una pintura y el marco. Inspirándose en Kant, Derrida lo llama también párergon, que designa el suplemento que se añade a una obra, ya sea el marco a una pintura o el vestido a una escultura. El párergon constituye, en efecto, el elemento que se superpone a un ergon, o pieza originaria, el cual, a pesar de situarse en los márgenes de la exterioridad de aquella, participa del interior del ergon configurándolo como tal9. Así es como el suplemento forma parte de la obra y se encuentra jalonado por la tensión bidireccional dentro-fuera. Como dijese Derrida, tachando la escritura de la esencia: “El afuera es el adentro” (57).

Sirva, así pues, pensar el suplemento como párergon, e incluso como pharmakon. En el Fedro platónico Derrida rastrea la concepción metafísica que condena la escritura respecto del habla, al presentarse la primera como un remedio auxiliar para el ser humano mientras empobrece la capacidad de la memoria. De ahí que la escritura se vea a la vez como cura y como veneno. Derrida caracteriza la naturaleza del suplemento desde esta ambigüedad radical: el pharmakon es ambivalente porque diluye las fronteras entre lo que está dentro y lo que está fuera. “La ceremonia del fármacos se representa, pues, en el límite entre el interior y el exterior que ella tiene como función marcar sin tregua. Intra muros/extra muros” (Derrida, La diseminación 201). En pos del origen no-originario, la pauta es permanecer en esta polarización; espacio de oposición de opuestos donde surge la diferancia. “El fármacon es el movimiento, el lugar y el juego (la producción de) la diferencia. Es la diferenzia de la diferencia” (191). Incluso Rousseau, que deploraba la escritura como enfermedad del origen, la rehabilita en tanto que mímesis –a saber, imagen– en la medida en que promete la restitución del habla10. Pues ya se dijo que solo por la escritura hay habla. Esta es, en definitiva, la cualidad del suplemento originario11.

En este escenario urge matizar lo antes comentado sobre el intento del signo de borrar aquello que le permite aparecer. Básicamente, el suplemento no aspira solo a transformarse en lo que suple, sino a convertirse, aún más, en el origen de lo sustituido. Algo parecido a la historia de Zeuxis y Parrasio: el cuadro vencedor era más realista que la propia realidad, y es justo por este hiperrealismo –simulacro en potencia– que no se limitaba a copiar la realidad preexistente, ni tampoco a suplirla (la perfección del signo era tal que cancela toda posible referencia al referente), sino que es la representación la que confiere visos de realidad a la realidad misma y confunde el límite entre una y otra. En definitiva, sería el engaño de los ilusionistas, los “hacedores de imágenes”, según Platón, para quien la escritura –se ha visto con el pharmakon– podía ser tan ponzoñosa como las sombras de la caverna. Esta crítica alcanza la leyenda del origen de la pintura, narrada por Derrida (Artes 157), según la cual la hija de un alfarero de Corinto (nótese la degradación platónica que va del artesano al pintor) siluetea en la pared la sombra del perfil de su enamorado para no olvidarlo. Pues bien, si el origen de la escritura se estimaba una peligrosa adición técnica, esta no mantiene paralelismos únicamente con la pintura sino sobre todo con el cine, entendido como escritura añadida a la realidad filmada. No se obvie que en esta leyenda se ha querido ver también una clara rémora de la caverna platónica, así como una incipiente sala de cine.

3. El no-origen de la imagen fotocinematográfica

La diferancia es el ‘origen’ no-pleno, no-simple, el origen estructurado y diferente (de diferir) de las diferencias. El nombre de ‘origen’, pues, ya no le conviene.

(Derrida, Márgenes de la filosofía)

Dado que el mal de la representación radicaba en la mímesis sígnica, ¿qué lugar ocupe la cámara cinematográfica, considerada el ojo mecánico que capta la realidad tal cual es? Las propiedades del medio fílmico permiten registrar fielmente fragmentos de la realidad visible, que son capturados en tiempo y acción en un soporte de celuloide. Las emanaciones lumínicas del referente tomadas por el objetivo de la cámara se inscriben (escritura de luz) en la superficie de la película fotosensible. En esta medida, la imagen fílmica entraña la representación literal del referente, de donde se extrae que el signo cinematográfico es, por tanto, la realidad misma. En la terminología fundacional de André Bazin, se llamaría índex, imagen indicial o índice de la realidad, en suma, una verdadera captura de la huella luminosa por contigüidad entre imagen y referente. Así, incluso puede decirse que lo filmado participa físicamente de la imagen producida, pues en cierto modo una porción del objeto perdura en la imagen. También Peirce reconoce el estatuto de índex de la imagen fotocinematográfica como huella de lo real, o sea, traza, rastro, molde, impresión o impronta lumínica del referente, y llama índice al signo que significa su objeto por estar en conexión directa.

Esta concepción articula una idea de representación basada en la copresencia, y por extensión, plantea una con-fusión entre la representación y lo representado, lo que supone el solapamiento de este por aquella. De ahí que Roland Barthes en La cámara lúcida hablase de analogon de la realidad. La génesis técnica de la mímesis analógica otorga además a la imagen un alto grado de veracidad. Por eso, cuando tras la muerte de su madre Barthes encontró una fotografía suya de pequeña en el invernadero familiar, el hallazgo se convirtió en un tesoro revelador. Su madre estaba ahí; había muerto, pero una parte de ella seguía viva en la imagen. Esta conceptualización se corresponde con los presupuestos típicamente bazinianos:

En un célebre artículo de 1945 “Ontología de la imagen fotográfica”, André Bazin comparaba la práctica cinematográfica con las técnicas de embalsamamiento de las momias egipcias. El cine era para él una “momificación del movimiento”, que salvaba las cosas de una segunda muerte espiritual al fijarlas sobre el celuloide, como un moderno velo de Verónica sobre el rostro del sufrimiento humano. Bazin usaba tramposamente el nombre del objetivo de la cámara (objectif, en francés) como prueba irrefutable de la objetividad (objectivité) del cine, la más revolucionaria de las técnicas “realistas” de la historia del arte, que triunfaba donde las otras habían fracasado. Significativamente, ilustraba su texto con una imagen del Santo Sudario de Turín. La tela donde había quedado impregnada la esencia del cuerpo de Cristo representaba para él la síntesis de reliquia y fotografía que era el cine: una imagen de lo real que presentaba al mismo tiempo cualidades mecánicas y místicas. (Monroy 41)

La acepción de huella como índice en el ejemplo del sudario remite a la ausencia de un referente original –sagrado, inatentable, incontestable–, por lo que no se trata de la huella derridiana. Al contrario, implica una noción de suplemento como aquella de la fotografía de la madre de Barthes, donde el noema era “esto ha sido”, a saber, imagen como testimonio. Huella objetiva que afirma el referente en tanto que estuvo delante de la cámara. Valiéndose de este argumento, Barthes acuña el concepto de spectrum para connotar la imagen como “microexperiencia de la muerte”. Desde esta perspectiva, el referente es momificado por una técnica mecánica y conservado en el soporte fílmico, lo que explica la experiencia de muerte a pequeña escala: la vida encapsulada en la imagen es perpetuo recordatorio de una desaparición. Vista así, la imagen “lleva implícito un sentimiento de duelo y propone una cierta idea de resurrección de lo ausente” (Quintana 52). Susan Sontag habla precisamente de memento mori, en la medida en que el referente congelado en el material fotosensible atestigua “a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia” (Sontag 33).

Resulta evidente que este tipo de huella se mantiene en el régimen vicario de una fuente originaria, lo cual está lejos de empatizar con la teorización derridiana. En esta línea, diremos que aquel espectro que calificó Barthes reclama su fantasmagoría más allá de ser el signo de un origen desaparecido. Recuérdense, por ejemplo, las fotografías de muertos, que por un lado, pretendían ser el último testimonio documental del ser querido, el último vínculo físico con quien desaparece, la reliquia que lo conservase siempre y, por otro, exigían su presencia propia: no se fotografíaban los cadáveres como tal, sino el simulacro de muertos aún vivos, a los que se vestía con su ropa y se disponía adoptando poses fingidas. Los fantasmas demandaban también su ausente presencia en los ilusionismos de las fotografías de espectros –otro simulacro– en las que las vaporosas almas de los difuntos aparecían supuestamente junto a los retratados. Casos como estos convocan una huella que no es simplemente la de algo que estuvo ahí, sino una huella instituida como originaria. El fantasma de la différance no replica preexistencia alguna, sino que es origen de sí. Como trató con clarividencia Antonioni en Blow Up (1966), el origen de la imagen es la propia imagen.

Otro ejemplo significativo es la cinta El extraño caso de Angélica (2010), dirigida por Manoel de Oliveira, en la que un joven fotógrafo es solicitado en un velatorio para tomar imágenes de la fallecida. Enmarcada en el enfoque de la cámara, la mujer abría los ojos y sonreía al asombrado cameraman. Aunque ella continuaba muerta, vivía en las imágenes, viajaba de una a otra volando como un fantasma que habitaba los sueños del fotógrafo. Como puede apreciarse, Angélica seguía viva en las imágenes de forma muy distinta a como lo hacía la madre de Barthes, momificada en la fotografía. Diríase que la esencia de la imagen mecánica es poderosamente fantasmagórica. No en vano, las formas salen a la luz desde el fondo hasta la superficie de la película revelada, cual espectro que toma cuerpo en un fascinante acto de magia. La imagen (se) aparece. En este punto habría que aclarar la prejuiciada concepción del suplemento como huella de un origen. En clara oposición, los referidos fantasmas son huella originaria –fantasma diferencial– y no el phantasmata platónico, que era signo perverso de un referente original y verdadero. Es cierto que, al igual que la escritura respecto del habla, el cine está cuando el referente ya no está (la técnica fílmica es fantasmal de por sí), así como en la fotografía de la madre de Barthes. Sin embargo, el suplemento cinematográfico no se limita a sustituir lo filmado en su ausencia, sino que –gracias concretamente a su especificidad narrativa y capacidad de construcción de historias y diseño de personajes– funciona como el origen que refrenda el referente. Valga, pues, decir que el simulacro ontologiza sus referentes.

En este extremo, también el cine suple un origen que nunca fue propiamente tal. Nótese que el habla era ya escritural. Por tanto, en el origen fue el fantasma, y por ello, una sala de cine no es, como tantas veces se ha comparado, la caverna platónica, lo cual seguiría asumiendo una realidad verdadera que existe fuera, como el sol de la idea, mientras en el interior discurre una ficción en la que se sume el espectador. Al contrario, lo único real es la ficción12, “El signo está originariamente trabajado por la ficción” (Derrida, La voz 107). El simulacro –párergon o passe-partout– ha borrado la separación entre el adentro y el afuera: así es fuera de la caverna como dentro; la realidad al salir de la sala de cine es la que se ha forjado en el interior. En este sentido, cabe afirmar que la suplementariedad del cine es un paradigma performativo. Entiéndase entonces cuando se declara que en el cine no hay origen: la imagen fílmica es huella no tanto por ser el rastro lumínico de un referente ausente, sino por representar la carencia de aquello que existió como no-origen. Encaja así el cine con la definición de huella derridiana, huella originaria, también llamada archi-huella: el origen como huella, la huella como origen. Origen obliterado. “Se trata más bien de la referencia a un origen sin origen pleno. Un origen tachado; por tanto, una escritura originaria diferida” (Nava 42).

Por eso es preciso comprender el origen como tachadura, y alterar la herencia de la huella-índex. Reorientando, pues, la metáfora baziniana, en el cine lo originario sería la momia, por así decir, los sudarios que se añaden al cuerpo embalsamado. Párergon y no ergon. No se pase por alto que el Santo Sudario antes citado es comparable al velo con el que Verónica (vero ikono) secó el rostro de Cristo, verdadero origen, de donde se desprende el drama de la iconoclastia, o sea, la imagen creída verdadera –verdadero ícono–,el mal de la representación, el suplemento que se impone a su origen. La imagen indicial, surgida de la coexistencia física con el referente (rostro sangrante de Cristo, cuerpo muerto de Cristo) es huella directa, inscripción literal. Por lo tanto, una imagen que se cree verdadera y es idolatrada como originaria: índex, ícono, ídolo. Tal imagen se convierte en índice de sí misma; representación y referente al mismo tiempo. El velo de Verónica se superpone al origen, lo suple hasta el extremo de no haber rostro de Cristo si no existe el velo: el original desaparece en su molde, en su envoltura, en el añadido. En ese sentido, el lienzo de Verónica sería, recurriendo a la expresión del fotógrafo Joan Fontcuberta, un “beso de Judas”, ya que no se circunscribe a representar lo verdadero, sino que lo sustituye, y así comete un acto de infidelidad, una traición contra la verdad, contra el signo originario de la verdad misma. El velo es un suplemento declarado. Se hace pasar por otro: un beso de lealtad por un acto desleal. Se erige así en el simulacro perfecto:

La cámara testimonia aquello que ha sucedido; la película fotosensible está destinada a ser un soporte de evidencias. Pero esto es solo apariencia; es una convención que a fuerza de ser aceptada sin paliativos termina por fijarse en nuestra conciencia. La fotografía actúa como el beso de Judas: el falso afecto vendido por treinta monedas. Un acto hipócrita y desleal que esconde una terrible traición: la delación de quien dice precisamente personificar la Verdad y la Vida. (Fontcuberta 17)

Esto desmantela la idea analógica de huella y desacredita la veracidad mimética atribuida a la cámara como “mito de la foto-logía” (Daney y Oudart 116). Pues no es solo que la imagen fotocinematográfica supla la realidad de la que hace mímesis, sino que no existe realidad tal cual hasta el momento de su registro. La realidad no preexiste a su imagen. No hay realidad que la cámara se limite a captar, documentar, representar. Al revés, la representación suplementaria es origen de lo real. De ahí la necesidad de revisitar el mito de la caverna y reformular la manida distinción entre idea e imagen. Apunta Gilles Deleuze (1989) que el pensamiento platónico distingue dos clases de imágenes-ídolos: copias-íconos y simulacros-fantasmas. Según esto, Platón admitía las copias bien fundadas, como las de los artesanos, que copian directamente de la Idea, pero condenaba los simulacros de los artistas, que hacen una copia de la copia (degeneración de tercer grado). Derrida refiere también esta doble inscripción de la mímesis, “duplicidad interna del mimeiszai”, que Platón escindía en perjuicio de los simulacros (La diseminación 281). En resumen, mientras que las copias representan un original (huella de Bazin, spectrum de Barthes), el simulacro va en pos de los fantasmas, los cuales superan las sombras falaces de la caverna.

Y es que el pintor, aunque ciego del original, en la medida en que hace suplemento, hace original. Así, los hacedores de phantasmata, esto es, los hacedores de imágenes, son en realidad hacedores de realidad, “El ilusionista, el técnico del trompe d’oeil, el pintor, el escritor, el farmakeus” (212). Sirva decir también, el cineasta, en otras palabras, todos los que hacen representaciones, simulacros. Pues bien, dado que el simulacro no se queda en copiar ni suplir el original, sino que hace de sí mismo el original, invertir el platonismo consistirá, dice Deleuze, en reivindicar los simulacros13. Por eso, el suplemento alcanza su máximo desarrollo como simulacro, que supera la huella baziniana (índex que declara un origen ausente) así como el original que sustituye.

La huella no puede definirse, pues, ni en términos de presencia ni de ausencia. Es precisamente, lo que excede a esta oposición tradicional, lo que excede al ser como presencia, lo que se opone al logos presente y al concepto de origen. La huella no es sino el simulacro de una presencia que se disloca, se desplaza y remite a otra huella, a otro simulacro de presencia que, a su vez, se disloca, etc. (De Peretti 75)

El simulacro hace del suplemento el origen, lo que define el spectrum fílmico como diferencia. “En el fondo, la imagen solo tiene un valor propiamente fílmico o icónico ahí donde prescinde de lo que en un principio debería representar, de su referente, como diríamos para entendernos” (Derrida, Artes 99).

4. Los espectros de Buda y el suplemento de la destrucción

El cine es una fantomaquia. Dejen volver a los fantasmas.

(Derrida, Ecografías de la televisión)

Expuesto lo anterior, conviene repensar la naturaleza del suplemento en la escritura cinematográfica. Este asunto entraña un problema central en la definición del ente fílmico, especialmente tras afirmar que el suplemento supone, respecto del origen, una “imagen sin referencia” (Derrida, Artes 100). De este modo, las sombras no son, como sugería el índice platónico, sombra de algo, puesto que no hay origen sin suplemento. En concreto, lo originario es lo que sobrevive de ese no-origen. Por tanto, en vez de un referente que estuvo ahí y que se testimonia en una muerte perpetua, el cine muestra lo que Derrida denomina sobre-vida, de forma que la huella cinematográfica se erige en el simulacro de la supervivencia14. En esta medida, la huella no es lo que se conserva de algo desaparecido. Ya no es posible creer en la verdad fidedigna del índex; se ha perdido la fe en el mito de la foto-logía y su régimen fiduciario. Decía Derrida que lo que más le interesaba del cine era justamente su modo de creencia, el crédito que se le otorga a la imagen, a sabiendas de que la pantalla despliega una dimensión espectral. En efecto, el cine moviliza el régimen de la creencia espectral. A este respecto son bien conocidas las declaraciones de Derrida caracterizando la experiencia cinematográfica como un fenómeno netamente espectral. En este contexto, la no-presencia encuentra en el espectro el paradigma de lo suplementario, de manera que el espectro se convierte en metáfora de la representación originaria. “Nos lo representamos, pero él, por su parte, no está presente, en carne y hueso” (Derrida, Espectros 118).

El espectro se presenta fantasmagóricamente, aparece en una “visitación” (117). Es más, Derrida define el espectro como la frecuencia de la visibilidad de lo invisible. Huella originaria que se repite. Esta repetición espectral es lo que el filósofo denomina fantología, o hauntologie, la lógica del asedio que propone la viabilidad de la no-presencia en lo presente. Salta a la vista que este espectro derridiano no es como el spectrum de Barthes. En la entrevista titulada “El cine y sus fantasmas” que publicó Cahiers du Cinéma en 2001, Derrida se sorprendía de que la deconstrucción pudiera aplicarse en un campo como el cine, sin embargo, él mismo participó en proyectos cinematográficos que problematizaban la cuestión del suplemento, la diferencia y los fantasmas, como Ghost Dance (K. McMullen, 1983) y D’ailleurs Derrida (S. Fathy, 1989). Sobre esta última película, Derrida volcó su experiencia de rodaje en un libro coescrito con la directora, en el que ambos reflexionaban sobre su mutua incomprensión acerca de temas como el robo de la palabra por la imagen o el método de filmación, edición y montaje, que para el filósofo guardaba cierta semejanza con la artificiosidad técnica de la escritura. Derrida se sentía un simulacro, escindido en el “divorcio entre el Actor y yo” (Derrida y Fathy 65). Sufría la tensión del párergon, situado dentro y fuera de la pantalla. Así pues, también en el cine hay equivalente del passe-partout. Como señaló el propio Derrida: “Los bordes internos de un encuadre suelen estar biselados” (La verdad en pintura 26).

En este ámbito, una película especialmente propicia para sopesar el alcance del suplemento cinematográfico es Los ojos de Ariana (R. Macián, 2017). El filme narra la quema de las películas custodiadas en la Filmoteca Nacional de Afganistán a manos de los talibanes. La mirada de Ariana –mítico nombre del antiguo Afganistán– es trasunto de la mutilada historia del cine afgano. Junto a este tema, la película trata la destrucción, también por parte del régimen talibán, de las monumentales esculturas de Buda del valle de Bamiyán, reconocidas como patrimonio de la humanidad, talladas directamente en la roca cuando la región era un enclave frecuentado por las caravanas de la ruta de la seda. En un gesto de afirmación iconoclasta, el gobierno islamista decretó en el año 2001 que las estatuas eran ídolos y, por tanto, contrarias al Corán, por lo que las hicieron explotar con dinamita. Las colosales figuras que siglos atrás habían sido inscritas en la superficie pétrea, como una especie de escritura horadada en el paisaje, persisten ahora en el vacío que queda tras su voladura. Este inmenso hueco que un día ocupó el cuerpo de Buda no se limita, sin embargo, a ser la huella de su presencia extinguida, como tampoco las imágenes fílmicas que documentan los restos del atentado son mero testimonio del terrible suceso.

La silueta de Buda en la pared rocosa es, en realidad, huella de sí misma, una escritura que reescribe su ausencia y posibilita una presencia no-presente. Esto se pone de manifiesto cuando el equipo de la película filma en Bamiyán. El operador ubica la cámara en el lugar en el que debió estar situada la de los talibanes que registró la explosión, y así se equipara una mirada con la otra usando imágenes de archivo de los Budas. Este juego de miradas dialoga con una hoja de papel con el trazado del contorno de las esculturas, y que el director sostiene a la altura del horizonte superponiéndola a los espacios que quedaron vacíos, como si intentase calcarlos en la pantalla. Este recurso recuerda al bloc mágico de Freud sobre el que reflexiona Derrida. El dispositivo se describe como una tablilla de cera sobre la que se coloca una hoja transparente. La escritura incide sobre esta, de forma que al retirar el papel, la base de cera conserva la traza, pudiendo acoger sucesivamente cuantas marcas se inscriban, “Y pertenece a la marca el borrarse a sí misma, hurtarse a sí misma lo que podría mantenerla en presencia. La marca no es ni perceptible ni imperceptible” (Derrida, Márgenes 100). En este sentido, advierte Derrida que la marca no es el signo de una presencia, “sino un simulacro de una presencia que se disloca, se desplaza, se repite” (59). De ahí que la huella permanezca borrándose.

En resumen, la marca no es el rastro de la escultura-origen desaparecida. Es, más bien, un espectro que reaparece afirmándose como presencia ausente. En esto consiste la espectrología derridiana: “Hay algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido” (Derrida, Espectros 20). En consecuencia, los espectros cinematográficos que encarnan las estatuas de Buda son la marca de la différance. Son el simulacro de lo muerto que sobrevive; la sobre-vida antes aludida. Lejos queda la huella indicial. El sudario y el velo funcionan como la lámina transparente del bloc mágico y asemejan, asimismo, el lienzo blanco de la pantalla cinematográfica en el que aparecen formas nacidas del registro lumínico. Estas no son las fantasmagorías de la caverna de Platón, sino los espectros reaparecidos. Por eso es significativo cuando en la película se cuenta la anécdota de una proyección de cine que tuvo lugar a los pies de los Budas de Bamiyán, y que fue ocasión de una curiosa historia relativa a la capa del mulá que se pidió prestada para usar como pantalla. Cuando terminó la sesión, su dueño no la aceptó de vuelta porque decía que en ella habían entrado demonios y espíritus que luego aparecerían en su casa. No sorprende entonces que, en esta conflictiva relación entre ícono y simulacro, Derrida retome la idea de un sudario fílmico para perfilar otra microexperiencia de la muerte, muerte que sobrevive como espectro.

En una conversación, Derrida decía que, como algo saliente de la muerte, la imagen siempre es un sudario, lo que revela velando, lo que oculta el rostro y a la vez lo exhibe. El velo impreso por los rasgos del rostro que sorprende. La imagen nos mira y revela al otro de sí. ¿A quién nunca le ha sorprendido su propia foto? Cada imagen toma una parte desconocida de sí y la fija, una parte extraña que no se deja reapropiar, porque pertenece ya a otro mundo, el mundo del ícono y del simulacro. (Fathy en Derrida y Fathy 149)

Como ya se dijo, el original es la momia y no el cuerpo embalsamado. El original es la vestidura y no la escultura, tal y como ocurre en el cuadro de Magritte Los cuernos del deseo (1960), en el que dos vestidos de mujer reproducen la anatomía femenina sin ser portados por nadie. Vestidos ausentes de cuerpo. Párergon carente de ergon. No es casual que Derrida mencione a su vez el cuadro de Magritte La filosofía en el tocador (1947), en el que se plasma una idea compositiva similar: en esta pintura el vestido es el cuerpo. “¿Un párergon sin ergon? ¿Un suplemento ‘puro’? ¿Un vestido como suplemento ‘desnudo’ del ‘desnudo’, ¿un suplemento sin nada para suplir, que invoca por el contrario lo que suple como su propio suplemento?” (Derrida, La verdad en pintura 316). Huelga decir que estos vestidos no tienen nada en común con aquel del que desconfiaba Saussure. También las siluetas de Buda han perdido su cuerpo; otro párergon sin ergon. La marca en la roca es el velo-huella que hace visible el no-origen. Siguiendo un ejemplo del propio Derrida, sería como el velo transparente que cubre, pero a la vez muestra, el pubis de la Lucrecia pintada por Cranach. O también como el velo fingido que oculta parcialmente, y al mismo tiempo revela, el retrato de Filippo Archinto, obra de Tiziano, que sirvió a Horst Bredekamp (10) para teorizar acerca del poder fascinador de la imagen. Precisamente este velo es el elemento que le concede potestad existencial al retratado, a quien le había sido otorgado el cargo de arzobispo, pero no así su ejercicio, de suerte que solo a condición del velo pudo ser inmortalizado en la pintura. El propio Bredekamp comenta el cuadro de Santa Verónica de Robert Campin que es la síntesis perfecta de este argumento, gracias a que el velo con la cara impresa de Cristo que sostiene la santa es, curiosamente, transparente.

Aunque quizá el mejor ejemplo de párergon sin ergon sean las escayolas de Pompeya, que constituyen la huella literal de un molde que envuelve un cuerpo desaparecido. Recuérdese la secuencia de Viaggio in Italia (R. Rossellini, 1954) en la que un matrimonio presencia el momento en que los arqueólogos sacan a la luz una pareja enterrada bajo la ceniza de la histórica erupción, provocando el malestar de Ingrid Bergman ante la visión reaparecida de la muerte. Ángel Quintana ha comentado que esta escena es la formulación de una imagen sin referente, “imagen que ha perdido su negativo” (72). Como también desaparecía misteriosamente el cadáver de la ya citada Blow Up, que solo perduraba en las fotografías. El cuerpo, supuestamente originario, se desvanece porque solo existe como huella. Así pues, no hay cuerpo que desenterrar. Como dijese Derrida, “es tentador volver a un momento arqueológico, a un primer instante del signo sin habla”, pero insiste en que el origen es suplementario, “el sistema del signo no tiene afuera”; hay que pensar por tanto en un “signo inmediato” (De la gramatología 294). En efecto, la huella no es comparable al espectro arqueológico que Freud personificó en la Gradiva de Jensen, que desempeña el rol de suplemento de un original inalcanzable15. No hace falta advertir que Derrida ve a Gradiva de forma muy distinta (“Por suerte escribí estas últimas palabras al borde del Vesubio, muy cerca de Pompeya, hace menos de ocho días. Como cada vez que vuelvo a Nápoles, desde hace más de veinte años, pienso en ella” [Mal de archivo 103]).

Los moldes pompeyanos son, pues, esculturas sin origen, esculturas originarias. Desde este punto de vista, la huella en la piedra no es huella de las estatuas de Buda que estuvieron ahí, sino la huella de su destrucción. Una destrucción que se repite y se hace presente, asalta al espectador, lo visita periódicamente. De este visitare deduce Derrida un “efecto visera” que expone al espectador a que se sienta visto y no al revés, ya que el espectro es una visión invisible. El espectro nos mira, pero no vemos a quien nos ve. “El fantasma nos mira, ‘efecto de visera’ [effet de visiére] lo llama Derrida: sin posibilidad de simetría […] no puedo devolverle la mirada, como no puedo devolver la vida ni el tiempo [,] ya que (me) mira sin ver(me)” (Tudela 165). El ejemplo de espectro según Derrida es el fantasma del rey Hamlet, que cuando aparece lleva la visera del yelmo medio alzada, lo suficiente para mirar sin poder ser mirado. Volviendo a la película, esta visera no es otra cosa que la rejilla del burka que cubre los ojos de las mujeres afganas, seres espectrales en sí mismos que se esfuerzan por sobrevivir. Ellas encarnan también los ojos de Ariana.

Estas mujeres aparecen reiteradamente a lo largo del filme, siempre en segundo plano; invisibles visibles en el párergon del fotograma. Elemento que punza (punctum barthesiano), anomalía indeseada que se cuela en la imagen, y que sin embargo reclama, en calidad de fantasma, su presencia ausente. Ellas también han sido explotadas como Buda. La película denuncia directamente la censura talibán, pues solo se podía filmar lo que su ley permitía. Los talibanes precintaron la sala de las cámaras en las instalaciones de Afghan Films, quedando después de aquello prácticamente en estado de abandono. Quemaron además cientos de películas; solo se salvaron las que los operarios pudieron esconder. En cambio, los talibanes sí dieron autorización para filmar la ejecución de una mujer con burka, arrodillada y humillada, de un tiro en la cabeza. El suplemento de la destrucción es esta huella negada que clama por su afirmación. De ahí que salvar el cine sea también salvar los espectros. Salvar a la muerte de la muerte. Y así también, restituir la visibilidad de la pantalla invisibilizada por las bombas, como las responsables de destrozar la sala de cine que se muestra en la película, totalmente reducida a escombros. La otrora pantalla de cine ya no existe salvo su fantasma, de ella solo queda en la pared el oscuro agujero que una vez ocupó, lo mismo que el gigantesco hueco que un día acogió a Buda. El filme muestra cómo entre las ruinas de su cine desaparecido, los afganos siguen acudiendo a contar historias.

5. Coda: presentar lo (im)presentable

Desde el momento en que hay espectro, la hospitalidad

y la exclusión corren parejas.

(Derrida, Espectros de Marx)

Si la escritura era considerada lo exterior a la voz, la différance de la huella será la exterioridad que habita la interioridad, como extranjero en tierra propia. Los extranjeros son, a su modo, fantasmas que pululan sin ser vistos; ecos imprevistos de espectralidad. Derrida está convencido de que el cine se muestra sensible a estos espectros y permite que nos visiten en la pantalla. En sus palabras, el extranjero es un nuevo arribante, el reaparecido al que no se le ve venir, como el efecto visera, “El revenant es entonces aquello que llega sin ser visto, sin posibilidad de ser visto, por lo tanto, sin posibilidad de programación, de prevención, debido precisamente a su imprevisibilidad” (Rocha 76). Dado este grado de imprevisibilidad, el acontecer del arribante involucra la semilla de la hospitalidad16. Al respecto de la película D’ailleurs Derrida, explicaba el filósofo que el tema no era otro que la hospitalidad (Derrida y Fathy 20). Su directora hablaba, en concreto, de la hospitalidad islámica:

Para la cultura árabe, egipcia en particular, el extranjero es, por supuesto, el invitado que tiene derecho a los honores de la hospitalidad. Pero al mismo tiempo, ser extranjero es una desdicha primordial. Comparable a la muerte, la “extranjería” (utilizo esta palabra a falta de un término más apropiado), la extranjería, pues, destituye, disminuye, priva y desvía. […] este destino llama a rememorar lo que ha sido y ya no es. Llama también al retorno, al retorno al lugar y al tiempo de un pasado. El extranjero se reconstituye, y comienza de nuevo en la dispersión de lo que es, y con los restos de lo que ha sido, en la ruptura de su filiación. (Fathy en Derrida y Fathy 25-6)

La hospitalidad convoca la muerte presente, un mano a mano con los espectros. Es la misma hospitalidad islámica que se alude en Los ojos de Ariana: “Es costumbre afgana tratar bien al visitante. Somos hospitalarios. Aunque sea un enemigo, si viene a nuestra casa no le podemos negar el pan”. La hospitalidad es una forma de lidiar con el duelo. En D’ailleurs Derrida se recoge, por ejemplo, el duelo del filósofo por el gato de su niñez, por sus hermanos muertos en la infancia, por su madre… Experiencia de duelo que anunciaba ya en Memorias para Paul de Man. Es este un duelo que difiere de la microexperiencia de muerte que congelaba al referente en la imagen. Es, más bien, un duelo espectral, un duelo de fantasmas, y no de presencias ausentes. En otras palabras, consiste en la presencia de la pérdida, y no en su ausencia testimoniada. Así parece plantearse en una escena particularmente relevante de Los ojos de Ariana, cuando dos hombres se detienen ante un fotógrafo ambulante para que les retrate con una antigua cámara oscura. Este regreso a la técnica primigenia del índex veritativo no sirve solo para documentar el proceso fotocinematográfico, sino que lo que revela realmente es el negativo de la no-presencia, en concreto, una mujer con burka que pasa justo al lado. Así la imagen vela lo que desvela. El cuerpo bajo el burka se presenta como ausencia, como el rostro velado por el sudario de Verónica, por el impúdico velo de Lucrecia.

Este proceso ocurre parecidamente en la fotografía fantasmal de Invisible Concern (Apparition), obra de Ismaïl Bahri, en la que una imagen del pueblo tunecino aparece misteriosamente en la superficie transparente, ahí donde parecía no estar, funcionando como radiografía de la memoria colectiva y como un guiño subversivo a los orígenes indiciales de la tecnología fantasmal del revelado analógico. En esta línea, la cinta de Ghassan Halwani, Erased,__Ascent of the Invisible (2018), lleva la huella incorporada en su propio título; un gap, una laguna, un espacio en blanco como la pantalla en la que reaparecen los espectros, en este caso los desaparecidos y exiliados durante la guerra civil libanesa. En la película, Halwani encuentra en las calles de Beirut un cartel con fotografías de personas desaparecidas entre las cuales descubre un rostro conocido. Cuando regresa tiempo después, la pared está llena de carteles pegados unos encima de otros. Como si se tratara del bloc mágico, el cineasta rasga elpapel, capa tras capa, hasta desvelar la imagen familiar. Halwani recrea entonces las partes faltantes a través del dibujo. Como él mismo dice, para saber, hay que dibujar.

También para Derrida, el dibujo es trazo, escritura y suplemento: en el gesto de dibujar se suple lo que se dibuja, pues dibujar implica la ceguera del origen. Quien dibuja no puede mirar a la vez al referente y al dibujo, solo alternativamente. “El dibujar está entrelazado con una imposibilidad de ver, es decir, el dibujo mismo es una forma peculiar de ceguera, ya que, en el momento en que el artista traza los signos sobre la hoja, él no ve al sujeto del dibujo” (Vignola 29). En este punto, la ceguera emparenta con el habla. Como argumenta Derrida, “no ves lo que hablo” (Artes 67). Sin embargo, no hay origen más que en la ceguera. El ciego, esto es, el dibujante, es el único que ve realmente, ya que el origen entraña su ceguera. El origen se conoce en la ceguera de su trazo. Es decir, únicamente se conoce como suplemento. No es de extrañar entonces que Derrida, que ya se acercó a esta retórica de la ceguera en su trabajo sobre Rousseau y Paul de Man, hable de la ceguera inherente al suplemento, “Se va del enceguecimiento al suplemento. Pero el ciego no puede ver, en su origen, eso mismo que produce para suplir su vista. El enceguecimiento para el suplemento es la ley. Y en principio la ceguera para su concepto” (Derrida, De la gramatología 190). Por tanto, solo el ciego ve lo visible de lo invisible; solo el dibujante, el cineasta, ve los espectros.

Asimismo, el ciego, apunta Derrida, es el extranjero, el que llega por sorpresa. En breve, el que reaparece sin haber sido visto es el espectro por excelencia, el fantasma de la imagen cinematográfica. Como el ciego que aparecía en D’ailleurs Derrida:

Tras el filme, después de que fuera rodado, montado y por fin estrenado, existe en adelante para mí el ciego. Aquel. Queda solo el ciego, o casi, la figura de un ciego. Único en el mundo. Este ciego para quien ciego se convierte en un nombre propio. Pensaré siempre en este ciego que no conocía. Ni siquiera le vi, creo, en su primera aparición, en una calle de Toledo, mientras “rodamos”, del 22 al 24 de febrero de este año (1999). Y ahora, casi a la mitad del filme, aparece. Su reaparición se convierte para mí en una aparición. Una primera aparición. Como una visión furtiva, incluso una alucinación, que dura uno o dos segundos. Mi experiencia del filme: tiende en adelante a concentrarse en este punto. (Derrida en Derrida y Fathy 67)

Llegados a este punto, podemos decir que los ojos de Ariana están ciegos, y lo están precisamente porque ven el origen como suplemento diferencial y contemplan la violencia del origen.Ven la imagen-en-ruinas. Como las ruinas de Buda, o las ruinas del cine bombardeado. No en vano, en el libro Memorias de ciego. Del autorretrato y otras ruinas, Derrida vinculaba la ceguera y las ruinas, como también la huella y la ceniza –“resto sustancial”, “residuo presente”, “im-presencia”–. No se ignore, pues, que la ceniza se relaciona con la vivencia del duelo, “Aprender a vivir con los fantasmas es aprender a vivir con las cenizas” (Agüero 221). Cenizas y ruinas no son, por tanto, testimonio de algo, son huella de sí. Derrida contradice la capacidad indicial del “esto ha sido” tildándola de “efecto fotográfico”. Sobre la imagen comenta que nos agrada creer en la veracidad de un testigo que declara ante el juez, pero que dicho testimonio está lejos de ser un calco fiel de los hechos (Derrida y Stiegler 123), una reflexión que Abbas Kiarostami exploró en el inteligente ejercicio cinematográfico titulado Close Up (1990). Finalmente, lo que se requiere es un nuevo régimen fiduciario que muestre hospitalidad hacia los espectros17. Preguntado concretamente por Shoah (C. Lanzmann, 1985), Derrida responde que es un filme-testimonio pero también espectral que restituye la memoria del exterminio sin caer en el escollo de la representación.

Shoah no cesa de aprehender huellas, rastros, toda la fuerza del film y su emoción radican en estos rastros fantasmales sin representación. La huella es el “esto tuvo lugar aquí” del film, la supervivencia. Pues todos los testigos son sobrevivientes: han vivido eso, y lo dicen. El cine es el simulacro absoluto de la supervivencia absoluta. Nos relata aquello desde donde no se vuelve, nos relata la muerte. Por su propio milagro espectral nos señala aquello que no tendría que dejar huella. (Derrida, “El cine” 100-1)

Redefine de esta manera el filósofo el noema barthesiano como testimonio de la supervivencia, documento de lo que aparece desapareciendo y que presenta lo irrepresentable. Para Derrida, Lanzmann alcanza lo que puede ser la huella en el cine, a saber, el origen que declara la imposibilidad de ser representable. Solo así se puede mostrar hospitalidad hacia los espectros, sabedores de que la hospitalidad es una forma de respeto, “Alguien me hizo notar que la palabra ‘spectre’ (‘espectro’) era el anagrama perfecto de ‘respect’ (‘respeto’)” (Derrida, Aporías 154). El respeto por los aparecidos consiste en la hospitalidad pura, incondicional, según la cual no es el anfitrión quien impone las condiciones del contrato hospitalario (Derrida y Roudinesco 69-70). Puesto que el aparecido es alguien no esperado, que no se veía venir, se escapa de cualquier normativa de invitación o acogida. El espectro no es alguien a quien se espere, no es un Mesías cuya llegada aguarda el sujeto. Por eso, el aparecido inaugura el tiempo de un mesianismo no mesiánico (Derrida, Espectros 88). Esta mesianicidad espectral abre la vía hacia un particular porvenir: “Cuestión del porvenir del espectro o del espectro del porvenir, del porvenir como espectro” (Derrida, Mal de archivo 91). El porvenir resultante sienta las bases de un futuro comunitario construido sobre la presencia diferencial, el respeto a la huella de la memoria y la rehabilitación de los fantasmas18.

De ahí que la hospitalidad haga del suplemento la fuente del origen. “El ‘hostis’ responde a la hospitalidad como el espectro recuerda a los vivos sin admitir el olvido” (Derrida en Derrida y Dufourmantelle 10). En consecuencia, aprender a vivir con los fantasmas invoca necesariamente un principio de responsabilidad (Haddock-Lobo 70) que redima la différance, habida cuenta de que la visitación de los espectros no tiene nada que ver con la huella de un original que regresa para incidir en su valor vicario. La huella no puede ser más que la afirmación de la sobre-vida. “La supervivencia ya no significa la muerte y el retorno del espectro, sino el sobrevivir de un exceso de vida que resiste al aniquilamiento” (Derrida, Mal de archivo 67). Este porvenir asegura su aparición frente a la destrucción, en la certeza de que lo esencial es lo añadido y que el cine está plagado de fantasmas.

Material suplementario
Bibliografía
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Notas
Notas
1 “La noción de acto que es capital en la teoría austiniana implica la idea de un sujeto presente a su acto –y hasta cierto sentido a su conciencia […]. Sin embargo, lo más importante de esta estructura de ausencia de la escritura es que ella puede producir efectos (performativos) después de la muerte del autor y más allá de sus intenciones o de la muerte del destinatario” (Jerade 161).
2 “Pero miren a Paul de Man: comienza a decir que finalmente ‘no hay necesidad de deconstruir a Rousseau’ porque este ya lo ha hecho por sí mismo. Es otro modo de decir: hay ya siempre deconstrucción, en obra en las obras, especialmente en las literarias. La deconstrucción no se puede aplicar, post facto y desde el afuera, como un instrumento técnico de la modernidad. Los textos se deconstruyen a sí mismos por sí mismos, basta con recodarlo o con remitirlos a sí mismos” (Derrida, Memorias 128).
3 “La diferencia entre la señal y la expresión aparece muy pronto, en el curso de la descripción, como una diferencia más funcional que sustancial. La señal y la expresión son funciones o relaciones significantes, no términos. Un único y mismo fenómeno puede ser aprehendido como expresión o como señal, como signo discursivo o no discursivo. Esto depende de la vivencia intencional que lo anima” (Derrida, La voz 60).
4 “La escritura, materia sensible y exterioridad artificial: un ‘vestido’ […] Para Saussure inclusive es un vestido de perversión, de extravío, un hábito de corrupción y de disimulación, una máscara a la que es necesario exorcizar, vale decir conjurar mediante la buena palabra: ‘[…] la escritura vela y empaña la vida de la lengua: no es un vestido sino un disfraz’. Extraña ‘imagen’” (Derrida, De la gramatología 46).
5 Los intentos de fundamentar una teoría del acto icónico a partir de la teoría del acto de habla empezaron con Soren Kjorup, si bien autores como Horst Bredekamp encuentran limitaciones en una propuesta de este tipo: “Kjorup dio el impulso para que las ‘palabras’ de la teoría del acto de habla de Austin se reemplazasen por imágenes, para por este camino poder inferir un ‘pictorial speech act’ o también un ‘pictorial act’. Con este objetivo transformó How to do Things with Words de Austin en How to do Things with Pictures” (Bredekamp 34).
6 “La escritura es peligrosa desde el momento en que la representación quiere hacerse pasar por la presencia y el signo por la cosa misma. Y existe una necesidad fatal, inscripta en el propio funcionamiento del signo, de que el sustituto haga olvidar su función de vicariato y se haga pasar por la plenitud de un habla cuya carencia y flaqueza, sin embargo, no hace más que suplir” (Derrida, De la gramatología 185).
7 “El suplemento, que no es simplemente ni el significante ni el representante, no ocupa el sitio de un significado o de un representado, como está prescripto por los conceptos de significación y de representación o por la sintaxis de las palabras ‘significante’o ‘representante’. El suplemento viene en lugar de un desfallecimiento, de un no-significado o de un no-representado, de una no-presencia. No hay ningún presente antes de él, por lo tanto no está precedido más que por sí mismo, es decir por otro suplemento. El suplemento siempre es el suplemento de un suplemento. Uno quiere remontarse del suplemento a la fuente: debe reconocerse que hay suplemento en la fuente” (382-3).
8 “Ahora bien, la esencia extraña del suplemento consiste en no poseer esencialidad: siempre puede no tener lugar. Literalmente, por otra parte, jamás tiene lugar: jamás está presente, aquí, ahora. Si lo estuviera, no sería lo que es, un suplemento, que ocupa el lugar y mantiene el sitio del otro […] El suplemento no es ni una presencia ni una ausencia. Ninguna ontología puede pensar su operación. Como lo hará Saussure, Rousseau quiere mantener a la vez la exterioridad del sistema de la escritura y la eficiencia maléfica cuyos síntomas se destacan sobre el cuerpo de la lengua. Pero ¿decimos nosotros otra cosa? Sí, en la medida en que mostramos la interioridad de la exterioridad” (393-4).
9 El suplemento se presenta como algo externo, añadido a algo completo por sí mismo, pero al mismo tiempo, y a pesar de ser algo extraño a la naturaleza de aquello a lo que se añade, le es esencial en tanto que compensa una carencia originaria de aquello que, en principio, era completo por sí mismo” (De Peretti 50).
10 “Rousseau necesita la imitación, la eleva como la posibilidad del canto y la salida fuera de la animalidad, pero no la exalta sino como reproducción que se añade a lo representado aunque sin añadirle nada, supliéndolo simplemente. En este sentido hace el elogio del arte o de la mimesis como suplemento. Pero al mismo tiempo el elogio puede virar instantáneamente a crítica. Puesto que la mimética suplementaria no añade nada, ¿no resulta inútil? Y si, no obstante, añadiéndose a lo representado, no es nada, ¿no es peligroso para la integridad de lo representado ese suplemento imitativo? ¿Para la pureza original de la naturaleza? Por eso, desplazándose a través del sistema de la suplementaridad con una infalibilidad ciega, y una seguridad de sonámbulo, Rousseau debe a la vez denunciar a la mimesis y al arte como suplementos (suplementos que son peligrosos cuando no son inútiles, superfluos cuando no son nefastos, en verdad lo uno y lo otro a la vez) y reconocer en ellos la posibilidad del hombre, la expresión de la pasión, la salida fuera de la animalidad. Es la salvación del signo lo que se encuentra así marcado por la misma ambigüedad. El significante imita al significado. Ahora bien, el arte está tejido de signos” (Derrida, De la gramatología 257-8).
11 “La posibilidad original de la imagen es el suplemento: que se añade sin añadir nada para colmar un vacío que dentro de lo pleno pide dejarse reemplazar. La escritura como pintura, pues, es a la vez el mal y el remedio dentro del fainesthai o dentro del eidos. Platón ya decía que el arte o la técnica (tecne) de la escritura era un fármakon (droga o tintura, saludable o maléfica). Y lo inquietante de la escritura ya se había experimentado a partir de su semejanza con la pintura. La escritura es como la pintura, como el zoografema, que a su vez está determinado (cf. el Cratilo, 430-432) dentro de una problemática de la mimesis –la semejanza es inquietante: ‘Efectivamente, lo que hay de terrible en la escritura, Fedro, pienso que sea también el que ella tenga en verdad tanta semejanza con la pintura’” (367-8).
12 “Pero la ‘verdad’, la verdad ‘realista’ de esta ‘realidad’ no excluye en absoluto la ficción, antes al contrario. Esta surge, nueva por completo, recién nacida, de cierta alianza del documento con el simulacro” (Derrida en Derrida y Fathy 68).
13 “Invertir el platonismo significa entonces: mostrar los simulacros, afirmar sus derechos entre los íconos o las copias. El problema ya no concierne a la distinción Esencia-Apariencia, o Modelo-Copia. Esta distinción opera enteramente en el mundo de la representación; se trata de introducir la subversión en este mundo, ‘crepúsculo de los ídolos’. El simulacro no es una copia degradada; oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la reproducción” (Deleuze 263).
14 “La huella no lo es de una realidad exterior, de una presencia o referente que la toma cinematográfica sería capaz de captar. La huella lo es de una realidad que nunca se ha dado en su presencia. Lo que capta la cámara es la singularidad absoluta del otro o de lo otro, el modo en que ese otro se ha hundido ya en el pasado en el momento mismo de su aparición. Lo que la toma registra no es ni algo vivo ni algo muerto sino, dirá Derrida, la supervivencia de lo que tuvo lugar, la inmediatez de un ahí sin presencia representable” (Llevadot 115).
15 “Freud pretende aún descubrir un origen más originario que el del espectro. Y en la sobrepuja, quiere ser un archivero más arqueólogo que el arqueólogo. […] Quiere exhumar una impresión, quiere exhibir una impronta más arcaica” (Derrida, Mal de archivo 103).
16 “El nuevo arribante: esta palabra puede designar, ciertamente, la neutralidad de lo que llega, pero también la singularidad de quien llega, aquel o aquella que viene, adviniendo allí donde no se le esperaba, allí donde se lo/la esperaba sin esperarlo/la, sin esperárselo, sin saber qué o a quién esperar, sin saber lo que o a quien espero –y esta es la hospitalidad misma, la hospitalidad para con el acontecimiento–. No se espera el acontecimiento de lo que, del que o de la que viene, llega y pasa el umbral, el inmigrante, el emigrante, el huésped, el extraño, el extranjero” (Derrida, Aporías 62-3).
17 “Cuestión de crédito, pues, o de fe. Pero una inestable y apenas visible frontera atraviesa esa ley de lo fiduciario. Pasa entre una parodia y una verdad, pero una verdad como encarnación o repetición viva del otro, una reviviscencia regeneradora del pasado, del espíritu, del espíritu del pasado que se hereda” (Derrida, Espectros 127).
18 “La comunidad humana solo puede constituirse sobre el suelo de una ausencia cuya presencia se da, por ello mismo, en la cualidad de la falta y la des-adecuación. El espectro es para Derrida, entonces, la condición para que pueda abrirse una política que, necesariamente, habrá de in-fundarse en la heterodialéctica fantasmal de las generaciones ya desaparecidas o aún por venir” (Ludueña 90).
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