Resumen: En este texto, se analiza, desde una perspectiva histórica, la intrincada articulación entre gobierno tutelar, lógica paternalista de administración colonial y ejercicio de validación de la coacción laboral indígena entre los siglos XVI y XVIII en Charcas. Permite entender cómo las figuras jurídicas de la minoría de edad y de la miserabilidad no solo fueron operativas en la justificación de la presencia y permanencia de la monarquía católica en América, sino que validaron una construcción generalizadora e inferiorizada de la diferencia cultural. El acercamiento al fenómeno del cautiverio y explotación laboral de chiriguanos permite ver los alcances prácticos del gobierno tutelar sobre algunos indígenas, así como su persistencia en el día a día más allá de las prohibiciones. La reflexión final da cuenta de la legitimación de la violencia –concreta y simbólica– en una lógica paternalista de ejercicio de la autoridad. Se pone en evidencia que los efectos de las políticas de discriminación infantilizadora vinculadas a los mundos del trabajo indígena, siguen siendo problemáticas sensibles hasta hoy en Bolivia.
Palabras clave: chiriguano, minoría de edad, tutela, paternalismo, coerción laboral, Charcas.
Abstract: The historical perspective of this text analyzes the intricate articulation between tutelary government, paternalistic logic of colonial administration and the validation of indigenous labor coercion between the sixteenth and eighteenth centuries in Charcas. It allows to understand how the juridical figures of minority of age and misery were not only operative in the justification of the presence and permanence of the Catholic Monarchy in America, but also validated a generalizing and inferiorized construction of cultural difference. The approach to the phenomenon of captivity and labor exploitation of Chiriguanos allows us to see the practical scope of the tutelary government over some indigenous people, as well as its persistence in daily life beyond the prohibitions. The final reflection deals with the legitimization of violence - concrete and symbolic - within a paternalistic logic of the exercise of authority. It becomes evident that the effects of infantilizing discrimination policies linked to the worlds of indigenous labor continue to be sensitive issues even today in Bolivia.
Keywords: Chiriguano, Minority, Guardianship, Paternalism, Labor Coercion, Charcas.
Artículos
Tutela, paternalismo y coerción en la encrucijada de la experiencia laboral indígena: acercamiento al caso chiriguano en Charcas (siglos XVI-XVII) 1
Guardianship, paternalism and coercion at the crossroads of indigenous labor: an approach to the Chiriguano experience in Charcas (16th-18th centuries)
Recepción: 20 Junio 2023
Aprobación: 07 Noviembre 2023
Lejos de corregir el error de Cristóbal Colón, la monarquía católica no solo siguió llamando ‘indios’ a los nativos del continente al que llegaron los españoles en el siglo XV, sino que pronto vio la pertinencia de adscribir al término contenidos particulares. Precisamente de esto trata este artículo: explorar cómo ciertos atributos de la personalidad jurídica conferida a los indígenas –minoridad y miserabilidad– no pueden entenderse cabalmente sino en su vínculo con el gobierno tutelar de corte paternalista y con la coacción laboral en el día a día de las relaciones sociales a partir del siglo XVI en el escenario de Charcas, actual Bolivia. Más aún, la mirada en perspectiva histórica permite ver cómo ciertos prejuicios que siguen siendo temas sensibles, reposan en justificaciones de larga data, moldeadas y renovadas por generaciones hasta el presente.
Para empezar, presentaré dos conceptos jurídicos clave en escenario colonial, por un lado, el de minoría de edad, que involucró a buena parte de la sociedad en razón de su edad, sexo, condición u origen. Por otro, el de miserabilidad, que tocó a algunas personas y a los indígenas como colectivo. Me interesa mostrar cómo la utilización de ambos a contrapunto en la mirada al ‘indio’ como un todo, justificaron no solo la presencia y permanencia española en la América conquistada, sino además, la construcción de una mirada generalizadora e inferiorizante de la diferencia cultural.
La intención no es presentar una lectura binaria de un pequeño grupo conquistador sometiendo a una amplia mayoría conquistada, por demás reductora de la complejidad de la realidad colonial y de los usos de la teoría jurídica. De hecho, muchos indígenas pudientes se vieron perjudicados por la teoría que aquí analizo, en su desenvolvimiento ante la justicia colonial. No obstante, es necesario mirar de cerca los planteamientos que recrearon la diferencia al servicio de un sistema de dominación dado, a distinto nivel. Pero además, en paralelo, los usos que hicieron las sociedades, en su pluralidad, de los conceptos jurídicos, al acatarlos, transgredirlos y moldearlos a conveniencia a lo largo del tiempo. Así, en la segunda parte de este texto propongo un acercamiento a un fenómeno concreto: el rescate de chiriguanos en La Plata de los siglos XVI, que tiene conoce en otras regiones y que pone al descubierto los alcances teóricos y prácticos del gobierno tutelar sobre indígenas que, además de ser tenidos por menores y miserables, entraban en la categoría de ‘bárbaros salvajes’. Sin ánimos de acotar el análisis en la dialéctica –no poco ambigua– entre asimilación y resistencia al orden impuesto, me interesa entender cómo la sociedad gestionó y validó el trato diferencial inferiorizante y la explotación laboral, así como su persistencia, más allá de las prohibiciones.
Para terminar, me concentraré en parte de la retórica que justifica la violencia material y simbólica que, junto a la mirada paternalista, fue transversal a estos discursos sobre la diferencia vigentes a lo largo de todo el período colonial. Una violencia institucionalizada, dependiente de los estados de ánimo dentro de relaciones laborales fuertemente asimétricas, en las que al trabajador indígena infantilizado no le era fácil actuar fuera del papel asignado. Terminaré con algunos comentarios sobre el impacto y saldo social de estas dinámicas prolongadas en el tiempo.
Si retrotraemos el pensamiento al período colonial en Charcas, nos veremos sumergidos en un complejo entramado relacional atravesado por un intrincado juego de miradas interpersonales. En el acercamiento, todas ellas se revelarán condicionadas por parámetros normados por la monarquía católica española a distinto nivel, en su afán de recrear y controlar la definición de la diferencia. Notaríamos además que los sentidos dados a estos parámetros fueron alterados y moldeados por las sociedades a lo largo del tiempo, en una dinámica creativa interna atravesada por múltiples herencias culturales, de uno y otro lado del océano, anteriores al siglo XVI2.
A inicios del siglo XVII, la ciudad de La Plata tenía una población de alrededor de 14.000 habitantes (Ramírez del Águila 74). Era sede de la Real Audiencia, del arzobispado de la zona y asiento administrativo de las riquezas de una de las ciudades más pobladas del mundo en aquel entonces, Potosí, distante a 80 kilómetros3. En este escenario de encuentro entre residentes y personas de paso, la amplia mayoría era población indígena y africana de diverso origen, y su descendencia fruto del relacionamiento interestamentario, la que se encontraba en fuerte asimetría de poder con la minoría española, debido a la fuerza que había cobrado la retórica de la diferencia en la letra y en la vida cotidiana.
Los africanos fueron llegando desde el siglo XVI con los conquistadores, salvo excepciones, esclavizados. Algunos habían estado antes en España, donde nacieron sus descendientes después conducidos a las tierras interiores de Charcas 4. Aunque su presencia no fue tan amplia como en las regiones con economías de plantación, no cabe duda de la impronta de su desenvolvimiento y del de sus descendientes de diferente condición, a lo largo de todo el período colonial (Crespo; Revilla, Coerciones; Bridikhina). Inspirada en la tradición romana, la ley castellana dispuso que su estatuto jurídico era el bien del amo sin personalidad jurídica, económica ni capacidad tributaria. No obstante, como en otras ciudades coloniales, en La Plata aparecen realizando toda suerte de transacciones financieras, heredando y administrando caudales acumulados5. Esto no fue un inconveniente mientras su actividad generase réditos al propietario y contase con su autorización, porque claro, eran dependientes. Poco importaba si el amo era más vulnerable y desvalido materialmente hablando6. Mientras no alcanzaran la emancipación legal, estaban sujetos a la voluntad de sus señores como los menores de 25 años a las de sus padres y las mujeres a la de sus tutores7. Historiografía reciente ha mostrado cómo algunas mujeres administraron bienes y mano de obra (Arauz; Presta). A pesar de ello, en última instancia, ante cualquier inconveniente, dependían del visto bueno –y en gran medida del ánimo– de la autoridad de un hombre8. Así, por razones de edad, condición y género, buena parte de la población en Charcas no tenía capacidad jurídica para obrar públicamente9.
Pensar en grupos por separado permite señalar diferencias normadas y puntos de encuentro entre la situación legal de los menores de 25, de las mujeres y de los esclavos. Sin embargo, es necesario asumir también la complejidad de las experiencias personales de quienes formaron parte de varios de estos grupos y categorías de adscripción a la vez. Así, por ejemplo, pensemos en el grado de control al que pudieron estar sometidas aquellas niñas o adolescentes de ascendencia afro-india cuyo padre era el amo de la madre10.
Dicho esto, al estudiar los efectos prácticos de la condición de minoridad como criterio jurídico en contexto colonial, es imprescindible considerar al menos dos elementos: i) los procesos cambiantes de discriminación jerárquica según origen y género al que la población estuvo expuesta y ii) la lógica de relacionamiento de corte patriarcal que atravesaba las relaciones humanas a todo nivel. Bianca Premo ha mostrado de forma contundente cómo el concepto latino de patria potestas, entendido como el poder que ejercen los padres –y no las madres– sobre sus hijos, fue asimilado en el derecho colonial al vínculo del rey con sus súbditos, del sacerdote con sus fieles, del padre con la esposa y descendencia, del amo con sus esclavizados y del señor con sus sirvientes (“Estado” 190). Este modo de relacionamiento que remite a una forma concreta de organización familiar y que incluye a la servidumbre de la “casa poblada”, justificó el propio sistema de dominio de España sobre América y tocó a los indígenas de forma particular (Zamora).
Integrados al mundo colonial en comunidades y repartimientos para beneficio del orden imperante, los homogeneizados como ‘indios’ fueron señalados como vasallos libres del rey a la vez de sus tributarios11. El reconocimiento de la autoridad de los caciques por parte del aparato colonial buscaba hacer efectiva la recolección de la tasa12. Recuérdese que esta exacción fue justificaba como acto recíproco por el beneficio de la evangelización ante la llamada ‘gentilidad del indio’. Su carácter de neófito, así como no el manejar los códigos de la vida en policía tal cual la habían normalizado los españoles llevó además a justificar jurídicamente su supuesta “incapacidad relativa de hecho” para gobernarse13. A pesar del contenido de la bula Sublimis Deus de 1537, el derecho canónico comulgó con estas determinaciones en el siglo XVII14. En Charcas, textos de religiosos como el José de Acosta y particularmente la obra de juristas como Juan de Solórzano y Pereyra, fueron cimentando el argumento de la “corta capacidad” del indio que lo pondría en condición de minoridad.
La fórmula jurídica que se articuló con esta argumentación y que, por lo tanto, se debe analizar en simultáneo es la de la miserabilidad –persona miserabilis–15. Para el derecho romano desde Constantino en el siglo IV, esta noción podía involucrar a diversas personas que, por diferentes razones, se encontraban desamparadas –huérfanos, viudas y enfermos, entre otros– (Castañeda). Era una situación especial, de excepción del ius commune, que se mantuvo vigente durante toda la Edad Media y que se entendía como la concesión de una serie de privilegios16. En el escenario colonial, la atribución no tocó solo casos particulares. En el caso indígena se trató de una definición amplia y homogeneizadora, que no necesitaba comprobarse porque era presumida jurídicamente –en palabras de Gonzales– a toda la población conquistada (298). Esta categoría que se quiso protectora, contribuiría al asentamiento de la noción generalizadora de ‘indio’ (Cuena Boy; Clavero). Y es que, como miserable, el indio gozaba de una serie de privilegios, en particular para facilitar su recurso a la justicia17. Este fue un logro de la postura humanista lascasiana con evidentes limitaciones prácticas18. Por un lado, porque como ha puntualizado Caroline Cunill, mientras la intención protectora pudo amparar a algunos indígenas en demandas contra sus caciques, también constriñó a otros a no poder elegir sus representantes ante la justicia cuando podían pagarlos (Cunill).
Ahora bien, cuando Felipe III llama miserables a los indios, y alude a su estado de desamparo por desconocimiento de la fe, valores y costumbres que buscaba imponer la monarquía católica en su empresa expansiva, busca tomar el control de los territorios y de sus recursos. La vinculación del indígena con la minoridad y la miserabilidad fueron criterios altamente operativos, pues permitían justificar la presencia de la Corona en América y su permanencia en el ejercicio de un gobierno tutelar. Esto iba de la mano de la idea de que los naturales no estaban capacitados para administrar su territorio debido a su supuesta ignorancia “rústica” casi infantil (García Gallo 1987, Hespanha “Sabios”). El criterio de Francisco de Vitoria ([1539] 1975) desde el ius gentium en sus Relecciones de 1539 fue, como es sabido, central en este sentido, y bien acogido por el rey.
La sociedad colonial y sus mercados se fueron asentando en el nuevo orden en el siglo XVII, la Recopilación de Leyes de Indias ([RLI] 1680, ley 48, título 12, libro 6, 298) reúne disposiciones en que los indios son referidos como “pobres y miserables”. Estos términos iban en consonancia con la precariedad material que muchos indígenas experimentaban bajo diversas formas de servidumbre. Por paradójico que parezca y en el convencimiento de la misión civilizadora, pocos fueron los pensadores y juristas que se detuvieron a precisar que, la propia dinámica del gobierno tutelar, había detonado esta realidad (Oliveros). Si bien la argumentación jurídica se basó en criterios de diferenciación de orden cultural y no natural, en el marco relacional colonial, no lo es menos que la inferiorización prejuiciosa estuvo a la orden del día en la interacción cotidiana (Stern)19. El acercamiento a las relaciones laborales en la ciudad de La Plata de los siglos XVI a XVII hacen eco de esta afirmación y permiten sospechar los alcances que pudo tener la dinámica tutelar en el día a día colonial20.
El ejercicio jurídico conceptual que permitió a los españoles crear una noción amplia de ‘indio’, no implica que no hayan reconocido las diferencias culturales entre unos grupos y otros. De hecho, las hicieron valer dotándolas de cierto contenido con fines prácticos. No entraré aquí en el detalle de las diferencias recreadas sobre los grupos colonizados, pero sí en la situación de aquellos que no quisieron redimirse al proyecto imperial, lo que condujo a que las claves teóricas y prácticas de su definición y sometimiento conocieran una violencia particular.
Como es sabido, el término bárbaro remitió en la antigüedad europea a quienes además de diferenciarse en la lengua, creencias y costumbres, vivían fuera del área de influencia grecorromana, en el sentido de “extranjero” (RAE). Su paso a América le daría otras connotaciones. Para pensadores como Acosta a fines del siglo XVI, los indios eran bárbaros y diferían según tuviesen o no escritura (4 del proemio)21. Entre ellos estaban los: “semejantes a fieras”, en alusión a aquellos grupos cuyas costumbres resultaban intolerables a los españoles por considerarlas contrarias a la idea que tenían de civilidad y a la doctrina católica. La expresión supone la existencia de seres humanos de animalidad más pronunciada22. Poco a poco, iría tomando cuerpo en América la construcción de la figura del indio salvaje, aquel al que se le reprochaba la desnudez, las prácticas antropofágicas y sodomitas, vinculadas muchas veces a cierta idea de lo demoníaco (Combès; Julien; Barta). Un estereotipo que, para el caso charqueño, tocó a poblaciones selváticas y del pie de monte de los límites surandinos, como aquellos englobados en la categoría chiriguanos, nutrida por los relatos de los incas sobre los “antis”23.
La desvalorización de los bárbaros como colectivo hace eco de la frustración de la monarquía católica ante el freno a la expansión colonial que significaban en tanto irredentos. No solo las personas fueron desacreditada, sino también pero el entorno en su aparente hostilidad indomable, incluso por quienes nunca habían estado en la región (Wade 12). Así se fue construyendo la idea de una frontera entre mundos divididos por la llamada cordillera chiriguana en la ceja de selva, aunque los intercambios y trajines hayan sido múltiples como los espacios liminales interiores. Las entradas armadas a esta región fueron justificadas como campañas de pacificación, de las que pudieron participar “indios amigos” a cambio de ciertos beneficios (Giudicelli, “Pacificación”). El uso de la violencia para el sometimiento que había sido aceptada como medio legítimo en ciertas circunstancias de “guerra justa” descritas por Francisco de Vitoria, era pan de cada día24. Y, si bien hubo una declaración formal de guerra de Felipe II contra los chiriguanos en 1568, los enfrentamientos no fueron necesariamente batallas, sino, sobre todo, incursiones de soldados y vecinos para secuestrar personas25.
En el caso chiriguano: “ni tan luciferinos como se les quiso ver en el siglo XVI, ni probablemente tan apacibles”, como puntualiza Isabelle Combès, el estereotipo llevó a la justificación del cautiverio forzado de población indígena hacia las ciudades de Charcas (Combès 137). La figura jurídica del rescate validaba que algunos indígenas fuesen hechos cautivos –e incluso comprados o intercambiados por algunos bienes– para salvarlos de otros que querrían esclavizarlos (García Añoveros 2000)26. Esto no quedaba ahí, los “rescatados” eran luego comerciados en las ciudades de Charcas, a pesar de las prohibiciones de las Leyes Nuevas de 1542 sobre la esclavización indígena –incluso de los ‘enemigos’–, cuyo contenido fue ratificado por la RLI en 1680 (libro VI, título 2, ley 1). Ante la fuerte demanda de mano de obra del mercado local, las autoridades solían hacer la vista gorda ante una realidad de cuyo peso solo podemos sospechar a partir de las escrituras de compraventa y donación que han quedado27:
Lorenzo de Aldana Holguín, vecino de La Plata, hace donación al licenciado Antonio Gutiérrez de Ulloa, inquisidor apostólico, de un esclavo chiriguano de 11 años, llamado Antón que obtuvo en la guerra contra los indios chiriguanos, porque es su deseo enviarlo a la ciudad de Los Reyes en Perú (ABNB: EP Gerónimo de Porres, 1587. 04. 07, f. 491)
Revocatoria que hace Alonso Jiménez Riero, residente en la ciudad de La Plata, de la venta de una india Chiriguana nombrada Lucrecia o Francisca, que hizo a favor de Gonzalo López Amaya por 200 pesos corrientes (ABNB: EP Juan de Higueras, 1597. 02. 07, ff. 175-176)
De estas transacciones participaron personas de distinto origen28. No me detendré en esta ocasión en el debate sobre la licitud del cautiverio y esclavización de chiriguanos, y que, de hecho, fue aceptada por la Audiencia hasta fines del siglo XVI29. Me interesa reparar en la justificación de la realidad que vivió la población en cautiverio, porque en el ir y venir de los debates, para cuando los rescates fueron prohibidos, ya eran costumbre arraigada, y lo serían durante todo el período colonial30.
Según dispuesto, al no poder volver a sus tierras, los rescatados debían ser puestos en depósito temporal en casa de vecinos elegidos por las autoridades, según sus recursos y buena fama. El depósito era un acuerdo contractual que apostaba al control social. Si bien mediaba la guarda temporal de bienes y personas, no daba posibilidad de su usufructo ni de su posesión31. Pudo involucrar a niños con padres ausentes, a mujeres en conflictos dentro del hogar o esclavos en litigios contra sus amos; todos quienes sobre los que pesaba la convicción de que no podían regirse sin un tutor.
En el caso de los chiriguanos, la figura del depósito fue un mecanismo de control que validó su inmovilización en casas y chacras de La Plata. Juan de Matienzo, abiertamente favorable a su esclavización, había sugerido ya en 1566: “sacallos de allí [de la Cordillera] e ponellos con amos en diversas partes del reino, la tierra adentro porque no se pudiesen huir” (257). Fray Reginaldo de Lizárraga ([1605] 1916) presente en los debates de la Audiencia hacia 1583 estuvo de acuerdo, advirtiendo la necesidad de cuidar los términos para no atentar contra los títulos sobre el dominio español ni contra las prohibiciones de la Corona (137).
El depositario asumía el papel de tutor, al que debían servir a cambio de techo, alimento, doctrina y enseñanza de vida en policía (ley 6 del título 25 de la Partida IV de las Siete Partidas de Alfonso X El Sabio). Pero ¿cuánto tiempo debía pasar para que un rescatado pudiese salir de esa situación? Esto dependía de las historias particulares, del grado de vulnerabilidad y la dependencia de los cautivos de sus señores. Podemos equiparar esta realidad con la de los libertos que, aun manumitidos: “a sociedade imperial não considerava dignas de exercer a liberdade com autonomía”, en palabras de Beatriz Mamigonian. Lo cierto es que pudieron compartir esa condición límbica que pudo incluso ser un “segundo horizonte de esclavitud”, como lo llama Rafael Díaz (72)32. En ocasiones, se quedaron en ella de por vida, así como sus hijos, al servicio de terceros.
Con el tiempo, el rescatado, el indio pacificado, entre otras denominaciones que funcionaron como lugares de paso en el proceso de asimilación de la población cautiva, pasaron a engrosar la amplia categoría de indio (O’Toole 86)33. Es difícil precisar cuándo empezaban a ser llamados solo así, desdibujando la memoria del cautiverio, e incluso en qué momento algunos pasaron a ser asimilados a categorías como la de yanaconas, situación por demás frecuente en las chacras de algunas ciudades de Charcas34.
Sobre los depositarios hay que decir además que no siempre fueron personas escogidas por autoridades. De hecho, los rescates podían ser encargos de piezas de servidumbre, por parte de pobladores de distinto origen, condición y calidad, a quienes decidían llevar adelante una “entrada”35. Estas personas no siempre contaron con permisos para sus incursiones, así como tampoco declaraban los secuestros con los que comerciaban a su regreso36. Tal fue la realidad esclavista del rescate, que quienes recibían a los indígenas en sus casas se referían a ellos como una propiedad37. Más aún, ser chiriguano era casi sinónimo de servidumbre enajenable, conveniente en tanto menos costosa que la africana38. Era una práctica ilegal que no debemos disociar de la esclavización legal. No son fenómenos aislados. Coincidiendo con Nara Milanich, si bien la esclavitud legal conoce una cronología, la servidumbre tutelada como fenómeno no, a pesar de que, como en este caso, tuvo formas coercitivas de tipo esclavista en la larga duración (Milanich 107, Von Mentz 2007 ).
Ahora, ¿dónde queda el discurso sobre la peligrosidad de los indios bárbaros cuando se está pagando para tenerlos en casa? La simultaneidad de ambos criterios no era entendida como una contradicción. Por un lado, por el convencimiento de la misión tutelar, civilizadora y, por otro, por los beneficios materiales y simbólicos –estatus– que reportaba la servidumbre, aunque, en rigor, el depósito no implicaba posesión ni usufructo39. Así, el bárbaro rescatado remitía menos a temor que a oportunidad de servicio gratuito. El deseo de ejercer poder sobre los cautivos primó sobre el móvil de protección, dada la desconfianza cimentada en los prejuicios acuñados por la retórica de la diferencia cultural inferiorizada40.
El trabajo coercitivo fue considerado indispensable para la “crianza en policía” de los “rescatados”. Esto condujo a que se los haya asimilado a criados en la lógica tutelar paternalista que pesaba sobre la servidumbre (Partida IV, tít. 20, ley 1 de las Siete Partidas). Y, como sujetos de policía, en su vulnerabilidad lo fueron también de violencia, dentro y fuera de la casa del pater familiae.
Como es sabido, las entradas a zonas irredentas de la América colonial también fueron llamadas “expediciones punitivas” (Salinero). Esta idea es expresada de forma recurrente por las autoridades en Charcas al dirigirse a los habitantes de la urbe y a los de los repartimientos de pueblos de indios de los alrededores41. Así, cuando los ministros de la Audiencia en La Plata solicitan una contribución a los indígenas de Yamparáez para sostener la defensa armada contra el indio chiriguano, insisten en que el enfrentamiento debía sostenerse: “hasta conseguir su castigo”, por la resistencia que hacían a la monarquía católica42.
La lógica de justificación del servicio de los rescatados, que no fue sino la legitimación del trabajo forzado en un mercado local deseoso de servidumbre lleva a la confluencia entre coerción laboral y castigo43. El argumento se sostiene en la mirada paternalista según la cual el señor a cargo, además de protección debía corregir las costumbres y creencias del dependiente a su servicio, visto como un niño desobediente. En palabras de Acosta ([1577] 1997), cuyo criterio compartía Matienzo: “la índole de los bárbaros es servil, y si no se hace uso del miedo y se les obliga con fuerza como a niños, rehúsan obedecer” (cap. IV, 17). Para él, el ejercicio de la patria potestad debía ir de la mano de la punición correctora y ejemplarizante del azote cuando fuera necesario. Este argumento hace eco de una mentalidad que, en la época no se reduce al trato con los sirvientes indígenas (rescatados o no), sino también a los hijos, los esclavos y las mujeres44. De hecho, era casi una obligación que el pater familiae esté atento a la corrección de comportamientos no deseados de sus dependientes, ya que de la dinámicafamiliar dependía en gran medida el control del orden establecido a todo nivel (Araya, “Sirvientes”)45.
La sociedad colonial fue así naturalizando el ejercicio casi ritual de la violencia física hacia quienes eran tenidos como menores y estaban bajo tutela temporal o permanente. Los indígenas, en concreto, estuvieron expuestos, independientemente de su edad, por la relación asimétrica de poder que se estableció con los españoles a la hora de justificar el dominio. Esta lógica atentaba incluso contra las autoridades tradicionales, influyendo en el plano simbólico y en el trato que muchas veces recibieron de parte de las autoridades locales46. Como vimos antes, esta reposaba en la discriminación infantilizadora de la diferencia cultural.
El que los indígenas hayan sido reconocidos vasallos libres del rey no cambiaba mucho el panorama, en tanto la sociedad colonial no supuso una organización igualitaria. El propio concepto de libertad no era unívoco ni sinónimo de derecho igualitario; su concreción práctica tuvo diferentes modalidades, dependiendo de la persona de que se tratase y de la situación en que se encontrara (Cunill). Así, al intentar justificar el yanaconazgo en los alrededores de La Plata sobre cuyos mecanismos coactivos había muchas quejas, los abogados de la Audiencia expresaron al rey que existían: “hombres que siendo libres tienen en algo minorado el derecho de la libertad y la tienen condicionada”47. Más aún, en el caso de rescatados y de afrodescendientes manumitidos, el ejercicio de la libertad sin tutela fue condenado por el supuesto riesgo del libertinaje y del vagabundeo48.
Aquí yace otra característica que se le quiso dar a la figura del indígena como menor y miserable, y es la de una mentada “lastimosa postración” que lo inclinaría al ocio, del que había que sacarlo invitándolo a la civilidad mediante el trabajo49. Paradójicamente, los ministros de la Audiencia referían al rey en 1608 que los indígenas debían trabajar porque “no se debe esperar que los españoles las labraran y beneficiaran por sus personas, porque no hay en estas partes [Charcas] españoles trabajadores, no hay español que are ni cabe ni guarde ganado”50. En esta afirmación yace la idea del rechazo español a realizar trabajos tenidos por serviles por un tema de estatus, pero también de comodidad, dada la posición de dominación colonial independiente de la situación concreta de la persona51.Trasluciendo la inequidad del trato según origen, a su modo de ver “ocupados en estas obras serviles [los españoles] perderán reputación con indios amigos y enemigos”. En esta misma línea de pensamiento y en tono más patriarcal, el ya citado Acosta ([1577] 1997) puntualizaba que “no es justo mandar que el ojo pise la tierra, o el padre de familias guise la comida” (cap. 17, 94). Este tipo de criterios vinculados a la minoridad y a la miserabilidad de los trabajadores indígenas fueron entonces funcionales a la división de tareas en la sociedad, con un fuerte sesgo discriminador de la diferencia. En el caso concreto de La Plata, validaron la coacción y el servicio personal gratuito –tan polémico y objetado–, en contra de las prohibiciones imperiales. Es más, la precariedad material de la población indígena inmersa en trabajos de tipo servil fue vista con desprecio en el medio local: “curan poco de honra [los yanaconas de las chacras] y de menos hacienda, su vestido es poco y de poco precio”52.
Ahora bien, la formulación teórica y la validación del gobierno tutelar sobre ciertas personas y grupos en contexto colonial no solo fue internalizado como norma, sino que su uso por los miembros de la sociedad pudo conocer mucha violencia, concreta y simbólica, en la interacción laboral cotidiana (Fischer y O’Hara). Pero claro, la vulnerabilidad no es necesariamente sinónimo de falta de acción. La documentación está llena de casos de personas que, desde las instancias que les permitía la propia institucionalidad colonial, buscaron revertir los efectos abusivos del poder sobre sus vidas desde las propias posibilidades que les permitía el sistema legal. Concretamente, en litigios frente a la violencia física que más que correctora se revelaba como franco abuso fruto de estados del ánimo exaltado de los señores-padres. Pero también hacia gestos y adjetivos degradantes que buscaban profundizar la relación asimétrica de poder. No obstante, no era tarea sencilla, dado que la sola denuncia de un dependiente era considerada un acto de grave insolencia y de ingratitud (Ots Capdequí 27). Los señores se podían negar a responder e incluso pedir un “mandato de silencio” para los demandantes (Albornoz)53.
Toda disensión a la autoridad tutelar podía ser entendida y señalada como provocación infantil de adultos que, por razón de su diferencia cultural remitían a un pasado vivo de organización social primaria, inferior (Ashis). La superposición de tiempos como frontera imaginaria entre culturas se percibe en la propia historiografía –como advirtió Ana Díaz–, y persiste hasta la república boliviana, así como la vinculación del indio con la miserabilidad, la pobreza y la dominación (283-85). A su vez, y a pesar del cambio de régimen, en el trato como a menor, como a hijo por parte del patrón-señor de la casa, al que el trabajador llama tatay (del quechua, papito), expresión de cariño y respeto a la autoridad efectiva para asentar el tipo de relación de poder54. La antropóloga Pascal Absi (2016) ha reconocido la carga del paternalismo patronal que sigue siendo parte de las relaciones de producción en Bolivia al escuchar a los mineros hablar de indiecitos en alusión a los campesinos, para diferenciarlos de la urbanidad y civilización con la que los primeros se identifican. Tampoco hay que olvidar que, hasta fines del siglo XX, jóvenes adolescentes indígenas del Chaco y oriente boliviano, han sido conducidas –no siempre voluntariamente– a las ciudades, a trabajar como empleadas domésticas cama adentro, a cambio de educación, techo y comida.55
Estas páginas han puesto en evidencia cómo la definición dada al concepto indio en la América colonial del siglo XVI, llevó a la imposición de una condición jurídica de minoridad a contrapunto con la de miserabilidad. La primera, fue compartida con gran parte de la población, sujeta en calidad de dependiente a la voluntad de quien encarnaba al pater familiae. La segunda, movió a la homogeneización de indio como grupo distinto y culturalmente inferiorizado. Ambos criterios permitieron el ejercicio prolongado de un gobierno de tipo tutelar sobre la población conquistada. La miserabilidad entendida inicialmente como un privilegio de protección jurídica, iría asimilándose a la precariedad material en la que había caído gran parte de la población indígena por la propia dinámica de dominación colonial a distinto nivel.
Por otro lado, los parámetros de diferenciación movieron a la discriminación prejuiciosa variable según de qué indígenas se trataba y toda la sociedad colonial participó de ella, incluidos indígenas y afrodescendientes pudientes. La aproximación al fenómeno de rescate y depósito de población irredenta de tierras bajas en La Plata permite constatar que el fenómeno de la servidumbre tutelada y la esclavitud legal tenían importantes puntos de encuentro en sus mecanismos de sometimiento y explotación. Más aún, que estos fueron autorregulados y perpetuados por la sociedad a pesar de las prohibiciones.
Un último elemento que me ha parecido importante subrayar es el de la idea de que se debía obligar a trabajar al indígena para combatir su supuesta ociosidad. Más aún, castigarlo para corregirlo durante su crianza en policía, y que se pretendía de él la gratitud silenciosa. A los trabajadores les fue muy difícil salir de estas dinámicas coactivas atravesadas por lógicas paternalistas que disminuían sus posibilidades de gestión autónoma y los sumían en cierto papel en la sociedad.
El cuestionamiento de las oposiciones binarias y de las categorías recreadas por el poder político en sus formulaciones teóricas de la diferencia es fundamental, pero no debe oscurecer o llevar a negar la violencia de las prácticas que engendraron en su uso en las sociedades donde fueron internalizadas. La explotación laboral fue un fenómeno interétnico que dependió de las posibilidades de unos de aprovecharse del trabajo de otros, y estuvo atravesada por la mirada prejuiciosa frente al “indio miserable” a quien nadie se quería parecer. Muchas generaciones de niños crecieron viendo a sus padres infantilizados y explotados. Algunos de ellos, al mejorar su condición, reprodujeron la lógica de dominación a nivel concreto y simbólico. ¿Por qué la sociedad se prestó a esta narrativa, la validó y la fue moldeando hasta el presente? Cierta idea de autoridad y de ejercicio de poder con la diferencia inferiorizada había sido naturalizada, cuyo remanente más adelante, y en las claves de un nuevo escenario, tendría un fuerte impacto en el ejercicio de la ciudadanía en Bolivia.