Resumen: El presente artículo es una lectura de los libros Quebrada. Las cordilleras en andas (2006), Ojo líquido (2011) y Esta parcela (2015) de la escritora y artista visual Guadalupe Santa Cruz, para pensar y leer el carácter impolítico en su obra desde la poética del manchón, del jardín, la deriva y el ecartamiento. Este carácter impolítico, desde su espesor reflexivo, escritural e intempestivo despliega una mirada innovadora y radical respecto de cuestiones propias de la literatura chilena y del campo escritural. Por ejemplo, en Esta parcela, su último libro, publicado póstumamente, se trata de pensar, entre la muerte y la escritura, la cadencia de lo breve y lo casual; en Quebrada. Las cordilleras en andas, atender a aquello que opera su propia epojé por cuanto a lo largo del paisaje chileno “algo ocurre, corroe, falla o se interrumpe”; mientras que en Ojo líquido se escribe la ciudad, la violencia y “la basta” que se le hace a Santiago para corregir su fárrago.
Palabras clave: poética, escritura, dictadura, ciudad, manchón, jardín.
Abstract: The following article is a reading of the books Quebrada. Las cordilleras en andas (2006), Ojo líquido (2011), and Esta parcela (2015) by the writer and visual artist Guadalupe Santa Cruz. We are interested in exploring the impolitical character in her work through a poetics of the stain, the garden, drift, and its écart. This impolitical character, from its reflective, scriptural, and untimely thickness, unfolds an innovative and radical view regarding issues that are specific to Chilean literature and its writing field. For example, in Esta parcela, her latest book, published posthumously, we seek to ponder, between death and writing, the cadence of what is brief and what is casual; in Quebrada. Las cordilleras en andas, attention is paid to what operates its own epoché throughout the Chilean landscape, where “something happens, corrodes, fails, or interrupts”; while in Ojo líquido, the city, the violence, and “the vastness” that is done to Santiago is written to correct its muddle.
Keywords: poetics, writing, dictatorship, city, stain, garden.
Artículos
FELIZ INGOBERNABILIDAD: OJO LÍQUIDO, QUEBRADA. LAS CORDILLERAS EN ANDAS Y ESTA PARCELA DE GUADALUPE SANTA CRUZ 1
Ojo líquido, Quebrada. Las cordilleras en andasand Esta parcela of Guadalupe Santa Cruz
Recepción: 06 Marzo 2024
Aprobación: 17 Septiembre 2024
La narrativa de Guadalupe Santa Cruz2, sus cruces, amalgamas y densidad reflexiva se deben a su trabajo como traductora, grabadora, ensayista y a sus estudios de filosofía en la Universidad Católica de Chile y, lamentablemente, a su detención en 1973, a los 22 años, en Londres 383, y a su exilio, en 1974, en Bélgica, donde estudió grabado en la Academia de Bellas Artes de Lieja hasta que regresó a Chile en el año 1985. Esta migración, prisión política y exilio están presentes en su escritura, así como su no asimilación ni adherencia al aparato cultural literario de la transición posdictatorial, de la que fue crítica. Vivió y escribió en un límite y problematizó la supremacía de la crítica judicativa y la emergencia de lo que ella llamó los “técnicos del lenguaje”. Este límite, esta “historia del cuerpo a cuerpo con el lenguaje”, que arriesga su escritura, no está animado por la cronología o la anécdota, sino por lo irresoluto, por el ritmo desacompasado y por el tiempo del derroche. No tiene intención de acomodo, comprobación o gestión, se despliega en el precipicio y tiende a orillarse.
De su obra me interesa tratar tres de sus libros, que no podrían clasificarse en un género como tal. Me refiero, aunque en esta lectura puedan gravitar otros, a Ojo líquido (2011), a Esta parcela (2015), y a Quebrada. Las cordilleras en andas (2006), que contiene texto y grabados, por lo que es un “libro de doble lectura: visual y verbal [… que contiene] mapas y reproducciones de sus trabajos de grabado, proyecciones geográficas de distintos territorios del norte de Chile” (Olea 81). Mi inclinación es porque veo en ellos, con mayor densidad, lo que llamaré poética del manchón, que porta una poética del jardín, de la deriva y del ecartamiento. Desde esta imprecisión, desde donde aparece lo desaparecido, que es lo que, con Santa Cruz, entendemos por manchón, emergen habitantes de ciudades y parajes, y la página se vuelve quebrada que da cobijo a sujetos singulares e invisibles, donde se inscriben los efectos atópicos de su relación con el lenguaje y el espacio4.
En Esta parcela, su último libro, se está ante la muerte, entre el fin y la escritura, en el ritmo de lo efímero y de lo imprevisto, del límite que se ensancha y encoje en el recuerdo, por cuanto lo que se5 narra, como sucede en toda su obra, y con mayor énfasis en Quebrada. Las cordilleras en andas, atiende a algo que opera su propia epoché, como ha dicho Sergio Rojas respecto de los relatos de este libro, inscribiendo una poética que despliega su feliz ingobernabilidad (Lo que vibra por las superficies 122) como si hiciera un jardín.
Ojo líquido traza la ciudad, la violencia, la basta que se extiende sobre ella para corregir su fárrago, trabaja sobre el límite en el que se exhibe una frontera. Pensamiento y escritura se acumulan en el jardín. Excritura6 cuyo ojo recorre la ciudad, el curso de sus aguas, transformando la escritura en un mapa-libro que va del jardín a la calle, del jardín al pasaje, del jardín a la avenida con la cordillera de telón de fondo. Son espacios que se inscriben en cuerpo y página, en su carácter inmanente. Por su afán de justicia7 las palabras cobran espesor, no se “paralizan ni giran en balde”. No son “palabras sin magma [ni caen en] el efecto político de una captura” (Karmy 2019), muestran su incomodidad, la incomodidad de los cuerpos que escriben, son “un cuerpo a borbotones que no cabe en las letras” (Ojo líquido 13). De tal suerte que, una de las máximas en Ojo líquido, su poética quizás, sea “No sé escribir. Hago jardines […] Estuve largo tiempo salivando palabras en la boca. Estuve buscando sus formas, las busqué en un ángulo chueco que hay en el espacio, escribo porque no las encontré” (7).
En Quebrada. Las cordilleras en andas8, como comenta en una de las solapas del libro Eugenio Dittborn, la escritura “se alimenta […] de todo aquello de lo que se separa”, por eso llama a este libro “informe amoroso, informe abismado […] de lo que se halla en un paisaje que duerme” (s.p.). Es un pensamiento que viaja9, que visita los lugares poniendo atención a lo que pueda aparecer, que “avanza en la punta de los pies” despertando “cuerpos transversales de cordilleras y quebradas del norte de Chile” (s.p.). Lo que se “desenreda[n] y despierta[n] de golpe”, lo que se da a ver son “cuerpos dormidos y soñantes”, “quebradas y cordilleras […] superficies y depósitos, pieles y sequías”, “itinerarios truncos”, “tránsitos y paraderos de objetos disparatados y opacos, idas y vueltas en vano” (s.p.). De esta manera, acontece un itinerario fuera de acordonamientos y de registros oficiales. La escritura se transforma en idas y vueltas en vano, afirmando el carácter infructuoso de su deseo sin utilidad, de la suspensión que el propio hecho de narrar compromete. Por esta razón, Sergio Rojas, cuando lee Quebrada, dice que varios de los textos que lo componen ayudan al inventario testimonial de un mundo cruel, en el sentido que Artaud daba a este concepto: “existencias sometidas a la fatalidad de un paisaje que no se sabe ‘paisaje’, una profunda y férrea legalidad de las cosas que tiene lugar más allá de las posibilidades del sujeto” (“L ‘epoché’” 220). Y, en consecuencia, lo que queda de ese mundo es una memoria de relatos y de testimonios “que dan cuenta de un universo en cierto modo ‘naturalizado’ […] un mundo sin futuro, pues ni el progreso, ni la dialéctica sirven allí a la elaboración del sentido”, ya que no se trataría del “tiempo de la emancipación. Porque el mundo se ha hecho uno con el paisaje” (222). Los relatos, siguiendo a Rojas, tienen lugar en esa epoché, es como si se formara, cada vez, un manchón en medio de la velocidad del mundo que quiere dormitar en las palabras, como única posibilidad de intercambiar experiencias. En el manchón se dormita, acogido en la autoridad de la palabra que lo hace existir10.
Corre las páginas de estos tres libros una escritura que es ella misma manchón, que, con Santa Cruz, se traduce en algo no determinado ni develado totalmente, una incertidumbre, en cuanto una “mancha, alguien o algo, es el campo de una indecisión. […y] Cuando es lugar, manchón sería donde aparece lo desaparecido” (Ojo líquido 53). En este sentido, los jardines son manchones desatados por flujos y “nudos flojos que traen mezcolanza, cosas sin cruce ni orden, titubeo que sombra el espacio” (53). Un pedazo de algo, derrame, tachadura, sombra y huerto que abre lugares, claros-opacos, marañas de pensamiento y palabras. Pero, fundamentalmente, cuando es lugar, lugar de nuevo si seguimos a Guadalupe leyendo a Beckett, manchón sería superficie de reemergencia de un resto, de un desocultamiento, de algo que vuelve a mostrarse desde su aniquilación exhibiendo el lenguaje la intensidad de su propia ausencia por venir y la porfía ante su desaparición. Porfía de las imágenes que se vuelven puntadas, y punzadas, hacia el pasado, cuyo diálogo espectral se sobrelleva hasta un nuevo límite: las cosas se deslizan bajo las cosas, los cuerpos yacen bajo otros cuerpos, los cuerpos muertos yacen bajo-sobre otros cuerpos vivos. Lo subyacente es escritura, quizás, incluso, la escritura. Se trata de ir contra el intento de enhebrar y enervar las palabras, de sostener el deseo de “devolver a las letras la dimensión que le ha sido escamoteada por el uniforme alfabeto [… de ponerlas] en movimiento como quien ensaya un juego” (Lo que vibra 27).
Jardín, deriva, ecartamiento, manchón son cuestiones decisivas en el pensamiento de Santa Cruz, en que se afirma su dejarse llevar por el terreno, superficie, parcela, página, cabeza, cuerpo o día a día donde quien escribe se anima a encuentros disímiles con cosas y mundos opacos, así como lo es el disturbio que respira en la escritura de Santa Cruz, específicamente en Ojo líquido cuando escribe “sí, ciudad árida si no es por su lengua, por sus escondrijos. Geométrica a no ser por los pasajes que introducen estorbo, disturbio en las manzanas del damero (las rompen en su centro)” (40). Si pensamos, respecto de estas perturbaciones con Didi-Huberman, se trata de una deriva hacia la sedición y el levantamiento, allí donde emerge, por desesperación, la necesidad inclaudicable de desprenderse, de sacudirse de la parálisis, del anquilosamiento y del peso que impiden liberarse.
Podríamos hacer un diccionario con todos los vocablos, con su “ligera materialidad” (Lo que vibra 118), que en Santa Cruz se anudan soltándose a la palabra escritura: jardín, deriva, ecartamiento, manchón, disturbio, entre otras franjas, argamasan todo aquello que pueda alterar y disturbar la tranquilidad y la falsa concordia que pretende afincarnos, “como si no nos hubiésemos enredado en alguno de sus signos, y no fuesen el tartamudeo, la dislexia y la inaudita propensión a los lapsus una intensa relación con ese orden que nos antecede, y por el que queremos contra toda tranquilidad enhebrar palabras, enervarlas” (27).
Ensaya Santa Cruz, a través del cuerpo que corre su suerte, con el pensamiento. Recuerda y le hace lugar a su jardín-escritura “abierta, sin sed de apropiación, que se establece en la forma del jardín y no en la pastoral, en lo marginal y nunca en centros hegemónicos ni autoritarios” (Karmy en Sotomayor 1032), exhibiendo el lenguaje la intensidad de su propia ausencia por venir y la porfía de las imágenes, que se vuelven puntada hacia el pasado y diálogo espectral por continuar, escritura-arrebato, ruptura, deseo, aliento, potencia que abre espacio a lo que termina y a lo desaparecido11. Toma aliento desde “hablas masculladas”, desde “lenguas transversales y quebradas” (Sotomayor “Aguas del capital…” 1208), por cuanto se trata de una forma de mirar que, a medida que va mirando crea, que no encasilla ni diagnostica, que mira más de una vez.
Ha de ser la razón, cada vez que vuelvo a leer a Guadalupe Santa Cruz, por la que me pregunto ¿qué tipo de pensamiento sobre el espacio, que se inscribe en cada uno, es el que hace posible su escritura? Es una relación tan íntima la que establece con él y la palabra que “el espacio habla, los sujetos se (des)centran, se desplazan, habitan o deshabitan; construyen localizaciones que, en la tensión, representan un singular modo de avecindarse en el tiempo en que se albergan” (Olea 81), extendiendo un ademán no canónico sino geo-grafico12, que su deseo nos toca porque sus páginas, físicas, sus palabras en gestos que se levantan13, parecen envolvernos de tal manera que emergemos de ella dislocados, perdiendo el hilo del sentido común pero también del pensamiento14, cediendo la unidad a la multiplicidad que se carga y es trasladada “por y en los distintos cuerpos que la habitan” (Foerster 38). Lo que rompe con esta unidad “es la idea de la quebrada como transversalidad, como corte en el trazado del imaginario nacional clásico” (38). Se producen encrucijadas, manchones, ecartamientos, jardines disímiles, la quebrada quiebra el desplazamiento longitudinal en pos de lo que bascula de otro modo, por cuanto “Quebrada cuestiona la imagen longitudinal de Chile como unidad, proponiendo en cambio, una que conecta, a través de múltiples micro-unidades, la cordillera y el mar, a lo largo del territorio” (38).
No hay suelo firme después de leerla, es como si estuviéramos parados en medio de una ventolera. Su escritura acontece, nos sale al paso, como corte y multiplicidad que se carga y es trasladada por el cuerpo. Su forma singular de leer y de ver, que hace paraje en cada ojeada, me hace pensar que siempre hay algo más que atisbar allí donde estamos mirando y leyendo, que siempre se trata de releer o de leer lo que aún no acontece. La vicisitud es lo que hace esta escritura, borra la certeza haciendo emanar su propia basculación: cabos que no habíamos tocado. Opacidad que no adiestra ni ilustra, no se trata de instrucción, sino de cruce y amalgama15. Las ideas se visibilizan y toman cuerpo, lo que desorienta es lo único que puede orientarnos, todo se vuelve parajes y quebradas, parajes de quebradas, y una quebrada es, nos sopla al oído Santa Cruz:
un lugar donde algo ocurre, corre, fluye o se interrumpe. Es un declive, siempre sucede en el terreno desnivelado algo que se tambalea, declina, bascula en otro sentido.
O bien sucede que se alza, que es preciso escalar, conmover una posición, buscar otro equilibrio, desgajar el cuerpo hacia nuevas direcciones.
Se cruzan otros cuerpos, en las quebradas, ventoleras inversas que descolocan, chiflones y cauces, abismos horizontales. La promesa de otras rutas.
Casi todas las quebradas del país producen a su largo encrucijadas. No hay país sino un paraje en cada quebrada. (Quebrada s/n)
En definitiva, lo que cada quebrada trae es un relato, la experiencia y autoridad de la palabra de sus habitantes, de sus historias, porque en las quebradas emergen narraciones y representaciones que contradicen lo llano.
El deseo de Guadalupe Santa Cruz de habitar lo que se interrumpe, o bascula de otro modo, es un ejercicio siempre abierto que nos deja en lo impreciso, en la medida que nos obliga a conversar con la escritura como si esta saliera a la puerta a esperarnos para dejarnos pasar después de un paneo sobre las rugosidades del cuerpo o impedirnos el rápido acceso. Nos saca del comportamiento colonial, arraigado en las “políticas policiales de la censura abierta [… y del] totalitarismo de la versión única de los hechos” (Lo que vibra 141), lejos de lo periférico disuelve el espejismo del lugar seguro y la disciplina, afincándose en las “costras de historia” (102), porque “contrariedad, es eso que provocan estas quebradas en la línea vertical y dominante del país” (169). Su razón es la desobediencia y ensayar, hacerle sitio al malestar que se carga y se arrastra. Anota Santa Cruz, “son cuerpos incómodos aquellos que escriben textos a modo de ensayos” (23), porque estos cuerpos, su incomodidad,
ensayan una y otra vez medirse con los órdenes que amenazan enderezar su puño, rompen una y otra vez la coraza de las palabras, esas armaduras que son las obligaciones disciplinarias de cada lenguaje, forzadas a avanzar reafirmando su pertenencia a un linaje, deuda siempre abierta con el saber que se paga con el gesto repetido de la restitución: creer en la transparencia de los vocablos, en su falta de densidad. (Como si la escritura no debiera traicionarse a sí misma para juntarse con el engaño de los acontecimientos). (23-24)
Quienes arrastran esta escritura “tienen el pulso malo de los viajeros” (24), escriben en el movimiento de una agitación, desde un notorio temblor, afectados en el cuerpo, en el pensamiento y en la voz, porque “huyen las palabras, resbalan como mercurio sobre los hechos” (23), y de esta forma se adentra en el paisaje, para empacharse con él, para “ingresa[r] en los paisajes con el semblante ahíto de la sorpresa” (24).
Para leer a Guadalupe Santa Cruz habría que leer como ella lo haría, no literalmente sino de reojo, despedazando lo ya despedazado, adhiriéndose a lo que las letras rezuman, a lo que chorrea desde las palabras, en el frente a frente con la ciudad y el derrumbamiento del propio cuerpo, del cual emerge un eros que resiste su agonía y su erosión, que infiltra en las página lo desaparecido, que ha ido descubriendo mientras lo sigue perdiendo: habitantes, trozos de historia y de paisajes. Escritura del espacio y el límite como potencia de ser en la ciudad latinoamericana de fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI, para desvelar-se hacia (lo) otro que exhibe su falta, donde la magnitud de la ausencia posibilita una escritura inapropiable e ingobernable. El amor por la escritura es la “taquicardia de una experiencia que se encuentra aún abierta” (Lo que vibra 35-36), el latido del relato que gotea hasta hacer un surco en el lenguaje que interrumpe la ciudad ordenada y todo aquello que se intenta sanear e higienizar. Las palabras, vigías adelantadas del cuerpo, desencializan el sentido común, las versiones únicas y toponímicas. Santa Cruz nos permite asomarnos a la relación olvidada entre tiempo y lenguaje, sabe que “las palabras son pequeños trozos de historia, que transportan a la vez consigo, en su misma densidad, la historia que es suya, la historia de sus inextricables sentidos, de sus cargas y mañas” (“Escritura” 149). Se trata de una obra “densa y poligráfica […], hecha de exilio y retornos (Decante 1081), se esmera por objetar cualquier lógica serializada que reduce todo a categoría, borra singularidades y la compasión por los detalles y gestos de los sujetos que permanecen al margen y continúan orillados y sometidos a la violencia.
Esta escritura que, podríamos decir, comienza de manera sistemática en el exilio, se hace con el retorno a Chile a cuestas, se ensancha a partir de la experiencia y memoria personal, histórica y social, al encontrarse con la ciudad violentada por el capital. Razón por la que
Santa Cruz prefiere a transeúntes e interventores de terrenos abandonados para hacer reticular su hacer sin apropiación, alisando lo estriado y en perenne disposición de subvertir los espacios disciplinarios, permeabilizándose el diálogo en el recorrido para descubrir un cuerpo común. (Sotomayor, “Prólogo” 1033)
Le interesan la “dislocación del suelo” y la “incisión del olvido”, “la carne de la ciudad”, las palabras, que entiende como “secreción de los cuerpos”, que el proyecto neoliberal de la dictadura erradicó, zanjó, allanó, saqueó, domicilió, extraño, capturó, blanqueó y tachó, en un apremiante toque de queda, en infinitos estados de excepción y en una incesante desterritorialización, haciéndonos ingresar en continuas penas de extrañamiento y capturas psíquicas y físicas que son, en definitiva, la “inmersión en las zonas blancas del mapa que marcaban las casas de tortura clandestinas; [y] la tachadura en el mapa que significaban las desapariciones” (Lo que vibra por las superficies 142).
El filósofo chileno Rodrigo Karmy ha llamado a Guadalupe Santa Cruz jardinera china, porque en ella se “juega un modo de escritura concebida como trabajo de jardinería” (Fragmento 105), un gesto político que interfiere dinámicas jerárquicas, y “solo en una escritura identificada con la figura del jardín encontraremos un pliegue alternativo, una forma de subjetividad cuya fuerza y multiplicidad ha resistido los embates del paradigma pastoral” (105-106). Resiste, Santa Cruz, al paradigma de la intención y de la comunidad al que estamos habituados a través del disimulo de lo excrito, de la poética del manchón, desplegando una escritura impolítica que, como ha explicado Esposito, al contrario de lo que se piensa, se diferencia de lo apolítico y de lo antipolítico porque no comporta un debilitamiento o una caída del interés por la política sino, por el contrario, una intensificación y radicalización de esta. Es este carácter el que está presente en la obra de Santa Cruz: una densidad que desustancializa, toca afuera y se aloja en lo por venir y en lo por aparecer. Su significado impolítico de la comunidad se pone en relación con los sujetos que aparecen en las derivas de sus libros, en los ritmos de sus paisajes, de los mapas, que, como ella misma ha dicho en una entrevista, señalan ciertos écarts. Teniendo presente, primero que, un écart es una “separación, una división, un apartamiento, pero no una línea o frontera, sino un espacio en sí mismo, un intervalo” (“Entrevista” 37); y segundo, no olvidando que, a partir de este concepto impolítico de comunidad, Esposito sostiene que “la comunidad es y debe permanecer constitutivamente impolítica, en el sentido de que podemos corresponder a nuestro ser en-común solo en la medida en que lo mantengamos alejado de toda pretensión de realización histórico-empírica” (Communitas 163). Justamente, Esposito señala el mérito de Nancy que, luego de un largo recorrido, sostuvo que “la comunidad no era concebida como aquello que pone en relación a determinados sujetos, sino más bien como el ser mismo de la relación” (“Inmunidad” 102). Esto significa, desde Nancy, que “la comunidad no es un ‘ser’ común, sino el ser ‘en común’ de una existencia coincidente con la exposición a la alteridad” (102). En este sentido, estamos hablando de una existencia sin esencia, a secas, lo cual “significa poner fin a todas las tendencias sustancialistas, de carácter particular y universal, subjetivo y objetivo” (102). Refiere a algo que se une yendo y viniendo, que se va haciendo mientras algo falta o se va dejando, un tránsito sin pretensiones esencialistas, lejos del mito, lejos de la idea de comunidad esencial, afín a totalitarismos que amenazan toda alteridad, cuya conminación nos arroja a sistemas inmunitarios perversos, voraces y cerrados sobre sí mismos.
Este carácter impolítico, presente en la fascinante escritura de Santa Cruz, estorba lo que se reúne en torno a identidades transparentes e “interfiere los continuums naturalizados, instalados simplemente ahí como formas precisas del poder” (Karmy, Fragmento 13). El pathos reflexivo de Santa Cruz, por este carácter, densifica la relación escritura y política, cuestiona el patrón de comunidad moderno que remite, tal como señala Daniel Alvaro, a una configuración histórica, teórica y léxica determinable, que él llama, comunocentrismo, que dispensa una prerrogativa sobre la sociedad y despliega, por ello, “un privilegio idéntico al que goza desde siempre lo natural sobre lo artificial, lo originario sobre lo derivado, lo auténtico sobre lo inauténtico” (172). ¿Cuál es el problema?, que en estas oposiciones, dice Alvaro, lo que dictamina la preponderancia de un término sobre el otro es su proximidad esencial a la verdad. La comunidad ocupa este privilegio en este paradigma, por lo tanto, “comunidad es el nombre de la forma de vida en común llamada ‘verdadera’ por oposición a aquella que no lo es” (172).
Santa Cruz pulveriza esta idea esencialista, “verdadera”, desarticula esas versiones y transforma la comunidad, nos muestra su lenguajera disparidad, la relación de los distintos lejos de la esencia y cerca de una relación entre iguales reunidos por la falta. Y si queremos pensar un lugar en común igualitario, este es solo posible si pensamos a la comunidad en contacto con otros, alterada por esos otros. De tal modo que la comunidad constitutivamente impolítica implica una impersonalidad, en el sentido de que “la comunidad no puede tener ‘sujetos’ porque ella misma construye –deconstruye– la subjetividad en la forma de su alteración” (Esposito, Communitas 163). No se trata, en el pensamiento de Santa Cruz, de concomitancias sino de incoincidencias, de disidencias, de un nosotros que siempre es otros, y con otros. La forma de semejanza, de comunidad que ella sostiene, no es la de una identidad homogénea, sino una de intercambio y transversalidad en que no somos lo que nos han dicho que debiéramos ser16. Habitar intervalos, en exposición mutua entre sujetos-habitantes que se sostienen en los efectos atópicos de su relación con el lenguaje y el espacio. Todo lo cual, si seguimos a Nancy en su “Conloquium” a Communitas de Esposito, estaría más cercano al cum latino, que marca esta proximidad, que no es solo de trato sino que implica una “acción recíproca, de intercambio, de relación o al menos de exposición mutua” (Nancy 15). No podría ser, por tanto, nunca una concomitancia. Este cum, para Nancy, es lo que vincula (si es un vínculo) o lo que junta (si es una juntura, un yugo, una yunta), porque el munus del communis apunta al “reparto de una carga, de un deber, o de una tarea y no la comunidad de una sustancia”, por cuanto “el ser-en-común se define y constituye por una carga, y en último análisis no está a cargo de otra cosa sino del mismo cum. Estamos a cargo de nuestro con, es decir, de nosotros” (Nancy 15-16). Sin embargo, aclara que no hay que precipitarse y entender esto como “responsabilidad de la comunidad”, o incluso como “ciudad”, o “pueblo”, sino que indica, en todo sentido, que “tenemos para hacernos cargo, para realizar una tarea –pero eso equivale a decir ‘para vivir’ y ‘para ser’– el con –el entre– en el que tenemos nuestra existencia” (15-16). Esto sería, “a la vez nuestro lugar o nuestro medio y aquello a lo que y por lo que existimos […], estamos expuestos” (16). Esta idea de comunidad implica “algo que nos expone: nos pone los unos frente a los otros, nos entrega los unos a los otros, nos arriesga los unos contra los otros y todos juntos nos entrega a lo que Esposito (el bien llamado expuesto) llama para concluir ‘la experiencia’: la cual no es otra sino la de ser con” (16). Por eso la escritura nos expone, es ella misma la que se expone y está, en todo momento, expuesta, en la exigencia de su con. “Cum pone juntos o hace juntos, pero no es ni un mezclador, ni un ensamblador, ni un afinador, ni un coleccionista. Es un respecto” (15-16).
Lo que se tendría en común, siempre y en todo sentido, sería lo que no es propio, una falta, una ausencia. La comunidad no sería, entonces, ese grupo de iguales que se identifica, sino más bien su carencia, su impropiedad, es decir, se trata, en todo momento, de la imposibilidad de la comunidad en cuanto a la coincidencia consigo misma (Esposito, Categorías 27). Esta imposibilidad la encontramos en las vidas que pone en escena, que expone Guadalupe Santa Cruz. Esposito, pensando en Benjamin, sostiene que “si existe un punto de evidente convergencia entre los distintos autores impolíticos […] está constituido justamente por la negación de cualquier tipo de conjunción –inmediata, postergada, providencial– entre bien y poder” (15). Por ello no es en ningún caso lo apolítico o fuera de lo político, “el ‘fuera’ o mejor dicho el punto vacío de sustancia a que lo impolítico remite, está situado desde el comienzo dentro de lo político. O mejor todavía: es lo político mismo sustraído a su propia plenitud mítico-operativa” (24). La comunidad impolítica no refiere a comunitarismos asépticos ni sustancialistas. El estatuto del lugar en común que hemos sostenido en Santa Cruz refiere, justamente, a esas vidas que no coinciden entre sí o que se reúnen en su divergencia, en las bifurcaciones del terreno que habitan, quebrada y transversalidad que corta y derrama el trazado uniforme y administrativo del mapa, por tanto, “la comunidad no es algo que pone en relación lo que es, sino el ser mismo como relación” (Esposito, Categorías 25), a distancia de cualquier lógica inmunitaria. En este sentido, no se trata entre los sujetos, seguimos a Esposito, de un principio de identificación ni de un
recinto aséptico en cuyo interior se establezca una comunicación transparente o cuando menos el contenido a comunicar. No encuentran sino ese vacío, esa distancia, ese extrañamiento [ese intervalo, ese écart] que los hace ausentes de sí mismos […] “donados por” un circuito de donación recíproca […] No sujetos. O sujetos de su propia ausencia, de la ausencia de propio. De una impropiedad radical que coincide con la absoluta contingencia, o simplemente “coincide”: cae conjuntamente. (Communitas 31-32)
Este carácter impolítico en los textos de Santa Cruz, piensa, como señala Esposito, a estos sujetos finitos –recortados por un límite que no puede interiorizarse en tanto configura cabalmente su afuera, porque en esta exterioridad acontecen y se asoman, “los penetra en su común no-pertenecerse” (32).
Quebradas cada jardín, paraje cada parcela que se comparte en su singularidad plural que es su propia incoincidencia. Ausencia-carencia que reúne a los sujetos que habitan en la autora, porque en virtud de ese algo que falta, que se interrumpe, como vemos en su pensamiento sobre las listas, nos entrelazamos a “aquello que escapa, su temblorosa sobriedad […] a algo que falta, a alguien que ha sido restado: ‘enumeramos porque no tenemos’” (Lo que vibra 46). Única manera de grabar “una memoria que no puede fugarse” (44). Al cabo, lo que caracteriza a lo común “no es lo propio, sino lo impropio –o, más drásticamente, lo otro– […] la propiedad en su contrario” (Esposito, Communitas 31). Esta propiedad en su contrario, estos recintos no asépticos sin comunicación transparente interesaron a Santa Cruz. Su impropiedad, distanciamiento y extrañamiento desestabilizan oposiciones contrastivas que clausuran a los sujetos sobre sí mismos inmunizándolos del afuera, porque la inmunidad no produce un desplazamiento exterior a la comunidad, sino que la clausura, volviéndola reticente y reactiva, en cuyos límites el individuo queda aislado y protegido porque todo contacto es amenazante: “el ‘inmune’ no es simplemente distinto a lo ‘común’ sino su contrario” (Esposito, Communitas 39)17. Por ello la comunidad no es, dice Esposito su proliferación o multiplicación, sino su “exposición a lo que interrumpe su clausura y lo vuelca hacia el exterior, un vértigo, una síncopa, un espasmo en la continuidad del sujeto” (32). Se trata de tomar contacto con lo que no es un sí mismo, de alterarse con el otro, de arriesgarse. Justamente el munus, dice Esposito es hospitalario y hostil. El jardín es acogedor y azaroso, reúne la tranquilidad en su broza.
Este gesto político e intempestivo, expuesto e impolítico, Rodrigo Karmy lo ve en Santa Cruz en tres movimientos:
en primer lugar, carece de centro abriendo zonas junto a o al costado donde toca precisamente el lugar de la diferición en que tiene lugar el ser-con en el que se pone en juego la forma-jardín; en segundo lugar, refiere exclusivamente a las superficies, a diferencia del pastor que tras la superficie produce la presuposición de una profundidad, las superficies acontecen como flujos múltiples e irreductibles a las lógicas de la equivalencia general; y, en tercer lugar, redunda en la apuesta por lo ingobernable, al desactivar la sutura de los cuerpos y las lenguas, al soltarles para dejarles abrir un pensamiento radicalmente intempestivo. (Fragmento 106)
Santa Cruz, en este sentido, desde el carácter intempestivo e impolítico de su escritura, desde sus “fragmentaciones y transversalidades opacas” (Sotomayor, “Prólogo” 1033) pone en tela de juicio no solo la razón pastoral, como señala Karmy, sino también la lengua atada a las convenciones, a las versiones únicas y las superficies lisas de conocimiento, dejando ingresar la sospecha al cuerpo y a la escritura, dejando entrar el volumen barroso de las hojas sueltas que no arman un relato continuo, que no pueden volver a ser juntadas, cuya comprensión, alguna vez conocida, se torna desconocida, puede volver a ser escrita, puede ser un borrador que sigue dando vueltas infinitamente, porque son las palabras las que nos hacen tropezar, “no están hechas de tierra. Pueden acabarse” (Ojo líquido 7).
La escritura de Santa Cruz es un intenso desplazamiento, como el que producen las quebradas y las páginas de un libro. Palabras, cuerpos y más cuerpos aún por descubrir, aún por conocer. Nombres que se han vuelto palabras que se siguen salivando en la boca. Su razón de escritura son los gestos y los cuerpos no encontrados aún. Su densidad escritural, reflexiva y política opera un pensamiento que lee nuestro pasado y presente político intentando “buscar en los desplazamientos las contaminaciones borradas, pero inscriptas en la superficie” (Olea 82). Se trata de una producción visual y escritural, como señala Raquel Olea, en que bascula, con igual relevancia, “lo escrito, lo visto, la mancha, la letra, la marca de un nombre, las huellas, el trazo, los destinos” (82). Viaja y ensaya, “su cuerpo se entrega, se defiende (nadie se desplaza sin pérdidas): secreta palabra” (Santa Cruz, Lo que vibra 24)”, construye “frases iniciadas que se lanzan en diversas direcciones” (24). Se desvía, deriva, se vuelve vicaria, escribe en el ritmo desacompasado de los itinerarios en bus por paraderos de Santiago, dando cuenta de cómo la propia historia que construye el lenguaje lo horada.
Algo crucial señala Santa Cruz en relación con la necesaria presteza de su escritura: “algo de esto es para mí la velocidad, ir más rápido que el olvido; olvido de lo acontecido y de aquello que está por acontecer” (38). La escritura que se hace entre un y otro trabajo, entre un y otro trayecto, es lo que llama “tiempo del derroche”. En el intervalo ocurre la vida, en medio de los tiempos globalizados. Este tiempo del derroche para la autora es el ritmo desacompasado de su recorrido, de los imprevistos y accidentes en los que encuentra un “momento de derrame impulsado por el pequeño viaje, por la travesía –nunca similar– entre las mismas calles de una ciudad saturada de lenguaje” (38). Ritmo desacompasado como el de las “frases que arrancan con la aceleración de la máquina, que se tejen en los intervalos, se encuentran allí por leer. El derrame es el fárrago de lo que rueda, de todo aquello que mueve el bus: para mí es máquina de escribir, máquina vertida que arrastra distintas velocidades” (39).
El lápiz de Guadalupe Santa Cruz “es quebradizo, como la lengua […] no prosigue la frase heredada, aquella que se encerró en los múltiples recintos que atravesaba” (24). Sin atavismo pisa los suelos desechados, desanda desatando lazos consabidos, porque de esos recintos guarda las memorias “que atan una a otra no las materias, no la serie encadenada de la enciclopedia, sino la propia desazón, la luz, la alucinación, las heridas en los ojos” (25). Por eso cree que quien viaja no escribe con la punta de los dedos, sino acostado en el papel, “levanta actas de aquello que lo deja fuera, bosqueja un lugar y una palabra posibles de habitar” (25)18. Estos viajeros, que ensayan escribir, son “quienes han quedado atrapados en el remolino de alguno de aquellos tránsitos” (25). Ensayar que da lugar y escucha a lo que se desliza a favor, pero también en contra.
En Guadalupe Santa Cruz lo que abre el apetito por escribir es lo irresoluto, lo que dicta el roce, acaricia y araña. Se busca ensayando, dándole paso a los tropezones y tropiezos de la lengua en la historia que ha borrado el tartamudeo, la dislexia y los lapsus, lo que pone en movimiento la nervadura del lenguaje, el aire del espacio que agita la tranquilidad. Se trata de urdir un pensamiento en la escritura que se niega “a limpiar la letra de la mugre y las hilachas que le adhiere la experiencia [… que desea] desbaratar el orden del discurso, que es el orden de los lugares” (29). Y en un continente que ha sido golpeado por el verbo uniforme, por los cercos con que se regulan los cuerpos, “es el desplazamiento el que piensa a quien escribe, es la distancia” (28) la que desestabiliza comunocentrismos, órdenes y tiempos achatados y se pregunta, desde su ademán ingobernable de ensayar, “¿cómo dar cuenta del ahuecamiento que acompaña el corazón de nuestro acontecer?” (29),
Es preciso, nos recuerda Santa Cruz, escribir en distintas velocidades, en un tiempo cuyas disputas “no se encuentran hoy a la vista, parecen haberse diluido en algo que nos engloba, que ya no nos recorta en parcelas, sino que nos corta de nosotros mismos, de nuestra historia” (37-38). Este tiempo, que se divide y se distribuye, aun cuando no es lineal ni binario, “ya no es un reloj [… sino] un ojo y una pantalla a la vez. Y no veo cómo escribir si no es acostada en esa líquida frontera” (38). En este fluido y linde de distintas velocidades se densifica la ciudad y la relación escritura y política. Implosiona el patrón de comunidad moderno, podemos prescindir de paradigmas espaciales y capturas semánticas que inscriben subordinaciones y recaen sobre la carne y la lengua, en pos de hacer flaquear el edificio textual normalizador y jerárquico de las palabras que sostienen los “técnicos del lenguaje”19, con otro bascular que desordene ese orden, a la vez de hacer flaquear las convenciones arquitectónicas y lingüísticas de la letra que privilegian modos de moverse limitados y constrictivos. Otro bascular que implica hacer despedazando, anteponiendo el fracaso, del que habla Beckett, para alcanzar una escritura que se resista a un destino objetivo, que pueda harnear las letras, soltarlas de la redacción y la transparencia. La letra de Santa Cruz escribe, a la manera de Beckett, agujereando el lenguaje para que aparezca lo oculto, respirando en los manchones, en los lugares que, cada vez, son de nuevo. La paradoja de esta veloz y, a la vez, lenta turbulencia escritural se extiende por superficies y poros. Manchón sería, por lo tanto, y antes que nada, un pedazo de algo, una parte de un todo que por su esmero expansivo se ha ocultado en su propia reducción. Una mancha que se vuelve pertinaz, atentando contra cualquier permanencia y continuidad, a la manera de la esquina del parrón y su follaje; a la manera del ángulo de una casa, de un pasaje que aloja, a momentos, “un imperceptible torbellino que hace girar tenuemente una o dos hojas sin razón aparente” (Ojo líquido 29). Hojas y páginas siempre a punto de ser devoradas por el horizonte de los eventos como si contuvieran su propio agujero negro, por el que “el movimiento parece venir de ningún lado. De pronto se arma, como forma del viento que se aferra a algo” (29).
Este manchón-escritura en Ojo líquido es jardín, en Quebrada paraje y en Esta parcela líquido de contraste en el organismo, que acarrea el fuera de sí del cuerpo, su incomodidad. Una “escritura que ensaya su propia materia, merodeo en el campo de ciertos temas (la escritura misma y el lenguaje, la ciudad, la normatividad de la urbe), imágenes construidas desde la incertidumbre, distancia frente a las armaduras de las categorizaciones de género” (Marchant 241). El ojo de Guadalupe Santa Cruz nos muestra un mundo que yace atendiendo al jardín20, en el fondo de la casa, donde el ojo se cuelga de la maraña para posarse en el blanco de los cuadernos habitados por algo que, sin embargo, tironea la escritura. Dice Santa Cruz:
cuando no escribo, al dejar de escribir –blanco en el blanco de los cuadernos–, las cosas, como animales, me tiran de la ropa, me rasguñan. Dicen que hay páginas por todos lados, hojas, de naturaleza o tachadura, que hay superficie. Llaman mi atención en su no decir. Ni las cosas ni yo algo dice (9).
El ojo es impulsado por algo a la escritura, así como a las hojas del jardín. Cada hiato, como si fuese un manchón, obstruye protocolos y jerarquías haciendo fracasar proyectos políticos. Desencadena y muestra soltando “borrosas figuras éticas que se desprenden de los gestos, de los incontables gestos que rebalsan las categorías más racionales de lectura de lo gobernable y lo ingobernable” (Lo que vibra 132).
Ojo líquido, Esta parcela y Quebrada. Las cordilleras en andas escriben su propio límite, haciendo del manchón un lugar nuevo y lugar de nuevo. Límite, intervalo, hiato ingresan como boquerón a la fijeza del relato lícito de los vencedores. Pensamiento y escritura se dan cita en distintos manchones: en el jardín que comprueba la ignorancia de los mapas, en la parcela que es el cuerpo enfermo recorrido por la medicina, y en las quebradas que guardan un tiempo y habitantes rezagados por el capital que hace tabla rasa de todo y raciona el terreno en condominios. Las hojas sueltas que afirman esta manera de ensayar de Santa Cruz basculan un tiempo, no del reloj, sino uno donde se enciende la escritura. Anota la autora en Ojo líquido:
Escribo porque desperté en una escritura que me enciende. La llamo escritura y ni siquiera tiene palabras, tampoco me ha pertenecido. Se trata de hojas sueltas y se hace difícil volverlas a juntar, arman una comprensión alguna vez conocida. Pudo ser escrita ya, un borrador que da vueltas en un recuerdo que tiene lugar por el sueño. (7)
El borrador de los sueños también es manchón que suspende la ciudad ordenada, el cuerpo veteado, los parajes sin continuidad que interrumpen y hacen tambalear el equilibrio del camino por cientos de rutas, haciéndole lugar al borrador que da vueltas como si fuera tierra y piel removida y harneada. Santa Cruz traza en disturbio, afincando, según señala Sotomayor, “una escritura […] porosa e injertada” (“Aguas del capital” 1203)21, dejando entrar a la fachada, obligación de la apariencia, las hendiduras que rompen lo estable y la conformidad. Escribe en Esta parcela:
A través estoy, soy porífera, del mundo animal.
Mi piel se vuelve toda harnero, dicha de un rebalse permeado a lo largo y ancho de esta parcela. Como si fuese la antigua manera de embeberse el papel secante, la membrana que parece límite del cuerpo deja sentir en toda la superficie una porosidad que la ha ceñido desde siempre al mundo, al contacto. (131)
El cordón cordillerano de Santiago, el cordón de montañas arrimadas a las quebradas, la palabra-cordón de Esta parcela, el cordón umbilical que, aunque cortado arrastramos, escribe en el aire, como el cordón maleable que es, para Santa Cruz, la velocidad de los sueños y, de alguna manera, pero al comienzo de todo, aquello que arrastra el “cordón sanitario con que Benjamín Vicuña Mackenna recortara a Santiago y el proyecto uniformizador de la lengua ciudadana en los textos sobre ortografía y gramática de Andrés Bello” (Lo que vibra 141). Son operaciones que recayeron, afirma, alevosamente sobre la lengua y la ciudad bajo la dictadura de Pinochet, cuyo fin fue expandir estrategias de aniquilación de los adversarios políticos. Por ello, “habría que sumar, leyéndolas como arremetidas contra la posibilidad misma de lenguaje, las innumerables intervenciones urbanas” (141) de desaparición, división, exclusión, erradicación y borradura de una historia común, producto de las acciones ejemplificadoras con que la dictadura se abalanzó sobre las poblaciones populares y, posiblemente, allendistas. Todas ellas fueron “dislocación […] del suelo. La incisión del olvido en la carne de la ciudad. Las palabras entendidas como secreción de los cuerpos fueron erradicadas, zanjadas, allanadas, saqueadas, domiciliadas y extrañadas, capturadas, blanqueadas, tachadas” (142).
Esta parcela, sin embargo, lleva esperanza, “como abrigo. Las palabras atraviesan el sueño para hacerse puente de sí mismas. La química produce sueño. El sueño produce las palabras” (23). El sueño, otro manchón, hace aparecer un mundo sin mundo, como las quebradas que producen encrucijadas. Parcela, jardín, quebrada interrumpen el hábito blanco de lectura y del cemento y de las luces que encandilan la “urbe en un espejismo efímero” (Ojo líquido 38). El jardín de Guadalupe Santa Cruz es el que “construye con el tiempo una mano doméstica, no el paisajismo de una política de espacios verdes” (28), el que siembra sin miedo a la contaminación, sin
el miedo a la mugre, sin asear, mezcla de artefactos y cachivaches reciclados, tarros que no fueron chocas, teteras y galones de pintura oxidados por el riego, macetas plásticas y de greda, jardineras de ladrillo, piedra y tierra, hormas en el suelo. Pérgolas, guías, parrones. Tramas de alambre y pita. Un tronquillo roto sujeto por cordel de ropa y envuelto en láminas de esponja que no lo dañe, una rama alzada por un trozo de manguera para no lastimarla. Es lo que dejan ver de ellos, en la calle –cuando los hay en la calle–, en un balcón, a través de una mampara o de una puerta abierta: los jardines son parte de una sombra. (28)
Los jardines protegen, nos dan amparo, “son irreductibles, como un texto, no terminan de dar a ver su sentido porque nadie lo gobierna” (28). La mano doméstica escribe –sin recelo a la mugre– su enconado embate con la norma, su única forma de leer es releyendo, desobedeciendo, removiendo y cavando. Anota Santa Cruz, “sí, escarba para leer aquello que ya fue inscrito sin estar grabado en superficie alguna, trazas de tiempo entramado y sin signos, materia sobre materia que parece amontonada” (Ojo líquido 47). La ciudad, las páginas, los jardines son un lenguaje que se abre porque se vuelve él mismo alteridad, no logra adaptarse en el espacio que diseña expulsando. Lo único que estropea la aridez de la ciudad, de su norma es la lengua que tiene escondrijos, que rompe todo centro y que, como las quebradas, interrumpen con su declive el paisaje regular haciendo bascular en otro sentido, conmoviendo cualquier posición, desatándose del sentido único.
La lengua de los habitantes que llama la atención de Santa Cruz, como sus parajes, traen chiflones, ventoleras, declinaciones. Por esta razón vagabundea por el norte y el desierto chilenos, es su manera de “merodea[r] las quebradas y los vacíos de su propio recorrido” (Sotomayor, “Prólogo” 1031), los cuerpos que se han desgajado del mapa acreditado y han escrito un abismo horizontal como promesa de ruta y escritura. Es el modo en que la escritora “pone en duda los lenguajes y los saberes con que se han construido las cartografías, los recorridos oficiales” (Olea 83). Se trata de una cartografía, “que habla de una poética del espacio y el tiempo [… que] es imagen y búsqueda de circunscripción, lenguaje de territorio de cuerpo y paisaje, anhelo de asentamiento, brújula de ida y vuelta al espacio inencontrable” (81).
Santa Cruz revuelve los mapas allí donde la tinta, junto a la historia, se extiende manchando el territorio y las páginas con todo aquello que respira de otro modo en una escritura que se filtra, como ha señalado Daniela Catrileo leyendo Ojo líquido, “por las grietas de la memoria para pensar y poetizar sobre los accidentes geográficos [… que] ensaya y tantea derivas con el lenguaje y la melodía que las huellas fluviales dejan a su paso” (s.p.). Se vuelve, escorrentía, flujos diversos que atraviesan y argamasan los terrenos yermos, superpoblados y superconstruidos, y también los “cuerpos que vemos desplazarse en otro ritmo y hacia coordenadas alternas, contrarias” (Santa Cruz, Lo que vibra 165), incluso adversas, con otro tiempo que corta los flujos homogéneos reavivando cruces y encrucijadas. La lectura y la mirada se despliega “cruzada por el suplemento, como pregunta que obliga a leer […] hacia el otro lado de lo recto, hacia la curva, el desvío, la sinuosidad que el territorio inscribe, que apela al encuentro con lo no dicho en la lengua” (Olea 83) que en las quebradas, región desmerecida por el capital, emerge como “palabras arrítmicas a destiempo” (Santa Cruz, Ojo líquido 6). Santa Cruz esquiva lo figurado, según Andrea Bachner, “rehuyendo –en el traslado de marcas por distintas superficies y soportes– la equiparación total de un trazo material y otro figurado” (69). Manchones, que aparecen con las voces, se sueltan e interrumpen la historia consabida de la lengua, sus convulsiones “en las formas de dominación, cuando se estrechan los escenarios políticos oficiales –como sucediera para la democracia pactada por la Concertación, sucede lo mismo con el canal de la voz: el poder precisa disciplinar lo que hay de suelto en el cuerpo, lo que fuga en la lengua” (Lo que vibra 35), porque lo que se administró, desde la democracia posdictadura, fue “debilitar la potencia de los cuerpos y de sus hablas, gestionar su potencia y hacerla audible para nuevas empresas comunicacionales”22.
Santa Cruz reconoció, tempranamente en el ‘regreso’ a la democracia, “esta blanda inocencia sobre un trasfondo de intercambios duros, como lo son la competencia sin ciudadanía, el éxito sin igualdad, la movilidad sin memoria [que olvidaba las] formas abultadas de la memoria, con sus paroxismos, con los paradójicos relieves que son suyos” (Lo que vibra 121). Objetaba ese futuro que quería dejar atrás nuestra historia que era el trabajo de los ingenieros del lenguaje23, fruto de las “licitaciones” de la Transición (36), que pretendía “hacer del país una empresa […] usar el lenguaje como instrumento de adecuación, suprimir la distancia entre los hechos y las palabras […] hacer del país una represa, que retiene y ahoga” (36), olvidando que es “en aquel mismo trecho que titubea el sentido […] que los vocablos hacen política” (36). El riesgo de la palabra, por su potencia de torrente, se ha gestionado borrando el mestizaje bajo la lengua depurada de la gramática del orden, por lo cual “buscamos solo bordear el riesgo que encierran las palabras” (36). El despliegue de las estrategias técnicas de la posdictadura cayó sobre el peligro de la palabra, con el fin de “impedir la detonación de la lengua y tornarla en gramática eficaz” (37), que remodeló y rediseñó sin airear los lugares ni las cartografías. Nada se volvió a crear sin someterlo a un cambio modelador y uniformador. La escritura de Santa Cruz, sin embargo, enfrenta este estado de amenaza, mientras los recovecos del cuerpo reciben múltiples tratamientos que, constantemente, indagan y prometen voltear el diagnóstico que ha recaído desde siempre sobre él. Su poética del manchón, agujereada y dislocadora, desea hacer aparecer lo desaparecido, pensar el duelo, darle lugar, buscar formas de confluencia y restitución de lo desaparecido para restaurar la dignidad a los cuerpos y a sus hablas disímiles y extraviadas. Devolverles a las palabras su carácter irresoluto, su esparcimiento y dispersión, tal como se devuelve un nombre al cauce perdido de la voz. Lo que se extingue, lo que desaparece está en vínculo directo con la necesidad de nombrar de Santa Cruz.
En Quebrada, por otra parte, se ingresa en “la piel de los lugares”, se acopian trayectos que se adentran en zonas insospechadas, cuyos “giros y torsiones direccionales […] multiplican los efectos de la lectura, de los significantes sobre la página” (Olea 83). Se piensa en cada página, entendida como espacio abierto, a quienes viven en estos territorios que parecen no ser del país, donde los cuerpos se “desgaja[n] […] hacia nuevas direcciones” (Quebrada s.p.), revueltos y cambiantes, son ellos mismos tajos y “rajaduras transversales en la verticalidad” del camino (s.p.). Desde su olvido y su silencio los lugares se suceden e interrumpen. Desde sus declives y declinaciones se precipitación y basculan en medio de un mapa que los excluye pero que la autora, en el grabado, sobre la plancha, hace aparecer. Escribe:
Vivo en la tinta que me produce lo vivido, lugares, luz echada sobre la plancha que fija un detalle y vuelve a prender aquella otra estancia. Con el bruñidor, remarco. Con la punta seca. Despejo una esquina insistiendo con viruta fina y papel de lija, deseo ver la palabra del mapa que me permite sentirla. (Quebrada s.p.)
El tacto es Andacollo, Quebrada del río Hurtado, Quebrada de Los Choros, Quebrada Carrizal, Quebrada de los Loros, Quebrada de Chañaral, El Camino del Inca, Quebrada del Salado, Calama, Quebrada del Loa, Quebrada de Tarapacá, Quebrada de Camarones, Quebrada de Codpa. Las preguntas que aloja una palabra caen como “van cayendo las quebradas” (s.p.), en su ausentarse de ellas mismas, en el deseo de migrar. Santa Cruz nos informa de estos olvidos y de estas voces anónimas, de sus “paisajes, pasos, fronteras y deslindes” (Olea 83), a través de un relato que bruñe y habita las quebradas, sus manchas y “fronteras apenas que hacen de su recinto un espacio plumeado por la historia” (Quebrada s.p.). Es ahí “donde el ojo se clava”, donde “se cruzan otros cuerpos”.
¿Qué puede hacer la letra, entonces, sino detenerse en las manchas, en la encrucijada de su superficie? Grabar y pulir con la vista, mantener debajo del párpado tantos lugares como pueda retener: “yo debo exorbitar la mirada para llevar a cabo la partición entre las manchas fantasmagóricas que son propias del aluminio, del centelleo en las imágenes fotográficas y la oscuridad que pertenece a la historia” (Quebrada s.p.). Santa Cruz se recuesta en el error, hace de él, de su carácter provisional, deseo. Escribe:
lo que me ata al grabado es el error […] Una equivocación es punto de partida, la oportunidad de soltar las amarras y dejarse llevar por la materia, por lo que es sugerido en este cuerpo a cuerpo entre una mano que quiere corregir y la misma mano que hace abandono, detiene su frenesí y cae. (s.p.)
Este frenesí por el viaje, por rutas y por cada derrotero, nos hace testigos de una escritura que se vuelve arena movediza sobre la que hay que recostarse y esperar que el cuerpo flote hacia la superficie. Dejarse llevar por la invitación de los signos de un soporte a otro en que se multiplica el placer de la escritura, el cada vez de cada palabra que se piensa en su trayecto, en su sueño, en su vigilia y quicio. Lo que expectora la escritura en estos tres libros son las manchas del territorio, sus zonas oscuras, fronteras, bofedales y “muros divisorios que se cifran en lenguaje” (Quebrada s.p.), pero que las letras retienen. Se escribe puliendo, bruñendo, dejándose tocar por las palabras: “Es otro el placer al bruñir una zona que […] encubre […] la luz definitiva de ciertos lugares. Es distinto escribir yermo a tocar la palabra y dejarse rasmillar por su materia. Las palabras, al igual que la matriz de metal, poseen diversas napas difíciles de distinguir (s/n).
El ojo debe harnear, sesgar e intentar enfocar. Debe inclinarse, enturbiarse, clavarse en la historia, plisarse y apagarse a la vez que ser ansioso, como en Ojo líquido. Debe volcar “su insomnio azuloso […], abrazar el pálido campo de las luminarias excesivas” (23), adosarse a las ruinas, ser bizco, abierto, rajado, debe saber posarse, tenderse y atender, debe “parece[r] canica [como si fuera] (la palabra que custodiaba en el bolsillo del pantalón)” (51). Debe “parece[r] un ojo lúbrico e inmóvil esperando mirar entre las tierras oscuras” (51), como si fuera “un olvido de la infancia, un juego enterrado por el tiempo, removido una y otra vez entre las raíces y finalmente quieto” (51). Los ojos deben ser “gusanos de luz, ojos que se desarman al tocarlos. Se abren como animales y se mueven” (51). Debe ser, como ocurre en Esta parcela, entre las superficies, “pantallas de monitoreo trazando gráficos coloridos que son el único movimiento de la sala, semáforo-pulmón, corazón que late en color, bombea sin palabras” (24). Debe soportar su mirada sin intermitencia cuando todo el cuerpo se vuelve “párpado abierto de pies a cabeza” (33), como si se tratara de “un algo que mira sin pestañear, ojo fuera de aliento y fuera de sí, a sus anchas en la materia que es entre otras materias” cuando el tejido de la voz se desmiembra y el cuerpo intenta concentrarse sin concentrarse. Hay que leer (y escribir) como Santa Cruz, desarticulando; leer benjaminiamente, excavando, porque bajo las cosas, bajo la tierra yace enterrada la memoria, “que es el medio de lo vivido” (Benjamin 99).
Lo que se disgrega, por lo tanto, en estos trayectos, es el tejido de la voz, del cuerpo en historias y parajes no percibidos por la historia, sino por la mirada del propio paisaje, del “desierto [que] está lleno de ojos” (Quebrada s.p.). Después de todo, es el cuerpo el que escribe, “y en esa proliferación significante la voz perdida toma cuerpo […] porque, donde la voz nos ha dejado, el cuerpo recupera territorio, como sucede con un río cuyo lecho natural había sido artificialmente reducido, expropiado” (Rojas, . “Escribir…” 1133). Ojos, memoria de un lugar, miradas al acecho de distintas perspectivas por la vastedad que otorgan sus encuadres en el tropiezo con los cerros, en la indagación de una quebrada. Dice la autora: “cada mirada buscaba algo. Ese algo es el forado que veo en el paisaje, es lo que en él me vence” (Quebrada s.p.). Lo que queda, como en Esta parcela, es la exhalación detrás de los ojos. Miradas que cuentan con los infinitos “modos de la soltura del ojo” (Brossard en Santa Cruz 1037) que busca con vehemencia mientras la mirada se hiere: “no se ven las quebradas, las acequias, los harneros, no se ven las lomas ni las zanjas menores, los basurales o las casas, no se ven los rostros, sino a través del ojo lacerado de la viajera […] que graba e inscribe” (Espíndola 193). Se busca algo por buscar.
Me atrevería a decir que toda la escritura de Guadalupe Santa Cruz es un informe amoroso y poética del manchón donde va a dar la mirada mientras avanza por porosidades, recovecos, acequias, quebradas, parajes olvidados y por lo disparatado que los trazos del “viaje de las letras por nuestros cuerpos de historia” (Quebrada s.p.) van expectorando y secretando, encontrando en su propio desencuentro su anhelo por alcanzar un trayecto y su arrobamiento, intentando hacerle justicia a esa porosidad, mostrar las lagunas que contiene la historia, caminando y no sobrevolando como el vuelo del dron, evidenciando los manchones que son pueblos, habitantes, hablas de parajes. Su gesto, pienso, es similar al de Chartier leído por Didi-Huberman, porque “Roger Chartier, entre otros, ha puesto en tela de juicio las lagunas de una historia social preocupada por ‘globalidades’ o por simples ‘recortes’, ‘definiciones territoriales’ incapaces de hacer justicia a la porosidad […] del campo cultural”, proponiendo de este modo “una “historia cultural de lo social” en lugar de la “historia social de la cultura” (Ante el tiempo 70).
Poner en tela de juicio estas lagunas ha sido el trabajo de Santa Cruz, de su mirada singular que ingresa a las historias por las grietas de la historia. Una manera de avanzar que “traduce el ritmo de un paisaje […] y el paisaje de esa lengua” (“Entrevista” 37 ), que advierte los ecartamientos guarecidos en los mapas, atendiendo al compás del paso que muestra y reúne las faltas y fisuras, abriendo los caminos no cursados por el mapa oficial donde el sendero se acaba y el mapa no se escribió. Nos extiende la página no como soporte, sino en su carácter operativo, avistando el lugar en que un manchón puede acontecer como acontece lo escrito y lo por escribir. La página de Santa Cruz intenta hacer espacio a la asfixia, a algo más, a un lugar donde se puede hacer flaquear lo eficiente. Visita desgarraduras, accidentes, el malestar y el síntoma, haciéndole espacio al manchón hace aparecer el defecto, el incumplimiento de la obligación. Busca una salida a la jerarquización del espacio y de la letra, desbanca la regularización de los cuerpos y sus hablas, las formas ordenadas y correspondientes y cualquier centralización física del poder. Traza frotando, desgastando, porque “al raspar […] aparecen cuentas anotadas con lápiz pasta o grafito en las primeras capas, sobre los pilares de madera y el estuco, bajo la pintura. No es escritura para ser leída. Es un borrador vuelto reliquia, un cálculo sin su medida” (Ojo líquido 11). Cálculo sin medida, desgarradura después de un golpe, de una fecha: 11 de septiembre de 1973. Es su intento de que los cuerpos, las hablas en la ciudad, en el mal de espacio que las habita, entendiendo por mal de espacio “las estrechas coordenadas que condenan a un lugar, a una ubicación, al entendimiento unívoco” (Lo que vibra, 41), ingresen al manchón. Santa Cruz se resquebraja en su pertenencia, en un “mapa […] deshilachado en sentido transversal y tensado hasta el desgarro” (38) que en América Latina nos hace vivir “en pedazos de textos y se escribe de manera despedazada” (38) por la inconcebible concentración transnacional de capitales, de imágenes e informaciones que “deja en calidad de jirones cualquier relato que no se incorpore en sus redes dominantes de circulación” (38).
La escritura de Santa Cruz compone con los jirones, “muestra en su factura la historia de su trabajo con el lenguaje. O la historia del cuerpo a cuerpo con el lenguaje” (Lo que vibra 32). Esta parcela, en su gramática tensada por el límite y en su desposesión24; Ojo líquido en su afán doméstico de escribir el jardín; y Quebrada. Las cordilleras en andas que bascula en recovecos, configuran un eros escritural que no se somete a conocimiento ni a fábula cotidiana y ventrílocua alguna porque no son apatía, estabilidad ni esencia interior sino el fuera de sí del cuerpo que habita en la destinación ajena del incierto e indefinido remitente que porta. Escribe en Esta parcela:
Debo dibujar y escribir una y otra vez este cuerpo en estado de amenaza recorrido por sustancias desconocidas y expósito […] mi parcela es una mancha y un pincel a la vez. Le sigo la huella a la misma y distinta parcela trastornada, expuesta pero mía, cuerpo alentado y alerta en su abandono a los ajetreos sanitarios, persigo el tono, busco los acentos que se han hecho espacio en mí desde entonces, desde cuándo, desde que lentamente, desde que esta parcela perdió su voz. (11)
Santa Cruz intenta devolver a las palabras su potencia, devolver los nombres a los cuerpos en contra de las licitaciones de la posdictadura, en contra del conocimiento técnico que captura las palabras, las negocia y las vacía de sentido instalando una lengua burocrática y administrativa que intenta tutelar y gobernar los deseos.
En Lo que vibra por las superficies Santa Cruz afirma que superficie es una palabra densa y misteriosa que supone varias formas de hondura, que se asemeja, dice citando a Ana Rivera, al “Ojo Apache, negra como una poza de petróleo […] es un ojo de mar que es quieto, [… donde] el agua se quiebra y no se mueve. No tiene fin” (103). Extensión que se parece “a la superficie que se quiere abordar en la página en blanco, en las láminas líquidas de la pantalla digital, en la dura y suave plancha de metal de grabado” (103), pero lo que “encierra y esconde su lisura es todo aquello por venir, un relieve futuro que sin embargo está allí, presente de manera especular: lagunas” (103).
Las lagunas sobre las que la intensidad de esta escritura vuelve hacen temblar, aparecer lo que no alcanzó orilla, allí donde el mapa no se achuró, lo que quedó entre los cabos25. Lo que vibra es el más allá del tiempo en que ha sido acunado. Este carácter lacunario de su escritura entraña
marcas acumuladas en capas de aparente indiferencia y sosiego, mimetizadas unas con otras, en una geología que habría que interpretar junto con el aire que se respira al descifrarla, esas corrientes pasajeras que atraviesan esta extensión –soplo de la memoria, sombras del sueño–, y activan una superficie como para que esta “se quiebre sin moverse”. (Lo que vibra 103).
Remueve lo que sigue allí, lo que “resiste en la propia mano y en la materia, pero insiste en existir, como un algo orgánico que busca forma” (104) y poblar la página y los parajes sin historia. Lo que puede aparecer o perderse de nuevo, incluso ser palabra otra vez y ser ella misma una mancha oscura que habla y habita el accidente y lo imprevisible de cada lenguaje.
Santa Cruz trabaja con las huellas y los ecos, desestabilizando las cartografías esenciales y despóticas. Se trata, como señala Stéphanie Decante, de una “poética del eco que aúna memoria y espacio [… una] corografía del exilio” (1081). Avista el suelo, escribe allegándose desde el destierro a los que están exiliados en el propio territorio. Hace foco y presta aguda atención al país al que vuelve, en 1985, con la mirada desde el exilio. Ha interiorizado el expatriación y desde ella recorre un país pasteurizado, cuya lógica inmunitaria aparta y separa. El hogar perdido, el lenguaje censurado, los cuerpos vulnerados se inscriben en este nuevo adentro que expulsa. Esta poética del manchón, escritura que ensucia la pretensión higiénica del país neoliberal, piensa lo irresoluto, desea hacer aparecer lo desaparecido. Su interés es, como nos dijera en una entrevista aún inédita, “revertir el olvido […], mediante el gesto y la palabra que invita a conocer (pero ¿cómo, cómo se conoce?) [para] impedir la segunda desaparición de lo perdido”(entrevista sin editar) 26. Se aleja la autora de este querer conocer frontal, de su violencia y de “cierta técnica que tortura el objeto […] para pensar incluso que los objetos nos miran de vuelta”.
Santa Cruz nos ha enseñado la demora, el descanso, el intermedio, por cuanto lo que organiza y desorganiza su escritura son las discontinuidades, los retrasos, las tardanzas y dilaciones que nos permiten volver a leer, entreleer, leer salteadamente al modo del lector de Macedonio Fernández, que Santa Cruz tenía presente. Nos ha invitado a hacer de cada lectura una quebrada, un manchón, entrecortar, alojarnos en cada fisura, en los écarts, en que podemos mirar y quedarnos en el desmayo y trastorno del sentido. Manchón sería quedarse, demorarse en la “pavura de las manchas sin forma. De las manchas con forma” (Lo que vibra 104). Con esta fórmula, con que Santa Cruz acude a Beckett, pensaba su “nada claro, lugar de nuevo”, es decir, un lugar donde nada está iluminado y, por ello, se vuelve una nueva branquia, una respiración distinta contra las memorias pomposas de los vencedores que han ejecutado, pensaba la autora, sus operaciones sobre la lengua y la ciudad, y cuyo fin fue diversificar “las estrategias de dispersión de los elementos considerados contaminantes” (141). La demora en la escritura, de Santa Cruz, su informe amoroso y poética del manchón, con su lenta turbulencia, son una bella posibilidad de indisciplina, de hacer acontecer, desordenando el paisaje, ecartamientos, jardines y parajes, de respirar en el “doblez de las palabras [que] han permitido […] una feliz ingobernabilidad de los cuerpos en América Latina” (122). Manchones pasajeros de gente, manchones de sublevación que se alojan en lo por venir y en lo por aparecer desde su desaparición.
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