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Campamentos “en el ojo del huracán”. Entre la estigmatización y otras “habit-habilidades” *
Leyla Méndez Caro
Leyla Méndez Caro
Campamentos “en el ojo del huracán”. Entre la estigmatización y otras “habit-habilidades” *
Campamentos “in the eye of the storm”. Between stigmatization and other “habit-abilities”
Si Somos Americanos, vol. XXI, núm. 2, pp. 95-119, 2021
Universidad Arturo Prat. Instituto de Estudios Internacionales (INTE)
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Resumen: El objetivo de este trabajo es indagar en los procesos de estigmatización y otrerización en campamentos de la ciudad de Antofagasta, Chile, así como en algunas dinámicas diferenciales que en la actualidad sitúan a estos espacios como receptores de población migrante sudamericana. Para ello, se comparten algunos relatos (corpoespaciales) de mujeres migrantes sudamericanas del macrocampamento Los Arenales. Estos relatos dan cuenta de segregación territorial y procesos de estigmatización sobre la base de racialización de las corporalidades y lugares del campamento. Esta situación produciría discursos de peligrosidad, o instrumentalización multicultural, lo que legitimaría un mayor control sobre estos espacios. No obstante, este escenario, los campamentos se configurarían en un lugar de resistencias frente a procesos de desplazamiento y opresiones múltiples vividas particularmente por mujeres, quienes a la vez revitalizan formas solidarias de existencia, desmontando mandatos de colonialidad y género.

Palabras claves: tomas de terreno, migración, descolonización.

Abstract: The objective of this study is to investigate the processes of stigmatisation and otherness in squatter camps in Antofagasta, Chile, along with various differential dynamics. These processes position these spaces as receptors of South American migrant populations. The authors present various narratives (spatial body) of South American migrant women from the “Los Arenales” squatter camp. The stories suggest spatial segregation and stigmatisation processes based on the racialisation of human bodies and spaces within the camp. This can produce dangerous discourses or multicultural instrumentalisation which can legitimise more control over these spaces. In spite of this scenario, the squatter camps can also be a place of resistance to multiple processes of displacement and oppression, particularly as experienced by women, who at the same time, reenergise forms of solidarity of existence, dismantling colonial and gender mandates.

Keywords: squatted lands, migration, decolonisation.

Carátula del artículo

Artículo original

Campamentos “en el ojo del huracán”. Entre la estigmatización y otras “habit-habilidades” *

Campamentos “in the eye of the storm”. Between stigmatization and other “habit-abilities”

Leyla Méndez Caro
Universidad de Antofagasta, Chile
Si Somos Americanos, vol. XXI, núm. 2, pp. 95-119, 2021
Universidad Arturo Prat. Instituto de Estudios Internacionales (INTE)

Recepción: 01 Mayo 2020

Aprobación: 23 Julio 2021

Financiamiento
Fuente: Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile
Nº de contrato: 72190123
Descripción del financiamiento: apoyada por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) a través del programa de Becas Chile de Doctorado en el extranjero (Nº 72190123)
Introducción

La palabra “campamento” en Chile, asociada a los procesos de ocupación de tierras en la ciudad, fue construyendo un sentido común diferenciado a partir de la década de 19701 (Hidalgo, 1999). Previamente, a fines de los años cuarenta e inicios de los cincuenta del mismo siglo, estos espacios recibían el nombre de “poblaciones callampas”, en alusión a la facilidad con la que fueron repoblando las ciudades según la intensificación de los procesos de desplazamiento campo-ciudad que se produjeron por entonces (Bengoa, 1999; Castells, 1973). En los años setenta, se popularizó la noción de “tomas de tierra”, la que daría impulso a la noción de “campamentos”, en tanto espacios físicos y sociales que agrupaban a aquellos comités de “los sin casa”, los que luego fueron agenciando un movimiento de pobladores y pobladoras (López cit. en Hidalgo, 1999). Durante ese periodo, la palabra “campamento” se habría asociado a la “fragilidad” y, al mismo tiempo, al “carácter combativo” de estos espacios (Santamaría cit. en Hidalgo, 1999), de la mano de un repertorio de acción colectiva que ha sido la impronta de este movimiento (Cortés, 2014). En los distintos momentos históricos enunciados, estas “ocupaciones irregulares” se habrían desarrollado bajo condiciones precarias de vivienda y habrían enfrentado de manera permanente la segregación socioespacial y la represión policial (Castells, 1973; Cortés, 2014; Rodríguez, 2015).

Si bien los campamentos sugieren procesos de organización que involucran al grupo familiar y su articulación con otras familias (Sepúlveda, 1998), ha sido significativa la participación de mujeres campesinas e indígenas y mujeres de bajo pueblo, denominadas posteriormente como pobladoras (Salazar, 1992). La organización de mujeres en estos espacios habría seguido una línea histórica paralela al movimiento feminista en Chile, resaltando la permanente asociatividad y acción colectiva. Por ejemplo, durante el periodo denominado por algunas corrientes feministas como “silencio feminista” (1949-1969), a propósito del declive de la lucha feminista posterior a la consecución del voto femenino y la atomización del movimiento frente a la migración hacia partidos políticos (Kirkwood cit. en Valdés y Weinstein, 1993), estas otras mujeres (Salazar, 1992) habrían seguido organizándose de otro modo, enfrentando los embates de una matriz de opresiones múltiples.

La participación de las mujeres fue siempre muy activa en estas acciones. Era frecuente que ellas tomaran la decisión de sumarse a una toma, aún sabiendo las consecuencias de represión y los riesgos incluso de perder la vida si lo hacían. Tan activas como en la movilización, las encontramos luego en la instalación y equipamiento de las poblaciones. Entre las primeras organizaciones creadas, estaban los centros de madres y diversos grupos femeninos, ocupados de mejorar la calidad de vida del sector (Valdés y Weinstein, 1993, p. 51).

De acuerdo con lo anterior, las mujeres en estos espacios habrían facilitado la consolidación de diversas estructuras organizativas a través de “Comités de Sin Casa” o “Comités de Vivienda” y las Juntas Vecinales y Centros de Madres (Garcés, 2015), así como de otros espacios informales de organización. Estos, durante la dictadura cívico-militar de Pinochet (1973-1989), sufrieron asedio permanente (Comité de Memoria Histórica en Cortés, 2014), y si bien los Centros de Madres no desaparecieron, cambiaron de orientación para promover el rol de las mujeres en la “reconstrucción nacional” (Valdés y Weinstein, 1993).

No obstante lo anterior, lejos de sucumbir a la dictadura cívico-militar y su política de represión y exterminio, entre 1973 y 1989 hubo un florecimiento de las organizaciones de pobladoras (Valdés, 1988; Valdés y Weinstein, 1993). Estas se habrían mantenido en el periodo posdictatorial, aunque sobre la base de una relación compleja con el Estado nacional y sus políticas de vivienda, tendientes a la domesticación de la participación (Flores, 2017; Liberona y Piñones, 2020; Yopo, Rivera y Peters, 2012).

En la actualidad, se mantiene en uso la noción de “tomas” y “campamentos”, y si bien se sigue observando una activa participación de mujeres en estos espacios, también se advertirían dinámicas diferenciales respecto a momentos históricos previos. Una de estas es la presencia de población migrante sudamericana, reportada principalmente (aunque no solo) en campamentos del norte del país2 (Aedo, 2017; Imilán, Osterling, Mansilla y Jirón, 2020; Liberona y Piñones, 2020; López, Flores y Orozco, 2018), así como la existencia de familias desplazadas por la violencia política y los conflictos armados de sus países de origen, quienes se trasladarían a campamentos como una oportunidad de sobrevivencia y reunificación familiar (Echeverri, 2016). Esta situación se ha registrado principalmente en migraciones de mujeres indígenas y afrodescendientes bajo procesos de desplazamiento forzado (Amador, 2010; Echeverri, 2016), lo que rememora procesos de diásporas internas, como la mapuche, reportada en investigaciones sobre tomas de tierras y configuración de otras territorialidades (Alvarado, 2016; Antileo, 2012).

La situación actual de campamentos dejaría entrever procesos históricos de despojo que se actualizarían en las lógicas neoextractivistas de los Estados modernos (y una matriz de colonialidad), situación que propiciaría procesos de extracción por desposesión bajo un capitalismo eurocentrado (Lander, 2014; Quijano, 2000; Zapata, 2019), o lo que, desde otra perspectiva, estudios recientes (Liberona y Piñones, 2020) desarrollados en el extremo norte del país han visibilizado como violencia estructural en campamentos. Esta violencia relacional, de acuerdo con Liberona y Piñones (2020), articularía cuatro dimensiones fundamentales, entre ellas: la segregación residencial, la injusticia ambiental (y dentro de esta el racismo medioambiental), el abandono y la violencia policial.

En este artículo se comparte parte de un trabajo de investigación llevado a cabo en conjunto con mujeres migrantes sudamericanas, habitantes del macrocampamento Los Arenales, ubicado en la ciudad de Antofagasta, al norte de Chile. Las siguientes preguntas de investigación guían este texto: ¿cómo operan los procesos de estigmatización y producción de otreridad en campamentos?, ¿cómo intervienen las tecnologías de colonialidad en los procesos de espacialización? y ¿qué transformaciones y/o continuidades se observan en los procesos de habitabilidad y lugares agenciados por mujeres?

Contextualización: Antofagasta, migración y campamentos

Antofagasta, como región y ciudad, ha estado marcada por la extracción de recursos naturales, actualmente asociada de manera principal a la minería del cobre y de forma exponencial a la extracción del litio3. El neoextractivismo ha sido uno de los sustentos del país, sin embargo, ha implicado procesos de empobrecimiento y diásporas de pueblos indígenas de zonas del altiplano, que por ejemplo enfrentan conflictos en torno a los derechos de aguas (Gundermann y Göbel, 2018; Rowlands, 2011). Esto, en contraste con cifras que ubicaron a la región durante el 2018 con el mayor crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) a nivel país (9,1 %) en relación con el desempeño de la minería y el aumento de empleos (Banco Central de Chile, 2018).

En la actualidad, la Región de Antofagasta es la tercera con mayor número de personas migrantes residentes (100.122 personas) y constituye la primera con mayor proporción de mujeres migrantes. Los principales países de donde provienen son Bolivia (37,6%), Colombia (29,1%) y Perú (14,1%) (INE y DEM, 2020).

Varios estudios realizados en la cuidad dan cuenta de escenarios complejos en torno a estos procesos migratorios, tales como los altos niveles de prejuicio y discriminación, y tensiones asociadas a la salud mental de la población migrante residente (Cárdenas, Gómez, Méndez Caro y Yáñez, 2011; Urzúa, Delgado, Rojas y Caqueo-Urízar, 2017; Yánez y Cárdenas, 2010), situaciones de opresiones múltiples que afectan a mujeres sudamericanas (Méndez Caro, Cárdenas, Gómez y Yáñez, 2012), así como trabajos precarios y desprestigio social en experiencias laborales de mujeres migrantes afrocolombianas (Silva, Ramírez y Zapata, 2018), racialización en espacios públicos basada en la fantasía de inseguridad (Echagüe, 2018, 2019), racialización versus reconfiguración de identidades “otras” en niñez migrada (Méndez Caro, 2017), y tensiones del buen vivir e interculturalidad en espacios comunitarios (Méndez Caro y Rojas, 2015).

El anterior escenario, asociado a la presencia de personas migrantes en la ciudad, se reproduce y actualiza en espacios de campamentos, los que de acuerdo a investigaciones recientes (Aedo, 2017; Imilán et al., 2020; Liberona y Piñones, 2020; López et al., 2018) albergan un número significativo de personas migrantes, y donde además se interseccionan otras segregaciones socioespaciales.

De acuerdo con lo anterior y según información del Catastro Nacional de Campamentos realizado entre 2018 y 2019 por el Ministerio de Vivienda y Urbanismo (MINVU), Chile cuenta con 802 campamentos, en los que viven aproximadamente 47.050 familias. Siguiendo este catastro, Antofagasta se ubicaría a nivel nacional como la segunda región con mayor cantidad de hogares en campamentos (7.641 aproximadamente), exhibiendo un aumento progresivo desde el 2011 (pasando de 28 a 79 campamentos). La comuna con mayor cantidad de campamentos y hogares es Antofagasta, lugar donde se desarrolló la investigación. Es decir, existen 63 campamentos con aproximadamente 5.581 hogares (MINVU, 2020).

Datos de la Fundación para la Superación de la Pobreza (FUSUPO, 2017), basados en el análisis de fuentes secundarias, reportaron que cerca del 60% de las jefaturas de hogar (mayoritariamente mujeres) que vive en campamentos es de origen migrante. En relación con las labores económicas principales, estas estarían asociadas a “la participación en el sector construcción y mantenimiento (26,9%), comercio (20,1%), aseo y remoción de escombros (10,02%) y en labores de asesoría doméstica y de cuidado de otro/as (10%)” (FUSUPO, 2017, p. 21). Asimismo, se reportó que solo un 0,2% de las jefaturas de hogar desarrolla trabajos en minería.

Específicamente, el macrocampamento Los Arenales, lugar donde se centró la investigación, está emplazado en la zona norte de la ciudad abarcando una superficie de 10 hectáreas, aproximadamente. De acuerdo con referencias de las vocerías del macrocampamento, este cuenta con 14 comités de vivienda, organizados en distintos campamentos en un territorio que alberga aproximadamente a 1.700 familias (Toro, 21 de mayo de 2020, 21m53s).

Estigmatización como tecnología de colonialidad corporal y espacial

La palabra estigma proviene del latín stigma, que significa “marca hecha en la piel con un hierro candente”, y esta a su vez proviene del griego στίγμα, stígma. En la antigua Grecia correspondía a marcas o signos corporales que evidenciaban algo negativo o poco habitual en quien lo presentaba, advirtiendo que quien lo portaba era un esclavo, criminal o traidor (Goffman, 2009). Este artículo considera la propuesta de estigma de Goffman, pero en diálogo con los procesos históricos de colonialismo y colonialidad de las corporalidades en América Latina y el Caribe (Abya Yala4) (Quijano, 2000; Lugones, 2008) y la geopolítica de los lugares en el horizonte colonial de la modernidad (Mignolo, 2000). Bajo este análisis, el estigma como “marca social” se aleja de la acepción cristiana asociada con santidad y símbolo de la pasión de Cristo, y se acerca a la noción de estigma en tanto “mancha original” -también cristiana y de origen griego- que recayó sobre la población nativa y esclavizada5. Esta “mancha original” se habría reconfigurado a través de procesos de “otrerización” o producción de diferencia como desigualdad racializada -tal como lo ha sugerido Restrepo (2020) - y de propuestas feministas antirracistas y descoloniales, como aquellas compartidas desde la antropología de la dominación de Curiel (2014) o la producción de “lo otro de la nación”, conceptualizado por Segato (2007) como proceso de “otrificación”.

El estigma se entenderá, entonces, como un signo corporizado o “marca social negativa” que recae sobre ciertas corporalidades y lugares. Este albergaría información social sobre algo degradante respecto a quien lo posee: lo desacreditado y lo desacreditable (Goffman, 2009). Es decir, operaría como una tecnología6 de colonialidad de lo corporal en diálogo con propuestas críticas del colonialismo interno (Rivera Cusicanqui, 2010; Zapata, 2019) y la colonialidad (Castro, 2005; Cumes, 2007; Curiel, 2014; Lander, 2005; Lugones, 2008; Maldonado, 2007; Quijano, 2000; Walsh, 2017), y los desarrollos de un pensamiento antirracista. Por ejemplo, Jarrin (2017) propone el concepto de tecnologías de racialización, para hacer referencia específicamente al análisis de la negritud en Brasil. También Alcoff (1999) lo aborda en relación a cuerpos racializados y la ocupación de posiciones predefinidas. Por otro lado, Restrepo (2020), basándose en Edward Said y Stuart Hall, ha utilizado el concepto de tecnologías de dominación colonial para hacer referencia a los procesos de otrerización que estabilizan y esencializan corporalidades y subjetividades. A su vez Echagüe (2019), basándose en Achille Mbembe, propone el racismo o racialización como tecnología, que reproduce y perpetúa la presencia de la inmigración como “indeseable”.

La noción de estigma, en este caso como tecnología de colonialidad de lo corporal que produce procesos de otreridad y racialización, ha sido útil para analizar los procesos de colonialidad en relación con corporalidades en diáspora y el uso de espacios urbanos (Alvarado, 2016; Quiñimil, 2012; Rivera Cusicanqui, 2014; Soria, 2009). Asimismo, algunas investigaciones (Bialakowsk, Zagami, Crudi, Reynals y Costa, 2005; García, 2020; Imilán et al., 2020; Patiño-Díe, 2016) lo han abordado específicamente para dar cuenta de aquella “marca social negativa” vinculada a ciertas viviendas y su emplazamiento territorial.

Aproximación metodológica

Las colaboradoras7 de esta investigación son mujeres sudamericanas con edades fluctuantes entre 14 y 65 años, habitantes del macrocampamento Los Arenales de la ciudad de Antofagasta, Chile. Sus países de origen son Chile, Perú, Bolivia y Colombia, y llevan viviendo en el campamento al menos un año. Entre agosto y diciembre de 2018 pude registrar 29 conversaciones8 y acompañarlas en algunas de sus actividades dentro del macrocampamento9.

El proceso intentó implementar otras formas de investigación social, articulando una propuesta epistemológica descolonial denominada “geografías corporales”10. El enfoque de este trabajo fue cualitativo y si bien no se enmarcó en un proceso de investigación acción participativa, consideró espacios emergentes de participación. La propuesta -consciente de las complejidades que implica- intentó poner en diálogo un abordaje narrativo desde epistemologías feministas antirracistas y un análisis de discurso de la colonialidad (Castro, 2005). Para el primer caso, consideré particularmente las aportaciones de Haraway (2004) y la noción de conocimiento situado a la luz de las contribuciones de Hill Collins (2012) con su propuesta de privilegio epistémico y punto de vista colectivo (diferentes respuestas a retos comunes). Estas propuestas ayudaron a difractar y enriquecer enfoques biográficos clásicos utilizados en investigaciones previas a través de relatos de vida (Méndez Caro y Cárdenas, 2012). Asimismo, el trabajo consideró las interpelaciones metodológicas construidas desde un feminismo descolonial y el “desenganche epistemológico” propuesto por Curiel (2014).

Las geografías corporales, en tanto espacio semiótico-material de investigación, consideraron tres momentos: a) Caminos propuestos y revueltos: presentación de propuesta sobre la base de demanda inicial y reestructuración de objetivos de terreno; b) Caminos entrecruzados: apoyo en actividades del campamento, principalmente en la organización y ejecución de mapeos participativos para el estudio de suelo para radicación (proyecto adjudicado por el campamento); c) Caminos emergentes: de acuerdo con las necesidades del proceso mismo (ejecución de taller de creación poética).

Los relatos (corpoespaciales) de esta investigación son presentados a través de figuras emergentes. La noción de figura, de acuerdo con Haraway (2004), se escapa de esencialismos para sugerir procesos semiótico-materiales discutibles que permiten articulaciones sin tener una interpretación cerrada. Estas figuras permitirían abordar aquellos discursos de colonialidad que, en sintonía con Curiel (2014), a partir de relaciones de poder, producirían a ciertos grupos sociales sindicados como “lo otro”. Así también, develarían las microrresistencias producidas en las configuraciones espaciales del campamento.

Figuras y relatos

[Está la impresión de que] todo pasa acá po’, si ha habido muertes, acá, si ha habido asaltos es acá… violación de niñas, ha sido acá, no ha sido en la población (barrio) [Esa es la idea que va quedando]. Ahora si es en la población (…) no es tan bullicioso (público) como acá, que estamos en el ojo del huracán, como se dice, ¿me entiende? De aquí todo sale a relucir… pero de allá, no. Por eso le digo, todavía allá en la población hay el tabú… pero acá ya se destaparró, como se dice”. (Ana Elsa, 49 años, Bolivia).

En este apartado presentaremos algunas figuras emergidas de los relatos. Para este artículo compartiremos cuatro relatos nodales, que son los que activan cada figura y que sugieren una categoría de situación articulada dentro del campamento. Estos abordan discursos de estigmatización, en tanto tecnologías de colonialidad, asociados a la ocupación de ciertos espacios urbanos, así como microrresistencias y transformaciones. Las figuras emergentes son: a) En el ojo del huracán, b) Desalojos y c) Retornos.

En el ojo del huracán

En el encabezado de este apartado, Ana Elsa, habitante de uno de los campamentos de Los Arenales, posiciona la figura que se abordará a continuación y que además ha dado nombre a este artículo. La figura, “en el ojo del huracán”, condensaría aquellos discursos de colonialidad que intervendrían en la producción de estigmas hacia quienes viven en campamentos en tanto otrerización (Restrepo, 2020). Es decir, “el ojo del huracán” haría alusión a una situación de vigilancia permanente, por parte del Estado, medios de comunicación o de la ciudadanía. Este escenario es analizado por Lin en el siguiente relato, al narrar su experiencia asociada a un incendio ocurrido en su campamento durante el año 2018.

[Titular de prensa: “Agresión de bomberos en incendio”] yo un poquito estaba molesta con ese tema (…) justo subimos a la liebre (bus), y la radio estaba así a todo volumen y los comentarios de la radio: “Cómo se les ocurre a estos extranjeros malagradecidos, más encima que vienen a apropiarse de nuestras tierras, que vienen a consumir acá, que nosotros que somos chilenos no tenemos los privilegios que ellos tienen y además se dan el lujo de agredir a nuestros bomberos” y cosas así. Entonces, yo decía: “¡Pucha!, me gustaría entrevistarme con una radio para desmentir este tema” y estaba con eso en la garganta. (…) El primer día que me incorporé al trabajo [me subo al bus y] viene un compañero y él me dice: “Ah y todo esto está oscuro”, sí, le dije yo porque fue acá el incendio. [Y de pronto un] comentario: “¡Es que estos extranjeros, más encima que todavía se les ayuda, agreden a los bomberos!”. Entonces yo le digo: “¡Mira, fulano!... te expresas así de nosotros, en vez de preguntarme si estoy bien o si se quemó mi casa. Empiezas a agredir y a decir cosas que no te constan”. “Es que lo dicen en la radio”, dice. “Ese es el problema, que se agarran de las cosas que se dicen en la radio sin indagar la verdad de las cosas. (…) la gente en la desesperación de ver que sus casas se estaban quemando, ellos tomaron la manguera y forcejearon con los bomberos. Ellos en ningún momento quisieron agredirlos. (…) Mira usa tu cabeza, tú crees que, si a ti se te está quemando tu casa, y llegan los bomberos, ¿y tú los vas a recibir a golpes porque están apagando el incendio de tu casa? Es absurdo. Entonces usa la lógica y no te dejes llevar por lo que dice la radio o la gente. (…) Se quedó callado, no me dijo más nada. Y cuando llegué al trabajo, lo mismo, empezaron con justamente ese tema, entonces yo les dije: “¡Las cosas no son así! [y les conté] (…)”. Bueno, por lo menos en esa forma me desahogué de todas las cosas que decían. (…) Porque además de toda la desgracia, eso afecta en tu diario vivir como comunidad y como personas. Porque ya tenemos un concepto malo de las tomas. [Si tuviera que relatar yo la noticia] creo que rescataría la forma de vida (…). Porque no es fácil empezar viviendo así. Muchos [cuando llegan al país] empiezan en un cuartito y tienen que ir sobreviviendo para mejorar su situación de vivienda, y no es fácil. Yo he escuchado decir que incluso el gobierno nos ha puesto las casas, y no es así. (…) Como le digo, yo cuando llegué [y vivía en una habitación], tenía que levantarme temprano, y solo tenía el derecho de una vez a la semana a lavar mi ropa (…) imagínese las personas que tienen familia. Entonces ellos han, de cierta forma, obligado a que la gente emigre a los campamentos. (Lin, 48 años, Bolivia).

Durante nuestra conversación, Lin manifestó su desazón en torno a cómo los medios de comunicación, en algunos casos, reproduciendo discursos racistas y xenófobos, construyen una imagen estigmatizada de quienes habitan campamentos, la cual legitimaría la segregación territorial e incluso la militarización o presencia policial en ciertos territorios calificados como peligrosos.

Dado que este incendio ocurrió mientras realizaba el trabajo de terreno, pude conocer su experiencia y las formas espontáneas de organización dentro de su campamento. Rápidamente pudieron organizarse con el apoyo de otros campamentos, recibiendo ayuda de otras dirigentas. Así, de manera extracotidiana una de las sedes se convirtió en albergue, mientras que otra, en un espacio de comedor comunitario. El surgimiento de estas respuestas colectivas contrarrestaron la entrega de algunas “cajas familiares” (alimentos no perecibles) por parte de la municipalidad. De igual manera, mujeres sin cargos formales como dirigentas, por ejemplo, Lin, asumieron labores importantes de coordinación, soporte y apoyo hacia las familias afectadas por el incendio. En ese momento pude conocer cómo funcionaba una de las redes de cuidados internos, latente en el habitar de campamentos y agenciada principalmente por mujeres, quienes activan (muchas veces de manera invisible) microrresistencias basadas en la solidaridad y las economías propias. “No sé, no por vivir en un lugar que no es tan rico, va a ser uno una persona pobre de mente, tal como lo piensan ellos. (Mar, 14 años, Colombia)”.

Desalojos

Esta figura emergente apareció de manera significativa durante una de las técnicas de producción de relatos asociada a memorias corporales. Cada relato contempló en algún momento de la narración este nudo analítico, advirtiendo de malestares subjetivos (corporales) en los que además se activaron antiguas heridas vinculadas a una sensación de despojo permanente o de “no lugar” (Méndez Caro et al., 2012) presente en sus trayectorias migratorias. No obstante, al igual que en la figura anterior, en esta surgen resistencias relacionadas con el cuidado colectivo y con la reconfiguración del sentido tradicional (moderno-colonial) de familia.

Cabe señalar que la situación de desalojos ha sido una estrategia común de amedrentamiento hacia las tomas de tierras, y en la actualidad se exacerban las consecuencias asociadas a la situación migratoria de las personas que viven en campamentos, quienes se ven expuestas a múltiples opresiones y no siempre pueden optar a las “soluciones habitacionales” provistas por el Estado. Por ejemplo, en una investigación desarrollada en el norte de Chile, en que se reportó el violento desalojo de una toma de terreno en La Pampa, Alto Hospicio (9 de agosto de 2016) (Liberona y Piñones, 2020), se advirtió de las serias consecuencias psicológicas provocadas hacia sus habitantes, donde el Estado se convierte en el principal actor de la violencia estructural. Así, se reportó que, frente a la solución estatal de reubicación de familias, tan solo 208 de estas pudieron ser reubicadas, de un total de 1.800 familias reportadas por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH). Esto, debido a que se les exigía ser postulantes al subsidio habitacional del SERVIU (Servicio de Vivienda y Urbanismo) y, en el caso de personas migrantes, tener visa de residencia definitiva. Cabe señalar que las 208 familias fueron reubicadas en un sector de Bienes Nacionales, usado como vertedero. Dicha situación fue analizada por el equipo de investigación como un caso de racismo medioambiental, en tanto el principio distributivo está racializado, en este caso “favoreciendo” a la población migrante que cuenta con residencia definitiva.

En el siguiente relato, Patita comparte memorias corporales asociadas a la situación de desalojo en uno de los campamentos de Los Arenales. Su relato enfatiza en la violencia policial y en las posteriores formas de reorganización vecinal.

(…) vinieron a las seis de la mañana a desalojar… (silencio) y ni siquiera dijeron: “Oh levántense, esto”. Vinieron los carabineros bruscamente, empezaron a… (silencio) sacar a la gente. Y sabes que había gente que no estaba en su casa ese día, porque había salido ya temprano al trabajo. (…) Y si no fuese por [un vecino] que rompió su puerta, entró y sacó sus cosas de ella, la maquinaria que vino ese día, ella no tuviera nada, ni ropa tal vez, porque ¡la maquinaria barría así con todo!, no le importaba que si había alguien adentro, y ellos ya habían tocado la puerta y como nadie salía… el carabinero le dijo al caballero de la retro: “…¡derrumba no ma´, derrumba!”. Entonces yo decía: “Claro, como a ellos no les interesa el esfuerzo, el sacrificio que la vecina hizo para conseguir los materiales” (…) ¡yo sentí que se llevaron la esperanza, todo, todo lo que uno tenía en el interior se lo llevaron! (…) Hasta que las vecinas… se armaron (se levantaron) y empezaron a venir por todas esas cuadras (…) Yo no sabía, porque yo estaba con mi bebé abajo con mis cosas. Los vecinos llegaban y le daban una fruta a mi hijo, le dieron comida, todo. Yo estoy muy agradecida. Y sabes qué… mi marido baja y me dice: “Mi amor, ya tenemos dónde quedarnos”. Yo: “¿Dónde?”. “Arriba, así, hay muy pequeñito espacio y nos vamos a quedar ahí”. (Patita, 25 años, Perú).

Los desalojos operarían como una tecnología de colonialidad corporal, sustentada en dispositivos de estigmatización del lugar y sus habitantes. Estas configurarían un mecanismo institucionalizado de amedrentamiento para el control de la población anclado en la producción de miedo en articulación con la vergüenza. “La vergüenza produce miedo y vulnerabilidad, y esto es lo que facilita el control social” (Martínez, 2017, p. 77). En este caso, vergüenza de no encajar con la norma, y miedo de sentir las repercusiones por estar fuera de ella, reforzada en las trayectorias de estigmatización de quienes viven en campamentos.

No obstante, lo anterior, este tipo de afecciones que provocan constreñimiento serían desactivadas a través de otros tipos de emociones agenciadas a nivel colectivo mediante el cuidado entre mujeres y comunidad-familia. Este lugar de contención se ha visto en los relatos como un mecanismo de sanación corporal, posibilitando “el armarse para continuar”, tal como señalaba Patita. “Vino carabineros. Me sacaron las planchitas (material de construcción) (…). Quedaban puros palos. Decían: “¡Tienen que irse ya!”. Éramos de las pocas viviendo allí. ¡Me asusté! Pero sabía que me iba a quedar. (Ricci, 37 años, Bolivia)".

Retornos

La figura retornos sugiere un fenómeno ya registrado en otras investigaciones (Besoain y Cornejo, 2015; Morales et al., 2017), aunque con énfasis diferentes. En estudios previos, principalmente cualitativos y desarrollados en la capital del país, el retorno sugiere la necesidad de regresar a la vida en campamentos posterior a la obtención de viviendas sociales. Es decir, develaría una situación de añoranza de estos espacios a los que se regresa, por ejemplo, para “liberarse de la soledad” (Besoain y Cornejo, 2015, p. 24), pero que en algunos casos esta vivencia estaría marcada por la melancolía, vínculos frágiles y funcionales, en un movimiento en que se va descomponiendo la posibilidad de comunidad (Morales et al., 2017).

En esta investigación, a diferencia de los estudios previos, el retorno emerge como la llegada a campamentos de una nueva generación familiar, o la decisión de familias migrantes de vivir en campamentos, como opción habitacional, frente a los constantes desplazamientos que han experimentado dentro de sus trayectorias migratorias. Este tipo de “retorno”, lejos de hablar de fragilidad en los vínculos o de un repliegue al hogar privado (Morales et al., 2017), sugeriría la construcción de un sentido de comunidad.

El siguiente relato nodal comparte la experiencia de Jesamín, vinculada al retorno de una nueva generación a los campamentos.

Y yo dije: “Basta ya”, mucho arriendo, gas, comida, no alcanzaba la plata. Todavía no nacía [mi hija pequeña]. Y yo dije [a mi marido]: “Ya…, yo voy a ver qué pasa con un pedacito de terreno”. Él decía que no, yo me vine sola, puse cuatro palos acá (…) mi mamá me dijo: “Sí, vaya nomás, si ahí te van a dar casa” (…) Porque ella cuando chica vivía en Santiago [campamento en Antofagasta], y ahí le dieron casa por campamento.

[Donde está la cachimba del agua] para abajo, ahí vivía mi mami. Mi mamá era chica… ella vivía en [ese] campamento y después le dieron casa a mi abuelita ahí… en el mismo lugar. Es que antes era más rápido, antes a las tomas les daban casa y se deshacían de las tomas (…) No sé si usted se acuerda que los campamentos que había, si se organizaban, les daban casas. (Jesamín, 35 años, Chile).

Jesamín fue hija de una hija de los campamentos de los años setenta, y actualmente sus hijas vivencian la experiencia de vivir en una toma al igual que su abuela de niña. Jesamín no recordaba bien la historia de su madre, ni la fecha en que vivió en un campamento, sin embargo, considerando su descripción y su edad fue posible identificar el periodo en que vivió y los nombres de aquellos lugares. Así, en un documento de la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile, con fecha de 8 de agosto de 1972, sesión ordinaria nº 21 de la Cámara de Diputados (Biblioteca del Congreso Nacional de Chile-BCN, 2019), se describe lo siguiente:

Autorízase al Ministerio de la Vivienda y Urbanismo para que por intermedio de las Corporaciones que de él dependan, expropie los terrenos de la Granja Kútulas, de la ciudad de Antofagasta, para ser destinados a la construcción de casas económicas, que serán adquiridas exclusivamente por los actuales ocupantes de los campamentos Nuevo Amanecer y Villa España, de la ciudad de Antofagasta (boletín nº 1.004722).

El periodo de tomas que conoció la madre de Jesamín tuvo características históricas marcadamente diferentes. En el caso de la abuela de Jesamín, el terreno habría sido recuperado y cedido a sus habitantes para la construcción de viviendas de bajo costo durante el gobierno de la Unidad Popular. Este escenario cambió drásticamente con la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet, cuando se inician los programas de “erradicación de campamentos” y se instauró el sistema de subsidio habitacional (Ducci, 1997). Este sistema se mantiene hasta la actualidad sobre la base de una tecnología de colonialidad corporal sustentada en el “esfuerzo y sacrificio individual” lo que, cabe señalar, constituiría un obstáculo para familias migrantes que no cuentan con los requisitos necesarios para iniciar la postulación a viviendas.

En 1978, los campamentos de la abuela de Jesamín dejaron de llamarse Villa España y Villa Nuevo Amanecer, y por medio de un mandato militar se fusionaron para ser renombrados -en memoria de un “destacado personaje del ejército” (IMA, 23 de agosto de 2018)- como la población “General Santiago Amengual”, según la descripción de la Municipalidad de Antofagasta. Por eso Jesamín conservaba en su memoria el nombre Santiago, un nombre que a su vez encarna tecnologías del olvido. Los nombres de los campamentos probablemente sean más que un nombre. Si la abuela de Jesamín vivió en Villa España o Villa Nuevo Amanecer, es un dato aún no verificado, pero me inclino por Nuevo Amanecer, por la conexión que alberga este nombre con el actual nombre del campamento en que habita Jesamín: “Un Nuevo Amanecer Latino”. Este nombre quizá sugiere reapropiaciones en torno a la geopolítica del territorio, en un campamento fundado principalmente por familias migrantes sudamericanas.

En el segundo relato nodal de esta figura se advierte simbólicamente del “retorno” de una familia migrante a campamentos. En la narración, Lupita describe su experiencia previa como inquilina en una vivienda social. En su caso si bien no vivió previamente en un campamento y no experimentó procesos de reubicación en viviendas sociales, en sentido inverso alcanza a habitar/deshabitar lugares producidos en las dinámicas de algunos barrios de viviendas sociales, y “regresa” al “campamento como lugar” sin haber estado antes en él.

(…) donde pagábamos arriendo, no pedían niños, porque por lo general dicen que los niños son destructores, pero los niños quieren jugar y tener su espacio. Mire, le cuento que donde nos fuimos a vivir, era un pasaje, y las casas eran apareadas, entonces cualquier ruido que hacían mis hijos la vecina se quejaba, y no podían salir a la calle, porque al frente traficaban droga. Entonces no podíamos ni ponernos a la ventana porque nos decían “peruana sapa” (…) lo bueno de vivir en un campamento, lo bueno y lo excelente, es que sientes que este pedazo es tuyo, y vives libre. Mis hijos tienen la libertad de gritar hasta más tarde (…) aquí juegan, a veces salimos a caminar y dar una vuelta y regresar. (Lupita, 45-50 años, Perú).

El relato de Lupita sitúa al campamento como un lugar que ha permitido a su familia una oportunidad para resarcir violencias de un sistema capitalista-moderno/colonial-heteropatriarcal (Walsh, 2017) que le ha desplazado de su país y que continúa racializándola en el país de “acogida”. Asimismo, nos interroga respecto a las políticas sociales de vivienda en Chile y la manera en que se produce habitabilidad en estos espacios. Con relación a esto, comparto un extracto de una conversación informal que casualmente pude sostener con un chofer de colectivo durante uno de mis trayectos al campamento.

“¿Dónde va?”, me pregunta el chofer del colectivo. Respondo: “A las calles CP con RM” (una de las posibles entradas al campamento desde la población aledaña). “¡Ah!, la famosa RM”. “¿Por qué famosa?”, pregunto. “Bueno, es sabido que es mala, peligrosa, trafican, asaltan, andan como zombies por las calles. De hecho, yo vivía por ahí”, me cuenta. “Sí, vivía unas calles más abajo con mi mamá, que aún sigue allí, pero me cambié por mis hijas (3). Quería darles otra vida, que pudieran salir a la calle”. “¿Por qué se habrá puesto así?”, pregunto. “Es que son viviendas sociales, de barrios marginales. Allí trasladaron a la gente de las tomas de los años ochenta y noventa. Nosotros vivíamos en una toma en la René Schneider, nos quisieron desalojar varias veces y resistimos, hasta que ¡ganamos! Y nos dieron una casa. O sea, dieron la posibilidad de quedarse, y te daban para construir, o que te vinieras a estas viviendas sociales. Esto en los noventa era la última parte de Antofagasta. Luego, seguía puro cerro, pura arena”.

Tenía muchas preguntas para hacerle, pero ya estaba llegando. De hecho, al preguntarme dónde iba exactamente, se desvía levemente de su ruta para dejarme aún más cerca. Me indica dónde viven algunos de sus familiares. De cierta forma interpreto que lo hace para transmitirme mayor seguridad con el lugar. Lo agradezco, pero de todas formas conozco el lugar, también el estigma que recae sobre la población. (Conversación informal en el colectivo, 22 de septiembre de 2018, 15:00 hrs. Bitácora Sentipensadora).

¿Qué ha ido ocurriendo con las viviendas sociales? Los relatos sugerirían que, si bien estas representan una casa propia, no necesariamente devendrían en un hogar para todas las mujeres. Si bien implicarían cierta autonomía e incluso podrían significar la liberación de violencias machistas (entendiendo que eventualmente se evitaría la dependencia y violencia de tipo económica y simbólica), estas por otro lado fragmentarían las relaciones de apoyo construidas en campamentos. Esta situación se entendería bajo un escenario en que la “entrega” no estaría acompañada por políticas situadas de reubicación y construcción que ayuden a sostener esta materialidad de la “casa propia”, menos aseguraría la continuidad de las redes construidas en el campamento, más bien se verían dañadas. “Las familias reubicadas” se enfrentarían, nuevamente, a procesos de neocolonización (Nkrumah, 1966), en los que la entrega de viviendas sociales aumentaría el costo de vida, así como los ritmos neoliberalizados del habitar (Méndez Caro et al., 2018).

Estas interpelaciones son interesantes si se analizan en diálogo con las luchas por la radicación del macrocampamento Los Arenales y el deseo de habitar en el mismo lugar donde han ido construyendo vínculos sociales y políticos. Las prácticas colectivas en campamentos desafiarían la política chilena de vivienda, la que promueve la reubicación de familias en espacios diferentes a sus centros de actividad, repercutiendo a nivel psicosocial en tanto aislamiento y desarraigo.

“La entrega de casas” -vivienda social-, habitualmente se configuraría como un hito que consolidaría el vínculo con el Estado y sus lógicas neocoloniales (Nkrumah, 1966) de institucionalización y sujeción. Así, las subjetivaciones producidas en procesos previos se ponen en jaque en este momento de “cierre de contrato”, sin visualizar del todo las posibles repercusiones. Como lo han señalado recientemente algunas investigaciones, “esta sujeción al reconocimiento estatal es uno de los productos más claros de la lógica de domesticación de la participación característica del multiculturalismo neoliberal” (Liberona y Piñones, 2020, p. 144), aun cuando el abandono sería su modo de relación principal, tal como advierte la misma investigación.

La “entrega de casa” bajo parámetros neocoloniales o de multiculturalidad neoliberal no “aseguraría un hogar”, o la sensación de bienestar y pertenencia, tampoco el hecho de que las familias, y particularmente las mujeres, no tengan que regresar a campamentos o que nuevas generaciones deban hacerlo, o como se advertía en el relato de Lupita, que familias migrantes estén optando por estos lugares en tanto reapropiaciones y producción de territorialidades, muchas veces por fuera del Estado y el mercado (Caffentzis y Federici, 2014).

[algunas casas] no tratan de mejorar… es como para tener preferencia, para que ganes puntos [en Registro Social de Hogares], pero eso yo no lo sé; esa parte yo no la entiendo… eso es lo que me gusta de acá de mi campamento [no buscamos aparentar más miseria]. (Bartolina, 25 años, Bolivia).

Contrapuntos finales

El estigma que recae en los campamentos, advertido en los anteriores relatos, pone de manifiesto aquellos discursos moderno-coloniales de desarrollo e higienización. La producción del estigma deja entrever el “hedor de América” y nos enfrenta con el miedo original que se creyó dejar atrás con la creación de la ciudad y su pulcritud (Kusch, 2007).

Los campamentos dentro de la ciudad se ubicarían “en el ojo del huracán”. Esta figura, compartida en uno de los relatos, sugiere la relación entre habitantes de campamentos y la mirada estigmatizadora de habitantes de la ciudad sobre estos primeros, generando así el fenómeno de otredad racializada (Echeverri, 2016), así como los procesos de reforzamiento de la seguridad (Aedo, 2017; Echagüe, 2018; Stang, 2016; Stang, Lara y Andrade, 2020; Stang y Stefoni, 2016) y de control del espacio y sus corporalidades.

Los relatos sugieren que las mujeres migrantes sudamericanas que viven en campamentos, de manera similar a momentos históricos previos de tomas de tierras, son afectadas por una matriz de opresiones múltiples (Méndez Caro et al., 2012), que les desplaza hacia estos espacios, a la vez que encarnan procesos de otrerización que les estigmatiza constantemente. Esta situación de opresiones múltiples, así como lo advierte la feminista descolonial Yuderkys Espinosa, “no se trata ya de intersecciones o entrecruzamientos [al menos en una perspectiva aditiva] sino de una misma matriz, la matriz moderno-colonial racista de género” (Espinosa, 2016, p. 154).

No obstante lo anterior, los relatos sugieren la revitalización de prácticas comunales y formas solidarias de existencia, así como de economías propias y otras formas de organización y “habit-habilidad”11, las que también han sido descritas por otros estudios (Cid y Arias, 2019) que aluden a la forma en que se desafía a las redes clientelistas para activar espacios de creatividad y asociatividad impulsados mayoritariamente por mujeres dentro de campamentos.

En varios casos, estas otras formas de “habit-habilidad” se vinculan con la reproducción de experiencias vividas en sus lugares de nacimiento, e incluso de prácticas ancestrales que aún perviven en sus memorias corporales en tanto formas de relación y acción. Este posicionamiento surge en contraposición al mandato de la “buena habitante” y del lugar de pasividad definido desde las políticas de vivienda del Estado-nación y sus prácticas de interculturalidad funcional (Tubino, 2005), o del concepto de multiculturalidad neoliberal (Liberona y Piñones, 2020; Piñones et al., 2017; Zapata, 2019) que instrumentaliza ciertas corporalidades y que no pretende generar cambios a nivel estructural ni cultural. Los campamentos, entonces, tensionarían el orden neocolonial (Nkrumah, 1966) y las formas de habitabilidad impulsadas por el patriarcado colonial (Cumes, 2007); o, dicho de otro modo, tensionarían aquella matriz moderno colonial racista de género (Espinosa, 2016).

Respecto a las limitaciones de esta investigación, se identifica el no haber profundizado en la noción de diáspora. Este es un concepto interesante de trabajar en otros artículos, considerando, por ejemplo, las teorizaciones de “espacio de diáspora” de Brah (2011). El concepto de diáspora permitiría difractar la noción de migración en espacios urbanos, tal como lo han realizado estudios previos (Alvarado, 2016). Asimismo, la noción de “espacio de diáspora”, en un contexto de expoliaciones históricas, nos interroga respecto a quiénes están migrando hacia campamentos. Por ejemplo, en esta investigación varias mujeres advirtieron de su pertenencia indígena y afrodescendiente, situación que por cierto también ha sido reportada por otras investigaciones realizadas en campamentos (Aedo, 2017; Liberona y Piñones, 2020), factor que complejiza la comprensión de los procesos de habitabilidad en estos espacios, recordando los desgarros de la ocupación colonial (Rain, Pujal y Mora, 2020), sus desplazamientos y la instrumentalización de los Estados nacionales. No obstante, también interpela respecto de las reapropiaciones del espacio y del levantamiento de procesos alternativos de territorialidad

Material suplementario
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Notas
Notas
1 Sin embargo, es preciso señalar que ocupaciones informales producto de la segregación socioespacial de la ciudad colonial ya se observaban a fines del siglo XIX. Estos asentamientos en lugares periféricos de la ciudad fueron denominados suburbios y arrabales, o “tierras de nadie”, y estuvieron conformados principalmente por población indígena, mestiza y afrodescendiente (De Ramón, 1978; Salazar, 1985).
2 De acuerdo con datos del año 2017 de Techo-Chile (cit. en Liberona y Piñones, 2020), el 53% de familias migrantes que viven en campamentos se ubica en la Región de Tarapacá. En segundo lugar, aparece la de Antofagasta, con un 17,6%, y en tercer lugar la de Atacama, con 16,1% del total.
3 Chile es el segundo mayor productor de litio del mundo. En 2018 su producción ascendió a las 16 mil toneladas, todas salidas de Atacama. Con un valor de US$ 949 millones, esto supuso un aumento del 38% en comparación con 2017. En contraste a estas cifras, se encuentra la experiencia de comunidades indígenas de Atacama que advierten del cambio en su ecosistema. Jorge Cruz, del pueblo de Camar, señala que: “si las compañías mineras continúan usando agua dulce al ritmo actual, su pueblo no sobrevivirá. (…) Las aves se han ido, ya no podemos tener animales (…) Cada vez es más difícil cultivar. Si empeora... tendremos que emigrar” (Livingstone, 19 de agosto de 2019).
4 “Tierra en plena madurez” en lengua kuna-tule. Este nombre fue usado por las poblaciones nativas antes de la invasión española de 1492, y posteriormente en 1992 fue renombrada como Abya Yala (Wash, 0217).
5 En el caso de la población africana esclavizada, cabe señalar que esta no fue considerada por la Iglesia como “alma a salvar” de aquella mancha original, sino como “pueblo esclavo por naturaleza” siguiendo la doctrina aristotélica integrada al sistema de creencias cristiano (Dubinovsky, 1988). De ahí que Bartolomé de las Casas apoyó la esclavitud de personas africanas para compensar la fuerza de trabajo.
6 El concepto de tecnología ha sido trabajado ampliamente por Foucault (2008), haciendo alusión a la regulación de los cuerpos. Asimismo, ha sido retomado por autoras feministas como De Lauretis (2000), quien acuña la noción de “tecnologías del género”, y por Preciado (2008), quien desarrolla la noción de “tecnología social heteronormativa”. En este caso, hago uso de la noción de tecnología, pero para referirme principalmente a las tecnologías de colonialidad del cuerpo (las que ciertamente producen narrativas de heteronormatividad y control de la sexualidad y el género) y los procesos de racialización.
7 He optado por esta noción, en vez de participantes, para enfatizar en un quiebre de la relación sujeto-objeto de investigación presente en el modo tradicional de investigación positivista de la ciencia moderno-colonial. El colaborar sugiere un quehacer conjunto, en respons-habilidad, como sugiere Haraway (2004), así también como lo han propuesto algunas autoras como Leyva y Speed (2008) desde la experiencia indígena e investigación situada en América Latina.
8 Cabe señalar que, para resguardar los criterios éticos de esta investigación, se contempló la firma de consentimiento informado para mujeres adultas y de asentimiento para las colaboradoras menores de 18 años (3), quienes contaron además con el consentimiento de sus madres. Estos criterios éticos se basaron en las sugerencias de la Comisión de Ética de la Universidad Autónoma de Barcelona (CEEAH).
9 Por ejemplo, durante ese periodo, la agrupación Rompiendo Barreras del macrocampamento, con apoyo de la agrupación Fractal y del Observatorio Regional de Derechos Humanos (ORDHUM) de la Universidad Católica del Norte, ejecutó un estudio de suelo y mapeos participativos, adjudicado a través del programa Know your City de Slum Dwellers International (SDI). El coincidir con esta experiencia fue significativo para el proceso de investigación, pues me dio la oportunidad de apoyar algunas actividades a propósito de la solicitud de algunas de sus dirigentas.
10 La descripción del terreno de investigación y aspectos metodológicos podrán profundizarse en una publicación reciente (Méndez Caro, 2020).
11 Este juego de palabras se inspira en la noción de “respons-ability” (respons-habilidad) de Donna Haraway, la que sugiere un componente de reciprocidad articulado con una propuesta de “devenir con”, planteada en su libro Seguir con el problema. Es decir, otro tipo de parentescos activados en la construcción de comunidades y otras formas de habitar desde la reciprocidad.
* Este artículo presenta algunos hallazgos de una investigación doctoral apoyada por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) a través del programa de Becas Chile de Doctorado en el extranjero (Nº 72190123).
Notas de autor
** Psicóloga y magíster en Psicología Social, Universidad Católica del Norte. Doctora en Estudios de Género: Cultura, Sociedades y Políticas, Universidad Autónoma de Barcelona. Docente e investigadora en el Departamento de Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Artes y Humanidades, Universidad de Antofagasta, Chile.
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