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El hábitono hace al monje. Reflexioneshistórico-semióticas sobre la ética sacerdotal tradicionalista*
Jhon Janer Vega Rincón
Jhon Janer Vega Rincón
El hábitono hace al monje. Reflexioneshistórico-semióticas sobre la ética sacerdotal tradicionalista*
The suit does not make the man. Semiotic historical reflections on thetraditionalist priestly ethics
Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu, vol. LVIII, núm. 165, pp. 303-338, 2016
Universidad de San Buenaventura
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Resumen: El artículo reflexiona sobre el ethos sacerdotal utilizando el análisis semiótico del discurso y explorando en profundidad las Actas y Decretos del Primer Concilio Provincial Neogranadino de 1868, en sus disposiciones relativas a la vida y honestidad de los clérigos, particularmente en lo relativo a la apariencia externa del sacerdote. Se centra en aspectos como la tonsura eclesiástica y el hábito, examinando la relación entre las formas sensibles y sus contenidos ideológicos. Para comprender en su sentido histórico los hallazgos analíticos, propone interpretaciones en una línea de larga duración, en diálogo con los primeros tiempos del cristianismo, las disposiciones del Concilio de Trento y la ruptura sufrida por este régimen de visibilidad con la realización del Concilio Vaticano II en el siglo xx. Plantea de este modo, que el régimen visual propuesto por el catolicismo tradicionalista, fundamenta una retórica clerical en la cual los elementos expresivos se colocan como símbolos de valores trascendentes, expresando por tanto determinado modelo ético para el sacerdote, donde la apariencia externa juega un papel fundamental.

Palabras clave:SemióticaSemiótica,catolicismocatolicismo,éticaética,clérigoclérigo,ColombiaColombia.

Abstract: The article reflects on the priestly ethos implementing a semiotic analysis of discourse and exploring in depth the Actas y Decretos del primer Concilio Provincial Neogranadino 1868, in its provisions concerning the life and honesty of the clergy, particularly as regards the external appearance the priest. It focuses on aspects such as the ecclesiastical tonsure and habit, examining the relationship between the sensible forms and their ideological content. To understand its historical sense analytical findings, interpretations proposes a line-length, in dialogue with the early days of Christianity, the provisions of the Council of Trent and suffered break the regime of visibility to the realization of Vatican II in the twentieth century. It raises thus the proposed traditionalist Catholicism, founded a cle- rical regime visual rhetoric in which the expressive elements are placed as symbols of transcendent values, thus expressing certain ethical model for the priest, where the external appearance plays a fundamental role.

Keywords: Semiotics, catholicism, ethics, cleric, Colombia.

Carátula del artículo

El hábitono hace al monje. Reflexioneshistórico-semióticas sobre la ética sacerdotal tradicionalista*

The suit does not make the man. Semiotic historical reflections on thetraditionalist priestly ethics

Jhon Janer Vega Rincón*
Universidad Industrial de Santander, Colombia
Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu, vol. LVIII, núm. 165, pp. 303-338, 2016
Universidad de San Buenaventura

Recepción: 06 Mayo 2015

Aprobación: 02 Julio 2015

Introducción

Este artículo reflexiona sobre la emergencia de un ethos sacerdotal, endiscursos orientados a configurar la imagen externa del clérigo, y quecontribuían a la instauración de normas éticas emitidas por las jerarquíaseclesiásticas. Para ello se haescogido analizar procesos de significación relativos a la tonsura y el vestidoeclesiástico. En este sentido, se reflexiona la relación entre las formas sensibles y suspotenciales contenidos ideológicos, en un punto de convergencia entre lasemiótica y la historia.

A finales del siglo xix en Colombia se dan diversas expresiones de disenso dentro del catolicismo, pudiendohablar de corrientes político- religiosas y sus características. Dentro de estas, fue la tradicionalista la más sólida. Sus fundamentos parten de los principios del Conciliode Trento y sus rasgos másrepresentativos son la defensa de la tradición, una expresividad religiosabarroca y una clara oposición a los valores de la modernidad1. Uno de los textos más importantes para laconsolidación de esta corriente fueron las Actas y Decretos del Primer ConcilioProvincial Neogranadino2,muestra a la vez de un proceso quevenía en marcha años atrás y modelo configurador de la Iglesia colombiana durantelos años siguientes.

Las Actas yDecretos resultado del concilio señalado, contienen la normativa general adoptada por la jerarquía eclesiástica católica a partir de 1868, en un procesomarcado por la urgencia de llevar a cabouna reforma disciplinaria3,e inscrita dentro de lo que Luisa Luque Alcaide llama «ciclo conciliar de laera republicana»4. Estas disposicionesmarcaron el derrotero de reorganización eclesiástica asumido al interior de la institución y el fortalecimiento de un procesodenominado por algunos autores como Romanización, es decir, la identificación y configuraciónde la Iglesia católica en Colombia, bajo los requerimientos y modelos del Vaticano, sobre todo a partir del mandatode Pío IX5.

1. Precisiones teóricas

A continuación se propone mostrar la forma de entender y estudiar la ética en este trabajo. Más allá de su definición general como «(…) elconjunto de comportamientos individuales y sociales»6, acá se partiráde un principio semiótico desde elcual se plantea su tratamiento apartir de su manifestación expresiva sensible, esto es, a través de la expresividad de un ethos. Un teórico de la semiótica francesa, JacquesFontanille, define este último como un conjunto de rasgos y modos decomportamiento observables a partir deenunciados (de estado y dehacer) que recaen sobre los sujetos del discurso, y se constituyenal interior de las prácticas semióticas7. Lo importante de dicha definición es la explicitación de dos niveles de indagación: el de los rasgos y el de los modos de comportamiento. Cada uno de ellos puede ser aprehendido desde puntos de vista diferenciados: en primer lugar, el estudio de lo figurativo; y, en segundo lugar, el de los programas de acción. Acá se priorizará el estudio de los aspectos figurativos,teniendo en cuenta la percepción del mundo exterior manifestadas en una forma de aparecer ante los otros modelada discursivamente8. Además, la indagación se hará a través de un recorrido interpretativo, con el objetivo de aproximarse a la configuración ideológica deltexto, y poder profundizar sobre sistemas de valores fundadores de determinada ética, primordiales para reflexionar sobre una forma devida predicada para el clero diocesano en Colombia.

2. Aspectos metodológicos

Las Actas yDecretos del Primer Concilio Provincial de Nueva Granada constituyen el texto central de análisis. Teniendo en cuentala gran pluralidad de lo textual, se ha decidido centrar la mirada en un focodiscursivo concreto. Para esto se haestudiado el aparte relativo a la vida y honestidad de los clérigos quetradicionalmente se ha manifestado bajo su título en latín como De vita et honestateclericorum. De este modo, se ha escogido la siguiente secuenciatemática, articulada alrededor del tratamiento de la imagen exterior del clérigo. Igualmente se resaltan los tres elementos desde los cuales se organiza el primer acercamientoal tema de interés:

Y en primerlugar9, como sabiamente loenseña el santo ConcilioTridentino, aunque al hábito no hace al monje, conviene, sin embargo, que los clérigos usen siempre vestido correspondiente a su propio orden,para que por la decencia del hábito exterior, manifiesten la bondad interior de sus costumbres.

Por tanto: todos los clérigos de esta Provincia, y principalmentelos constituidos en orden sacro, o que poseen beneficio, aunque estén exentos de nuestra inmediata jurisdicción, usen siempre en todas partes el vestido propio del estadoclerical. Y porque conviene a los clérigos no solo abstenerse de las modas y vanidades del siglo, sino evitar elexcesivo lujo y la suciedad e inmoderada negligencia, declaramos que el vestidoclerical en esta nuestra Provincia es la sotana o el vestido talar negro, ajustada al cuello, con manteo quedescienda hasta los pies, y el sombrero que han usado hasta aquí loseclesiásticos; usarán también sobre el cuello una faja de lino, no bordada, ni con dibujos, sino limpia y sencilla, que comúnmente se llama cuello, y que mandamos,bajo las penas que se impondrán a nuestra voluntad, usen todos los clérigos,aun de noche cuando se presentan en público. En el vestido absténgase de todavanidad y cuidado secular ajenos de su estado; no usen collares, ni aderezos,ni cadena sobre la sotana, las cuales cosas a la vez que manifiestan liviandad, declaramos que no pertenecen a los que están adscritos a la miliciaclerical. Sin embargo, hallándose deviaje, permitimos que, conservando siempre el cuello, puedan usar un vestidomás corto, de color negro o azul.

Así mismo no usen peluca íntegra, ni a medias, sin haber obtenido dispensa; ni recorten el pelode modo que manifiesten ligereza, ni lo dejen crecer, y siempre lleven abierta la corona que, por los cabellosraídos en forma circular según el grado de órdenes mayores o menores, sea señaldistintiva de su ordenación (…)10.

Primeramente seabordará cómo la disciplina sacerdotal da prioridad a los aspectos externos a través del marcador «Y en primer lugar».Seguidamente, en el discurso se instituye como centro del vestido eclesiásticoa la «sotana». Y, por último, latonsura aparece implícita mediante referencias a la «peluca» y a la «corona».

3. «Y en primer lugar»: laapariencia externa

Los aspectos visibles de identificación resultan cruciales para la presentación de la persona ante los otros, porque constituyen uno de los elementos primarios de reconocimiento. Así, muchos roles sociales se perciben y reconocen a través de marcas como la ropa, signos corporales o señales distintivas pues hacen parte de la «fachada personal» según lo establece Erving Goffman11. Sin embargo, es frecuente que se establezcan límites a este régimen de visibilidad y se pueda advertir el juego o el peligro representado por este dramatismo cotidiano, cuando se percibe el ocultamiento, el disfraz o la impostura. De ahí, de esa relación entre lo perceptible y supuestos contenidos sociales, surgen contraposiciones entre «ver y creer» y «ver y confiar», y tensiones propias del campo normativo ético del catolicismo tradicionalista.

Para iniciar el recorrido, se retomarán los resultados de un estudio semiótico precedente cuyo tema central era la configuración identitariadel sacerdote durante el siglo xix a partir del análisis del Manual del párroco, libro impreso en Colombia en1870. En esa investigación se estableció cómo la identidad del sacerdotesurge de la configuración deun sistema significante en el cual los aspectosexternos resultan cruciales. Partiendode un análisis figurativo basado enlos procesos de nominalización y el contenido semántico de los términos «clérigo», «sacerdote» y «párroco», seconcluyó que hablar de estos tres actoresdiscursivos, implicaba relaciones espaciotemporales con efectos identitarios diferenciados.

Esta idea se encuentra sustentada en la referencia implícita/explícita del Sacramento del Orden, símbolo de la entrada a la condición de clérigo, momento a partir del cual se recibe la tonsura y se iniciaba elporte del hábito12

Así, estesacramento indicaba el inicio de un proceso y una adquisición ascendente de rasgos y marcas identitarias hasta llegar al culmensacerdotal. Pero, además, actuabacomo un dispositivo integrador del cuerpo (en cuanto la tonsura se constituyeen una marca encarnada), la mirada (del creyente a quien van destinadas las marcas visibles) y lo proxémico (en tanto se guían a establecer distancias y cercanías con otros sujetos o formas de vida). De estemodo, antes de ser sacerdote o párroco, el nuevo clérigo debía afirmar estas dos condiciones de expresividad exterior, fundamentales paradefinir, a partir de la noción de habitus de Bourdieu y del estudio deDominique Julia13, como un habitus clerical. Se puede concluir quela apariencia externa constituye entonces un aspecto fundamentalen la configuración identitaria del sacerdote en el siglo xix, lo cualjustifica adentrarse en el análisis de aspectos expresivos como latonsura y el vestido sacerdotal.

4. La tonsura y el «mirar y creer»

Es muy difícilacuñar el momento exacto de la aparición del uso de la tonsura o resolver lapregunta de quién fue el primero en prescribir su uso. Resulta hasta problemático, qué se ha consideradoa través de varios siglos como tonsura clerical. Algunos escritores coincidenen afirmar que alrededor de los tres primeros siglos los cristianos no debíanportar signos externos de distinción, aspecto comprensible si se tiene encuenta que estas fueron épocas poco gloriosas para los adeptos a la «nueva»religión14. Por ejemplo, Richard Sennett, en su estudiosobre la vivencia del cuerpo en la ciudad occidental, particularmente durante el reinado de Adriano15, muestra a los cristianos como unacolectividad poco visible en la ciudad, teniendo como centro de operacionesestratégico el interior de su casa. Además, los signos religiosos estabanvinculados al secreto y no tanto a la visibilidad y así el bautismo, como marca del agua, era invisible; a diferencia de las huellas dejadas por la religiónjudía en los varones a causa de la circuncisión. De este modo, «(…) resultaba imposible comprender lo que significaba el cristianismo simplemente mirando a un cristiano, ya que su apariencia carecía de significado»16. En este sentido, acertada parece la opinión de un escritor del siglo xix, Juan Tejada y Ramiro, quien en sus notas sobreel Concilio IV de Sevilla señalaba:

Parece más probable tratándose de la tonsura, la opinión de aquellos que quieren que en los cuatro o cinco primerossiglos de la iglesia solo se hubiera mandado que los clérigos, para diferenciarse de los otros fieles, no llevaran demasiado largo el cabello; pero que acerca de la corona o deraer la parte superior de la cabeza no se había hablado hasta entonces: pues setiene por ajeno de la verosimilitud que los clérigos hubieran llevado signostan manifiestos de su profesión en unos tiempos en que era preciso por el contrario que se ocultasen para no excitar contra ellos y aun contra laIglesia una cruel persecución17

La condiciónreligiosa cristiana no dependía de un régimen de visibilidad sino de unavivencia considerada propiamente interior. Yvale preguntarse entonces, teniendo en cuenta la inicial falta de visibilidad del cristiano: ¿qué se entendió o se puede entender cómo tonsura? Para esto, se centrará inicialmente la mirada en el asunto del cabello. La prescripción de llevar el cabello corto para los hombresdata de las prédicas del apóstol Pablo, quien en la primera carta a los Corintios señaló: «Todo hombre que ora o que profetizateniendo la cabeza cubierta deshonra su cabeza» y, «Al contrario, mujer que ora o profetiza con lacabeza descubierta deshonra su cabeza siendo lo mismo que si se rapase». El apóstol prescribe así, desde el cabello, un sistema de subordinaciones modelado expresivamente en el siguientefragmento: «Lo cierto es que no debe el varón cubrir su cabeza pues él es la imagen y gloria de Dios mas la mujer es la gloria del varón»18. De este modo, el pelo largo para la mujer resultaba serun velo, y el corto, por antítesis, un signo de autoridad para el hombre. Estasideas siguieron marcando la cultura occidental; Georges Duby lo ejemplifica cuando analiza las prescripciones del presbítero Yves de Chartres, alrededor del año 1000:

Yves condenó en un sermón las «modasimpúdicas»: «Por prescripción divina,el hombre tiene primacía sobre la mujer»; cabellos demasiado largos, quetambién le velarían a él, serían signo de su abdicación; la forma de vestirse, de cuidar sucuerpo, debe poner de manifiesto ladiferencia fundamental sobre la que se basa el orden social: la subordinaciónde lo femenino a lo masculino19.

Es probable quela norma masculina de portar el cabello corto fueracumplida por muchos cristianos de acuerdo al mandatoapostólico. Pero el hecho dellevar el cabello corto no implicaba unarapadura en la cabeza como de hecho lo constituye uno de los principalesaspectos formales de la tonsura. Por tanto,se puede suponer durante los primeros siglos, hombres comunes y clérigosllevaban el cabello corto20, pero no un signo particular de distinciónde la cabeza afeitada en la parte superior como era el uso en el siglo xix. Es más, resulta verosímil en esta época concebir la tonsura notanto referida a la parte de la cabeza llamada coronilla, sino másbien la línea del corte dibujada sobre las orejas y la nuca. Es por eso,de acuerdo de nuevo a lo establecido Juan Tejada, conveniente norealizar ninguna afirmación tajante al respecto:

Debe confesarse ingenuamente que en el siglo vi, y más especialmente en el vii, fue cuando empezaron los clérigos adistinguirse de los legos en el hábito y tonsura. Después que se apaciguaronlas persecuciones y después de dada lapaz a la iglesia, fueron necesarios 200 años o muy pocos menos para que la profesión tan diversa de unos y otros constituyera una cierta diferencia muy visible entre sí. Hubieran sido peligrosísimas en tiempos de las persecuciones aquella distinción y nota: pero concluidas,debió, si bien no pudo en grande espacio de tiempo, mudarse una cosa tan grande y tan esparcida por toda la iglesia; pues no es justo que en un hecho tan dudoso hasta el día, mudable y de tantas alternativas, se puedaescribir con muchísima certeza y dilucidación. Variáronse estos ritos en diverso tiempo, enlugares distintos y tan lenta e insensiblemente, que es muy dificultoso señalar con exactitud a cada una deellas el tiempo de la mudanza21

Además, parece probable los signos visibles de diferenciación se hicieron notorios a partir del siglo vi o vii. Pero frente a lo anterior, la pregunta central para los propósitos de este escrito sería: ¿cómo sepasa de un régimen de ocultamiento a uno de visibilidad?, es decir, ¿a través de qué circunstancias se comenzó a reglamentar para los clérigos seculares el porte de signos externos de diferenciación? De nuevo Sennett proporciona elementos para ubicar la problemática. En la Roma de Adriano, la valoración cristiana del cuerpo resultaba dispar a la de la cultura romana. Para este, la imagen más importante era la del cuerpo sufriente de Cristo y, por consiguiente, el cristiano tendía a un alejamiento de la sensualidad. Igualmente, los cristianos tendrían una forma diferente de percibir la ciudad, sobre todo los monumentos y las construcciones, puesto que para ellos no debían representar, como para los romanos, una metáfora del poder imperial; este resultaba ser un mensaje ajeno a la humildad y desasimiento delo sensual propia de la prédica cristiana22.

Sin embargo, ya pesar del desprecio de lo sensible, algo se transformó en el mismocristianismo al promulgarse el Edicto de Milán (313 con Constantino) y serconvertido en una religión legal en todo el imperio. Algunos años antes ya seiniciaban rupturas profundas en la organización eclesial, cuando el obisporomano Dionisio (259-268) estableció la forma de gobierno mantenida en elfuturo en la Iglesia romana, es decir, la estructura jerárquica según la cual el prelado debía guiar los asuntos de los cristianos de la ciudad.Además es interesante resaltar que Cristo pasó a ser visto cada vezmás como el emperador del cielo23,abandonando las referencias iniciales a la humildad y la pobreza.

El aspecto más reveladorde esta nueva concepción, será la relación del cristiano con los lugares del culto: «El orden longitudinal y axial de la basílica romana, su decoración lujosa y sensual, estaban ahora al servicio de unaconcepción imperial de Cristo»24.Poco a poco se hizo imprescindibletener lugares en la tierra construidos artísticamente para manifestar laconversión y así: «El cristiano renunció aquí a la carne, pero recuperó elvalor de la piedra»25, es decir,a partir de entonces el cristianismo de orientación latina, empezará adar prioridad fundamental al edificio y su adorno, al decorado, al vestido y en general a los signos externos de distinción.Algunos autores como Michael Kelley, hanmostrado una crítica radical al denominado desvío de los contenidos iniciales del mensaje cristiano,que aunque no toca puntualmente el tema tratado, ubica en un contexto amplio undebate de larga duración en Occidente:

La formación y crecimiento de la iglesia nonecesariamente fluyó ni respetó los contenidos esenciales de la fe Cristiana,sino que muy a menudo se desvió de ellos. Muchos Cristianos estabanfrecuentemente enemistados con la iglesia organizada que se manifestaba comoremota y formal, y llegó a ser burocrática y tiránica. Estas acusaciones surgieronprincipalmente porque la idea de iglesia en la civilización Occidental a menudoha tenido poco que ver con lo enseñado en la Escritura pero ha tenido mucho quever con nociones paganas de organización social tal y como fueron concebidaspor hombres cuyas aspiraciones e ideales se derivaban de la antigua Roma imperial26.

Pero acá no se abordaránaspectos relativos a la organización eclesiástica, aspecto inabordable para elobjetivo de este escrito, más bien, se intentará mostrar cómo el principio de «mirar y creer»,herencia latina, gana actualidad en la historia del catolicismo romanoy cómo a partir de allí se reivindican el valor de los signos externosde diferenciación social y el de la telay las marcas corporales como elementos de distinción. Aparece de este modo unrégimen de visibilidad que se sustenta en la identificación exterior del clérigo y particularmente a través de la tonsura y el vestido. El cristianismo,y más propiamente el catolicismo, rompió con las concepciones delcuerpo consideradas paganas, le dio continuidad a un orden visualen el cual lo exterior y la apariencia se constituían en aspectos fundamentales en la experiencia social de la religión. A partir de entonces lo exterior se empezó a constituir como un reflejo importante de una identidad institucional y de determinados valores éticos.

4.1. Aparición del clero tonsurado

La legislación explícita relativa a la tonsura puede datarse a partir del Concilio de Toledo delaño 634, cuando se inicia una tradiciónde sugerir una forma puntual de usarla. En América, elobispo de Lima, Jerómino de Loayza, al hacer la erección de la catedral el 17 deseptiembre de 1543, dispuso a este respecto: «(...) cualquier clérigo de la dicha nuestra iglesia y diócesis de primera tonsura, para que pueda gozar del privilegio clerical, traiga corona abierta [en la cabeza] del tamaño de un real de plata,de la moneda que se usa en Castilla, y cortado el cabello dos dedos por debajo de las orejas y que la cortadura dé vueltas por detrás»27.Pocos años después, el Conciliode Trento (1545-1563), establece la tonsura clerical, tal cual como se dispuso durante el siglo xix. Allí se especificó su carácter de signo visible de la entrada del aspirante al clericato; y el Catecismo Romano, texto frutode las consignas tridentinas, se refería a la tonsura como un elemento de preparación para el sacramento del orden, y sobre todo, una marca de quiendeseaba entrar en él28.Allí también se mencionan diversas interpretaciones de la tonsura como marca corporal. Una de ellas se cifra en la práctica del apóstol Pedro, quien la usó como imitación de la corona deespinas de Cristo, lo que revelaría elcarácter icónico de este signo. Otras perspectivas remarcaban su carácter de señal de distinción pues como ícono representaba la corona y, por consiguiente,la «dignidad» de quienes habían sido llamados a «la suerte del señor», constituyéndos.



Figura1. Sacerdotes con tonsura29

Por último,otra de las interpretaciones conjugaba dos aspectos: «bien que no faltan otros que juzgan, que la figura del círculo, que es la más perfecta de todas, significa la profesión de la vida perfecta, que hacen os clérigos: o que al cortarse el cabello, que es superfluidad del cuerpo, se declara el desprecio de las cosas externas, y el desasimiento del ánimo de todoslos cuidados humanos»30. Se convertíapor tanto en un símbolo de la perfección de la vidaeclesiástica y del desprecio delas «cosas mundanas» al prescindir delcabello como elemento consideradosuperfluo. De manera semejante, lapropia tonsura y el carácter de superficialidad del cabello serán actualizados en las actasdel Concilio Provincial neogranadino de 1868, a través de la apariciónde diversos elementos, entre loscuales aparece la peluca y la corona como ya se señalóanteriormente. Recordando:

Así mismo no usen peluca íntegra, ni a medias, sin haber obtenido dispensa; ni recorten el pelode modo que manifiesten ligereza, ni lo dejen crecer, y siempre lleven abierta la corona que, por los cabellosraídos en forma circular según el grado de órdenes mayores o menores, sea señaldistintiva de su ordenación31

Se ve acá emerger el asunto de la peluca, la cual podía ser llevada solo bajo estricta autorización del obispo. Hay tres elementos fundamentales a tener en cuentaen su estudio: primeramente, ellapuede constituirse en una solución para la persona que no acepta su calvicie; por otro lado,actuaba en algunos casos como defensa contra el frío para proteger a las personas vulnerables al clima y, por último, era un elemento relacionadotradicionalmente con la moda y se le ligó desde la reglamentación católica a una manifestaciónde inconstancia o superficialidad.En términos generales, la legislación eclesiástica prohibía rotundamente gastar pelucasobre todo mientras se realizaba la misa.

Aunque laspelucas se usaron desde la antigüedad, y al parecer también por parte de algunos cristianos, lo cierto es que en la épocamoderna y particularmente en Francia, se pusieron de moda durante el reinado de Luis XIII; luego se convirtieron en atuendos exageradosen el de Luis XIV y con Luis XV, seextenderían costumbres como las de engalanar los cabellos con polvos blancos yse impondría el uso de la coleta32. Pero lo más preocupante para algunas autoridades eclesiásticas fue su uso porparte de muchos clérigos:

Aun cuando los eclesiásticos franceses no vieron con gusto los progresosde esta moda empezaron a gastarlas por sí mismos en 1660, habiendo sido elprimero que dio el ejemplo diez años antes, el abate Barbier de la Riviere, personaje famoso en la historia de Francia por sus intrigas. El erudito y fanático Mr. Thiers publicó L’Histoire des Perruques en cuya obra reprende a todos los que las usaban y sobre todo a los eclesiásticos (…)33.

Y no hay duda, Mr. Thiers se muestra radical al respecto. En el capítulo iii del libro citado, editado en 1679, reivindica las palabras de Pablo y de San Juan Crisóstomo, según las cuales el hombre debe llevar la cabeza descubierta y recalca la obligación para los obispos, los sacerdotes y los diáconos de llevar la «cabeza desnuda»34.

En la legislación posterior, algunos como Benedicto XIV se mostraron bastante severos negando rotundamente el uso de la peluca durante la celebración de la misa y declarando la infracción como unserio pecado35. En el ámbito seglar, en tono cómico, algunos escritoresrenegaban de ella por calificarla como un «proyecto de falsificación»:

Considerada en su relación con las costumbres,indudablemente una peluca es una cosa inmoral. Ella es una mentira de pelo, nosolo tole- rada y consentida, sino autorizada también. Un hombre con peluca esun proyecto de falsificación de los libros bautismales de la parroquia: es suplantador de la fe de bautismo aquien nadie sin embargo castiga36.

Para terminar, y regresando al centro del análisis, debe señalarsecómo en el modelo sacerdotal pregonado por el Concilio Provincial Neogranadino de1868, se prohibía la peluca para el ejercicio de la misa y se reglamentaba su uso solo encasos graves. Lo anterior también indica la intención tajante de separar al clero decimonónico colombiano del mundo de la moda, tentador para algunos sacerdotes; en contraste con algunasinvestigaciones sobre el siglo xix, a partir de las cuales se puede concluir que este tipo de atuendos ya no eran muy usados por el clero, imponiéndose más bien el pelocorto y la apariencia lampiña para el eclesiástico37.

5. El pelo, lacarne y el descontrol

Ahora bien, en cuanto al cabello se señala: «ni recorten el pelo de modo que manifiesten ligereza, ni lo dejen crecer», con lo cual vemos convertido a este elemento en unactor discursivo38, es decir,en un sujeto que sufre una transformación (crece autónomamente), y en unobjeto de control (en el sentido de vigilancia y dominio sobre su crecimiento);más adelante se verá también su configuración como símbolo de lo mundano ocarnal. A partir del fragmento señalado, desde un punto de vista semiótico, sepuede hablar de la presencia de un enunciador (entidad poseedora de una vozprivilegiada en el discurso y con poder para prescribir una norma de conducta), quien además de prescribir y ordenar alclero y exigir un «hacer», crea a su vez la imagen de un sacerdote modelo,cumplidor de la norma expresada, presuponiendo la existencia de un antagonista o sacerdote transgresor y contradictor. Esteúltimo, visto acá en términos de antisujeto, se ve influenciado y determinado por la fuerza de la carne, símil de la tendencia natural al crecimiento o potenciairrefrenable e incontrolada; de este modo, y de manera preliminar, se puededecir que ante el objeto cabello, aparecen la valoración positiva del control yla negativa del descontrol, reflejada en un «hacer» frentea un «no hacer»:



Figura2: Esquema actancial del objeto pelo

Lo anteriorlleva a plantear, desde un punto de vista expresivo, a la cabeza del clérigocomo una especie de «escenario dramático» dondeaparecen varias fuerzas actanciales39,reflejo de un juego de valoresactualizados por el catolicismotradicionalista. De este modo, el sacerdote debe rechazar el crecimientodel cabello como un acto simbólico del rechazo de la carne. Esta estrategiaconstituye una forma simbólica para representar el alejamiento de las pasionesmundanas y el acato a una norma ética. Es acá donde gana protagonismo ycentralidad el uso de la tonsura, porque no constituye solamente una señal dela entrada al orden clerical, sino una marca encarnadacuya superficie de inscripciónes el cuero cabelludo, supuesto reflejo de una vida interior pura y deperfectas costumbres. La cabeza seinstituye como el escenario de un drama donde se traslucen las tensiones entre lo naturaly lo cultural, con implicaciones parala ética clerical, sobre todo, en cuanto los elementos naturales deben ser culturizados para procurardeterminada imagen externa, y también, porque se proyectan valores institucionales como la permanencia y la obediencia, en lucha contra elementos opositores como el cabello, que enfrentanal clérigo con su propio cuerpo y su «sí mismo» carnal. Así, el catolicismo tradicionalista da gran valor a la marca distintiva y se expresa en esa pugna establecida entre lo superfluo y lo profundo, y por tanto, otorga un lugar privilegiado a lo sensible como aspecto determinante para el acto de creer, cuyos efectos se orientan aldestinatario final presupuesto, es decir, al fiel.

Es interesanteponer esta discusión en un plano más amplio de referencias semióticas. François Rastier,en un breve análisis realizado sobre el plano figurativo semiótico,menciona tres puntos principales de interpretación de este nivel designificación. Según él, con Platón, se instaura una tradición de desprecio por las figuras; con Aristóteles y algunos retóricos romanos, se les concede presteza para manifestar lo verosímil; y finalmente, menciona la centralidad de lo figurativo en el alegorismo cristiano, puesto que «el disfraz condenado por el platonismo se convirtió en un velo decente o en un rebozo [y] (…) en servicio del magisterio dogmático de la Iglesia, las figuras permitieron descubrir –o producir– la realidad trascendente, aproximando los misterios sagrados;ellas se convirtieron de esta manera enlos instrumentos del realismo trascendente»40. Este principio ha sido fundamental en lareligiosidad barroca propia del tradicionalismo católico, como estrategia retórica visual orientada a la persuasión del receptor de mensajes religiosos, basada enel uso de signos externos y en la confianza en lo sensible como medio deconocimiento y convencimiento.

Con loanterior, se le da a lo figurativoun lugar central, particularmentea las marcas corporales como la tonsura,las cuales vienen a componer una retóricaclerical expresada a través deuna escópica, esto es, una expresividad estructurada en sintagmas visuales, orientadas aproducir ciertos efectos de apreciación en el destinatario41 y que implican también el cuerpo, pues este semanifiesta como superficie de su inscripción. Estas se materializan como estrategias orientadas a despertar sensibilidades, mediante alegorías de valores o «virtudes» cristianas, manifestadas precisamente a través de uso y cuidado de lo perceptible.

El efecto más curioso al interior del régimen sígnico establecido por el catolicismo tradicionalista, es la imposibilidad deobviar lo problemático de elegir signos externos como formas de representación de determinadas virtudes, porque como bien lo dice el viejo proverbio«el hábito no hace al monje», y por esto, el porte de determinada marca no garantizadeterminada vivencia interior. Muchosaños después, esta contradicción saldrá a flote, y ese régimen de visibilidad sufrirá un dramático replanteo, desgajando la pretendida homogeneidad de este sistema semiótico y anunciando su problemática pluralización.

6. El vestido eclesiástico

Durante loscinco primeros siglos los cristianos no debieron diferenciarse del resto de loshabitantes de las ciudades por algún traje especial. Como ya se señaló, algunosconsideran posible que en el caso de los hombres usaran el cabello corto,costumbre no diferenciadora del romano promedio. Tampoco existía un uso especialde determinados colores en el traje cotidiano y, al parecer, se usaban en gran manera elvioleta y el rojo, pero no se pueden descartar vestidos negros, verdes oblancos. En cuanto a la forma del vestido, la usanza era semejante a la de los romanos42.

Con las llamadas «invasiones bárbaras», acaecidas entre el siglo iii y el viii, los seglares fueron adoptando las modas de losdominadores, y los clérigos, al parecer, guiados por un criterio de distinción, conservaron el traje tradicional, oponiéndose a la moda43.

Además, se inicia una historia de marcadas influencias de la vida monástica sobre la apariencia del clérigo secular, y la pretensión de hacer ver mediante el porte de determinado vestido, la sencillez de costumbres. De este modo, muchos sacerdotes seculares y obispos adoptaron formas semejantes al traje de los monjes.

Fue a partir del siglo vi cuando diferentes conciliosempezaron a reglamentar el uso del hábito clerical. Por ejemplo, el Concilio de Agda (año 506), el de Mâcon (585); igualmente, la Expositio Liturgiae Gallicanae atribuida a San Germán de París (muerto en 576) y el Concilio deNarbona del 589. Este último también estableció la prohibición del uso del púrpura como vestido sacerdotal y prescribió cómo a partir de entonces la diferencia sacramental del clérigo se debíahacer «visible» a los hombres mediante el hábito que portara. Entre los siglos vii y ix, empieza la adjudicación de los distintos atuendos a las diversas órdenes, constituyéndose en un elemento indicador del nivel de cada clérigo dentro de la pirámide clerical. Por último, el Concilio de Trento, dedicó toda la Sesión xiv, capítulo 6, de Reforma, al asunto del hábito, señalando su carácter de signo de distinción, de pureza interior y de obediencia a las reglamentaciones episcopales. El tridentino no determinó una forma precisa para el traje, puesdejó en manos del obispo, quien sesuponía conocía mejor el clima y costumbresde la región, la determinación de su apariencia44.

Más adelante,Sixto V, en 1589, publicó una Constitución llamada CumSacrosantum, en la queobligaba a los clérigos de todas categorías a usar hábito, con la intención de hacer ver al clero como un grupo homogéneo, ante el resquebrajamiento representado por el discurso protestante frente a las tradiciones católicas. A partir de entonces, seimpondría no solo el uso del hábito clerical, sino su carácter talar, es decir, su descenso hasta los talones y la generalización delcolor negro para el bajo cero45.Y esta imagen se mantendrá hasta elsiglo xix y será reivindicada por el Concilio ProvincialNeogranadino en 1868:

(…) declaramos que el vestido clerical en estanuestra Provincia es la sotana o el vestido talarnegro, ajustada al cuello, con manteo que descienda hasta los pies, y el sombrero que han usado hastaaquí los eclesiásticos; usarán también sobre el cuello una faja de lino, no bordada, ni con dibujos, sino limpia ysencilla, que comúnmente se llama cuello, y que mandamos, bajo las penas que seimpondrán a nuestra voluntad, usen todos los clérigos, un de noche cuando sepresentan en público46.

La anterior cita permite hablar del vestido eclesiástico como de unacomposición figurativa y observarla de acuerdoa un sistema retórico visual. En primer lugar queda claramente especificada la sotana negray larga sin posibilidad de mostrar las piernas del clérigo. A ella se le suma el manteo, el sombrero y el cuello eclesiástico, que constituyen, si se comparan con la riqueza del vestido ritual católico usado en la misa tridentina, elementos reducidos y formales de un estilo sobrio a manera deelipsisescópica47 señalde la «modestia» como valor sacerdotal.

A esto se sumala aliteración del color negro, presente en casi todos los elementos,a excepción del cuello blanco convertido así en un elemento enfático. Esprecisamente frente a la monocromía del traje, que el lino blanco se constituyeen una forma semiótica en la cual la sustancia de la expresión, de origenvegetal, se pronuncia como un elemento significativo por la relación mantenidapor esta sustancia y sus formas, con el «rango» político y la «pureza» de costumbres48. Además, al aparecer limpio y sencillo, sin ningún tipo deadorno o dibujo, lleva a pensar en la significación de las prendas de color blanco, cuyo proceso expresivo hunde sus raíces en el siglo xv, época a partir de la cual se van transformando en la expresión de la limpiezainterior a través de una doble referencia: primero porque al tolerar poco la transpiración exigían mayor cuidado y, en segundolugar, porque convocaban la mirada de los otros para juzgar a travésde la blancura de la prenda, la limpieza de la persona, puesto que los: «(…)cuellos se convierten en una objetivación de lo íntimo»49.

En cuanto almanteo, elemento acompañante de la sotana, se pide que descienda hasta lospies, esto es, cubrir prácticamente todo el cuerpo, dejando visibles solamentela cabeza y las manos. Lo anterior posee dos consecuencias, la primera, elactuar como una elipsis corporal relacionada con el tradicionalalejamiento de la sensualidad, y también con una intencionalidad dramática, teniendoen cuenta a la mano-herramienta y al rostro-lenguaje, como dos grandes conjuntos funcionales decisivos en la constitución simbólica humana, de donde nacen las actividades semióticaselementales e importantes centros de actividad y significación50. Rostro y manos, se configuran acá en los elementos centrales de una presentación ante los otros y que deben ser juiciosamente cuidados, como es el caso de los dedos, destinados durante la misaa tocar «el sagrado cuerpo de Cristo»51. Por último, se señala el sombrero, elemento popular a partir del siglo xviii parael bajo clero52, recomendado acá a lateja, más apropiado al uso americano y alejado del modelo del bonete europeo.



Figura3. Sacerdotes con Sotana53

6.1. El hábito no hace al monje

Si bien en el análisis anterior se enfatizó en el carácter figurativo del vestido clerical, se propone ahora adentrarse en elementosdiscursivos relacionados con sistemas de valores que dicho discurso actualiza; para ello se vuelveal párrafo inicial analizado, tratado ahora en relación con el popular dicho de«el hábito no hace al monje». De forma textual el fragmento señalado prescribe:

Y enprimer lugar, comosabiamente lo enseña el santo Concilio Triden-tino, aunque al hábito no hace al monje, conviene, sinembargo, que los clérigos usen siempre vestido correspondiente a su propioorden, para que por la decencia del hábito exterior, manifiesten la bondadinterior de sus costumbres54.

En este enunciado la intertextualidad es múltiple. Por un lado se citan las actas del Concilio de Trento, después se cita un refrán, el que finalmente se actualiza para muchos lectores contemporáneos en tanto sigue teniendo vigencia y uso común. Es interesante observar cómo la figura del «hábito del monje» sirve para representarun marco general de la posible falta de concordancia entre lo interno y lo externo.

Cuando seindaga en el diccionario de la Academia Española de 1869 sobre el «hábito» seencuentran dos significados generales de esta palabra. Por un lado, se le relaciona con el vestido (nacional o clerical) y de estemodo con los aspectos externos de diferenciación y, por el otro, se cifra como la expresión de vivencias o conductas propiamente internas del sujeto55. Así, se establece una tajante línea de separación entre lo interno y lo externo, y con ello se puede concluir que la dualidad interior/exterior resulta modeladorade este discurso.

Igualmente debe llamarse la atención sobre eluso de la figura «monje», porque en este caso aparece como una alegoría para hablar del propioclérigo secular. Además, cuando sedice que el «hábito no hace», seestá negando al vestido como la única condición para reconstituir, bajo la mirada de un posible receptor, el «ser» del «monje»,haciendo falta, por presuposición, elementos indicadores de «la bondad interior de costumbres». Por último, al incluir la referenciaexplícita a la «decencia» y a la «bondad» se constituye un esquema doblementedicotómico: en el cual lo interior se puede escindir en términos de «bondad/maldad» y loexterior como «decencia/ indecencia». Conviene enfatizar lo dicho con lasiguiente tabla:


Tabla 1. Planos del hábito

Esta tensión entre lo interior y lo exterioratañe directamente a la semiótica, porque las señales en este caso van aconstituir el punto de mediación. Nuevamente, el Diccionario de la AcademiaEspañola de 1869, arroja elementos de análisis a través de una de las acepciones contextuales utilizadas para explicar el refrán citado. Según se define en él, ese dicho«enseña que el exterior no siempre es una señal ciertadel interior»56. De acuerdo al verbo, el adagio se constituye en un actor, dándole una fuerza explicativa como un sujeto que tiene capacidad de enseñar.Por otro lado, la «señal»,definida en la época como «El signo que nos induce al conocimiento de otra cosadistinta [o] el indicio o muestra no material de alguna cosa»57, aparece como indicadora de lo cierto o lo verdadero,pero también, por presuposición, de lo incierto o falso, y así, ser susceptible de usopara engañar.

Por consiguiente, si laseñal, ubicada en el plano de lo externo, tiene tal importancia, va a ser el cuidado de las señales por parte delclérigo un aspecto crucial. No de otro modo se pueden comprender las siguientespalabras del Concilio Provincial de 1868: «(…) aunque el hábito no hace al monje, conviene (…)»,pues si bien se acepta la limitación de lo externo como marca segura de cualidades internas presupuestas, porconveniencia institucional, remarcada enfáticamente como se advierte en el verbo «convenir», y como base de la ética sacerdotal tradicionalista,era provechoso cuidar la forma deaparecer ante los otros. Lo anterior se especifica si se atiende a lacontraposición entre «la bondad», como condición de lo bueno, y a la «decencia», que aludeprincipalmente al «(…) aseo, compostura y adorno»58; porque si bien lo bueno (como idealidad y valorabstracto) no tiene una correlación directa con lo visible, se le relaciona noobstante con la decencia, encuadrada en el plano de lo manifestado y perceptible. Luego, esa«textura» formal externa, se convierte en un carácter fundamental de la éticadel clérigo, porque el catolicismo tradicionalista ha escogido el cuidado de la apariencia externa como un aspecto crucial del creer y como la estrategia institucional dirigida a lasensibilidad de posibles destinatarios. En consecuencia, lo limpio, el esplendor, el decoro de los signos integradores de este sistema semiótico, resultarán cruciales en la experiencia religiosa y se convertirán, en una condición fundamental para el buen sacerdote quien deberá portar los hábitos adecuados y de la forma adecuada.

Desde un puntode vista cultural la trasmisión de estos valores religiosos coincide palmo apalmo con los valores civilizatorios y las normas de urbanidad emergentes durante el siglo xix, que seexpresaban en la promoción de los Manuales de urbanidad como el de Carreño, herramienta para justificarmúltiples relaciones de subordinación, sumisión, dominación y diferenciaciónsocial59. Un reflejo de esosmanuales lo constituye el Manual del párroco, ya señalado páginas atrás e impreso enBogotá en 1870. Este texto exigía pautas de limpieza moral expresadas mediantenormas de decoro y pulcritud y una tajante diferenciación entre el mundo de lorural y el mundo de lo urbano, comoespacios diferenciados y contrapuestos, representando el eclesiástico demodales adecuados el que se adscribía al modelo de la urbanidad y se diferenciaba del«labrador rústico»60. Además cabe señalarcómo este orden coincide con la sensibilidad burguesa de estos años, en cuanto a la importanciadada a lo perceptible y a los escenarios y sintagmas visuales que sirvende símbolos de la distinción social, basados en gran parte en la importancia del recubrimiento y eladorno propio del interior burgués61,descrito de forma modélica por Eric Hobsbawn:

Aquí, y solo aquí, la burguesía e incluso lafamilia pequeñoburguesa podía mantener la ilusión de una armoniosa y jerárquicafelicidad, rodeada por los objetos materiales que la demostraban y hacían posible (…) La impresión más inmediatadel interior burgués de mediados de siglo es de apiñamiento y ocultación, una masa de objetos, con frecuenciacubiertos por colgaduras, cojines, manteles y empapelados y siempre, fuese cual fuese su naturaleza, manufacturados. Ninguna pintura sin sumarco dorado, calado, lleno de encajes e incluso cubierto de terciopelo,ninguna silla sin tapizado o forro, ninguna pieza de tela sin borlas, ninguna madera sin algún toque de torno, ninguna superficie sin cubrir por algún mantel o sin algúnadorno encima (…) Así pues, los objetos eran algo más que simples útiles,fueron los símbolos del estatus y de los logros obtenidos. Poseían valor en símismos como expresión de la personalidad, como programa y realidad de la vidaburguesa e incluso como transformadores del hombre62.

7. El momento de la crisis

El momentocrítico de este régimen de visibilidad aparece en el siglo xx, acompañado por la emergencia de unasensibilidad antiburguesa, como llama Lida Miranda a ese movimiento manifestado con fuerza en América Latina, sobre todo en los círculos juveniles, con rupturas de valores tradicionales y un claro rechazo a lo considerado elitista y que permeó y se manifestó en el catolicismo:

Esta nueva forma de sensibilidad antiburguesa le dio el tono al catolicismode fines de los años cincuenta. No fue propia y exclusiva de los católicos, por cierto, pero fue gracias aella que el catolicismo logrará recuperar su dinamismo. Esta sensibilidad sepresentaba con frecuencia entre losjóvenes que provenían de familias burguesas y de clase media, que rechazaban las convenciones de sus mayores. Se expresaba en un visceral rechazo por todo aquello que pareciera burgués en sus formas: se prefería lo rural a lourbano; lo artesanal a lo producido en serie; la cooperativa en lugar de la propiedad privada o la gran industria; la música folklórica o étnica a la confeccionada enlas industrias culturales modernas; el compromiso de visitar los pueblos y compartir experiencias con los habitantes de tierra adentro, en lugar de la indiferencia del burgués que echa una mirada fugaz sentadocómodamente en su vehículo63.

Y en el Concilio Vaticano II la propia Iglesiano fue ajena al«continuo retorno a las fuentes de toda vida cristiana», comobien se dice en el decreto PerfectaeCaritatis. Lo anterior se manifestó en el caso del vestido eclesiástico conlas siguientes palabras:

El hábito religioso, como signo que es de laconsagración, sea sencillo y modesto,pobre a la par que decente, que se adapte también a las exigencias de la saludy a las circunstancias de tiempo y lugar y se acomode a las necesidades delministerio. El hábito, tanto de hombres como de mujeres, que no se ajuste a estas normas, debe ser modificado64.

Aunque la exigencia de modestia no era nueva, pues depor sí la sotana se veía como un elemento de luto y desobriedad, este cambio en la concepción del papel del traje eclesiásticosí tendrá drásticos resultados en cuanto a la forma de aparecer del clérigo. Esto se trasluceen el hecho de que a partir de entonces, la sotana solosubsiste en algunas regiones o para ciertas funciones rituales. Al contrario, frente al hábito talar, como traje eclesiástico se generaliza el uso del Clergyman (cuello eclesiástico), constituido en la señal distintiva más generalizada para los sacerdotes65. En cuanto a la tonsura eclesiástica, desaparecedefinitivamente como marca de distinciónu ordenación.

Según Iraburu, en el interior de este debate y ruptura se encuentra el enfrentamiento entre una teología de lo sagrado y una teología de la secularización66. La segunda aboga por el abandono del traje clerical y la primera sigue defendiendo el uso de signos externos como marca de distinción y consagración. He acá el límite de un debate cuyo interés recae sobre los usuarios de estas prendas. No obstante, debe afirmarse que la identidad clerical predicada institucionalmente, se fundamenta en sistemas semióticos significantes. Estos sistemas llevan a la configuración dedeterminadas formas de vida, esto es, representaciones institucionalizadasy codificadas, susceptiblesde anclar la expresión en el sentido de la praxis cotidiana y deconcretarse a través de prácticas discursivas, manifestando así un «(…) arraigo sensible de las organizaciones simbólicas colectivas, en una perspectiva que (…) alcanza a la semiótica de lasculturas»67. Sin duda, estas formas de la expresión son deudoras de la prioridad otorgada a lo visual en la cultura occidental, al fundamento barroco y al realismo trascendente propiodel catolicismo tradicionalista.

A manera de conclusión

Este trabajorecupera una larga línea de continuidad que va desde los primeros tiempos del cristianismo hasta la realización del concilio Vaticano II, durante la cual se constituye lentamente un régimen de visibilidad consolidado de forma modélica en Trento y que coloca a los signos externos como marca de distinción y deingreso al orden clerical. En Colombia este proceso se materializa con larealización del Primer Concilio Provincial Neogranadino de 1868, que«semiotizó»68 dichos parámetros(mediante sus actas) y sirvió, desde un punto de vista pragmático, para dar forma organizada a laIglesia y particularmente al triunfo de la corriente tradicionalista y de su ética expresiva.

Se instituye a partir de entonces un régimen visual de la figura del cura, donde lo ético se subyuga a lasobredeterminación de lo visual y donde al sacerdote se le exige el porte demarcas externas como condición de pertenencia institucional y de cumplimientode su deber. En términos históricos, ese proceso puede ser visto como una puesta a tono con los principiostridentinos, pero mostrando coincidencias con el código civilizatorio expresadoen los manuales de urbanidad decimonónicos –y su sobrevaloración de lo limpio ylo pulcro– y con la perspectiva burguesa que reivindicaba la importancia del decorado y las apariencias como reflejos de distinción social. Ese paralelismo de códigos religiosos y civilizatorios debe seguirsiendo explorado y estudiado en nuevos trabajos.

Ese régimen de visibilidad al que se ha hecho referencia en este trabajo, sufre un cuestionamiento yuna consecuente pluralización en el Concilio VaticanoII, donde los parámetrosde acción parecen dispersarse y donde se abre un abanico deposibilidades de interpretación delpapel de la apariencia externa como signo clerical. Más allá de unasecularización, entendida simplemente como un ajuste a los tiempos modernos, sevive una pluralización en las percepciones de este fenómeno, es decir, por un lado es posible su defensa ypor el otro su rechazo, un movimiento crítico inherenteal sistema religioso católico, condiversas corrientes que muestran disenso y rupturas. Con este concilio eluso de las marcas externas de diferenciación para el clero entran en crisis ylos debates continúan hoy día.

Igualmente, surge de este trabajo una sugerencia interpretativa según la cual, lapropuesta del hábito exterior como condición identitariadel clérigo presupone que el creyentedebe tener evidencias perceptibles para fundamentar su adhesión y esto conlleva a instalarse en el plano de unaretórica clerical, que actualiza el dicho romano de «ver para creer», donde laevidencia sensible se establece como la garantía para mantener o restablecer la confianzaen la misma institución. Lo anterior expresa no solo la configuración dedeterminado tipo de clérigo, sino de determinado tipo de fiel. Desde el puntode vista del sistema semiótico así configurado, esto presupone un creyente quenecesita de las señales expresivas para lograr su adhesión y quien debe recibir muestras efectivas (fácticas) de lo trascendente. Desde el puntode vista de este «realism trascendente», como lo denominaRastier, el feligrés debe recibir muestras sustanciales y formales de lo divinocomo condiciones fundamentales para su experiencia religiosa.

Es por eso quese puede afirmar la idea, según la cual, las identidades institucionales sejuegan en gran parte en la prioridad e importancia dada a los regímenes visuales de identificación. En loque atañe particularmente al plano religioso, se comprende entonces que ese régimen de visibilidad para el catolicismo y particularmentepara el tradicionalista ha resultado ser un aspecto de distinción frente a otras posturas éticas cristianas y, en gran parte, se entiende la defensa de estos principios expresivos, puesto que pasan a ser un sello identitario frente a otrasvisiones y posturas. La perspectiva barroca, en el sentido del esplendor de lovisual, ha dado su sello y lo dará a la corriente tradicionalista del catolicismo.

Por ellomismo,frente a lo anterior, vale señalarque la historiografía debe prestar más atencióna aspectos que frecuentemente se consideran ornamentales y que, tradicionalmente, han sido pocovisitados y desde los cuales es posible observar las características institucionales y explicar el impacto que tienen en la configuración de identidades grupales. Ellos resultan ser determinantes para agenciar a lassustancias y las formas de la expresión como actualizaciones cotidianas de determinados valores, hechos sensibles que se muestran como portadores deuna imagen del mundo. También queda pendiente saber cómo vivieron los usuarios estos procesos, cuál fue larespuesta del clero colombiano a las transformaciones acaecidas en el siglo xx y cómo actualmente se muestra el disenso y la ruptura.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
2 La convocatoria del Primer Concilio Provincial Neogranadino de 1868 fue realizada por el arzobispoAntonio Herrán el 6 de enero de ese año y en un ambiente que parecía mostrar una disminución enlas tensiones políticas. Fallecido este prelado, estuvo a cargo el arzobispo Vicente Arbeláez su sucesor(1868-1884), quien finalizó la empresa. Sus actas fueron aprobadas por la Santa Sede el 27 de julio de1869, año en que fueron publicadas en Bogotá en la imprenta Metropolitana. Este Concilio constituyóun suceso sin precedentes en la Nueva Granada, debido al fracaso de todos los intentos anteriores yaque el Concilio siguiente (1874) no fue aprobado por la Santa Sede, lo que determinó que el modelode iglesia allí configurado siguió vigente por muchos años. Esta última afirmación es válida sobre todoen lo relativo a aspectos de la apariencia externa del sacerdote, puesto que los cambios más significativosal respecto solo se darían en el siglo xx, luego de realizarse el Concilio Vaticano II (1962-1965). Elisa Luque Alcaide, «El ciclo conciliar latinoamericano en la era republicana», en Teología en AméricaLatina, ed. José Ignacio Saranyana (Madrid: Vervuert, 2008), 899-906. Jhon Janer Vega Rincón,«El sínodo diocesano de Pamplona y la disciplina sacerdotal» Anuario de Historia Regional y de las Fronteras 1, Vol. xvii (2012): 139-141.
3 John Jairo Marín Tamayo, «La convocatoria del primer concilio neogranadino (1868): un esfuerzo dela jerarquía católica para restablecer la disciplina eclesiástica», Historia Crítica 36, (2008): 174-196.
8 Joseph Courtés, Análisis semiótico del discurso. Del enunciado a la enunciación (Madrid: Gredos,1997), 238. Figuras del discurso es propiamente lo que acá se estudia, expresadas en la normativaeclesiástica. Acá no se realiza un estudio de las formas materiales. Más bien, lo figurativo es reconstruidodesde «deber ser» y el «deber hacer» predicado por las jerarquías eclesiásticas, a través de ladescripción y análisis de un modelo de aparecer ante los otros, como tal lo constituyen las reglas yobligaciones impuestas al clero en cuanto a su forma de vestir y su apariencia exterior. Tampoco interesasaber, aspecto inexplorado y veta inmensa de indagación futura, qué pensaban los usuarios ycómo vivieron estas disposiciones.
9 A partir de acá se utilizará cursiva para enfatizar los elementos centrales del análisis.
13 Según Dominique Julia, el desarrollo de un hábitus sacerdotal llevaba a que todo sacerdote reprimierala espontaneidad inadecuada del cuerpo, mantenerse separado de las conductas del laicado y perdercualquier rasgo propio, en aras de constituir una identificación como parte de un grupo social. Dominique Julia, «El sacerdote», en El hombre de la ilustración, comp. Michel Vovelle (Madrid: Alianza.1995), 359-394.
39 Fuerzas que determinanrelaciones de reciprocidad o no reciprocidad en el discurso y expresanvaloresinstitucionales que actualizan determinadas concepciones ideológicas.
47 Katia Mandoki, Prácticas estéticas e identidades sociales. Prosaicaii. México: Siglo XXI, 2006. 43. Eneste caso la elipsis actúa por eliminación, por prescindir de los elementosquese consideran superfluos, como joyas, pelucas, etc.
51 Jhon Janer Vega Rincón,«Eclesiásticos de toscos modales. Evaluación e ideología en el Manualdelpárroco (Colombia, 1870)», en Panorama de los estudios del discurso enColombia, comps. Sandra Soler y Dora Calderón (Bogotá: Universidad Distrital,2014), 82.
53 Seminarios hispanos,indumentaria y costumbres. En CyR, Ceremonia y Rúbrica de la Iglesiaespañola,consultada en enero 16, 2015,http://liturgia.mforos.com/1699103/8017380-seminarios-hispanosindumentaria-y-costumbres/?pag=3.Aparecen sacerdotes con manteo corto. Nótese la enfática quese logra con estetraje sobre elementos como el rostro y las manos.
64 .
68 Una aclaración: no existe enespañol el verbo «semiotizar». Acá se usa en sentido práctico para expresarlacapacidad de los signos y textos para representar contenidos culturalesmediante su concreciónen determinadas formas y objetos. Cf. Jacques Fontanille,Soma y sema, op. cit., 25. Yuri Lotman, Lasemiosfera I (Madrid: Cátedra, 1996),12.
Notas de autor
* El presente artículo se enmarca en las reflexionessuscitadas a partir del desarrollo del proyecto deinvestigación «Laconfiguración de la identidad sacerdotal en el Manual del párroco, Colombia1870»(2013), en el marco de la maestría en semiótica de la UniversidadIndustrial de Santander.


Figura1. Sacerdotes con tonsura29


Figura2: Esquema actancial del objeto pelo


Figura3. Sacerdotes con Sotana53

Tabla 1. Planos del hábito

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