Resumen:
El autor analiza dos modelos de Estado "laico" que, según la Iglesia de Roma, existen. Por un lado, el Estado laicista (donde existen claros principios de separación entre la iglesia y el estado y en el que se considera que las religiones pertenecen a la esfera privada) que la iglesia rechaza. Y, por el otro, el Estado "justamente laico" (que atenúa la separación iglesia-estado y permite la participación de la iglesia en la esfera pública) que la iglesia promueve. El autor enfrenta esta idea desde su ideología, al reconocerse como "liberal tardío". Para hacerlo, confronta los valores propuestos como directrices dentro del estado "justamente laico" con los valores medulares de las sociedades democráticas modernas, como son los derechos fundamentales, tales como la libertad religiosa, la libertad de expresión y especialmente la libertad de conciencia.
Abstract:
The author talks about the two possible forms of State the Church of Rome has created; the lay state (based on clear principles which separate the church from the state, and considers religions should stay within the private sphere) that is considered as a negative model according to the Church of Rome and the "truly lay" State (which eliminates the separation between church and State and allows the Church's participation on the public sphere) that is proposed as the ideal model. The author confronts this idea from its ideology, as he recognizes himself as a "late liberal". He faces up the central values of the "truly lay" model with the core values of modern democracies, such as fundamental rights like religious freedom, freedom of speech and specially, freedom of conscience.
Artículos
EL ESTADO LAICO SEGÚN MATER ECCLESIA LIBERTAD RELIGIOSA Y LIBERTAD DE CONCIENCIA EN UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA*
Recepción: 28 Agosto 2006
Aprobación: 07 Mayo 2007
Ahora el proceso tiene que afectar las religiones y sus sacerdotes, quienes pretenden hablar tomando inspiración de un saber ficticio y de preceptos sacados de libros llenos de falsedades"
Carlo Augusto Viano
Quiero advertir de antemano que mi ponencia tiene su punto de partida en unos hechos que se produjeron -y todavía se producen- en un particular país (Italia), en la época actual.
Me refiero a las frecuentes intervenciones -cuidadosamente amplificadas por los medios de comunicación públicos y privados- hechas por ministros de la Iglesia de Roma (IdR), sobre muchísimas cuestiones que afectan la vida (y la muerte) de todos los ciudadanos: aborto, eutanasia, procreación artificial, consumo de sustancias estupefacientes, uso de medicamentos para disminuir el dolor, pactos civiles de convivencia entra parejas de diferente o de lo mismo sexo, adopción de menores, escuelas, investigación científica, intercepciones telefónicas y su divulgación en la prensa, novelas y películas cinematograficas, amnistías y otras medidas de clemencia penal, etc.
Por supuesto, las intervenciones de los altos mandos de la IdR en la vida de la sociedad italiana no es una novedad.
Pero, según creo, hay (por lo menos) dos diferencias esenciales respecto al pasado de la "primera república" (1946-1992), que merecen ser destacadas.
La primera diferencia es una diferencia de estilo.
Una vez, las intervenciones de la IdR eran básicamente cosas de iglesias, de sacristías y de conferencias privadas con los políticos cristianos, quienes se encargaban de trasladarlas al nivel parlamentario y otros niveles institucionales.
Ahora, cuando los altos mandos de la IdR hacen sus intervenciones (y me refiero, sobre todo, al actual jefe de la conferencia episcopal italiana), las hacen normalmente, afuera de iglesias y sacristías, de una manera abierta y como una deliberada toma de posición en el debate público.
Esta primera diferencia es el espejo de una nueva actitud: la IdR (hablando de la cual, siempre me referiré, en adelante, a su altos mandos: el papa, el jefe de la conferencia episcopal, los cardenales jefes de instituciones centrales de gobierno, como congregaciones y consejos) actúa reivindicando su derecho de tomar parte en los debates sobre asuntos morales (y políticos), como cualquier otro sujeto colectivo o individual (asociación cultural, partido político, grupo organizado de interés, etc.).
Podría parecer entonces que, actuando así, la IdR haya renunciado a la posición especial en la vida política y social italiana, que siempre defendió por el pasado. Pero esta conclusión sería, lamentablemente, apresurada.
La actual estrategia comunicativa de la IdR es, simplemente, el reflejo, por así decirlo, del nuevo mercado italiano de los favores políticos.
En los largos años de la primera república, la IdR tenía que obrar en un mercado básicamente monopólico; había allí un solo partido -la Democrazia cristiana- del cual comprar favores (leyes y otras medidas conformes a los intereses materiales y espirituales de la IdR), a cambio de su apoyo electoral contra los partidos de izquierda.
Con la transición a la segunda república, el mercado de los favores políticos se ha vuelto competitivo. Ahora, hay competencia -tal vez una competencia desdeñosa del sentido de la dignidad y del ridículo- entre una pluralidad de partidos católicos -o casi, o para, católicos (en su alma, inspiración, consideración, respeto, y/o reverencia frente a la tradición de la IdR)- para vender favores políticos a la IdR, a cambio de patentes de cristianidad de utilizar en sus batallas contra, al mismo tiempo, los partidos de la misma coalicción y los demás.
En tal contexto, la IdR goza, por un lado, del envidiable, casi milagroso, poder de reivindicar su derecho de hacer propaganda pública de sus posiciones ético-normativas, como "todos los otros", sin renunciar, por otro lado, a mantener y aprovecharse de un estatus particularmente especial.1
La segunda diferencia a la que me referí antes es, en cambio, una diferencia de sustancia.
Todas las intervenciones de la IdR sobre cuestiones ético-normativas particulares pueden ser leídas como pedazos de un mismo proyecto político de mucho mayor alcance y ambición: se trata, precisamente, de la instauración de una particular forma de estado, aprovechando los mecanismos de la democracia.
Esta forma de estado -por supuesto- no es presentada como la de un estado teocrático, a la manera del estado de los imánes iranís. Se trataría, al contrario, de un estado laico: o más bien -según dicen la IdR y sus partidarios, y como veremos pronto- de la única, verdadera, forma de estado laico que un pueblo podría desear.
La segunda diferencia también -cabe observar- es el espejo del nuevo mercado político italiano. Antes, la Democrazia cristiana actuaba como brazo secular de la IdR. Pero, para decirio así, no era un brazo totalmente sin cabeza, pues operaba, por lo menos al nivel de la retórica política, a la sombra de la Constitución repúblicana y en el marco de una idea de estado laico de sabor viejo-liberal, tal vez contra los deseos de la misma IdR. Además, (casi) todos los otros partidos políticos italianos tenían su propio proyecto de well-ordered society. Ahora, en cambio, los partidos católicos parecen haber perdido, antes que la autonomía proyectual, las ganas mismas de hacer proyectos institucionales de alto perfil, preferiendo esperar ordenes por arriba. De aquí, la (casi) natural intervención proyectual de la IdR.
Me he detenido hasta aquí sobre asuntos de un país particular, porque me parece que la acción política desarrollada por la IdR en la sociedad italiana posee un valor ejemplar, que trascende la particular experiencia: sea al nivel de su contenido (el modelo de pretendido estado laico), sea al nivel de las estrategias argumentativas adoptadas.2
Apenas dejamos las bajas tierras de la 'política politicante' (la politique politicienne) y del conflicto entre preferencias partidarias emocionales, nos encontramos pronto con unos problemas de teoría y de técnica de la garantía de los derechos fundamentales, que atañen, en particular, al alcance y los límites de la libertad religiosa y de la libertad de conciencia.
Este trabajo se articula en dos partes: En la primera parte (§§ 2, 3 y 4), arrojaré luz sobre los rasgos centrales de la doctrina del estado actualmente defendida por la IdR. En la segunda parte (§§ 5, 6 y 7), asumiendo la perspectiva de un liberal tardío (o, si quieren, de un tardío seguidor de Voltaire), analizaré qué críticas y, además, qué (contra) propuestas de ingeniería institucional se podrían oponer al proyecto de la IdR.
En su doctrina política ("social"), la IdR distingue, aparentemente, dos modelos de estado entre los cuales una moderna democracia occidental (y europea) puede optar.
Por un lado, el estado laicista, caracterizado por una fuerte negatividad ético-normativa. Por otro lado, el estado justamente laico (o sea, informado a los principios de la "justa laicidad", en las palabras del papa Juan Pablo II),3 que es, en cambio, un modelo positivo, pues representa la sola forma de estado conforme a la "verdad y justicia".
Vamos ahora a ver cuales serían, según la IdR, los rasgos distintivos de las dos formas de estado.
El estado laicista se caracteriza para un actitud ideológica fundamental profundamente irreligiosa y anti-religiosa, que tiene su eje en la idea de que el fenómeno religioso posee una naturaleza estrictamente privada, tanto en su dimensión individual, como en su dimensión asociada. Un partidario del estado laicista cree, más precisamente:
...que las creencias religiosas deben ser consideradas como un hecho privado, que pertenece a la esfera personal de cada individuo, de la misma manera que sus preferencias culinarias, literarias, sexuales, profesionales, estéticas, de vacaciones, etc.; y además,
...que las organizaciones religiosas que persiguen finalidad de culto sin fines de lucro (y que, entonces, no son sociedades mercantiles) deben ser consideradas como asociaciones privadas, así como cualquier otra asociación privada (círculos deportivos, asociaciones culturales, clubs de los amantes de la musica clásica, etc.).
El carácter integralmente privado del fenómeno religioso impone al estado laicista adoptar rigurosos principios concernientes a la no-intervención del estado en la dimensión religiosa de la vida de los individuos, la separación entre estado y religión y, además, la protección de la libertad individual en asuntos de conciencia. Entre estos principios, se destacan, por su papel fundamental, los siguientes:
El estado laicista -sostiene la doctrina católica- es una forma de organización política fuertemente censurable, desde un punto de vista ético, por dos razones:
En primer lugar, el estado laicista quiere lograr una innatural esterilización de la vida política con respecto a la religiosidad de sus ciudadanos, descuidandose así una de sus exigencias básicas.
En segundo lugar, favorece la licencia más desenfrenada en lo que concerne la vida individual (lo que tiene, a su vez, reflejos negativos indudables sobre la textura de la sociedad), porque, como es bien sabido, el estado laicista no tiene su propia moral.
El estado laicista se resuelve, pues, en la utopia -que puede devenir trágicamente real- del "relativismo", del "nihilísmo", de la "anarquía moral", del "libertinaje" y del "materialismo" absolutos y fines en sí mismos.
El relativismo nihilísta del estado laicista -sostiene la IdR- explica típicamente su negatividad moral al respecto de cuatro campos particularmente apreciados por la misma, a saber: (i) el campo del dominio de la vida; (ii) el campo de la moral sexual y familiar; (iii) el campo de la investigación científica; y (iv) el campo de la asistencia social.
En lo que concerne al dominio de la vida, el estado laicista es notablemente favorable al aborto y a la eutanasia, los cuales están prohibidos por el quinto precepto de la ley mosaica ("No matar"), siendo actos "gravemente contrarios a la ley moral", junto al homicidio voluntario y al suicidio. Mientras que, en cambio, el estado laicista parece, en principio, contrario a la pena de muerte, la cual no está prohibida de manera absoluta por la moral católica.4
En lo que concierne a la moral sexual y familiar, el estado laicista es favorable a la protección jurídica de formas innaturales de familia, procreación y adopción de menores, que están prohibidas por el sexto precepto de la ley mosaica ("No cometer adulterio").5
En lo que concerne a la investigación científica, el estado laicista es favorable a investigaciones casi sin límites, promoviendo así "un dominio de la técnica sobre el origen y el destino de la persona humana".6
En lo que concierne a la asistencia social, el estado laicista es favorable a formas de intervención que, lejos de limitarse a ser subsidiarias de las tradicionales formas de caridad privada, son fuertemente intervencionistas y competitivas respecto de estas últimas, desbordando así su justo límite:
Non c'è nessun ordinamento statale giusto che possa rendere superfluo il servizio dell'amore [...] Lo Stato che vuole provvedere a tutto, che assorbe tutto in sé, diventa in definitiva un'istanza burocratica che non può assicurare l'essenziale di cui l'uomo sofferente - ogni uomo - ha bisogno: l'amorevole dedizione personale. Non uno Stato che regoli e domini tutto è ciò che ci occorre, ma invece uno stato che generosamente riconosca e sostenga, nella linea del principio di sussidiarietà, le iniziative che sorgono dalle diverse forze sociali e uniscono spontaneità e vicinanza agli uomini bisognosi di aiuto. La Chiesa è una di queste forze vive.7
Hay finalmente, un último rasgo del estado laicista -según el retrato dibujado por la idR- que merece de ser destacado.
El estado laicista es a menudo acreditado, por sus partidarios, como el defensor de la autonomía (y de la libertad) individual.
Pero -sugiere la IdR- cabe analizar cuidadosamente esta pretensión. Si se hace así, puede verse cómo la autonomía que el estado laicista quiere garantizar no es la "justa autonomía" ("la justa libertad"), sino una corrupción de ella.
La justa autonomía sólo se desenvuelve dentro de los límites naturales "del bién común y del justo orden público".8
En tiempos donde el regreso al viejo, y virtuoso, estado confesional-teocrático no es desafortunadamente posible, la realización de la justa autonomía individual tiene necesariamente que ser a cargo de un estado justamente laico.
El estado justamente laico, a diferencia del estado laicista, se caracteriza por una actitud ideológica fundamental que consiste en creer que en el fenómeno religioso hay un elevado valor positivo para la sociedad, es decir, que cualquier sociedad necesita de las aportaciones de las religiones y, dentro de ellas, de la verdadera religión. Porque - no se olvide- no obstante las frecuentes manifestaciones de fraternidad interreligiosa, un punto queda (necesariamente) firme: hay una sola verdadera verdad, y una sola, verdadera religión (en nuestro caso: la de la IdR).
Esta actitud básica implica, a su vez, un modo diferente de entender tanto la naturaleza del fenómeno religioso, como la separación entre estado y religión.
Acerca del primer punto, el partidario de un estado justamente laico sostiene que el fenómeno religioso no debe ser confinado en la esfera privada de los individuos y asociaciones, sino que hay que reconocerle una dimensión y una relevancia pública.
Acerca del segundo punto, el partidario de un estado justamente laico sostiene que la separación entre estado y religión (entre estado y iglesia) sólo debe ateñir al perfil de la organización de los actos de culto: en el sentido de que el estado debe, en principio, abstenerse de regular las formas de ios ritos de cuito y la estructura de las organizaciones religiosas, y no imponer a todos los ciudadanos la participación en los ritos de una religión particular.
En cambio, la separación entre estado y religión -y, especialmente, entre estado y IdR- no puede, ni debe, existir en el campo de la moral. Porque, si se niega eso, se negaría precisamente lo que se asumía antes: i.e., el valor público del fenómeno religioso:
Per la dottrina morale cattolica la laicità intesa come autonomia della sfera civile e politica da quella religiosa ed ecclesiastica - ma non da quella morale [cursivo en el texto, ndr] - è un valore acquisito e riconosciuto dalla Chiesa e appartiene al patrimonio di civiltà che è stato raggiunto [...] Tutti i fedeli sono ben consapevoli che gli atti specificamente religiosi (professione della fede, adempimento degli atti di culto e dei sacramenti, dottrine teologiche, comunicazioni reciproche tra le autorità religiose e i fedeli, ecc.) restano fuori dalle competenze dello Stato, il quale né deve intromettersi né può in alcun modo esigerli o impedirli, salve esigenze fondate di ordine pubblico.9
Si -sobre esta base, y a la luz de las críticas de la IdR al estado laicista, que hemos visto antes- nos preguntámos cuáles sean los principios fundamentales de un estado justamente laico, cabe concluir que, aparentemente, este estado se caracteriza por la adhesión a principios que son el fruto de la atenuación o bien, (por lo menos) en un caso notable, de una total supresión, de los correspondientes principios del estado laicista.
(1) Permanece también aquí el compromiso en favor de una igual libertad religiosa para los individuos y las asociaciones, que se combina con la incompetencia para prohibir actos de culto, individuales u asociados, con el límite de las buenas costumbres (y/o del orden público).
En un estado justamente laico, sin embargo, el principio de no-intervención negativa no debe ser entendido como un principio absoluto, sino como un principio que puede padecer de algunas restricciones además de las tradicionalmente aceptadas en la doctrina de los derechos humanos.
Esto es así, porque, al lado de cultos que deben ser prohibidos sin más, por razones de buenas costumbres y/o de orden público (como las sectas satánicas y similares), hay cultos extranjeros alejados de la tradición religiosa de un pueblo, cuya práctica debería tal vez ser autorizada bajo el cumplimiento de ciertas condiciones. Por ejemplo, la condición de reciprocidad respecto a la posibilidad, para las religiones locales, de organizarse y trabajar en los países de origen de los cultos extranjeros.10
(2) En un estado justamente laico, el principio de la no-intervención positiva -que prohibe cualquier forma de ayuda, directa o indirecta, a las religiones y sus organizaciones- debe también ser entendido de una manera no-absoluta.
Por un lado, todas las organizaciones religiosas suficientemente arraigadas en una sociedad tienen el derecho a gozar de intervenciones estatales (ayudas a la propaganda religiosa, subvenciones, exenciones de impuestos, etc.), como contrapartida de los indudables beneficios -espirituales y, en muchos casos, también materiales- que su duradera y ramificada presencia en el territorio ha producido en favor de la sociedad en su conjunto.
Por otro lado, puesto que las cosas están así, cabe concluir, a la luz del principio de igualdad, que las organizaciones religiosas más profundamente arraigadas en la conciencia popular, y con un mayor número de fieles y ministros, tienen que tomar, en proporción, una parte mayor de las provisiones estatales.11
(3) La libertad religiosa garantizada por el principio de neutralidad (no-intervención) negativa favorece el pluralismo religioso.
El estado laicista, en su absoluto y desesperado relativismo, asume que el pluralismo religioso -la simultánea presencia y reciproca competencia de una pluralidad de religiones en el mismo territorio- además de ser un estado de cosas destinado a permanecer, siendo un reflejo del inagotable pluralismo de valores y creencias de los humanos,12sea una situación moralmente optimál en sí misma (más religiones, un mercado más rico y debate de creencias que se contraponen).
En cambio, la clase política de un estado justamente laico debe considerar el pluralismo religioso como una situación, por su naturaleza, temporal: y esto es así, pues hay una sola verdad y una sola, religión verdadera, la cual, tarde o temprano, triunfará, conquistando el corazón y el alma de todos.
De allí se sigue que el pluralismo religioso no debe ser cultivado en un estado justamente laico como un fin en sí mismo, como un bien público en sí. Al contrario, él debe ser garantizado (en los límites de lo necesario) con la conciencia de su intrínseca precariedad y de su ser una herramienta, un medio, un estado transitorio, que proporciona la mejor situación para el advenimiento final e inevitable de una situación de monísmo religioso (con el triunfo de la única y verdadera religión).
Cabe observar que esta consideración, en los países donde la religión católica es tradicionalmente dominante, puede constituir un argumento más en favor de un trato diferencial de favor por la IdR.13
(4) En un estado inspirado en los principios de la justa laicidad, la garantía de la libertad individual de (frente a) la religión debe, similarmente, ser entendida de una manera no-absoluta.
El estado justamente laico posee, entre sus ideas fundantes, la creencia en el valor del fenómeno religioso para la sociedad en su conjunto.
El ateísmo representa, sin embargo, la radical negación de cualquier valor al fenómeno religioso: no sólo de la religión católica, sino de cualquier otro culto fundado en la creencia en seres invisibles y trascendentes.
De aquí se sigue que, en un estado justamente laico que quiere ser coherente con su ideal fundante, la garantía del ateísmo -y de la libertad de (frente a) la religión- debe ser balanceada con la superior exigencia de la libre explicación del fenómeno religioso, en todos los campos de la vida individual y asociada, y en todas las formas compatibles con los principios de una democracia moderna, como vamos a ver ahora.
(5) Por último -last, but not at all the least- en un estado justamente laico el principio de neutralidad de las leyes con respecto a las normas de las morales religiosas debe ser integralmente rechazado, por su laicismo incurable.14
En su lugar, el estado justamente laico debe poner un principio que podría llamarse principio de la religiosidad democrática de las leyes civiles. si el fenómeno religioso es un valor para la sociedad en su conjunto, entonces debe poder influir también en la formación de las leyes, proporcionando a los legisladores los (verdaderos) preceptos morales que ellas tienen que incorporar.15De modo que, si no actuara según este principio, el estado justamente laico incurriría en una patente contradicción pragmática.
Cabe advertir que -en la perspectiva de algunos intelectuales católicos- la incorporación en las leyes civiles de preceptos sacados de morales religiosas -y, en particular, de la doctrina moral de la IdR- es moral y políticamente justifícada si, y sólo si, se cumplen unas condiciones de justicia procedimental.
Por ejemplo, el dominico Ignace Berten, despues de haber subrayado los notables "márgenes de indeterminación" y la insuficiencia prescriptiva del "punto de vista de la laicidad", ha dibujado un modelo de procedimiento legislativo democrático en materia moral, inspirado en principios (que en parte recuerdan las reglas del discurso práctico racional de Alexy) cuya observancia sería condición suficiente para considerar generalmente vinculantes las leyes fundadas sobre preceptos de la moral católica.16
Los principios proporcionados por Berten requieren, en particular:
que en las cuestiones que atañen a la moral y a las formas de vida (cuestiones moralmente sensibles), siempre se tome en cuenta la pluralidad de posiciones que estén presentes en una sociedad;
que el contenido de estas leyes sea siempre el fruto de un compromiso (aún si no es satisfactorio para algunas de las partes), y nunca de una imposición unilateral;
que las leyes sobre cuestiones morales y formas de vida (a) sean hechas para situaciones donde la presencia de una ley es, todo considerado, preferible a la ausencia de ley, (b) proporcionen las medidas estrictamente necesarias para los fines perseguidos y (c) sean el mejor compromiso acceptable, "en el respeto de las personas, de la pluralidad de las convicciones y del bien común";
que ninguna de estas leyes pueda ser considerada como definitiva;
que se tome en cuenta la "cuestión personal de la objeción de conciencia".
El proyecto de Berten representa una propuesta valiosa, de la cual, como veremos después, los defensores de la laicidad del estado pueden aprovecharse.
Sin embargo, cabe también observar, las recientes intervenciones en asuntos moralmente sensibles de la IdR en la sociedad italiana no parecen inspiradas al modelo procedimental de Berten, ni a un modelo parecido.
El estado justamente laico, para llegar al final de esta panorámica, se diferencia del estado laicista también en las posiciones que debe -y, conforme al principio de la religiosidad democrática de la leyes, puede legítimamente- asumir en los campos del dominio de la vida, de la moral sexual y familiar, de la investigación científica y de la asistencia social.
Por ejemplo, a la luz de los objetivos de política del derecho perseguidos -en algunos casos, con exito- por la IdR en Italia, un estado justamente laico es un estado que debe (y puede legítimamente) garantizar sólo la familia heterosexual fundada en el matrimonio, asumiendo una posición de tolerancia pasiva frente a las uniones de hecho (hetero-u homosexuales); debe prohibir cualquier forma de eutanasia; debe prohibir el uso de anticonceptivos; debe disciplinar rigurosamente la procreación artificial, anteponiendo cuidadosamente la garantía de los embriones al respeto debido a la dignidad de personas de carne y hueso; debe prohibir la investigación científica sobre los embriones; debe favorecer la enseñanza de la religión católica en las escuelas públicas (asumiendo que miles de profesores, aun cuando sean pagados por el estado, permanezcan sujetos al control de los obispos); debe favorecer las escuelas católicas y las asociaciones de caritad privada; debe prohibir el aborto y, si esto no es socialmente posible, debe prohibir el uso de procesos que hagan más fácil abortar y permitir la presencia de voluntarios de los movimientos para la vida en las estructuras sanitarias públicas, autorizándolos a hablar con las mujeres que intenten abortar, para persuadirlas a desistir de su propósito.17
Frente a las iniciativas políticas de la IdR, un liberal tardío advierte que hay en ellas una amenaza seria y concreta a la autonomía moral y a las libertades jurídicas de los individuos.
El liberal tardío advierte también, sin embargo, que estas iniciativas -en las cuales la IdR reivindica, como hemos visto antes, su derecho a participar en el debate público sobre cuestiones morales y su derecho a influir sobre el contenido moral de las leyes- no pueden simplemente ser rachazadas como interferencias ilegítimas en la vida del estado, levantando gritos de indignación.
Esta sería, pues, una (no)reacción destinada al fracaso, porque las iniciativas políticas de la IdR constituyen un desafío para la doctrina del estado laico y de los derechos humanos (o fundamentales), que cabe tomar cuidadosamente en serio. No sólo al fin limitado de replicar a la IdR, sino, a un nivel más alto de abstracción, para enriquecer y desarrollar los principios mismos de la doctrina del estado laico.
Una vez asumida esta postura, al liberal tardío se imponen básicamente dos tareas (como dije al principio).
La primera es una tarea de análisis. Se trata aquí de analizar cuidadosamente el contenido de las pretensiones de la IdR y su estrategia argumentativa.18
La segunda es, en cambio, una tarea proyectual. Se trata, aquí, de hacer obra de ingeniería institucional. La IdR invoca las reglas de la democracia para justificar la imposición, a todos los ciudadanos, de formas de vida coherentes con los preceptos de la moral católica. Cabe entonces evaluar si tales pretensiones sean justificadas y, en caso afirmativo, si hay acaso medidas, y cuales sean, para defender la libertad (y la autonomía moral) de lo no-católicos o, más en general, de quienes no comparten la religión dominante en una sociedad.19
En lo que sigue, intentaré esbozar (nada más que) unos ejercicios en las dos direcciones ahora mencionadas.
Si miramos al mundo de las formas de estados con las gafas de la doctrina social de la IdR, hay, pues, dos formas entre las cuales una moderna democracia tendría que elegir: el estado laicista y el estado justamente laico.
Pero, cabe preguntarse si las cosas son verdaderamente así. No parece. Parece, en cambio, que un liberal tardío podría oponer a la doctrina católica de los dos estados unas consideraciones como las siguientes.
(1) Contrariamente a lo que sostiene la IdR, no hay dos, sino tres, formas de estado aparentemente no-confesionales (no-teocráticas), entre las cuales las modernas democracias podrían elegir. Se trataría, en particular: del estado laicista, del estado justamente laico y, además, del estado laico (sans phrase).
(2) Aún a una mirada superficial, sin embargo, el estado justamente laico de la IdR es una forma disfrazada de estado -actual o potencial-mente- confesional. Pues queda claro que, en un estado parecido, la religión dominante -sea en cuanto mayoritaria en sentido estadístico; sea, en todo caso, por superior capacidad de movilizar hombres y recursos- puede lograr imponer su propia moral a la sociedad en su conjunto, y está plenamente legítimada a hacerlo.
La IdR podría contraargumentar, por supuesto, que la moral católica posee una dimensión universal, que abarca todos los humanos, porque está arraigada en la naturaleza del hombre y tiene una fundación racional y antropológica.
Una tal defensa, sin embargo, está lejos de ser concluyente y persuasiva, por razones bien conocidas.
Por un lado, la réplica de la IdR se basa en ideas en sí mismas profundamente controvertidas, como la de un derecho natural y del cognoscitivismo metaético.20
Por el otro lado, aún si asumimos, dentro de un debate moral de lege ferenda, que, por ejemplo, "hay" un derecho metapositivo fundamental a la vida, el problema que queda es precisamente el de determinar cuáles son sus rasgos esenciales y, en esa conexión, qué normas garantizan su adecuada protección jurídica.
Pero aquí la invocación, por parte de una determinada posición ético-normativa, del carácter universal de su propuesta no sirve para nada: porque también las otras posiciones hacen pretensiones similares, o bien las rechazan sin más, como artificios retóricos sin sentido.
(3) Hay por supuesto -como sostiene la IdR- un estado laicista. Pero -podría añadir pronto el liberal tardío- éste no corresponde al estado laicista de la doctrina católica. Por una razón muy sencilla.
La posición ideológica fundamental de un estado laicista no es, como sostiene la IdR, la idea de que el fenómeno religioso pertenece -y debe pertenecer- a la esfera privada de la vida de los individuos, donde posee, sin embargo, un valor que merece de ser protegido.
La posición ideológica fundamental de un estado laicista es otra, mucho más radical: y consiste, precisamente, en la idea según la cual el fenómeno religioso tiene un valor negativo, sea para los individuos, sea para la sociedad en su conjunto, porque perpetúa creencias supersticiosas, formas institucionalizadas de doble verdad (la de los ministros, por un lado, y la para los legos at large, por el otro) y una difundida actitud de aceptación acrítica de las autoridades.
En un estado laicista, por lo tanto, el derecho de libertad religiosa no es un derecho humano fundamental, que constituye, a su vez, una típica instancia de la libertad de pensamiento y de conciencia. Es, en cambio, un derecho que garantiza estados de cosas incompatibles con el libre pensamiento y la libertad de conciencia. De forma que su reconocimiento y protección por el estado debe ser entendida como el fruto de una actitud de tolerancia.21
(4) De las consideraciones que preceden -observa, al fin, el liberal tardío- se sigue aparentemente que el estado laicista de la doctrina católica no es otra cosa que el genuino estado laico de la tradición liberal.
Sin embargo, la precisa identidad del estado laico y, en particular, su diferencia ideológica fundamental del estado genuinamente laicista quedan oscurecidas, pues el estado laico es presentado sin más bajo el rótulo de "estado laicista".22
Este disfraz del estado laico por parte de la IdR es quizás el fruto de un (radical) malentendido -o bien de propaganda: en cuyo caso, la acción de la IdR sería un ejemplo paradigmático de desinformación y de psychological warfare.
Como que sea, unos datos quedan claros.
En sus argumentaciones "sociales", la IdR reconoce básicamente dos adversarios. De un lado, el marxismo; del otro lado, el "relativismo" y el "nihílismo", en todas sus horrorosas manifestaciones morales, políticas y jurídicas.
Cualquier distinción entre el plano de la metaética (donde se pone el relativismo metaético, o subjetivismo, o no-cognoscitivismo) y él de la ética-normativa (donde se pone el relativismo ético-normativo o nihílismo) es pasada por alto.
Y en esta forma, del adversario más serio y peligroso -es decir, del liberalismo político no-laicista y programaticamente anti-dogmático, pilar ideológico de la doctrina de los (genuinos) derechos humanos y del estado de derecho democratico-constitucional- se niega también la existencia, proporcionando con ello una visión distorcionada.
Hemos visto antes, que la IdR invoca las reglas de la democracia -y, en particular, el principio mayoritario- para sostener la plena legitimidad de las leyes que imponen a todos los ciudadanos formas de vida coherentes con la moral católica (principio de la religiosidad democrática de las leyes civiles).
El liberal tardío advierte, aquí, un peligro para la autonomía moral de cada individuo y su garantía jurídica, el derecho a la libertad de conciencia.23Cree, sin embargo, que su tarea consista no sólamente en una defensa de sus posiciones en el mundo de las ideas, sino en idear y/o favorecer adecuadas garantías al nivel institucional. Pero, ¿cuáles garantías?
Al aproximarnos a este problema, cabe preliminarmente aclarar algunos puntos.
(1) Tal vez, los que han reflexionado sobre el tema, han formulado propuestas de ingeniería institucional desde el punto de vista de una concepción mayoritaria de la democracia, rechazando así, tácitamente, reflexionar también desde el punto de vista de una concepción anti-mayoritaria, o sea más estrictamente liberal.
Las propuestas desarrolladas en el marco de una concepción mayoritaria, sin embargo, pueden ser aprovechadas también por quienes favorecen una concepción anti-mayoritaria. Esta es, por lo menos, la posición que voy a tomar aquí.24
(2) El problema institucional de que se trata aquí no atañe a la libertad religiosa, como es comúnmente entendida, sea al nivel de los actos internacionales - y, en particular, por la Declaración universal de los derechos humanos (UDHR) y el Pacto sobre los derechos civiles y políticos (CCPR) -, sea al nivel de las constituciones estatales. El derecho a la libertad religiosa garantiza
freedom to change [...] religion [...], and freedom, either alone or in community with others and in public or private, to manifest [...] religion [...] in teaching, practice, worship and observance (art. 18, UDHR)
y, más precisamente:
not only ceremonial acts, but also such customs as the observance of dietary regulations, the wearing of distinctive clothing or headcoverings, participation in rituals associated with certain stages of life, and the use of a particular language customarily spoken by a group (art. 18(4), CCPR).
Esto sugiere dos consideraciones. En primer lugar, las doctrinas morales conectadas a las religiones -en lo que concierne, en particular, su propaganda al externo y su enforcement por las leyes civiles- no están protegidas por el derecho de libertad religiosa, sino por los derechos de libertad de pensamiento, libertad de expresión y libertad de conciencia, dentro de los límites propios de tales derechos.
En segundo lugar, y consecuentemente, la limitación del alcance social de las reglas de una moral religiosa no puede ser entendida como una limitación de la libertad religiosa de sus partidarios, ni como un acto generalmente anti-religioso, o irreligioso (como sostiene, en cambio, la IdR).
Vamos ahora a ver, muy rápidamente, algunas propuestas de ingeniería institucional laica, para garantizar la libertad de conciencia (y la autonomía moral) de los individuos en una sociedad democrática.
Entre los proyectos de tendencia mayoritaria dibujados en el debate italiano, cabe mencionar la propuesta recién formulada por Carlo Augusto Viano.
Según Viano:
cabe reconocer el pleno derecho de la IdR -y, por supuesto, de cualquier otra organización religiosa- a participar al proceso de formación de las leyes en una sociedad democrática, a través de campañas de propaganda y de sensibilización de la pública opinión;
sin embargo, el ejercicio de un derecho tal debe estar sujeto a límites más estrictos, tanto en lo que concierne a los lugares donde la propaganda de las morales religiosas puede lícitamente desarrollarse, como a las formas de su desarrollo.
Sobre este último punto, Viano sostiene:
que la IdR puede (o sea, se le debe permitir) difundir libremente sus posiciones ético-normativas, sin que sea obligatoria la presencia de contradictores que defendan posiciones diferentes, cuando ésto ocurre al interior de lugares de culto;
que, en cambio, la IdR no puede promocionar sus posiciones ético-normativas al interior de estructuras destinadas a servicios públicos (como, por ejemplo, los hospitales y los ambulatorios del servicio sanitario nacional);
que la IdR, si quiere promocionar sus posiciones ético-normativas en los "espacios públicos visitados por todos los ciudadanos", incluídos los medios de comunicación, tiene la carga de aceptar el contradictorio con los partidarios de diferentes concepciones ético-normativas25.
La propuesta de Viano tiene la ventaja de ser, aparentemente, una versión sencilla -y de casi pronta aplicación en una sociedad mediática, obsesionada por los debates- del ideal regulativo representado por las reglas del discurso práctico racional de Alexy.26
Sin embargo, el principio del (bien-ordenado) contradictorio no parece una garantía suficiente de la libertad de conciencia (y de la autonomía individual).
Por lo menos, non lo es en la perspectiva de un liberal tardío, el cual suele pensar que "Los individuos tienen derechos, y hay cosas que ningún estado puede hacer, sin violar sus derechos".
Esta idea -formulada en las palabras, bien conocidas, de Robert Nozick- pone en tela de juicio la concepción mayoritaria de la democracia y, por lo que nos concerne aquí, sugiere adoptar otras medidas adicionales de protección del individuo.
El punto de partida común a las propuestas anti-mayoritarias puede ser identificado -según creo- en dos ideas fundamentales.
La primera es la idea de que, en los estados constitucionales de derecho, hay principios supremos, explícitos u implícitos, que no pueden ser derogados ni por leyes constitucionales.
La segunda es la idea que entre los principios supremos está el principio de la libertad de conciencia, que es, a su vez, uno de los baluartes de la autonomía moral de cada individuo.
Sobre esta base, la protección efectiva de la libertad de conciencia (y de la autonomía moral) de los individuos podría lograrse adoptando, en la práctica de los legisladores y de los tribunales constitucionales, una u otra de las dos doctrinas siguientes: la doctrina del coto vedado y la doctrina de la objeción de conciencia liberal.
La doctrina del coto vedado está integrada, básicamente, por las ideas siguientes:
hay materias sobre las cuales las mayorías, por amplias y reforzadas que sean, no pueden válidamente producir ni normas imperativas que impongan a los individuos deberes de hacer o de no-hacer algo, ni normas de incapacidad;
estas materias incluyen una buena parte de lo que -en las palabras del dominico Berten- atañe a la "ética" y a las "formas de vida", o sea al dominio de lo moralmente sensible;
estos límites al poder legislativo de las mayorías, aún cuando no sean explícitos en las cartas constitucionales, deben ser considerados implícitos, en virtud de la naturaleza del estado de derecho constitucional;
pertenece a la competencia del tribunal constitucional el garantizar -en última instancia, y según las formas usuales de la dialéctica institucional- el respeto de tales límites por parte de los legisladores.27
La doctrina del coto vedado -cabe observar- es, en la forma que le he dado aquí, una construcción de dogmática jurídica, cuyo principios pueden ser realizados, sin necesitad de actos legislativos, a través de una cuidadosa política de la interpretación constitucional.
No necesita, además, de precisas oraciones ("disposiciones") en las cartas constitucionales, porque se funda, técnicamente, sobre las ideas de interpretación evolutiva y de sobreinterpretación (overinterpretation) de la constitución.
No es, en fin, algo extraño o claramente irrazonable en los estados constitucionales actuales -o por lo menos, no lo es en el estado constitucional italiano.
La novedad de la doctrina del coto vedado consiste, si se quiere, en proponer la utilización metódica de algunas ideas ya radicadas en la dogmática constitucional (y, por supuesto, en la reflexión ético-normativa), para concretar el derecho -elusivo y hasta aquí un poco descuidado- a la libertad de conciencia.
Por supuesto, el éxito de la adopción de esta forma de garantía es, al mismo tiempo, difícil y precario. Porque depende básicamente de dos factores: por un lado, de la actitud cultural de los operadores jurídicos -que tiene que desarrollarse, y permanecer, en sentido genuinamente liberal; por el otro, de un poderoso trabajo de elaboración doctrinal y jurisprudencial, concerniente a la determinación de las materias específicamente protegidas por el principio de la libertad de conciencia.
Volviendo ahora a la doctrina de la objeción de conciencia liberal, sus ideas básicas pueden ser formuladas así:
las mayorías políticas pueden producir normas imperativas y/o de incapacidad, también en materias moralmente sensibles, siempre que sean respetadas ciertas condiciones procedimentales (como las invocadas, por ejemplo, por C. A. Viano y, entre los intelectuales cátolicos, por I. Berten, y tenido en cuenta el modelo del discurso práctico racional);
el contenido de las leyes moralmente sensibles puede ser sacado también de una determinada moral religiosa;
sin embargo, si el contenido de una ley moralmente sensible es el reflejo de un particular punto de vista moral (por ejemplo, él de la religion dominante), la ley debe contener disposiciones que permitan la objeción de conciencia a los que no comparten aquella particular visión moral y/o forma de vida;
si una ley moralmente sensible no contiene disposiciones sobre la objeción de conciencia, esta posibilidad debe no obstante ser garantizada a los individuos, a través de una interpretación constitucional-mente adecuada de sus disposiciones; y, si ésto no es posible, a través de decisiones aditivas del tribunal constitucional.
También la doctrina de la objeción de conciencia liberal es una construcción doctrinal, cuyo exito -o fracaso- depende, aparentemente, más o menos de las mismas condiciones mencionadas al respecto de la doctrina del coto vedado.28
Las dos doctrinas -cabe notar- no son necesariamente alternativas: en el sentido que pueden ser aplicadas, en el mismo contexto institucional, a diferentes cuestiones, o grupos de cuestiones, dentro del dominio de las materias moralmente sensibles.
Por supuesto, cuál de las dos doctrinas alternativas, o cuál combinación de ellas en el mismo contexto, cabe realizar, son cuestiones que sólo pueden ser tratadas en un nivel más concreto, teniendo en cuenta el contexto cultural e institucional, y también consideraciones de estrategia argumentativa.
Quiero formular, en conclusión, dos consideraciones.
Frente a la poderosa campaña propagandística lanzada por la IdR en Italia (para limitarme, como dije al principio, a este país), en el campo de los laicos, la posición liberal se destaca aparentemente de las demás (democráticos y marxistas tardíos), no sólo por la fuerza de su postura filosófica y de su método análitico, sino también por su adhesión al estado constitucional de derecho -cuyo potencial garantista es inagotable por estados más cercanos al ideal de una democracia mayoritaria.
Parece entonces extraño -y un poco miope- que la IdR se haga partidaria del mayoritarismo. Porque la IdR tendría, aparentemente, todo el interés de defender una concepción anti-mayoritaria de la democracia, que es el más poderoso baluarte institucional contra todas las tiranías (incluída la tiranía de la mayoría).29¿Tal vez la IdR aceptaría, como perfectamente legítima, una ley, sostenida por una amplia mayoría de los ciudadanos o de sus representantes, con la cual se prohibe el culto católico en todas sus formas, públicas y privadas?
Una geografia delle nostre radici, Torino, Einaudi, 2006. Cfr. también, por io que concierne a la acción de la IdR en la sociedad italiana de los años ochenta y noventa, el lúcido análisis en U. Scarpelli, Bioetica laica, Milano, Baldini & Castoldi, 1998. «C'è però, ahimè, anche la Chiesa arrogante e intollerante che pretende d'imporre a tutti le proprie concezioni, promuove una nuova crociata contro l'autonomia della donna riguardo all'aborto, condanna duramente la limitatissima eutanasia ammessa in olanda annunciando una battaglia con tutti i mezzi per impedire una scelta analoga nel nostro Paese, rifiuta anche nelle prime due settimane la sperimentazione sull'embrione (torna in mente l'antica condanna dell'anatomia perché Ecclesia abhorret a sanguine) [...] All'intransigenza cattolica la cultura laica risponde a mio giudizio in maniera non soddisfacente [...] Non si riesce [...] di fronte al moralismo ecclesiastico a far sentire l'aito valore morale d'una difesa laica dell'autonomia e libertà nelle materie più gravi per un essere umano. Bisognerebbe invece saper mostrare come sotto ogni problema bioetico stia un problema etico di base, se l'individuo di fronte alla generazione, al male ed alla morte debba ancora essere guidato quai pecorella dal buon pastore, o se invece possa scegliere il proprio destino in armonia con le sue convinzioni supreme» (Per una bioetica laica, 1993, pp. 213-214; cfr. además: Apologia del laicismo, 1988, pp. 5 ss.; Il mondo moderno secondo Ratzinger, 1991, pp. 49 ss.; Giovanni Paolo II e la Centesimus annus, 1991, pp. 53 ss.; La libertà di cercare la verità, 1991, pp. 57 ss.; Etica della libertà, 1993, pp. 61 ss.; L'impossibile Italia liberale, 1991, pp. 201 ss.; I compiti dell'etica laica nella cultura italiana d'oggi, 1991, pp. 208 ss.).