Resumen: En este trabajo se explora la pretensión normativa de que la superación del estado-nación podría ser algo deseable, así como las implicaciones que esto tendría para la teoría democrática, ya que esto supondría superar la visión estatalista de la democracia. El autor intenta esclarecer en qué sentido está vinculado el gobierno democrático a la estatalidad, qué razones podía haber para desligar el procedimiento democrático del estado soberano y de qué modo podría quedar configurada una democracia más allá del estado.
Abstract: This work explores the normative claim that overcoming the state-nation model is desirable, as well as the implications this would have for a democratic theory under the supposition that a state-centered view could be eliminated. The author tries to clarify in what sense a democratic government is associated with statality, what reasons there could be to disconnect the democratic procedure from the sovereign state, and in which way a democracy could be configured beyond the state.
Desafíos para la filosofía del derecho
¿DEMOCRACIA MÁS ALLÁ DEL ESTADO?*
Recepción: 10 Diciembre 2007
Aprobación: 07 Febrero 2008
La forma institucional que ha adoptado el ideal democrático en la modernidad ha sido, para bien o para mal, el gobierno representativo en el marco de los estados-nación.1 Es cierto que de las instituciones de esta forma de gobierno se dice en ocasiones que son escasamente fieles al verdadero significado del ideal democrático. Pero las más de las veces lo que proponen los críticos es enmendar, complementar o sustituir las instituciones de la democracia representativa dentro del estado con objeto de hacer de él un sistema político más participativo o deliberativo, sin llegar a poner en cuestión, no obstante, la idea misma de que los individuos deberían gobernarse democráticamente en una única unidad soberana. En otras palabras, muchas críticas usuales propugnan puntos de vista alternativos en relación con el sentido del ideal democrático y el diseño institucional que exigiría, pero no discuten la tesis central de que el locus apropiado para la democracia es en todo caso precisamente el tipo de sistema político que damos en llamar el estado soberano moderno. Llamaré a cualquier aproximación que asuma esta tesis central la visión estatalista de la democracia.
Sin embargo, el estado soberano moderno es sin lugar a dudas un fenómeno histórico. Otras formas de organización del poder político han existido en el pasado y podrían existir en el futuro. Esto, por supuesto, no está en discusión. Lo que es más discutible, aunque esté hoy muy de moda en algunos círculos académicos, es la idea de que como cuestión de hecho el estado soberano está llegando ya a su fin y de que hay razones, además, para celebrar su desaparición.2 Respecto a la primera afirmación, de carácter descriptivo, hay varias tendencias que se interpretan como muestras del declive de la soberanía,3 pero la evidencia preferida y supuestamente más fuerte sería la aparición de un sistema de gobierno como el que representa la Unión Europea, a la que se concebiría como el resultado de una conjunción parcial de soberanías de manera tal que ningún estado miembro sería ya plenamente soberano sin que tampoco pasara a serlo en su lugar la Unión resultante4. Este punto de vista merecería un examen más minucioso y yo lo encuentro a fin de cuentas equivocado5, pero en este momento no me detendré en él. Lo que ahora me propongo explorar es la pretensión normativa de que la superación del estado-nación podría ser algo deseable, así como sus implicaciones para la teoría democrática. Porque si aceptáramos esta pretensión es evidente que, en la medida en que valoremos la democracia, tendríamos que esforzarnos en romper cualquier vínculo entre estatalidad y gobierno democrático, esto es, tendríamos que superar la visión estatalista de la democracia. De lo contrario, no habría esperanza para la idea de un proceso verdaderamente democrático desplegado más allá del estado soberano. En definitiva, lo que hemos de intentar aclarar es en qué sentido -si es que en alguno- está vinculado el gobierno democrático a la estatalidad, qué razones podría haber para insistir en desligar el procedimiento democrático del estado soberano y de qué modo podría quedar configurada una democracia más allá del estado.
Comenzaré refiriéndome a una línea de pensamiento bien conocida que pretende explicar por qué en la actualidad podría considerarse insatisfactorio que el gobierno democrático se desarrolle en el plano del estado-nación6. Podemos decir que una determinada unidad política afronta un problema de escala cuando sus elecciones internas están constreñidas por acciones y decisiones que se toman más allá de sus fronteras y que por lo tanto quedan fuera de su control. Por supuesto, se trata de un problema general en un mundo globalizado, en el que crecientes niveles de interdependencia crean múltiples externalidades transfronterizas. Desde este punto de vista, y dado un conjunto de unidades políticas claramente delimitadas, cada una de ellas habría alcanzado idealmente su escala óptima cuando todas las externalidades estuvieran internalizadas. Por tanto, que una unidad política esté por debajo de la escala óptima implica que sus ciudadanos no tienen la posibilidad de gobernarse por sí mismos en algunas materias que sin embargo pueden afectar a sus vidas de manera crucial.
Se podría pensar que el remedio para un problema de escala es simplemente una unidad política más grande. Si las cosas fueran así de simples el argumento no afectaría en realidad de ninguna manera a la visión estatalista de la democracia, puesto que la idea del gobierno en una sola unidad soberana no requiere en sí misma que esa unidad tenga algún tamaño en particular: lo que la visión estatalista comporta es algo acerca de la calidad de las unidades y de la clase de relación que existe entre ellas y no el que sean mayores o menores. Pero esa conclusión sería demasiado apresurada. Para ver por qué, puede ser útil reflexionar acerca del modo en que la democracia puede quedar afectada tanto por problemas de escala como por diferentes intentos de resolver esos problemas.
Los problemas de escala implican que no hay correspondencia perfecta entre el círculo de los decisores políticos y el de los receptores de las decisiones adoptadas. Para hacer referencia a esa disparidad se habla a veces de un "problema de congruencia"7. Y la falta de congruencia podría ser vista en sí misma como una falla en términos democráticos, al menos mientras aceptemos que para la democracia es esencial el derecho de los individuos a tomar parte como iguales, directamente o a través de sus representantes, en la adopción de cualquier decisión que les afecte (lo que es tanto como mantener que para responder a la espinosa cuestión de cómo trazar los confines de las unidades democráticas debería atenderse a la vieja máxima quod omnes tangit ab omnibus approbetur). No obstante, como criterio para definir quién es el pueblo que debería tener la palabra en la adopción de una decisión política, el principio de congruencia o de inclusión de todos los afectados, tomado al pie de la letra, resultaría claramente inviable. Cada decisión requeriría una circunscripción diferente y esto es impracticable por múltiples razones8. Por tanto, el principio de congruencia debe ser contrapesado con otras consideraciones, de manera que cualquier unidad política viable resultará a la postre, en alguna medida, tanto infra como sobre-incluyente desde el punto de vista del criterio de todos los afectados9. Pero aun cuando haya de llevarse a cabo ese tipo de ajuste o transacción, la justificación que subyace al principio de congruencia probablemente exigiría que el proceso democrático sobre un territorio determinado sea organizado en más de una unidad. Así, cuando la congruencia se pierde a causa de problemas de escala, parece que lo que haría falta para restablecerla no es tanto aumentar el tamaño -y por consiguiente reducir el número- de una serie de unidades políticas que en cualquier caso siguieran siendo territorialmente delimitadas y mutuamente excluyentes, sino más bien una combinación de unidades de diferentes escalas que se superpusieran en el territorio relevante (y que reflejasen -aunque sólo hasta el nivel apropiado que resulta del balance entre el criterio de inclusión de todos los afectados y otras consideraciones de viabilidad- la diversidad de asuntos que se han de regular). Y en ese caso -aun cuando todo dependa, como es obvio, del modo en que se articulen esas unidades políticas superpuestas- parecería que hay al menos una razón prima facie a favor de la idea de que el buen gobierno democrático exige una pluralidad de lugares de decisión y en contra, por lo tanto, de la visión estatalista de la democracia y de su pretensión de que la política democrática debe tener lugar en el seno de una única unidad soberana.
Hay una línea de argumentación algo diferente, aunque relacionada con la anterior, que en un sentido refuerza esta conclusión pero que al mismo tiempo deja claro que aquí se esconde un problema más profundo. Como notoriamente mostró Robert Dahl, los intentos de hacer frente a problemas de escala también pueden resultar en sí mismos perturbadores para la democracia10. De acuerdo con Dahl, el gobierno democrático en un estado-nación que se sitúe por debajo de la escala óptima está condenado a la ineficacia, pero, dadas ciertas presuposiciones, cualquier intento de corregir tal situación -ya sea generando estados de mayor tamaño a través de procesos de unificación o creando instituciones supranacionales por encima de los estados-nación existentes-también puede resultar dañino para la democracia. Esas presuposiciones tienen que ver con las ideas de que para mantener cohesionada una comunidad política hace falta un sentimiento de identidad compartida como fuente de integración política estable; de que dicho sentimiento de identidad común difícilmente se da más allá de los estados-nación existentes; y de que, a falta de tales condiciones, es improbable que prosperen tanto el propio sistema de decisión por mayoría como las circunstancias que realmente dan sentido a la participación democrática. En primer lugar, parece que por debajo de un cierto nivel de identidad común la toma de decisiones a través de la negociación y los diseños institucionales de tipo consociativo tenderían a tomar precedencia sobre la regla de la mayoría, dado que cuanto más heterogénea sea una comunidad política más probable resulta la presencia de minorías estructurales que luchan por conseguir posiciones de veto y más cercana a la unanimidad habrá de ser entonces su regla de decisión colectiva. En el caso de las instituciones supranacionales esto significa que lo más probable es que sean diseñadas dando un peso desproporcionado en la toma de decisiones a los estados miembros más pequeños (quizá incluso hasta el extremo del principio "un estado, un voto") y exigiendo unanimidad para las decisiones más importantes (con los riesgos bien conocidos de verse atrapados en la dinámica del mercadeo entre paquetes de exigencias que cada parte formula en bloque o de no poder llegar a tomar decisión alguna11). Todo lo cual supone, de un modo u otro, apartarse significativamente del ideal de la igualdad política incorporado en la regla de la mayoría. Y en segundo lugar, en lo que se refiere a las condiciones que realmente dan sentido a la participación democrática, las verdaderas oportunidades para estar adecuadamente informado y para intervenir en el debate público como un participante competente parecen tanto más difíciles de conseguir para el ciudadano normal cuanto más amplia y heterogénea sea la comunidad política, de modo que difícilmente ha de esperarse que se den -excepto para las élites- en un nivel supranacional12.
Así pues, el resultado del argumento de Dahl es que cuando afrontamos problemas de escala tenemos que hacer un balance entre la efectividad del sistema -es decir, su capacidad real para decidir en lo tocante a ciertos asuntos que son sin duda de verdadera trascendencia- y la calidad democrática de sus mecanismos de gobierno y sus procesos de participación. Pero entonces parece que el compromiso óptimo no sería el que, partiendo de la base de que todas las decisiones deben atribuirse a una sola unidad política, intentara resolver cuál sería la mejor escala -mayor o menor- que, todo sumado, podría tener dicha unidad. El compromiso óptimo consistiría más bien en atribuir las distintas decisiones a unidades de diferentes escalas, de modo que idealmente cada una de ellas fuera sólo tan grande como resultara necesario para conseguir en cada caso decisiones efectivas, pero no más, puesto que ello implicaría un probable e innecesario coste para la democracia. Por tanto, en un sentido la lógica interna del argumento de Dahl parece converger con el argumento de la congruencia al poner en duda la solidez de la pretensión de que la política democrática haya de tener lugar en una sola unidad soberana. Por otro lado, sin embargo, el argumento destaca cómo tener una multiplicidad de ámbitos para la decisión con algunos de ellos por encima de un cierto nivel crítico puede implicar el debilitamiento de todo el sistema democrático. Como esto tiene que ver principalmente con la debilidad de los lazos entre los ciudadanos que es probable que aqueje a los más amplios y más incluyentes de esos hipotéticos ámbitos, vuelvo ahora sobre esta cuestión.
Es evidente que para que una democracia pueda funcionar tienen que estar establecidos del modo que sea los confines de su cuerpo ciudadano, de su demos13. Así, de cualquier comunidad política democrática en funcionamiento puede decirse por definición que tiene un demos, entendido de manera puramente formal como su circunscripción de facto (y ser parte de un demos en este sentido formal equivale simplemente a tener atribuida jurídicamente la condición de miembro de una comunidad política democrática). Sin embargo, se dice a veces de una determinada comunidad política que es deficiente como democracia precisamente porque su circunscripción de hecho, su demos en el sentido puramente formal, no cumple con ciertas exigencias que harían de él "un auténtico demos". Y esta noción parece apelar a algún tipo de vínculo sustantivo o material, verdaderamente capaz de mantener cohesionados a sus miembros y desde luego más exigente que el mero hecho de la común pertenencia desde el punto de vista jurídico, del que es preciso aclarar en qué podría consistir.
Una forma bastante común de explicarlo es la que consiste en decir que para que exista un demos propiamente dicho, un demos en sentido material, lo que hace falta es que sus miembros tengan un sentimiento de verdadera identificación común, de verdadera pertenencia conjunta a una misma comunidad. Aunque no es del todo claro lo que esto significa, quizá se puede traducir la idea en términos menos oscuros. Si la preocupación tiene que ver con las precondiciones para una democracia saludable y duradera -con los requisitos que han de darse para que la regla democrática se perciba como legítima, de modo que la imposición de las decisiones mayoritarias pueda ser aceptada por los perdedores- parece que lo que exigiría un demos en el sentido material sería primordialmente un consenso básico acerca del modo en el que están trazados sus confines (en otras palabras: una creencia compartida entre los miembros del demos formal de que el "pueblo" en el que desde un punto de vista normativo ideal debería desarrollarse el gobierno democrático coincide a grandes rasgos con la circunscripción existente). A falta de este acuerdo, las decisiones mayoritarias serán percibidas por quienes pierdan la votación y no se reconozcan a sí mismos como auténticos miembros de la comunidad política con un sentimiento de alienación, como una imposición ajena resultante de un procedimiento de decisión injustificado. Así pues, la disposición a aceptar decisiones colectivas como legítimas aun cuando sean adversas -sin la cual está amenazada la viabilidad de la democracia- parece exigir que la comunidad política esté recortada de modo tal que abarque precisamente a un conjunto de personas que constituya un demos en este sentido sustantivo o material.
Ahora bien, se dice a menudo que no puede haber un demos en el sentido material sin homogeneidad cultural y lingüística, esto es, que cualquier demos propiamente dicho tiene que descansar en el sustrato prepolítico de un ethnos común14. Y si esto fuera correcto, habría una fuerte conexión entre democracia y estado-nación, y de un tipo que no podría ser considerado mero accidente histórico. Esta estrecha conexión nos permitiría afirmar que los estados plurinacionales con agudas divisiones lingüístico-culturales no podrían ser a largo plazo más que comunidades políticas democráticas endebles, escasamente integradas y difícilmente duraderas15; y que, precisamente por eso, sería improbable que sistemas de gobierno supranacional como la Unión Europea lleguen a convertirse -y, sobre todo, nunca deberían convertirse- en un super-estado soberano de tipo clásico (ni siquiera federal)16.
Según ese punto de vista, en definitiva, no puede haber un auténtico demos sin un ethnos común. En contra de esta idea, sin embargo, se formulan habitualmente al menos tres tipos de objeciones. La primera, que es históricamente incorrecto ver la común identificación cultural y lingüística como algo ya dado, totalmente exógeno al proceso político. Por el contrario, las "naciones" han sido con frecuencia el resultado de procesos de construcción nacional exitosos llevados a cabo por estados sobre poblaciones previamente carentes del deseado nivel de homogeneidad e identidad común17: si las naciones son "comunidades imaginadas"18, pueden ser y de hecho han sido re-imaginadas, y la práctica de la ciudadanía en una misma comunidad política parece ser un instrumento de lo más poderoso para la construcción social de identidades colectivas. Parece entonces que la común identificación cultural y lingüística no sólo puede fortalecer sino también ser fortalecida por el funcionamiento de una comunidad política: que ambas cosas pueden, en suma, reforzarse mutuamente (aunque sin duda no tenga por qué ser así, como lo atestiguan algunos ejemplos históricos de intentos de construcción nacional fallidos). Y en ese caso la pretensión de que el nivel de cohesión exigido para tener un auténtico demos -y por tanto una democracia saludable y duradera- no puede ser alcanzado, ni siquiera a largo plazo, al nivel de unidades políticas más amplias e incluyentes que los estados-nación resultaría simplemente infundada.
En segundo lugar, no sólo se puede decir que la homogeneidad y la común identificación cultural y lingüística pueden generarse donde previamente no las había, sino incluso que son por completo innecesarias para que exista un demos en sentido material o sustantivo (es decir, que un auténtico demos no exige en absoluto un ethnos común). Esto es precisamente lo que pretenden mostrar los partidarios del llamado "patriotismo constitucional"19. Desde su punto de vista, todo lo que se necesita para conseguir la necesaria cohesión en una comunidad política democrática es la lealtad compartida a un orden constitucional apreciado, un compromiso puramente cívico o político que no tendría que estar enraizado en absoluto en una homogeneidad etno-cultural. Y a diferencia de ésta, que básicamente no es elegida, la voluntad de desarrollar una vida política en común en torno a un conjunto de valores y procedimientos sería claramente el resultado de una elección. Por tanto, dado que la formación de un auténtico demos no dependería de lazos prepolíticos, sino del reconocimiento voluntario de un orden constitucional, nada impediría en principio que pudieran constituirse comunidades políticas democráticas de carácter estable y duradero a un nivel o escala cualquiera (aunque fuese mayor que la de los estados-nación actualmente existentes).
Por último, y más radicalmente, se ha dicho que una comunidad política democrática no necesita para funcionar adecuadamente ninguna clase de lealtades, ni "nacionales" ni puramente cívicas o políticas, puesto que la voluntad de atenerse a las decisiones de la mayoría en una comunidad política aun cuando sean adversas sólo sería, cuando existe, el resultado de un cálculo complejo que muestre que a largo plazo uno estaría mejor siendo miembro de ese demos formal que en cualquier otra alternativa viable (esto es, sería un equilibrio en términos de teoría de juegos). Así, mientras se cumpla esa condición, cualquier unidad política -mayor o menor y con un grado de homogeneidad cultural y lingüística más alto o más bajo- podría en principio llegar a ser una comunidad democrática saludable y duradera y no habría razón alguna para asumir que los estados-nación existentes gozan de una posición privilegiada a este respecto20 (las identidades colectivas, los sentimientos de identificación común y demás no serían más que subproductos de aquel tipo de cálculo y, por tanto, modificables por principio).
Sin embargo, incluso si hay un grano de verdad en cada una de estas observaciones21, creo que no deberíamos llegar tan lejos como para concluir que cualquier vínculo entre democracia y estado-nación no pasa de ser un mero accidente histórico. Es cierto que algunos de los que sostienen que no puede haber un auténtico demos sin un ethnos común parecen concebir las identidades nacionales como fijas e inmutables, y eso indudablemente es un error. Y también es verdad que no se ha probado en absoluto la pretensión de que la voluntad de atenerse a las decisiones colectivas de un demos -que parece exigir, entre otras cosas, consenso acerca del modo en el que están trazados sus confines-no se podría conseguir donde no haya homogeneidad lingüística y cultural (se diría más bien que el consenso sobre los confines y la disposición a aceptar decisiones mayoritarias aunque sean adversas pueden deberse a diferentes motivaciones que es probable que estén presentes en proporciones variables entre los miembros de un demos, incluyendo un sentido de pertenencia a la misma comunidad cultural, el compromiso con ciertos valores políticos y el puro y simple cálculo prudencial). Pero a mi juicio el punto clave está en otra parte: si la democracia se concibe no sólo como un mecanismo para agregar preferencias que se toman como dadas, sino como un sistema de gobierno que en primer lugar trata de asegurar mediante la deliberación las mejores condiciones para la formación de las voluntades, entonces parece haber a fin de cuentas un fuerte argumento para insistir en la común identificación cultural y especialmente lingüística como una exigencia de una comunidad política democrática saludable. La idea misma de una política democrática participativa y deliberativa parece exigir un ámbito de discurso comprehensivo verdaderamente abierto a cada miembro del demos, y entonces para deliberar juntos necesitamos al menos compartir un lenguaje22. Si no es así, la esfera pública se fragmentará en un conjunto de esferas deliberativas en buena medida paralelas y la limitada comunicación que cabrá esperar entre ellas se reducirá probablemente a las élites (un escenario sin duda más apropiado para la negociación que para la argumentación propiamente dicha). Así que a fin de cuentas las preocupaciones de Dahl parecen bien fundadas: una comunidad política democrática saludable y duradera tal vez no pueda alcanzar un nivel o escala cualquiera, dado que no hay un demos apropiado para la política democrática deliberativa sin un mínimo de identidad lingüístico-cultural.
Adviértase sin embargo que todo lo que se ha discutido hasta este momento en realidad deja intacta la visión estatalista de la democracia. Aquí nos acecha sin duda la ambigüedad fundamental que subyace a cualquier discurso sobre "democracia postnacional" o "supranacional" o "democracia más allá del estado-nación". Porque, en realidad, poner en tela de juicio al estado-nación como el locus apropiado de la democracia puede implicar o bien un desafío a la "nacionalidad", o bien un desafío a la "estatalidad" (de lo que resulta que hay dos formas bastante diferentes de entender la pretensión de que el estado-nación debe ser superado). En el primer caso, lo que se sostiene es que el vínculo entre homogeneidad lingüístico-cultural e integración política puede y debe ser roto, de modo que individuos con diferentes trasfondos culturales comiencen a verse a sí mismos como miembros de un demos más amplio, más incluyente y puramente cívico. Pero sean cuales fueren los méritos de esta pretensión, lo que constituye ciertamente una cuestión diferente es si un nuevo demos más amplio -pero todavía único- forjado de ese modo requeriría algo diferente de las tradicionales instituciones estatales, sólo que recreadas a un nivel más alto. De ahí que una propuesta de democracia postnacional o supranacional en este primer sentido pueda seguir siendo todavía verdaderamente estatalista. Por el contrario, un verdadero desafío a la estatalidad implica la pretensión de que el gobierno democrático en un mundo globalizado no podría ni debería adoptar en absoluto la forma del estado soberano moderno, que lo que hace falta no es reubicar la soberanía desplazándola hacia arriba, sino dispersarla y al hacerlo poner en cuestión la idea misma de soberanía23. A veces estas propuestas aparecen también bajo la etiqueta de "democracia postnacional" o "supranacional", pero para dejar clara la diferencia con el planteamiento anterior sería mejor decir que lo que se reclama desde este segundo enfoque es una forma "post-soberana" de gobierno democrático24.
Lo que resulta fundamental en cualquier propuesta de democracia post-soberana es la idea de que deberíamos dejar de pensar en una comunidad política democrática como algo necesariamente constituido alrededor de un solo demos (sea mayor o menor y más o menos homogéneo). Deberíamos pensar en cambio, se dice, en una multiplicidad de demoi superpuestos a los que los individuos pertenecerían simultáneamente y a partir de los cuales debería constituirse algún tipo de sistema político democrático policéntrico o compuesto25. Por supuesto, lo que aquí importa no es el trillado hecho sociológico de que cualquier individuo tiene a la vez vínculos más fuertes y más débiles con una pluralidad de grupos de diferentes tamaños: lo que importa es la idea de que a partir de esta múltiple pertenencia concéntrica -y de los resultantes estratos de lealtades- debería construirse de algún modo una combinación de ámbitos superpuestos de decisión y por tanto de autoridades interconectadas en diferentes escalas. La cuestión, entonces, consiste en primer lugar en aclarar de qué modo deberían relacionarse entre sí esas unidades políticas interconectadas para constituir una verdadera alternativa al sistema westfaliano de estados soberanos; y acto seguido, en determinar qué clase de consecuencias tendría para la democracia ese nuevo tipo de arquitectura política.
Por supuesto, en un mundo puramente westfaliano hay también ámbitos de decisión por encima y por debajo del estado-nación. Ninguna organización política moderna consiste en una sola unidad que decide sobre cualquier cuestión: por el contrario, todas tienen una estructura escalonada, de modo que unidades políticas de distintos niveles son competentes para decidir sobre diferentes asuntos. Pero este hecho archisabido no compromete en absoluto la soberanía mientras consista simplemente en un haz de delegaciones verticales de autoridad, hacia arriba o hacia abajo, desde una unidad política que mantiene en todo caso el control final y por tanto sigue siendo soberana. Delegar autoridad -como algo completamente diferente de enajenarla- implica tener la capacidad de recuperarla, de decidir sobre el preciso contenido y alcance de la delegación y de revisar cómo se ejerce la autoridad delegada para asegurar que no se exceden los términos de la delegación26. Esto significa que cualquier conflicto entre la autoridad delegante y la delegada ha de resolverse en favor de la primera de ellas (es decir, que sus decisiones prevalecen sobre las de la autoridad delegada). Así, en un mundo westfaliano la unidad política cuya autoridad no es delegada y que en ese sentido mantiene la última palabra sobre la distribución apropiada de los poderes de decisión a cualquier otra autoridad es el estado-nación. Esto no implica en absoluto que sea la más amplia o más incluyente de las unidades políticas en funcionamiento: las instituciones internacionales (e incluso los sistemas confederales) son la sede para tomar ciertas decisiones cuando los estados soberanos han delegado en ellos su autoridad. Y por supuesto los estados también delegan autoridad a favor de unidades menos incluyentes o de nivel más bajo, como ocurre en los sistemas federales o incluso en los meramente descentralizados27.
Así pues, se podría decir que todos habitamos en comunidades políticas compuestas más o menos complejas. Cuando son concebidas en los términos más abstractos, meramente como conjuntos de unidades políticas de distintos tamaños imbricadas o concéntricas, la cuestión que se suscita para la teoría democrática es cuál de esos niveles más altos o más bajos debería ser idealmente el locus preferente para la toma de decisiones, esto es, cuál de ellos debería tener la última palabra acerca de la distribución apropiada de los poderes de decisión. Como de cada una de estas unidades puede decirse que tiene su propia circunscripción, su demos, también se podría plantear la cuestión preguntando cuál de esos demoi más o menos incluyentes debería ser soberano. Como es bien sabido, Dahl nos previno contra la tentación de dar por supuesto apresuradamente que la idea misma de democracia exigiría que sea siempre la unidad superior la que prevalezca, simplemente porque una mayoría en una unidad de nivel inferior puede ser una minoría en un nivel superior y la democracia implicaría por definición que es la mayoría quien tiene que gobernar28. Esa conclusión, naturalmente, constituiría un craso error. Pero esto le lleva a Dahl a concluir que, desde el punto de vista puramente democrático, la cuestión ha de quedar inevitablemente abierta29. Yo pienso, por el contrario, que si aceptamos la idea de que un demos apropiado exige un cierto nivel de identificación lingüístico-cultural, el ideal democrático sí que ofrece algún criterio para resolverla. Y más aún, si ese criterio se combina con las consideraciones relativas a la escala y la efectividad del sistema, todo ello nos permitiría concluir que la unidad política más amplia que satisfaga hasta el grado apropiado ese requisito de identificación común debería ser el locus preferente o primario para que se desarrolle el proceso democrático, lo que equivale a decir que ésa habría de ser la unidad que cuente con la última palabra acerca de la distribución apropiada de los poderes de decisión a cualesquiera otras unidades políticas mayores o menores.
No estoy dando por supuesto que los estados-nación existentes, que como es obvio deben sus confines a meras contingencias históricas, satisfagan perfectamente en todos los casos estos criterios que nos permitirían seleccionarlos como unidades primarias30. Está claro que muchas veces no es así. Pero en la medida en que a grandes rasgos lo hagan -si es que lo hacen- parece haber un argumento decisivo para mantener que es desde el proceso democrático nacional desde el que en último término se debe discutir y decidir acerca de la conveniencia, el alcance y la legitimidad de cualquier delegación de autoridad, hacia arriba o hacia abajo. Esto implica que las instituciones supranacionales habrían de seguir una lógica esencialmente intergubernamental, lo que conlleva obvias restricciones a la toma de decisiones comunes por mayoría y posibilidades sólo indirectas de exigir responsabilidad y rendición de cuentas. Pero la alternativa es trasladar el proceso democrático primario o "soberano" al nivel superior, supranacional, donde por hipótesis (dado que se ha supuesto que no hay un demos apropiado tan amplio e incluyente) funcionaría peor31.
En todo caso, una vez que está claro cómo operaría una estructura de gobierno con diversos niveles cuando se la concibe en términos wes-tfalianos, se hace evidente dónde residiría la diferencia con un sistema político compuesto de carácter pretendidamente post-soberano. Una organización política post-soberana sería un sistema policéntrico basado en una distribución horizontal de competencias entre distintas unidades políticas de diversa magnitud geográfica, sin ninguna autoridad suprema en ningún nivel (esto es, en el que ninguna unidad tendría la capacidad de decisión final para modelar y remodelar esa distribución mediante delegación vertical ni sería competente para actuar como árbitro final capaz de decidir autoritativamente acerca de pretensiones de competencia en conflicto)32. De ese modo -se dice- la soberanía se habría desvanecido, dispersándose entre un número de agencias de diversos tamaños y dando lugar a un sistema de autoridades superpuestas en el que ninguna de ellas actuaría realmente como poder final o supremo dentro de confines territoriales bien delimitados.
Esto no constituye en absoluto una imposibilidad conceptual. Por el contrario, debería ser evidente lo mucho que ese mundo post-soberano se asemejaría al modo de organización política pre-soberano o pre-moderno, así que no debe sorprendernos que con alguna frecuencia se denomine "neo-medieval" a este modelo33. Lo que me resulta más llamativo es que eso se haga con aprobación, como en efecto ocurre a veces, dado que el moderno estado soberano fue evidentemente la respuesta a la inestabilidad y el desorden desencadenados en la Edad Media por un trasfondo de lealtades entrecruzadas y de pretensiones de autoridad en conflicto. Pero, sin lugar a dudas, el nuestro es un mundo completamente diferente y cualquier analogía tosca estaría fuera de lugar. Así que vale la pena pararse a reflexionar acerca de qué puede llevar a algunos académicos a encontrar atractivo el modelo post-soberano. Y hasta donde se me alcanza, ese atractivo tendría que ver principalmente con el hecho de que parece prometer una vía de escape entre dos opciones aparentemente exhaustivas y que perciben como igualmente desagradables. Efectivamente, muchos estudiosos de la Unión Europea se niegan a aceptar que ésta deba ser o bien una organización esencialmente intergubernamental o bien un genuino estado federal, y mantienen que es el prejuicio de pensar cualquier organización política en términos de soberanía el que crea aquí la apariencia de una alternativa cerrada. A su juicio la estructura formada por la UE y los estados miembros sería -y debería seguir siendo- una forma completamente nueva de sistema de gobierno policéntrico no soberano, enteramente ajena al paradigma westfaliano y para referirnos a la cual careceríamos incluso de una terminología apropiada34. Del mismo modo, la clave para armonizar la necesidad de instituciones políticas capaces de gestionar problemas globales con el terco hecho de que nuestras lealtades e identidades cívicas en cuanto yoes con compromisos plurales tienen diferentes intensidades y son más fuertes en los niveles más próximos, se ha querido encontrar en la dispersión y superación de la soberanía, de modo que -como dice Sandel- "diferentes formas de asociación política gobiernen distintas esferas de la vida y comprometan diferentes aspectos de nuestras identidades"35.
Pero esa salida tiene también su coste. Entre estructuras de autoridad diferenciadas, cada una de las cuales pretende regular ciertas materias -o "esferas de la vida"-, es inevitable que surjan conflictos de competencia. Y para resolverlos no basta con algún principio sustantivo de distribución (como, p. ej., el de subsidiariedad), porque no puede evitarse que surjan conflictos sobre su aplicación36: lo que se necesita es una decisión dotada de autoridad que zanje los desacuerdos acerca de lo que exige el principio. Pero un adjudicador final que decida autoritativamente sobre pretensiones de competencia en conflicto es precisamente lo que, por definición, no tiene un sistema político compuesto post-soberano. Y si hay conflictos últimos para los que no existe una vía de resolución autoritativa, entonces no hay en ningún nivel un demos que tenga la última palabra sobre la distribución de los poderes de decisión y que por lo tanto se autogobierne plenamente; ni es viable en realidad la exigencia de responsabilidades, puesto que ello requeriría demarcaciones de autoridad indiscutidas que dejen claro quién está a cargo de qué. Así pues, la democracia parece exigir que alguna unidad política tenga autoridad última y sea por tanto soberana37. Y más aún, como también parece que lo que hace falta para resolver el problema de las pretensiones de autoridad en conflicto es organizar el espacio político sobre una base territorial38 (de manera que contar con la autoridad efectiva dentro de ciertos confines sea lo que determine quién actúa en ese espacio como adjudicador final), podría decirse que entre la democracia y el estado soberano hay bastante más que un vínculo contingente.
Es bien sabido que el ideal democrático se ha adaptado históricamente a cambios de escala muy significativos y que cada una de esas transformaciones dio lugar a diseños institucionales sin precedentes. Por ello, sería corto de miras negar de entrada la posibilidad de que la "tercera transformación" necesaria hoy para adaptar la democracia a un nuevo cambio de escala traiga consigo formas de ciudadanía, representación y rendición de cuentas completamente novedosas. Pero entre tanto deberíamos tener cuidado en no rebajar nuestros estándares normativos hasta el punto de celebrar como nuevas formas de democracia lo que más bien sería una degradación de los ideales democráticos. Por el momento, parece que hay un sólido vínculo entre soberanía y democracia39, así que tal vez la mejor forma de mantener los valores democráticos razonablemente a salvo en una época de crecientes interacciones transnacionales sea reforzar y mejorar el proceso democrático dentro de los estados-nación, de modo que las delegaciones de autoridad a instituciones supranacionales no se conviertan en simples pérdidas de autogobierno. Y, como se ha dicho, "esto debería precavernos contra el anuncio prematuro de la hora de la muerte del Leviatán"40.