Psicoanálisis
Recepción: 09 Marzo 2018
Aprobación: 17 Octubre 2018
Resumen: En el marco de nuestra investigación, dedicada a la relación entre el síntoma, el sentido y lo real en la última enseñanza de J. Lacan, en este trabajo abordamos las diferencias entre el habla y la escritura. Esta distinción tiene un lugar central tanto en la filosofía de J. Derrida como en la elaboración lacaniana sobre la instancia de la letra en la experiencia psicoanalítica. Intentaremos situar un debate posible entre ambas concepciones para precisar el estatuto del síntoma como letra de goce.
Palabras clave: Habla, Escritura, Letra, Litoral.
Abstract: As part of our research project, which aims to investigate the relationship between the symptom, the sense and the real in the last period of J. Lacan´s teachings, we address in the present essay the differences between speech and writing. This distinction plays a fundamental role both in J. Derrida´s philosophy and in Lacanian elaboration on the instance of the letter in the psychoanalytic experience. We will try to place a possible debate between both conceptions in order to specify the status of the symptom as letter of joy.
Keywords: Speech, Writing, Letter, Littoral.
En el marco de nuestra investigación, dedicada a la relación entre el síntoma, el sentido y lo real en la última enseñanza de J. Lacan, resultó relevante indagar los debates -tanto explícitos como implícitos- sostenidos con algunos pensadores contemporáneos ubicados dentro de lo que se ha dado en llamar genéricamente el “posestructuralismo” de los años setenta. Cabe destacar que éstos han sido prácticamente desatendidos por los psicoanalistas al abordar dicha época y por ello consideramos que resulta importante captar la incidencia de los mismos para situar algunas de las elaboraciones elementales de este período. Tal es el caso de la discusión sostenida en torno a la función del escrito con el filósofo Jacques Derrida. En este trabajo proponemos abordarla como un punto destacado en la elaboración lacaniana del concepto de “letra”, fundamental para situar la relación del síntoma con lo real y su interpretación.
Logos y phoné
En el Fedro de Platón el mito de Theuth y Thamus da cuenta del origen de la escritura. Constituye una concepción que tendrá un peso fundamental en la cultura Occidental, en tanto conlleva una desvalorización de la función del escrito.
Theuth le mostró sus artes a Thamus, diciéndole que debían ser trasmitidas al resto de los egipcios. Éste le preguntó cuáles eran sus utilidades, aprobando o desaprobando según su parecer cada una de ellas. Al llegar a las letras, Theuth afirmó que el conocimiento de ellas haría más sabios y memoriosos a los egipcios, siendo “…un fármaco de la memoria y de la sabiduría” (PLATON, 403). Pero a dicha promoción del arte de la escritura un escéptico Thamus replicó que el poder de las letras es opuesto al que se anuncia. Llevará a descuidar la memoria produciendo olvido en el alma, ya que se llegará al recuerdo desde “fuera”, por el uso de caracteres ajenos a ésta y no desde “dentro” de ella. No es por lo tanto un “fármaco de la memoria” sino un simple recordatorio y una mera apariencia de sabiduría que oculta una ignorancia fundamental. Se traza así la distinción radical entre “memoria” y “recordatorio”. Por eso las palabras escritas son silenciosas efigies, incapaces de dar razón de sí mismas. No hay letra viva, pues ésta siempre implica una dimensión mortífera. El lenguaje está vivo en aquel en quien el pensamiento encuentra el sentido en lo dicho. Esta dimensión es formulada por Sócrates en el Fedro trazando una comparación con la pintura: “En efecto, sus vástagos están entre nosotros como si tuviera vida; pero si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios…si alguien pregunta, queriendo aprender de lo que dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero, eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber a quiénes conviene hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente, necesitan siempre de la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas” (PLATÓN, 405-406). Así, la escritura como principio filosófico es amenazante en tanto se opone a su sistema de eidos jerárquicos, de esencias estables y reconocibles y subvierte las oposiciones interno/externo, vivo/muerto, alma/cuerpo, padre/hijo.
La phoné resulta privilegiada en la tradición occidental, la cual hace de la voz un fenómeno solidario de la conciencia. Pues al hablar, el sujeto de la conciencia se reconoce en tanto tal como aquel que está presente en su pensamiento y comprende el significado de lo que dice como un concepto que se presenta a la conciencia en una inmediatez que parece reducir, ocultar o incluso “reprimir” la exterioridad del significante. Dicha reducción tiende a privilegiar lo “psíquico”, lo psicológico del acto de habla, velando la exterioridad del lenguaje. Presupone y abona, por lo tanto, la idea de la “comunicación”, como el modo en que un sujeto consciente le trasmite a otro un sentido. Esta concepción será denominada por Derrida “logocentrismo”.
En uno de los malentendidos fundamentales, Derrida le reprocha a Lacan haber permanecido en el logocentrismo con su concepción de la “palabra plena” y su lectura de “La carta robada” de Poe -texto que abre la recopilación de sus Escritos, por fuera del orden cronológico que siguen los demás-. Esta perspectiva comenzó a ser desarrollada por Derrida en La voz y el fenómeno, a partir de una lectura crítica de la fenomenología de Husserl: “La voz se oye. Los signos fónicos (las “imágenes acústicas” en el sentido de Saussure, la voz fenomenológica) son “oídos” por el sujeto que los profiere en la proximidad absoluta de su presente. El sujeto no tiene que pasar fuera de sí para estar inmediatamente afectado por su actividad de expresión. Mis palabras están “vivas” porque parecen no abandonarme: no caen fuera de mí, fuera de mi soplo, en un alejamiento visible; no dejan de pertenecerme, de estar a mi disposición, “sin accesorios”” (DERRIDA 1967a, 134).
El oírse al mismo tiempo que se habla destaca que el significante es animado por un “querer-decir” fundamental, por la intención de significación -lo que Husserl denominaba la Bedeutungsintention- que se pone en juego en la expresión. La tradición metafísica occidental (Platón, Aristóteles, Rousseau, Hegel, Husserl, etc.) se sostiene en estos presupuestos y constituye, por lo tanto, una metafísica de la presencia. Es así que puede afirmarse que para Derrida la voz es la consciencia, en tanto el habla sostiene la identidad del objeto y su significado para la consciencia.
Así, formula la distinción con la escritura, que será desarrollada en De la gramatología (Cf. DERRIDA 1967b), donde destaca el carácter de exterioridad que revela el significante no fónico, aquel que es visible e introduce, por lo tanto, una referencia espacial fundamental en su oposición a la dimensión temporal de la palabra que hemos señalado. Esta dimensión de “exterioridad” llevó a una desvalorización de la escritura como un fenómeno de representación externa e, incluso, peligrosa; en donde la escritura debía eclipsarse en pos de una palabra viva, trasparente e inmediata al sujeto que la emite. Esa concepción de la palabra, del logos, centrada en el logos, construyó una teoría y una historia de la escritura que es, a su vez, etnocéntrica, ya que privilegia la escritura fonética-alfabética occidental, a la que Saussure propone limitar su estudio lingüístico o que Hegel, en su Enciclopedia, define -en un párrafo paradigmático de lo que Derrida denomina “etno-logocentrismo”- del siguiente modo: “La escritura alfabética es, en sí y por sí, la más inteligente, en ella, la palabra, que es para la inteligencia el modo más característico y digno de manifestar sus representaciones, es puesta ante la conciencia y hecha objeto para la reflexión. En el laboreo sobre ella, la palabra es analizada, esto es, la creación de los signos es reducida a sus pocos y simples elementos…” (HEGEL 1817, 242). En este párrafo se puede apreciar la coexistencia de los presupuestos destacados y cómo -dentro de una concepción puramente representativa de la escritura y que, por lo tanto, la subordina al habla- resalta la escritura alfabética por estar más ligada a la lengua fónica, aunque exteriorizada y reducida. Para Hegel, el lenguaje fónico es el originario y el escrito ulterior, que toma como ayuda “una actividad exteriormente práctica” (Ibíd.) pero lo que esencialmente comparten -en el caso de la escritura alfabética- es que en ellas las representaciones tienen “nombres”, signos simples de las presentaciones. Por el contrario, la escritura no-fonética quiebra el nombre, describe relaciones y no denominaciones.
La palabra es solidaria del nombre y el concepto, mientras que la escritura pura la destituye. Es la tensión que Derrida encuentra entre dos Hegel: el que a través de la dialéctica se constituye en el pensador de la diferencia irreductible y el que, en su escatología, tiene que borrar la escritura en el logos para afirmar el saber absoluto.
Este método de lectura, “con” y “contra”, caracteriza el modo en que Derrida refiere a diversos autores, los cuales, tomados por conceptos logocéntricos, han atisbado contradictoriamente perspectivas que los subvierten sin haber desplegado cabalmente las consecuencias que se derivaban. Esa forma de lectura constituye la deconstrucción misma que privilegia las contradicciones del texto, la que localiza sus puntos sintomáticos, la que opone a un autor consigo mismo.
La archiescritura
Derrida destaca, a partir de su lectura deconstructiva, la contradicción presente en F. de Saussure. Por un lado éste sostiene la tesis de la diferencia, según la cual jamás, por definición, se constituye una presencia sensible. Pero, por otro, había atribuido a la lengua una naturaleza esencialmente fónica, lo cual suponía la naturalidad del vínculo entre el sonido y el sentido. Contra esta afirmación formula, sin embargo, que: “Lo esencial de la lengua…es extraño al carácter fónico del signo lingüístico” (SAUSSURE 1915, 69). Y agrega, a su vez, que: “La continuidad del signo en el tiempo; unida a la alteración en el tiempo, es un principio de semiología general y su confirmación se encuentra en los sistemas de escritura, en el lenguaje de los sordomudos, etc.” (Ibíd.).
La escritura, por lo tanto, ¿es un derivado de un lenguaje original, “natural”, ajeno a la escritura, o él mismo ha sido siempre un escritura? A partir de ello, es posible preguntarnos: ¿qué de escrito hay en el lenguaje mismo?: “Archi-escritura cuya necesidad queremos indicar aquí y esbozar el nuevo concepto; y que sólo continuamos llamando escritura porque comunica esencialmente con el concepto vulgar de escritura. Este no ha podido imponerse históricamente sino mediante la disimulación de la archi-escritura, mediante el deseo de un habla que expulsa su otro y su doble y trabaja en la reducción de su diferencia” (DERRIDA 1967b, 73).
A partir de esta respuesta, se afirma que la archi-escritura es la huella pura en su diferencia, en tanto no depende de ninguna plenitud sensible, audible o visible, fónica o gráfica, de la que se torna, por el contrario, condición. Es por tal razón que no puede hacerse una ciencia que haga de ella un “objeto”, un ente presente e idéntico. Es pura diferencia, pura formación de la forma.
La huella introduce también una dimensión fundamentalmente temporal que la asocia al concepto freudiano de nachträglich, de après-coup o efecto retroactivo presente en los dos tiempos del trauma, la cual objeta la temporalidad de la consciencia en tanto no puede reducirse a un mero “presente”. El tiempo A, por ejemplo, la escena sexual infantil que Freud suponía en el primer tiempo del trauma, no se torna eficaz sino en el segundo momento B, ocurrido en la pubertad. En A no está su eficacia presente sino en su remisión a B, que a su vez no valdría como tal si no fuera antecedido por A. Allí es donde, según Derrida, la diferencia difiere, la huella anuncia y recuerda, poniendo así en cuestión las distinciones entre pasado, presente y futuro de la concepción clásica del tiempo y la lógica de la identidad. La huella no es el recuerdo del trauma, sino que éste se constituye en la diferencia entre A y B. El texto se torna así una red, un tejido de diferencias, remisiones y articulaciones sin un centro absoluto, condición de la producción de sentido.
Es a partir de la diferencia entre forma y sustancia que puede afirmarse que el habla y la escritura son expresiones de un único y mismo lenguaje ya que si una de esas dos sustancias (flujo de aire o de tinta) no fueran parte del lenguaje en sí mismo no podría pasarse de otra sin “cambiar” de lenguaje. Lo cual sería absurdo. La escritura es externa al habla, sin ser una mera “imagen” o “símbolo” de ella, pero más interna al habla en tanto es ella misma escritura. “Antes de estar ligada a la incisión, al grabado, al dibujo o a la letra, a un significante que en general remitiría a un significante significado por él, el concepto de grafía implica, como la posibilidad común a todos los sistemas de significación, la instancia de la huella instituida” (Ibíd., 60).
El habla se extrae, por lo tanto, de ese fondo de escritura presente en la lengua misma. En esto Derrida sigue de cerca a L. Hjelmslev, a la Escuela lingüística de Copenhague y la glosemática. Esta escuela pone en cuestión la proposición de sentido común de que se aprende a leer y escribir luego de dominar el lenguaje hablado, lo cual le adjudica un carácter secundario a la escritura. Así, un texto escrito tiene para Hjelmslev el mismo valor que un texto hablado, desestimando la elección de la sustancia y negándole a la fónica un estatuto originario, pues se confunde a la escritura con el concepto vulgar que se tiene de ella. Es la crítica que le realiza a R. Jakobson, quien no termina de captar, en su estudio fonológico, la dimensión de escritura que hay en la estructura de los rasgos distintivos del fonema, permaneciendo así fiel a algunos prejuicios del Saussure “logocéntrico”. Hjelmslev se niega de este modo a establecer una “derivación” de las sustancias (Cf. DERRIDA 1967b, 77) ya que no puede establecerse con certeza aquello que es o no derivado, así como el origen de la escritura alfabética permanece oculto en la prehistoria.
La escuela de Copenhague destaca la “forma” desligada de todo vínculo natural con una sustancia. Esta escuela, al reconocer la especificidad de la escritura, fue conducida a poner de relieve no sólo el elemento gráfico sino también lo literario en tanto tal; es decir, lo que en un texto hay de irreductiblemente gráfico en disyunción con la palabra. Aquello que en la literatura, como juego de la forma, se separa de la voz -al contrario de la poesía que sería la literatura más fonológica, más próxima a la voz- y pasa a estar muy presente en la literatura moderna. Es así que si la lengua no fuera ya escritura ninguna notación derivada sería posible.
La “deconstrucción” sería el remedio derridiano para el logocentrismo. Significante que surge al tratar de traducir el término heideggeriano destruktion, evitando hacerlo por “destrucción”. Derrida no sostiene la grandes “rupturas”, las rupturas epistemológicas radicales, más bien concibe transformaciones, desplazamientos, utilizar un concepto contra sus propios presupuestos, reconfigurarlos de un modo interminable. Ello en la medida que cualquier fin constituiría una teleología, la cual sería inevitablemente inherente a los presupuestos metafísicos que se intentaban, precisamente, “deconstruir”. Por lo tanto, no se trata de una demolición -que para Derrida es imposible- sino de una des-sedimentación, de un desmontaje de todas las significaciones sostenidas en ese logos.
En una conferencia de 1968 titulada La différance, reemplaza la “e” de différence (diferencia en francés) por la letra “a”, produciendo un término nuevo pero a su vez homofónico: différance. En éste convergen tanto la “diferencia” -destacada en sus estudios sobre Saussure- como el acto de “diferir”, aplazar, posponer en el tiempo.
La deconstrucción pone de relieve la différance, muestra el tejido de diferencias que habita el texto, fluidificando todo lo que es estable y sólido en tanto ella nunca es una plenitud sensible sino una permanente remisión. Se mueve en sus fisuras, fronteras y contradicciones. En esto radica su poder desustancializador, y por ello la huella es “indefinidamente su propio devenir” (Ibíd., 62). Así, se privilegia en la escritura el juego de lenguaje por sobre el significado trascendental.
En síntesis, la metafísica -según Derrida- quiso ocultar la diferencia con la presencia del sentido, una presencia que no tiene una estructura de reenvío de un elemento a otro, que es precisamente lo que destaca la diferencia. Reprime los medios con los que se constituye la presencia misma, la presupone inmediata a la consciencia. Podríamos decirlo con Lacan: taponar el tonel para que no se fugue el sentido y para eso debe localizarse un significado trascendental, un sentido puro, una verdad absoluta (Cf. GODOY 2016a, 9). Por eso el etno-logocentrismo (nombre derridiano de la metafísica) es no sólo un fonologismo sino también, fundamentalmente, una onto-teología. La diferencia es la fuga misma, en su repetición indefinida, la remisión sin detención. Pues toda detención introduce inevitablemente un absoluto, un fin o principio último, un sujeto por entero presente a sí mismo, un Logos absoluto, un Dios.
Lacan y la instancia de la letra
En su escrito de 1957 “La instancia de la letra o la razón desde Freud”, Lacan introduce su concepto de “letra”, destacando la escritura que hay en el habla misma, la grama que hay en la fonía; es decir, que en lo que se escucha hay que captar la estructura que despeja el abordaje lingüístico. Tanto Saussure y Jakobson -referencias centrales de este escrito- apuntan en lo que se escucha a algo totalmente diferente de las modulaciones, propiedades y cualidades del sonido tal como hoy podría ser captado, incluso, por un instrumento técnico. El abordaje lingüístico apunta a la presencia de un sistema en lo que se escucha. Vale para eso destacar la diferencia que señala Jakobson entre la fonética y la fonología. En sus Seis lecciones sobre el sonido y el sentido de 1942, señalaba que ni la fonética “motriz” ni la fonética “acústica” puede dar cuenta de los elementos constitutivos de los fonemas, y por ello propone una nueva disciplina: “la fonología”, que estudia los aspectos sonoros del lenguaje pero en su aspecto puramente lingüístico; es decir, en su valor de signos verbales. Esto está presente, por lo tanto, en su definición del fonema: “Los sonidos munidos de un valor distintivo, los sonidos capaces de diferenciar las palabras, han recibido un nombre especial en la ciencia del lenguaje. Por ejemplo, en ruso la e cerrada y la e abierta no son más que dos variantes de un solo fonema, variantes que se llaman combinatorias, porque dependen únicamente de la combinación de los sonidos: frente a las consonantes mojadas la vocal e es cerrada y en las otras combinatorias es abierta” (JAKOBSON 1942, 44).
Se aprecia así la diferencia entre el punto de vista estrictamente fonético, que no exige más que realizar el inventario de los sonidos, en tanto meros fenómenos motores y acústicos, y el punto de vista fonológico, que nos obliga a examinar el valor lingüístico de los sonidos y establecer los fonemas, es decir, el sistema de los sonidos como elementos que sirven para distinguir las palabras. En consecuencia, los sistemas fonéticos y fonológicos discrepan, siendo estos últimos más reducidos y comportando, a su vez, un sistema coherente de relaciones. Implica, no la diversidad de sonidos sino lo que hay de distintivo en un sonido. Lacan encuentra así lo que ya en el sistema fonemático de la lengua anticipa en el habla a la imprenta: “…se ve que un elemento esencial en el habla misma estaba predestinado a moldearse en los caracteres móviles que… presentifican válidamente lo que llamamos la letra, a saber la estructura esencialmente localizada del significante” (LACAN 1957, 481).
La letra desprende al significante del valor de significación que adquiere sólo secundariamente como resultado de la combinación entre sí para la configuración de monemas. Este aspecto es central para Lacan, vuelto a evocar en 1966 en “La ciencia y la verdad” cuando señala que: “Por el psicoanálisis, el significante se define como actuando en primer lugar como separado de la significación” (LACAN 1966, 853), siendo esta característica la que le otorga un “carácter literal”.
La letra presenta, por lo tanto, al significante desprendido del significado por un lado y, por otra parte, localizado en una materialidad visible como “letra de molde”, pero que se encuentra, al igual que el fonema, dentro de un sistema de oposiciones. Esto demostraría lo que hay en el habla de equivalencia con la escritura antes que se deposite en el papel como impresión. Por eso la respuesta de Lacan a Derrida será decir que la archiescritura -que como hemos señalado anteriormente no es la escritura degradada como simple representación de la palabra hablada-, propuesta por la gramatología derridiana era lo que él -casi una década antes- había llamado la instancia de la letra. Así lo señala en los años 70: “…tal vez se habría podido pensar que por algo escribí “La instancia de la letra en el inconsciente”. No dije la instancia del significante, ese querido significante, lacaniano como se dice, se dice, se dice cuando se quiere decir que se lo arrebaté indebidamente a Saussure. Sí. Que Freud diga que el sueño es un rebus no me hará desistir un solo instante de afirmar que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Solo que es un lenguaje en medio del cual apareció su escrito” (LACAN 1971, 83).
Para Lacan, lo que los “vivillos de la archiescritura” destacan es la escritura que está desde siempre en el mundo y así la hacen prevalecer sobre la palabra (Cf. Ibíd.).
Síntoma y litoral
La lituratierra de los años setenta otorga una nueva versión de la instancia de la letra, situándose en el medio del trabajo sobre el rasgo unario -desarrollado en los sesenta durante el Seminario 9 para dar cuenta de la identificación-. El rasgo unario implica el significante como unidad, en tanto que su inscripción se hace efectiva en una huella o marca. El sufijo “-ario”, evoca, por una parte, el conteo (este sufijo se emplea para formar sustantivos de valor numeral) y, por otra parte, la diferencia (los lingüistas hablan de “rasgos distintivos binarios”, “terciarios”). Lacan utiliza como ejemplo una costilla de animal prehistórico cubierta de una serie de marcas que se encuentra en el museo de arqueología de Saint-Germain-en-Laye. Marcas que supone han sido trazadas por un cazador, representando cada una de ellas un animal muerto: “El primer significante es la muesca con que se marca, por ejemplo, que el sujeto ha matado a un animal, con lo cual ya no se enredará en su memoria cuando haya matado diez más. No tendrá que acordarse cuál es cual -los contará a partir de este rasgo unario” (LACAN 1964, 147). Estas marcas las encontramos, por ejemplo, en el hueso de Ishango, datado en el paleolítico superior, hace 35.000 años, es uno de los primeros artilugios contables de la historia humana.
Que cada animal, cualesquiera que sean sus particularidades, sea contado como una unidad, significa que el rasgo unario introduce un registro que se sitúa más allá de la apariencia sensible. En ese registro, que es el de lo simbólico, la diferencia y la identidad ya no se basan más en la apariencia, es decir, en lo imaginario. La identidad de los rasgos reside en que estos sean leídos como unos, por irregular que sea su trazado. El rasgo unario, por lo tanto, no es solamente lo que subsiste del objeto, también es lo que lo ha borrado en tanto tal. Debido a dicho borramiento, el rasgo unario introduce una diferencia que no es la diferencia cualitativa sino la diferencia en cuanto tal, la pura diferencia.
En su escrito “Lituratierra”, publicado en octubre de 1971 y retomado en el Seminario 18, Lacan aborda el estatuto de la letra en la literatura para interrogar lo que ésta enseña al psicoanálisis. Para ello acuña el neologismo lituraterre (traducido en la edición castellana de los Otros escritos como “lituratierra”).
Toma a su vez el equívoco joyceano entre a letter (letra) y a litter (basura), para señalar cómo la letra es lo que resta, lo que queda incluso como desecho, tal como lo señala Beckett en su “literatura de la despalabra” (Cf. EIDELBERG 2014, 27-32), en la cual la lengua que se utilice con la máxima eficacia sea aquella que con mayor eficacia se inutiliza. Lo que resta de la palabra cuando se quitan sus velos, su uso comunicativo o la reducción a un sentido.
En este escrito Lacan nos propone dos apólogos que podemos denominar, siguiendo a Eric Laurent, el de “La carta/letra robada” (La lettre volée) y el de “El vuelo sobre la letra” (Le vol sur la lettre). En ellos contrapone el estatuto de la letra en Occidente y Oriente, método muy presente en el Lacan de los años setenta y que conecta estrechamente entre sí a los seminarios 18 y 24. Tomemos entonces cada uno de ellos para situar el estatuto de la letra que nos revela cada caso.
Como hemos señalado, el comentario lacaniano de “La carta robada” de Poe del año 1956 -con la que abría sus Escritos- fue objeto de lo que denominamos “crítica anacrónica” por parte de Derrida en el año 1967. “Lituratierra”, de 1971, es un escrito que opera como una puesta al día de su escrito “La instancia de la letra...” de los cincuenta en donde, si bien introducía su teoría del significante, la distinción con la instancia de la letra aún carecía de precisión, aunque ya se esboza. Pero, a su vez, retoma el cuento de Poe comentado en “La carta robada” para destacar dos puntos fundamentales de su lectura que operan, al mismo tiempo, como respuesta a las críticas derridianas: primero, la carta/letra siempre llega a destino; segundo, la carta/letra tiene un efecto de feminización en quien la detenta. Que la carta llegue siempre a destino no quiere decir que tiene una significación prefigurada y un destinatario, tal como lo atribuye el filósofo desde su crítica al supuesto logocentrismo lacaniano. El lugar del goce surge, más bien, como enigma y agujero en el sentido. La letra señala ese lugar del goce. Para Lacan no se trata -como en Derrida y otros autores de la época- de la mera oposición entre sentido y sin-sentido, que se redobla, como hemos señalado, en una ontología del ser y la nada, sino de localizar la función de la letra como la función de fijación de un goce que hace “litoral” con el sentido. Precisamente, un “litoral” constituye el área de transición entre los sistemas terrestres y los marinos. Conceptualmente es lo que se denomina un “ecotono”, una frontera ecológica que se caracteriza por intensos procesos de intercambio de materia y energía. Son ecosistemas con un gran dinamismo y variabilidad, en constante movimiento; a diferencia de un “borde”, “frontera” o “límite” estático o rígido. En esto radica un punto crucial de la diferencia entre una “frontera” y un “litoral” en el que Lacan apoya su concepción de la letra. Mientras la frontera separa dos territorios que son iguales para quien lo atraviesa -es decir que tienen una “común medida”- el litoral plantea una ausencia radical de medida común, de reciprocidad, de equivalencia: “Entre centro y ausencia, entre saber y goce, hay litoral que solo vira a literal si pudiesen, a ese viraje, considerarlo el mismo en todo instante” (LACAN 1971, 25).
Para dar cuenta de esta función, Lacan evoca el título de un poema de Henri Michaux, que sitúa este litoral “Entre centro y ausencia”. Saber y goce no se recubren. Si el saber ocupa el centro, el goce que no se atrapa en la redes del saber aparece como ausencia. Por el contrario, si la irrupción de ese goce enigmático ocupa el centro, el saber se ausenta. Entre centro y ausencia, en un litoral en constante dinamismo. Hay, pues, discontinuidad, litoral, ruptura, no intersección entre saber y goce, descentrado uno del otro, bordeando cada uno el agujero del otro. La letra produce un pasaje del litoral a lo literal, inscribe una huella, cifra en el inconsciente. Lo “dibuja” como borde del agujero en el saber.
Conclusión: la letra del síntoma y lalengua
Ese pasaje del litoral a lo litoral, dicha presencia “literal”, ese borde entre el goce y el saber, podemos ubicarlo al nivel de la letra del síntoma. En el Seminario 22, el síntoma es abordado precisamente como “función” en el sentido matemático: f (x). Lacan pregunta: “¿Qué es esta x? Es lo que del inconsciente puede traducirse por una letra en tanto que solamente en la letra la identidad de sí a sí está aislada de toda cualidad. Del inconsciente, todo Uno en tanto que sustenta el significante en lo cual el inconsciente consiste, todo Uno es susceptible de escribirse por una letra” (LACAN 1974-1975, 21-1-75).
Encontramos aquí cómo se conjuga su trabajo sobre el “rasgo unario” con la conceptualización de la letra y su formalización. Pues en la letra -como señaló antes del “rasgo”- la identidad y la diferencia no se confunden en absoluto con la cualidad. Anula todas las cualidades referibles. Es un significante sólo, Uno, sin S2, no encadenado, que se escribe por una letra en el síntoma. “Litoral literalizado” entre centro y ausencia, entre el goce que hay (del síntoma) y la ausencia de aquello que no puede escribirse (la relación sexual).
Para Lacan, que la escritura no sea secundaria y mera transcripción del habla como comunicación y sentido -como señala Derrida en su crítica del prejuicio logocéntrico- no implica que ésta sea primaria (“archiescritura”). La noción novedosa de lalengua, que Lacan introduce en los años setenta, permite resolver el impasse. Antes de la letra del síntoma está lalengua como sus equívocos y resonancias, y no el lenguaje como articulación o el habla como comunicación de un sentido. La anterioridad la tiene el Uno de lalengua, que no tiene ningún “logos” en el centro, y puede ser susceptible de escribirse como letra en el síntoma. La lectura de esta letra en el decir del analizante constituirá por lo tanto el fundamento de la interpretación psicoanalítica.
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