Resumen: A través de este ensayo intentamos ofrecer una mirada crítica general sobre el estado por el que atraviesa la educación superior. Nos hemos servido de una figura legendaria en el campo de la exploración polar como metáfora para poder tejer un relato sobre las debilidades y, por tanto, desafíos a los que debe enfrentarse la universidad. Asimismo, nos hemos apoyado en los modelos teóricos de path dependency (dependencia del camino) a partir del cual se puede explicar el distinto rumbo que siguen las universidades en tanto que organizaciones; otra teoría de la que nos hemos servido es la elaborada por Baumgartner & Jones (1991) sobre el establecimiento de agendas políticas (puntuacted equilibria) que permite conocer el proceso en virtud del cual algunas cuestiones relevantes no se incorporan en las agendas políticas de reforma.
Palabras clave:NansenNansen, educación superior educación superior, dependencia del camino dependencia del camino, educación comparada educación comparada.
Abstract: Through this essay we seek to shed light on higher education from a critical perspective. As a metaphor, the life of Fridtjof Nansen –a norwegian artic explorer legend- is payed tribute with no other aim but to examine the weaknesses and, therefore, the challenges that higher education institutions are facing today. To gain some knowledge on how HEI (higher education institutions) work as organizations we choose some theories and models, such as the path dependency due to the fact that this theoretical framework is useful to handle an important issue about the ways HEIs are developed across the time. Apart from this theory, we take advantage of the policy agenda setting, released by Baumgartner & Jones, to explain to what the extend the HEIs are considered through the lens of politics attention.
Keywords: Nansen, comparative education, higher education, path dependency.
Dossier
¡Última llamada al pasajero Nansen! Reflexiones en torno a la Educación Superior. Una mirada crítica
Last call for passanger Nansen! Some thoughts about Higher Education. A critical outlook

Recepción: 13/12/2016
Aprobación: 19/12/2016
La sociedad mundial (Meyer et al, 1997) que venimos construyendo desde hace tiempo se cristaliza en una suerte de lugares comunes; contamos así con un repertorio de experiencias compartidas reconocibles de inmediato con independencia de la geografía física en la que nos encontremos. Uno de esos lugares podría muy bien venir representado por los grandes aeropuertos internacionales. Al transitar por estos espacios colosales emerge siempre un aviso que lo envuelve todo recordando –con incansable tenacidad y una frecuencia matemática- a tal o cual pasajero la obligación de encarar su puerta de embarque con objeto de que la aeronave pueda despegar hacia un destino programado. La reiteración del aviso consigue despertar en quien lo escucha cierta sensación de que todas las esperanzas del vuelo se concitan finalmente en la aparición y concurso de una sola persona. De ahí el reclamo y la súplica del gigante aeroportuario a través de una megafonía inasequible al desaliento.
Permítasenos esta licencia narrativa para poner de manifiesto la situación por la que atraviesa -en términos generales- la educación superior en el momento actual. Así defendemos la tesis de que también la universidad lleva tiempo emitiendo -a través de su particular megafonía académica- últimos avisos con la esperanza de que algo cambie, de que aparezca finalmente el pasajero que permita despegar a la aeronave universitaria hacia un destino prometedor.
¿Por qué Nansen? La respuesta- necesariamente subjetiva-, se explica tal vez por el magnetismo que ha causado en quien escribe ese fragmento de la historia bautizado como la Edad heroica de la exploración polar. Satisfecha casi enteramente la curiosidad por descubrir territorios ignotos, en el último tercio del XIX y primero del siglo XX la mirada inquieta del ser humano se fijó de forma casi obsesiva en la conquista de las regiones polares del planeta al representar los últimos bastiones de lo desconocido. Emergen en esas fechas aventureros de la talla de Fridtjof Nansen, Sir Ernest Shackleton, Roald Amundsen o el malogrado Robert Falcon Scott -entre otros- como puntales de un desafío atravesado por la épica. Cualquiera de ellos en razón de su biografía apasionante podría haber sido nuestro “pasajero”. Elegimos, no obstante, al noruego Nansen como metáfora e hilo conductor de nuestro relato por lo que representó en su día la osadía de intentar, por vez primera, la travesía de esa masa blanca infinita llamada Groenlandia en el año 1888, además de constituir una biografía jalonada con hitos que lo convierten también en una referencia del humanismo por su defensa de los derechos humanos, todo lo cual le valió el premio Nobel.
En aquella fecha, Fridjon Nansen determinó atravesar ese vasto paisaje helado junto con cuatro compañeros de exploración. A tal efecto, y como señala en las memorias que dejó escritas sobre tal hazaña (Nansen, 1890), este nórdico intrépido discurrió una forma de alcanzar el objetivo diametralmente opuesta a la pergeñada en anteriores intentos. Quienes le precedieron en la aventura optaron sistemáticamente por partir de la zona más habitada, menos hostil, más conocida y por tanto, más confortable (la capital Godthaab -hoy denominada Nuuk-) para -a partir de ahí-, procurar un éxito que nunca se materializó.
Nansen, por el contrario, modificó sustancialmente su forma de proceder; como nos ha legado, su estrategia se fundó en la máxima “death or the west coast of Greenland”. Esto es, tomar como punto de inicio la costa este de Groenlandia, es decir, un lugar donde no había asentamientos humanos amén de condiciones muy difíciles de soportar para cualquier forma viva. De esta guisa, tal y como reza la máxima que indicamos con anterioridad, sólo cabía una opción, a saber, seguir adelante hasta alcanzar la costa oeste habitada…o morir en el intento. Su determinación y audacia en el planteamiento de la ruta le permitió conquistar con éxito esta aventura y ensanchar de esta manera su leyenda hasta nuestros días.
Las preguntas, pues, se agolpan y -desde luego-, debieran incomodar o cuando menos interpelar a todos aquellos que formamos parte de la educación superior: ¿están nuestros sistemas universitarios transidos por la estrategia Nansen? ¿Contamos con la audacia y el coraje suficiente para abrir nuevas vías, para roturar o al menos ensayar otra universidad? La respuesta, por desgracia, es que en muchas más ocasiones de las que sería razonable pensar, la aventura universitaria institucional e incluso académica suele partir de Nuuk. La universidad parece adolecer de una falta de entusiasmo para iniciar caminos o rutas institucionales distintas a las ya conocidas.
En uno de tantos discursos memorables pronunciados por Manuel Azaña1, ya en 1932, lo explicó de manera magistral cuando alertaba sobre lo que él denominó el “espanto de la novedad”:
“Hay, por de pronto, el espanto de la novedad: cuando surge ante nosotros un problema ingente, grave, difícil, que requiere un esfuerzo del entendimiento, por ser esfuerzo penoso, y además reclama una decisión de la voluntad, el primer impulso de todo el mundo es esquivarlo. Hay un instinto contra la novedad, y el que más y el que menos –no hablo de nosotros, sino de la opinión general-, el que más y el que menos preferiría que no le planteasen aquella dificultad, seguir en la rutina anterior” (Azaña, 2005, p. 61).
Dicho de una forma más llana, no somos capaces de culminar la travesía completa porque, tras unos días o semanas caminando, la institución universitaria acaba abortando la exploración de sus posibilidades y retorna, sin remedio, al calor conocido de Nuuk, a la inercia gregaria en las prácticas2, en los programas y políticas. Los discursos universitarios (audaces y valientes) salen siempre de la costa este; la ejecución de los mismos, por el contrario, decide sistemáticamente partir de Nuuk. Este diferencial nos mantiene en una parálisis y contradicción de la educación superior que debemos, a mi juicio, resolver en uno u otro sentido. Metamorfosis3 (Morin, 2009, p.19) o continuismo hacia ninguna parte. Lo primero es arriesgado y especialmente difícil en una coyuntura de austeridad económica e inoperancia política en relación con la cuestión universitaria. La segunda opción, seguir como hasta ahora puede, en el peor de los casos, condenar a la irrelevancia académica y social a no pocas instituciones de educación superior. Por referir tan solo el caso europeo, hay censadas unas 4.000 universidades; una vez creadas es harto difícil remover un centro de educación superior público teniendo casi garantizada la supervivencia; cosa distinta es que la misma se encuentre en un estado lacónico, vegetativo.
En las primeras líneas de este ensayo hacíamos alusión a los lugares comunes o espacios reconocibles de los que todos formamos parte en el presente. Los sistemas universitarios concuerdan, en general, también con esa etiqueta institucional. Quienes han/hemos tenido la fortuna de conocer centros de educación superior fuera de nuestras propias fronteras domésticas sabemos que, de inmediato, nos son reconocibles algunos rasgos recurrentes en todas ellas. Estructuras físicas y organizativas son percibidas a nuestros ojos con familiaridad. No obstante, también hay diferencias marcadas entre los sistemas universitarios4. A fin de cuentas, la universidad es una organización que puede ser entendida, al menos parcialmente, a partir del análisis de algunos modelos teóricos que se interesan por comprender cómo evolucionan las organizaciones de forma diferenciada. A tal fin, nos proponemos pasar revista a determinados elementos íntimamente relacionados y que, juntos, nos ayudan en gran medida a entender de manera cabal la ruta adoptada por las diferentes instituciones de educación superior (Kimball & Johnson, 2012).
En primer lugar, y aunque parezca un tanto prosaico u obvio, toda organización, como las instituciones de educación superior, tiene a las personas como su principal materia prima. Es, por tanto, preciso recuperar la expresión que acuñó en su día Frederick Harbison al escribir con acierto un texto canónico sobre la “fricción institucional” entendida esta como variable presente en toda organización social (Harbison, 1956).
A través de este concepto se pretendía poner de manifiesto la ineficacia, por principio, de cualquier organización humana por cuanto se pierde una buena parte de energía en actividades no productivas para la organización (en nuestro caso, la universidad). Quiero destacar dos cuestiones que me parecen relevantes. En primer término, el autor tuvo la audacia de señalar que, a igualdad de otros factores, lo que marca la diferencia entre distintas instituciones es su inversión en la gestión de personal (management resources). Es decir, una variable relevante para explicar la calidad de una universidad se funda en la estructura y capacidad de sus cuadros directivos.
En este sentido, las instituciones de educación superior han encarado la cuestión de dos formas bien distintas. Por un lado, aquellas universidades que confían el gobierno de sus facultades y departamentos a un proceso democrático en el que toda la comunidad (profesores, estudiantes y personal de administración) cuentan con voz y voto (bien es cierto que en muchos casos ponderado) y cuyo resultado final supone que el personal docente e investigador (funciones nucleares del universitario) asume tareas de gestión en áreas para las que no ha recibido formación. Así, puede resultar que lo que la mayoría quiera para la facultad/departamento no sea lo que realmente necesite la institución para virar de trayectoria (siguiendo con nuestra metáfora, el equipo de gobierno puede no estar en disposición o reunir las habilidades para emprender viaje desde la costa este).
No hay duda de que los procedimientos democráticos siempre aquilatan una institución -quedando afortunadamente lejanos aquellos tiempos en los que se impedía toda forma de participación a la comunidad universitaria-. No obstante la democracia también encuentra límites de aplicación y eficacia5 (Bobbio, 2005) siendo preciso la incorporación de cuando menos alguna matización necesaria cuando el radio de acción de la misma es una institución académica. Un tratamiento oncológico no se decide, no puede decidirse, mediante sufragio popular. Al contrario el elegido debe ser aquel que presente mejores evidencias de cura. De manera similar en la elección de los equipos de gobierno debe establecerse un factor de corrección en virtud del cual haya garantías ciertas de que los miembros de investigación y docencia de los aspirantes reúnen solvencia suficiente.
Asimismo también son frecuentes los modelos (especialmente de corte anglosajón) en los que se aplica una lógica fundada en el beneficio empresarial. A tal efecto, se confía la estructura universitaria a un equipo de gestión (Board of Trustees) sobre los que descansa decisiones importantes en relación con las inversiones de la institución y la rendición de cuentas (especialmente en términos económicos). Esta forma de elección de los equipos de gobierno acaba entronizando sobre todo a las facultades y centros con altos retornos de la inversión y, subsiguientemente, laminando a otras facultades con menor proyección en transferencia e innovación. Aquí, por tanto, también es preciso introducir políticas de corrección con objeto de incorporar más variables en el polinomio evaluador que la simple lectura mercantilista.
Entender la universidad como una feliz arcadia no sólo es imposible sino que además -probablemente- tampoco sea un escenario deseable. Ahora bien, existe un umbral a partir del cual las divisiones, fricciones domésticas y luchas intestinas se vuelven factores de retroceso o parálisis de la institución en su conjunto. Como criterio de organización social dentro de todo centro o departamento actúa una fuerza que separa a los miembros de la organización en función de su adhesión inquebrantable a tal o cual corriente, persona o familia dentro de la universidad.
Una pequeña dosis de esta liturgia es tolerable e incluso puede oficiar como tónico pero, como decimos, superado un rango razonable, la situación se torna como uno de las fuentes más demoledoras de la fricción institucional. Tal vez peor que el propio hecho en sí mismo sea su carácter de enfermedad endémica hereditaria. Así, distintas cohortes de investigadores y docentes van heredando las filias y fobias de sus mentores con lo cual se perpetúa el minifundio y la balcanización de la vida universitaria. Rotas o maltrechas las relaciones, inutilizados los vasos comunicantes entre “familias” y departamentos, finalmente se acaba cercenando uno de los principios básicos de empuje de toda institución académica, cual es la conjugación de las voces colaborar y competir (Hargreaves et al, 2014) entre los distintos miembros y estructuras universitarias.
No nos cansamos de reiterar que, tan sólo a efectos de explicación de un relato, tomamos a la universidad como generalización de una realidad. Piénsese, por ejemplo, que cualquier intento de trasladar de manera fiel la esfera terrestre a un plano supone admitir una dosis no pequeña de distorsión. Igualmente, somos conscientes de la existencia de universidades que trabajan de manera eficaz y casi modélica en alguno de los desafíos y debilidades que venimos comentando7. Sin embargo, conviene situar la mirada en aquellas cuestiones que todavía hoy suponen un freno a la modernización de los centros de educación superior.
En ese sentido, nos parece de enorme importancia la secuencia (lógica) o, si se prefiere, el continuum compuesto por la admisión/selección de los estudiantes, la formación en los distintos centros universitarios y, finalmente, el seguimiento de los mismos una vez han concluido sus estudios de grado y/o postgrado (egresados). De alguna manera, y sin querer trivializar, es algo parecido a la cadena de frío en el campo alimentario; basta con desatender alguno de los eslabones para que todo el proceso se arruine.
La cuestión relativa a la selección y admisión de estudiantes es, de lejos, uno de los temas más espinosos que afronta la universidad. ¿Debe rebajar las exigencias y severidad de sus estudios con objeto de facilitar la entrada al mayor número posible de estudiantes ensanchando así la democratización de los estudios terciarios? ¿O debe, por principio, mantenerse vigilante para que solamente el talento pueda franquear las facultades universitarias garantizando de esta forma la excelencia en el último peldaño de los sistemas educativos?8 (Revel, 2006).
Por ilustrarlo con una mirada española, lo cierto es que la universidad ha renunciado -con algunas excepciones- a ejercer sus competencias en lo que se refiere a la selección de estudiantes en sus centros (MEC, 2013). Así, la prueba conocida socialmente como “selectividad” (Prueba de Acceso a la Universidad) que genera alguna cuestión de interés (¿puede llamarse selectividad a una prueba superada, convocatoria tras convocatoria, por un porcentaje de más del 90 por ciento?9). En puridad, se trata de una prueba que da derecho a quienes la superan a ser admitidos en el sistema universitario. A partir de ahí, la selección se produce mecánicamente por las calificaciones académicas de los alumnos en función de los numerus clausus establecidos en los distintos centros en el caso de que exista más demanda que oferta de puestos en algunas titulaciones.
La verdadera selección sólo puede tener lugar si es la propia facultad el órgano encargado de establecer los criterios que deben cumplir los estudiantes, de acuerdo a un perfil considerado adecuado para estos estudios. En lo que respecta a España, las distintas leyes educativas facultan a la universidad para que desarrolle las pruebas de admisión que considere oportunas para el acceso a sus estudios. Sin embargo, sólo unos pocos centros/facultades10 vienen ejerciendo de pleno esta competencia para seleccionar a los alumnos que consideran más adecuados en función de las exigencias de la titulación.
Mostrar una despreocupación absoluta en relación con las cohortes de estudiantes que acceden a los distintos centros supone, como decíamos anteriormente, la primera desconexión del sistema. Los estudios -ya clásicos- como los abanderados por James Rosenbaum11 demuestran las consecuencias negativas que esta falta de interés e información sobre los requisitos o demandas académicas tienen en el estudiante.
Desde la óptica de las facultades de educación se trata de un escenario que debe ser revisado. De lo contrario se convierte en un juego de suma negativa en el que todos los actores pierden. Del lado siempre más débil, los primeros afectados son los propios estudiantes quienes se encuentran desnortados en aulas masificadas y en muchos casos sin competencias para aprovechar con suficiencia las enseñanzas, generando pues un sentimiento de frustración y desencanto hacia la institución. El profesorado tampoco lo tiene mucho mejor ya que se descubre en una organización en la que –especialmente en titulaciones adscritas a ciencias sociales y humanidades- acaba desarrollando una cultura permisiva para poder gestionar grupos tan heterogéneos en interés y capacidad.
No se trata de entrar en un bucle fundado en restringir lo máximo posible la entrada a los estudios con la esperanza de convertirse en una universidad mundialmente conocida por sus bajos índices de aceptación. De hecho los informes internacionales recomiendan como objetivo estratégico aumentar el acceso a la institución universitaria de distintos colectivos diana tradicionalmente alejados o con dificultades de ingreso (Eurydice, 2014). Los mejores centros universitarios no lo son porque tengan registros imbatibles en relación con las admission rates; lo son, precisamente, porque su formación tiene tal calidad reconocida que genera una espiral infinita de solicitudes. Todo lo demás es hacerse trampas al solitario. Por consiguiente, una buena opción pasa por ser riguroso y exigente en la admisión del alumnado junto con el desarrollo (complementario) de políticas que permitan el acceso de segmentos de población tradicionalmente alejados de la escena universitaria.
La otra zona de desconexión de lo que hemos denominado “ecuación fallida” tiene que ver con la puerta de salida. Una vez concluidos los estudios, las instituciones universitarias apenas se interesan por conocer dónde están sus graduados12 y, sobre todo, hasta qué punto las enseñanzas teóricas y prácticas (competencias) desarrolladas durante el proceso formativo les han resultado valiosas en el mundo productivo. Desde luego, esta información debiera generar un proceso de retroalimentación muy valioso para la institución.
Desde hace ya mucho tiempo existe un debate -casi irresoluble como la cuadratura del círculo- sobre los fines que debe perseguir la formación universitaria y su entronque con la sociedad. Así, es fácil advertir el incremento en los últimos años de políticas y discursos que gravitan sobre la necesidad de vincular la universidad con el mundo del trabajo (universidad-empresa). Por otro lado, también existe una fuerte corriente que denuncia la sumisión de la universidad a los intereses del mercado y, por tanto, lo que reclaman es una universidad formadora de ciudadanos críticos e ilustrados capaz de modificar el statu quo social.
En este caso, el desafío de la educación superior pasa, indefectiblemente, por trabajar de manera complementaria ambas dimensiones. En profesiones normativamente reguladas como la formación de profesores debiera ser una exigencia el contacto permanente y productivo entre la administración y las facultades de formación de profesores. No es sensato que estemos formando legiones de maestros sin tener en consideración la oferta pública de empleo para los mismos.
Sería deseable, por ejemplo, que la administración (de acuerdo con los centros de formación) fijara una política en virtud de la cual, por ejemplo, los mejores expedientes tuvieran acceso directo a contratos de trabajo con centros escolares públicos.
Parece de interés una mirada al modelo de “dependencia del camino” (Pierson, 2000; Guy Peters et al, 2005; Sydow et al, 2009) o path dependence con el ánimo de encontrar en los argumentos que defiende alguna justificación sobre el estado de cosas en el ámbito de la educación superior. Inicialmente pensado para dar cuenta y razón del comportamiento de las organizaciones tecnológicas y de otros ámbitos como la economía o política, creemos que puede ser de interés a la hora de buscar factores que expliquen el rumbo de las distintas instituciones de educación superior.
La principal tesis de este modelo explicativo se asienta en la idea de que una vez que una organización ha comenzado a caminar por una senda determinada durante cierto tiempo, el coste de salida se vuelve cada vez más alto. No queda descartado un cambio de rumbo pero, ciertamente, las rigideces de determinadas disposiciones institucionales complicarán sobremanera modificar el rumbo de la organización debido, principalmente, a que se genera un proceso de retornos crecientes (feedback positivo) en relación con las decisiones que se vienen adoptando.
Por ilustrarlo si se quiere de una forma más literaria puede ayudar lo escrito por Juan Goytisolo cuando trasladó, de manera antológica, cómo algunas sociedades -en este particular sobre España- se muestran refractarias a todo cambio sustantivo, por lo que permanecen de manera invariable una misma senda (a efectos de este trabajo deberemos añadir la expresión instituciones educativas). El autor lo explica como sigue:
“Allanad con el pie las múltiples bocas de un hormiguero, pacientemente construido grano a grano sobre el terreno ingrato y arenoso y pasad al día siguiente por el lugar: lo veréis de nuevo sutil y floreciente, como una plasmación del instinto gregal de su comunidad laboriosa y terca, así la habitación natural de la fauna española, la ancestral y siempre calumniada barraca de caña y latón, condenada a desaparecer, ahora que sois como quien dice europeos y el turismo os obliga a remozar la fachada (…) barrida un día de la Barceloneta (…) resurge inmediatamente, lozana y próspera, en Casa Antúnez o en el puerto franco como expresión simbólica de vuestra primitiva y genuina estructura tribal” (Goytisolo, 1966, p.64)
Las decisiones, deliberadas o no, van conformando en la institución una ruta determinada (descartando otras posibles) y, por tanto, perdiendo flexibilidad con la subsiguiente cosificación de la organización que, llegado a un punto crítico, entraría en un estadio de cierre corporativo o lock-in.
Son múltiples las decisiones, por acción u omisión, que pueden ser analizadas a la luz del modelo predicado por path dependence. A título ilustrativo cabe mencionar, por ejemplo, la sistemática dejación de funciones de los equipos de gobierno de las facultades sobre, por ejemplo, el ausentismo no justificado de su plantel docente. Inhibirse en el seguimiento de las obligaciones docentes y el cumplimiento estricto de los horarios (justificado en una concepción relajada de la autonomía universitaria) acaba generando un retorno creciente positivo a favor de quienes desatienden sus compromisos docentes.
Seguir caminando (de forma acrítica) siempre por la ruta conocida genera, como venimos comentando, fuertes incentivos para seguir roturando, una y otra vez, el mismo sendero. Naturalmente, existe una ficción de innovación y cambio. Así, impelidas por un proceso de rendición de cuentas, las universidades cuentan ya con procedimientos de verificación y acreditación de sus títulos universitarios a través de agencias de calidad regionales o nacionales. En el caso español, sorprende que todas y cada una de las titulaciones de grado o posgrado hayan sido sistemáticamente acreditadas de nuevo. El criterio, por ejemplo, para suprimir una titulación en la región de Castilla y León pasa porque la titulación cuente con pocos alumnos. Ante la eventual situación de que una titulación tenga pocos alumnos, la forma para salvarla de la quema resulta tan sencilla como declararla de “interés especial” o que tal grado universitario sólo se ofrece en una universidad del territorio. Se impone el maquillaje a la cirugía o, si se prefiere, el statu quo invariable.
Los ejemplos que amparan este modelo de dependencia del camino se suceden en nuestras universidades. Uno de los aspectos nucleares tiene que ver con la formación y selección de un profesorado que haga justicia al carácter universal que encierra la propia voz universidad. Sorprende, en el caso español que estamos refiriendo -aunque sería predicable para una buena parte de sistemas universitarios foráneos-, la enorme resistencia a terminar con las prácticas endémicas en la selección de sus claustros.
Así, en el año 2001 y con el ánimo de reformar un sistema universitario que descansaba en bases legislativas de 1983 se intentó remover alguna de las bases de la educación superior. Uno de los aspectos de interés de la nueva concepción tenía que ver con los criterios de selección del profesorado. De acuerdo con esta modificación, los profesores ayudantes doctores sólo podían ser contratados por una universidad si acreditaban haber estado investigando y formándose en centros ajenos al propio13. Una fórmula para intentar rebajar las altas tasas de endogamia que afectan al sistema universitario español. Poco tiempo después, y dado que tal medida removería de manera sustancial los usos y costumbres inveteradas de las universidades, volvió a actuar el principio de path dependence para rebajar ostensiblemente este requisito dejando la experiencia en otros centros de educación superior no como criterio sine qua non para la contratación, sino como un mérito más entre otros que deben manejar las comisiones. La nómina de ejemplos sobre inercias institucionales que dificultan cambios significativos en la educación superior es demasiado abultada.
El segundo modelo teórico que permite acomodar una explicación al rumbo que adoptan las instituciones de educación superior lo encontramos en la teoría elaborada por la ciencia política denominada puntuacted equilibria (Baumgartner & Jones, 1991). De acuerdo a este modelo se destacan tres conceptos fundamentales. En primer lugar, lo que los autores denominan “policy image”. Es decir, la imagen que se construye sobre una determinada cuestión y que, naturalmente, en función de quién sea el responsable de configurar esa imagen social pública sobre un determinado asunto podrá conferirle una orientación determinada en función de sus intereses (destacando una perspectiva y ocultando miradas alternativas).
En el caso de la imagen construida sobre la educación superior, lo cierto es que se trata de una imagen o relato elaborado de manera corporativa, con altas dosis de autonomía y, sobre todo, fundada en una arquitectura defensiva que rechaza (o dificulta) cualquier intento de los “outsiders” por modificar una imagen invariable y hegemónica de la educación superior.
Cuestiones de calado tales como modificar o revisar los procedimientos de selección y admisión de alumnos, construir de manera coherente un plan de estudios pensado más en la adquisición de competencias de los estudiantes y no tanto en función de las luchas intestinas de poder de los distintos departamentos universitarios, la fiscalización/evaluación (rendición de cuentas) de la tarea del profesorado en su triple dimensión docente, investigadora y de gestión son, como decimos, algunas de las cuestiones-problema que mueren al poco de llegar a la orilla.
Esta resistencia al cambio (sustancial y no meramente cosmética) tiene que ver con el segundo concepto que manejan los autores citados. Refieren como “institutional venue” el lugar o espacio institucional en el que se sustancia un determinado asunto de la agenda pública (vinculado, por tanto, con la policy image). Así, reconocida la autonomía de la que disfruta tradicionalmente el sistema de educación superior nos encontramos con una universidad autogestionada en gran medida. Todo lo cual supone ventajas evidentes, especialmente en una ámbito en el que la libertad de ciencia debe ser condición sine qua non de funcionamiento, pero -al mismo tiempo- esa misma singularidad propia de la universidad para regularse a sí misma puede generar disfunciones o desviaciones en relación con el interés general al que debe servir desde esa posición de privilegio. Por expresarlo de una manera gráfica, la imagen de un debate social depende en gran medida del lugar en el que se discute, conforma y proyecta. Así, la cuestión de la energía nuclear (su imagen) difiere sustancialmente en función de si es debatida en una comisión de energía e industria o, por el contrario, tiene lugar en una comisión de medio ambiente (institutional venue).
La forma más eficaz de modificar la imagen será, pues, trasladando el debate a otro espacio institucional diferente. Es lo que Baumgartner y Jones denominan en su modelo “venue shopping”. Al contrario que otros asuntos de amplio espectro social como la sanidad, la presión fiscal o la vivienda- por citar algunos-, la cuestión universitaria (fines, organización, estructura, funcionamiento…) está residenciada en la cara oculta de la luna. Se necesita, pues, interesar a segmentos de la sociedad sobre el papel que desarrolla la educación superior, se precisa que cada vez más personas se sientan concernidas por el funcionamiento y el rumbo que está adoptando la educación superior. Se trata, en suma, parafraseando a Ortega, sacar a la universidad del ensimismamiento en el que ha venido viviendo en los últimos siglos.
Para un lector atento a la realidad social no debe resultar difícil advertir la invisibilidad de la cuestión universitaria en la política general de un país. Se nos permitirá dibujar esta tesis con un ejemplo muy ilustrativo discurrido en clave española. Así, en un año atípico en la política española -por cuanto el país ha conocido varias convocatorias electorales y casi un año de gobierno nacional en funciones- y por consiguiente un período muy amplio de permanente campaña electoral, lo cierto es que en relación con la educación la totalidad del debate se ha centrado exclusivamente en la pertinencia o no de reformar la legislación educativa que afecta a la educación secundaria.
Cientos de debates electorales celebrados, múltiples intervenciones de candidatos adscritos tanto a las formaciones tradicionales como a los partidos políticos emergentes, incontables artículos aparecidos en los principales diarios nacionales y un mismo denominador común: la ausencia de una reflexión sobre el estado y orientación del sistema universitario (no así el tratamiento de la educación secundaria que, este sí, constituye en uno de los ejes clave de la agenda y debate político).
En ese estado de cosas, la universidad está condenada a seguir una ruta ya conocida ajena a perturbaciones externas. De manera que el destino de cada institución de educación superior depende de la audacia y pericia mostrada por sus órganos de dirección. Situación envidiable si quien dirige la nave es Fridjof Nansen y, por el contrario, un escenario menos prometedor si quien está llamado a introducir las coordenadas de navegación tiene como intención declarada no iniciar viaje alguno.
A lo largo de estas líneas hemos tomado como referencia al explorador noruego como hilo argumental para tejer los desafíos y reformas que, a nuestro juicio, debe encarar la universidad en términos generales. Al finalizar este trabajo retomamos la figura de Nansen por cuanto, ahora lo desvelamos, en su poliédrica vida tuvo también la fortuna de ejercer como Rector Honorario de la Universidad de St. Andrews.
En su discurso dirigido a la comunidad universitaria en 1926, y especialmente dedicado a los jóvenes estudiantes, Nansen critica por igual tanto a los nacionalismos encastillados en su propio interés14 como tanto a una concepción fundada en la práctica de una globalización que nos conduzca, según sus palabras de entonces a una “peligrosa monotonía, un gris uniforme, en el que sería difícil desarrollar la propia personalidad” (Nansen, 1926: 5)15.
De tal forma, y pensando ya en clave universitaria, el aviso para navegantes fijado por Nansen supone la búsqueda de un equilibrio complicado basado en respetar (y alentar) las singularidades nacionales (los rasgos más reconocibles y endémicos de un contexto determinado), junto con la determinación para buscar nuevas rutas (muchas veces esbozadas en el ámbito internacional) que permitan aquilatar lo que ya se posee. Dos actitudes son, a nuestro entender, igualmente reprobables. De un lado, la práctica (amparada muchas veces institucionalmente) que consiste en la crítica feroz16 y la negativa beligerante en relación con las clasificaciones internacionales de universidades (curiosamente suele coincidir con la ausencia en las mismas); de otro, aquel acto –casi reflejo- y por tanto acrítico que pasa por una emulación compulsiva y carente de anclaje en la realidad de todos los aspectos (habitualmente, por desgracia, aquellos que tienen que ver con aspectos formales y no nucleares en docencia e investigación) de las universidades más reconocidas del mundo.
De todas sus interesantes aportaciones en este discurso, tal vez la más destacada tiene que ver con la ligazón entre su experiencia como explorador ártico y, naturalmente, la proyección de la misma al terreno de la educación superior. Como miembro numerario de ese grupo selecto de exploradores le parece insufrible una vida, y así lo traslada en su mensaje a la comunidad universitaria, fundada en el acto cotidiano de caminar de casa a la oficina y viceversa.
Resulta innegable el hecho de que, como consecuencia (o coartada) de un ciclo económico recesivo, muchas regiones han llevado a cabo importantes recortes presupuestarios respecto a la financiación de las universidades. Esta merma de recursos junto a otras variables como, por ejemplo, la presión creciente -fruto de la comparación mundial- por incorporar a nuestros centros de educación superior en las ligas internacionales de prestigio y, en no menor grado, la catarsis que viene sufriendo la universidad en relación con las funciones y responsabilidades que debe asumir en un nuevo paradigma histórico en el que la incertidumbre sobrevuela toda reflexión sobre el papel presente y, sobre todo, futuro de las universidades. Estos factores, decimos, junto con otros tantos pueden estar detrás de un cierto desánimo, desencanto o, en el peor de los casos, podrían explicar una actitud de conformismo/aburguesamiento en nuestro desempeño profesional incompatible con la genética de una institución universitaria.
Por ese motivo nos pareció oportuno enfrentar en este ensayo la universidad con la biografía del explorador noruego. Como algunos de sus colegas de aventura coetáneos -especialmente Sir Ernest Shackleton-, hubo de sortear innumerables obstáculos por lo que su discurso en la Universidad de St. Andrews permanece, según nuestro criterio, plenamente vigente. Según sus palabras, traducción de su propia vida, tres deben ser las virtudes de todo universitario, estos son, coraje, independencia y, sobre todo, espíritu de aventura:
“Para la mayoría de la gente la vida es un viaje de un puerto a otro, a lo largo de una costa segura. No corremos grandes riesgos…pero, ¿qué hay de las cosas que merecen ser hechas, los logros, las metas por las que merece la pena vivir e incluso morir? (…) Estoy convencido de que los grandes sucesos en el mundo dependen del espíritu de aventura mostrado por determinadas personas que aprovechan la oportunidad cuando ésta surge (…) Permitidme contaros un secreto de eso que se llama éxito tal y como me ha sucedido en mi propia vida, y aquí –desde luego- creo que os estoy dando un buen consejo. Fue quemar mis naves y derruir los puentes detrás de mí. Es entonces cuando uno no dedica tiempo para mirar atrás; entonces, ya no hay otra posibilidad para ti y tus hombres que la de ir siempre hacia delante o morir” (Nansen, 1926: 5).
Cómo citar:: HERNÁNDEZ
BELTRÁN, J.C. (2017) “¡Última llamada al pasajero Nansen! Reflexiones en torno
a la Educación Superior. Una mirada crítica”, en Espacios en Blanco. Revista de Educación, núm. 27, junio 2017, pp.
15-34. Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Buenos
Aires, Argentina