Resumen: En Argentina, a partir de la década de 1980, surgen las primeras investigaciones abocadas a caracterizar la relación de los jóvenes con la escuela. En este artículo revisamos este campo de estudios identificando dos problemáticas que se destacan como principales: la desigualdad educativa y la violencia/conflictividad en la escuela. Por esta vía, observamos una desigual aproximación de los investigadores a las escuelas de distintos sectores sociales. Concretamente, los estudios cualitativos sobre conflictividad –a diferencia de los que abordan la desigualdad– han estudiado prioritariamente en establecimientos de sectores vulnerables. Cuestión que, en nuestra interpretación, supone un riesgo de asociación lineal entre violencia y vulnerabilidad, que las mediciones con las que contamos en nuestro país no estarían abonando. En función de ello, señalamos que el estudio de la conflictividad en escuelas de sectores socio-económicos altos constituye un área de vacancia que necesita ser desarrollada.
Palabras clave:jóvenesjóvenes,escuelaescuela,violenciaviolencia,desigualdaddesigualdad,argentinaargentina.
Abstract: In Argentina, from the 80s onwards, the first researchs that characterized the relation among youngsters and school began to develope. In this paper we review this field of studies identifying two main interest: scholar inequality and school conflict/violence. We observe an unequal approximation of reseachers to schools from different social sectors. Specifically, qualitative inquiries about conflict –unlike those that address inequality– have focused on establishments that attend students from vulnerable sectors. In our interpretation, that implies a risk of linking violence and vulnerabity, an assumption that meassurements carried out in our country would not support. Based on this interpretation, we state that the study of violence and conflict at schools of high economic sectors is a reseach area that needs to be developed.
Keywords: youngters, school, violence, inequality, argentina.
Artículos
Juventudes y Escuela en Argentina. Una revisión crítica de los estudios sobre desigualdad, violencia y conflictividad.
Youth and School in Argentina: A critical review of the studies on inequality, violence and conflict”

Recepción: 05 Junio 2018
Aprobación: 30 Julio 2018
A partir de la década de 1980 –junto con la recuperación democrática y en un contexto en que la matrícula escolar se encontraba en ascenso en Argentina surgen las primeras investigaciones abocadas a caracterizar la relación de los jóvenes con la escuela (Tiramonti y Fuentes, 2012). La preocupación también aparece en otros países de Latinoamérica. Sin embargo, un rasgo distintivo de nuestro país fue su marcada receptividad hacia desarrollos y preocupaciones de países europeos (especialmente francófonos), que no siempre se vio acompañada de una actitud de vigilancia sobre la medida de su adecuación a nuestros contextos educativos (Braslavsky, 1985).
En este artículo proponemos un recorrido por algunas líneas investigativas que han ido consolidándose en nuestro país en torno a la relación jóvenes-escuela. Nos orienta un conjunto de interrogantes referidos a las interpretaciones elaboradas para pensar a las juventudes en tensión con el escenario escolar; a los modos de apropiación de las perspectivas “foráneas” en el contexto argentino y a las implicancias de estos modos de apropiación para pensar nuevas líneas posibles de investigación educativa.
La presentación se organiza en dos apartados principales. En el primero, revisamos algunas de las contribuciones europeas que han sido relevantes a la hora de pensar la relación de los jóvenes con la escuela. Identificamos dos problemáticas principales que enlazan estos elementos: la desigualdad educativa y el par violencia-conflictividad1. En el segundo apartado, reparamos en las maneras en que dichas preocupaciones fueron adoptadas en nuestro contexto de producción. Esta revisión nos permitirá identificar algunos puntos de “luz” y de “sombra” en el campo académico local, arribando a un diagnóstico de la producción argentina que calificamos como de “división del trabajo”. En las reflexiones finales plantearemos algunas implicancias que este rasgo puede imprimir a la producción local. Asimismo, esperamos dejar delimitada un área de vacancia cuyo abordaje consideramos relevante: la conflictividad escolar en sectores socio-económicos altos.
Los años 70 verían aparecer, particularmente en el contexto francés, a las teorías de la reproducción (Baudelot y Establet, 1975; Bourdieu y de Saint Martin, 1998; Bourdieu y Passeron, 1998). La célebre investigación de Paul Willis (1988), publicada como Learning to labour, suele ser incluida bajo esta rúbrica, aunque es claro que su carácter etnográfico permite diferenciarlo de los trabajos de corte estructuralista producidos en Francia, que tuvieron mayor recepción en nuestro contexto académico. El sociólogo británico presentaba descripciones etnográficas que ilustraban algunos modos a través de los cuales el comportamiento de ciertos estudiantes varones -aquellos provenientes de hogares obreros- entraba en conflicto con las normas escolares. Al poner en juego sus propias normas de clase y género, estos jóvenes construían una cultura contra-escolar. Willis denunciaba así el escaso margen existente para que su destino escolar fuese otro que el del fracaso, construyendo una explicación cultural de la reproducción social de la clase obrera en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XX. La escuela es pensada como una instancia culturalmente homogénea que se relaciona de distintos modos con las culturas de sus estudiantes, reproduciendo las desigualdades de origen.
En la formulación bourdieana de la reproducción, el componente cultural que propone Willis es relevado por la estructura social y la noción de habitus; conjunto de disposiciones pre-reflexivas que derivan de ella. Aquí la escuela es una agencia que participa activamente en la reproducción de las posiciones en el espacio social. Como señalaron algunos trabajos clásicos (Charlot, 2007; Giroux, 1995), si bien estas investigaciones contribuyeron a denunciar el papel de la escuela en la producción de desigualdades, también es cierto que lo hicieron a partir de explicaciones de cuño estructuralista, ancladas en un esquema de “caja negra” que suponía un modelo pasivo de socialización, ignorando las contradicciones y formas de resistencia de la intervención humana. Se postulaba que la escuela operaba como aparato receptor de inputs y productor de outputs, sin esclarecer el modo en que ocurría dicha mediación. Así, las desigualdades sociales eran medidas mediante signos exteriores de sus manifestaciones (Lahire, 2008)2. Regine Sirota (1993) considera que el intento por comprender las “reglas del juego” de esta caja negra fue lo que produjo en la sociología educativa francesa un “viraje hacia el actor” y, consecuentemente, hacia el análisis de los procesos de socialización durante los años 903.
Así, algunos trabajos harían foco, generalmente desde perspectivas etnográficas, en las interacciones y prácticas de socialización entre estudiantes (Vásquez Bronfman y Martínez, 1996). Desde la etnometodología (Coulon, 1995) y las sociologías de la evaluación escolar (Perrenoud, 1990; Sirota, 1993), la noción de oficio de alumno sería una de las vías mediante las que se produciría este cambio de mirada, atenta a las prácticas de actores competentes, abocados al aprendizaje de los códigos de cultura de la organización escolar (Perrenoud, Op. cit.). Una visión algo inductiva de los procesos escolares de socialización que tomaría una senda más diversificada a partir de las sociologías de la experiencia. En este sentido, el trabajo de Dubet y Martuccelli (1998), vino a abonar un campo hoy consolidado de estudios latinoamericanos referidos a las experiencias escolares juveniles y sus prácticas de sociabilidad (Cerda y Assael, 1998; Cerda, Assael, Ceballos y Sepúlveda, 1998; Dayrell, 2007; Maldonado, 2006; Mejía Hernández y Weiss, 2011; Núñez y Litichever, 2015; Paulín y Tomasini, 2008 y 2014; Saucedo Ramos, 2000 y 2005; Tenti Fanfani, 2000; Weiss, 2009). Los autores franceses comprenderían a la construcción de experiencia escolar como un proceso de socialización, subjetivación y estrategia, en el que el énfasis en cada uno de estos procesos particulares se producía respectivamente en la escuela, el colegio y el liceo. Así daban cuenta de un problema que atraviesa a la formación escolar; el de producir, simultáneamente, actores integrados a las normas e individuos autónomos (Weiss, 2000).
Sin embargo, en paralelo a las preocupaciones por la producción social de la desigualdad y los procesos escolares de socialización, otro conjunto de problemáticas iba cobrando visibilidad en Europa desde la década del 70. Fundamentalmente en los países escandinavos, durante estos años se acrecentaba el interés por el fenómeno de la violencia escolar (Blaya, 2010; Del Rey y Ortega, 2008)4. Las unidades de análisis para entender los conflictos en la escuela comenzarían a diversificarse “empezando por la necesidad de separar los conceptos de indisciplina y de violencia” (Saucedo Ramos, 2010, p. 60). Este proceso iría consolidándose a lo largo de la década de 1990 en países como España, Alemania y Reino Unido, difundiéndose luego hacia otras latitudes, entre las que se encuentra nuestro continente.
Podemos ordenar algunos de los desarrollos europeos que intentaron dar cuenta de la relación triangular entre los jóvenes, la escuela y el par violencia-conflictividad, identificando 3 líneas de trabajo5. Las mismas no guardan entre sí relación alguna de sucesión. Implican, respectivamente, un entendimiento de la violencia en las escuelas6 como problemática de índole psicológica, psicosocial y micro-política.
En la primera línea, ubicamos una de las formulaciones pioneras en su pretensión de dar cuenta del fenómeno: el concepto de bullying en el contexto escandinavo. El clásico trabajo de Dan Olweus (2004) promovió un enfoque que presumía de víctimas y agresores, por sobre todo características psicológicas, indagando en los posibles signos para su identificación temprana. La noción refiere al acoso sistemático entre pares, remitiendo a un tipo específico de violencia que, sin embargo, ha tendido a homologarse o confundirse con el concepto más abarcativo de violencia escolar (Del Rey y Ortega, 2008; Gómez Nashiki, 2013). La explicación del fenómeno, al anclar en un modelo psicológico, relega las variables contextuales a un lugar marginal. No obstante, existen matices dentro de esta perspectiva. Por ejemplo, en el contexto español, Rosario Ortega (1998), aun concediendo un papel determinante a las características individuales de los protagonistas, reconoce la importancia de un conjunto de factores que influyen en la aparición de maltrato entre compañeros, relativos “tanto a la cultura organizacional de la propia escuela como a la micro-cultura de relaciones interpersonales que se produce entre los propios compañeros” (p. 649).
En nuestra segunda línea incluimos los desarrollos de la escuela francesa de Eric Debarbieux y Catherine Blaya quienes, hacia mediados de los años 90, generaron un programa de investigación empírica que daría surgimiento en 1998 al primer Observatorio Europeo de Violencia en las Escuelas. Organismo precursor del Observatorio Internacional: una red de investigadores de escala global con desarrollos que permiten el establecimiento de mediciones y comparaciones entre países.
Se destacan sus trabajos acerca del clima social escolar. Una categoría que pretende comprender las articulaciones entre las perspectiva de los actores acerca de las relaciones interpersonales en el contexto de la escuela y el contexto en que se producen estas interacciones (Kornblit, Adaszko y Di Leo, 2008), desde una perspectiva amplia que contempla el modelo organizativo, la relación pedagógica en el aula, la relación entre alumnos o el sentimiento de justicia en la escuela. Se basa así en la percepción colectiva sobre las relaciones interpersonales como factor influyente en los comportamientos (Blaya, Debarbieux, Del Rey y Ortega, 2006). Desde dicha matriz y partiendo de los estudios criminológicos (Wilson y Kelling, 2001), Debarbieux (2001) recupera el concepto de incivilidades, desarrollando una línea de investigación en la que explora la violencia entre estudiantes inserta en el complejo fenómeno del clima.
Por último, en la tercera línea identificada ubicamos otra serie de desarrollos europeos que aparecen hacia finales de la década de 1980, fundamentalmente en Inglaterra y España, y se desarrollan fuertemente a lo largo de los años 90. En la tarea de procurarse respuestas a las preocupaciones centradas en la relaciones de convivencia, estos trabajos comenzarían a indagar la dimensión micro-política de la vida al interior de los centros educativos (Ball, 1994). Ello supondría atender al lugar inherente del conflicto en la organización escolar (Jares, 1997) y el entramado interno de relaciones de poder entre diversos sujetos, como factores que enriquecen el campo de la organización escolar (de Puelles Benítez, 1997). Estas consideraciones, vinculadas con una intención de democratización de la institución educativa, inaugurarían un prolífico campo de trabajo. Quizá se trate del que mayor impacto haya tenido en las políticas educativas, al menos en el contexto latinoamericano. Antes de continuar con el siguiente apartado, la figura 1 sintetiza los aportes recuperados hasta aquí.

En Latinoamérica el interés por las temáticas aludidas hasta el momento aparece de manera algo más tardía. Como señalábamos al inicio, en Argentina recién hacia finales de los años 80 surgen las primeras investigaciones que problematizaban la relación jóvenes-escuela media. En nuestra aproximación a este campo problemático observamos que, tal como sucedió en Europa (y quizá como consecuencia de ello), en nuestro país los estudios sobre desigualdad educativa y sobre violencia/conflictividad en la escuela han tendido a desarrollarse como campos relativamente autónomos. En los dos sub-apartados siguientes ampliaremos esta observación.
A partir de la década de1980, un conjunto de investigaciones (Braslavsky 1985 y 1986; Braslavky y Filmus, 1988, Krawczyk, 1989) comenzarían a generar categorías conceptuales para dar cuenta de los procesos de desigualdad en el sistema educativo argentino. Constituyéndose como un importante punto de partida para el desarrollo de sólidos campos de investigación empírica. Se trataba de trabajos que permitirían arribar a las nociones de segmentación y desarticulación educativa, en una búsqueda conceptual por dar cuenta de la crisis de los sistemas educativos en sociedades de mercado, como la nuestra.
Durante la década de los 90, estos mismos investigadores sancionaban la vigencia de los procesos de segmentación educativa (Tiramonti, Braslavsky y Filmus, 1995) y advertían especialmente respecto de una tendencia hacia la “elitización del subsistema privado” (p. 63). No obstante, transcurrida esta década, y a la luz de nuevas conceptualizaciones acerca de las clases medias argentinas (Svampa, 2010), las investigaciones del grupo “Viernes” coordinado por Guillermina Tiramonti, marcarían una transición desde la noción de segmentación educativa hacia la de fragmentación, que suponía más que un cambio de nominación. La autora señalaba que la ruptura de la organización Estado-céntrica hacía que la idea de segmento, popularizada hacia finales de los 80, resultara inadecuada para describir el espacio social y educativo, en la medida en que se definía conceptualmente en relación con un campo que se suponía integrado. En cambio, la noción de fragmento remite a un “espacio autoreferido, […] un agregado institucional que tiene referencias normativas y culturales comunes” (Tiramonti, 2004, p. 27). El correlato de este proceso en el campo educativo se efectiviza como la ruptura de un sentido compartido por el conjunto de las instituciones y su relevo por una multiplicidad de sentidos articulados a estrategias institucionales y familiares.
Estas proposiciones inauguraron interesantes aristas de investigación. Algunos trabajos focalizaron en la diversidad de experiencias escolares juveniles y sus implicancias sobre sus miradas y sentidos referidos a la escuela, así como las consecuencias concretas de la distribución diferencial del capital escolar. Cuestión que supuso una mirada sobre el conjunto de sectores sociales y su relación con la escuela (D’Aloisio, 2015; Dussel, Brito y Núñez, 2007; Gluz y Moyano, 2014; Jiménez Zunino y Giovine 2017; Kessler, 2002; Llinás, 2009; Vecino, 2017). Otro conjunto de investigaciones, comenzaron a interesarse específicamente por las condiciones de escolarización de jóvenes de sectores medios-altos, altos y de elite (del Cueto, 2002; Di Piero, 2016; Fuentes, 2013 y 2015; Giovine, 2017; Martínez, Villa y Seoane, 2009; Méndez, 2013; Servetto, 2015; Tiramonti y Ziegler, 2008; Ziegler, 2009; Ziegler y Gessaghi, 2012).
Un tercer grupo de investigaciones (Baquero, Terigi, Toscano, Briscioli y Sburlatti, 2009; González y Crego, 2017; Maddonni, 2014; Martínez, 2015; Nobile, 2013) ha reparado en las experiencias que toman a los nuevos formatos escolares como escenario (por ejemplo, las Escuelas de Reingreso (ER) en la Ciudad de Buenos Aires, los Programas de Inclusión y Terminalidad en Córdoba (PIT) y el Plan FinES a nivel nacional). Se trata de trabajos que han contribuido a evaluar la productividad de ciertas políticas educativas destinadas a adecuar el formato escolar a las necesidades de sus destinatarios, bajo la premisa de que es el régimen académico el que determina las trayectorias educativas y no las características del alumnado que pudieran reunirse bajo el concepto de educabilidad7. (Baquero, et. al., 2009). Por ello, estas investigaciones focalizan en la experiencia de los sectores más vulnerables, específicamente la de jóvenes que han experimentado el fracaso escolar, permitiendo apreciar cierto carácter paradojal en dichas experiencias: los jóvenes parecen ponderarlas positivamente –tanto en relación a la calidad de los vínculos con los docentes como en lo que atañe a la recuperación de una relación con el conocimiento– y, simultáneamente, reconocen la marca estigmatizante que supone para ellos asistir a “la escuela para repetidores”.
También a lo largo de la década del 90 los trabajos de Carina Kaplan (2007, 2008 y 2009) permitieron una apreciación de los estudiantes como locus de la eficacia simbólica de las categorías escolares de clasificación y nombramiento. Denunciando que “la inteligencia, o en su expresión más genérica, el talento, es una cualidad social que, bajo ciertas condiciones, se transmuta en sustancial” (Kaplan, 2008, p.15) y con ello, que las representaciones docentes acerca de sus estudiantes deben comprenderse en una trama de configuraciones sociales. La autora retomaba los postulados de trabajos clásicos que habían estudiado los efectos “pigmaliónicos” de las prácticas educativas (Rist, 2000; Rosenthal y Jacobson, 1980) para ponerlos en diálogo con el trabajo de Bourdieu y de Saint Martin (1998). Ello le permitió examinar en escuelas públicas la incidencia de las categorías del juicio profesoral sobre la configuración de una conciencia de los límites por parte de los alumnos, y dejar planteada la hipótesis de que las representaciones de los profesores operarían prácticamente como veredictos referidos a los límites de los alumnos con relación al éxito o fracaso escolar, estructurando un efecto de destino.
Por último, otra línea de trabajos ha procurado vincular la problemática de la desigualdad educativa con la apropiación diferencial de las tecnologías de la información y la comunicación (TICs). Esto ha permitido identificar brechas digitales entre los sectores populares y los sectores medios y altos (Benitez Larghi, 2011; Dussel, 2012), pero también dar cuenta de la reducción de éstas a partir de la implementación del Programa Conectar Igualdad8(Benítez Larghi, Lemus y Welchinger Lascano, 2014; Lemus, 2017). Algunas investigaciones de este subconjunto han avanzado en ponderar el impacto de dicho programa sobre las experiencias escolares de los jóvenes de sectores populares (Llimós y Plaza Shaefer, 2015; Plaza Shaefer, 2013).
Conjuntamente, las líneas de trabajo que recuperamos interrogaron críticamente no sólo la identidad de la escuela media, sino también la homogeneidad de la experiencia escolar que allí se construye. Asimismo, a los fines acompañar nuestro argumento, nos interesa enfatizar en que este conjunto de investigaciones han tendido a aproximarse, con distintos interrogantes, a los modos en que la desigualdad educativa se produce en las escuelas de sectores populares, medios y altos e incluso en los nuevos formatos escolares orientados hacia el reconocimiento de la especificidad de las trayectorias educativas discontinuas.
El foco sobre la problemática de la violencia y conflictividad en las escuelas es algo más reciente. Numerosos investigadores coinciden respecto a que, de modo similar a como sucedió en los 70 en el contexto escandinavo, en Argentina la temática tuvo un fuerte auge a partir del suceso acontecido en 2004, conocido como la “masacre de Carmen de Patagones”9 (Di Leo, 2008; D’Angelo y Fernández, 2011; Míguez, 2008; Noel, 2009). Fenómeno que contribuyó a potenciar en este país la percepción de la violencia como fenómeno central y generalizado en el escenario educativo. Si, por un lado podría argumentarse que lo anterior jerarquizó la temática dentro de las preocupaciones de las agendas mediática y política, por otro lado también movilizó a la comunidad académica y científica en un esfuerzo orientado hacia la ponderación de la incidencia “real” de este fenómeno.
Así, los estudios de clima social escolar, desarrollados contemporáneamente en países limítrofes como Chile (Cornejo y Redondo, 2001) y Brasil (Abramovay 2006; Abramovay y Rua, 2002), tuvieron también un importante desarrollo en nuestro país. Se destacan especialmente los trabajos del equipo coordinado por Ana Lía Kornblit (2008). Estas investigaciones constituyeron un aporte fundamental para mostrar la vinculación entre los climas sociales y las violencia en la escuela, permitiendo tomar distancia respecto de explicaciones deterministas para estos fenómenos, que tienden a quitar responsabilidad a las dinámicas propias de los centros educativos, obturando toda posibilidad de contemplar intervenciones institucionales que puedan ser efectivas en la modificaciones de los niveles de violencia.
Uno de los trabajos de este equipo (Adaszko y Kornblit, 2008) reparó exclusivamente en el subsector público de escuelas provinciales, no encontrando diferencias por nivel económico en los porcentajes de victimización y protagonismo en violencia, lo que mostraba, para los autores, que ese factor no incidía necesariamente en los niveles de violencia, al menos dentro del ámbito escolar. Al tomar una muestra más abarcativa que incluía al subsector privado, Kornblit, Adaszko y Di Leo (2008) encontraron que los mayores niveles de conflictividad ocurrían en escuelas de sectores socioeconómicos altos. No obstante, señalaban que no ocurriría lo mismo con los niveles de violencia, que en su relevamiento mostraron ser significativamente más altos en sectores de nivel socioeconómico bajo.
Los informes producidos por el Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas10 (MEN, 2005; 2007 y 2010) en base a la perspectiva de los estudiantes, tampoco señalaron diferencias significativas en los niveles de violencia en relación a los grados de vulnerabilidad socioeconómica. Debemos sumar también el relevamiento auspiciado por UNICEF y FLACSO (D’Angelo y Fernández, 2011). Si bien el mismo refiere sólo al área metropolitana de Buenos Aires, los datos producidos coinciden en muchos aspectos con el resto de las investigaciones citadas pero, a diferencia de éstas, incluyen abordajes cualitativos. Así, el trabajo visibiliza los modos en que los niveles de vulnerabilidad ingresan como factores explicativos en las “teorías nativas” sobre la violencia en las escuelas, a la vez que los datos cuantitativos permiten a los investigadores señalar taxativamente que “no hay correlación entre niveles socioeconómicos y actos violentos (o conflictos) en las escuelas” (p. 9). Más aún, este trabajo señala una amplia preponderancia tanto de las situaciones de maltrato y hostigamiento como de los hurtos y robos en escuelas de gestión privada.
A grandes rasgos, los desarrollos recuperados confluyen caracterizando la violencia que tiene lugar en los centros educativos argentinos como de baja intensidad(Miguez, 2008). Es posible percibir en ellos un esfuerzo común por dar cuenta de la relación entre condicionamientos socioeconómicos y niveles de violencia y conflictividad, arribando a resultados que no son concluyentes (Míguez y Gallo, 2013):
[No obstante] Quizá el quid de esta cuestión radique en diferenciar diversos tipos de violencia, ya que mientras parecería ser que los niveles generales de conflictividad no responden a la condición socioeconómica, ciertos tipos de violencia (fundamentalmente la violencia física recurrente y grave) sí parecen estar asociadas a condiciones de precariedad material (p. 203).
Atentos a estos matices, otros trabajos argentinos (García, 2010; Mutchinick, 2013) han optado por centrar sus investigaciones en ciertas modalidades de micro-violencia que, junto con Debarbieux, denominaron como incivilidades. Se trata de una conceptualización amplia capaz de albergar este tipo de violencias (Blaya, Debarbieux y Lucas Molina, 2007). La explicación de la emergencia de incivilidadeses adjudicada a una contraposición o ruptura entre los valores y estilos de socialización de la escuela y los de los estudiantes que concurren a ella. Ruptura que no refiere a toda la población escolar “sino a las culturas estudiantiles de los sectores populares tradicionalmente eliminados de la escuela” (Mutchinick, 2013, p. 17), que configura un espacio social “marcado por un desencuentro entre la institución escolar y las particularidades culturales de las poblaciones pobres de las grandes ciudades” (Tavares dos Santos, 2001, p. 105). Con lo cual el concepto pone el foco de la explicación de la violencia en la distancia cultural existente entre la escuela y los estudiantes de sectores populares.
Una tesis afín es sustentada desde otras investigaciones que aludieron a una impotencia instituyente a la hora de evaluar la relación de la escuela con los jóvenes de las capas populares (Duschatzky y Corea, 2009). Situación que se explica como parte de una coyuntura de progresivo retiro del Estado y crisis de sus instituciones, con un consecuente aumento de las formas de heterocoacción en la regulación de la vida de los individuos (Kaplan, 2006; Di Leo, 2008)11.
Contrastando con esta “mutua repelencia” entre los jóvenes de sectores populares y la escuela (evocada como explicación para la emergencia de violencia en los centros educativos), algunos de los trabajos sobre escolarización de los sectores altos citados en el apartado previo señalaron que éstos últimos sectores garantizan sus aspiraciones a una educación de calidad mediante complejos mecanismos de “mutua selección” con los establecimientos (Martínez, Villa y Seoane, 2009; Tiramonti y Ziegler, 2008). Se han reconstruido también las estrategias de socialización mediante las que estos grupos procuran ciertos niveles de homogeneidad social (Connell et. al., 1995, citado en Paes de Carvalho y Martínez, 2009; Tiramonti y Ziegler, Op. cit.), focalizando en el despliegue de prácticas meritocráticas (Méndez, 2013) o solidarias (Dukuen y Kriger, 2016; Fuentes, 2015) como claves de diferenciación. La tarea de reconstrucción de estas estrategias conduce a focalizar la atención en prácticas “cohesivas”, excluyendo aspectos disruptivos.
Como señalamos anteriormente, las mediciones de violencia llevadas a cabo en nuestro país no abonaron la asociación directa entre violencia y vulnerabilidad social. Cabe preguntarnos entonces a qué se debe el vacío explicativo en relación a las violencias en los sectores altos. Concretamente, a qué debemos el desbalance en la aproximación a los sectores altos entre los campos de desigualdad y conflictividad. Podemos ensayar algunas respuestas.
Existe amplio consenso en la comunidad académica respecto a considerar la desigualdad como concepto relacional. Es decir, un problema del conjunto de la sociedad y no sólo la frontera que separa a los incluidos de los excluidos. Reconociendo además que, pese a la retórica del ethos igualitario, el sistema educativo argentino sostuvo formas de integración escolar diferenciada, siendo partícipe en la producción de desigualdades (Dussel, 2009)12. El carácter relacional de la violencia y la conflictividad social tampoco ha sido pasado por alto por los analistas locales (Garriga Zucal y Noel, 2010). Sin embargo, la mayoría de los trabajos referentes del campo educativo ha optado por referir a la violencia en las escuelas por oposición a una violencia escolar. Esta elección se fundamenta en el supuesto de que los establecimientos actúan como “cajas de resonancia” del contexto social en el que están insertos (Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas, 2005). Quizá allí debamos encontrar parte de la explicación para que, generalmente, las investigaciones cualitativas centradas en la conflictividad y violencia en las escuelas hayan tendido a escoger establecimientos cuya población de estudiantes provenía de los sectores que padecen la mayor vulnerabilidad socioeconómica y en menor medida de los sectores medios13 (di Napoli, 2018; Kaplan, 2013; Maldonado, 2006; Mutchinick, 2013; Noel, 2009; Previtali, 2008;Veccia, Calzada y Grisolia, 2008). Los años 90 en Argentina trajeron aparejado un aumento del desempleo y la pobreza correlativos al crecimiento pronunciado del delito contra la propiedad y contra las personas (Gallo, Agostini y Míguez, 2015). Los trabajos pioneros en estudiar la violencia en los centros educativos partían de suponer que las circunstancias vinculadas al aumento de episodios violentos debía entenderse como parte de este proceso contemporáneo de desigualdad y fragmentación social (Kornblit, 2008). Otras explicaciones podrían vincularse a que las escuelas de elite no suelen ser un contexto predilecto para los cientistas sociales (Martínez, Villa y Seoane, 2009) o simplemente con las dificultades que supone el acceso a estos establecimientos.
El escenario que, en conjunto, estas investigaciones permiten delinear es uno en el que las escuelas destinadas a los sectores populares estarían cada vez más alejadas culturalmente de sus destinatarios, mientras que los sectores altos experimentarían un proceso contrario, en virtud del cual la distancia se encontraría reducida al máximo. Sin intenciones de desestimar la rigurosidad de estos postulados, nos interesa cerrar este recorrido enfatizando esta cuestión: en la división del trabajo que experimenta el campo local de investigación socioeducativa, los trabajos referidos a la desigualdad educativa han sido los más interesados por la escolarización los sectores altos y las elites, mientras que los trabajos cualitativos orientados hacia la violencia y la conflictividad, con escasas excepciones14, han priorizado su inserción en escuelas de sectores vulnerables. Dejando como saldo una vacancia de trabajos que interroguen la conflictividad en las escuelas de sectores altos.
A lo largo de este artículo efectuamos un recorrido por algunos trabajos clásicos europeos que tuvieron un gran impacto en nuestro contexto de producción. Nuestra intención fue mostrar el modo en que estas tradiciones fueron recibidas en el medio académico local. Identificamos dos grandes problemáticas que aparecen enlazando a los jóvenes con la escuela: la desigualdad y el par violencia/conflictividad.
A partir de la exploración de los modos en que estas problemáticas han sido abordadas en nuestro país, pudimos visibilizar cierta “división del trabajo” en el campo de la investigación educativa: mientras que las investigaciones preocupadas por la desigualdad han estudiado el modo en que ésta se produce en escuelas de sectores populares, medios y altos, aquellos estudios cualitativos interesados por la indagación comprensiva de las violencias y conflictividades han tendido a trabajar en establecimientos educativos destinados a los sectores que padecen los mayores niveles de vulnerabilidad socio-económica. Las relativamente recientes mediciones de violencia en las escuelas con las que contamos en nuestro país, no estarían abonando de modo concluyente que las escuelas de mayor vulnerabilidad sean necesariamente las más violentas o conflictivas. Por el contrario, como pudimos ver, en algunos casos se habría hallado una tendencia inversa o, cuanto menos, ambigua.
Si acordáramos entonces en que, a diferencia de las investigaciones cuantitativas –que portan pretensiones de generalización–, la investigación cualitativa se propone describir los fenómenos sociales desde la perspectiva de los actores mostrando la mayor cantidad de matices posibles, deberíamos acordar también en que los estudios cualitativos sobre jóvenes y escuela están omitiendo un espectro interesante de perspectivas al recortar su campo empírico a los sectores vulnerables. Asimismo, es claro que la asociación entre violencia y vulnerabilidad no es solamente un supuesto de algunas investigaciones, sino también (y quizá antes) un supuesto de sentido común. El riesgo entonces –sin por ello atribuir una intencionalidad a la comunidad académica– es que mediante esta división del trabajo se esté contribuyendo a construir una imagen particularmente conflictiva de las escuelas de sectores populares, reproduciendo acríticamente, y a espaldas de lo que indican las mediciones locales, los supuestos de partida de muchas investigaciones que veían en la relación entre desigualdad social y violencia urbana un proceso que no podía más que trasladarse linealmente al escenario educativo. Ello supone un riesgo de construir la violencia un fenómeno propio de los sectores vulnerables, sin conseguir delimitar qué sería lo específico de estos sectores en relación al mismo.
Desde nuestro posicionamiento, reparar sistemáticamente en escuelas de sectores altos para estudiar cualitativamente la dimensión de la conflictividad y la violencia, ofrecería la posibilidad de comprender procesos que en principio no podrían ser explicados por apelación a distancias socioculturales entre objetivos institucionales de la escuela y expectativas de los destinatarios de la educación, como lo han hecho ya algunas perspectivas centradas en escuelas de sectores vulnerables que fueron recuperadas aquí. Por el contrario, tratamos con grupos sociales cuyas demandas han sido históricamente satisfechas por el sistema educativo. Vemos aquí un campo fértil para ser explorado.
