Resumen: El artículo analiza la agenda educativa de la transición democrática argentina (1983-1989), con el objetivo de reconstruir los sentidos asociados al proceso de “transformación”, “reforma” o “modernización”. Dicha agenda se sustenta en los principios que estructuran el discurso ético-político de Raúl Alfonsín (Quiroga, 2005): pluralismo, participación, tolerancia y solidaridad. La hipótesis es que se define una forma de reforma que adquiere rasgos distintivos que constituye un interregno en el modo de reformar que se venía dando desde la década de 1960, así como el que se dará desde la década de 1990. De ahí que se propone elaborar políticas educativas “concertadas”, primero como resultado de la deliberación en el seno del Congreso Pedagógico Nacional y luego asumiendo un papel más activo la Secretaría de Educación que puso en acción un conjunto de proyectos que pretendieron resolver los problemas de un sistema educativo autoritario, desarticulado y segmentado. En ambos momentos se observa la estrecha relación que se entabló entre funcionarios-políticos, intelectuales-reformadores y docentes. Para ello se ha recurrido a la indagación de un corpus documental y de las trayectorias políticas y académicas de funcionarios e intelectuales, dando cuenta de debates y disputas, acuerdos y desacuerdos, así como un ethos del reformador asociado al clima de época reinante en el cual se amalgaman saberes, sentimientos, principios, valores y prácticas contribuyendo a re-configurar democrática y participativamente a las instituciones educativas.
Palabras clave:Reforma educativaReforma educativa,IntelectualesIntelectuales,Transición democráticaTransición democrática,Historia recienteHistoria reciente.
Abstract: The article analyzes the educational agenda of the Argentine democratic transition (1983-1989), with the aim of reconstructing the meanings associated to the process of educational transformation, also called “reform” or “modernization”. This agenda is based on the principles that structure Raúl Alfonsín's ethical-political discourse (Quiroga, 2005) pluralism, participation, tolerance and solidarity. The hypothesis proposes that a form of reform is defined acquiring distinctive features that make it possible to establish an interregnum in the way of reform that has been taking place since the 1960s, as well as the one that will occur since the 1990s. For this reason, it is proposed to develop "concerted" educational policies, first within the national pedagogical congress and, then, assuming a more active role, the Secretary of Education that put into action a set of projects with the aim of facing the problems of an authoritarian, disjointed and segmented educational system. At both moments it is possible to observe the close relationship that was established between public functionary-politicians, intellectuals-reformers and teachers. For this, a documentary corpus has been analyzed as well as the political and academic trajectories of officials and intellectuals. accounting for debates and disputes, agreements and disagreements, as well as a reformer ethos associated with the prevailing climate of the time in which knowledge, feelings, principles, values and practices are amalgamated, contributing to reconfigure, democratically and participatively, educational institutions.
Keywords: Educational reform, Intellectuals, Democratic transition, Recent history.
Artículos
La forma de la reforma educativa en la transición democrática argentina: intelectuales, políticos[1]y discursos (1983-1989)
The form of educational reform in the Argentine democratic transition: intellectuals, politicians and discourse (1983-1989)
Recepción: 15 Septiembre 2020
Aprobación: 10 Octubre 2020
Este artículo se centra en el análisis de la agenda educativa[2] de la transición democrática, a fin de reconstruir los sentidos que porta en los que se hibridan pensamientos, saberes, principios, sentimientos y trayectorias de los protagonistas durante ese particular momento de refundación democrática iniciado en la presidencia de Raúl Alfonsín[3] (1983-1989). La misma pretendía poner en acto un tipo de reforma educativa inserto en un proceso de modernización del estado que posibilitase la construcción de una nueva cultura política y la estabilidad institucional en el largo plazo. Para ello grupos de intelectuales –en su rol de formadores en sus intercambios con funcionarios políticos– diseñaron propuestas que se sustentaban en un ethos asociado a valores y prácticas democráticas, dando lugar a modos de formulación de políticas públicas en un escenario que conjugaban al menos dos procesos: el intento por restablecer una racionalidad política welfarista y la generación de acciones que modernizasen política, jurídica, social, cultural y educativamente a la sociedad.
En tal sentido, se inició una nueva etapa en la vinculación entre la producción de conocimiento y los diferentes espacios de elaboración de políticas públicas. También implicó una relativa apertura hacia el exterior en que se recepcionaban y traducían discursos y prácticas que comenzaban a llegar al país (Suasnábar, 2013), tensionando esta agenda de gobierno que osciló –diferencialmente a lo largo del período– entre la recuperación del estado social de derecho y el avance de la Nueva Derecha[4] en las sociedades avanzadas.
Si bien la mayoría de la literatura especializada no ha analizado la transición democrática como un momento de reforma educativa por no llegar a sancionar un marco legal ni proponer una modificación estructural o integral del sistema educativo[5], la hipótesis que se sustenta en este artículo es que puede observarse otra forma de reformas (llamada indistintamente “reforma”, “transformación” o “modernización educativa”[6]), la cual asume otra morfología en la que prima un proceso gradual de doble vía: de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba[7].
En tal sentido y retomando el objetivo enunciado inicialmente, se describirá en la primera parte del texto los principales rasgos de la transición democrática direccionada por el discurso ético-político de Alfonsín (Quiroga, 2005). Para caracterizar, en un segundo apartado, a la agenda educativa distinguiendo dos momentos diferenciados relacionados a profundos cambios del contexto internacional y nacional, así como en la gestión educativa. En la tercera parte se analizará el perfil de los reformadores-intelectuales que participaron en calidad de asesores, expertos, consultores, dando cuenta de ese ethos que se manifiesta en el modo de construir las políticas. Finalmente y a modo de conclusión, se fundamentará la existencia de un proceso de reforma educativa que adquiere características particulares, cuyas raíces pueden encontrarse en aquellos valores, saberes y prácticas que guiaron a la transición democrática.
Este articulo muestra resultados de investigación en los cuales se indagaron fuentes documentales, relatos orales y escritos que estructuraron el discurso político oficial. Para ello se recopilaron documentos de política (leyes, decretos, proyectos de ley, discursos presidenciales y de funcionarios), de política educativa elaborados por el Ministerio de Educación y Justicia de la Nación (MEJ) (informes, diagnósticos, recomendaciones, programas, proyectos, documentos de trabajo) y por organismos internacionales –OI– tales como la Organización de Estados Americanos, las Naciones Unidas y el Banco Mundial. Asimismo, se administraron entrevistas a políticos-funcionarios e intelectuales-reformadores que participaron en la elaboración de programas y proyectos, reconstruyendo sus trayectorias políticas y académicas y complementándose con publicaciones de estos últimos que se constituyeron en referenciales de la época.[8] Por último, se recurrió a informantes-clave cuando la recogida de la información se volvió dificultosa.
La transición generó una renovación del sentido del término “democracia” como articuladora social. Por un lado, el proceso de salida de la dictadura militar ha sido caracterizado como de “ruptura”[9] al repudiar la sistemática violencia y terrorismo de estado de aquel régimen. Por otro, el nuevo gobierno centró su aspiración en la construcción de un proyecto que garantizara la continuidad del estado social de derecho, considerada condición necesaria para la transformación y crecimiento del país. Esta agenda modernizadora promovió la Convergencia Democrática a través de significantes como “pluralismo”, “participación”, “tolerancia” y “ética de la solidaridad”, exponiendo la necesidad de modificar las estructuras internas que habían llevado al atraso y la decadencia:
“transición a la democracia consolidada y modernización forman un solo conjunto de problemas. Porque la modernización no es un fin en sí mismo: el fin es la constitución de una sociedad a la vez más prospera y solidaria, independiente y participativa” (Alfonsín, 1987).
Se planteaba un proyecto que ampliase la esfera pública diversificando los ámbitos y temas de discusión, pero cuya representación política estuviese radicada en el parlamento, generando nuevos mecanismos institucionales[10]. Tal diversificación incluía la convocatoria tanto a representantes de la intelectualidad, partidos políticos, sindicatos, cultos y otras “fuerzas vivas”, como a la ciudadanía en general propiciando condiciones de participación que permitiesen superar el miedo y la desconfianza que ello suscitaba producto del pasado signado por la violencia institucional.
La ruptura se dio en dos sentidos. Por un lado, con la última dictadura militar y por otro, un quiebre de carácter histórico que permitiese asociar la “plena vigencia de la democracia con el bienestar y la prosperidad en un horizonte sin limitaciones temporales” (Aboy Carlés, 2004: 39), evidenciando la necesidad de generar una cultura política conceptualizada en términos de “modernización”.
Esta agenda modernizadora (Roulet, 2004) estuvo tensionada entre un proyecto nacional relativamente autónomo liderado por el presidente y una agenda global elaborada por los OI y el Eje Trilateral (Estados Unidos, Japón y la Unión Europea), con quienes el gobierno entabló una compleja relación, en parte por la herencia de la dictadura militar en materia de desfinanciamiento y en parte por la necesidad de acceder a nuevos préstamos para asumir los compromisos de la deuda externa. Ello llevó al gobierno a promover un “club de deudores” –junto con otros presidentes latinoamericanos– para acceder a una negociación más favorable que no logró prosperar y entorpeció la estabilización económica incrementándose, luego de una breve mejora, los indicadores de pobreza, desempleo y la tasa de inflación (Roffman y Romero, 1997).
Más allá de los avances que representaron muchas de estas iniciativas, las marchas y contramarchas en otras evidencian las oposiciones y limitaciones con las que se enfrentó el gobierno, así como las ambigüedades al interior de la propia UCR especialmente luego de la derrota electoral de 1987[11], iniciándose una segunda transición (Lanzaro, 2002). Las negociaciones con los estamentos intermedios de las Fuerzas Armadas ante los levantamientos militares, los enfrentamientos con sectores empresariales, sindicales[12] y religiosos, la presión de la banca internacional y el fracaso de los sucesivos planes económicos, fue acercando a algunos sectores del gobierno con el discurso neoliberal (Pucciarelli, 2006; Gargarella et al., 2010). La tensión entre los propósitos y las posibilidades marcó “un complejo y ambiguo proceso que reveló, al mismo tiempo, signos favorables de consolidación y rasgos preocupantes de imperfección institucional”, observándose que mientras se afirmaba la legitimidad democrática, no se superaban las “deficiencias institucionales y las profundas desigualdades sociales” (Quiroga, 2005: 87).
1987 no fue solo un año clave en esta segunda transición, sino en la proyección de una transformación educativa que moldeará más claramente una forma de las reformas. Al tratarse de un punto de inflexión en el gobierno, algunas políticas del primer momento declinaron y otras se afianzaron o redefinieron, siendo ciertas áreas gubernamentales más permeables a las imposiciones político-económicas internacionales, en tanto otras –como la educativa– encontraron maneras de coexistir –no exenta de conflictos y contradicciones– con aquellas.
Tal como se ha anunciado, pueden establecerse dos momentos en el análisis de la agenda educativa: el primero entre diciembre de 1983 y junio de 1987, en el que la herramienta principal del “cambio educativo” se concretaría en el seno del Congreso Pedagógico Nacional (CPN). Esta consulta popular llamó a participar tanto a la ciudadanía en general como a las organizaciones sociales, sindicales, empresariales, partidos políticos y cultos a debatir acerca de qué aspectos del sistema educativo[13] debían modificarse y qué “alternativas de solución” (Ley nº 23114/84: art. 2º inc.), persiguiendo el propósito de “superar las realidades educativas del presente” (Ministerio de Educación y Justicia, 1984). Desde el gobierno se consideraba que “la tarea de la transformación educativa… no es ni puede ser exclusiva responsabilidad del gobierno ni de los educadores, sino el esfuerzo colectivo de toda la sociedad” (Ministerio de Educación y Justicia, 1988).
El CPN se organizó federalmente de manera que, con apoyo técnico y financiero del MEJ, las provincias sancionasen normativas específicas, nombraran sus propias comisiones asesoras y asumiesen la responsabilidad por las primeras etapas del debate. La organización planteó un proceso de ida, a través de comisiones organizadoras locales que promoviesen la participación de la población y un proceso de vuelta desde la discusión en las asambleas pedagógicas de base[14], para luego pasar por las asambleas regionales y jurisdiccionales hasta llegar a la Asamblea Pedagógica Nacional, donde se debatieron los dictámenes alcanzados y se redactó el informe final (De Lella y Krotsch, 1989; De Vedia, 2005; Díaz y Kaufmann, 2006). En este diseño aparece la figura del intelectual como asesor[15], así como se inaugura un modo de consulta popular que también se manifestaría en otras áreas de política pública, tal como el Plebiscito Nacional de 1984 sobre el Tratado de Paz y Amistad con Chile, intentando poner en acto la ansiada democracia participativa y pluralista que propugnaba.
Si bien el CPN monopolizó gran parte del accionar del MEJ en esos años, se pusieron en acto una serie de políticas destinadas a restablecer las relaciones democráticas en el gobierno y en la gestión institucional y curricular del sistema educativo con el propósito de desterrar “la trama íntima de los totalitarismos” (Alfonsín, 1985). Estas acciones se enmarcaron en la plataforma para las elecciones de 1983 de la UCR y en discursos presidenciales de los primeros meses de gobierno, retomando como antecedentes fundamentales la Ley de Educación Común Nº 1420/1884[16] y la Reforma Universitaria de 1918[17], lo cual evidencia una evocación al canon transhistórico[18] (Didi Huberman, citado en Giovine, 2012) de la educación argentina:
“Nuestra preocupación se dirigirá ante todo a reconstruir la escuela primaria… y el nivel medio donde, además, eliminaremos las trabas a la libre agremiación estudiantil, modernizaremos los programas ampliando los planes con salida laboral y apoyaremos la acción de los docentes tendiendo a la implantación del cargo de tiempo completo y de tiempo parcial” (Alfonsín, 10/12/1983).
A la universidad se la concibió como un:
“órgano fundamental para la formación de una conciencia democrática y social en el país (…), implantando un régimen de gobierno y administración que se apoye en los principios reformistas de la conducción tripartita [docentes, graduados y estudiantes]” (Alfonsín, 1983).
Del análisis documental recopilado es posible identificar los significantes estructurantes del discurso político –democracia, modernización, pluralismo, solidaridad, participación– que le otorgan sentido a la agenda político-educativa, buscando desarticular los aspectos materiales y simbólicos instalados durante los ciclos cívico-militares iniciados en 1930. De ahí que la prioridad, en un primer momento, fue el desmantelamiento del Proyecto Educativo Autoritario 1976-1983 (Tedesco et al., 1983)[19] y la necesidad de obtener “el consenso y apoyo político para llevar adelante políticas de reforma” (Adolfo Stubrin, comunicación personal, 29 de noviembre de 2017)[20], así como la sanción de una ley que no logrará concretarse. Se esperaba que dicha ley abarcara, por primera vez en la historia de la educación argentina, a todos los niveles, modalidades y jurisdicciones bajo los principios rectores del proyecto político gubernamental. De este modo se reafirmaba a la educación como un aspecto vital del proceso democratizador, tratando no solo de desmontar la estructura autoritaria del sistema, sino además transmitir una cultura de participación ciudadana pluralista y representativa.
Otras líneas de política fueron: 1) laicización de contenidos escolares; 2) modificación de los valores y prácticas institucionales, promoviendo mayor participación y una relación con la autoridad no represiva y más horizontal; 3) eliminación de los exámenes de ingreso al nivel medio y superior, y del sistema de cupos ampliando la matrícula; 4) el restablecimiento de los centros de estudiantes y la búsqueda de nuevos espacios de participación (Tiramonti, 2004; Tenti, 1991; Southwell, 2007). También formaron parte la eliminación de los cupos y aranceles universitarios, la revisión y transformación de los diseños curriculares y de los manuales escolares (Díaz, 2009; Briscioli, 2009), la reincorporación de los docentes cesanteados; el Programa de Alfabetización Nacional (Wanschelbaum, 2013), la construcción de edificios escolares para el nivel secundario, la reapertura de carreras y universidades cerradas durante la última dictadura, la normalización en su gobierno, concursos docentes, las modificaciones de sus planes de estudio y programas (Cano, 1985; Buchbinder y Marquina, 2008; Suasnabar, 2011; Giovine, 2017).
El declive del CPN marcó el pasaje hacia el segundo momento que, junto con los cambios de gestión en la Secretaría de Educación, dio lugar a la transformación, reforma o modernización educativa. Un momento de descreimiento en que los lineamientos de la reforma iban a ser producto de la deliberación en el CPN, atrapado por el complejo mecanismo de participación en una sociedad que venía de largos períodos de censura, temor, persecución e inestabilidad política. Estos, entre otros, fueron obstáculos para que el debate final reflejara el pluralismo que la convocatoria suponía y como tal el “factor del cambio” pretendido[21].
Tras la asunción de Stubrin en dicha secretaría, se diseñaron un conjunto de proyectos al interior de los niveles y modalidades del sistema, otorgándole un sello distintivo a la morfología de la reforma impulsada. El análisis documental evidencia la intención del gobierno de generar un consenso amplio –incluyendo también a la banca internacional–, en pos de la construcción de políticas que pretendían ser de largo plazo. Pese a sus diferencias, el discurso de este momento estará articulado por los mismos significantes que el anterior, pero observándose modificaciones en el modo de definición de las políticas educativas y asumiendo un rol más protagónico las direcciones nacionales de la secretaría, cuyo principal criterio organizador eran los niveles del sistema educativo que aún dependían del estado nacional.
Stubrin era un joven abogado, con una militancia que se remontaba a la agrupación estudiantil Franja Morada, proveniente de la línea más progresista de la UCR –la Junta Coordinadora Nacional–[22]. Al asumir, expuso sus principales líneas de política (Secretaría de Educación, 1987) recuperando de los diagnósticos producidos en el campo académico sobre la situación del sistema educativo, los rasgos de desarticulación, polarización, segmentación y circuitos pedagógicos diferenciados de calidad en tanto síntomas de la desigualdad educativa. Tres pedagogos fueron los voceros de ese diagnóstico: Cecilia Braslavsky[23], Juan Carlos Tedesco[24] y Norma Paviglianiti[25], quienes asumieron diferentes protagonismos en su relación con la gestión educativa –como se analizará en el próximo apartado–, recuperando de Tedesco su señalamiento respecto de ser este el momento de plantearse “estrategias para el cambio” que habían sido eludidas por los sectores críticos en la década de 1970.
Dichas estrategias posicionaban al estado nacional como garante del derecho a la educación –“prestador educativo directo” de las instituciones educativas que aún continuaban bajo su órbita y “autoridad jerárquica” de todo el sistema educativo argentino al presidir el Consejo Federal de Educación (CFE)–[26]; a los docentes, el sector privado, los sindicatos y las provincias como “sujetos protagonistas de los cambios”, rechazando las “leyes del mercado” (Ministerio de Educación y Justicia, 1987: 11-12) y marcando un distanciamiento con las reformas educativas neoliberales que ya se estaban llevando a cabo en otros países.
Como puede observarse en el Cuadro 1 del anexo, en el período 1987-1989 se desarrollaron una serie de programas y proyectos que lograron diferentes grados de concreción, destacándose el Programa de Transformación de la Educación Media (PTEM) que incluía un nuevo curriculum para el Ciclo Básico General (CBG) y Ciclo General Unificado (CGU) (Ministerio de Educación y Justicia, 1988) y la unificación de las modalidades de bachiller y perito mercantil, excluyéndose a las escuelas técnicas (participantes de un proyecto especifico); el Proyecto 009 que proponía generar condiciones necesarias para potenciar la capacidad y compromiso de aquellos objetivos institucionales que se acordasen, introduciendo un dispositivo de auto y heteroevaluación institucional en las escuelas (Lafourcade 1988; 1992; Giovine, 2001); el Proyecto MEB que reimplantaba un trayecto del ciclo del magisterio en el nivel secundario y otro en el superior (Menim, 1998). Y en el marco de la “educación permanente” (Ministerio de Educación y Justicia, 1987: 22) se creó el INPAD que brindó capacitaciones para docentes en actividad, priorizando a los profesores de la escuela secundaria en sintonía con las transformaciones proyectadas para dicho nivel (Souto et al., 1996; Méndez, 2018). Todos ellos se articularon bajo la coordinación de la Dirección de Planificación Educativa (ver Cuadro 1 del anexo).
Para su concreción el MEJ buscó financiamiento de los OI. Stubrin lo justificaba como condición necesaria para lograr la transformación educativa en un contexto de crisis económica:
“El gobierno de la educación utilizará más intensa y racionalmente los beneficios de las relaciones internacionales al servicio de los enunciados lineamientos para la transformación educativa. Los recursos técnicos y financieros que el país pueda obtener gracias a su integración en los organismos plurinacionales y a la amistad con otros países se dedicarán, así, a proyectos de efecto multiplicador que fortalezcan la planificación y el gobierno, optimicen el funcionamiento de la administración y mejoren la prestación del Sistema Educativo” (Secretaría de Educación, 1987: 12).
La principal vinculación se estableció con el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de la UNESCO[27] y el Programa Regional de Desarrollo Educativo (PREDE) de la OEA[28] :
“Con la OEA había una situación histórica fuera de control, había una serie de personas que en gobiernos anteriores habían accedido a proyectos técnicos de opinable calidad. Probablemente algunos buenos en sí mismos, pero de poca utilidad para la política general (…) estaban casi privatizados, se extraía muy poca utilidad política de esos proyectos y entonces nosotros convocamos a las autoridades de la OEA (…) [a] un proceso de reprogramación (…) hicimos una mesa paritaria para la reprogramación general de todas esas actividades, cancelamos muchos de esos proyectos y reorientamos los fondos, siguiendo prioridades” (EAS, comunicación personal, 29 de noviembre de 2017).
La colaboración externa –en forma de asistencia técnica– se consideraba fundamental para avanzar en las políticas reformistas y, si bien la principal vía de financiamiento provino de los organismos de cooperación, implicó también a la banca internacional gestándose el primer crédito internacional[29] que rompía con la tradición de los préstamos de inversión del gobierno. Las negociaciones se iniciaron con el Banco Interamericano de Reconstrucción y Fomento del Banco Mundial (BIRF/BM) durante la gestión del ministro Julio Rajneri (1986-1987)[30], siendo uno de los principales conflictos entre este y el Secretario de Educación, tal como se ampliará en el próximo apartado. La propuesta de reforma poseía un corte mercantilista introduciendo elementos discursivos que formarán parte de los programas reformistas de los 90, tales como la descentralización en clave de ajuste fiscal, la evaluación de la calidad educativa como medición externa del rendimiento escolar y la responsabilización a escuelas y alumnos por los resultados obtenidos, y la focalización de políticas socioasistenciales hacia escuelas y estudiantes más pobres (Banco Mundial, 1991)[31].
Una vez producida la renuncia del primero, Stubrin y sus colaboradores –encabezados por Juan Carlos Tedesco– quedaron al mando de las negociaciones, generando otros mecanismos de interrelación entre ambas agendas. Así la cooperación técnica y el financiamiento iban de la mano y los organismos de cooperación abrían el paso –a través de diagnósticos y trabajos preparatorios– a la obtención de créditos sectoriales:
“Con respecto al Banco [Mundial] existía la posibilidad de un préstamo sectorial. Iniciamos un proyecto preparatorio de muchos capítulos, creo que eran como quince, ya con un poco más de dinero y en los cuales podíamos incluir a un grupo de escuelas como para poder ir prefigurando una política más integral (…), entre fines del 87 y principios del 88, empezamos a desplegar la convocatoria a muchas personas que con esos subproyectos preparatorios podían organizarse (…) e ir generando un impacto sobre las escuelas” (EAS, comunicación personal, 29 de noviembre de 2017).
Estos proyectos fueron concebidos como experiencias “piloto” en un reducido conjunto de instituciones distribuidas en el territorio nacional (generalmente entre 20 y 25)[32] que aceptaban voluntariamente participar de ellos, a fin de lograr una “generación concertada” (Lafourcade, 1988: 45)[33]. Esta modalidad permitía un trabajo coordinado entre las instancias centrales (ministerio) e institucionales (escuelas) de cada proyecto, así como probar su viabilidad y realizar ajustes antes de su generalización.
“La idea era hacer pie en esos proyectos para tener manojos de escuelas en cada uno de ellos e ir mostrando un conjunto de instrumentos que puedan estar, con efecto demostración, en carne viva en colegios bien distribuidos nacionalmente, para poder liderar al resto del sistema nacional, alrededor de mil escuelas, y a las provincias” (EAS, comunicación personal, 29 de noviembre de 2017).
Cabe aclarar que estos proyectos no lograron articularse con las provincias (quienes iniciaron sus propios procesos de reforma), continuando con la presencia de sistemas educativos paralelos no remediándose esa caracterización de “descentralización anárquica” (Paviglianiti, 1988) en tanto rasgo distintivo de la distribución de las fuerzas reguladoras entre la nación y las provincias en el campo educativo (Giovine, 2012) y que, como ya se mencionó, tampoco se consiguió en el CFE.
Los equipos responsables de la mayoría de los proyectos se organizaron en diferentes niveles de gobierno y –a semejanza del CPN– en dos vías: procesos “de ida” para la formulación –y posteriores ajustes– de la política y capacitación a cargo del equipo ministerial integrado por un coordinador, co-coordinador y equipo de especialistas contratados; y procesos “de vuelta” para la puesta en acto, efectos, ajustes y redefiniciones a cargo de directores, docentes, supervisores y estudiantes. En algunos proyectos también aparecía la figura del coordinador territorial en tanto nexo entre el nivel central e institucional. De esta manera la reforma no sería “un cambio repentino y mágico, sino [el resultado de] un esfuerzo consciente y sostenido que nos entregará, en el tiempo, sus seguros resultados” (Secretaría de Educación, 1987: 18).
Para ello la Secretaría convocó a políticos como funcionarios, a intelectuales como responsables del diseño de proyectos y a docentes que ocuparon uno u otro papel, pretendiendo reafirmar el carácter participativo y pluralista en el modo de construcción de las políticas en diálogo con los actores del sistema educativo nacional. La coordinación y articulación de dichos proyectos daría como resultado la pretendida transformación, reforma o modernización educativa.
En 1986 Alfonsín presentó el Pacto de Garantías para la Convergencia Programática promoviendo políticas que profundizaran el proyecto modernizador, evocando al Pacto de la Moncloa –hito de la transición democrática española–. Se intentaba una transformación más profunda que pudiese trascender la agenda de gobierno y concretar políticas de estado, presentando tres tipos de reformas (político-institucional, económico-social y cultural-educativa) que respondían a la misma cadena equivalencial que estructuraba el discurso oficial –democratización, modernización, pluralismo, participación, solidaridad–, redactadas por un conjunto heterogéneo de intelectuales.
El clima de época, el discurso ético-político del presidente y la vuelta del exilio de aquellos intelectuales que tuvieron que irse del país en la última dictadura militar coadyuvaron a que se estableciera entre ellos una vinculación particular, en una doble vía. Desde el gobierno, convocando a académicos de diferentes procedencias partidarias e institucionales que legitimarían las decisiones políticas a través del conocimiento experto. Desde los intelectuales, al redefinir un horizonte de posibilidades a través de la valorización de la democracia como sistema político, partiendo de una revisión del rol intelectual de los 70. Siendo el principal referente Gramsci, esta postura suponía abandonar la del antagonista del poder estatal para pensarse como participante activo en los asuntos de estado, resignificando el modo de interpretar el pasado.
Muchos de ellos fueron atraídos por el discurso de campaña electoral de Alfonsín centrado en los valores democráticos, la defensa de derechos humanos, la república y la oposición a la violencia institucional del pasado; y se constituyeron –en gran parte– en pilares sobre los que fue construyendo su hegemonía. En palabras del sociólogo Juan Carlos Portantiero (a quien se le adjudica la autoría de gran parte del Discurso de la Convergencia Democrática):
“Muchos de quienes componen mi generación descubrieron a partir del proceso iniciado en 1983, conmovidos por el rezo laico del Preámbulo, el valor de la democracia y del estado de Derecho que hasta entonces habíamos despreciado en nombre de otros ideales, sin advertir que no tenían por qué ser mutuamente excluyentes. Fuimos hijos de la violencia y de la ilegalidad argentinas; en las nos nutrimos y a ellas servimos hasta que el horror de la dictadura y del terrorismo de Estado, las prisiones, las muertes y los exilios nos mostraron definitivamente el largo rostro cruel de nuestra historia y la necesidad de articular las viejas banderas sociales con los nuevos aires que a ellas podía proporcionarles la democracia” (2004: 15).
De esta manera, la construcción de la agenda de gobierno evidencia nuevos mecanismos de interrelación entre el campo político y el campo académico. Este conjunto de intelectuales, de un amplio arco ideológico, fueron convocados como funcionarios –por ejemplo el matemático Manuel Sadosky a la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Nación–, como consultores –tal es el caso del jurista Carlos Nino en el Consejo para la Consolidación de la Democracia y la Reforma Constitucional–, como asesores –el ya mencionado Portantiero y Emilio de Ípola que pertenecían al Grupo Esmeralda[34]–, entre otros[35].
El campo educativo no fue la excepción. Provenían mayoritariamente de universidades nacionales y tenían trayectoria en el campo académico, pero no necesariamente en el político. Fueron convocados en su rol de consultores –como en el ya mencionado CPN– o a participar en la elaboración de políticas como funcionarios o especialistas contratados. Desde diversos espacios, proyectos y con diferentes formas de participación, este amplio abanico de referentes, a los que se sumaban jóvenes graduados de las universidades y otros centros académicos (principalmente la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO- y la UBA), muestran la relación establecida entre ambos campos, comenzando un proceso de institucionalización que se fue consolidando en las siguientes décadas[36].
Estos intelectuales no constituían grupos homogéneos. Por el contrario, sus trayectorias muestran la complejidad del propio campo. Mientras el ala liberal conservadora adscribió al neoliberalismo (adelantando algunos ensayos de lo que en la próxima década será su concreción con la llamada “reforma del estado argentino”[37]), los sectores progresistas retomaron los principios de la socialdemocracia europea (pese a estar fuertemente cuestionados). Estos grupos en pugna lucharon por convertirse en hegemónicos, representando diferentes intereses y relaciones de poder al interior del ministerio entre aquellos que asesoraban a Rajneri y a Stubrin.
Por un lado, el primer grupo encabezado por el economista Humberto Petrei[38] pertenecía a la Fundación Mediterránea y al Instituto de Economía y Finanzas de la Universidad Nacional de Córdoba. Sus relaciones con OI le permitieron actuar como negociador y convocar a José Cartas, Héctor Gertel y José Delfino, quienes realizaron informes técnicos para la adjudicación de créditos del BM.
Por otro lado, el grupo que acompañó a Stubrin era más heterogéneo y provenía tanto de sectores progresistas del radicalismo –Paviglianiti, Marta Teobaldo[39]–, como de la izquierda intelectual –Tedesco, Clotilde Yapur[40]– y el comunismo –Daniel Cano[41], Berta Braslavsky[42], Cecilia Braslavsky, Ovide Menin[43]–, entre otros. Estos diferentes perfiles políticos estarían dando cuenta de que también en la elaboración política, pedagógica y técnica de la reforma educativa existía un compromiso con la figura de Alfonsín y que la composición de los equipos estaba pensada más en la construcción de un proyecto democrático pluralista que político-partidario. Hecho que también se evidencia en que el sector adscrito al partido gobernante no era mayoritario:
“Convergieron muchos con una vocación democrática pero que tenían distintas ideas. Yo diría que el equipo técnico no tenía una expresión partidaria; ninguno de los que nombré, salvo Caty [Nosiglia[44]] que ocupaba un lugar de asesora o yo… o el secretario, ni siquiera el ministro [Jorge Sábato], que más bien venía de la izquierda” (Juan Carlos Pugliese, comunicación personal, 15 de diciembre de 2017).[45]
Tal como ya se ha mencionado, los integrantes del segundo grupo desempeñaron diferentes papeles formando parte del cuerpo de asesores, de funcionarios de diversos rangos al interior de la secretaría y colaboradores externos, a los que se sumaba la figura de consultor contratado para tareas especificas en los proyectos. Aquellos que ocuparon las direcciones nacionales de la secretaría, en su mayoría eran docentes con vasta trayectoria; tal es el caso de Menin, que al ser –tal como plantea Stubrin– “colaboradores estrechos” (EAS, comunicación personal, 29 de noviembre de 2017) de su gestión fueron los conductores de las principales líneas de reforma. Otros, como Yapur, Lafourcade[46] o Tedesco también poseían experiencia en OI o ministeriales y fueron convocados por su especialidad para una función más técnica.
En el recorrido por las trayectorias de estos intelectuales se evidencia que no desempeñaron posiciones rígidas. Por el contrario, muchos transitaron diferentes cargos y asumieron diversos roles. Asimismo, la actuación de algunos de ellos data de la década de 1960 donde, siendo en ese entonces jóvenes graduados, representaban el nuevo perfil del campo con características más científicas y académicas. Paviglianiti, Inés Aguerrondo y David Wiñar –presidente del CONET entre 1987 y 1989–[47], habían trabajado en aquellos años en el Sector Educación de la Comisión Nacional de Desarrollo (CONADE)[48], el cual fue el primer espacio estatal que se configuró en el país para la producción de conocimiento educativo experto-técnico. Representando otra corriente dentro del campo de las ciencias de la educación, ya en los 70 es posible localizar a pedagogos nucleados en la Revista de Ciencias de la Educación –editada entre 1970 y 1975– bajo la dirección de Tedesco, tales como Graciela Carbone[49], Yapur y Teobaldo (Gómez, 2017). Cecilia Braslavsky, Cano y Guillermina Tiramonti[50] venían del ámbito de la FLACSO, de la cual emergieron producciones que colaboraron en el diseño de la política[51] y en el resurgimiento del campo académico de la educación, junto con la UBA y la Asociación de Graduados en Ciencias de la Educación (AGCE). Tres espacios que en este período estaban articulados.
El hecho de que esos dos grupos antagónicos hayan coexistido un breve tiempo al interior del MEJ, disputando los sentidos asignados a la reforma educativa, sería expresión de un momento histórico en el cual la izquierda –en el marco de una redefinición ideológica ante el desmantelamiento del Welfare State- y la Nueva Derecha pugnaban por la definición de un modelo de estado y de educación diferentes, tal como se observó en los informes que producen, en el tipo de la relación con el BIRF/BM, y en el diseño y ejecución de las políticas. Mientras que el enfoque economicista del grupo coordinado por Petrei privilegiaba un análisis cuantitativo en términos de costos, beneficios, equidad y eficiencia buscando la reasignación de recursos para mejorar el rendimiento del sistema educativo al que consideraban de baja calidad, costoso e improductivo, los trabajos del grupo coordinado por Stubrin asumía un fuerte compromiso con el proyecto socialdemocrático, la concepción de la educación como práctica política y el papel protagónico de la ciencia y la tecnología. En este sentido, Stubrin afirmaba:
“Era un enfoque multidimensional o sistémico, que estaba en la prédica de Juan Carlos Tedesco, que era en ese entonces Director de la OREALC en Santiago de Chile y que estaba frecuentemente en contacto con nosotros, ayudando y asesorando y elaborando las políticas, los textos digamos, los mensajes” (EAS, comunicación personal, 29 de noviembre de 2017).
Pero, ¿cómo se logra amalgamar a ese segundo grupo tan heterogéneo en su interior para la definición de una forma de reforma educativa? Una de las posibles respuestas a este interrogante podría encontrarse en el clima de época que constituye un horizonte de posibilidad común en el que se entrelazan pensamientos, saberes, sentimientos y acciones históricamente situados para reconfigurar democrática y participativamente a las instituciones educativas (Giovine, 2012).
“Todo el aire que en ese momento se respiraba en la Argentina estaba reducido a la democracia y a la participación… porque era una época en que todo el mundo quería participar” (Clotilde Yapur, comunicación personal, 19 de noviembre de 2017).
“Es otra época, otra mentalidad, otra forma de ver… la gente no quería quedarse afuera… había un placer de volver a la democracia de todo el equipo. No de mí, no, no, no, todo el mundo laburaba igual” (Emilce Botte, comunicación personal, 29 de enero de 2018)[52].
“Siempre me llamó la atención la capacidad creativa que desplegaron los docentes involucrados en el [Proyecto] MEB con sólo generar espacios libres, amplios, de acción autogestionaria. Todavía no puedo explicarme ese “despertar” –dicho esto sin visos mesiánicos ni apologéticos– de gentes cuasi adormiladas por la indiferencia de un subsistema cristalizado por el tiempo, y la reiteración de un modelo de gestión, que había perdido gran parte de su sentido” (Menim, 1998: 47).
“Te llamaban a reformar el currículum de la Ciudad de Buenos Aires, ibas. Te llamaban a reformar la educación superior en un proyecto piloto, ibas. Y además era maravilloso porque podías pensar (…) y pensabas con gente que estaba, había fervor. Sabes que es una cosa que yo siempre me la acuerdo, había fervor, había ganas de hacer las cosas” (Entrevista a Sara Melgar, 2018)[53].
Emergió así un ethos del reformador producto de la conjunción de trayectorias individuales y procesos colectivos, el cual marca una particular configuración de los equipos de trabajo. Ello puede observarse en la valoración que los entrevistados le otorgan a
“todo lo grupal, todo lo que eran las relaciones interpersonales, la posibilidad de poder acercarse a los docentes desde un lugar muy distinto al que como docentes y por lo tanto centrados en la enseñanza tenían (…) esto era una oportunidad de hacer una cosa distinta en la enseñanza, de pensar la escuela de otra manera” (Entrevista a Marta Souto, enero 2018).[54]
“desde empezar a pensar epistemológicamente cómo se construye un área o un campo disciplinar (…) hasta trabajar en equipo, hasta pensar un plan con aportes que hasta ese momento no existían en la formación docente, poder trabajar un proyecto nacional (…) Yo ahí aprendí lo que es un trabajo en equipo y ahí aprendí lo que es la construcción social de conocimiento que Berger y Luckmann te lo cuentan” (Emilce Botte, comunicación personal, 29 de enero de 2018).
Estos testimonios ponen de manifiesto que los reformadores, al igual que las reformas, son producto de un tiempo históricamente situado en el que se comparten visiones de construir una mejor educación.
En este último apartado, a modo de cierre y nuevas aperturas (en el sentido que Deleuze le otorga a este término), se pretende dar algunas posibles respuestas a ese interrogante inicial sobre qué forma adquiere la reforma de este particular momento histórico.
A lo largo del texto se ha señalado que en 1987 los actores gubernamentales reconocieron que los condicionamientos políticos, económicos y sociales impedirían elaborar las propuestas de modificación si se mantenía una mirada de la reforma como resultado de un amplio proceso de consulta. El ocaso del CPN a medida que transcurría el tiempo fue echando por tierra las primeras aspiraciones de que la sanción de una ley general educativa fuera producto de un amplio consenso. De ahí que se plantee un modelo de reforma por proyectos en diálogo con los OI, los cuales intentaban disciplinar a los estados nacionales tanto a través del otorgamiento de financiamiento como en los temas que debían priorizar las agendas reformistas. De esta negociación se puede observar una tensión entre los dos grupos de intelectuales al interior del ministerio educativo nacional. El primero más permeable a las propuestas de los OI; el segundo, estableciendo un proceso de negociaciones, acuerdos y resistencias que se evidencia en el diseño de dichos proyectos.
La reforma educativa tenía un lugar propio en la agenda de modernización que buscaba avanzar en una transformación de aspectos no resueltos históricamente, tales como la democratización del sistema, la participación de la comunidad educativa en la gestión escolar y la integración de los sistemas educativos provinciales y nacional con el propósito de resolver los problemas diagnosticados por los pedagogos en relación con el autoritarismo pedagógico, la segmentación y la desarticulación educativa. Los temas de agenda se constituyeron en los objetivos de los proyectos centrados en la calidad educativa tal como lo estipulaban los OI, pero asociada a la actualización de contenidos escolares y metodologías de enseñanza, a la hetero y autoevaluación como dispositivo institucional, a la formación y actualización permanente del docente como sujeto protagonista de la reforma, entre otros. Para ello el estado nacional asumía el rol de garante del derecho a la educación y conductor del plan de transformación, modernización o reforma educativa; términos utilizados como sinónimos por los protagonistas.
De esta manera los principios que lo orientaron se constituyeron en una hibridación entre los significantes que estructuran el campo de sentido del discurso político gubernamental –modernización democrática, pluralismo, ética de la solidaridad, participación–, tratando de eludir el carácter mercantilista que los OI y el Eje Trilateral ya pretendían imponer. O en otros términos se planteaba un proyecto relativamente autónomo de modernización democrática que aún pujaba por responder a una racionalidad política welfarista y resistir al mandato de modernización en clave neoliberal. Un posicionamiento distintivo del área educativa con respecto a otras políticas públicas que, más claramente a partir de 1987, comenzaban a poner en práctica algunas medidas económicas de las propuestas por el BM y el FMI.
Asimismo, y formando parte también de la Convergencia Democrática convocada por Alfonsín, se optó por una reforma que involucrase tanto a las instancias centrales como institucionales. Por ello no se la concebía como una estrategia macropolítica de pretensiones refundantes elaborada sólo desde el centro y, por ende, exclusora de los procesos de producción y reproducción de las prácticas escolares. Al no sustentarse en la creencia de “un cambio repentino y mágico”, es que se apeló por un lado a un modo de gestión de proyectos que involucrase a diferentes instancias organizativas de penetración territorial: el nivel ministerial a cargo de funcionarios, intelectuales y coordinadores (en su mayoría jóvenes graduados universitarios), e institucional involucrando a directores de escuela, docentes y en algunos casos, estudiantes y supervisores. Se partía del supuesto de que a través del consentimiento y compromiso de los actores se concretaría la ansiada democratización y un tipo de reforma con los docentes, en vez de reformar a los docentes.
Por otro, a un mecanismo gradual de ejecución de los proyectos, eligiendo la modalidad de “experiencias piloto” que –a modo de ensayos– conllevaría un “efecto multiplicador” bajo la intención de iniciar las transformaciones pretendidas a escala reducida en diferentes conjuntos de escuelas. Esta puesta en acto de las políticas en aquellas instituciones que aceptaban participar de cada experiencia, generó algunos mecanismos de autogestión, delegación de determinadas responsabilidades a las bases, participación en el proceso de retroalimentación y posible rediseño de estrategias, introduciendo a la innovación y evaluación como posibles herramientas institucionales que estimasen el impacto de los proyectos. Así se instrumentaba una forma de reforma en la que las decisiones eran compartidas y afianzarían la cogestión en dicho proceso. Sin embargo, también podía constituirse en un limitante al encapsular las experiencias a un reducido grupo de escuelas, así como tender a responsabilizar a las instituciones educativas por los resultados de la gestión, poniéndose de manifiesto las tensiones que encierra optar por una reforma integral “desde arriba” y otra gradual que –a modo de microexperiencias– luego se iría generalizando para arribar a la sanción de una ley que por primera vez legislase para todos los niveles, modalidades y ámbitos del sistema educativo argentino.
Otro rasgo distintivo fue la figura de los reformadores, aquellos intelectuales que –en gran parte– imprimieron un sello distintivo a la reforma educativa. La reconstrucción del rol del reformador que se desprende del análisis de las trayectorias de los grupos que colaboraron con el gobierno de Alfonsín y especialmente con la Secretaría de Educación, evidencia la presencia de un ethos distintivo. Dicho ethos marca la convivencia de al menos dos cuestiones que se entrecruzan. Por un lado, sus historias personales y sus trayectorias políticas, académicas y profesionales. Por otro, la valoración del momento histórico, de ese particular clima de época que constituyó el retorno a la democracia asociada a esa cadena de términos equivalenciales que le otorgan sentido.
Este ethos del reformador se fue conformando por una crítica al rol desempeñado en el pasado reciente y el compromiso que asumió este grupo heterogéneo de intelectuales con el discurso éticopolítico de Alfonsín, concibiendo a la democracia como articulador de lo social, de las relaciones entre los sujetos y las instituciones públicas. Los reformadores valorizaron la participación, el pluralismo y el intercambio con “las bases” del sistema, el compromiso, la consulta y la motivación en las tareas que demandaban las reformas. A través de un amplio abanico de referentes académicos y jóvenes graduados del campo educativo se evidencia la relación establecida entre la elaboración de la política y un campo intelectual que iba camino a su institucionalización en Argentina y la imbricación entre ellos –no exenta de diferencias, disputas y conflictos–.
Este recorrido por la morfología de la reforma educativa de la transición democrática permite identificar un desplazamiento en las significaciones del propio término “reforma”, configurado como corolario de un conjunto de acciones pensadas y diseñadas para promover modificaciones en el sistema. Esta reforma se logró a través de mecanismos de formulación y puesta en acto que involucró a funcionarios, a intelectuales reformadores y a los actores educativos, adaptados a las particularidades regionales en las que se ubicaban las instituciones. De esta manera el ansiado cambio, modernización o trasformación educativa sería producto de la sedimentación de experiencias que, en el largo plazo, generarían –según los relatos de los protagonistas– transformaciones profundas en las prácticas pedagógicas y en la cotidianeidad escolar.
Ello no fue posible debido al abrupto cierre de estas experiencias cuando finaliza el gobierno de Alfonsín y asume Carlos Menen la presidencia de la Nación (1989-1995/1995-1999), dando cuenta de la dificultad en Argentina de establecer acuerdos que trasciendan a los gobiernos y que las políticas educativas se transformen en política de estado. En tal sentido, el giro de la racionalidad política hacia la neoliberal, de la agenda de gobierno y la transformación estructural del sistema educativo argentino en los 90 fue transformando estos proyectos –los cuales no desaparecieron porque de ellos dependía el financiamiento externo– hacia otra forma de reforma integral, macropolítica, refundante y exclusora de las prácticas escolares.
Esta reforma olvidada solo quedó anclada en aquellas escuelas que asumieron algunas de sus propuestas institucionalmente y en los recuerdos de aquellos intelectuales reformistas que, con diferentes trayectorias y desde diferentes roles, entre tensiones y conflictos, contribuyeron a la transición democrática argentina.

