Recepción: 02 Noviembre 2019
Aprobación: 08 Enero 2020
Resumen: En este artículo se analizan las transformaciones ocurridas en las políticas asistenciales de Argentina en las últimas cuatro décadas, dando cuenta del surgimiento de una nueva modalidad. Esta se caracteriza por la adopción del crédito como instrumento de programas sociales orientados a la satisfacción de necesidades sociales que aquí se denominan políticas sociales de endeudamiento. La adopción del crédito establece una relación de deuda entre la cara asistencial del Estado, posicionado como acreedor, y los destinatarios de los programas sociales, devenidos en deudores, que modifica las lógicas clásicas de la política social.
Palabras clave: Políticas sociales, bienestar, crédito, deuda social.
Abstract: This article analyzes the transformations of Argentina´s social welfare policies in the last four decades. It focuses in a new type of policy in which the main feature is the employment of credit as a key instrument to meet social needs, which here are called social policies of indebtedness. The consequence of credit adoption is the establishment of a debt relationship between the State —positioned as creditor— and the beneficiary —turned into a debtor— that modifies the logics of classical social policy.
Keywords: Social policy, welfare, credit, social debt.
INTRODUCCIÓN
Durante las últimas cuatro décadas, la pobreza y la exclusión social aumentaronsu relevancia en el debate público en Argentina. En este contexto, las políticas sociales se consolidaron como un asunto insoslayable de la agenda pública y se constituyeron como un tema clave para decisores políticos, académicos, think tanks y organizaciones sociales, entre otros (Uña, Lupica & Strazza, 2009). La persistencia del deterioro de las condiciones sociales y económicas, que tuvo su etapa más crítica entre 1998 y 2003, estableció a la lucha contra la pobreza como uno de los objetivos prioritarios de la política social (Vinocur & Halperín, 2004). A partir de entonces, el vínculo entre pobreza, desempleo y exclusión social se consolidó como el quid de la intervención social del Estado en materia de política asistencial.
El objetivo de este artículo es comprender las transformaciones en las formas de provisión de bienestar, entendido como el cumplimiento con los derechos económicos, sociales y culturales (DESC) que el Estado argentino debe garantizar a su población (Arcidiácono & Gamallo, 2010). La acreencia de los DESC constituye una deuda social compuesta por las obligaciones que el Estado tiene frente a los ciudadanos en materia de satisfacción de las necesidades reconocidas por ley. En este sentido, la deuda social se conforma en función de las brechas respecto a las condiciones y realizaciones mínimas vinculadas a la protección y desarrollo de la vida humana (Salvia, 2011). Frente a este conjunto de obligaciones, el Estado argentino desarrolló, a lo largo de su historia, un complejo esquema de políticas sociales y asistenciales para dar respuesta a la deuda social.
El artículo se focaliza en las políticas asistenciales, es decir, aquellas orientadas al alivio y contención de los sectores más vulnerables. En esta dirección, se efectúa un análisis de las transformaciones de dichas políticas desde la recuperación de la democracia, en 1983, hasta el final del gobierno de Mauricio Macri en diciembre de 2019. En particular, se da cuenta de su proceso de financiarización, es decir, de los crecientes vínculos establecidos entre la política asistencial y las finanzas a lo largo del período observado. El artículo pretende contribuir así a la compleja tarea de desenredar las imbricaciones entre deuda, crédito y políticas sociales en las sociedades capitalistas contemporáneas.
La utilización de una perspectiva histórica de mediano plazo permite captar los cambios, continuidades y rupturas en la evolución de las políticas asistenciales. La identificación de etapas, establecidas en función de los vínculos entre la política asistencial y el mundo de las finanzas, resulta una herramienta efectiva para reconstruir el derrotero de una trayectoria institucional de casi cuatro décadas. En especial, una reconstrucción analítica de este tipo posibilita el desarrollo de un enfoque novedoso que sea capaz de dar debida cuenta de una de las características principales del proceso de transformación, esto es, la creciente financiarización de la política asistencial. Asimismo, el hecho de hacer foco en las dinámicas propias del ámbito asistencial permite brindarle una autonomía relativa, desacoplando sus cambios de los vaivenes de los ciclos políticos y los recambios de gobierno1.
Dentro del proceso de financiarización de la política asistencial en Argentina, en el artículo se identifican y analizan cuatro etapas. La etapa inicial, entre 1983 y 2002, aquí denominada “bienes, servicios y subsidio”, se caracteriza por las reformas neoliberales y las políticas asistenciales focalizadas, fragmentadas y tecnocráticas. La segunda etapa, entre 2002 y 2006, caracterizada por la “bancarización compulsiva”, se inicia luego de la crisis que sacudió al país a principios del siglo XXI y se destaca por la masificación de los programas de transferencia condicionada de ingresos y la bancarización compulsiva de sus titulares. La tercera etapa, que tiene lugar entre el 2006-2017, denominada de “Economía social y microcrédito”, está marcada por la institucionalización del microcrédito como componente central del esquema de políticas asistenciales. Finalmente, la última etapa que se da entre 2017-2019, aquí denominada “Inclusión financiera”, se define por la incorporación de la inclusión financiera como objetivo de la política social, la adopción de instrumentos financieros y la extensión del crédito a nuevas áreas política asistencial.
A la luz de la exploración de estas etapas, se analiza el surgimiento de una modalidad novedosa de política asistencial que pasó relativamente inadvertida para los especialistas en la materia. Esta innovación consistió en la adopción de instrumentos financieros, en particular el crédito, como instrumento de programas sociales orientados a la satisfacción de necesidades de los sectores populares que aquí se denominan políticas sociales de endeudamiento (Nougués, 2019a). Este nuevo modelo de intervención social del Estado reformula los términos de la relación de deuda social, en la cual el ciudadano es acreedor de derechos frente a los cuales el Estado es deudor. La incorporación del crédito al seno de la política asistencial invierte los términos de dicha relación, de modo tal que el Estado se posiciona como acreedor y el ciudadano deviene en deudor. Tal giro implica una inversión de los términos de la relación de derecho y las lógicas clásicas propias de la provisión de bienestar.
La estrategia metodológica implementada es cualitativa y exploratoria. Su principal objetivo consiste en efectuar un análisis de la evolución histórica de la matriz de política asistencial de la Argentina desde 1983 a 2019. Para eso, se realizó una revisión crítica de la bibliografía experta disponible que aborda los cambios y continuidades en los modelos de política asistencial. A partir de este corpus, se recolectaron los insumos principales para la reconstrucción de las primeras tres etapas. Asimismo, se analizaron las correspondientes leyes, normativas, diseños programáticos y documentos estatales sobre las políticas y programas, así como los informes, investigaciones y publicaciones de organismos y actores nacionales e internacionales competentes. Finalmente, se realizaron entrevistas con funcionarios a cargo de áreas relevantes para poder reconstruir y caracterizar la etapa de “inclusión financiera”. La vacancia de investigaciones sobre la temática y los programas de esta etapa requirió un trabajo combinado de análisis de las fuentes documentales primarias con entrevistas a los responsables de los programas sociales más paradigmáticos del período, tales como la Estrategia Nacional de Inclusión Financiera, Créditos ANSES y Mejor Hogar.
El artículo se organiza en tres apartados. En el primero se retoman los debates en torno a los regímenes de bienestar y se propone una perspectiva teórico-analítica basada en un enfoque de derechos que define al bienestar como una forma de deuda social de la cual el Estado es el principal responsable. En el segundo apartado, se identifican y analizan las cuatro etapas de la evolución de la política asistencial. A la luz de esta etapización, en el tercer apartado se define y caracteriza la nueva modalidad de política asistencial, que es el objeto de este artículo, las políticas sociales de endeudamiento. Para ello, se analizan dos programas que utilizan el crédito para dar respuesta a distintas necesidades sociales. Por un lado, se aborda el programa Créditos ANSES de préstamos para la financiación del consumo y, por el otro, el programa Mejor Hogar de créditos para la mejora progresiva del hogar.
BIENESTAR Y DEUDA SOCIAL: INTEGRANDO LOS RIESGOS Y LAS NECESIDADES SOCIALES
Los debates teóricos y los estudios empíricos sobre la provisión de bienestar en las sociedades modernas son recurrentes en las ciencias sociales occidentales. Es el sociólogo danés Esping-Andersen quien, a finales de la década del ochenta, introduce la noción de regímenes de bienestar con su estudio sobre las formas de producción y distribución del bienestar entre el Estado, el mercado y las familias. La perspectiva de Esping-Andersen suscitó amplios debates teóricos y múltiples investigaciones empíricas desde los cuales fue criticada. Dentro de estas discusiones, cabe destacar las críticas realizadas desde tres enfoques diferentes (Benza et al., 2019).
Por una parte, aquellas realizadas por el equipo de investigadores catalanes liderado por Adelantado que suman un nuevo componente a la tríada del bienestar, los tejidos sociales comunitarios, y señalan la importancia de las políticas sociales en la gestión de la desigualdad (Adelantado, Noguera, Rambla & Sáez, 1998). Por la otra, las agudas críticas de autoras feministas que destacan la estrecha relación entre los regímenes de bienestar y los regímenes de cuidado, resaltando el rol central que ocupan las mujeres en ambos (Esquivel, 2012) . Finalmente, la tipología tradicional de regímenes de bienestar fue cuestionada desde América Latina por su carácter eurocéntrico. Con el objetivo de explorar las características específicas de los regímenes latinoamericanos, distintos autores se abocaron a la tarea de realizar estudios comparativos para países de la región (Filgueira, 1998; Martínez Franzoni, 2007)
Más allá de sus acuerdos y discrepancias, la tradición de estudios sobre regímenes de bienestar resulta de fundamental importancia para problematizar el complejo proceso de producción y distribución de bienestar. El cúmulo de conocimiento generado por estos estudios demuestra que este proceso involucra una multiplicidad de actores (Estado, mercado, comunidad, familias, y en particular las mujeres), una amplia variedad de satisfactores (ingresos, jubilaciones, educación, salud, etc.) que moldean los sistemas institucionales y las distintas formas de provisiónde bienestar en las sociedades contemporáneas (más o menos públicas, mercantilizadas, comunitarizadas o familiarizadas). Por consiguiente, la provisión de bienestar supone la construcción de complejos arreglos institucionales que combinan las obligaciones del Estado con el accionar de actores extra-estatales, con las necesidades de la población y con los derechos de los ciudadanos.
Entonces, ¿qué se entiende por bienestar y cómo se garantiza? Este interrogante es respondido de diversas maneras. El bienestar se asocia con la disponibilidad de determinado nivel de ingresos, la satisfacción de necesidades básicas, la capacidad de manejar ciertos riesgos y/o la libertad para alcanzar aquello que socialmente se considera valioso. Así, las respuestas oscilan entre la concepción del bienestar como un estado a alcanzar o como la capacidad de manejar riesgos (Martínez Franzoni, 2008). Independientemente de las particularidades de las distintas perspectivas, este interrogante visibiliza un aspecto fundamental que refiere a la relación entre necesidades, derechos y obligaciones que subyace en el debate sobre los fundamentos de los derechos humanos (Arango Rivadeneira, 2009).
En esta línea, este artículo propone comprender la provisión de bienestar como la forma en que el Estado, en relación con otros actores como el mercado, las familias y la comunidad, busca gestionar los riesgos sociales y garantizar condiciones de vida adecuadas para sus ciudadanos. Esto es, brindar, directa y/o indirectamente, los medios para la satisfacción de las necesidades sociales que permitan una vida digna libre de daños causados por los potenciales riesgos sociales. De este modo, es obligación del Estado dar respuesta a las necesidades y riesgos sociales de la población cuya satisfacción constituye sus derechos. Al respecto, cabe aclarar dos cuestiones suscitadas por una definición de esta naturaleza.
En primer lugar, desde la perspectiva de los estudios sobre regímenes, la provisión de bienestar no es tarea exclusiva del Estado; por el contrario, es provista a través de un régimen que supone arreglos institucionales entre el Estado, el mercado, las familias y la comunidad. No obstante, como advierte Martínez Franzoni (2008), el Estado adquiere un rol central en esta tarea, ya que la política pública moldea las definiciones de los riesgos sociales, a la vez que estructura al mercado laboral y al consumo. Asimismo, el Estado es el principal responsable y encargado de proveer bienestar ya sea directamente, por ejemplo, a través de la provisión desmercantilizada de bienes y servicios públicos; o indirectamente, regulando la actividad de las otras esferas involucradas.
En segundo lugar, la dicotomía en torno a la cual se suele plantear el debate requiere ser abandonada para poder avanzar en nuevas formas de encarar el problema. Las tensiones entre el bienestar como un estado a alcanzar y el bienestar como la capacidad de gestionar riesgos son artificiales. El bienestar no puede reducirse a lo uno o a lo otro, sino que es una combinación de ambos. La provisión del bienestar implica garantizar los medios para la satisfacción de las necesidades sociales y la cobertura frente a las incertidumbres de la vida. Al asumir la relación entre necesidades, riesgos sociales, derechos y obligaciones, resulta posible sustentarla provisión de bienestar en una perspectiva de derechos que implica tanto la cobertura colectiva frente a riesgos como la satisfacción de necesidades sociales2.
Las necesidades de los seres humanos expresadas en lenguaje del derecho internacional son declaradas en los derechos económicos, sociales y culturales. El Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 es el texto básico que regula de manera exhaustiva estos derechos, cuya adhesión permite exigir a los poderes públicos el cumplimiento cabal de los derechos consignados (Villán Durán, 2009). No obstante, el Pacto contempla que los Estados deben adoptar progresivamente, y en el marco de sus posibilidades, medidas para lograr la plena efectividad de los derechos por él reconocidos (art.٢, inciso ١°). El carácter progresivo y paulatino de los DESC, referido en el artículo ٢, implica que no pueden ser exigidos de manera inmediata ni son justiciables. La tensión entre la invocación a los derechos y su carácter no justiciable produce un anclaje retórico en torno al lenguaje de derechos sin que esto se traduzca en un avance efectivo en materia de cumplimiento de las obligaciones que los derechos traen aparejados (Arcidiácono y Gamallo, 2017; Pautassi, 2014).
En términos generales, los DESC se refieren a la garantización de condicionesbásicas que permitan un nivel de vida adecuado, es decir, aquellas condiciones fundamentales que se requieren para vivir de manera plena. Se hallan vinculados, principalmente, al acceso en condiciones adecuadas a la educación, vivienda, alimentación, salud, seguridad social, trabajo y cultura. En materia de derechos económicos, contemplan cuestiones vinculadas a las condiciones materiales de vida adecuadas, por lo tanto, el derecho a la alimentación, la vivienda y el trabajo (art. 6 al 8). En cuanto a los derechos sociales, se refiere fundamentalmente al derecho a la seguridad social y a la salud física y mental (art. 9 al 12). En lo que respecta a los derechos culturales, principalmente atañe al derecho a la educación y a los derechos de los grupos minoritarios (art. 12 al 15)3.
La contracara de los derechos de los ciudadanos de satisfacer sus necesidades sociales constituye las obligaciones del Estado. Los Estados que adhieren al Pacto tienen la responsabilidad de acatar una serie de obligaciones vinculadas al respeto, protección y cumplimiento de los DESC. Primero, la obligación de respeto implica que el Estado debe respetar los derechos contemplados en el pacto (art. 4). Segundo, la obligación de garantizar establece que el Estado debe asegurar el libre y pleno ejercicio, sin discriminación, de los derechos tanto por parte del Estado mismo como por terceros (art. 2, inciso 2°; art. 3 y art. 5). Finalmente, la obligación de realización dictamina que el Estado tiene la responsabilidad de realizar los DESC de forma progresiva y hasta la medida máxima de sus capacidades (art. 2). El carácter no exigible ni justiciable de los DESC genera brechas entre el reconocimiento internacional de derechos, la adhesión de los Estados particulares y la materialización de los DESC. No obstante, lo que interesa señalar es que, en tanto el derecho conlleva la obligación de cumplirlo, los DESC funcionan como un “derecho de acreedor” (Rangeon, 1996).
La acreencia de los DESC constituye una deuda social cuya estructura está compuesta por las obligaciones que el Estado tiene frente a los ciudadanos en materiade satisfacción de las necesidades reconocidas por ley. En este sentido, la deuda social se constituye en función de la distancia en el acceso a condiciones, oportunidades y realizaciones mínimas que atañen a la protección, conservación, reproducción y desarrollo de la vida humana, según lo contemplado por los estándares normativos vigentes. Alude tanto a las privaciones absolutas como relativas, es decir, a las condiciones desiguales de acceso a recursos y capacidades (Salvia, 2011). Esta relación de deuda establece al Estado como deudor frente a los ciudadanos que se posicionan como acreedores. El cumplimiento con las obligaciones de la deuda social es responsabilidad del Estado que debe proveer los marcos regulatorios y las prestaciones necesarias para hacer efectivo el cumplimiento de dichos derechos; ya sea de forma directa a través de la provisión pública, o de manera indirecta, regulando y/o financiando la provisión privada o del tercer sector. Por consiguiente, los regímenes de bienestar se pueden comprender como los arreglos institucionales diseñados para cumplir con la deuda social del Estado, es decir, para garantizar la cobertura de riesgos y la satisfacción de necesidades sociales.
El sistema de protección social desempeña un rol fundamental en los regímenes de bienestar. En el caso de Argentina, puede caracterizarse como un arreglo mixto que incluye al sistema de la seguridad social y los servicios públicos universales. En este sentido, combina elementos corporativistas, basados en los principios contributivos del modelo bismarckiano, con elementos universalistas, propios de sistemas no contributivos de provisión de servicios públicos (Poblete, 2016). El sistema de seguridad social, que cubre las jubilaciones, pensiones, asignaciones familiares y el seguro de salud, funciona con una lógica contributiva. Los derechos sociales están asociados a la posición individual en el mercado de trabajo, ya que se basan en los aportes de los trabajadores formales; no obstante, el principio de solidaridad permite la redistribución de recursos hacia políticas no contributivas (Curcio, 2011). Por su parte, las prestaciones públicas en materia de educación y salud son financiadas por la recaudación fiscal pública, siguiendo una lógica universalista.
El sistema de asistencia social, a su vez, presenta tres modalidades principales compuestas por asignaciones y pensiones no contributivas, programas de transferencia condicionada de ingresos y las políticas sociales de endeudamiento. En primer lugar, cuenta con una batería de dispositivos destinados a proveer un equivalente de las asignaciones familiares y pensiones de los trabajadores formales a los trabajadores informales. De esta forma, se replica parcialmente el esquema de la seguridad social para extenderlo a la población sin inserción en el mercado de trabajo formal. Esta área es manejada por un ente descentralizado, la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES), y cubre tres líneas: a) Asignación Universal por Hijo y Embarazo4, b) pensiones no contributivas, de tipo asistencial, para trabajadores con discapacidad y madres con siete hijos o más, y c) pensiones no contributivas asistenciales por vejez para mayores de 70 años que no completaron el mínimo de contribuciones al sistema de seguridad social (Poblete, 2016, p. 8).
En segundo lugar, la matriz asistencial cuenta con un complejo sistema de políticas y programas orientados a proveer asistencia a los sectores poblacionales más empobrecidos. En consonancia con las transformaciones internacionales más recientes en materia de diseño de políticas asistenciales que establecieron a los programas de transferencia condicionada de ingresos como un dispositivo central de la lucha contra la pobreza (Lavinas, 2014), las transferencias monetarias representan un instrumento predominante en la política asistencial de Argentina. Este tipo de programas adoptan la modalidad de transferencia condicionada de ingresos con contraprestación que puede ser laboral, de terminalidad educativa o de formación para el trabajo. Estos programas se encuentran, principalmente, bajo la órbita del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación y el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (MDS).
En tercer lugar, una nueva modalidad de política asistencial empezó a cobrar relevancia en Argentina a partir de la crisis de 2001, caracterizada por la incorporación de instrumentos financieros, especialmente el crédito. Si bien tiene una incidencia menor sobre la matriz asistencial, este tipo de política, que hemos denominado políticas sociales de endeudamiento (Nougués, 2019a), comenzó a tomar creciente protagonismo. Los vínculos entre política asistencial y finanzas en Argentina fueron intensificándose progresivamente hasta forjar una relación estrecha que moldeó un nuevo tipo de intervención social del Estado. El próximo apartado propone un análisis original de la evolución de la política asistencial de Argentina, dando cuenta del creciente proceso de financiarización que habilita el surgimiento de las políticas sociales de endeudamiento.
UNA BREVE HISTORIA DE LA FINANCIARIZACIÓN DE LA POLÍTICA ASISTENCIAL DE ARGENTINA
La política asistencial es un tema recurrente en las investigaciones de científicos sociales y especialistas. No obstante, la complejidad de la cuestión permite ensayar enfoques originales que den cuenta de dimensiones poco exploradas por la literatura. En esa dirección, este apartado analiza las transformaciones de la política asistencial atendiendo a una característica poco atendida por los análisis, esto es, su proceso de financiarización. A estos fines, se reconstruye la evolución de la política asistencial y se distinguen cuatro etapas en función de los diseños y dinámicas de la matriz asistencial del Estado.
El proceso de financiarización se caracteriza por la preminencia que las instituciones y productos financieros adquieren en la provisión y el acceso a bienes de consumo, servicios esenciales y la inversión en oportunidades de vida, desplazando a la provisión pública desmercantilizada del centro de la escena (Lavinas, 2017). En esta línea, se busca dar cuenta de las transformaciones acontecidas producto de la relación entre la política asistencial y el sistema financiero que requiere prestar atención, simultáneamente, a dos aspectos centrales. Por un lado, es necesario analizar los vínculos entre las transferencias monetarias y la industria del crédito al consumo, ya que los ingresos transferidos vía programas sociales impulsaron el acceso masivo al crédito de los sectores populares. Por otro lado, es preciso dar cuenta de los cambios en los modelos de gestión de la política asistencial que se produjeron debido a la incorporación de instrumentos financieros en el diseño de los nuevos programas sociales.
Partiendo del modelo imperante en la década del noventa, la política asistencial argentina siguió un derrotero particular que se caracterizó por su creciente financiarización. Si bien esta trayectoria muestra un incremento progresivo y gradual, no se trata de un recorrido lineal. Las dinámicas y tensiones que recorren este camino están asociadas con distintos actores, eventos y coyunturas que se encuentran relativamente desacopladas de los tiempos del ciclo político y los cambios de gobierno. El mundo de la asistencia social tiene características propias que permiten la identificación de etapas del proceso de financiarización de la política asistencial. La etapización no pretende brindar descripciones acabadas de las matrices asistenciales de cada época, sino que tiene por objetivo reconstruir los aspectos más característicos, destacando aquellos que resultan clave para reconstruir los lazos entre las finanzas y los programas sociales5.
Bienes, servicios y subsidios (1983-2002)
Esta primera etapa comienza con la recuperación de la democracia en 1983 y se extiende hasta el final de la crisis del 2001, que pone fin al proyecto político neoliberal que gobernó Argentina durante la década del noventa. Este período está atravesado por un profundo proceso de reformas estatales de cuneo neoliberal orientadas a la reconversión de la economía nacional a una economía de mercado y a la reducción del déficit fiscal. Con este plan, el gobierno de Carlos Menem (1989-1999) impulsó cambios que consistieron, principalmente, en la reestructuración del Estado, el ajuste del gasto público, la privatización de empresas públicas, la desregulación de mercados y la descentralización de la provisión de servicios públicos a niveles subnacionales de gobierno (García Delgado, 1997).
Este proceso de reformas también afectó severamente a las políticas sociales, impactando en la matriz política que sustentaba el sistema de protección social del país. En muy resumidas cuentas, las transformaciones de la política social se enmarcaron en el proceso general de reformas estatales, económicas y laborales que avanzaron en dirección hacia la descentralización, desregulación y privatización de distintas funciones del Estado. El resultado fue una segmentación de las necesidades y demandas sociales, la reconceptualización de los bienes públicos y privados para incluir áreas sociales en las lógicas mercantiles, la exclusión de las principales instituciones de política social de los grupos sociales sin capacidad de demanda y el estrechamiento de los vínculos entre aportes y seguro social(Lo Vuolo, Barbeito, Pautassi & Rodríguez, 1999).
En lo que respecta a la política asistencial, la estrategia dominante consistió en la implementación de programas focalizados. En un contexto de aumento del desempleo, flexibilización laboral y altos niveles de pobreza, se agudizó la contradicción de la dualidad estructural del sistema de protección social argentino. De este modo, aquellos que se hallaban excluidos del mercado laboral formal no podían acceder a la seguridad social. En este sentido, el período se caracterizó por un marcado proceso de asistencialización de la política social que inauguró nuevas formas de intervención del Estado, principalmente orientadas a atenuar las consecuencias de la baja capacidad del mercado para absorber fuerza de trabajo, contener la creciente conflictividad social y aliviar las consecuencias de la exclusión laboral y el aumento de la pobreza. Esta matriz de política social implicó una desactivación de los derechos sociales que fueron reconfigurados en meros beneficios asistenciales de carácter compensatorio (Beltramino, Levín & Repetto, 2003).
En este esquema, la política asistencial tendió a componerse de un conjunto de programas de asistencia social descentralizados en niveles subnacionales, semiprivatizados en distintas organizaciones de la sociedad civil y financiados por organismos multilaterales de crédito. Sus rasgos principales fueron su carácter asistencial, focalizado y tecnicista, alineados con el paradigma internacional dominante de lucha contra la pobreza. Asimismo, se produjo una fragmentación de la oferta de programas debido a la coexistencia de distintos modelos de gestión y la descentralización a ámbitos subnacionales que generaron acciones acotadas y desarticuladas (Acuña, Kessler & Repetto, 2002).
Los programas sociales de esta etapa estuvieron orientados a brindar asistencia en materia de alimentación, salud, educación y empleo temporario a los sectores más vulnerables, básicamente niños, desempleados y adultos mayores. En términos generales, los programas sociales no utilizaban instrumentos de índole financiera ni tendían puentes con el sistema financiero. En su mayoría, contemplaban la provisión de bienes y servicios desmercantilizados por parte del Estado y/o ONGs, otorgaban subsidios o creaban empleos transitorios. Los vínculos con el sistema financiero se limitaban a la relación con organismos internacionales de crédito, tales como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, que financiaban determinados programas (Andrenacci & Soldano, 2005).
En el área de alimentación, los programas existentes contemplaban la provisión de bienes y servicios a grupos focalizados. En este sentido, apuntaban a transferir recursos financieros a comedores escolares e infantiles que dieran servicios de alimentación a niños de hogares de bajo nivel socio-económico. Asimismo, estos programas contemplaban la entrega de cajas de alimentos destinadas a cubrir parte de las necesidades calóricas de las familias y grupos sociales vulnerables (Grassi, Hintze & Neufeld, 1994; Vaccarisi, 2005). En el área de salud, se contemplaba la entregaba gratuita de determinados medicamentos a adultos mayores sin cobertura médica (Vinocur & Halperín, 2004). En lo que respecta a los programas de empleo, el mecanismo más utilizado consistía en el otorgamiento de subsidios no remunerativosa cambio de la contraprestación en empleos transitorios, como fue el caso de las distintas versiones del Plan Trabajar (Bertranou & Paz, 2007; Neffa, 2012). En materia educativa, se promovieron programas compensatorios orientados a las poblaciones más vulnerables como, por ejemplo, el Programa Nacional de Becas Estudiantiles focalizado en niños, niñas y adolescentes de hogares pobres para fomentar su permanencia en el sistema educativo (Feldfeber, 2009; Feldfeber & Gluz, 2011).
En síntesis, la política asistencial de este período se caracterizó por la visión asistencialista de la lucha contra la pobreza. Como lo indican los principales programas sociales de la época, la influencia del mundo de las finanzas en el diseño de la política asistencial era prácticamente nula. En este sentido, los vínculos con el sistema financiero se limitaban a los organismos multilaterales que otorgaban financiación, los programas no perseguían objetivos de educación o inclusión financiera ni adoptaban instrumentos de tipo financiero. Los programas se concentraban, por un lado, en la provisión desmercantilizada de bienes y servicios a los sectores más vulnerables; por el otro, otorgaban subsidios no remunerativos a fines de compensar el creciente desempleo. En esta etapa, los subsidios eran entregados en efectivo o a través de listados de cobro con apoderados, lo cual despertó múltiples críticas y denuncias de punterismo y clientelismo dado el rol de intermediarios que ejercían las organizaciones sociales y referentes políticos entre los programas y los destinatarios (Auyero, 1997).
Bancarización compulsiva (2002-2006)
Las tensiones que atravesaban el proyecto neoliberal de la década del noventa terminaron estallando en la crisis del 2001. La movilización social y las protestas callejeras aceleraron la salida anticipada del gobierno de Fernando De la Rúa, pero la crisis continuó causando estragos. Para hacer frente a este escenario que presentaba los mayores índices de indigencia y pobreza desde la recuperación de la democracia, el gobierno provisional de Eduardo Duhalde creó el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJyJHD) en abril del 2002. Frente a la magnitud de la crisis y la presión de los llamados grupos piqueteros, este plan buscaba dar respuesta a la crisis ocupacional a través de la provisión de un mínimo de ingreso mensual a las familias argentinas. Para eso, acudía a la transferencia condicionada de ingresos para cumplir con el derecho de las familias a la inclusión social, establecido por el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales que fuera incorporado en la Constitución Nacional con la reforma de 1994 (Neffa, 2009).
Más allá de la falta de consistencia entre los enunciados programáticos y su implementación, los cambios continuos en su diseño y las limitaciones en su aplicación, el PJyJHD fue el programa social más comprensivo y abarcativo desde la recuperación de la democracia hasta ese momento, convirtiéndose en la primera experiencia local de masificación de un programa de transferencia monetaria que llegó a cubrir casi dos millones de personas. Tras las elecciones que llevaron al gobierno a Néstor Kirchner en mayo del 2003, el PJyJHD fue sucesivamenteprorrogado hasta finales del 2007 aunque su número de beneficiarios fue decreciendoprogresivamente (Neffa et al., 2008).
A medida que las condiciones del país fueron mejorando, el PJyJHD fue discontinuado y sus beneficiarios reclasificados, siendo derivados a distintos programas en función de sus características socio-económicas. Aquellas personas desocupadas, clasificadas como “empleables”, pasaron a formar parte de políticas activas de empleo en la órbita del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social. En cambio, aquellos desocupados con menores posibilidades de inserción laboral, clasificados como “vulnerables”, fueron incorporados en distintos programas asistenciales del MDS (Grassi, 2012).
Ahora bien, lo que resulta relevante de la experiencia del PJyJHD radica en que implicó una sustancial masificación de la transferencia condicionada de ingresos a los sectores populares. El alcance y extensión que tuvo el programa llevó a que, a partir de 2004, el gobierno emprendiera un plan para bancarizar el pago de los beneficios de los programas sociales. Comenzando con el programa más masivo del momento, el PJyJHD, el gobierno modificó la modalidad de cobro del programa, creando una tarjeta de débito del principal banco público nacional para el pago de los mismos. De este modo, comenzó un proceso de bancarización compulsiva de los beneficiarios del PJyJHD que, luego, se extendió al resto de los programas sociales.
La bancarización compulsiva de los programas sociales fue masiva, pero tuvo un impacto limitado sobre la inclusión de los sectores populares al sistema financiero, ya que los beneficiarios no se convertían en clientes del banco nacional. Este proceso se limitó a la entrega de plásticos para el pago de los beneficios con el objetivo de brindar mayor agilidad y transparencia al sistema y, a su vez, evitar la intermediación política de los programas. Las medidas tomadas no apuntaron a aumentar la inclusión financiera de los sectores populares. No obstante, en este período se concretó un paso importante en dirección a la financiarización de la política asistencial, ya que la bancarización de los programas sociales tendió el primer puente entre la asistencia social y el sistema financiero. Con el tiempo, esta relación irá mutando e intensificándose.
Economía social y microcrédito (2006-2017)
Tras la crisis de comienzos de siglo, la asunción de Néstor Kirchner como presidente de la Nación (2003-2007) inauguró un nuevo ciclo político que se extendió hasta el final del segundo mandato presidencial de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015). Este proyecto político, comúnmente llamado kirchnerismo, es una rama del peronismo que se conformó por una coalición de partidos y movimientos sociales. Frente al debacle de la experiencia neoliberal, el proyecto kirchnerista se caracterizó por reposicionar al Estado como un actor clave en el desarrollo económico y social (De Piero, 2012).
En el marco de la nueva división del trabajo estatal en materia de intervención social, reflejada en la reclasificación de los beneficiarios del PJyJHD entre “empleables” y “vulnerables”, el MDS quedó a cargo de elaborar políticas asistenciales orientadasa aquellas personas con dificultades para insertarse en el mercado de trabajo. En esta dirección, a partir del 2003, la nueva conducción de la cartera impulsó un “giro socio-productivo” de la política asistencial orientado a la promoción del desarrollo local, el cooperativismo y el auto-empleo de los sectores populares. Este nuevo paradigma buscó articular lo social con lo productivo a fines de superar el carácter asistencialista de los programas sociales forjados en tiempos de crisis, sustentándose en la economía social y solidaria (Rebon & Roffler, 2008). Dentro de las innovaciones en materia de diseño de programas sociales, cabe destacar que en el año 2006 se creó el primer programa nacional de microcrédito, establecido por la sanción de la ley 26.117.
El cambio de etapa no está determinado por el giro socio-productivo, sino que el salto se produce con la institucionalización del microcrédito como componente central del esquema de intervención del MDS. El establecimiento del auto-empleo como un objetivo central de la cartera se debió a la interacción de la reorientación de las políticas asistenciales en clave socio-productiva con dos factores. Por un lado, la incorporación del «trabajo decente», propuesto por la OIT, como categoría central del diseño de políticas sociales (Grassi, 2012); por el otro, las repercusiones de la crisis internacional y la pérdida de competitividad que generaron una ralentización de la capacidad de incorporación de mano de obra al mercado de trabajo formal (Tomatis, Beccerra, Bertotto & Paula, 2012). Asimismo, para esos años, el microcrédito consolidó su relevancia a nivel internacional, presentándose como un instrumento fundamental en la agenda global de la lucha contra la pobreza. En este marco, la ONU declaró el 2005 como el año internacional del microcrédito a fines de promover que ONGs, Estados y el sector privado apostaran con mayor fuerza a esta metodología.
En esta nueva coyuntura, el microcrédito resultó fundamental para el MDS porque permitió el financiamiento masivo de emprendimientos de auto-empleo de los sectores populares. Con este instrumento, el Ministerio incorporó a su matriz de políticas una nueva modalidad que resultaba compatible con otros programas sociales. Las características más dinámicas y flexibles de este programa de microcrédito permitieron financiar las actividades de auto-empleo de aquellos que no habían sido alcanzados por la expansión del mercado de trabajo. De este modo, la fundamentación de la política asistencial en el paradigma de la economía social y solidaria generó una coyuntura propicia para la institucionalización del microcrédito como componente central del nuevo esquema de política.
Esta etapa es crucial en el proceso de financiarización de la política asistencial por dos motivos. En primer lugar, en este período se consolidó una nueva dinámica entre consumo, políticas sociales y sistema financiero que fomentó el acceso al crédito de los sectores populares. En segundo lugar, la institucionalización del microcrédito implicó la legitimación de instrumentos financieros como herramientas efectivas de los programas sociales. De este modo, el sistema financiero desplazó sus fronteras avanzando tanto hacia los sectores populares, a través de la oferta de créditos al consumo, como hacia la cara asistencial del Estado, que institucionalizó instrumentos financieros como parte de su repertorio de intervención social.
En cuanto al primer factor, se produjo un pasaje de un modelo de “políticasde contención”, orientado a morigerar el deterioro de las condiciones de vida, a un modelo de “políticas de rehabilitación” que promovieron la transferencia de ingresos, ya que se consideraban beneficiosas tanto para sus receptores como para la economía en su conjunto (Wilkis, 2014). En consonancia con lo que sucedía en otros países de la región, la política social desempeñó un rol fundamental, ya que funcionó como palanca de desarrollo de una sociedad de consumo masivo. La transferencia de ingresos a los sectores populares respaldó y potenció una heterogeneidad de prácticas de crédito, dentro de las cuales el crédito al consumo tuvo un rol preponderante (Lavinas, 2017). De esta forma, los sectores populares accedieron masivamente a determinados segmentos del mercado de crédito.
Respecto al segundo factor, la institucionalización del microcrédito trasladó lógicas financieras al seno de la política asistencial. Si bien su utilización como instrumento de los programas sociales no es una novedad, durante este período se estableció como un componente central de la intervención social del Estado (Nougués, 2018)6. La sanción de la ley 26.117 creó un nuevo andamiaje institucional que permitió consolidar la implementación del microcrédito, obteniendo un alcance y profundidad inéditos para un programa de microcrédito público en el país. Mediante esta ley, se estableció al microcrédito como un medio fundamental para la promoción de la economía social y el desarrollo local, para lo cual se creó un organismo descentralizado, la Comisión Nacional de Microcrédito (CONAMI), a cargo de diseñar, implementar y evaluar el «Programa Nacional de Promoción del Microcrédito para el Desarrollo de la Economía Social ´Padre Carlos Cajade´». Este programa fue la primera iniciativa estatal de carácter orgánico, con alcance federal, para la promoción del auto-empleo de los sectores populares vía microcrédito. Como se planteó en los apartados interiores, el resultado de la institucionalización del microcrédito fue una reformulación de la relación entre la cara asistencial del Estado y los destinatarios de los programas sociales. La utilización de instrumentos financieros invirtió las lógicas de esta relación y estableció una nueva modalidad, esto es, la relación de deuda entre el Estado-acreedor y el destinatario-deudor.
Lo que resulta importante destacar es que este proceso de financiarización sucedió bajo un gobierno progresista, alineado con el “giro hacia la izquierda” que marcó el escenario geo-político latinoamericano a comienzos del siglo XXI (Arditi, 2009). El interjuego entre políticas sociales, consumo de masas y finanzas colocó al mercado crediticio en el centro de la escena del modelo de desarrollo kirchnerista. El crédito, con su multiplicidad de fuentes, tipos y grados de formalidad, resultó fundamental para potenciar el consumo de los sectores populares. Este proceso de inclusión al mercado tuvo su correlato en el ámbito de las políticas asistenciales orientadas a la inclusión social de los sectores populares. Presentadas como antítesis de las políticas asistencialistas de la etapa neoliberal, las políticas socio-productivas allanaron el camino para que el crédito se incorporara como un componente central de la intervención social del MDS.
Inclusión financiera (2017 – 2019)
Esta etapa comienza dos años después de la asunción de la alianza Cambiemos, liderada por el presidente Mauricio Macri (2015-2019). Esta coalición política estructuró su discurso en oposición a la experiencia kirchnerista, efectuando un viraje hacia una orientación neoliberal de las políticas públicas, claramente visible en su política económica (Santarcángelo, Padín & Wydler, 2019). En sintonía con las agendas internacionales que consagraron a la inclusión financiera como un objetivo estratégico de desarrollo, Cambiemos incorporó la inclusión financiera dentro de su programa de gobierno en estrecha cooperación con organismos internacionales como el Banco Mundial, Naciones Unidas y la Alianza para la Inclusión Financiera.
Si bien algunas de las medidas tomadas en esta dirección son anteriores al 20177, las políticas y programas más relevantes son posteriores a esta fecha. A partir de ese año, se produjo una institucionalización de la inclusión financiera como objetivo estratégico de gobierno que se verifica en la creación de estructuras estatales especializadas (como la Dirección Nacional de Inclusión Financiera) y el diseño de políticas y programas específicos (como la Estrategia Nacional de Inclusión Financiera). La ley de financiamiento productivo8, que se comenzó a elaborar en el 2017 y se sancionó en el 2018, desempeñó un rol central en este proceso de institucionalización. Esto es así ya que, en el título XIV, establece las acciones a tomar por el Estado argentino para garantizar la inclusión financiera. Entre las más importantes, ordena la elaboración de una estrategia nacional de inclusión financiera, crea el Consejo de Coordinación de Inclusión Financiera para que la elabore e implemente y le asigna fondos presupuestarios propios.
La etapa tiene dos rasgos distintivos. Por un lado, se caracteriza por el desarrollo de una batería de políticas, programas y medidas de distintos organismos, orientadas a flexibilizar y modernizar el complejo financiero-bancario que exceden el ámbito de la política social. Por el otro, la inclusión financiera también se consolida en el ámbito de la política asistencial, profundizando su financiarización. Los instrumentos, técnicas y saberes financieros son incorporados al mundo de la asistencia social, consolidando los nexos entre la política asistencial y el mundo de las finanzas.
Hacia una estrategia nacional de inclusión financiera
La prioridad otorgada por Cambiemos a la inclusión financiera se evidencia con la creación del Consejo de Coordinación de la Inclusión Financiera (CCIF) en julio de 2017. El mismo fue un grupo de trabajo representado por diferentes actores del sector público cuyo principal objetivo consistía en coordinar y articular los esfuerzos y acciones interinstitucionales en materia del desarrollo de políticas públicas orientadas a la promoción de la inclusión financiera9. Una de las principales acciones del CCIF fue la elaboración de la primera Estrategia Nacional de Inclusión Financiera (ENIF), hecha conjuntamente por los organismos miembros del Consejo en consulta con una multiplicidad de actores nacionales e internacionales. En dicho documento, el CCIF manifiesta que entiende por: “inclusión financiera al acceso universal a una oferta integral de servicios financieros, que resulten útiles para satisfacer sus necesidades; y que, por lo tanto, se usen activamente y sean provistos de manera sostenible y responsable” (Ministerio de Hacienda de la Nación, 2019, p. 9).
La ENIF es un documento fundamental para comprender el viraje de las políticas públicas, ya que explicita la visión del gobierno en materia de inclusión financiera. En ella, se enuncian objetivos estratégicos para el diseño e implementación de un amplio espectro de políticas orientadas a promover y fortalecer la inclusión financiera. Los tres objetivos son: 1) completar y mejorar el acceso a cuentas de ahorro, crédito, medios de pago electrónicos y seguros; 2) potenciar el uso de cuentas, medios de pago electrónicos, y otros servicios financieros, como portal de entrada al sistema financiero; y 3) mejorar las capacidades financieras de la población y la protección al usuario. A su vez, establece un objetivo transversal que busca incluir una perspectiva de género en el monitoreo de la estrategia y procurar la inclusión financiera de grupos específicos con mayor riesgo de exclusión.
En sintonía con estos objetivos, se desarrollaron múltiples y heterogéneas iniciativas en distintas áreas y niveles de gobierno que involucraron a una multiplicidad de agencias estatales, emplearon una diversidad de programas y estuvieron dirigidas a diferentes grupos y sectores. En términos generales, se pueden identificar dos grandes áreas de intervención. Por un lado, se buscó modificar la regulación del sistema financiero y bancario a fines de facilitar la generación y acceso masivo a productos y servicios financieros, fundamentalmente a través del impulso de las nuevas tecnologías. Por el otro, se promovió activamente la educación financiera como un paso necesario para la inclusión financiera. En este sentido, la adopción de la inclusión financiera como objetivo estratégico excedió ampliamente el ámbito de la política social.
En lo que respecta a la regulación del sistema financiero y bancario, una parte considerable de las acciones realizadas fueron llevadas adelante por organismos públicos como la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), el Ministerio de Hacienda y el Banco Central que tomaron medidas en materia de regulación fiscal, financiera o económica. Dentro de estas acciones, los miembros del CCFI destacaban la digitalización y tecnologización de la administración pública, la incorporación de tecnología financiera para la simplificación y digitalización de operaciones bancarias, la promoción de las emergentes empresas fintech y la popularización de medios de pagos, tanto de las tarjetas de crédito y débito como de los medios digitales más novedosos como las billeteras virtuales y los códigos QR.
En cuanto a la educación financiera, la Dirección Nacional de Inclusión Financiera coordinó la confección de un Plan Nacional de Educación Financiera que sistematizara, ordenara y orientara los esfuerzos de la administración pública en la materia. La elaboración de un plan centralizado resultaba importante, ya que distintos organismos estatales desarrollaron programas de educación financiera parciales y fragmentados que, muchas veces, se superponían. En relación a esto, una funcionaria de la Dirección Nacional de Inclusión Financiera afirmaba que desde la Dirección vieron:
La necesidad de armar un Plan Nacional de Educación Financiera… que es para integrar y coordinar todas estas acciones y tratar de ir a las poblaciones que no estamos atacando… Entonces, a partir de ahí, el proceso del plan fue: identificar dónde estaban todos los programas de educación financiera de la administración pública nacional, identificar sobre que poblaciones van y sobre qué productos. (Funcionaria de la Dirección Nacional de Inclusión Financiera, comunicación personal, diciembre 3, 2019)
De la inclusión social a la inclusión financiera
La consolidación de la retórica de la inclusión financiera también produjo notorios cambios en el ámbito de la política asistencial. A nivel internacional, los cuestionados logros de las microfinanzas le valieron un sinfín de críticas debido a la falta de evidencia empírica de su eficacia para la erradicación de la pobreza, las altas tasas de interés de los préstamos, la excesiva focalización en el crédito, el sobreendeudamiento y el polémico impacto sobre el empoderamiento de las mujeres. El desencanto con las microfinanzas motorizó cambios en los paradigmas y discursos expertos que pasaron a configurarse en torno a la inclusión financiera de los pobres (Mader, 2017). En Argentina, la inclusión financiera también se instaló como un elemento fundamental del discurso oficial de la lucha contra la pobreza. No obstante, la desilusión internacional con las microfinanzas no tuvo mucho eco en el país.
El giro hacia la inclusión financiera consolidó los nexos entre la política asistencial y las finanzas, especialmente a través de la incorporación de instrumentos, tecnologías, saberes y lógicas financieras a los programas sociales. En este sentido, la expansión de la inclusión financiera al ámbito de la política asistencial no coartó la relevancia que el crédito había obtenido. Por el contrario, una vez legitimado como componente del esquema de intervención del MDS durante la tercera etapa de “Economía social y microcrédito”, el crédito comenzó un proceso de notable expansión y desarrollo que consolidó su relevancia. Por un lado, se combinó de manera novedosa con otras iniciativas y nuevas tecnologías orientadas a mejorar la inclusión de los sectores populares a los mercados financieros y bancarios. Por el otro, continuó su proceso de expansión que lo llevó a ganar mayor espacio y relevancia en el ámbito de la política asistencial.
El MDS llevó adelante un proyecto que entrelazó la política asistencial con la tecnología crediticia de una manera sumamente novedosa para el país. Como miembro permanente del CCFI, fue el responsable de desarrollar un buró de créditos específico para tomadores de crédito de instituciones financieras no reguladas (instituciones de microfinanzas, tanto ONG como sociedades anónimas) y de otras organizaciones de la sociedad civil (cooperativas y mutuales de crédito). La iniciativa consistió en incorporar una pestaña a la Central de Deudores del Banco Central10 que recogiera el historial crediticio de los prestatarios de las líneas de crédito dela CONAMI y de las cooperativas y mutuales de crédito que se encontraban bajo la órbita del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social. Al respecto, el Secretario de Economía Social de la cartera afirmaba:
Nosotros lo que hicimos, como primera cuestión, fue llevar al 100% la bancarización de todas las líneas de programas que teníamos… Lo metimos todo en una tarjeta de un solo pago, desintermediado y bancarizado… Y lo más importante de todo es el acceso al crédito: sos un sujeto de crédito para el Banco Nación. ¿Por qué? Porque de alguna forma tenés ingresos… Para nosotros configurar el sujeto de crédito es fundamental. (Secretario de Economía Social, comunicación personal, diciembre 3, 2019)
El objetivo principal fue generar un registro con información alternativa sobre el historial de pago de los tomadores de créditos no regulados. Con esto se buscó sistematizar información sobre su historial crediticio para que los prestatarios contaran con un registro oficial que pudiera ser consultado por los bancos y otras entidades financieras. Al tratarse de población con altos niveles de informalidad laboral, el acceso a productos financieros del sistema formal resultaba muy limitado debido a la ausencia de historial crediticio y garantías ejecutables. Con esta iniciativa, afirmaban desde el CCIF, se contribuía a la conformación de los sectores populares, tradicionalmente excluidos del sistema financiero y bancario, en “sujetos de crédito”.
Asimismo, el crédito continuó su proceso de expansión hacia nuevas áreas del Estado de modo que se fueron generando nuevos programas orientados a distintas esferas de la vida social que, en el caso de Argentina, se vincularon al consumo y la vivienda. En lo concerniente al ámbito del consumo, la ANSES desarrolló un programa de créditos propio, denominado Créditos ANSES, que contemplaba la entrega de préstamos personales con una línea especial para titulares de beneficios no contributivos y titulares de programas sociales (Sordini & Chahbenderian, 2019). Respecto al ámbito de la vivienda y el hábitat, se implementó el programa Mejor Hogar que contemplaba la financiación del mejoramiento progresivo del hogar y la conexión a la red de gas natural (Barreto, 2017). Ambos programas ilustran la expansión del crédito hacia ámbitos del Estado, ya que fueron nuevas iniciativas que recurrieron al crédito para atender las necesidades sociales de los sectores populares. Estos programas serán analizados en profundidad en el siguiente apartado.
El análisis de esta etapa permite destacar que la financiarización de la política asistencial trascendió el ámbito en el cual se inició. Esto es así ya que, por un lado, desbordó las fronteras del MDS, alcanzando nuevos ámbitos del Estado. Por el otro, superó la focalización en el ámbito del trabajo, propia de los primeros programas de microcrédito, y se expandió hacia programas que atienden otras necesidades sociales. Si bien el crédito inicialmente se institucionalizó como componente del esquema de política de dicho Ministerio y se empleaba exclusivamente para la promoción de emprendimientos productivos, luego extendió su ámbito de influencia y se combinó con otros dispositivos financieros. Potenciada por esta conjugación de asistencia y finanzas, se consolidó una nueva modalidad de política asistencial.
En lo que respecta a la educación financiera, también se instaló en el ámbito de las políticas asistenciales. Desde la Secretaría de Economía Social del MDS se impulsó una reforma de la batería de programas de transferencia condicionadas. A principios del 2018, mediante la resolución MSYDS 96-2018, se creó un nuevo programa llamado Hacemos Futuro, que reemplazó y unificó a todos los programas previos de la cartera. La novedad de este programa fue la eliminación de la contraprestación laboral que se reemplazó con la obligatoriedad de terminar la educación formal, realizar capacitaciones integrales a elección del destinatario y cumplir con controles anuales de salud. Al respecto, el Secretario de Economía Social, que estuvo a cargo de la reformulación de los programas sociales, manifestaba: “Yo prefiero si le pago a una persona, como Estado, tratar de brindarle herramientas para que se vincule al mundo del trabajo, no para que sea mano de obra barato para el municipio. Y a partir de eso, lo que hicimos fue cambiar todos los programas hacia Hacemos Futuro” (Secretario de Economía Social, comunicación personal, diciembre 2, 2019).
La reforma produjo una fuerte modificación del esquema de intervención social previo, ya que desarticuló el modo previo, reemplazándolo por una nueva modalidad que apuntó a generar una relación directa entre la Secretaría de Economía Social y los destinatarios de los programas, es decir, sin intermediación de otros actores. Más allá de estos cambios, lo que resulta relevante para el presente artículo es que la educación financiera fue incorporada como un área válida para el cumplimiento de las capacitaciones obligatorias de Hacemos Futuro. Los destinatarios fueron alentados a participar de talleres de educación financiera. De este modo, se imprimió un matiz novedoso a la política asistencial que consolidó un nuevo vínculo entre los programas de transferencia condicionada, la capacitación y la educación financiera.
Políticas sociales de endeudamiento
El establecimiento de la inclusión financiera como un objetivo estratégico de la política pública determinó el cambio de etapa en el diseño de la política asistencial. Enmarcados en ese nuevo paradigma, surgieron una multiplicidad de políticas de inclusión y educación financiera combinados con nuevos programas sociales que emplearon instrumentos financieros para satisfacer distintas necesidades sociales. La incorporación de instrumentos, tecnologías, saberes y lógicas financieras moldeó una nueva modalidad de política asistencial que proponemos llamar políticas sociales de endeudamiento. Diferenciar este tipo específico de programas de otras políticas asistenciales que otorgan subsidios o emplean transferencias condicionadas de ingresos permite traer a primer plano la centralidad que adquieren los vínculos entre políticas sociales y finanzas en el mundo contemporáneo. En especial, pone de relieve el poder performativo de los dispositivos financieros que tienen la capacidad de transformar los espacios sociales e institucionales a los que se incorporan.
Entonces, puede decirse que las políticas sociales de endeudamiento se componen de un conjunto heterogéneo de programas sociales que incorporan técnicas y saberes financieros, en especial el crédito, como instrumentos. Son implementadas por diferentes agencias estatales y apuntan a cubrir distintas necesidades y riesgos sociales tales como aquellas referidas al trabajo, la vivienda, la salud, la educación y el consumo. Su población objetivo está compuesta por sectores populares empobrecidos que no acceden formalmente a los mercados laborales y financieros.
Si bien esta propuesta de modelo teórico-analítico se basa en el caso argentino, su potencialidad de aplicación no se circunscribe a esas fronteras nacionales. Por el contrario, en otros países de América Latina, los lazos son aún más estrechos y las finanzas incluso obtuvieron mayor protagonismo. En el caso de Argentina, las políticas sociales de endeudamiento están orientadas a la satisfacción de tres necesidades sociales: trabajo, consumo y vivienda. No obstante, en otros países de la región se registra una mayor variedad de aspectos cubiertos por estos programas, que incluye los ya nombrados. Por ejemplo, en el caso de Chile y Brasil, se le suman la salud y la educación (González López, 2018; Lavinas, 2017)
El proceso de financiarización de la política asistencial conlleva la incorporación, por parte de las dependencias estatales involucradas, de técnicas y saberes que promueven la adopción de un enfoque financiero para la comprensión de las actividades de los individuos y los resultados de las políticas implementadas. Así, las finanzas proveen herramientas para la gestión de instituciones y brindan instrumentos para actuar sobre los individuos como si fueran entidades que producen tasas de retorno específicas (Miller, 2001). En este sentido, la creciente preponderancia otorgada a la inclusión financiera posicionó a los instrumentos financieros como elementos centrales de los nuevos programas sociales, siendo el crédito uno de los más relevantes.
En esa dirección, cabe destacar que el crédito no es un instrumento neutral. Por el contrario, es un complejo constructo social atravesado por tensiones y conflictos. Su contracara es la deuda, ya que toda relación crediticia supone un intercambio entre un acreedor que presta dinero a un deudor a cambio del compromiso a futuro de devolverlo en los términos acordados. La relación de deuda es, entonces, una relación de poder asimétrica entre un acreedor y un deudor que encuentra su expresión en los términos del contrato y el precio del dinero (Soederberg, 2014). La asimetría entre las partes radica en que el crédito es una forma de exteriorización de los costos y riesgos por parte del acreedor quien los delega al deudor, responsabilizándolo (Lazzarato, 2013). En este sentido, la adopción del crédito como instrumento de los programas sociales establece una modalidad novedosa de relación entre la cara asistencial del Estado y sus beneficiarios, esto es, una relación de deuda entre el Estado-acreedor y el destinatario-deudor.
La relación de deuda entre la cara asistencial del Estado y los destinatarios de los programas genera una serie de transferencias por parte del Estado. Primero, se efectúa una transferencia parcial del costo del programa al destinatario quien recibe un crédito que debe devolver con intereses, asumiendo así parte de la estructura de costos.Segundo, se produce una delegación de la responsabilidad del éxito del programa en cuanto estos dependen de la devolución de los créditos para ser sustentables, por lo tanto, recaen en la capacidad de repago de los destinatarios. Finalmente, la delegación de responsabilidad conlleva una individualización del riesgo, ya que los destinatarios deben desarrollar marcos de calculabilidad apropiados para evitar riesgos asociados al endeudamiento, tales como el sobreendeudamiento y la morosidad (Nougués, 2019b).
La profundidad de los efectos de la financiarización de la política asistencial se puede captar con mayor claridad si se realiza un análisis empírico de las transformaciones acontecidas en los programas sociales que incorporaron técnicas financieras. Con el objeto de analizar empíricamente las transformaciones ocurridas, se retoman dos casos paradigmáticos de la etapa de “Inclusión financiera” (el programa Créditos ANSES, vinculado al consumo, y el programa Mejor Hogar, orientado a la vivienda). La utilización del crédito como instrumento de los programas produjo una serie de cambios respecto a otras modalidades previas que ilustran las repercusiones del proceso de financiarización.
Consumo: Créditos ANSES
El programa de créditos de la ANSES contempla el otorgamiento de préstamos personales para jubilados, pensionados y titulares de la asignación familiar y/o universal por hijo y embarazo. A partir del 2017, amplió la cobertura a un nuevo segmento poblacional antes excluido, constituido por los titulares de pensiones y asignaciones no contributivas. Financiado por el Fondo de Garantía de Sustentabilidad, presenta un esquema estratificado de créditos que, independientemente de los plazos, montos, cuotas y tasas para cada categoría de solicitantes, establece que el valor de la cuota no puede superar el 30% del haber mensual. Asimismo, la cuota del préstamo es directamente debitada del monto de las prestaciones pagadas por la ANSES11. De este modo, se produce lo que denominamos “colateralización de la política social”, ya que los ingresos transferidos se convierten en una garantía automática del crédito tomado en la misma agencia estatal a cargo de administrar la seguridad social.
Frente al deterioro de las condiciones económicas durante este período, los créditos se convirtieron en una herramienta central de la ANSES para compensar la caída del poder adquisitivo de las prestaciones sociales (Cibils & Ludueña, 2019). En ese marco, la agencia aumentó considerablemente la cantidad de préstamos desembolsados que, para el caso de los titulares de pensiones no contributivas y AUH (conformados por los hogares más pobres), registró un incremento inter-trimestral de un 86%12. Para finales del 2019, según un alto funcionario de la ANSES, el programa registró un acumulado histórico de 4,5 millones de préstamos otorgados a beneficiarios de la AUH (Alto funcionario de la ANSES, comunicación personal, noviembre 28, 2019). Los sectores más empobrecidos se constituyeron como una población objetivo fundamental de la nueva orientación del programa.Esto se debe, en gran parte, a que esta línea resulta una alternativa viable para grupos sociales que encuentran el acceso al sistema financiero formal fuertemente obstaculizado por la falta de ingresos laborales formales y garantías reales (Sordini & Chahbenderian, 2019). Los préstamos de ANSES resultan considerablemente más baratos que otras fuentes de crédito no formales como las microfinancieras de consumo o prestamistas informales.
Si bien los préstamos están formalmente orientados a promover el acceso a bienes durables que mejoren la calidad de vida, existe evidencia de que los créditos son utilizados para acceder a bienes y servicios que el Estado falla en proveer. En el marco del agravamiento de la crisis socio-económica y fuerte caída del consumo por la escalada inflacionaria y la mega devaluación acontecidas durante el 2019, el dinero de los préstamos también es utilizado por los hogares para poder cubrir gastos corrientes como alimentos, vivienda, medicamentos, impuestos o servicios. De acuerdo a la “Encuesta nacional sobre el endeudamiento de los hogares argentinos” de octubre de 2019, el 14% de los prestatarios obtuvo un préstamo por el programa Créditos ANSES. Del total de los endeudados, el 64% utilizó el dinero para cubrir gastos corrientes y un 20% lo empleó para saldar deudas anteriores13. Resulta claro que los beneficiarios de la ANSES, particularmente aquellos más empobrecidos como los jubilados con la mínima y titulares de AUH, acuden a estos préstamos personales para poder acceder a bienes y servicios elementales que, al no ser garantizados por el Estado, deben adquirirse necesariamente en el mercado.
Hábitat y vivienda: Mejor hogar
Respecto a las políticas de vivienda, durante la etapa de Inclusión financiera se produjeron una serie de modificaciones que aumentaron su carácter mercantilizado (Barreto, 2018). Este proceso afectó tanto a los sectores medios que accedieron a los programas públicos de crédito hipotecario como a los sectores populares que accedieron a programas asistenciales. En consonancia con la mayor diversificación y estratificación de la oferta de programas habitacionales, el microcrédito fue incorporado como un instrumento del diseño de programas habitacionales focalizados en las poblaciones más vulnerables. Así, su adopción extendió la financiarización de la política habitacional hacia programas asistenciales que, tradicionalmente, no incorporaban una lógica crediticia o mercantil, sino que recurrían a la entrega de subsidios habitacionales o materiales para refacción.
Desde la Dirección de Mejoramiento Habitacional, dependiente de la Secretaría de Vivienda del Ministerio de Interior, Obras Públicas y Vivienda de la Nación, se realizó un fuerte trabajo para consolidar a las microfinanzas como una herramienta central para el mejoramiento del hogar. Este proceso requirió una reorientación de las líneas de acción previas y, posteriormente, el diseño de nuevos programas con tecnologías crediticias. Al respecto, el director del área afirmaba que:“La primera experiencia que hicimos para empezar a instalar este cambio cultural del crédito y las microfinanzas como herramienta para superar el déficit habitacional cualitativo y demás, fue a través de los programas que teníamos disponibles” (Director de Mejoramiento Habitacional, comunicación personal, octubre 29, 2019).
El programa Mejor Hogar, dependiente de la Dirección de Mejoramiento Habitacional, es un claro ejemplo de dicho “cambio cultural” en las políticas habitacionales. Tal como se manifiesta en el Manual de Crédito oficial del programa, los préstamos personales están destinados exclusivamente a financiar la conexión de la red de gas o la compra de materiales de construcción. La población destinataria se compone de hogares con ingresos familiares mensuales netos inferiores a los 3 salarios mínimos, vitales y móviles. El programa está basado en experiencias previas de instituciones microfinancieras dedicadas a la financiación del mejoramiento del hogar y el hábitat, tales como la Fundación Pro Vivienda Social con su programa de microcrédito para la conexión de los hogares a redes de servicios públicos (Forni & Nardone, 2005).
El programa Mejor Hogar adopta una modalidad de financiación a través de créditos blandos a los sectores populares, destinados al mejoramiento progresivo de la vivienda y la conexión a redes de gas, que es la línea principal. Para esto, provee créditos a los solicitantes para financiar la compra de los materiales para refacción o los costos de la obra e instalación del servicio de gas. En ninguno de los casos se entrega dinero en efectivo, sino que el programa efectúa la compra de los materiales en corralones o paga la obra a los gasistas matriculados asociados al programa. A mediados del 2017, la línea para compra de materiales fue discontinuada por los altos niveles de mora que llegaron a alcanzar un 80% (Director de Mejoramiento Habitacional, comunicación personal, octubre 29, 2019). A diferencia de la línea de acceso a las redes de gas, no contaba con una herramienta de repago sólida, ya que el pago de las cuotas debía ser realizado de manera voluntaria por el prestatario. Por el contrario, la financiación de la conexión a las redes de gas tiene una modalidad distinta que garantiza mejores resultados.
En este caso, la Dirección de Mejoramiento Habitacional se encarga de financiar la obra y pagarle al gasista matriculado una vez que la obra sea habilitada por la empresa proveedora de gas. Luego, la empresa recolecta las cuotas del préstamo que son incorporadas a la factura del gas. Una de las innovaciones más destacadas del programa consiste en la vinculación del pago del crédito al del servicio. Frente a la falta de garantías reales, la Secretaría de Vivienda cumple, según el Director del programa, una “función de policía” que aumenta las tasas de retorno de los créditos. Con la metodología empleada, si el prestatario no paga dos cuotas consecutivas del crédito, la empresa de gas procede a la suspensión del servicio e informa a la Secretaría de Vivienda para que proceda con la gestión judicial de la mora. Según el Director, el programa logró mantener unos niveles de mora alrededor del 10% que evidencian la importancia que tiene la herramienta de recobro con la factura del servicio (Director de Mejoramiento Habitacional, comunicación personal, octubre 29, 2019).
Esta iniciativa genera transformaciones en el paradigma de los programas sociales de vivienda. Por un lado, la incorporación del crédito a la oferta de programas habitacionales produce un desplazamiento de la entrega de subsidios y materiales hacia la financiación de la mejora progresiva de la vivienda y el hábitat. En este sentido, el crédito se constituye como la metodología predilecta de implementación del programa en detrimento de otras modalidades desmercantilizadas como la entrega directa de materiales y subsidios. Por el otro, incluye a un nuevo actor al ámbito de las políticas asistenciales, esto es, las empresas de servicios públicos que intervinieron activamente en la implementación. La utilización de una metodología crediticia asigna un rol activo a las empresas de gas, ya que son un factor crucial para garantizar el recobro de los créditos. Como contraparte de esto, las empresas se ven beneficiadas con la incorporación de nuevos clientes a sus redes.
CONCLUSIONES: ENTRE LA DEUDA Y LA INCLUSIÓN SOCIAL
A lo largo de las últimas cuatro décadas de la historia argentina, las políticas sociales atravesaron reformas que moldearon su fisonomía actual. En particular, la política asistencial sufrió profundas transformaciones. Desde la primera etapa de provisión de bienes, servicios y subsidios en efectivo y la consiguiente bancarización de los titulares de los programas, la asistencia social emprendió una trayectoria marcada por su financiarización, es decir, por su creciente imbricación con el mundo de las finanzas. En un proceso lento, acumulativo y gradual, pero transformativo (Palier, 2005), las políticas sociales de endeudamiento modificaron las dinámicas de esta trayectoria y se constituyeron como una nueva modalidad del repertorio de políticas asistenciales.
Si bien las políticas sociales de endeudamiento se constituyen como un canal más de provisión de bienestar, suponen una lógica que difiere de las imperantes en la seguridad social, las prestaciones sociales y la política asistencial focalizada. A diferencia de estas últimas, las políticas sociales de endeudamiento distribuyen dinero público a través del otorgamiento de créditos a los sectores populares. Si bien no se sustentan en un principio contributivo, ya que están orientadas a sectores por fuera de relaciones laborales formales, tampoco responden a la lógica subsidiaria ni a la de contraprestación propia de los programas de transferencia condicionada. El destinatario de estos programas debe devolver, con intereses, el dinero recibido. Este tipo de política supone una suerte de tercera vía entre la polaridad del principio contributivo y el no contributivo de la protección social.
La característica distintiva de las políticas sociales de endeudamiento es la incorporación de una multiplicidad de instrumentos financieros, dentro de los cuales el crédito asume un papel protagónico. La orientación hacia la inclusión financiera otorgó a estos instrumentos -cajas de ahorro, tarjetas de crédito y débito, medios de pago digitales, créditos, entre otros- un rol preponderante en las nuevas estrategias de intervención social del Estado. Lejos de reducirse a medios técnicos, los instrumentos financieros tienen una fuerte capacidad de transformar los ámbitos de la vida social en los que se incorporan. En este sentido, la combinación entre finanzas e inclusión social, bajo la retórica de la inclusión financiera, produjo una financiarización de los derechos sociales.
Estas políticas producen una financiarización de los DESC, ya que la respuesta del Estado frente a determinadas demandas sociales es de índole financiera. A través de la provisión de préstamos, la deuda social del Estado es transferida a los ciudadanos, de modo que el Estado se convierte en acreedor de las obligaciones de pago que los destinatarios-deudores asumen. Frente al derecho de acceder a un trabajo decente, una vivienda digna, educación de calidad o bienes y servicios básicos, el Estado responde con el desembolso de créditos. Así, las políticas sociales de endeudamiento reformulan los términos de la relación de deuda entre Estado y ciudadano. La figura del Estado como deudor de DESC, frente a los cuales el ciudadano es acreedor, se reemplazada por la figura del Estado como acreedor de la deuda que los prestatarios asumen para satisfacer sus necesidades sociales.
Dado que están focalizadas en sectores que frecuentemente no tienen acceso al mercado de trabajo formal, las políticas sociales de endeudamiento no se encuentran fundadas en una relación fiscal que vincule el pago de impuestos y cotizaciones con el derecho a acceder a protecciones sociales que cubran los principales riesgos y necesidades sociales (Roig, 2017). Contrario a la lógica de la protección social, el crédito implica la obtención de dinero en el presente a cambio de la obligación de acumular riquezas a futuro para saldar la deuda contraída. La estructura temporal del crédito (dinero a corto plazo, compromisos de pago al mediano plazo) permite posponer, aunque sea momentáneamente, el conflicto por las pujas distributivas de la riqueza. No obstante, en las políticas sociales de endeudamiento, los circuitos de derecho están desacoplados de los circuitos de la deuda de modo tal que el endeudamiento no se traduce en la garantización pública de los DESC.
En este tipo de políticas, se flexibiliza la retórica de los derechos para incorporar la inclusión financiera y, en particular, el acceso al crédito como derechos que deben garantizarse y democratizarse. El resultado es la consolidación del crédito como un satisfactor legítimo de necesidades sociales. Pero el desacoplamiento entre los circuitos de derechos y deuda invierte la lógica de derechos de una forma tal que el Estado revierte la carga de la deuda social y transfiere al ciudadano los costos, responsabilidades y riesgos de su bienestar. La financiarización de la política asistencial, cuyo auge se produce con el giro hacia la inclusión financiera, produjo una flexibilización de la retórica de los derechos que remarcó especialmente la dimensión inclusiva y dejó en las sombras los instrumentos con los que esta se operativizó (Gago & Mezzadra, 2015).
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Notas