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Historia e imaginario de la Conquista en Barroco, de Paul Leduc
Aleksandra Jablonska
Aleksandra Jablonska
Historia e imaginario de la Conquista en Barroco, de Paul Leduc
CONQUEST’S HISTORY AND IMAGINARY IN BARROCO, BY PAUL LEDUC
La Colmena, núm. 89, pp. 33-45, 2016
Universidad Autónoma del Estado de México
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Resumen: Al reconocer que es imposible distinguir tajantemente entre historia científica y discursos históricos fílmicos, se utiliza el análisis semiótico para observar que el filme inspirado en el Concierto barroco de Alejo Carpentier comparte con esta novela una visión neobarroca de la historia latinoamericana, que se expresa en la obra de Leduc, principalmente mediante las imágenes y la música. El filme aporta una visión no lineal del proceso histórico, pero también una concepción no homogeneizante de la cultura. Se concluye que la película construye un discurso polimorfo, polifacético y metafórico, mediante el cual explora diversos momentos de la historia de Hispanoamérica.

Palabras clave:historia latinoamericanahistoria latinoamericana, cine cine, literatura literatura, semiótica semiótica, análisis comparativo análisis comparativo.

Abstract: By recognizing the impossibility of clearly distinguish between scientific history and historical filmic discourse, semiotic analysis is used to watch the film based on Concierto barroco by Alejo Carpentier, it shares with that novel a Neo-baroque view of Latin-American history, expressed in Leduc’s work, mainly through images and music. The film gives a non-lineal vision of the historical process, but also a non-homogenizing conception of culture. The general conclusion is that the film represents a polymorphic, multifaceted and metaphoric discourse, through which different moments of Spanish America’s History are explored.

Keywords: Latin American history, cinema, literature, semiotics, comparative analysis.

Carátula del artículo

Historia e imaginario de la Conquista en Barroco, de Paul Leduc

CONQUEST’S HISTORY AND IMAGINARY IN BARROCO, BY PAUL LEDUC

Aleksandra Jablonska*
Universidad Pedagógica Nacional, México
La Colmena, núm. 89, pp. 33-45, 2016
Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 04 Junio 2015

Aprobación: 31 Agosto 2015

En el prólogo a la segunda edición de La escritura de la historia, Michel de Certeau describe un dibujo de Jan Van der Straet que representa a Amerigo Vespucci, el Descubridor, de pie y vestido con coraza frente a América, una mujer acostada y desnuda (1993: 11). Esta alegoría, comenta el autor, tiene un valor mítico, puesto que representa el momento en que se inauguraron las relaciones entre Occidente y América Latina, el cual dio origen a la moderna escritura de la historia. Conforme a la representación de Van der Straet, el descubridor “lleva las armas europeas del sentido”, mientras que América es una “presencia innominada de la diferencia, cuerpo que despierta en un espacio de vegetaciones y animales exóticos” (1993: 11). A este cuerpo desnudo y desconocido, comenta De Certeau, el conquistador le otorga su propio nombre (Amerigo), lo coloniza por “el discurso del poder” y, “partiendo de una ruptura entre el sujeto y el objeto […] entre un querer escribir y un cuerpo escrito (o por escribir), la escritura fabrica la historia occidental” (1993: 11). Dicha historia, que suele escribirse con mayúscula, no sólo ha separado lo real del discurso, sino que ha marginado y sometido otras formas de saber. Esta visión ha caracterizado el pensamiento y las formas de expresión colonizadas.

LA REPRESENTACIÓN DE LA HISTORIA EN EL CINE

He situado mi investigación acerca del imaginario de la Conquista en el cine mexicano de fines del siglo XX en el marco de las reflexiones acerca de la validez de los ‘otros’ saberes, narrativos y no narrativos, pero siempre audiovisuales, que construyen significados y sentidos en una forma distinta de la que opera en los libros, y que muy probablemente cuentan con una mayor capacidad de recoger las formas de comprensión social y de contribuir a la construcción de las visiones que tienen de la historia grupos sociales más amplios.

El reto es considerable. Si bien es amplia la literatura que cuestiona la exclusividad del discurso científico moderno en general, y del histórico en particular, en tanto construcción del saber, los análisis de las películas como portadoras de sentidos históricos apenas han empezado a plantearse como una posibilidad. Los trabajos pioneros de este tipo se desarrollaron en el campo de la historia de las mentalidades durante la década de los setenta en Francia (Ferro, 1980). Poco después, la discusión acerca de las relaciones entre el cine y la historia se dio en el ámbito británico y español, pero ha sido principalmente en Estados Unidos donde dicho debate se ha mantenido hasta nuestros días. Los argumentos más radicales a favor de que las películas pudieran ser consideradas como discursos históricos por derecho propio fueron esgrimidos por Hayden White (1988) y Robert Rosenstone (1997).

El argumento central de White es que, en algunos casos, el cine está mejor dotado que el discurso escrito para representar ciertos fenómenos históricos (1988). Hay que reconocer, ha planteado el autor, que existe información sobre el pasado que sólo puede transmitirse mediante las imágenes visuales; cuando este tipo de evidencia falta, la investigación encuentra límites para hacer afirmaciones sobre ciertos aspectos.

De acuerdo con White, la historia académica y el cine constituyen dos modos de representación distintos, pero equivalentes. Como alega el investigador, toda historia, tanto filmada como escrita, es producto de los procesos de condensación, desplazamiento, simbolización y evaluación, por lo cual ambas pueden producir mensajes semejantes. En una y otra forma de representación los mundos históricos son construidos, y nada impide que el retrato de los eventos en un filme sea tan analítico y realista como en un discurso escrito. Finalmente, como plantea Barthes, quizás la fotografía fija no puede predicar —es decir, afirmar algo—, pero en el cine esto es diferente, argumenta White, gracias a las secuencias de imágenes, el uso del montaje y de los diferentes planos. Además, el filme sonoro tiene medios para complementar la imagen visual con el contenido verbal, mediante los que no necesita sacrificar el análisis por las exigencias de los efectos dramáticos.

De acuerdo con Rosenstone, la historia escrita tradicional se topa a su vez con no pocas dificultades, algunas de las cuales son análogas a las que encuentra quien desea representarla en imágenes. Se trata de una reconstrucción y no de un reflejo directo, por consiguiente, tributaria de una cultura e ideología determinadas por un momento histórico particular. Si se le reprocha al cine su convencionalismo, no hay que olvidar que la historia “no es más que una serie de convenciones para pensar el pasado”, y que el lenguaje escrito sólo es un camino para reconstruir el devenir, camino que privilegia los hechos, el análisis y la linealidad (Rosenstone 1997: 19). De ahí que no haya por qué considerar la historia tradicional como el modelo con el que necesariamente se deban comparar los saberes construidos por otros medios.

Pese a ello, para Rosenstone la historia en imágenes y la escrita no son discursos equivalentes. La historia-ficción no debe ser tratada como un sustituto de la historiografía como disciplina ni tampoco como su complemento, pues es “colindante con la historia, al igual que otras formas de relacionarnos con el pasado como, por ejemplo, la memoria o la tradición oral” (Rosenstone, 1997: 63). Por ello, no es necesario debatir sobre si en las películas puede encontrarse la verdad histórica; de lo que se trata es de “aceptar otras maneras de relacionarnos con el pasado, otra forma de enfocar la reflexión sobre de dónde venimos, adónde vamos y quiénes somos” (Rosenstone, 1997: 63).

Al hacer de este cuestionamiento el punto de partida de mi investigación no pretendo decir que no percibo ninguna diferencia entre lo escrito y lo fílmico, pero sí llamar la atención sobre cómo el cine construye discursos sobre el pasado con base en diferentes fuentes, lo mismo escritas, pictóricas que musicales. Asimismo, busca recrear en la pantalla no sólo acontecimientos y personajes, sino también elementos que no necesariamente forman parte de la historia escrita, como ambientes sociales y culturales, comportamientos, gestos y formas de hablar de los diversos actores involucrados. Por lo general, para lograrlo no es suficiente la documentación histórica. También es necesario imaginar e inventar aquellos elementos de las culturas pasadas sobre los cuales no ha quedado registro alguno.

¿Son la imaginación y la invención contrarias al trabajo que realiza un historiador? Más de un autor considera que, por el contrario, forman parte intrínseca de la labor de quien pretende reconstruir el pasado:

No es que el pasado sea irreal, sino que lo real pasado es, en el sentido propio de la palabra, inverificable. Como ya no es, el discurso de la historia sólo puede referirse a él en forma indirecta. Aquí aparece el parentesco con la ficción. La reconstrucción del pasado, como Collingwood ya lo había dicho con fuerza, es obra de la imaginación (Ricœur, 2002: 21).

Las reflexiones anteriores permiten, por una parte, tratar las ficciones históricas como documentos sui generis con determinada vigencia, los cuales atestiguan cierta actitud hacia el pasado y una concepción del mismo, y por otra, como discursos que contribuyen a configurar una realidad específica a medida que le dan sentido “a nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en el límite, muda” (Ricœur, 2002: 20).

Al asumir que los filmes pueden considerarse como discursos históricos por derecho propio les he hecho las mismas preguntas que suele hacerse a los textos escritos. De ahí que me interese analizar la concepción de la historia implícita en cada película, la noción del referente histórico, del historiador y del discurso histórico, el modelo explicativo y la manera en que cada filme plantea la relación entre el pasado y el presente. Al considerar el cine como una práctica significante sujeta a complejos condicionantes contextuales, como todo producto cultural, he decidido comparar el análisis fílmico de determinados temas históricos con las interpretaciones de los historiadores profesionales en el mismo periodo. ¿Sus exégesis son tributarias de una misma cultura e ideología, o bien, el hecho de que trabajen en medios distintos y su compromiso con la disciplina sea diferente produce visiones disímiles de tópicos idénticos?

Para comparar ambos tipos de discurso y las formas de narración me interesa subrayar la especificidad del cine, en contraposición a los trabajos que pasan por alto el modo singular en que se lleva a cabo el proceso semiótico. En efecto, en la pantalla grande dicho proceso no se realiza principalmente mediante el lenguaje verbal, sino con el uso de las imágenes visuales, el montaje —es decir, la forma en que tales imágenes se encadenan—, el sonido —que no se limita a los diálogos, pues incluye la música y los ruidos—, y la interrelación específica entre todos estos materiales de expresión.

Como sugieren Casetti y Di Chio, los elementos constitutivos del filme no constituyen un lenguaje comparable con una lengua natural, por lo que en vez de considerarlos como rígidamente codificados hay que estar conscientes de su importancia en el proceso semiótico, pero sin atribuirles una función fija o predeterminada (1996). Por tanto, no existen reglas que permitan establecer de antemano una ruta única de lectura, cada película puede suscitar un problema de desciframiento distinto.

Por otra parte, es fundamental tomar en cuenta las características narrativas de las ficciones históricas. Parece evidente que el modo en que los filmes hablan de la historia se somete a las reglas establecidas para contar un relato y que, por tanto, el análisis de las distintas categorías narrativas debe iluminar en gran medida los sentidos históricos implícitos en el filme. Estas categorías son la instancia narrativa, la estructura, el punto de vista, el destinatario implícito del texto, los personajes, el tiempo y el espacio. Este tipo de análisis puede aplicarse también a la película Barroco, a pesar de no ser estrictamente narrativa.

LO BARROCO Y LO NEOBARROCO: CARPENTIER Y LEDUC

Inspirada en Concierto barroco, de Alejo Carpentier, la película de Paul Leduc producida en 1988 se basa exclusivamente en la imagen y la música. La eliminación de los diálogos, que el director mexicano ya había ensayado en sus películas anteriores, requiere de un trabajo muy especial por parte de los espectadores, asunto del cual están conscientes tanto Leduc como su coguionista, José Joaquín Blanco (Peralta, 1991: 18).

En efecto, a diferencia de los filmes con diálogos, que limitan el sentido de la imagen y sugieren un determinado camino de desciframiento, las imágenes sin palabras se abren a las interpretaciones más diversas. Otra característica de la cinta es la ausencia de una narración continua, una historia con principio, medio y fin, lo cual dificulta aún más la labor de quien la mira, dejándolo en la angustiosa libertad de buscar y crear relaciones y asociaciones de sentido, sin que el texto le proporcione muchas pistas para lograrlo.

Barroco es una obra que prácticamente se resiste a cualquier tipo de análisis tradicional. Sin diálogos ni narrativa clásica, constituye una especie de mosaico acústico y visual, organizado conforme a cuatro movimientos que proceden de la ópera Montezuma,[1] alusivos a diversos momentos de la historia española y latinoamericana.

Dado que me propongo analizar el concepto de la Conquista, tomaré en cuenta principalmente la segunda y la última parte de la película —llamadas “Andante” y “Finale”, respectivamente—, puesto que es en ellas donde se encuentran las referencias a dicho suceso histórico. Los demás segmentos del texto fílmico sólo serán considerados en tanto contextualizan estas dos partes.

Para el propio Carpentier, Concierto barroco, publicada en 1974, tenía un significado especial. En efecto, la consideraba “como una especie de Summa Theologica de mi arte por contener todos los mecanismos del ‘barroquismo’ simultáneamente” (Müller-Bergh, 1975: 445). La importancia que revestía esta afirmación para el autor cubano sólo puede ser comprendida a la luz de la totalidad de su obra literaria y de sus reflexiones teóricas. Carpentier asumía que el ‘barroquismo’ no sólo era una característica distintiva de su propia escritura, sino de todo el arte latinoamericano:

Nuestro arte siempre fue barroco [...] No temamos el barroquismo, arte nuestro, nacido de árboles, de leños, de retablos y altares, de tallas decadentes y retratos caligráficos y hasta neoclasicismos tardíos; barroquismo creado por la necesidad de nombrar las cosas, aunque con ello nos alejemos de las técnicas en boga (1974: 32-33).

Así, para el escritor, el estilo artístico netamente latinoamericano derivaba del propio ser de la realidad, de su calidad ontológica, común a todo el continente, y de las distintas épocas de su historia. Carpentier asociaba la universalidad de lo barroco en América Latina con los procesos de mestizaje y sincretismo que según él lo engendraron, así como con el concepto de lo ‘real maravilloso’ (Chiampi, 2000). De manera que la fusión de tradiciones eclécticas fue el origen de la singularidad cultural e histórica americana que afectó a la raza, al espíritu y a todas sus expresiones, lo cual produjo una realidad particular.

Carpentier argumentaba que el problema era que los elementos que conformaban esta realidad, a diferencia de la europea, no habían sido todavía fijados por la cultura, la literatura y la pintura. En efecto, mientras no es necesario explicarle al lector occidental qué es un pino o una palmera porque éstos pertenecen a la cultura universal desde hace siglos, no sucede lo mismo con los árboles y frutos americanos (Carpentier, 1974). Para que el lector que no conoce América pueda comprender qué es la ceiba o el papayo no es suficiente nombrarlos: hay que proliferar los adjetivos para que el lector “tenga la sensación del color, la densidad, el peso, el tamaño, la textura, el aspecto del objeto”, en otras palabras, hay que ‘barroquizar’ la prosa (Carpentier, 1974: 30-31). Sólo así es posible comunicar la realidad americana, insertarla en la cultura universal, afirma el autor.

Leonardo Padura Fuentes, quien ha estudiado la evolución del concepto de lo real maravilloso en la obra del escritor cubano, afirma que Carpentier maduró dicho concepto en la última etapa de su creatividad, la cual corresponde a la década de 1970, cuando se publicaron El recurso del método y Concierto barroco, “verdaderas metáforas aglutinadoras de una realidad común —la realidad latinoamericana— conformadas en la ‘suprarrealidad’ creada y forjada por un ejercicio estético que funciona como una síntesis y adición de muy diversas circunstancias locales y epocales típicas del continente” (2002: 385).

Una primera lectura del libro de Carpentier y de la película de Leduc permite comprender de inmediato que para fines comparativos los argumentos de ambas obras son menos importantes que sus estilos, así como las concepciones de la historia, la cultura y la realidad latinoamericanas que los dos trabajos construyen. En primer lugar, plantean un espacio indeterminado. Aunque el espectador pueda identificar algunas de las locaciones en las cuales se desarrolla la acción del filme, el constante traslado de un lugar a otro y la imprecisión de muchos de ellos (un bosque, una playa, el fragmento de una construcción indígena o española) provocan la sensación de que los hechos suceden en alguna parte incierta de América hispana, por lo menos hasta que la acción se traslada a La Habana y después a Andalucía.

La película está también dominada por la misma concepción del tiempo que la novela de Carpentier, aunque sus límites temporales son distintos. Al igual que los protagonistas de Concierto barroco, los personajes de la cinta de Leduc “actúan en un tiempo cósmico. En esta eternidad no sujeta a las leyes de la cronología normal, donde los años son como horas” (Müller-Bergh, 1975: 453).

El indiano fílmico presencia por igual los acontecimientos que tienen lugar en la época de la Conquista que aquellos que transcurren durante la Independencia o en la actualidad. Él mismo, la habitación en que permanece mientras recuerda sus andanzas por los diversos lugares de América, España y Francia, tienen un carácter atemporal.

Dentro de este extenso espacio de tiempo, mucho más amplio que el que recorre el protagonista del libro de Carpentier, la narración se mueve entre diversas épocas con mucha libertad. Por ejemplo, las primeras secuencias de “Andante” parecen corresponder a algún momento indeterminado de la Colonia, pero bastante posterior a la llegada de los españoles. Así lo indica el hecho de que el grupo indígena que abre esta parte usa al bailar mandolinas, además de conchas, y canta una canción en español que se refiere a la Conquista. Las danzas sucesivas —de paragüeros, y de moros y cristianos— se desarrollan en una amplia construcción española que parece tener ya cierta antigüedad.

Las siguientes secuencias transcurren, en cambio, en lugares no tocados todavía por los invasores: un bosque, una caída de agua, una pirámide maya por cuyos escalones corre un mono. Dichas locaciones introducen las escenas posteriores, que aluden claramente al arribo de los españoles al continente americano y a sus primeros encuentros con los nativos. “Andante” termina en un momento en que el régimen colonial ya está bien instalado en tierras americanas, posee iglesias esplendorosas y conventos para mujeres.

Pero la idea que más acerca las concepciones de Leduc y Carpentier sobre lo latinoamericano es la transculturación. Este parece ser uno de los principales temas de la película, lo cual se expresa constantemente por medio de imágenes tanto visuales como sonoras, desde la yuxtaposición de objetos de diversas culturas en la habitación del indiano —leitmotiv visual del filme—; los bailes en que se mezclan elementos europeos, indígenas, españoles y moriscos; el uso de instrumentos con orígenes muy distintos para tocar melodías que llevan en sí huellas de numerosas culturas; hasta la decoración mestiza de las iglesias —cuyo ejemplo en el filme es Santa María Tonantzintla—. De esta manera, la película reconstruye con mucho detalle la realidad hispanoamericana conforme a la definición del escritor cubano.

Por otra parte, es posible advertir en el montaje y estilo de la cinta el esfuerzo por darle también un carácter barroco que equivaldría a la búsqueda de Carpentier por encontrar formas de expresión propiamente latinoamericanas. En primer lugar, la película tiene una estructura abierta. Parece empezar en cualquier momento y terminar de la misma manera. La falta de una línea argumental que presente los diversos episodios del filme como encadenados conforme a relaciones de causa-efecto provoca también la sensación de que podría continuar en muchas direcciones. Arnold Hauser caracteriza las obras barrocas como aquellas que borran:

los límites y contornos para dar la impresión de lo ilimitado, inconmensurable e infinito [...] que [...] expresa el mismo sentido dinámico de la vida, la misma resistencia contra lo permanente y contra todo lo fijado de una vez para siempre, contra lo delimitado (1993: 95).

Con esta definición, Hauser acerca lo barroco al arte cinematográfico, pues ambos quieren aparecer “no como un trozo del mundo que existe por sí, sino como un espectáculo transitorio […] los sucesos representados parecen haber sido acechados y espiados”, y sus visiones aparecen como “casuales, improvisadas y efímeras” (1993: 96). Estas características son además subrayadas en la película de Leduc por el constante, aunque suave, movimiento de la cámara, que crea un dinamismo muy especial dentro de las secuencias, las cuales de por sí podrían ser totalmente estáticas. En realidad, todo el filme puede entenderse como un juego barroco de sucesivos enmascaramientos, de renuncia a la claridad expositiva, de proliferación de significantes no para conducir al espectador a un sentido preciso, sino más bien a su ausencia. Los actores que encarnan a diversos personajes, la constante presencia de espejos y los reflejos que éstos producen multiplicando y confundiendo las representaciones, así como la yuxtaposición de imágenes y melodías diversas sin seguir algún orden que permita explicar su relación permiten sospechar que los autores de la película buscaron envolver al espectador en una especie de laberinto visual-musical con muchas entradas y salidas, y también con innumerables ramificaciones. Este parece ser, precisamente, uno de los mecanismos típicamente barrocos:

Otro mecanismo de artificialización del barroco es el que consiste en obliterar el significante de un significado dado pero no reemplazándolo por otro, por distante que éste se encuentre del primero, sino por una cadena de significantes que progresa metonímicamente y que termina circunscribiendo al significante ausente, trazando una órbita alrededor de él, órbita de cuya lectura —que llamaríamos lectura radial— podemos inferirlo. Al implantarse en América [...] al disponer de los elementos con frecuencia abigarrados que le brindaba la aculturación de otros estratos culturales, el funcionamiento de este mecanismo de barroco se ha hecho más explícito. Su presencia es constante sobre todo en forma de enumeración disparatada, acumulación de diversos nódulos de significación, yuxtaposición de unidades heterogéneas, lista dispar y collage (Sarduy, 2000: 170).

La última aseveración de Severo Sarduy puede aplicarse a la perfección a la obra de Leduc. La película puede leerse también como una parodia. Según define Sarduy, ésta última emplea fundamentalmente dos mecanismos: la intertextualidad y la intratextualidad (2000). Para el análisis de Barroco interesa, sobre todo, el primero de éstos, el cual se define como “la incorporación del texto extranjero al texto, su collage o superposición a la superficie del mismo, forma elemental del diálogo, sin que por ello ningunos de sus elementos se modifique, sin que su voz se altere: la cita” (Sarduy, 2000: 177).

El filme de Leduc es, principalmente, un conjunto de citas: las canciones, las melodías, la ópera de Graun, todos ellos son ‘textos extranjeros’ incorporados al de la película sin ningún cambio, sin ninguna transformación. De manera que Barroco, como toda parodia, implica una doble textualidad, un doble discurso: el texto referencial y el que, al incorporarlo, lo parodia. Pero eso no implica, necesariamente, una ridiculización. Gonzalo Celorio subrayó la potencialidad crítica de la parodia, “que pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales” (2001: 101). Si le quitamos la solemnidad a las imágenes que constituyen la película, la lectura cambia de inmediato. La escena de un español mirando los dibujos de animales fantásticos y luego sirenas seduciéndolo desde un estanque cercano sigue a aquélla en que la cual hay una serpiente enroscada en la rama de un árbol en primer plano, mientras a lo lejos se ven los exploradores españoles. Las ideas que tenían los europeos acerca del Paraíso Terrenal y de la abundancia de seres mitológicos en las tierras recién descubiertas contrastan inmediatamente con la visión de un grupo que camina asustado por un bosque, mientras a lo lejos se escuchan cantos de negros. Los invasores no parecen peligrosos, más bien los vemos desorientados, infantiles, juguetones. Los hombres se comportan como niños en el bosque repleto de mariposas, quieren conquistar la simpatía de los nativos mostrándoles juegos de prestidigitación, ejecutan sus propias danzas que, a los ojos de los aborígenes, parecen tan extrañas y ridículas como a los españoles les resultan los bailes de los supuestos ‘salvajes’.

Abundan las escenas en que las acciones de pronto cambian de sentido, no son lo que se suponía que eran, o bien, resultan absurdas a la luz de los conocimientos —aunque éstos sean mínimos— de la historia: negros que cazan rinocerontes en América en tiempos de la Conquista; un disparo cuyas consecuencias se desconocen, porque en la siguiente escena hay un cambio de tiempo y de lugar; una novicia que tras la ceremonia de la toma de votos deja un charco de sangre en el suelo; la levitación de un cuerpo; una contradanza ejecutada por cortesanos y cortesanas vestidos a la francesa que resultan ser en realidad negros y mulatos; un grupo que en apariencia baila, pero es sólo su mero reflejo, etcétera.

La yuxtaposición carnavalesca de tiempos y lugares distintos, de los diversos personajes de la cinta en un solo baile, constituye de nuevo un recurso equivalente al que empleó Carpentier en el Concierto barroco, donde Stravinsky y Louis Armstrong resultan ser contemporáneos de Vivaldi, Haendel y Scarlatti.

Carpentier y Leduc juegan con la simultaneidad y el anacronismo, impugnan las convenciones de un relato histórico tradicional, se liberan de ellas, proponen un discurso polimorfo y polifacético que desmiente una concepción lineal de la historia y una visión homogeneizante de la cultura.

LA ESTRUCTURA DEL FILME Y EL CONCEPTO DE LA HISTORIA

A diferencia de las demás películas de la época que tratan el tema de la Conquista,[2]Barroco no es un texto narrativo. Efectivamente, no cuenta una historia, no encadena los sucesos, carece de personajes, y si hay en ella un narrador se trata de una entidad que también escapa a las definiciones tradicionales (Neira Piñeiro, 2003).

La cinta está estructurada como un concierto en cuatro movimientos: “Andante”, “Contradanza”, “Rondó” y “Finale”. Pero antes de que inicie el primero de ellos hay una introducción donde se presentan al espectador los distintos elementos que le darán cierta unidad a este filme de composición marcadamente abierta. En primer lugar, encontramos al personaje del indiano, una especie de narrador de la película, mestizo, amante de la música y coleccionista de los objetos más diversos, desde instrumentos musicales y partituras, hasta candelabros, bandejas de plata y otras piezas hechas con verdadera maestría por los artesanos americanos. La cinta inicia y termina con la imagen del personaje pensativo, sentado en una espaciosa habitación verdaderamente barroca, dada la proliferación de objetos de la más variada procedencia y factura, los cuales recuerdan los diversos acontecimientos históricos de los que, se supone, el indiano siempre fue testigo directo.

En la parte introductoria escuchamos también la tonadita del Son de la loma y la pregunta, que se repetirá a lo largo de todo el filme, acerca del origen de la música. “Mamá, yo quiero saber / de dónde son los cantantes” (Miguel Matamoros, en Leduc, 1988), insistirán diversas voces, sabiendo que no encontrarán la respuesta nunca porque, como lo muestra la película, toda melodía tiene algún antecedente remoto y es resultado de las mezclas más increíbles e inesperadas entre diversas culturas.

Los siguientes segmentos de la cinta serán anunciados por los títulos que aparecen en la partitura de la ópera Montezuma. El primero de ellos, “Andante”, se refiere al Descubrimiento y la Conquista, aunque también incluye algunas imágenes y melodías relacionadas con la Colonia. Entre estos elementos, de origen diverso, no existe de forma necesaria una relación, y ciertamente no cuentan una historia.

La “Contradanza”, segundo segmento, tiene como tema principal los preparativos para la guerra de Independencia en Cuba; mientras el tercer movimiento, “Rondó”, se ambienta inicialmente en Andalucía en una época indeterminada, para mostrar de pronto escenas de la Guerra Civil Española y enseguida el exilio latinoamericano. Para terminar, encontramos “Finale”, segmento en que se comprimen todas las épocas presentes en el filme, desde la Conquista —que se representa mediante la puesta en escena de algunos fragmentos de la ópera Montezuma—, hasta la actualidad.

Barroco constituye fundamentalmente una especie de exploración de algunos momentos de la historia hispanoamericana, la cual se narra en forma discontinua y está centrada en algunos instantes que se cuentan sobre todo por medio de la música. Pero no se trata propiamente de la historia de la música de Hispanoamérica, ni tampoco de la historia de América Latina vista por medio de canciones. En realidad, las piezas sonoras que la película incluye son de muy diversa índole y no están relacionadas unas con otras mediante algún vínculo evolutivo. En algunos momentos el espectador parece asistir a los orígenes mismos de la música. Se oyen ruidos diversos, de pájaros, de agua que cae, de insectos, los cuales se mezclan a ratos con otros sonidos, ya no naturales pero que marcan diferentes ritmos, como las campanadas de una iglesia, el tic-tac de un reloj, el golpeteo de una cuchara.

La mayoría de las melodías parece haber sido seleccionada por ser el resultado de un proceso de influencias interculturales diversas, en el que se articularon lo mismo los elementos indígenas que los españoles, moriscos, franceses y latinoamericanos. El Son de la loma, leitmotiv musical de la película, pertenece a un género que tuvo su aparición en Cuba ya en el siglo XVI, y en el cual había huellas de las herencias española y africana, que mezcladas, originaron el acento criollo (Carpentier, 1972: 46).

El primer baile de “Andante” es interpretado por un grupo indígena que baila al ritmo de la música ejecutada por mandolinas y conchas, y que canta en español. Más adelante, otros danzantes representan el baile de moros y cristianos. Se ve a un indígena semidesnudo que toca un violín, al parecer de hechura propia. Si bien se trata de referencias sueltas, todas ellas apuntan al proceso de transculturación musical que tuvo lugar prácticamente desde la caída de Tenochtitlan a manos del ejército de Cortés en 1521 y la llegada de los franciscanos en 1524.

Algunas veces parece que, más que subrayar las hibridaciones culturales que han ido moldeando la historia del continente, las piezas musicales fueron escogidas para expresar el alma romántica del latinoamericano y hablar de la aspiración de los pueblos a la libertad. Este último anhelo, tanto por parte de los individuos como por los grupos es, sin duda, otro de los grandes temas de la obra: la muchacha que no quiere ser monja porque está enamorada, los cubanos que reciben armas y se preparan para liberarse de la Corona de España, un grupo árabe que en la mezquita de Córdoba pide “la libertad del agua de los mares” y “de la tormenta” (Leduc, 1988), o las mujeres que se declaran “libre como el aire / libre como el viento / como las estrellas en el firmamento” (Leduc, 1988). La libertad es, desde luego, la finalidad de la lucha de los republicanos durante la Guerra Civil española. Pero tambien es el propósito del desesperado combate de Montezuma y sus soldados contra el ejército de Cortés, representado hacia el final del filme.

Bajo esta línea, vale la pena recordar que Lezama Lima ha llamado al barroco americano el ‘arte de contraconquista’, refiriéndose a la reinterpretación americana del barroco importado desde la metrópoli:

Por más que una situación colonial sea determinada por la historia y la cultura del Imperio, el espíritu rebelde de los vasallos no ceja de expresarse de acuerdo a sus propias condiciones de dominio. Este espíritu es el que, a fin de cuentas, habrá de conquistar la libertad. Así, el barroco pasa de ser un instrumento de conquista para ser, reversiblemente, un instrumento de contraconquista, esto es, de liberación (Celorio, 2001: 89).

Quizás asumir que esta idea se desprende de la película de Leduc es forzar la interpretación, pero tampoco es posible afirmar que el filme la excluye. Por supuesto, hay música barroca en la obra que incluye a los compositores Graun, Vivaldi y Bach. De alguna manera es posible comprender las escenas dedicadas a la representación de la ópera Montezuma de Graun como una especie de cita de la novela de Carpentier, en la cual se narra el estreno de la ópera homónima de Vivaldi en 1733 en Venecia. Pero, por otra parte, dicha representación se articula dentro del discurso fílmico que en sus últimas dos partes parece referirse a cómo América Latina es vista desde Europa, tema que también está presente en Concierto barroco.

Conforme a lo dicho por Leonardo Padura, la contraposición del concepto que Europa se ha forjado de América Latina, y viceversa, ha sido una de las principales preocupaciones de Carpentier (2002). En Concierto barroco, la imagen de Europa —mítica y real— es valorada por los ojos americanos del indiano, mientras que la de América es creada por la apreciación poética de los artistas tanto de este continente como del Viejo Mundo (Padura, 2002). Parece que la inserción de algunas escenas de la ópera Montezuma en la cinta tiene como fin mostrarle al espectador la visión que los europeos se han forjado de la Conquista. Pero a diferencia de la novela, en la cual el indiano puede apreciar la tergiversación de la historia del continente al asistir al último ensayo de la obra de Vivaldi (Carpentier, 1975: 75-91), en la película sólo puede observarse el afán por embellecer a los personajes de la historia, la explotación de lo ‘exótico’ de los acontecimientos y algunas rarezas, tales como un hombre barbudo y bigotón que canta con voz de soprano.

A pesar de que Leduc no se había propuesto hacer una obra histórica, su filme inevitablemente se ha leído como un discurso de este tipo por el hecho de incorporar temas que pertenecen tanto a la memoria colectiva hispanoamericana como española, aunque escape a las categorizaciones tradicionales. Ciertamente, están ausentes en Barroco las ideas de progreso, desarrollo lineal y continuidad histórica. Por el contrario, la cinta habla de un pasado inconcluso, fragmentado e híbrido, falto de relaciones causales. Ello emparenta la visión de la historia que construye el filme con lo que la literatura reciente ha definido como la concepción posmoderna o neobarroca del devenir.

La vinculación del pasado con el presente por medio del personaje del indiano no remite a la idea de continuidad, que se desmiente constantemente, sino a la de un devenir inacabado, abierto, susceptible de tomar rumbos distintos e imprevistos. Entre los diversos sucesos que la película muestra no existe ningún vínculo causal, ningún encadenamiento espacial o temporal. Lo que sí aparece es la yuxtaposición de elementos heterogéneos de distintas tradiciones, lo mismo de la alta cultura que de la popular.

El pasado nos es contado en presente por el indiano, a quien se le aparece como “la última capa de una serie de presencias que se acumulan y sintetizan, que están presentes a distintos niveles de conciencia y de recordación de la mente y en los actos que realiza el individuo” (Hoyos, 1997: 126), como en una operación psicoanalítica en que se pretende “desmontar los mecanismos de defensa que impiden vivenciar el pasado [...] con el fin de lograr una progresiva catarsis de su influencia sobre el presente” (Hoyos, 1997: 126).

Desde esta perspectiva, es posible comprender al indiano como un sujeto transindividual, transhistórico y transcultural, el cual pretende reconstruir su identidad mediante los recuerdos especialmente traumáticos del pasado que corresponden a la pérdida de la libertad y a la lucha por su recuperación. En este proceso descubre la multiplicidad y la heterogeneidad cultural, que no pueden explicarse linealmente porque cada una de sus manifestaciones contiene innumerables huellas de tradiciones diversas, cuyo proceso exacto de mezclas y superposiciones es imposible conocer. Hay que considerarlas y aceptarlas, parece decirnos la cinta, renunciar a comprender su origen y su proceso de desenvolvimiento, porque así es nuestra realidad: multifacética, compleja, extraordinariamente rica.

LA AUSENCIA DE PERSONAJES

Al prescindir de la narrativa clásica, Barroco opta también por eliminar a los personajes.[3] Sólo el indiano, interpretado por Ernesto Gómez Cruz, adquiere algunas características de personaje a medida que conserva su identidad como testigo y narrador de los acontecimientos conforme éstos vienen a su memoria a lo largo del filme. Este hombre particular ha vivido a lo largo de varios siglos y todo lo que sabemos de él es que ha sido siempre un amante de la música, de los instrumentos musicales, de bellos objetos elaborados por artesanos europeos y americanos, y que ha tratado de presenciar siempre los movimientos libertarios que se han gestado lo mismo en América Latina que en España. La imagen del indiano fílmico se corresponde con la que ha fijado de él la obra literaria: es un hombre rico, rodeado de lujos y criados, que vuelve a España después de hacer fortuna en las Indias (Vila Vilar, 2003). Sin embargo, la dimensión suprahistórica de este personaje le otorga una calidad más simbólica que humana.

Mientras José Antonio Méndez representa al criado del indiano, los demás actores cambian de papeles con frecuencia, lo que probablemente contribuye a la confusión de los espectadores e imposibilita la identificación de los posibles personajes. Pero aunque éstos no sean definidos, es posible encontrar por lo menos dos tipos sociales representados en la cinta, el de los nativos de América y el de los descubridores / conquistadores recién llegados de Europa.

En la película, los indígenas han adoptado algunos elementos europeos, sobre todo los instrumentos musicales —violines, mandolinas, guitarras— y la lengua: el castellano, incorporándolos a su propia cultura. Se les ve siempre dedicados a la música y al baile, y en ocasiones, a escarceos eróticos. Entre los nativos hay hombres y mujeres negras. Se representan sus iniciales contactos con los europeos, su sorpresa y sus miradas al otro. Se les ve cazar, tocar los tambores, cantar. De pronto empiezan a establecerse las primeras formas de diálogo entre las dos culturas, desde luego en el plano musical, y los nativos se acercan, a su manera, a los símbolos de la religión cristiana.

La incorporación de los negros entre los habitantes originales de América es congruente con el tono del filme, el cual constantemente sorprende al espectador con la mezcla de tiempos, lugares y situaciones. Por otro lado, la película permite recordar que la población africana participó en la formación de la cultura latinoamericana ya en los tiempos de la Conquista. Al igual que los indígenas, los negros fílmicos expresan libremente su erotismo y ejecutan bailes que resultan muy sensuales.

Los españoles son representados como descendientes de dos culturas: la ibérica y la morisca. Imaginan a América repleta de animales fantásticos y de sirenas. Se sienten amenazados, asustados, al parecer tienen la sensación de que hay un enemigo que los acecha. En ocasiones expresan su admiración por la naturaleza americana que les muestra su abundancia y sienten curiosidad frente a las prácticas eróticas indígenas. No se les ve hacer guerra y tampoco dedicarse a la evangelización. El único monje que aparece en “Andante”, parte de la cinta dedicada a la Conquista, aparece admirando las mariposas y tomando parte en un baile que efectúan los españoles. A su vez, la escena que cierra este segmento se refiere al ordenamiento de las mujeres españolas en los conventos.

CONCLUSIÓN

Barroco es una obra a todas luces excepcional en la serie de películas que se filmaron sobre la Conquista durante los últimos treinta años del siglo XX. Lo es por la falta de diálogos y por su carácter no narrativo, pero sobre todo por su concepción de la historia en general y de la Conquista en particular, así como por la manera en que elabora el discurso sobre la identidad.

Como ya había señalado en los apartados anteriores, el filme de Leduc impugna decididamente los relatos históricos tradicionales. La suya es una visión no lineal del proceso histórico, una concepción no homogeneizante de la cultura. En efecto, la película construye un discurso polimorfo, polifacético y metafórico, mediante el cual explora los diversos momentos de la historia de Hispanoamérica no como un proceso evolutivo, sino como una serie de accidentes, sobreposiciones culturales, mezclas y desarrollos que no tienen un fin, sino que se ramifican en diversas direcciones. Eso no quiere decir que Leduc no encuentre algunos elementos en común entre las diversas épocas que representa en la pantalla, como lo demuestra la constante mezcla de culturas y la aspiración a la libertad de los pueblos hispanoamericanos.

Pero las articulaciones que se muestran y escuchan en las piezas musicales escapan del esquematismo que plantean los demás filmes. Su rasgo principal es la diversidad tanto de las culturas, incluida la que traen los esclavos del continente africano, como de las probables relaciones que se establecen entre todas ellas. Otra característica de los procesos transculturales de los que habla Barroco es su dinamismo y vitalidad, y por tanto su indefinición, su infinita posibilidad de generar efectos nuevos, diferentes.

Pero la subversión de la visión tradicional de la historia que propone la película no se agota en los elementos antes descritos. En forma marcada, la cinta arma su discurso a partir no de los hechos, sino de leyendas y creencias, de situaciones que los autores suponen que pudieron haber ocurrido, pero sobre las cuales no existen fuentes fidedignas. Es una película que no reconstruye la historia, pero la crea a partir de los elementos que, a su vez, los europeos imaginaron y soñaron al llegar al Nuevo Mundo.

Barroco, como ya lo he planteado antes, puede leerse también como una parodia que superpone diversos textos y citas, y los incorpora al filme sin ninguna alteración. Ello provoca el efecto de una doble textualidad, un doble discurso y cambios repentinos de sentido. Es el caso del grupo de cortesanas y cortesanos vestidos a la francesa que bailan la contradanza, la cual a la postre resulta ser ejecutada por negros y mulatos; o la escena de un grupo que baila y que resulta ser, en realidad, su mero reflejo. Este recurso produce en el espectador una sensación de burla, de crítica, de doble sentido, pero también de inestabilidad de los significados, lo cual requiere de una actitud activa y vigilante de su parte.

A medida que en la película de Leduc la concepción de la historia subvierte los discursos tradicionales sobre el pasado no se puede negar su potencialidad crítica. Pero también hay que reconocer que estas innovaciones no logran cambiar el trasfondo ideológico y político de la cinta. El problema es que cuando éste último se examina, salta a la vista que Barroco emplea una forma narrativa no convencional para difundir una ideología que tradicionalmente ha servido para ocultar las dimensiones más dolorosas del proceso mediante el cual Europa ha expropiado las riquezas materiales a los pueblos originarios de América, y les ha privado de la posibilidad de ejercer su cultura y de vivir conforme a su propia visión del mundo y costumbres. En lugar de ello, se cuenta una historia de encuentros pacíficos y de enriquecimiento cultural en la que se benefician todos los participantes.

En este contexto, su insistencia en la aspiración libertaria de los pueblos de América y España resulta inexplicable, o bien, atribuible a algunas circunstancias contingentes. Parece un ideal humano general, abstracto, y no una reivindicación frente a circunstancias de opresión instauradas históricamente. Así nos enfrentamos a una situación paradójica en la cual el discurso histórico que construye la película termina por sustentar una visión ahistórica e idealizada de la cultura hispanoamericana.




Serie San Francisco Tlalcilalcalpan (2015). Fotografía: Fernando Oscar Martín.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
[1] Quienes han leído el Concierto barroco de Carpentier pensarán que se trata de la ópera de Vivaldi. Sin embargo, Leduc declaró en una entrevista que, puesto que la música de la ópera se ha perdido, los autores de la película utilizaron la música de la obra que bajo el mismo título compuso Carl Heinrich Graun (A. Jablonska, comunicación personal, 21 de octubre, 2003).
[2] Me refiero a Bartolomé de las Casas (1992), de Sergio Olhovich; Cabeza de Vaca (1990), de Nicholás Echevarría; Cuando Pizarro, Cortés y Orellanaeran amigos, de Gilberto Macedo (1979); Desiertos mares (1993), de José Luis García Agraz; El jardín de tía Isabel (1971), de Felipe Cazals; Memoriales perdidos (1983), de Jaime Casillas, y La otra conquista (1988), de Salvador Carrasco. (1993), de José Luis García Agraz; El jardín de tía Isabel (1971), de Felipe Cazals; Memoriales perdidos (1983), de Jaime Casillas, y La otra conquista (1988), de Salvador Carrasco.
[3] Conforme a las diversas teorías narrativas, los personajes son instrumentos al servicio de los sucesos de la historia. Desde Aristóteles hasta Chatman, distintos autores coinciden en que “el énfasis está en la acción, no en los hombres que la realizan” (Chatman, 1990: 116- 117). De acuerdo con estas teorías, sólo se pueden considerar personajes quienes realizan acciones que alteran el desarrollo dramático de la narrativa.
Notas de autor
* Aleksandra Jablonska. Doctora en Historia del Arte con la tesis La Conquista de América en el imaginario cinematográfico mexicano de fin de siglo (1970- 1999), de 2005 (mención honorífica). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I, a partir de 2006. Catedrática e investigadora en la Universidad Pedagógica Nacional, México.



Serie San Francisco Tlalcilalcalpan (2015). Fotografía: Fernando Oscar Martín.

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