Resumen: Se propuso un análisis comparativo entre la obra dramática Noche de epifanía , de William Shakespeare, y la puesta en escena homónima que el director José Cotero llevó a cabo en la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM), México, en 2015. El estudio se centró en el juego de máscaras y la presión social que orilla a los personajes a simular su propia condición, característica de las comedias isabelinas. Finalmente, se hizo énfasis en la reinterpretación feminista de la ejecución escénica, la cual da cuenta de la discusión sobre el complicado proceso de aceptación de cualquier grupo distinto al modelo heteronormativo, a pesar de los cambios que se han logrado en nuestros tiempos en cuanto a políticas públicas y derechos civiles.
Palabras clave:arte dramáticoarte dramático, crítica de arte crítica de arte, política cultural política cultural, fundamento moral fundamento moral, feminismo feminismo, rol sexual rol sexual, minorías sexuales minorías sexuales.
Resumen: We proposed an analysis comparing the dramatic literary work Twelfth Night , by William Shakespeare, and the homonymous staging carried out by director José Cotero in the Autonomous University of the State of México (UAEM), Mexico, in 2015. The study focuses on the masked play and social pressure that forces the characters to fake their own condition, characteristical feature of Elizabethan Comedies. Finally, we emphasized the feminist reinterpretation of the scenic production that gives an account of the complex acceptation process of any group different from heteronormative model, despite the nowadays achieved changes in public policies and civil rights.
Palabras clave: arte dramático, crítica de arte, política cultural, fundamento moral, feminismo, rol sexual, minorías sexuales.
Keywords: dramatic arts, art criticism, cultural policy, morality, feminism, sex roles, sexual minorities
Aguijón
Una Noche de epifanía para re-animarnos desde Shakespeare
Una obra con fuerza inventiva sólo existe para mí en tanto que me produce un elevado sentimiento estético, es decir, la sensación de pertenecer solidariamente de algún modo y en algún lugar a otros estados del ser.
Vladimir Nabokov
En su libro El mal o el drama de la libertad ( 2013), Rüdiger Safransk i critica cómo en el siglo XIX la democratización del arte abrió la puerta para radicalizar su sentido utilitario. El escritor plantea que en el momento en que la sociedad le otorgó responsabilidad política al artista y éste comenzó a indagar en ella como ciudadano y no sólo como intérprete contradijo de manera paradójica un principio fundamental de la estética: su particularidad. Es decir, la obra de arte es necesariamente particular con respecto a la realidad, pues representa un modelo de ésta, por lo tanto, se construye como una idealización —figurativa o abstracta— que responde a la relación del artista con el producto de su trabajo. La escisión que puso al arte bajo la luz de una vida política inclusiva que, como la democracia en auge, debía surgir del pueblo, hablar del pueblo y ser para el pueblo, devino en el juicio de que su sentido estaba en su ‘consumo’ social. De este modo, el filósofo alemán define que ante la exigencia de un:
utilitarismo político-moral, que quiere obligar al arte a la lucha contra el mal en el mundo, se ha debilitado y ha cedido el puesto casi por completo al pensamiento de la efectividad en el mercado, sin miramientos morales de ningún tipo. Bajo el signo de un pensamiento que gira en torno al “punto de vista de la economía”, el arte tiene que demostrar una efectividad más económica que moral. La utilidad, sea moral o económica, se realiza en el efecto ejercido sobre las masas ( Safranski, 2013: 207 ).
Así, el arte comenzó a adquirir un valor comercial antes que estético. En gran medida, esto se debió a que el sistema económico capitalista sólo reconoce la calidad a partir de la plusvalía, lo que provocó que gran parte de las producciones artísticas, nuevas o consagradas, comenzaran a juzgarse más por su consumo y popularidad que por sus cualidades intrínsecas. Debido a lo anterior, es constante encontrar ensayos y textos teóricos que tratan y desarrollan el devenir del arte desde el siglo XIX. En ellos aparecen comentarios y argumentos que han sentado las bases para un amplio estudio de la estética, si bien toman en cuenta mayoritariamente la capacidad de difusión de las obras.
En la actualidad, la existencia del arte se cuestiona constantemente debido al replanteamiento técnico y discursivo que sufrió en el momento en que se desgarró su vínculo con lo sagrado para adentrarse en el individualismo propio del Romanticismo. Al llegar los años sesenta del siglo XX, el arte pop permitió una relación directa entre la estética, la mercadotecnia y el consumismo. Tal conexión, junto con la separación del vínculo ético entre creación y placer estético, se convirtió en una noción que ha llegado hasta el arte posmoderno.
Desde esta trinchera, aparecen teóricos como el italiano Giorgio Agamben, quien en su libro El hombre sin contenido(1998) fundamenta la consideración de que el arte contemporáneo se ha convertido en una actividad alienada de los asuntos que interesan a la humanidad debido a su énfasis en la técnica y por haber perdido su vínculo con lo sagrado, principios discursivos que tratan sobre lo trascendental intrínseco en la estética. En oposición a este planteamiento, existen voces que apoyan la descentralización de la academia de arte, el desarrollo de la interdisciplinariedad y la búsqueda de nuevas formas de vincular el hacer artístico, el mundo y la historia. Entre estos pensadores encontramos a Umberto Eco, quien sostiene que el arte se encuentra en un constante renacimiento y utiliza formas innovadoras y contenidos adyacentes a la evolución de las ideas y de la sociedad, tal como se deduce de sus monumentales Historia de la belleza(2009) e Historia de la fealdad (2007) .
Ahora bien, estas posturas también se presentan en el caso particular del arte teatral, aunque de manera sincrética, pues la representación de la obra dramática, es decir, la puesta en escena, se manifiesta simultáneamente como objeto de consumo y como objeto estético. Esto supone que la propuesta discursiva esté condicionada incluso antes de la representación, en tanto el acercamiento del receptor se encuentra predispuesto debido a ciertos referentes culturales y sociales, como el nombre del autor dramático, el del director de escena o el de una actriz o actor reconocido. Al respecto, en su artículo “El arte en la época de su reproductividad técnica”, Walter Benjamin expone que el arte escénico se consume como una “construcción artificial de la ‘personality’ […] del culto a las ‘estrellas’, fomentado por el capital cinematográfico [que] conserva aquella magia de la personalidad, pero reducida […] a la magia averiada de su carácter de mercancía” (2007:166) .
De este modo, el teatro se enfrenta constantemente a un contexto en el que el producto siempre está bajo el escrutinio de aquello que lo antecede como referente, y donde las expectativas fundadas en el consumo de ‘famas’, ‘éxitos’ y ‘fracasos’ obstaculizan aún más la ya complicada comunión entre el arte y el receptor. Ante esta situación, la naturaleza misma del espectáculo teatral se ha constituido sobre la necesidad de una actualización permanente no sólo del discurso que enuncia, sino de un replanteamiento crítico sobre el sentido y propósito del arte como un catalizador para ralentizar el efecto del consumo voraz de nombres antes que de obras.
Además, el problema se agrava cuando impera una política cultural emergente en el entorno socioeconómico en que se pretende crear la obra de arte. En Latinoamérica, por ejemplo, las producciones escénicas se construyen en muchos aspectos a la sombra y a veces en oposición al referente eurocéntrico. En estas latitudes el arte se expresa mediante un constante estado de suspensión, afirmación, marginación y reinterpretación de los discursos asimilados de la tradición europea, más que como su continuación. El natural deseo por deconstruir y reinterpretar en el propio contexto los discursos artísticos es retomado en La cultura moderna en América Latina, un análisis que presenta la teórica de la cultura Jean Franco en el que ahonda sobre la función histórica, política y estética del intelectual-artista de nuestra región. La autora menciona:
En los países latinoamericanos, donde la integración nacional está aún en proceso de definición y en donde los problemas sociales y políticos son a la vez inmensos e ineludibles, el sentimiento de responsabilidad del artista hacia la sociedad no requiere mayores justificaciones […] los movimientos artísticos no constituyen desprendimientos de un movimiento anterior, sino que surgen como respuesta a factores externos al arte. Una nueva situación social define la posición del artista, quien improvisa o se vale de la técnica que considera adecuada para sus propósitos (1985: 9) .
Debido a estas razones, en la geografía latinoamericana es tan fértil la apuesta por un arte contestatario que reinvente los contenidos. A causa de las problemáticas irresolutas de su entorno social, el artista se obliga a sí mismo a definir el acontecer del espectáculo teatral como un arte que se vale de la técnica y de la tradición, pero no como puntos de referencia, sino en tanto recursos para la articulación del discurso escénico.
Con base en lo anterior, se legitima la pretensión auténtica, tanto formal como discursiva, de representar a William Shakespeare, uno de los centros del canon occidental, en un territorio con tantos márgenes culturales como América Latina. Esto, a pesar de que en este continente tal empresa pueda ser tildada de querer investir a Calibán con los ropajes de Próspero para lograr una semejanza entre mundos tan dispares.
Revisemos, por ejemplo, la puesta en escena Noche de epifanía, dirigida por José Cotero, [1] que se llevó a cabo en el teatro Los Jaguares de la UAEM, en la ciudad de Toluca, entre agosto y octubre de 2014, con una reposición posterior entre febrero y abril de 2015. En general, la puesta en escena adaptó muchos de los elementos espacio-temporales que describe la obra homónima de Shakespeare para concretar un universo escénico onírico. Ejemplo de ello es la ilusión que representa Iliria, lugar fuera de todo contexto, más una isla en sí misma que un territorio en el mundo. Ubicada dentro del espíritu renacentista de la búsqueda de Utopía como un lugar que existe, Iliria resulta inaccesible en condiciones normales.
Esta concepción general del universo ficcional condujo al diseño de una composición lumínica multicolor con poca presencia del blanco o de ambientaciones monocromáticas. El conjunto se complementó con una escenografía minimalista de tonalidades níveas que al reflejar la luz adquiría cierto colorido de la misma iluminación, y que dividida por dos desniveles dispuestos en cada una de las esquinas superiores del escenario presentaba tres cuadros espaciales. Desde la butaquería, el primer desnivel del lado derecho representaba un salón en el palacio de Orsino, mientras que en el extremo opuesto otro desnivel hacía lo propio como el palacio de Olivia. El espacio central constituía a veces un jardín y otras fungía como una calle en donde ocurrían las escenas de transición en el constante tránsito de Viola entre ambos lugares, o como una extensión de los mismos espacios mencionados.
En lo que se refiere al ámbito sonoro, se presentó una adaptación del universo dramático que exponía con ciertos matices la pretensión de actualizar la puesta en escena. Se utilizaron versiones ex profeso de algunas piezas musicales del grupo británico The Beatles, como Hey Jude, All you need is love, Here, there and everywhere, I want to hold your hand y Yellow submarine, entre otras. Algunas de estas canciones eran grabadas, y otras, ejecutadas en vivo. La intención al elegir estas piezas fue que el contexto psicodélico, colorido y de enamoramiento del cuarteto de Liverpool armonizara con el entorno de la obra.
En cuanto al diseño de vestuario, encontramos aquí la composición más arriesgada y mejor fusionada con el discurso escénico. Se constituyó con base en un juego de apariencias y suplantación de roles, bastante común en la comedia isabelina y el teatro renacentista en general, donde los rangos y aspiraciones de los personajes son afirmados por una estilística que desdibuja el rol social, histórico y sexual de los caracteres. Así, los nobles Olivia y Orsino portan, respectivamente, vestimentas con motivos isabelinos y victorianos. Sus mayordomos Malvolio y Curio se presentan en mangas de camisa, pero con alusiones al esmoquin, con lo cual dan cuenta de la sobriedad y modales propios de la servidumbre inglesa.

En el caso del trío conformado por Tobías, María y el cómico Feste, su vestimenta rememora cierto espíritu barroco en correspondencia con el carácter exacerbado de sus portadores. No sucede lo mismo con Andrés, quien es trazado de modo más infantil al caracterizarlo con pantalón corto y corbatín, dándole un halo de ingenuidad sexual. Esto cambiará cuando el personaje sostenga un falso duelo con Cesario, momento en que aparecerá con falda, como los demás personajes masculinos. La vestimenta de los hermanos Viola-Cesario y Sebastián mantiene la misma estructura de mangas de camisa con chaleco y corbatín en tonos azules.


Cabe destacar que el vestuario tiene un acento simbólico en la discursividad de la puesta en escena, en tanto los diseños de Ricardo García Luna recuperan el motivo de la falda como elemento uniformador de lo masculino y lo femenino, a excepción del ya mencionado caso de Andrés. Tal propuesta repercute en dos niveles del discurso. El primero refiere la construcción del espacio dramático, donde el vestuario cumple una función escenográfica que establece el director al hacer una distinción sobre el uso del atuendo. Antes de empezar la obra, entre la segunda y tercera llamada se presenta una suerte de prólogo en el que se escenifica el naufragio de Viola y Sebastián.
Aquí, los personajes aparecen con ropa de trabajo negra, como si el código de vestimenta y sus repercusiones fueran privativos del mismo mundo confuso que representa Iliria. En el otro nivel se afirma el sentido determinante del vestuario como un elemento que norma la apariencia y el rol social del personaje. La puesta en escena anuncia parte de su postura cuando reúne motivos de vestimenta donde lo femenino y lo masculino se emparentan en un único concepto.

En consonancia con este principio, al desarrollar los efectos de las apariencias, los trucos y mentiras de los personajes en un plano más allá de lo anecdótico, la representación retoma y adapta los elementos que le son propios al texto de Shakespeare con sus particularidades contextuales. A pesar de que Noche de epifanía es una comedia de enredo en la que generalmente los personajes se encuentran determinados y condicionados por la complejidad de la situación dramática, [2] como afirma la investigadora teatral rusa María Kurguinian, en la comedia isabelina:
es el carácter y no la fábula, la lógica de los acontecimientos y estados internos —y no solamente la cadena de acontecimientos y actos— los que comienzan a tener un significado decisivo en el desarrollo de la acción dramática y de su resolución (2010: 67-68) .
Estos motivos se desdoblan en el juego de satisfacción del deseo dentro de la puesta en escena, cuestión que se retrata de modo vehemente con la trama secundaria de la obra. En ésta, los cortesanos María, Andrés y Tobías organizan una farsa para poner en evidencia a Malvolio, el petulante mayordomo de la princesa Olivia, al engañarlo con una carta falsa en la que dejan entrever que bajo la austera fachada del sobrio personaje se encuentra el hombre más vil dispuesto a seguir el ejemplo de todos los tiranos de la sociedad civilizada: satisfacer sus más bajos deseos de poder en nombre de la autoridad que lo enviste, aun a costa de la integridad de los demás. Dicha respuesta rebasa la intención inicial de la broma, pues los tres graciosos sólo esperan burlarse de la rigidez del carácter constreñido del mayordomo y sin intención abren la puerta para que surja un monstruo político de tintes maquiavélicos. Entonces, el grupo de cortesanos se mueve por un apetito insaciable de burla y escarnio con el pretexto de condenar el comportamiento vicioso que ellos mismos propiciaron. Harold Bloom define a estos personajes como:
los comediantes menos simpáticos […] pues la burla que le hacen a Malvolio rebasa los límites del sadismo […] María, cómica natural, tiene una peligrosa interioridad, y es el único personaje verdaderamente maligno […] Sopesa fríamente si sus estratagemas volverán loco a Malvolio y concluye: “la casa estará más tranquila” (2002: 390) .
Este marco axiológico en el que la broma sin mesura queda castigada sólo nominalmente, pero ejecutada de facto, y donde se han tergiversado los principios morales de los personajes debido al caos provocado por la figura ambigua de Viola-Cesario, desata en la puesta en escena un juego interesante entre el mencionado trío y su compinche intermitente, Feste. El bufón de Noche de epifanía se presenta como un ser grotesco por su apariencia estrafalaria y su carácter melancólico, gracioso a ratos, pero siempre cargado de un halo de tristeza. Con su armónica interpreta canciones como Hey Jude! o Eleanor Rigby en el vacío del escenario. Pareciera que su rol de comediante fuera completamente inútil, opacado por la comicidad de todos los demás personajes, incluyendo a la misma Olivia, lo que reafirma su retrato a modo de narrador brechtiano. Único consciente de la demencia que lo rodea, la cordura de Feste es la única forma de seguir siendo el loco que debe ser. Su carácter está simbolizado mediante una nariz roja de clown que se quita y se pone para interpelar directamente al público con sus soliloquios y regresar al entorno de la ficción hasta confundirse con los asistentes y volverse por momentos el espectador de una obra que cada vez le resulta más ajena.

Sin embargo, como sabemos por el texto dramático, gran parte de lo que impide que el bufón se vuelva ‘cuerdo’ y huya de este drama es la figura enigmática de Viola-Cesario. En la puesta en escena, este personaje es despojado de su conocida apariencia de mujer superficial que cambia de un momento a otro del dolor del duelo al anhelo amoroso para ser concebida como una mujer orillada a despojarse de su identidad por la pérdida de su hermano, el elemento masculino que la define como ‘ser mujer’. Ante tal situación, Viola es expuesta como un personaje que tratará de recuperar por todos los medios su feminidad perdida, acudiendo a otro hombre que le permita ser quien es aunque, paradójicamente, deba dejar de ser para lograrlo. Es así que la decisión de hacerse pasar por hombre y crear a Cesario es un acto necesario para que Viola tome las riendas de su vida. Este recurso es muy recurrente en las comedias de enredo del periodo barroco, pues como plantea José María Martinell en el prólogo de El travestismo femenino en Don Gil de las Calzas Verdes de Tirso de Molina, [3] ante la dificultad de crear un personaje femenino que esté empoderado para decidir sobre su propia vida:
el travestismo femenino es solución efímera. Es válido articular socialmente una igualdad diferenciada […] ello demanda remover atavismos socioculturales incrustados en la conciencia de la gente como pesadas cargas, barreras ideológicas infranqueables que convierten en algo “natural” lo que son procesos adquiridos, históricos (José María Martinell, en Spada Suárez, 1998: 15 ).
En la puesta en escena se subraya la banalidad erótica de los nobles de Iliria, quienes encuentran en la figura vital de Viola-Cesario ese objeto de deseo en el que querrán satisfacer todos sus apetitos, siguiendo el ejemplo de los demás personajes hasta ahora. El director destina gran parte del foco de la historia a este elemento para develar que en sus trayectos constantes entre Olivia y Orsino, nuestra protagonista, vestida con falda, camisa y corbatín, se convierte en la viva imagen del desencuentro. Ella es el personaje que transita mientras sus pretendientes burlados permanecen estáticos en sus extremos en la escena. En su afán por fungir como dama, Viola cumple con el rol de galán en la comedia, en tanto se entiende que “el lugar abierto es esencialmente masculino, por oposición a la casa, recinto femenino por antonomasia […] significa la invasión de elementos de un espacio en otro distinto. Para pisar otro territorio que no es el suyo” ( Spada Suárez, 1998: 41-42 ).
Viola se ve obligada a desconfigurar su feminidad por el azaroso encuentro que tiene con el turbulento entorno de Iliria, pero también por el proceso de desgarramiento de sus propios sentimientos. Así se expresa en la tensión homoerótica que se desata en Orsino, cuyo deseo es despertado por Cesario, a pesar de ser amado por Viola. Del mismo modo, la máscara masculina adoptada por la protagonista rompe el luto de Olivia y se convierte en el motivo de sus pasiones. Al manipular su propia identidad, tal encrucijada parte por la mitad a Viola. Enamorada de quien no puede amar y amada por quien no debe amar, ella misma se despoja de sus propios deseos.
Sobre este punto, centro de nuestro análisis, la argentina Leticia Sabsay, estudiosa de las teorías y conceptos de ‘género’ y ‘función social’ de la sexualidad desde los preceptos de Judith Butler, cuestiona a modo de paradoja esta supuesta libertad de elección sexual
por momentos pareciera dar lugar a la conceptualización de un sujeto performativo como un agente capaz de manipular o elegir su identidad, o como un agente que podría al menos reinstituirse como centro de control de esas identidades múltiples e intersectadas a las que esta sociedad lo arroja. Sintomáticamente, la interpretación de la performatividad genérica ha dado lugar a una suerte de reedición de un sujeto liberal de voluntad y conciencia (2011: 53) .
Así, aunque parece que Viola tiene la libertad de cambiar su apariencia para funcionar dentro del entorno situacional y acceder a sus propósitos, lo cierto es que tal eventualidad la convierte en un sujeto condicionado por Orsino y Olivia. Irónicamente, esto la conduce a alejarse cada vez más de sus intereses, pues en la confusión despierta el amor de Olivia y Orsino la llama traidora. De esta manera se desencadena el centro del conflicto dramático de Viola, que queda relegada a la vida de su propia máscara, Cesario.
Lo anterior se manifiesta de modo más claro cuando aparece Sebastián. Contrario a la historia de Viola, en su caso el naufragio significa la experiencia del sueño que en su hermana es pesadilla. En efecto, al encontrarse libre de las ataduras del mundo que lo define masculinamente, Sebastián se entrega a una relación onírica con Antonio, quien carece en la representación de los eufemismos amistosos shakespeareanos, y ambos aparecen abiertamente homosexuales. Así, resuelto a realizar turismo banal por la isla, Sebastián se deja conducir por los placeres que la misma Iliria le presenta como hombre despojado de toda responsabilidad. Sin embargo, el punto de encuentro entre este personaje y su hermana es que ambos son condenados por la ilusión encarnada en Cesario, que en la puesta en escena es quien juega el papel del verdadero antagonista.

Si bien el conflicto no concluye en el tono que pretende el texto dramático isabelino, la misma condición de comedia de la obra propicia que al caer las máscaras y quedar en ridículo los personajes fingidos se reinstituya el código axiológico dominante, en tanto “la comedia hace la apología de los valores que garantizan el bienestar social, o cuando menos, lo que la burguesía [o clase social dominante] entiende como tal cosa” ( Alatorre, 1994: 67 ). Por ello, la construcción de Iliria como un espacio cercano a la noción renacentista de Utopía resulta tan pertinente en la puesta en escena, pues al concluir la representación el espacio queda desnudo, sin los artificios de las enredaderas que simbolizaban el trayecto entre los palacios de Orsino y Olivia. Con esto se da a entender que el sueño donde todos podían aspirar a realizar sus deseos se ve truncado por la misma imposición de roles reales que se superponen a los de la ilusión. Los personajes inmiscuidos sentimentalmente con la triada Viola-Cesario-Sebastián resultan duramente heridos.
Antonio, por ejemplo, al ser liberado de la condena de Orsino por los ruegos de Sebastián, observa desde un rincón del escenario cómo su amor se ve obligado a casarse con Olivia, no por otra razón que por ser hombre. Las miradas cruzadas de angustia y desilusión concluyen la puesta en escena: Sebastián y Antonio se miran desde la lejanía; Viola contempla a Sebastián; los nobles, únicos que cumplen sus deseos, observan el vacío; el trío cómico tiene la mirada en el suelo después de la reprimenda de su ama, y Malvolio yace preso en una prisión diminuta. Nadie es realmente feliz con la conclusión de la obra, porque al romperse la ilusión que se había instituido en Iliria se retorna al marco referencial que los coloca dentro del marco genérico y de clase al que pertenecen.
Este desenlace, agridulce en la representación, más cercano al de la tragicomedia que al de la comedia, termina por afianzar la discursividad que se planteaba al inicio del análisis. La composición tonal de la escena, el diseño del vestuario y varios segmentos sonoros y gestuales del trazo escénico configuran la visión crítica del director con respecto a la problemática de género, cuestión que le resulta necesario atender en el contexto en el cual se presenta la obra. La ambigüedad de las apariencias expuesta en el texto cobra un sentido concreto en la representación, donde se esboza la posibilidad de un universo en el que se pueden eliminar los estigmas de las preferencias y roles de género impuestos por un marco heteronormativo.
De este modo, el director José Cotero recurre a una tradición teatral universal y convierte el escenario en la plataforma para colocar y catapultar la problemática de género hacia las conciencias de los espectadores por encima de la exigencia del texto. El eje principal de su propuesta es la ambigüedad de la tolerancia acomodadiza, punto en el que se encuentran gran parte de los territorios urbanos de la provincia mexicana en los que si bien las mujeres y la comunidad lésbico, gay, bisexual, transexual, transgénero e intersexual han llegado a ganar cierto terreno en cuestión de igualdad, aún siguen perteneciendo a un limbo jurídico, social y moral en el que la violencia y los discursos de odio permean lo cotidiano.
Finalmente, es posible concluir que, así como se menciona al inicio del presente escrito, más allá de las composiciones y filiaciones estilísticas el arte teatral responde de manera directa a las problemáticas que atañen a su comunidad. La puesta en escena de Noche de epifanía que realizó José Cotero retoma el canon para hacerlo significar en el presente mediante una transcodificación, tal como la concibe Fernando de Toro en Semiótica del teatro. Del texto a la puesta en escena ( 1987: 67-68 ). Así, la dinámica cómica del juego de apariencias del texto dramático se concreta en el texto espectacular en un conflicto entre el deseo verdadero y la autoimposición de funcionamiento dentro del rol normativo sexual.
La representación teatral pone en evidencia la falacia ad populum de la problemática sobre la definición del género, la cual no radica en la preferencia sexual en sí, sino en el prejuicio social con que se percibe, tal como se expresa con elementos como el vestuario. El discurso de tolerancia es visto con ojo crítico por los creadores de la puesta en escena. No se apuesta por un discurso panfletario, pero sí exponencial de una normalidad distinta que no depende sólo de la buena voluntad del marco normativo imperante, sino del enorme reto que tiene la sociedad por generar espacios en los que se respete la diferencia.





