Resumen: Las perspectivas de interculturalidad ayudan a comprender las dinámicas sociales impulsadas por la globalización. La interacción de individuos y grupos con culturas disímiles origina nuevas síntesis y modos de socialización. Las culturas forman colectividades y los procesos interculturales las reeducan. El etnocentrismo persiste en las experiencias interculturales, motivo por el que se justifica la intervención de una hermenéutica excéntrica y empática. Actualmente operan versiones funcionales y críticas de interculturalidad dentro y fuera del ámbito educativo. La analogía de la casa amplifica nuestra visión de las culturas y sus interacciones.
Palabras clave:identidadidentidad, colectividad colectividad, ciencia social ciencia social, hermenéutica hermenéutica.
Abstract: Interculturality approaches help to understand social dynamics driven by globalization. Individuals’ interaction and different cultures groups generate new assimilations and ways of socialization. Cultures create collectivities and intercultural processes educate them. Ethnocentrism persists in intercultural experiences and that’s why an eccentric and empathetic intervention is justifiable. Nowadays there are operating functional and critical approaches of interculturality out and inside educational scope. The house analogy amplifies our vision of cultures and their interaction.
Keywords: identity, community, social science, hermeneutics.
Aguijón
Interculturalidad: su dimensión educativa y la analogía de la casa
Interculturality: its educational dimension and the house analogy

Recepción: 03 Julio 2017
Aprobación: 27 Noviembre 2017
La interculturalidad es considerada, junto con la empatía y el reconocimiento, una categoría esencial para la comprensión de los fenómenos y las dinámicas sociales de nuestro tiempo, de la cual emerge una conciencia ética en acción (Tubino, 2005). Derivado de los embates de la globalización, los diversos pueblos y culturas se han aproximado, al grado que resulta difícil e inevitable ahondar en sus relaciones físicas y simbólicas.1El uso y el intercambio de componentes culturales disímiles originan versiones y mixturas inéditas dignas de consideración.
Al tiempo que las sociedades se transforman y adquieren nuevas fisonomías, la perspectiva de interculturalidad destaca las experiencias que son compartidas, resignificando el campo de estudio de las ciencias sociales.
Debido a que todo lo humano existe como expresión cultural y cada cultura resguarda las experiencias inherentes a los procesos gregarios, la noción de interculturalidad induce a explorar el origen y las repercusiones de las relaciones interpersonales e intergrupales bajo singulares condiciones de vida. Debido a que el mundo global motiva el intercambio y el remplazo de significados entre los colectivos, es oportuno revisar algunas perspectivas sobre interculturalidad a la luz de las nuevas realidades que se suscitan.
Es un hecho que durante las últimas décadas se ha venido modificando la manera de concebir a las culturas como creaciones estables y diferenciadas. Aunque en el pasado se afirmó que cada cultura constituía: “el modo de transmisión y continuidad de la vida comunitaria” (Gellner, 1997: 56), esta definición la invalidarían los dispositivos tecnológicos que posibilitarían el contacto instantáneo y virtual entre personas situadas en diversos territorios.
Las culturas, en tanto sistemas simbólicos, se constituyen de significaciones compartidas por los grupos humanos, que resultan ser un complejo entramado de construcciones sociales. A través de las llamadas culturas se adquieren codificaciones y decodificaciones que validan todos los actos y los entornos sociales debido a que “no existe una naturaleza humana independiente de la cultura” (Geertz, 2006: 55). Los símbolos de cada matriz cultural, al ser instaurados, estructuran mentalidades; educan y difunden ciertas perspectivas de la realidad. También, sus modelos incluyen pautas de conducta mediante las que los individuos confieren sentidos e intenciones a sus prácticas cotidianas. Esos “modelos codifican, orientan y direccionan la vida de los sujetos como miembros del grupo” (Quinn y Holland, 1987: 4). Por medio de pautas culturales se despliegan las cualidades humanas vinculadas al proyecto de socialización y de la disposición de los grupos a relacionarse o no con otros colectivos. Es así como “las culturas se constituyen en una praxis” (Bauman, 2002: 245), mediante la que cada sociedad permanece en mayor o menor grado abierta o no a las demás, lo que determina su dinámica cultural. Cada cultura define grados de interacción intra e intersocial que enriquecen o debilitan los entornos simbólicos y afianzan la subsistencia de los colectivos en cuestión.
Sin excepción, todas las sociedades se encuentran inmersas en una dinámica orientada a preservar y a renovar sus referentes culturales. Lévi-Strauss (1974) aseguraba que:
la actitud más antigua y que reposa sin duda sobre fundamentos psicológicos sólidos, puesto que tiende a reaparecer en cada uno de nosotros cuando nos encontramos en una situación inesperada, consiste en repudiar pura y simplemente las formas culturales: las morales, religiosas, sociales y estéticas, que estén más alejadas de aquellas con las que nos identificamos (47).
Esta actitud que llevaría a menospreciar lo ajeno supone un tipo de lealtad originaria en favor del conjunto de valores que configuran los colectivos y que los hace parcial o totalmente insensibles a otros estilos de vida.
La condición etnocéntrica, siendo cuestión común, se agrava en los grupos que conciben únicamente la existencia humana en la versión más apegada a su modelo cultural; esta es una actitud funesta que les priva de conocer otras formas de vida distintas a la suya. El hecho presupone que cada persona al nacer y crecer en la comunidad recibirá del grupo un invaluable legado simbólico, motivo por el cual la colectividad terminará apropiándose de la existencia social de sus cultores.
Las culturas resumen las diversas experiencias colectivas. La supervivencia y el futuro de los pueblos dependen ciertamente de las capacidades y de los recursos culturales acumulados históricamente, cuestiones donde se combinan lo simbólico y lo práctico. Las culturas, al ser dominios colectivos, posibilitan que los individuos produzcan sus satisfactores y generen las condiciones suficientes para enfrentar riesgos naturales y embates propiciados por el contacto con otros agrupamientos. Para tal efecto, las culturas suministran un poder fáctico a los sectores más activos del grupo para acrecentar el dominio de éstos sobre sus ambientes y sobre el conjunto social.
De acuerdo con Estermann (2014: 349), es probable que el vocablo latino cultura provenga de la raíz semántica indo europea kuel que, además de referir a la actividad de “cultivar”, alude a la acción de dar vueltas. Esta singular interpretación destaca los emplazamientos y los retornos a un punto de origen quizás asociado con la tarea de cultivar un producto agrario. El término influyó también sobre la raíz griega Koλ (col-), que significa “podar”. De ser correcta la tesis filológica cultura, dicha palabra significa: cuidar afanosamente lo que está vivo y requiere ser vivificado por medio de acciones recurrentes, equivalente a procurar el sustento doméstico. Cultivar implica habituarse a las faenas necesarias que involucran actos de apego y participación colectiva. La acción de cultivar ata la voluntad de los hombres con un territorio fértil, convirtiéndole en el medio por el que el colectivo descubre una forma de relacionarse con la naturaleza y consigo.
En cualquier época y lugar los seres humanos ineludiblemente se desarrollan en ambientes culturales. La cultura materna configura, desde temprana edad, las representaciones cardinales y los criterios de certidumbre que guiarán los pasos de los individuos y motivarán el interés por los asuntos comunes. Formando parte del proceso de socialización, los colectivos educan y facultan a sus miembros en los modos apropiados de relacionarse e intervenir en diversos ámbitos.
En oposición al enfoque etnocentrista —que menosprecia las pautas culturales distintas a la propia—, emerge desde la antropología la propuesta del relativismo cultural. Esta perspectiva postula que cada cultura examina y define el mundo partiendo de sus parámetros. Al respecto Benedict, citado en García (1984: 9), afirma que “las instituciones son apenas una forma vacía cuya universalidad es insignificante porque cada sociedad la llena con formas distintas”.
Al diversificarse el panorama cultural, resulta inevitable enjuiciar las voces en favor de determinados modelos y rasgos culturales al considerarles superiores a otros. Imponer escalas de valor ilegítimamente universales y ajenas a los colectivos supone una acción arbitraria y opuesta a dar crédito a los principios que rigen la vida de cada colectivo.
Las prácticas culturales producen realidades interpersonales e imaginarios sociales, en los cuales los sujetos interactúan basados en lo que consideran común y significativo. Sin embargo, en la medida en que los pueblos y las culturas en contacto creciente intercambian significaciones, el escenario sociocultural cambia dando lugar a realidades multiculturales irreconciliables con las visiones puristas y monoculturalistas. El juego simbólico que motivan las distintas culturas, y más aún la posición dominante de alguna, provocará el relevo de los formatos originales, principalmente en los grupos subordinados, como hoy acontece (y de forma visible) en la era global, que por medio de transacciones mercantiles y el uso intensivo de dispositivos tecnológicos diversifica el espectro identitario de quienes participan activamente en los circuitos de mundialización, por lo que “la cultura global no es más que la cultura dominante de ciertas partes del globo a la que no todos los habitantes del planeta tienen igual acceso” (Giménez, 2000: 43).
La era global contribuye a fraguar una identidad inestable en la población mundial, como lo denuncia Bauman (2006) al proponer la noción de “sociedad líquida”, que aplica a las “identidades frágiles temporarias y con fecha de vencimiento” (189), las cuales propicia la hegemonía del libre mercado sobre los consumos culturales del mundo actual.
En general, la culturalidad aparece como la dimensión que refiere a los procesos que:
producen significado […] el conjunto restringido de procedimientos (bien delimitados) que a diferencia del concepto vago de cultura, permite referir a los valores propios de la dimensión que se manifiesta de forma particular en los diversos conjuntos de identidad de individuos, de grupos o de comunidades (Pinxten y Verstraete, 2004:14).
Derivado de ello la interculturalidad, influenciada por la escena global, reconfigura la identidad de las sociedades del siglo XXI por efecto de la exposición prolongada a los modelos simbólicos dominantes. Por medio de la reinterpretación de fragmentos y referentes culturales disímiles, los individuos efectúan síntesis complejas que les forman expectativas particulares orientadas hacia los modos de vida ampliamente difundidos.
A diferencia de la transculturación, que presupone la adopción inconsciente de un formato cultural ajeno, la interculturación constituye, desde nuestra perspectiva, el proceso mediante el que los sujetos, partiendo de un acto reflexivo, toman conciencia de los procesos de interculturalidad en los que participan. Al ser parte de la conciencia, la interculturalidad se hace presente tanto en el lenguaje como en la conducta, constituyendo todo un desafío vinculado a los procesos de socialización y de comprensión interpersonal.
Más allá de la historia cultural de cada pueblo, “la humanidad es y ha sido siempre intercultural” (Baraño, García, Cátedra, et al., 2007: 205). Los colectivos se transforman siempre en el encuentro con grupos diversos, sea por motivo de flujos migratorios, contactos bélicos o intercambios comerciales.
La noción de interculturalidad adquiere hoy una dimensión más amplia debido al contexto global y a las fuerzas que impulsan a las naciones y a los grupos a interactuar. Esta interculturalidad alienta la formulación de nuevas perspectivas teóricas emplazadas a decodificar los escenarios complejos y multidimensionales que resultan de la coexistencia de modos de vida diversos. La importancia del enfoque, por tanto, radica en abordar prospectivas, hasta llegar a afirmar que “la interculturalidad constituye la clave para repensar la teoría social y la relación entre las ciencias sociales” (García, 2012: 1). Aunque no existe un consenso definitivo en torno al término, asumamos como definición tentativa que la interculturalidad implica la interacción dialógico-comunicativa entre sujetos que representan diversas culturas. Al respecto, Austin (2000: 18) precisa que “la interculturalidad se refiere a la interacción comunicativa que se produce entre dos o más grupos humanos de diferente cultura”. Por su parte, Matto (2009: 282) señala que “el concepto de interculturalidad refiere a situaciones de encuentro, contacto o acciones conjuntas entre individuos de distintas culturas, aunque muchos no estén conscientes de ello”. Como podemos observar, ambos autores conceden importancia a las significaciones que median en el intercambio de sus representaciones y la manera en que los esquemas y los lenguajes resuelven el dilema de aproximarse y llegar a comprender otras visiones del mundo, modos de vida y realidades.
Desde un escenario ideal, el intercambio simbólico perfecto entre dos sujetos inscritos en culturas disimiles demandaría total simetría y horizontalidad, condiciones que permitirían dar pleno reconocimiento a las identidades de los participantes. El diálogo intercultural involucra, ante todo, la disposición de los interlocutores a escucharse y expresar asertivamente la postura personal de la contraparte, lo cual implica necesariamente el respeto hacia otras formas de pensamiento, valoraciones, creencias y conductas distintas a la propia. Por tal motivo la interculturalidad, como experiencia social, únicamente se puede realizar en los contextos que favorecen la equidad de condiciones entre los participantes y que no presuponen situaciones de empoderamiento de unos sobre otros. El diálogo intercultural presupone el esfuerzo de las partes involucradas en favor del entendimiento recíproco, relación humana que aun siendo empática no queda obligada a culminar en consensos definitorios.
La interculturalidad, por sobre todo, afirma la posibilidad de reunir lo disímil y solventar los escenarios de encuentro y trasgresión de visiones particulares. El fin principal gravita en la comprensión del mundo ajeno y sus circunstancias como un acto compartido e intencionado. Las perspectivas de interculturalidad reivindican, por tanto, el propósito de conocer y develar otros sentidos, como también esclarecen lo que fundamenta la posición personal para descubrir en ello los prejuicios que acompañan inevitablemente nuestras interpretaciones.
Diversos matices de interculturalidad se asoman durante el diálogo que establecen diversos cultores; la interacción conlleva a las partes a explorar otros contextos socioculturales y sus intangibles nexos en condiciones de reciprocidad. Es así que ésta contribuye a la apertura de universos simbólicos y a la comprensión de paradigmas propios y ajenos. La interculturalidad constituye una vía para reeducar a los individuos por medio de hermenéuticas excéntricas y empáticas que permiten dar reconocimiento a otras formas de racionalidad y sensibilidad.
A pesar de no hacerse visible, existe siempre interculturalidad en el encuentro solidario de códigos disímiles, motivo por el cual Giaccaglia, Méndez, Ramírez, et al. (2012: 132) insisten en que “los seres humanos debemos reconocernos como iguales y diferentes al mismo tiempo […] son muchas las semejanzas que nos unen, tantas como las diferencias que nos separan”. En la medida en que los individuos dialogan, advierten los factores tanto convergentes como opuestos que los unen y los separan, mientras que el avance de la interculturalidad subyacente les permite situar su conciencia en los asuntos cruciales e incluso existenciales. La identidad humana se constituye por la trascendencia de alternar visiones y brindar otra perspectiva con respeto a la otredad. En torno a esta afirmación, los autores sentencian: “somos huéspedes unos de otros, las figuras de la hospitalidad (anfitrión-huésped) permiten pensar la condición descentrada de la subjetividad y el carácter provisorio y precario de las identidades que se constituyen en el intercambio” (Giaccaglia, Méndez, Ramírez, et al., 2012: 133).
Es común que las sociedades preserven y expandan sus culturas a través de prácticas educativas formales, no formales e informales. Las primeras han sido encomendadas a las instituciones oficiales. Por medio de sesiones y tareas dispuestas, la generación en turno preserva y transfiere a las siguientes el universo de significaciones que confieren sentido a la existencia social y posibilitan la convivencia grupal. Educar, por tanto, implica socializar las prácticas y argumentos que sostienen y reproducen los modelos que sirven al colectivo, motivo por el cual se “impone a los miembros de los grupos […] el reconocimiento de la legitimidad de la cultura dominante” (Bordieu y Passeron, 2005: 81).
Por siglos, el mundo occidental ha desplegado y perfeccionado sistemas educativos especializados, mayoritariamente organizados en grados y encausados a la formación de trabajadores y de ciudadanos afines a los requerimientos del orden social y económico establecidos. Como resultado del alto desempeño de las tareas educativas, cada colectivo humano acrecienta sus dominios y sus posibilidades de subsistencia. En tal sentido, toda educación instaura una finalidad colectiva y cada propuesta formativa tiende a preservar y a fortalecer un determinado modelo sociocultural, sus atributos y capacidades.
En los hechos, las prácticas educativas suelen abonar a los procesos de aculturación y de discontinuidad cultural dado que los aprendizajes requeridos por el mundo actual incorporan constantemente versiones distantes. Como resultado de ello, las prácticas educativas propician tanto la ruptura como la continuidad de los modelos culturales al integrar los conocimientos que serán transferidos.
En tanto la globalización se ha extendido en el mundo desde los primeros viajes intercontinentales hasta la era de las telecomunicaciones, las creencias, los productos y los saberes de los pueblos han configurado una memoria colectiva que relata el devenir humano. Este legado de extraordinarias creaciones motiva reinterpretaciones, juicios y reacciones que no han dejado de privilegiar los referentes propios ante los foráneos. El etnocentrismo prevalece en mayor o menor grado amparado en los postulados nacionalistas y corporativistas del mundo actual, dado que “los territorios definen la identidad corporativa de sus miembros” (Parek, 2000: 6).
Educar conlleva a definir pautas culturales que deben seguirse. Sea bajo la tutela de las familias, las escuelas o los medios de comunicación, los individuos y los grupos son convocados a propagar determinados contenidos culturales, muchos de ellos provenientes de culturas lejanas. A través de prácticas educativas, algunas significaciones resultarán preservadas, otras serán transformadas y algunas terminarán siendo extinguidas accidental o deliberadamente. La tensión simbólica generada entre grupos y sectores motivará diversas versiones y escenarios de interculturalidad.
En la actualidad, y debido al uso indefinido que se hace del término, autores como Tubino (2005) y Walsh (2009) diferencian entre dos versiones de interculturalidad. La primera se denomina interculturalidad funcional, es amparada por la UNESCO (2006) y apoyada por los gobiernos nacionales interesados en afirmar las condiciones de multiculturalidad existentes en sus territorios por motivo de la presencia de grupos indígenas que desafían la conformación de una ciudadanía plural. Esta visión, centrada en viabilizar la convivencia entre las fracciones sociales, no pretendería revertir las relaciones asimétricas ni resolver los conflictos de fondo entre las partes; por tanto, los principios democráticos promovidos entre la población tenderían a mantener las diferencias y las condiciones culturales existentes.
La segunda vertiente, denominada interculturalidad crítica o liberadora, es una propuesta emancipadora encaminada a suprimir las causas de las diferencias sociales “partiendo del problema del poder” (Walsh, 2009: 12), lo cual implica una perspectiva realista y contraria a las formas culturales dominantes provenientes del mundo occidental. Para lograr su cometido, esta perspectiva cuestiona la subalternidad instalada por las corrientes civilizatorias que derivan de colonizajes y de hegemonías que imponen sus modelos de vida, suprimiendo aquellas versiones que consideran arcaicas e imperfectas.
La interculturalidad crítica pugna por la interacción asertiva entre las partes en igualdad de condiciones con el propósito de hacer evidente las diferencias que subyacen en el encuentro. Esta versión enfatiza la autonomía constitutiva de los individuos y los grupos, así como el derecho a la resistencia y la descolonización de la conciencia, sin renunciar a participar del mundo global. Se trata, por tanto, de una manera enérgica capaz de enfrentar la globalidad, resguardando las propias capacidades y el derecho de los individuos a definir el curso de su vida.
Ambos enfoques advierten que la era global abrió un panorama distinto de las culturas, que la interacción de grupos y sociedades tenderá inevitablemente a intensificarse en el presente siglo y que “las culturas presentan fronteras porosas que son atravesadas por procesos que originan reinvenciones culturales a través de las cuales sobreviven los símbolos e identidades locales” (Rebolledo, 2016: 12). Es así que los individuos en defensa de sus culturas luchan diariamente por integrar sus experiencias en un modelo viable, lógico e inclusivo; “su propio sistema mundo” (Sahlins, 1988: 126).
Versiones particulares de educación intercultural permiten a las minorías étnicas avanzar y conquistar espacios de participación social al exigir pleno reconocimiento a sus lenguas y prácticas culturales, tal como sucede actualmente en México y en otros países, donde han comenzado a entenderse las “gramáticas de la diversidad” (Dietz y Mateos, 2013: 34). Es por ello que los grupos más activos han estado negociando con las autoridades regionales y nacionales sus formatos educativos y los contenidos curriculares, que consideran vitales para mantener sus modos de vida.
Debido a su importancia, la interculturalidad ha adquirido diversos matices y direcciones, al estar presente tanto en el discurso político en favor del empoderamiento de las comunidades como en la construcción de modelos sociales con miras a sustentar la diversidad y abatir la discriminación. Si bien la interculturalidad significa el intercambio simbólico entre modelos culturales disímiles, igualmente afirma la existencia de signos comunes por medio de los que se develan contenidos extraños propios de las culturas observadas.
En efecto, el quehacer intercultural es posible en tanto que lo humano, más allá de su diversidad de rasgos y expresiones, posee elementos comunes a todos los miembros de la especie como: la estructura corporal, las reacciones instintivas y los procesos cognitivos que operan de manera similar en las diversas geografías. Debido a ello, los hombres y las mujeres han podido percibir lo propio en los demás y han logrado comprenderse gradualmente, a pesar de que al existir más lenguas y más variantes de las mismas prevalezca la diversidad de sentidos y, junto con ello, múltiples versiones de humanidad.
Aproximarse al tema de las culturas con el propósito de apreciar los horizontes de interculturalidad invita a explorar rutas alternas, algunas inéditas, de las que pueden emanar sugestivas lecturas en torno a las relaciones que sustentan la vida gregaria.
Considerando que las culturas son universos simbólicos particulares que instauran significaciones y propagan sentidos entre los colectivos, éstas resultan idóneas para ejercitar el trabajo hermenéutico. Por tanto, y partiendo de la propuesta formulada por Beuchot (2005) sobre hermenéutica analógica y su búsqueda de argumentos convincentes alejados de “interpretaciones unívocas y equívocas” (38), a continuación examinaremos la interculturalidad a partir del simbolismo de la casa, puesto que visitar una casa ajena constituye una acción análoga para conocer otra cultura.
La comparativa casa/cultura involucra un tipo de experiencias comunes a los seres humanos, pues todos hemos habitado casas y también culturas. La razón principal en favor de la analogía sugerida radica en la diversidad de casas y culturas (sentidos) que existen en el mundo que nos rodea y que bien pueden asociarse con modos alternos de vida. Iniciemos nuestra hermenéutica analógica partiendo de dos fragmentos poéticos que dan significado metafórico a la casa: “la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz” (Bachelard, 2000: 29); y “cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande” (Cortázar, 2011: 68).
En ambas expresiones, la casa es algo más que un objeto; es quizá un sentimiento atado a cada recinto que sirve de morada. La casa es el sitio donde se oculta un misterio; aquel fragmento del mundo singular que no alcanza a revelarse de inmediato. Como bien sabemos, la casa es la manifestación física de la manera particular de radicar en un territorio, así también es la expresión anímica que consuma y sitúa nuestra existencia en condiciones particulares que conllevan protección y convivencia. Cada casa representa para sus moradores el cosmos hecho por y para sí mismos. El poeta vivifica la experiencia al decir: “esta es mi casa, aquí sucedo, aquí me engaño inmensamente. Ésta es mi casa detenida en el tiempo” (Benedetti, 1990: 42).
La casa ampara al hombre y sus espacios le confieren reposo; alberga un modo particular de ser, de pensar, comportarse y relacionarse. La casa, como acontece con la cultura, constituye un refugio artificial; es el espacio de la acción y la relación; no siempre cerrada y nunca totalmente abierta, la casa guarda la manera propia de sus habitantes de subjetivarse y de ensimismarse. En su interior se depositan los principales símbolos, aquellos que sirven de referencia en la esfera pública y privada. Por ello, la casa permanece dotada de sentidos profundos establecidos por sus moradores. Su menaje es repertorio de significaciones que relatan cuanto acontece dentro y fuera de ella. Más que un espacio, la casa es tiempo, crónica de lo compartido con seres cercanos; aproximamientos e intimidades subyacen bajo su techo.
La casa habitada constituye un ente vivo, activo y unido a la cotidianeidad. Es un microcosmos que reitera y participa de la proyección de quimeras y recuerdos pues “la casa protege al soñador […] permite soñar en paz” (Bachelard, 2000; 29). En ella, se resguardan las insignias que revelan la personalidad de los sujetos y fundamentan su modo de ser. La casa nunca termina en la materia edificada; es construcción psíquica, concepto que aloja tanto el cuerpo como el espíritu del grupo que la habita.
Cualquier casa expresa la manera particular de apropiarse del entorno y hacerse visible en el mundo social. Ella participa del modo de habituarse y disponerse a la acción diaria, motivo por el cual el arreglo de la casa resulta una cuestión personal. Por muchas semejanzas que pudieran existir entre las casas, imaginemos un conjunto de viviendas en serie; cada hogar, al paso del tiempo, adquiere una fisonomía propia; un orden supeditado a la manera singular de ser y de vivir de sus moradores.
Al considerar la casa un análogo de la cultura, la noción de interculturalidad sugiere considerar las implicaciones éticas y epistémicas que derivan de visitar e inspeccionar la casa ajena; acto que involucra solidaridad y descubre horizontes de humanidad entre visitantes y anfitriones. Visitar o ser alojado en otras casas aproxima al convidado hacia otras perspectivas de realidad dejando entrever los fundamentos del mundo habitado por otros.
En condiciones interculturales, los moradores experimentan la alternancia de roles como anfitriones y visitantes de las culturas que invitan a experimentar otras maneras de percibir, significar, habitar y ser historia. La bidireccionalidad constituye un principio irrefutable de la interculturalidad para inhibir los esquemas, formas y sentidos de vida que pudieran implicar aculturación o transculturación.
Visitar la casa ajena supone enfrentar algo insólito debido a que los acontecimientos y las cosas resultan poco comprensibles. El estado de zozobra que produce la escena motiva cuestionamientos en torno a si sería o no posible y deseable participar en otros modos de vida, tema crucial instalado en el terreno de los decretos existenciales.
Aspirar a otras formas de vida acusa el anhelo por ser otro, un propósito no siempre factible para individuos impedidos de trasgredir sus propias limitantes materiales. Por razones de tal índole y debido a las exigencias de adaptabilidad que prevalecen sobre los entornos sociales, en general las personas se mantienen apegadas a sus tradiciones vigorizando sus razones para ello. Sin embargo, la analogía de la casa sugiere actos progresivos de imitación por efecto de vecindad.
En general, los entornos se dignifican con los elementos importados de otros contextos hasta el umbral donde pueda evitarse una tensión simbólica intolerable. Durante el proceso, los moradores atraviesan momentos de confusión y cavilación, producto de los flamantes entes que resignifican su vida.
La aldea global provee al mundo de eficaces medios de comunicación que brindan en cualquier momento enlaces fugaces y distantes. Parecería entonces como si las diversas casas (culturas) se encontraran interconectadas y los hogares fueran irrumpidos constantemente por seres virtuales que los escudriñan. Por tanto, inmersos en un mercado abierto donde circulan numerosos menajes simbólicos, los aldeanos globales llevan a cabo los intercambios que modificarán su manera de pensar. Es así como el caserío global constituye un paisaje fascinante para algunos e inquietante para la mayoría.
La aldea global no es sociedad homogénea, por el contrario, se muestra discordante y los barrios que la integran resultan tan diversos como contradictorios. En los distritos cosmopolitas, ámbitos donde persiste el contacto de múltiples ideologías, los individuos acceden cotidianamente a diversas casas, hecho que les permite compartir diversos modelos y perspectivas de vida adquiriendo identidades híbridas. En el otro extremo, encontramos los sectores más apartados donde las experiencias interculturales resultan escasas y las perspectivas e identidades se mantienen afianzadas a sus legados.
De innumerables fragmentos culturales procedentes de diversas latitudes y épocas se va configurando la ciudadanía global; a la vez, cada individuo se convierte en una forma particular de condensación histórica y social.
Entre casa y cultura existen significaciones comunes dignas de tomar en cuenta. Por ejemplo, ambas entidades ostentan un tamaño; la casa tiene dimensiones físicas mientras que la cultura adquiere extensiones geográficas acordes con sus manifestaciones. El tamaño de la casa prescribe un grado de hacinamiento que en el caso de la cultura se corresponde con las personas que la practican. Habitando casas y culturas los sujetos se convierten en agentes difusores de los modelos que los contienen.
La casa es también colección de objetos físicos relacionados con una historia peculiar. Impregnados de utilidad y aprecio, los entes domésticos son para los miembros del grupo el bagaje del que es posible echar mano en cualquier momento. Sea extenso o precario, el arsenal familiar sirve para valerse en el mundo. Al respecto, se advierte que "las culturas integran los elementos espirituales y materiales que son necesarios para la subsistencia" (Acha, 2009: 26), motivo por el que resultan susceptibles de ser adoptados o transferidos en el contacto con otros grupos humanos.
Otro aspecto que aproxima la casa a la cultura radica en la organización interna. En ella, los espacios se distribuyen de manera que puedan ser habitables y responder a los fines convenidos; la cultura, por su parte, integra y armoniza las diversas esferas y secciones donde residen los contenidos y los significados que son requeridos en la vida cotidiana.
Tanto la casa como la cultura disponen de varias estructuras o sistemas de soporte. Ello resulta necesario para dar estabilidad a las construcciones físicas y simbólicas. La estructura de la casa reúne los elementos indispensables para soportar las fuerzas que operan sobre sus formas. La estructura de las culturas radica en los componentes que son baluarte de las representaciones y que confieren sentido a las prácticas que consolidan las relaciones humanas y ofrecen respuesta a los conflictos y embates anímicos.
Cada casa posee una fachada, rostro que le identifica desde el exterior; asimismo, toda cultura ostenta las formas que le confieren fisonomía, como conjunto de rasgos que al ser percibidos inducen al observador a una experiencia estética. Algunas casas se mimetizan con su entorno, diríase que resultan discretas. Otras, por el contrario, aspiran a llamar la atención del vecindario, tornándose protagónicas. Tanto las casas como las culturas expresan personalidades y definen maneras de presentar a sus moradores.
Las casas viejas son depositarias de añoranzas y de extensas narrativas; en cambio, las casas recién edificadas se muestran vírgenes y desafían a su tiempo. Algunas casas sufren abandono, exhiben el estado ruinoso de sus componentes y son el vestigio de cuanto alguna vez resultó meritorio. Otras, debido al mantenimiento que reciben, se conservan intactas dando muestra del espíritu que las mantiene de pie, anhelando que nuevas generaciones valoren su esfuerzo.
Las casas, al ser habitadas, experimentan dinámicas singulares. Algunas se convierten en museo debido a lo que atesoran sus moradores en su interior. Otras parecen talleres, al albergar actividades que afianzan fines productivos. Existen casas donde se exaltan las actividades recreativas con espacios propicios para la convivencia lúdica. Algunas moradas se convierten en celdas que aprisionan y provocan continuo sufrimiento a sus residentes. En torno a ello, cabría preguntarnos si existen culturas con tales similitudes y propósitos.
Cada casa confina la dinámica de sus moradores, recibiendo tanta vida como energía puedan desplegar los individuos a su interior. La casa es objeto que participa de los logros y de los fracasos del grupo, vibra con la salud física de sus miembros y declina cuando éstos enferman. Tal vez algunas culturas sirvan como dispensarios para los males que aquejan a sus colectivos.
También las prácticas educativas tienen lugar en la casa. A su interior se suscitan enseñanzas y aprendizajes de diversa índole. La casa resguarda modos de crianza, socializa y faculta a los miembros del grupo en la tarea de promover o inhibir conductas conforme a los valores y los propósitos que circunscriben la vida gregaria. La interculturalidad de los miembros del grupo contribuye a que lo aprendido fuera de casa pueda ingresar al hogar y formar parte de las pautas grupales existentes.
La interculturalidad es una de las perspectivas ineludibles de la ciencia social del siglo XXI. Al amplificarse la interdependencia y el contacto habitual entre sociedades con culturas diversas se suscitan versiones inéditas de humanidad que desafían nuestra compresión de la vida gregaria. Los fenómenos que origina la globalización nos inducen a formular nuevas lecturas y planteamientos orientados a renovar y viabilizar la convivencia entre los miembros de nuestra especie.
Los integrantes de cada colectivo son educados bajo el modelo cultural imperante en su contexto, sin embargo las influencias recibidas de otras sociedades termina impactando los esquemas originales. Al paso del tiempo, la situación modifica los propósitos de agrupamiento, así se confiere prioridad a los sentidos y a las significaciones que en la vida cotidiana resultan más vigorosas. Por este motivo, la interculturalidad abre un horizonte de reflexión trascendente que no puede limitarse al campo etnográfico, ya que está presente, en mayor o menor grado, en las relaciones intergrupales e intragrupales que favorecen el intercambio simbólico y, por tanto, debe ser considerada un asunto crucial en las labores educativas que requiere el mundo global.
Apoyados en nuestra experiencia, podemos señalar que la hermenéutica analógica propuesta por Beuchot constituye un modelo de interpretación sugerente y eficaz para examinar los fenómenos sociales de nuestro tiempo. Su ventaja radica en alentar miradas desprovistas de teorizaciones rígidas o prescriptivas, sirviendo como estrategia de toma de conciencia del acto de interpretar y comprender lo que otros hacen y piensan.
La casa y la cultura encierran significados equivalentes y profundos más allá de los aspectos meramente prácticos. Ambas entidades sustentan la vida anímica de los individuos y acompañan las experiencias socioculturales. Al respecto, el poeta expresa: “a mi casa la azotan los rayos/ y un día se va a partir en dos./ Y yo no sabré dónde guarecerme/ porque todas las puertas dan afuera del mundo” (Benedetti, 1990: 42). Octavio Paz sentencia que “hay que construir sobre este espacio inestable la casa de la mirada, la casa de aire y de agua donde la música duerme, el fuego vela y pinta el poeta” (1989: 329). Ambos poetas, colmados de sinceridad y de extraordinaria prosa, nos recuerdan que habitamos de manera singular los espacios que producimos y que las culturas son un conocimiento adquirido que termina, igualmente, alojado en nosotros.