Aguijón

Recepción: 11 Mayo 2017
Aprobación: 07 Agosto 2017
Resumen: El encuentro entre antropología y arte encierra un debate sobre la universalidad de la experiencia estética. Se discute, por ejemplo, la pertinencia de una categoría particular (lo artístico) para referir lo diverso y desde ahí armar una teoría transcultural del arte. Igualmente, hay un debate sobre cómo abordar la heterogeneidad de las prácticas que la historia del arte captura en un objeto de estudio. Otra agenda polémica es someter a la mirada antropológica los objetos de arte. El artículo reflexiona sobre la aplicación de principios antropológicos en la experiencia creativa y lo hace a partir de la propuesta de Antonin Artaud. Se muestra cómo el creador del “teatro de la crueldad” procedió antropológicamente en su relación con lo otro. Se revisa el encuentro que buscó con cosmogonías no modernas, especialmente en su viaje a México en 1936, y se sugiere que encontró en prácticas rituales ancestrales la posibilidad de un teatro que penetrara y contaminara lo cotidiano, semejante a la confrontación que pone la existencia en shock.
Palabras clave: antropología, cultura tradicional, etnología, folclore, medicina tradicional.
Abstract: The anthropology and arts meeting contains a debate on the universality of aesthetic experience. For example, we discuss the pertinence of a particular category (the artistic) to refer the diverse and from there, to build a transcultural theory of art; there is also a debate on how to address the heterogeneity of practices that Art History captures in one object of study. Another controversial issue is to submit the objects of arts under the anthropological regard. This paper is a reflection about the anthropological principles in the creative experience and it does that from Antonin Artaud’s proposal. We show how the creator of the “Theatre of cruelty” proceeded anthropologically in his relationship with the other. We review the encounter he searched for with non modern cosmologies, especially during his trip to México in 1936, implying that he found, in ancient ritualistic practices, the possibility of a theatre that penetrates and contaminates the daily life, suchlike the confrontation that causes the existence going into shock.
Keywords: anthropology, traditional culture, ethnology, folklore, traditional medicine.
La perspectiva evolucionista decimonónica de la antropología fue duramente criticada por antropólogos norteamericanos como Franz Boas (1964), quien señalaba que no hay culturas superiores e inferiores sino diferentes, así quedó abierta la posibilidad para afirmar que “el arte se encuentra en todas las culturas” (Rosman y Rubel, 2000: 82). Empero, una afirmación de esta naturaleza lo que hace es emplear la noción occidental moderna del arte para introducir en ella expresiones muy diversas, de culturas diferentes, que no necesariamente comparten una valoración estética como leitmotiv de la producción de objetos. Como dice Martínez Luna, la afirmación de esa presencia transcultural del arte se erige sobre la convicción de que resulta “factible incluir dentro de [...] las prácticas ‘artísticas’ no occidentales, manifestaciones culturales cuyos contextos nativos podían ser perfectamente ajenos no sólo a la noción de ‘Arte’” (2012: 174).
Pero el arte, objeto de la historia del arte, sociología y antropología (Malosetti Costa: 2015) es una noción susceptible de ser vista antropológicamente. Quizá quien lo haya hecho de forma más sistemática, profunda y avezada fue el antropólogo británico Alfred Gell (Wilde: 2016; Martínez Luna: 2012; Malosetti Costa: 2015), quien en su obra póstuma Art and agency (2016) reposiciona el estudio del arte, ubicándolo sobre la dimensión relacional de la vida social. Como bien reseña Martínez Luna, para Gell “el objeto artístico no posee una naturaleza intrínseca fuera del contexto relacional que le da lugar” (2012: 177). Esto quiere decir que la teoría de Gell antropologiza el arte, o dicho de otra manera: somete a una mirada antropológica aquellos artefactos que la cultura a la que él mismo pertenece identifica como objetos de arte. Dice Gell:
[...] más que en la comunicación simbólica, centro todo el énfasis en la agencia, la intención, la causalidad, el resultado y la transformación. Considero que el arte es un sistema de acción destinado a cambiar el mundo más que a codificar proposiciones simbólicas sobre él (2016: 36).
Hay dos principios que necesitan aceptarse para proceder del modo en que lo hace Gell: retornar el aspecto creativo o de producción humana de objetos para no aprisionar la noción de arte y objetos artísticos en el campo de lo cultural (entendido como expresión refinada y de valoración estética); y centrar la mirada en el ser humano, en sus relaciones, su capacidad de hacer cosas que produzcan efectos particulares en términos relacionales, como el objeto a comprender. Antecedentes del trabajo de Gell son los textos de Hans Belting (2007) y Michaell Baxandall (1972), quienes decidieron adoptar un ángulo de visión antropológico y devolver la dimensión social al arte para desmontar las interpretaciones estéticas, simbólicas, sociológicas y semióticas que caracterizan este tipo de estudios.
Antropologizar el arte abre, al menos, dos rutas: la primera, someter a la mirada antropológica los objetos artísticos, y la segunda, ocupar esa misma mirada antropológica para la creatividad. Las acciones emprendidas por autores como Gell, Belting o Baxandall se mueven en la primera de las rutas en el ámbito teórico, como propuestas para relativizar, repensar, replantear y reubicar el arte como actividad humana universal. En tanto, la ruta, que es la que interesa a este artículo, ha sido recorrida por personajes con actitudes críticas que derivaron en propuestas interesantes, como el ‘teatro de la crueldad’ de Antonin Artaud.
Lo que se despliega en el cuerpo de este texto es una revisión a los principios antropológicos que habría puesto en práctica Artaud (aun de manera no explícita), para apoyar su idea de pensar y crear un teatro distinto al que se había naturalizado en su tiempo, y que —como dice Derrida en su propio análisis de la propuesta de Artaud— se presentara como alternativa “al teatro occidental [que habría sido] separado de la fuerza de su esencia, [y] alejado de su esencia afirmativa” (1989: 319). Especialmente, se hace una referencia a la visita que Artaud realizó a México en el año 1936 y en la que entró en contacto con el pueblo rarámuri, tomando parte en rituales vinculados al peyote, lo cual consideramos como parte de su búsqueda por devolver el sentido antropológico al arte, particularmente al teatro. Se echa mano en el presente texto de testimoniales sobre la obra de Artaud y su paso por México, así como los referentes de quienes han documentado esta experiencia y estudiado su obra. Adicionalmente, se recurre a algunos de sus textos para identificar en todo este conglomerado de fuentes los varios principios de la episteme antropológica que fueron aplicados por Artaud.
Artaud, la diferencia y el arte total
Antoine Marie Joseph Artaud fue su nombre completo. Se desenvolvió en los ámbitos de la poesía, la narrativa, la teoría literaria y el teatro, tanto en calidad de actor como de director. Se le ubica como uno de los más notables exponentes del surrealismo. Pero, sobre todo, se le recuerda por su vida siempre al borde de los límites, empujado por los delirios que padeció desde que era joven, teniendo que ser internado en clínicas psiquiátricas en varias ocasiones.
La obra de Artaud ha sido materia de interés para distintos filósofos contemporáneos, como Derrida (1989), Deleuze (1969, 1972), Guattari (1980) y Blanchot (1969), entre otros. A ellos les ha parecido notable la visión del hombre y del mundo que Artaud tenía, específicamente de la sociedad europea de inicios del siglo XX, a la que él calificó como decadente y para la que siempre tuvo un rechazo por su metafísica y ontología tradicionales. De hecho, no es gratuito que se le haya pensado de manera paralela a Nietzsche (Dumouilé, 1996) por su mirada profundamente crítica.
Pero hay un ángulo muy interesante de Artaud que no ha sido abordado con suficiencia: a su pensamiento intenso y radical sobre la sociedad europea le acompañó una búsqueda por cambiar el estatuto epistemológico de su mirada, apelando a la noción de “diferencia respecto de otras cosmogonías”, para desde ahí lanzar su propuesta de un teatro sagrado y ritual.
De lo anterior existe una pista. Tras la muerte de Artaud en 1948, Serge Berna descubre y publica una serie de documentos escritos por el dramaturgo: “La mayor parte constaba de notas sobre cosmogonías primitivas —mexicanas entre otras— […] Estos borradores están fechados a lo largo de 1935 […] Dentro de este legajo sobresalen tres textos: “La culture toltèque”, “Une civilisatiton” y “Le Mexique et la civilisation” (Schneider, 1984:15). En estos manuscritos se atisba lo que Artaud convirtió en un modo de proceder: buscar en la magia primitiva, los rituales y el pensamiento salvaje en general las pistas para repensar el arte desde otras perspectivas. Así, puede sugerirse que buena parte de la labor creativa de Artaud se basó en un acercamiento a la otredad, que es un principio fundante del quehacer antropológico, encarnando así su intento por “recuperar la lucidez de la que se ha distanciado el hombre occidental” (Fernández Gonzalo, 2012: 3). Esta sería la verdadera razón por la que Artaud vino a México, huyendo del etnocentrismo por la vía del rescate de la dignidad del pensamiento salvaje y del ritual.
Varios antropólogos, historiadores y literatos han abordado la visita que Artaud realizó a nuestro país a finales de la década de los años treinta del siglo pasado. Están, por ejemplo, los escritos de Luis Mario Schneider (1984), Fabienne Bradu (2008), Sergio González Rodríguez (2008), Ricardo Pérez Montfort (2016) y Julio Glokner (2016), entre varios más. La característica general de estos escritos es que dan cuenta de las conferencias que dictó Artaud en nuestro país, los textos que publicó en el diario El Nacional y su incursión en la Sierra Tarahumara. Sin embargo, no en todos ellos se advierte una reflexión acerca de la perplejidad epistémica (Arellano Hernández, 2015) que buscaba Artaud y que es posible a través del encuentro entre distintos tipos de seres humanos, principio ineludiblemente característico de la práctica antropológica.
En la búsqueda de esa “perplejidad epistémica” se inserta una premisa: la crítica que Artaud hace a la sociedad occidental, deviene en un extrañamiento, un distanciamiento, que lo pone en condición de emprender una búsqueda de otras racionalidades, otras maneras de construir y experimentar el mundo. Básicamente, inició una búsqueda en la magia primitiva y el ritual, a los que ve como base de otra racionalidad. Aquí aflora otro principio antropológico “la diferencia”, ésta se representa:
[...] al antropólogo como una propiedad de la otra cultura, y más exactamente aquella precisa propiedad que la hace “otra” […] Sin embargo, no es una realidad ni un dato, ni siquiera una cualidad realmente existente en la otra cultura, sino más bien una categoría producto de una relación, de una comparación (Sánchez-Parga, 2010: 19).
Para Artaud, el arte ritual arcaico tiene la característica de no estar aprisionado en el campo de la cultura, sino que penetra y contamina lo cotidiano, así que termina por pensar que es posible un teatro:
[...] sobre todo ritual y mágico, ligado a fuerzas, basado en una religión, creencias efectivas, cuya eficacia, que se traduce en gestos, está ligada directamente a los ritos del teatro que son el propio ejercicio y la expresión de una necesidad mágica espiritual (2001: 190).
Aquí subyace otro principio antropológico que inspira la propuesta de Artaud: hay en su pensamiento una resistencia a mirar a la ciencia y arte occidentales modernos como la última etapa del desenvolvimiento espiritual humano.
Schneider coincide con otros ensayistas que han retomado la vida y obra de Artaud y considera que la materia que éste buscaba era “una realidad en otra realidad más profunda, pura y primitiva” (1984: 10). Por eso es que puede sugerirse que su viaje a México tenía que ver con que “estaba intentando definir una forma singular de experiencia intelectual, que se enraíza en el cuerpo, irradiándose y repercutiendo por múltiples planos: afectivos, sensoriales, racionales, intuitivos, entre otros” (Sydow, 2012: 37). En ese mismo sentido, Georges Charbonnier, afirma que:
El viaje de Artaud a México era una convulsión, un espasmo deliberadamente provocado, cuyo extremo debía permitirle llegar, como cercenado, a una realidad —la de los tarahumaras— de la cual jamás se había separado, una realidad que siempre admitió la posibilidad de integrar en forma natural, la realidad de un ser humano tal como Artaud. Éste no rechazaba la noción de cultura. Repudiaba la cultura occidental porque era conceptual. Todo sucedía como si los tarahumaras hubieran conservado —como si fuesen los únicos que hubieran conservado— una cultura encarnada, una cultura en carne, en sensibilidad y no en concepto (Charbornier en Luis Mario Scheider, 1984: 10).
En una carta fechada el 15 de julio de 1935, y dirigida por el propio Artaud a Jean Paulhan, en la que pedía su apoyo para viajar a México, dice:
Me equivoco mucho, quizás, pero la civilización de antes de Cortés es de base metafísica, que se expresa en la religión y en los actos mediante una especie de totemismo activo por todas partes diseminado, y que crea símbolos que permiten todo tipo de aplicación (Schneider, 1984: 17).
Como se aprecia, Artaud está en la búsqueda de instaurar un teatro cuya mística pasa por arremeter contra el orden de la razón y por situar al espectador, de manera directa, en el terreno de los sueños, de la magia, de la adivinación (Fernández Gonzalo, 2012). Pero la noción de metafísica que propone tiene una acepción muy especial dado que habla de “actividad metafísica”, por un lado, la separa de la connotación meramente utilitaria asociada a la magia, y por el otro:
La expresión “actividad metafísica” es colocada para burlar nuestra identificación inmediata entre metafísica y abstracción. Artaud está intentando definir una forma singular de experiencia intelectual […] Una intelección intensa, capaz de cavar nuevas profundidades de percepción, devolviéndonos lo cotidiano modificado […] La actividad metafísica artaudiana traduce, por tanto, una idea de acción que no se confunde con la manipulación mágica pura y simple de efectos escénicos, capaz de despertar impresiones más o menos fuertes. Su objetivo es provocar desprendimientos y fisuras en aquello que ya está estratificado y sedimentado, conduciéndonos a una región de incertidumbres que nos desafían (Sydow Quilici, 2012: 37-38).
En suma, Artaud se dejó fascinar por la omnipresencia de los rituales en muchas culturas primitivas y orientales, inspirándose en éstas para afirmar el poder de contagio que el teatro puede o debe tener (Sydow Quilici, 2012: 42). Pero para algunos, como Schneider (1984), Artaud mitificaba las civilizaciones prehispánicas de Mesoamérica. En sus escritos (muchos de ellos manuscritos inéditos hasta su muerte) se refiere a los mayas, a los toltecas, a Moctezuma sin diferenciar entre los periodos históricos, las distintas civilizaciones y los procesos de transformación tras la conquista y la época colonial. Artaud sostiene:
No me parece malo que alguien vaya a investigar lo que queda en México de un naturalismo en plena magia, de una especie de especialidad natural esparcida aquí y allí en la estatuaria de los templos, en su forma, en sus jeroglíficos y sobre todo en los subterráneos y en las avenidas todavía ondulantes del aire (Schenider, 1984: 18).
Cuando Artaud hace la apuesta para “que alguien vaya a investigar”, se coloca dentro del principio epistemológico del proceder etnográfico, del trabajo de campo característico de la antropología: “ir a”. Como Malinowski, que siguió a la playa a los pescadores de las islas Trobiand, el antropólogo prescinde de los intermediarios y acude al lugar, pero —dice Sánchez- Parga— “no se convive inmunemente con una cultura”; y es que en el trabajo de campo:
Tiene lugar un proceso intelectual mucho más complejo, decisivo y productivo para el antropólogo: se trata de toda la acción y eficacia que la otra sociedad y cultura ejercen sobre su manera de mirar y de pensar, de entender e interpretar dicha cultura: es el terreno el que trabaja al antropólogo, lo va contagiando con nuevas perspectivas y nuevos significados (2010:67-68).
Tal como lo han recogido quienes documentaron la visita de Artaud a territorio mexicano, él explícitamente llegó a decir:
He venido a México para entrar en contacto con la tierra roja. Es el alma separada y original de México lo que me interesa sobre todo. Pero antes de enfrentarme con esta alma, y para estar seguro de tocar el fondo de ella, quiero estudiar la vida real de México en todos sus aspectos. He llegado aquí con espíritu virgen, lo que no quiere decir que sin ideas preconcebidas: pero las ideas preconcebidas pertenecen al dominio de la imaginación; así pues, me las reservo (Artaud en Roger Bartra, 2003: 101).
Parece ser que Artaud buscaba el alma de México para curar, de cierta forma, su propia alma enferma. Pero —dice el antropólogo Roger Bartra (2003)—en realidad huía de lo que Artaud entendía como “la superstición del progreso”. Aparece, entonces, otro principio epistemológico propio del proceder antropológico: acercarse a lo distinto para entenderse uno mismo.
He venido a México aprender algo y quiero llevar enseñanzas a Europa. Este es el motivo de que mis investigaciones no puedan referirse sino a la parte del alma mexicana que ha permanecido limpia de toda la influencia del espíritu europeo. No es la cultura de Europa la que he venido a buscar aquí sino la cultura y la civilización mexicanas originales. Me declaro discípulo de esta originalidad y quiero extraer enseñanzas de ella (Artaud, 1984:180-181).
En su intención de demoler la cultura racionalista de Europa (que considera ha fracasado) y reconstruir partiendo de “las raíces de una cultura mágica que aún es posible desentrañar”, Artaud reivindica la magia como una idea provocativa capaz de permitirle —a través del teatro— “cercar a los espectadores, ejerciendo una especie de ‘violencia’ sobre sensibilidades e intelectos adormecidos” (Sydow Quilici, 2012: 38).
Armando Pereira afirma que Artaud vino a México buscando un cambio de vida y una nueva percepción del mundo que no le daba su vida en Francia:
Y eso es justamente, cambiar su modo ordinario de conciencia, lo que ha venido a buscar Artaud a México. Viene de la ruptura sentimental con Genica Athanasiou que lo ha dejado devastado interiormente. Viene también de otra ruptura que, aunque ocurre en un plano distinto no es menos significativa: su ruptura con el surrealismo, un movimiento poético al que perteneció y alimentó con su obra durante largos años y que terminó decepcionándolo al encontrarlo fatuo, impostado, ostentoso, estéril, calificativos que le valieron la excomunión de André Bretón bajo la acusación de traición (2011: 9-10).
Resulta pertinente señalar que la ruptura será el signo de la propuesta del teatro de la crueldad de Artaud, cuyo objetivo (primero personal, pero luego contagiable) es trascender los hábitos de pensamiento de la propia cultura.
El mismo Pereira afirma también que la fuga de Artaud a México se convierte en búsqueda de otros derroteros que le den un nuevo significado a su vida, una vida llena de soledad y dolor que amortiguaba con el uso de algunas drogas, y en especial mediante el láudano.1 ¿Por qué rescatar la dignidad del pensamiento salvaje y del ritual como medio para redimirse espiritualmente como ser humano? Es, de algún modo, una respuesta de Artaud a la visión etnocéntrica y evolucionista del pensamiento europeo, que a principios del siglo XX veía en la magia de los pueblos primitivos una etapa menos desarrollada de la vida espiritual del hombre. El propio James Frazer (1981) llegó a asegurar que el pensamiento mágico sería sucedido por los estados teológico filosófico y científico del conocimiento humano como ruta evolutiva inevitable.
El viaje que Artaud realizó a México se nos aparece, entonces, con un fin primordial: la búsqueda de la otredad, de la diferencia, que no encontraba en Francia. De manera colateral, el movimiento relacional con otra cultura da la oportunidad de que se revise el concepto de “pensamiento salvaje” o “primitivo” dentro de la ciencia y el arte de inicios del siglo XX. Así, por ejemplo, cuando Artaud llegó a México tuvo la oportunidad de escribir sobre la perplejidad que le ocasionó la pintura de una artista mexicana de nombre María Izquierdo. En ella, de algún modo encuentra —dice— un lugar distinto que se puede dar a la inspiración india en el arte.
Artaud en México
Durante el tiempo que Antonin Artaud permaneció en México realizó varias actividades, algunas de ellas tienen que ver con los contactos previos que entabló para poder realizar el viaje y financiarlo. Primero, dictó varias conferencias en la ciudad de México sobre distintos temas: “El surrealismo y la revolución”,2 “El teatro y los dioses” y “El hombre contra el destino”.3 En segundo lugar, Artaud escribió varios textos para el diario El Nacional, incluido uno sobre la pintura mexicana, que desde su óptica era demasiado europea, aunque hizo una excepción con el trabajo plástico de María Izquierdo, de quien reconoció su talento y su identificación con el pueblo indio de México. Artaud dice de la obra pictórica de María Izquierdo:
Yo he venido a México buscando el arte indígena, no una imitación del arte europeo. Pues bien, las imitaciones del arte europeo, en todas su formas, abundan; pero el arte propiamente mexicano no se le encuentra. Únicamente en la pintura de María Izquierdo se desprende una inspiración verdaderamente india. Es decir que, en medio de las manifestaciones híbridas de en pintura actual de México, la pintura sincera, espontanea, primitiva, inquietante, de María Izquierdo, ha sido para mí una manera de revelación (Artaud, 1984: 202).
La pintura de María Izquierdo fue influenciada por el trabajo del pintor oaxaqueño Rufino Tamayo4. A partir de los colores que ella utilizaba, Artaud quedá embelezado: “mi emoción ha sido muy grande al encontrar, en los gouaches de María Izquierdo, personajes indígenas desnudos temblar entre ruinas. Ejecutan allí una especie de danza de los espectros, los espectros de la vida que desapareció” (Artaud, 1984: 203).
Pero escribir sobre la obra de María Izquierdo es en realidad sólo un guiño de Artaud hacia una expresión artística que, le parece, ejemplifica el modo en que la pintura puede ser otra cuando vuelve la mirada hacia el indio. En realidad, hay varios textos elaborados por Artaud durante y después de su visita a México, en los que vuelca todo aquello que ha encontrado, lo que ha entendido y vivido aquí. Están, por ejemplo, “Lo que vine a hacer a México”, “La cultura eterna de México”, “Primer contacto con la revolución Mexicana”, “Las fuerzas ocultas de México” y “El teatro y los dioses”, entre otros.5 El elemento común entre ellos es la experiencia vivencial, onírica y esotérica que consiguió al acercarse a lo que él consideró “la antigua cultura solar”.
En congruencia con lo expuesto en páginas anteriores, al respecto de la puesta en práctica de principios antropológicos por parte de Artaud, ahora vale la pena explorar qué es lo que éste logró entender tras “venir a investigar”, a “entrar en contacto con la tierra roja”, e intentar la traducción del universo cultural mexicano. Enrique Flores interpreta muy pertinentemente esto y afirma: “Artaud viene a México a reclamar la fuerza de ese antiguo secreto de raza y sangre, depositado en las fuerzas del suelo indio que surgen con el sacrificio” (2005: 35).
La intuición de una cultura abisal, de una geografía interior, obedece a la convicción que él ya tenía antes de venir a México: la inmaterialidad de la vida que hierve en la cultura profunda (Artaud, 1984). Cuando decide venir a territorio mexicano ya había roto con el surrealismo francés por considerar que éste había abandonado su posición revolucionaria, y explica: “todo lo que tenía forma de reivindicación clara ha sido descartado por el surrealismo o no ha podido afiliarse a él” (1984: 103). Por ello, hace una: nueva apuesta para encontrar una:
[…] verdadera cultura [que] ayuda a sondear la vida, y la juventud que quiere restablecer una idea universal de la cultura, piensa que hay lugares predestinados para hacer estallar fuentes de vida y dirige su mirada hacia el Tíber y hacia México […] Toda verdadera cultura se apoya en la raza y en la sangre. La sangre india de México conserva un antiguo secreto de raza y antes que la raza se pierda creo que hay que exigirle la fuerza de su antiguo secreto (1984: 111).
La anterior es una especie de declaración abierta sobre lo que vino a buscar a nuestro país.
Tras su visita a México, a Artaud no le queda duda de que “de todos los esoterismos que existen, el esoterismo mexicano es el único que se apoya aún sobre la sangre y la magnificencia de una tierra cuya magia sólo los imitadores fanatizados de Europa pueden ignorar” (1984: 122). Así que se encuentra en condición de proponer una nueva noción de cultura:
[…] la cultura es un movimiento del espíritu que va del vacío hacia las formas y de las formas vuelve al vacío, en el vacío como en la muerte. Ser cultivado es quemar las formas, quemar las formas para ganar la vida. Es aprender a mantenerse erguido en el movimiento incesante de formas que se destruyen sucesivamente (1984)
Para Artaud, su aproximación a México le permite decir que en esta nación hay una “cultura eterna” que “fue hecha siempre para los vivos”. Para apoyar esta afirmación, despliega en su texto “Carta abierta a los gobernadores de los Estados” (publicado en el diario El Nacional el 19 de mayo de 1936), sus nociones de la cultura maya y tolteca, afirmando que en ellas
[…] se pueden encontrar los medios del buen vivir; de expulsar de los órganos el sueño, de conservar los nervios en un estado de exaltación perpetua, es decir, completamente abiertos a la luz directa, al agua, a la tierra y al viento (1984: 134).
El modo en que las fuerzas “que duermen en la tierra de México” —dice Artaud— se manifiestan en los ritos indios. Y entonces se propone estudiar tales manifestaciones quizá de forma más abierta “no quiero estudiarlas como arqueólogo, ni como artista; las estudiaré como sabio, en el sentido propio de la palabra y procuraré dejarme penetrar, en consciencia, por sus virtudes curativas del alma” (1984: 134). Aquí tenemos la más clara expresión de su proceder, aplicando los principios que animan la epistemología antropológica de los que se ha hablado a lo largo de todo este artículo: Artaud vino a México para encontrarse con la tierra roja, para estudiar los ritos y entender su relación con la vida de los pueblos indios, y además decidió hacerlo participando en alguno de ellos.
El único rito en el que Artaud pudo tomar parte durante su estancia en territorio mexicano fue en el del peyote, celebrado por los tarahumaras, en la Sierra Madre Occidental que forma parte del estado de Chihuahua, y de ello da cuenta en varios textos: “La danza del peyote”, “La raza de los hombres perdidos”, “El rito del peyote entre los tarahumaras”, “Una nota sobre el peyote” y “Tutuguri, el rito del sol negro”. En ellos se mueve entre el relato etnográfico, el testimonio vivencial y la traducción del universo cultural del pueblo tarahumara.
Vale la pena hacer un paréntesis y recordar que para algunos autores que han escrito sobre Artaud, éste deseaba experimentar con drogas y por ello es que buscó la manera de tomar parte en el ritual del peyote. Sergio González Rodríguez, en su libro titulado De sangre y sol (2008), dice:
Con el fin de costear su estancia, ofreció conferencias y publicó artículos en diversos periódicos de la capital mexicana, mientras se entregaba al consumo de opio y heroína, ya fuera mediante recetas médicas que obtenía de sus conocidos, o bien rogaba limosna entre escritores y periodistas para adquirir estupefacientes en los bajos fondos, como la Colonia Buenos Aires, cerca de Río la Piedad al sur de la urbe (106).
Lo que se sabe, porque ha quedado testimonio escrito de ello, es que Artaud se relacionó en México con algunos escritores, como el poeta y médico Elías Nandino, al que conoció a través del traductor mexicano José Ferrel. En algunos relatos del propio Nandino, puede leerse:
Ferrel llegó a mi consultorio con un señor que parecía diácono, todo vestido de negro, con ojos claros, claros y con la mirada fija: iba inquieto. Ferrel me explicó que su amigo no había podido conseguir droga y que por eso estaba así. Nandino preguntó qué tipo de droga tomaba, supo que láudano, un derivado del opio. Propuso darle un elixir de láudano que se usaba como analgésico en aquella época. Antes que el médico pudiera verter algunas gotas en un vaso de agua, Artaud tomó el frasco, tragó de una golpe su contenido y arrojó el frasco al suelo […] Ni Nandino hablaba francés ni Artaud español, pero supieron entenderse. El médico llegó a ofrecerle un tratamiento con el fin de dominar su narcosis, pero el escritor francés repuso: no quiero tratamiento: no necesito curación. Estoy acostumbrado a esta droga. Vine a México a buscar otra. Es la única que me puede salvar de la muerte (González Rodríguez, 2008: 106-107).
Para cerrar este paréntesis vale la pena reconocer, por un lado, que en efecto Artaud tenía una práctica habitual de consumo de drogas; y por el otro, que su incursión al territorio tarahumara y su experiencia con el peyote fueron de otra naturaleza, porque su consumo de éste fue absolutamente ritual y enmarcado por su búsqueda de una cultura otra a la que pensaba como cultura eterna y en la que veía la posibilidad de hacer algo que los indígenas mexicanos hacían todo el tiempo: “ir y venir de la muerte6 a la vida” (Flores, 2005: 36). En su propuesta creativa, esto se traduce en quemar las formas, en escribir desde el vacío, negando la escritura y extrañándose de un pensamiento que esté apartado de la vida. Como bien lo interpreta Blanchot, para Artaud
Lo primero no es la plenitud del ser, sino la grieta y la brecha, la erosión y el desgarramiento, la intermitencia y la privación roedora: el ser no es el ser sino la carencia de ser, carencia viva que hace a la vida desfalleciente, huidiza e inexpresable, salvo con el grito de una feroz abstinencia (1959: 47).
De tal forma, el propósito específico que Artaud tenía al venir a México fue el de hacer un viaje al estado de Chihuahua, concretamente a la Sierra Tarahumara, para contactar con los rarámuri (pies ligeros) conocidos también con el nombre de tarahumaras. El viaje se concretó hacia la segunda mitad de 1936. Ricardo Pérez Montfort comenta que:
El francés llegó primero a la ciudad de Chihuahua y de ahí subió a caballo a la comunidad de Norogáchi, pasando por Bocoyna, Sisoguichic y Cusararé. Tras ese interminable suplicio que no sólo consintió en subir la sierra, sino también aguantar su abstinencia, Artaud logró sortear a las autoridades locales y presenció un par de ceremonias tarahumaras. Consiguiendo que los chamanes indígenas le dieran la oportunidad de participar en ellas bajo la influencia del peyote (2016: 321).
No existe mucha información sobre quiénes fueron los intermediarios en Chihuahua que ayudaron a Artaud a contactar con raspadores de peyote. Sólo puede afirmarse que el español del escritor era bastante incipiente y su conocimiento de la lengua rarámuri, nulo. No obstante, el viaje a la Sierra Tarahumara y su experiencia con el peyote fueron para él impactantes, esto le dejaría una impronta profunda, que se reflejaría en su visión de la vida y especialmente en su obra creativa. Pérez Montfort subraya que:
Para Artaud el peyote fue una especie de plantaprincipio que tenía la virtud alquímica de transformar la realidad para poder acceder, a través del conocimiento de los ritos arcaicos, pre-occidentales, a una energía cósmica capaz de revelar una salvación para el ser humano (2016: 322).
Otro historiador que da cuenta del paso de Artaud por la Sierra Tarahumara es Antonio Noyola, quien en su libro En busca del Jícuri. El peyote en la Tarahumara narra:
Artaud visitó México a finales de 1936. Quería conocer pueblos que preservaran ceremonias paganas borradas u olvidadas por la civilización occidental, las cuales presagiaban, de algún modo, el teatro de la crueldad. Permaneció un mes en la región y trasuntó su experiencia en varios textos poéticos y visionarios; el más conocido, “La montaña de los signos”, encontró sugerentes afinidades entre la naturaleza y los tarahumaras, y otros dos textos, narró su participación en una ceremonia del peyote (2008: 38).
El antropólogo Julio Glokner, en su libro La mirada interior: plantas sagradas del mundo amerindio, describe la llegada de Artaud a la Sierra Tarahumara y su interés en participar en las ceremonias del peyote: “un domingo de septiembre —dice Artaud— un anciano jefe indio vino a abrirme la conciencia con una cuchillada entre el corazón y el brazo […] dos días después Antonin Artaud comía jícuri con los sacerdotes del tutuguri” (2016: 250).
Aunque no lo deja claro, cuando Artaud se refiere a un jefe indio, habla del sipáame (especialista en las ceremonias del peyote entre los rarámuri), es decir a un “raspador” de jícuri. Dicho personaje utiliza un instrumento musical constituido por un palo largo que tiene varias muescas, que al ser raspado7 con otro palo más corto produce un sonido chirriante repetitivo y armónico que se toca durante la raspa del peyote a lo largo de toda la noche.
En su narración en primera persona sobre la experiencia de tomar parte en el ritual del Peyote, Artaud detalla:
Tomé peyote en México en la montaña y dispuse de un paquete que me hizo permanecer dos o tres días entre los Tarahumaras; pensé entonces, en aquel momento, que estaba viviendo los tres días más felices de mi existencia. Había cesado de aburrirme, de buscar una razón a mi vida y de tener que cargar mi cuerpo. Comprendía que estaba inventando la vida, que ésa era mi función y mi razón de ser y que me aburría cuando había perdido la imaginación y el peyote me la daba. Un ser se adelantó y de un golpe hizo salir el peyote de mí (1984: 338).
La ingesta de peyote le permitió alejarse del aburrimiento y del vacío existencial que le abrumaba estando en Europa, esta etapa puede relacionarse con el renacimiento de su imaginación. Artaud confiesa:
Los sacerdotes del peyote me han hecho asistir al Mito mismo del Misterio, zambullirme en los arcanos místicos originales, entrar a través de ellos en el Misterio de los Misterios, ver la figura de las operaciones extremas por las que EL HOMBRE PADRE, NI MUJER NI HOMBRE, lo creó todo. En verdad, no me di cuenta de todo esto de una vez y necesité cierto tiempo para comprenderlo (1984: 306).
Fueron varios los poemas que compuso Artaud después de su experiencia en la Sierra Tarahumara. La creatividad de este personaje se prolongó hasta los últimos días de su vida. Se sabe que incluso estando recluido en el Hospital Psiquiátrico de Rodez (en Aveyron, al sur de París), todavía escribió varios textos sobre su experiencia en México. En el caso específico de su propuesta teatral, Artaud encuentra en este espacio relacional no occidental el fundamento para creer que el teatro puede escapar del texto y que es posible “poner al cuerpo en escena”, permitiendo que el público juegue un papel más allá de escuchar, afirmar o negar y donde siempre se le mantiene a distancia (Juanes, 2005: 191).
Como coinciden algunos estudiosos, la propuesta teatral de Artaud (Juanes, 2005; Sydow Quilici, 2012; Fernández Gonzalo, 2012), se centra en lo físico, en el gesto absoluto. Se entendería como un ritual catártico, vivido, sentido, padecido hasta el grado de colocar en suspenso a la razón, que es vista como represora del cuerpo y de la mente. Si tras experimentar con el peyote y el ritual tarahumara en torno suyo Artaud tuvo claridad en algo, fue en que era necesario hacer que la puesta en escena diera cauce a la irrupción de “fuerzas extremas desconocidas y, finalmente, emancipadoras” (Juanes, 2005: 192). Sería imperativo —propone Artaud— que siguiendo el ejemplo de los rituales el teatro abdicara del texto y de la palabra como referencias centrales:
[…] armando un complejo tejido de signos, expresiones de una multiplicidad de códigos, orales, gestuales, plásticos, etc. Y esa malla que se desborda en el espacio, esa ‘floresta de símbolos’ deberá cercar a los espectadores, ejerciendo una especie de violencia sobre sensibilidades e intelectos adormecidos (Sydow Quilici, 2012: 38-39).
Artaud siempre tuvo en mente hacer teatro, pero como vía para contrarrestar el triunfo del espíritu sobre el cuerpo:
[…] Artaud no hablaba más que de volver a hacer teatro, dado que ‘nos mantiene en estado de guerra contra el hombre que nos oprimía’, o sea, en tanto lugar ‘donde se rehacen los cuerpos’ y se deshecha lo que constituye el carcelero mayor de la carne inocente: el alma prístina (Juanes, 2005: 205-206)
En suma, lo que Artaud hace con su propuesta del teatro de la crueldad (el cual encuentra retroalimentación en sus indagaciones en torno al ritual del pensamiento primitivo) es emplazar las artes escénicas para encarnar al cuerpo sin sujeto, que —dice— ha sido aniquilado por la lógica representativa que hasta entonces tenían las puestas en escena, esto como única vía para la existencia caída de la eternidad, y así “nuestro doble mortal” pueda hacer acto de presencia.
Reflexiones finales
Los principios antropológicos que se pueden identificar en Artaud son: primero, el distanciamiento y extrañamiento de la propia cultura, renunciando al etnocentrismo y mostrando una resistencia a mirar a la ciencia y el arte occidentales modernos como la última etapa del desenvolvimiento del espíritu humano. Segundo, apelar a la noción de diferencia respecto de otras cosmogonías, específicamente en la magia primitiva, los rituales y el pensamiento salvaje. Tercero, establecer las pistas para repensar la vida del ser humano (incluyendo al arte). Cuarto, buscar el encuentro con otros tipos de seres humanos para entenderse y hacerlo mediante la fórmula de “ir a”, dejando que esa experiencia trabaje sobre él mismo.
Aunque Julio Glockner apunte a que Artaud no fue en busca de un ritual tarahumara para dejar un registro etnográfico, de algún modo sí lo hizo en varios de los textos ya antes referidos; y aun cuando se diga que tampoco vino a México para sentirse iniciado en un culto al que realmente no podía pertenecer, lo cierto es que reconoce los principios epistémicos distintos de la racionalidad indígena e intuye que ellos pueden ayudarle a conocerse mejor. Artaud se acercó al ritual rarámuri —dice Glockner— “porque también se sentía dolorosa, tormentosamente enfermo” (2016: 259- 260), pero su enfermedad era de tipo espiritual, intelectual, era una ausencia, un vacío que lo avasallaba y que no fue sino a través del encuentro con la otredad como descubrió indicios de Luna racionalidad diferente, de otra ciencia que le permitió repensar el arte (su campo de actividad) desde otra perspectiva.
Quizá esa ansia por curarse es lo que lo obligó a ir en busca de sí mismo a través de la participación de la ingesta ceremonial del peyote. Se puede ver en los escritos de Artaud la pasión que renació en el después de su viaje por México, pero el poeta no estaba curado totalmente. Tras su retorno a Francia, sus delirios mentales volvieron y con ellos regresó a los hospitales psiquiátricos. Artaud murió solo e infeliz el 4 de marzo de 1948 en un aislamiento espantoso que acaso el peyote ayudó a disminuir, pero que nunca desapareció del todo.
Es importante decir que con la visita de Artaud dio inicio la diáspora de extranjeros ilustres que llegarían a México durante buena parte del siglo XX, empezando por los exiliados de la Guerra Civil Española, entre ellos León Felipe. Más tarde llegarían las pintoras Remedios Varo, Leonora Carrington, el político ruso León Trotsky, el escritor francés André Breton, el poeta Edward James, el psicoanalista Erich Fromm, entre otros. Y aunque fueron pocos los intelectuales mexicanos que durante esa época se interesaron por las culturas de los pueblos indígenas del país, trabajos como el de Artaud abrieron camino para andar. Por eso es que su obra ha sido revisada infinidad de veces, décadas después de que ocurriera su efímera visita. Se le puede considerar como uno de los pioneros de la revalorización de los pueblos indígenas de México, sobre todo por la importancia que le da a sus rituales y su cosmovisión, algo que Artaud, como artista y poeta, supo entender y, “aun sin decirlo explícitamente” procediendo como verdadero antropólogo.
La visita de Artaud es también importante porque dejó su impronta en la vida cultural de México, y sobre todo sus conferencias sobre el surrealismo y el teatro. Pensamos que sus opiniones sobre la mitología mesoamericana son interesantes para documentar las ideas de los extranjeros sobre el México prehispánico.
México y su cultura fueron cruciales en el pensamiento y la obra de Antonin Artaud, ya que su visita a los tarahumaras y la incursión en el uso del peyote potencializó su experiencia poética y creativa. Se puede afirmar que existe un Artaud antes de su visita a México y otro después de su paso por el país. El Artaud que renace en México es un personaje transformado por su experiencia en la raspa del peyote. Intuimos que quedó impactado por la gente, por sus montañas, por la profunda vida espiritual de los tarahumaras. Vida espiritual concretada en la ceremonia de peyote practicada por dicho pueblo, y que a él le confirma la posibilidad de rehacerse a través de ella (ir y venir de la muerte a la vida).
Célebres son las palabras con que Artaud proclama su “odio y desprecio por cobarde a todo ser que acepta haber sido hecho y no quiere rehacerse” (Juanes, 2005: 206). La de Artaud es, sin duda, una propuesta sacrificial de lo recibido (la identidad, el espíritu, la subjetividad), que apuesta por la posibilidad de inventar la vida, por eso reconoce: “me aburría cuando había perdido la imaginación y el peyote me la daba” (1984: 338). El renacer se da a partir de la muerte (entendida como movimiento del espíritu que va de las formas hacia el vacío), hasta el punto de llegar a decir: Yo, Antonin Artaud, soy mi hijo, mi padre, mi madre y yo.
Referencias
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Notas
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