Resumen: Se hará un análisis a partir del concepto “muertes simbólicas”, en la obra de Joselín Cerda Rodríguez, se recurrirá a la semántica de la enunciación de línea francesa, a través de los aportes de Catherine Kerbrat-Orecchioni. Esto implica trazar un recorrido desde el valor referencial-denotativo de muerte, que atraviesa los contenidos añadidos de la secuencia léxica, hasta el plano simbólico. En este sentido, procuramos identificar los posibles anclajes significantes y sus contenidos connotados y simbólicos en la escritura del autor. En suma, nos interesa saber si el concepto postulado, resulta pertinente como categoría descriptiva para estudiar otras maneras de morir relacionadas con creencias, sistemas de representación y visiones de mundo en contextos de interculturalidad.
Palabras clave:análisis transculturalanálisis transcultural, cultura latinoamericana cultura latinoamericana, literatura literatura, literatura latinoamericana literatura latinoamericana.
Abstract: We propose to think the concept of symbolic deaths departing from the French School of thought of Sémantique de l’Enunciaction, espeficially through the works of Catherine Kerbrat-Orecchioni. In this paper we intend to explore the shapes and angles of symbolic deaths, which implies to trace the path between the referreddenotative value of death, which crosses the added contents of the lexical sequence, and its symbolic side. In this frame, we intend to identify the possible significant anchorages and their connoted symbolic contents, in the writings of Joselin Cerda Rodriguez. In sum, we are interested in knowing if symbolic deaths is relevant as a descriptive category to study other ways of dying related to beliefs, representational systems, and worldviews in intercultural environments.
Keywords: cross cultural analysis, latin american culture, literature, latin american literature.
Aguijón
Muertes simbólicas y memoria andina en Joselín Cerda Rodríguez
Symbolic deaths and active andean memory in the writings of Joselin Cerda Rodríguez

Recepción: 09 Marzo 2017
Aprobación: 05 Septiembre 2017
La muerte es, sin duda, un tema sobre el que se ha escrito copiosamente tanto en literatura como en el discurso de las ciencias humanas y sociales. En este artículo nos planteamos estudiar la relación entre la muerte y sus potencialidades connotativas y simbólicas. Las fuentes primarias corresponden a la obra del escritor andino Joselín Cerda Rodríguez (Tinogasta, Catamarca, Argentina, 1922-2003), y el análisis está contextualizado en la macrorregión geocultural de la puna surandina. En este marco, hemos considerado necesario explicitar algunas categorías, como “muertes simbólicas” e “interculturalidad”, las cuales corresponden a decisiones teórico-metodológicas con las cuales operamos y que tienen que ver con la organización del análisis.
De acuerdo con Albano, Levit y Rosemberg (2005: 34), asumimos que las categorías son los conceptos más generales. Se dividen en géneros o clases a partir de los cuales se organiza la comprensión de la realidad. Es así que, la noción acuñada por Aristóteles ha adoptado con el tiempo una forma general de concepto básico.
El concepto "muertes simbólicas" está pensado desde la perspectiva proporcionada por la semántica de la enunciación de la escuela semiótica francesa, a través de los aportes de Catherine Kerbrat Orecchioni. Escogimos esta expresión no sólo por su eficacia descriptiva, sino porque nos da la posibilidad de develar el halo connotativo que evoca. De tal forma, resulta pertinente aclarar que lo simbólico en torno a la muerte no es tratado en este artículo como constelación metafórica ni tampoco se recurre a ella desde su asociación a la Antigüedad Clásica en la cultura occidental. Dejaremos de lado la cruz, la analogía muerte-sueño presagios a heraldos de muerte, el rostro o la sombra de la muerte, el llanto, el color negro1, la asociación muerte-tinieblas-oscuridad, y otros. Estas connotaciones simbólicas pueden entenderse como colectivas y culturalmente institucionalizadas, en tanto el símbolo es considerado como la unidad significante motivada o relativamente motivada, tomando en cuenta el aporte fundacional de Ferdinand de Saussure:
El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamente arbitrario: no está vacío: hay un rudimento de vínculo natural entre el significante y el significado. El símbolo de la justicia, la balanza, no podría simbolizarse por otro objeto cualquiera, un carro, por ejemplo (1982: 131).
Un breve análisis etimológico nos introducirá mejor en la comprensión del símbolo. La palabra “símbolo” proviene del latín “simbolum”, y éste del griego “σύμβολον”, derivado de “sumba/llw” (juntar, hacer coincidir). Consecuentemente, “ba/llw” (lanzar), y “sun”, en composición dan la idea de simultaneidad (con, juntamente). A diferencia del signo (“estar por”, “estar en lugar de”), el símbolo implica un “estar con”, contiene en sí mismo la idea de encuentro. De allí lo imprescindible del prefijo syn, pues entraña la idea de unir. Este prefijo se corresponde con el latín “cum” y con el español “con”. La dimensión simbólica se presenta, entonces, como evocativa, integradora y, ante todo, asociativa.
Otro semiólogo, Charles Sanders Peirce (1974), en su concepción triádica del signo, llama la atención sobre un componente clave: el “interpretante”, de igual importancia que el “fundamento” y el “representamen”. En una somera actualización de las ideas básicas de su pensamiento, recuperamos que en la comunicación lingüística, un signo (el representamen) está ligado al emisor, y el otro (el interpretante), al receptor. Por otra parte, toda forma perceptual (representamen) puede ser portadora de un concepto para alguien, porque el interpretante (la orientación del sentido) es otro signo susceptible de generar su propia cadencia triádica, de aproximar otras interpretaciones que generan una semiosis ilimitada. En su propuesta de clasificación, Pierce reconoce tres tricotomías que proporcionan nueve clases de signos. Entre ellos, en la intersección entre el fundamento y el interpretante aparece el símbolo. En el marco del pensamiento de Pierce, el símbolo exige necesariamente un interpretante como cualidad del signo, en tanto posee la capacidad para ser interpretado.
Roland Barthes señala, en El susurro del lenguaje (1994: 37), que la lógica del símbolo no es deductiva (como la de la razón), sino asociativa: relaciona el texto material con cada una de sus frases, además de otras ideas, imágenes y significantes. El teórico sostiene, además, que la connotación se plantea como una relación entre un signo y los otros, incluyendo los valores de una cultura. Es decir, el signo completo se convierte en parte de otro signo. La connotación, por consiguiente, se emplea para referirse a significados menos fijados y asociativos.
Entendemos que el concepto de connotación instala otras posibilidades de lectura o pluraliza los planos de lectura. Al prevenirnos “de la legalidad denotativa, la connotación demuestra con evidencia que los mecanismos de producción de sentido son infinitamente más complejos que los que puede dejar suponer la clásica teoría del signo, mucho más sutiles, y a veces más indirectos” (Kerbrat-Orecchioni, 1983: 12).
De esta idea pueden derivarse al menos dos conclusiones. Una de ellas es que se entiende como denotación todos aquellos significados codificados por el diccionario, o desde una perspectiva funcionalista, como los usos contextuales de un lexema. La otra conclusión es que el tránsito del significado denotativo al connotativo implica el paso de un significado literal a otro no literal o profundo.
Por otra parte, Manuel González de Ávila (2002), desde su opción por una semiótica vinculante, abre la integridad de las determinaciones del texto a una interpretación restauradora del entorno global en el que se produce y circula, mediante todos los instrumentos disponibles. Desde esta perspectiva, el signo concentra dos sentidos: el primero es explícito, manifiesto; el segundo, en cambio, es implícito, pues genera efectos desde lo oculto. En suma, el signo puede concentrar y relacionar un conjunto de significados.
En este artículo, como en el marco de la investigación doctoral2 sobre Joselín Cerda Rodríguez, me interesa ahondar en la obra de este autor en particular. Cerda Rodríguez es un escritor nacido en Tinogasta, departamento situado al oeste de la provincia de Catamarca, en la República Argentina. Su obra publicada abarca los títulos: Los días iniciales (1993), Las sendas del Llastay (1994), Chelemín y su época. Breve reseña histórica de los dos Juanes (1995), Tinogasta en la leyenda (1996), Cuentos para el asombro (1996), La vida comienza al amanecer (1997), Hablemos de nuestras raíces (1998), El indio a caballo (1999), Cuentos de la realidad y la ficción (2001) y Estampas del pasado (2002).
En cuanto a los géneros discursivos, comprende relatos de inspiración folklórica, leyendas, narrativas memorialísticas, cuentos, una novela (ficción autobiográfica) y recuerdos de viaje. Este corpus de textualidades constituye un campo significativo cuyas líneas son la recuperación de la memoria personal y a la vez colectiva de los pueblos originarios de la región de los Andes3, así como la autoafirmación étnica. La escritura transcultural de Joselín Cerda Rodríguez implica un decisivo gesto de descentralización de la mirada totalizadora y homogeneizante del discurso europeo consolidado.
Los textos de Cerda Rodríguez actualizan una memoria colectiva que transporta su referencia a una cultura que puede considerarse desaparecida en cuanto a su realidad histórica, de tal manera que solo perdura en la obra del autor de Tinogasta. Criado entre los cerros, el escritor está empecinado en mantenerse consecuente con el modo ancestral americano de estar en el mundo (Kusch, 2011) y con la organización comunitaria, mágico-religiosa, quichua o cacán hablante, conservadora de valores y de voces colectivos.
Como afirma Dora Sales (2013) en su estudio sobre José María Arguedas, es posible decir que la obra total de Joselín Cerda Rodríguez da cuenta de una voluntad de existencia de memoria cultural, en el caso de nuestro escritor, una memoria andina activa. En este artículo, analizaremos algunos fragmentos del libro Estampas del pasado, publicado en 20024.
En el marco de las investigaciones la semántica de la enunciación, Kerbart-Orechioni (1983: 19) postula que la noción de connotación posibilita el cuestionamiento de la concepción monosemántica y monológica del texto. Redefine así la oposición denotación/connotación y señala que el sentido denotativo interviene en el mecanismo referencial, es decir, el conjunto de informaciones que transmite una unidad lingüística y que le permite entrar en relación con el objeto extralingüístico durante los procesos de denominación (onomasiológico) y de identificación del referente (semasiológico).
Por otro lado, la connotación asume rasgos no estrictamente definicionales sino suplementarios, (informaciones subsidiarias), imágenes asociadas que las palabras llevan consigo. Algunas connotaciones están institucionalizadas, otras, en cambio, son idiosincráticas. El punto de vista tradicional, desde la perspectiva lingüística, insiste en llamar denotación a la parte de la significación que se caracteriza por su estabilidad y por su valor informacional.
En este sentido, morir se opone denotativamente a fallecer, en la medida en que para elegir entre ambos términos es necesario identificar el referente y, para hacerlo, hay que interpretar correctamente el sentido denotativo del primer término propuesto. Ahora bien, las informaciones afectivas o emotivas asociadas al referente del término “morir”, como angustia, dolor, tristeza, se relacionan con el hablante y con la situación de enunciación.
El enunciador de Estampas del pasado se expresa en español (lengua general), mixturado con la lengua de la minoría aborigen (quichua), ambas amalgamadas en la misma prosa. Los vocablos provenientes de la variante diatópica poseen una carga semántica particular, en tanto le permiten al hablante identificar la realidad extraverbal desde una perspectiva singular, diferente a la estándar o general-media. En este sentido, cabe aclarar que la incorporación de indigenismos responde a la necesidad de nombrar, por ejemplo, los cultivos propios de la región, los paisajes cordilleranos, los dioses de origen prehispánico incaico, ríos, cerros, vientos, principalmente.
Desde la perspectiva sustentada (Kerbrat-Orecchioni, 1983: 21-22), la connotación explota la totalidad del material lingüístico y de sus soportes. En la connotación el sentido es sugerido y su decodificación es más aleatoria.
La connotación —sostiene Kerbrat Orecchioni (1983: 12)— demuestra con evidencia que los mecanismos de producción de sentido son infinitamente más complejos que los que supone la clásica teoría del signo (Ferdinand de Saussure, Hjelmslev), mucho más sutiles y a veces más indirectos. En general, en el significado de la connotación intervienen el locutor (enunciador) y su competencia geográfica o socio-cultural, sus disposiciones psicológicas y su acto individual de actualización o performance durante la enunciación.
Kerbrat-Orecchioni propone considerar lo denotado extralinguístico del siguiente modo: “en los objetos del mundo se depositan muchas cristalizaciones connotativas (simbólicas, axiológicas, poéticas, etc.)” (1983: 80). De este modo, los objetos son signos y el mundo es un lenguaje. Por un lado la dualidad de las connotaciones simbólicas, preexiste a toda verbalización y su naturaleza es “extralinguística”; por otra, se refleja en la lengua. Se trata de valores potenciales que la lengua refuerza, neutraliza o invierte.
Llegados a este punto corresponde preguntarse qué significados, qué valores connotativos se actualizan en los textos de Joselín Cerda Rodríguez. En consonancia con el pensamiento andino, se desprende de ellos una profunda valoración de lo femenino, encarnado en Pachamama5, símbolo de vida y muerte, regazo en el que se crece y al que se retorna al terminar la vida. En el altiplano cordillerano, el hombre está ligado a la tierra de tal forma que su ser permanece en ella, aún después de muerto: “cuando se invoca a Pachamama en términos religiosos, en su sentido mítico, se alude al planeta en su aspecto originario de útero que concibe la vida, de regazo que la sostiene y que finalmente la reabsorbe: la Madre Tierra” (Reyes, 2008: 79).
En el relato titulado “Mama Rosalía” nace un niño cobrizo en una casita de adobe, cerca de la cordillera de los Andes. Con la ayuda de la comadrona, el alumbramiento se produce sin inconveniente alguno. La anciana entrega el recién nacido al padre y éste, “con el semblante iluminado por la dicha y con sus brazos estirados”, se lo muestra y ofrece a “mamaquilla”. Transcribimos, a continuación, el final del relato: “a su lado luce como moneda de oro “ Qoyllur”, la estrella de la mañana. Por una hendija de la puerta se filtra hacia dentro la luz del nuevo día. Ha nacido con la aurora”6 (29-30). Mamaquilla representa a la madre Luna. Es una de las divinidades femeninas más destacadas junto a otras mamas, como la ya mencionada Pachamama.
El final abre la interpretación simbólica desde la dialéctica noche-día, Qoyllur y su correlato con el planeta Venus, el lucero vespertino-el lucero del alba. Este final sugiere luz y noche simultáneamente. Chispazo lumínico velado de noche. Luminosísima noche, más brillante aún con la llegada de una nueva vida.
En este fragmento, el mecanismo connotativo opera in absentia, pero actualizado en el contexto de la cosmovisión del relato. La palabra “iluminado”, el verbo “lucir”, los sustantivos: “mañana”, “luz”, “día” y “aurora” remiten a la “vida” o connotan a la idea de ésta, vocablo ausente en los enunciados. Y “vida”, como unidad léxica, evoca o atrae, por connotación basada en la antonimia, la idea de “muerte”.
Ahora bien, resulta conveniente aclarar que esta interpretación de los opuestos vida-muerte se corresponde con la transferencia del pensamiento cristiano que arribó en el siglo XVI a Latinoamérica. No obstante, en el antiguo pensamiento indígena andino la dualidad femenino/masculino es un principio originario. Pachamama es, al mismo tiempo, símbolo de vida y de muerte. Al consumarse el final de una vida individual, la gran madre vuelve a tomar esa vida que dio, como puede desprenderse del siguiente fragmento de “La paila”:
El cruce de la cordillera es una de las más peliagudas y al mismo tiempo bella aventura que soporta el arriero acostumbrado a pasar las serranías a cada paso. Para él atravesarla es la gloria y morir en su seno helado es algo así como el broche de oro para el serrano (17).
En el texto titulado “El concepto ecológico del indio”, el escritor discurre acerca de la deforestación, la desprotección del medio ambiente y el aniquilamiento del planeta, en marcado contraste con la actitud en pro de la ecología propia de las culturas andinas ancestrales. Recuperamos, el siguiente fragmento:
Es oportuno hacer una breve referencia de hechos de estos últimos cinco siglos: pertenecemos a dos razas contrapuestas y de venimos mestizos a la fuerza. Una de esas razas, la blanca, fue culpable de haber exterminado a hachazo limpio a la otra usando igual método ahora con los árboles y las selvas y los restos desperdigados de los antiguos dueños de la tierra, que aún nos pueden enseñar de qué manera se cuida y se protege el medio ambiente (32-33).
En la cita anterior, la palabra “exterminar” puede ser considerada una unidad denotativa (“acabar con [la vida]”, “dar muerte física”). La expresión “a hachazo limpio” refiere valores connotativos sobreañadidos, como violencia, impiedad, daño, perjuicio, herida, agravio, y también injusticia, además de muertes colectivas y masacre.
Por otra parte, estos significados extra se asientan en la asociación sintagmática de los términos “a hachazo limpio/a”, que resulta particularmente frecuente en el español del noroeste de Argentina, como variante regional o particularidad diatópica. En este sentido, señala Kerbrat-Orecchioni: “estas virtualidades combinatorias juegan un papel primordial en los comportamientos asociativos de los sujetos hablantes” (1983: 129), se trata de connotaciones basadas en la colocación.
Asimismo, y en virtud de la intertextualidad, el párrafo seleccionado arriba da cuenta de su vinculación con la línea del pensamiento y de la escritura desconolizada o poscolonial. Cerda Rodríguez se identifica con la etnia colla7 y asume como suya la cultura de los originarios. Por su parte, el enunciador toma abiertamente un posicionamiento. En este sentido, consignamos a continuación otro fragmento del texto de Cerda Rodríguez:
Ellos no depredaban su hábitat natural porque amaron sus bosques y toda forma de vida existente por la razón simple de que son parte de la naturaleza y si alguna vez necesitaron valerse de sus hojas o sus ramas lo hicieron con tal sensibilidad humana rayana en la emoción. La identidad cósmica del indio con el panorama que le rodea, deriva del hecho de que cada árbol, cada animal es un ser vivo con sentimientos e ideas. (33)
Este es un pasaje de anclaje denotativo, tanto en el plano del significante como del significado. No obstante, plantea un desfase de sobrecarga semántica a nivel connotativo que se agrega al primer contenido a merced de las redes semánticas que el texto teje, y, fundamentalmente, en relación con el contexto global de la obra de Cerda Rodríguez.
Además, como plantea Rodolfo Kusch (2011) en el capítulo “Anotaciones para una estética de lo americano”, este fragmento da cuenta de la unidad geocultural autóctona entre el hombre y su espacio. La memoria andina activa se actualiza una y otra vez en los textos de Joselín Cerda Rodríguez a pesar de la voluntad negadora de la cosmovisión occidental. No se ha podido impedir la sobrevivencia de lo indígena, en su sentido de lo autóctono.
El enunciador del cuento percibe el mundo circundante, como en los demás textos que conforman la obra del autor oriundo de Tinogasta, su mirada es la propia de los hombres andinos originarios y de sus descendientes, un mundo en el que nada es inanimado, ni montañas, ríos, árboles, piedras y astros. Y esta armoniosa energía cósmica se proyecta en el mundo interior sensible.
A diferencia de aquellos hombres, estos, los de hoy, son depredadores: “la propia naturaleza, en un error de cálculo había creado a su propio sepulturero. Comenzó volteando un árbol, terminaría arrasando bosques y selvas enteras” (31).
Claramente, se advierte la actualización de la memoria vivencial y cultural del mundo andino originario, que consiste en la recuperación de sus modos de relacionarse con la naturaleza y de vivir en plenitud con ella. La pérdida de la integración cósmica entre el hombre y el espacio circundante es sentida como una muerte simbólica al haberse quebrantado estos lazos entrañables. Bien podría decirse que encontramos aquí un caso de connotación enunciativa en la medida en que las unidades lingüísticas más que aportar información sobre el referente del mensaje lo hacen sobre el enunciador.
Asimismo, en numerosos pasajes de los textos de Joselín Cerda Rodríguez es posible señalar la existencia de unidades lingüísticas que funcionan como connotadores afectivos. Es así que, entre los de naturaleza léxica, cabe mencionar a los antropónimos, los nombres abreviados o designaciones cariñosas (formas hipocorísticas), topónimos, fitónimos y zoónimos que dan lugar a una resemantización afectiva desde el intersticio identitario de la memoria andina activa, desde los lazos emotivos que ligan al enunciador con lo nombrado. Un ejemplo: “desde mi adolescencia acunada por aires, aromas y montañas que protegían estrechamente el antiguo poblado que los indios bautizaron con el sonoro nombre de Batungasta” (63).
En este fragmento, lo que concita la atención es la inclusión del topónimo indígena “Batungasta”. Esta unidad léxica, como marca diatópica, comunica algo más que una referencia a un lugar geográfico específico del espacio andino, situado en Tinogasta (Catamarca, Argentina). De este modo, revela un compromiso emocional del enunciador respecto de lo mencionado, manifiesta un recorte subjetivo-afectivo del universo referencial. En este aspecto, Rodolfo Kusch (1978: 159) distingue entre el ver y el sentir. El teórico da prioridad al segundo porque es el que da lugar a una profundización que implica expandir el campo cognoscitivo más allá del conocimiento conceptual. El hombre andino no percibe el paisaje con connotaciones estéticas sino como una geografía viviente: “la esbelta presencia de los rebaños que cuida Kokena8: guanacos, llamas, alpacas y, sobre todo de ese camélido más indócil y cerril que el puma o el cóndor, la vicuña” (35).
El empleo de topónimos, fitónimos y zoónimos de origen indígena remiten a un estado de la lengua específico y a las reglas sincrónicas de la lengua hablada por las personas que los acuñaron. Los nombres dados a localidades, árboles, plantas y animales son extremadamente persistentes; nos dicen mucho acerca de cómo veían el mundo a su alrededor los antiguos pobladores, y de sus lenguas antes de la llegada de los españoles. Su incorporación en los textos de Joselín Cerda Rodríguez bien puede leerse como un modo de entender el mundo y, al mismo tiempo, de no renunciar, insistir constantemente y de mantener activa la memoria:
Hasta allí llegaron [los hombres originarios] y como hace la vaina de la pizcala al madurar, del mismo modo brotaron asentamientos humanos y les pusieron con sabia perspicacia nombres apropiados a las particularidades o accidentes llamativos de cada lugar […] como Medanitos, Punta del Agua, Higuerillas, Corral de Piedras, Chuquisaca, Istataco, Yucuco, Casas Viejas, Tatón. (37).
Al seguir la propuesta de Kerbrat-Orecchioni, como enfoque interpretativo en busca de significaciones emergentes, ha sido posible demostrar que diversos mecanismos connotativos actualizan valores virtuales habilitados por la denotación. Estos valores surgen por connotación-implicación, para decirlo con palabras de González Ávila (2002), no por representación sino por evocación y asociación. El concepto de connotación resulta fecundo para dar cuenta de los desplazamientos semánticos que operan sobre los signos, provenientes de los condicionamientos culturales.
En este artículo, mediante la reinterpretación de las fuentes primarias nos propusimos restaurar la motivación del símbolo, según se desprende de los fragmentos analizados, la pérdida del vínculo del hombre con su espacio (leído como geografía o naturaleza) o con el pasado cultural y religioso de la puna precordillerana, estos sentidos son propuestos por el sujeto de la enunciación como muerte(s) simbólica(s). Las muertes, sin embargo, son conjuradas por la escritura, no hay pérdida de la memoria colectiva, más bien existe una memoria andina activa mientras haya quien la recupere y la fije en la letra. En este sentido, puede decirse que la categoría postulada como muertes simbólicas resulta pertinente para estudiar otras maneras de morir en la escritura de Joselín Cerda Rodríguez.
El mensaje de los textos reunidos en Estampas del pasado no se agota en su sentido denotativo, es biunívoco entre elementos formales y de interpretación semántica. Con Pierce, sostenemos que el sentido de un texto se entiende como inferencia y que es una responsabilidad creativa no sólo del emisor sino especialmente del destinatario. Esto implica que el texto mismo contiene virtualidades interpretativas para orientar la lectura connotativo-simbólica. Asimismo, implica que el intérprete-lector efectúe el proceso de construcción de la relación simbólica desde las potencialidades connotativas.
La escritura de Joselín Cerda Rodríguez alcanza profundidades simbólicas, ahondando en la búsqueda de sus raíces, apelando al espesor de significados del lenguaje escogido para la modelación y configuración del universo andino, el cual es percibido y recuperado desde la posición de un enunciador sensiblemente inmerso en él.