Resumen: El ensayo se propone realizar un breve recorrido por algunas de las implicaciones semánticas y simbólicas, en el imaginario colectivo del orbe cultural hispano, de la figura del traductor como actor social, a través de un paseo textual y etimológico por la historia de dos palabras que en tiempos pasados lo designaron: faraute y ladino. Un haz de ideologemas reveladores se despliega del análisis componencial de los matices de significado de las dos palabras, de la novela picaresca a los diccionarios, entre otros géneros textuales. Emerge una faceta negativa subterránea pero pertinaz, nacida de la desconfianza de que el traductor pueda ser, peor que un incompetente, un estafador, sobreponiéndose su espacio semántico-simbólico con otros oficios tradicionalmente sospechosos (el actor, por ejemplo), o con pertenencias a grupos históricamente marginados, como los judíos en España y, en América, los indios.
Palabras clave:traductortraductor, etimología etimología, cultura hispánica cultura hispánica, lengua lengua.
Abstract: The essay intends to briefly outline some of the semantical and symbolical implications, in the social imaginary of the Spanish cultural world, of the figure of translator as a social actor, through a textual and etymological journey over the history of two words that in former times designated the practitioner: faraute and ladino. A beam of revealing ideologemes unfolds from the componential analysis of the nuances of the meanings of the two words, from the picaresque novel to dictionaries, among other textual genres. There emerges a negative side, subterranean but pertinacious, born from the distrust that the translator may be, worse than an incompetent, a fraudster, overlapping the semantical-symbolical space of the translator with that of other traditionally suspicious trades (e.g., the actor), or with belongings to historically marginalized groups such as the Jews in Spain, and the indigenous in the American continent.
Keywords: translator, etymology, Hispanic culture, language.
Aguijón
Gajes del oficio. Traducciones de una mala reputación 1
NUISANCES OF THE TRADE. TRANSLATIONS OF A BAD REPUTATION

Recepción: 26 Enero 2018
Aprobación: 28 Junio 2018
Una demando, y mil venias a este improviso borrón,
que siempre es bozal el labio, donde es ladino el autor.
Antonio Hurtado de Mendoza
El oficio del traductor nunca deja de proyectar sombras sospechosas. Todos conocemos el chiste traduttore traditore, que cifra
tales sombras, más allá de la etimología, en la ineluctable fonética de la paronomasia, débil en español (traductor traidor no tiene la misma
pujanza), cuasi perfecta en italiano. El traductor no puede sustraerse a la
sospecha, poco menos que fatal certidumbre, que de una manera u otra
traicionará el texto que le ha sido confiado, que éste nunca podría atravesar ileso el transporte, el latín
, ‘transportar’,
‘transferir’, y la entrega, el latín
, al mismo
tiempo ‘entregar’ y ‘traicionar’. Ambos verbos prefijan un trans-, un ‘más allá’ que, a su vez, postula una barrera, un obstáculo,
una frontera: la misma diferencia de idioma. El traductor es quien posee la habilidad de sortear ese
obstáculo, franquear esa barrera, cruzar esa frontera, algo más parecido a
atravesar territorio inhóspito que no a mostrar el pasaporte en una ventanilla:
no cualquiera cumple la travesía. El texto por traducir, a su vez, es la
parcela que el mensajero debe entregar ‘más allá’, al cabo de un recorrido
sembrado de dificultades. Pero la melancólica ineluctable traición al texto, a
consecuencia de algún accidente en el camino, no es la peor culpa por la que un
traductor puede despertar sospecha, antes puede que hasta se le perdone, con
gesto solidario con la humana falibilidad frente a las dificultades de la tarea
encomendada. Peor que la incompetencia, sabemos, es la mala fe. Más grave que
una involuntaria traición hacia el texto es la estafa intencional al
lector/oidor. El traductor es dueño de un conocimiento que quien contrata sus
servicios ignora, pasando así a ocupar la incómoda posición del potencial embaucado: el desequilibrio de información se traduce en desequilibrio de poder,
que a su vez el dinero no siempre zanja. El traductor no sólo se puede equivocar, más aun, puede mentir con toda intención, o bien,
volviendo a nuestra metáfora etimológica, puede sí entregar, pero al enemigo,
la parcela que le había sido encomendada (justamente, la perversión del latino
en los orígenes de traicionar). No es nada más una especulación ociosa, sino una
cuestión seria y seriamente considerada, como demuestra, por ejemplo, la responsabilidad penal que puede fincársele a los traductores jurídicos.
La necesidad constante de alguien que tradujera, desde muy temprano en la historia humana, hizo que fuera indispensable convivir con esa desconfianza, arrinconándola en alguna faceta del imaginario social, susceptible de disimular- se o aflorar a la conciencia según la ocasión y situación. Partiendo del presupuesto que mucho del imaginario social de cierto orbe cultural se encuentra entretejido en su idioma, pretendo ahora dar unos paseíllos por algunos vericuetos de la etimología española, en búsqueda de los orígenes de esa sospecha que grava sobre la profesión.2
Empezaré con una de esas hermosas palabras del español antiguo que hoy en día resuenan sólo a oídos lectores de letras viejas: faraute. Y el “faraute de todas las lenguas” que reconocerán los frecuentadores de la novela picaresca es Estebanillo González, cuya vida y hechos se publicaban en Amberes en 1646. El personaje, entre sus muchos oficios, fue en algún momento intérprete. Y jugó el papel en calidad de nada menos que la encarnación de la peor pesadilla de quien contrate a un intérprete, es decir, un incompetente más o menos alevoso: “Pasábalo yo mejor que todos los de mi compañía por estar alojado en una taberna y ser intérprete con los catalanes y napolitanos, pagándome el corretaje en ponerme a veces que por hablar catalán hablaba caldeo y por hablar napolitano hablaba tudesco” (Carreira y Cid, 1990: 266). Siglos después, desde nuestra muy particular perspectiva profesional, pudiéramos leer entre estas líneas una profética advertencia a todos los clientes habidos y por haber: ya ven, fíjense en quienes contratan, la profesionalización es importante, o terminarán estafa- dos por un Estebanillo González cualquiera. Pero eso sería endilgarle una lectura moralista a una novela picaresca, y le agüitaríamos lo divertido. El papel de intérprete, mientras tanto, queda consignado entre los oficios del pícaro, en buena compañía entre sirvientes, sastres, venteros, vendecrecepelos, saltimbanquis, cocheros, mendigos, beatas trotaconventos y cómicos de la legua. Unas pocas décadas antes, a principios del siglo, el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias había registrado la siguiente definición de faraute:
El que interpreta las razones que tienen entre sí dos de diferentes lenguas, y también el que lleva y trae mensages de una parte a otra entre personas que no se han visto ni careado, fiándose ambas partes dél; y si son de malos propósitos le dan sobre este otros nombres infames.
El faraute lleva y trae mensajes, y cuando se ofrece los traduce. Unas décadas y una vuelta de siglo después, en 1732, el Diccionario de autoridades confirma ciertos matices de sentido, y añade otros, entre ellos algunos de los “nombres infames” de los personajes picarescos arriba mencionados:
Faraute. El que lleva y trae mensajes [...]. Se llama también el que declara y traduce lo que hablan dos personas cada uno en su lengua, sin entenderse el uno al otro: ya tiene poco uso, porque oy se llama intérprete de lenguas. [...] En estilo familiar se entiende el que es principal en la disposición de alguna cosa, y más comúnmente por el entremetido y bullicioso que quiere dar a entender lo dispone todo. [...] Según Covarrubias es el que al principio de la comedia hace el prólogo o introducción de ella, que oy llamamos loa. [...] En la germanía significa criado de muger pública, u de rufián.
Es interesante la trayectoria degenerativa de faraute, de mensajero e intérprete, a entrometido intrigante, a comediante, para finalmente caer en alcahuete y pequeño criminal: todas funciones que requieren maestría y dominio del lengua- je, amén de habilidades actorales. Un buen alcahuete, al igual que un buen estafador, debe tener excelente labia, debe saber montar un espectáculo tan convincente que logre engañar a su público más allá de la temporánea suspensión de incredulidad del espectador. Análoga es la historia de la palabra truhan, término en que los destinos del bufón y del maleante parecen estar íntima y originalmente conectados. Una tentadora cercanía fonética hace sospechar de hecho un parentesco entre el truhan y el trujamán (o trujimán, o truchimán), otra palabra hoy desusada que designaba un intérprete. Finalmente, tal parentesco no existe, ya que truhan viene del francés truand ‘bribón’, mientras que trujamán deriva del árabe tarjumãn ‘intérprete, intermediario’, y en efecto tal parece que algo de los matices místicos de la palabra en árabe clásico, como la usaron los filósofos andalusíes Ibn Arabi (una de sus obras más destacadas se titula Tarjumãn al-ashwãq, ‘El intérprete de los deseos’) y Maimónides en su obra magna La guía de los perplejos, se colaron al español, por lo menos en un primer momento. Por ejemplo, en el compendio anónimo Libro de los cien capítulos (c 1285), podemos leer que “Non a mejores armas que el seso nin peor enemigo que torpe- dat; non a mejor amigo que seso nin peor enemigo que locura. E el seso es trujamán del coraçón” (CORDE). Sin embargo, no obstante los matices místico-metafóricos, ecos de su origen árabe, tampoco el trujamán salió libre de la sospecha que subyace a toda intermediación, más si es llevada a cabo, como veremos en breve, por alguien que no sea un cristiano viejo. Así, en la novela histórica decimonónica Las amarguras de un rey (1856), de Nicasio Camilo Jover, leemos que “el bravo Almirante D. Pedro Martinez de la Fe acababa de sufrir un terrible descalabro en su armada. Habia sido víctima de un lazo tendido a los cristianos por un astuto trujamán llamado Abdal Baché, y sin que su valor fuese parte a salvarle de las maquinaciones del moro, se hallaba prisionero en Tánger” (CORDE).3
Volviendo a nuestro faraute, cabe insistir en que, como el truhan, es un actor. De hecho, la definición de Covarrubias de faraute empieza en realidad en la entrada anterior, que es —y no hay de qué sorprenderse— farandulero:
FARANDULERO. Y farandulera y gente de la farándula. Son los recitantes de comedias, hombres y mugeres. […] Díxose del verbo For, Faris, por hablar, cuyo origen trae también la palabra Farsante y Faraute, que es lo que haze al principio de la comedia el prólogo. Algunos dicen que faraute se dijo a ferendo [de traer], porque trae las nuevas de lo que se ha de representar, narrando el argumento.
Las hipótesis etimológicas de Covarrubias a menudo resultan bastante disparatadas (en este caso, Corominas en su diccionario etimológico nos informa que más bien faraute, así como heraldo, deriva del francés héraut). Sin embargo, no dejan de ser sumamente interesantes en términos de lo que revelan del imaginario del quesurgen. El supuesto origen común del “verbo FORFARIS, por hablar”, por fantasioso que sea, en lapercepción de su época hermana faraute y farandulero con otra palabra en Covarrubias, bastantereveladora acerca del personaje que se estásugiriendo entre los pliegues de las acepciones:“Díxose del verbo FORFARIS, por hablar, y de allí FARFARÓN y corruptamente FANFARRÓN”.
Las derivas que el término español faraute sufrió en italiano, y de éste de regreso al español pasando por el lunfardo porteño, confirman lo que hemos venido observando. En italiano, la palabra sufrió un proceso degenerativo similar al de fanfarrón y, al igual que ésta, entró al idioma por la puerta de la colonia española de Nápoles, según el diccionario etimológico de Pianigiani:
FARABUTTO. Dialetto napoletano FRABBOTTO, FRABBUTTO: dallo spagnolo Faraute [...], che dal senso di ‘mediatore, messaggiatore’, trascorse all’altro di ‘mezzano, intrigante, imbroglione’.
Del italiano la palabra regresa al mundo hispano, vía el lunfardo, volviendo a enlazarse con lo hablador del personaje, como apunta el Diccionario de lunfardo argentino:
FARABUTE. Ostentoso, fanfarrón.
Así, a través del breve seguimiento del camino de una palabra hoy casi olvidada, hemos podido vislumbrar algunas de las directrices de los movimientos y tránsitos en la historia del mundo hispano: en un primer momento la circulación entre España y sus colonias italianas (siendo Nápoles la más culturalmente notoria), tiempo después la migración de Italia a Argentina; tránsitos que fueron también de palabras, ideas, percepciones, proyecciones y construcciones simbólicas.
Entre España y América, otro vocablo referido a una condición de multilingüismo, ramificado en un rizoma de implicaciones, es ladino. El término fue, en un principio, nada más que una derivación de latino y significó, de manera más o menos general, ‘lengua romance’; hoy en día, por azares de la lingüística diacrónica y su nomenclatura, se ha quedado como denominación de un puñado de idiomas: del cuasi-extinto español sefardí a la lengua de la reducida población de la valle Gardena en los Alpes tiroleses, entre otros.
Como epíteto personal y seña identitaria, a diferencia de faraute, no se trata aquí originalmente tanto de una ocupación u oficio, cuanto de una pertenencia étnico-lingüística. Se detecta incluso cierto antisemitismo subconsciente inscrito en los textos normativos de la lexicología hispana, ya que ladino en uno de sus sentidos más antiguos, el de ‘judeoespañol’,4 no aparece registrado en el DRAE hasta ¡1984!5 La definición de Covarrubias, como siempre, es muy interesante, sobre todo por lo reveladora acerca de las percepciones y el discurso de su tiempo:
LADINO. En rigor vale lo mesmo que latino [...]. La gente bárbara en España deprendió [sic] mal la pureza de la lengua romana, y a los que la trabajavan y eran elegantes en ella los llamaron ladinos. Estos eran tenidos por discretos y hombres de mucha razón y cuenta, de donde resultó dar este nombre a los que son diestros y solertes en qualquier negocio: al morisco, y al estrangero que aprendió nuestra lengua con tanto cuidado, que apenas le diferenciamos de nosotros, también le llamamos ladino.
Nadie que tenga una mínima familiaridad con la historia de España y su obsesión por la limpieza de sangre, por el valor social asignado a la condición de cristiano viejo como opuesta a la de judíos y moriscos conversos, leerá estas líneas de manera ingenua: sin rodeos, ese extranjero, ese morisco (o judío, aunque se le haya borrado de la definición durante siglos) que ha aprendido a la perfección el castellano es, ni más ni menos, una amenaza. Los conversos no son de fiar, su sangre es sucia, la sospecha de traición que constantemente grava sobre ellos no es negociable, y grandes han sido las inversiones de tiempo, valor simbólico y juicios inquisitoriales justamente por descubrir y perseguir a tales extraños tan... propios, tan bien escondidos y tan difíciles de distinguir (no hablo de inversiones de dinero porque lo de perseguir criptojudíos era más bien un excelente negocio, por lo de quedarse con sus bienes). Atravesada por la desconfianza nace entonces la acepción que ha estado presente desde los orígenes en la trayectoria de la palabra en los diccionarios castellanos, hasta ser hoy la primera en la lista: ‘astuto, sagaz, taimado’, a veces igual de sabihondo y enteradillo que un criado de comedia (no por nada criado ladino nos suena con la familiaridad de una colocación), como el faraute en la definición de Autoridades que ya vimos: el “entremetido […] que quiere dar a entender lo dispone todo”.
Para los fines de esta exposición, dos matices de la trayectoria semántica de la palabra ladino merecen destacarse. Uno es, sin lugar a duda, el racial. A partir del siglo XV se encuentran abundantes ocurrencias textuales de moros ladinos, negros y esclavos ladinos (ahí con el matiz de ‘civilizados’, en contraposición a bozales). Otra colocación fue entrando al castellano desde el XVI, quizás hoy la más familiar y reconocible, especialmente de este lado del Atlántico: indio ladino, en ambas vertientes, tanto la de ‘indio que sabe español’, como la de ‘indio astuto, que no es de fiar’ (en menor medida, existió también la acepción de ladino como ‘mestizo’, a veces ‘mestizo que sólo habla español’). La superioridad no sólo religiosa, sino racial, de los cristianos viejos, de los ibéricos —más o menos— blancos, fue uno de los pivotes ideológicos del imperio; fue tan sólo consecuencial que tal estructura de pensamiento, o ideologema, se transfiriera a las colonias americanas adaptándose a la población local. El estigma de inferioridad sobre el que reposa todo racismo busca su justificación en fundamentos morales y sociales: José María Rodríguez Méndez propone una interesante reflexión acerca del “aspecto racial de estos movimientos marginados del Imperio” (1971: 29), es decir, acerca de la procedencia semítica o morisca de una gran parte del hampa retratada por la literatura de los Siglos de Oro. Tiempo después, a finales del siglo XIX, todavía el gobernador de Córdoba Julián de Zugasti, en su libro El bandolerismo. Estudio social y memorias históricas (1877), identifica, con cándido racismo, a judíos, moriscos, mulatos y gitanos como categorías de hampones, sin más. Indios y mestizos americanos tan sólo llegarían a completar la galería.
El otro matiz que aquí nos interesa es el de ladino como ‘hábil con los idiomas’ en general, ya sin necesaria conexión con el latín. Tal habilidad suele acompañar una propensión para la diplomacia y/o espionaje e intriga internacional,6 como en 1578 en el caso de un tal “Uranest Brabanzon, que ha servido al [príncipe] de Orange como inglés por ser ladino en la lengua, el cual ha de tratar con algunos de los alemanes que sirven a V. M. […] y persuadirles se amotinen y alboroten, y otros semejantes oficios, y procurar que algunos dellos avisen a los Estados y Orange del proceder del ejército por fiarse en la amistad y trato que tiene con algunos y habilidad para ello” (CORDE), o del español Francisco de Torres, quien, por 1568, contribuyó a descubrir la rebelión morisca de las Alpujarras porque “siendo muy ladino en la lengua árabe, por este y por otros respetos le hacían amistad y le respetaban. El cual, avisado por algunos moriscos sus amigos de lo que se trataba entre ellos, por fin del año de 1568 escribió al Arzobispo de Granada y al marqués de Mondéjar, […] avisándoles como habia sabido por cosa cierta que los moriscos de la Alpujarra tenían tratado de alzarse el Jueves Santo” (CORDE). Ladino se usa también para designar específicamente a quien cumple las funciones de intérprete, sobre todo en América, como consigna un diccionario de 1787: “Ladino se toma especialmente en las misiones de Indias por el indio experto e inteligente en este o el otro idioma, en que sirve de guía e intérprete” (Terrero y Pando, 1787).
Y precisamente no quisiera concluir este breve recorrido sin nombrar a la más célebre entre los ladinos intérpretes americanos: Malintzin, la Malinche, princesa nahua que, ofrecida como regalo a Hernán Cortés, se convirtió en su lengua y en una pieza clave de la conquista de México. La Historia no ha sido benigna con ella y, sin apiadarse por lo que pudo haber pasado y sufrido, ha dejado su nombre grabado en el malinchismo, ‘actitud de quien muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio’ —la traición más grave, alta traición, traición a la Patria—. Se trata de otra sospecha latente hacia todo traductor, intérprete o tan sólo políglota: eso de aprender otras lenguas, de acercarse a otras culturas, puede hacer tambalear uno de los principales pilares del nacionalismo patriótico, es decir, la ignorancia y el miedo del Otro. Sin tiempo ya ahora para adentrarme en un complejo análisis de la figura y el papel histórico de Malintzin, quisiera reivindicarla con unas palabras del filósofo mexicano Bolívar Echeverría, palabras que pasan, además, reivindicándonos a todos nosotros, los traductores:
No solo lejanos sino incompatibles entre sí eran los dos universos lingüísticos entre los que la Malintzin debía establecer un entendimiento. Por ello su intervención es admirable. Una mezcla de sabiduría y audacia la llevó a asumir el poder del intérprete y a ejercerlo encauzándolo en el sentido de la utopía que es propia de este oficio. [...] Cada vez que traducía de ida y de vuelta entre los dos mundos, desde las dos historias, la Malintzin inventaba una verdad hecha de mentiras; una verdad que solo podía ser tal para un tercero que estaba aún por venir (Echeverría, 2000: 24-25).