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Bioy: violencia contra los cuerpos femeninos durante la lucha antisubversiva peruana1
Bioy: violence against female bodies over the Peruvian anti-subversive fight
La Colmena, núm. 99, pp. 7-18, 2018
Universidad Autónoma del Estado de México

Aguijón


Resumen: En las guerras, la violencia de género siempre ha estado presente. Los cuer­pos de las mujeres han sido usados, violados y golpeados con el fin de destruir moral y físicamente al enemigo, como afirma Rita Segato. Durante el conflicto armado perua­no, desarrollado entre 1980 y 2000, un gran número de mujeres fueron víctimas de agresiones e intimidaciones. La mayoría de estos casos no fueron denunciados oficial­mente, pero han sido retomados por diversas expresiones artísticas. Un ejemplo es la novela Bioy, escrita por Diego Trelles Paz en 2012. Este artículo analizará la representación ficcional que esta novela contemporánea hace de la violencia ejercida sobre los cuerpos femeninos en el contexto de la lucha antisubversiva peruana.

Palabras clave: violencia, violencia sexual, guerra, literatura sudamericana.

Abstract: Gender violence is always present in wars. Women’s bodies have been used, raped and beaten in view of physically and morally destroying the enemy, as Rita Segato states. Over the Peruvian armed conflict, between 1980 and 2000, a large number of women were victims of aggression and intimidation. Most of these cases were not officially denounced, but have been retaken by various artistic expressions. An instance is the novel Bioy, written by Diego Trelles Paz in 2012. This article analy­zes the fictional representation this contemporary novel makes of the violence exerci­sed on female bodies in the context of the Peruvian anti-subversive fight.

Keywords: : violence, sexual violence, war, South American literature.

La literatura y las artes en general nunca han permanecido ajenas a los problemas de la sociedad. En muchas obras literarias se ha abordado la violencia desde diferentes aristas. Una de éstas es la violencia de género, tema central de este trabajo que se enfocará en el contexto peruano. Concretamente se analizará la forma en la que la violencia ejercida en contra de los cuerpos femeninos es representada en la novela Bioy, de Diego Trelles Paz.

La violencia de género ha sido una constante en los eventos bélicos. Desde las primeras guerras que ocurrieron en la historia hasta la primera mitad del siglo XX, el cuerpo de las mujeres acompañó el destino de las conquistas y anexiones de los territorios enemigos (Segato, 2016: 58). Sin embargo, en los conflictos más recientes puede percibirse un cambio que es explicado por Rita Segato de la siguiente manera:

[Antes] La mujer era capturada, apropiada, violada e inseminada como parte de los territorios conquistados […] era un efecto colateral de las guerras. En ella se plantaba una semilla tal como se planta en la tierra, en el marco de una apropiación. Pero la violación pública y la tortura de las mujeres hasta la muerte de las guerras contemporáneas es una acción de tipo distinto y con distinto significado. Es la destrucción del enemigo en el cuerpo de la mujer y el cuerpo femenino o feminizado es el propio campo de batalla en el que se clavan las insignias de la victoria y se significa en él, se inscribe en él, la devastación física y moral del pueblo, tribu, comunidad, vecindario, localidad, familia, barriada o pandilla que ese cuerpo femenino […] encarna (Segato, 2016: 80-81).

La cita anterior explica que en los conflictos actuales puede disponerse del cuerpo femenino con el objetivo de derrotar al enemigo, como si las mujeres fueran objetos y no sujetos. Siguiendo con la antropóloga argentina, que retoma a Herfried Münkler,2“aunque la violencia contra las mujeres fue una constante en las guerras clásicas, desde hace varios siglos ya ha sido considerada como un crimen de guerra [no obstante] en las guerras de las últimas décadas ya no hay tal castigo, es más, no se muestra ningún respeto por instrumentos o reglamentos para la protección de mujeres y de niños” (Segato, 2016: 63). Es decir, antes las agresiones cometidas con­tra las mujeres eran tomadas como delitos, pero hoy ya no son consideradas daños colaterales, sino que son una estrategia central para doblegar al adversario. Así, es claro que los cuerpos de las mujeres siempre han servido como botines de guerra, lo que ha cambiado es el grado de crueldad, sadismo y violencia que se ejerce en la actualidad, pues hay una intención clara de destrucción corporal a la que se suma la indiferencia y la indolencia.

Para Segato, estas nuevas formas de la guerra no convencional surgieron en las dictaduras militares y se fueron perfeccionando en las guerras sucias, internas, étnicas o mafiosas. Un ejemplo es el conflicto armado peruano que se desarrolló entre 1980 y 2000, sin duda alguna uno de los capítulos más violentos de la historia de América Latina en el que se enfrentaron fuerzas estatales y el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso.

Durante esas dos décadas, se calcula, de acuerdo con los datos del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que el número de víctimas fue de aproximadamente 69 280, la mayoría campesinos quechua parlantes de la zona andina; de esa cantidad sólo 22 507 están identificados, lo que deja un lamentable saldo de 46 773 desaparecidos. También se estima que el conflicto dejó 600 000 desplazados, 40 000 niños huérfanos y miles de personas que fueron víctimas de detenciones arbitrarias, tortura, violaciones y reclutamientos forzosos tanto de parte de las fuerzas de seguridad del Estado como de los senderistas. Además de las secuelas sociopolíticas, hubo graves secuelas económicas; los daños fueron valorados en 20 billones de dólares.

Aunque oficialmente se estableció que no se trató de un problema étnico, no puede obviarse que la discriminación racial estuvo presente de varias maneras. Es un hecho que los indígenas, históricamente ignorados, fueron la población más vulnerada durante la guerra. Ni los sublevados ni los militares se interesaron por comprender sus necesidades. Como sostiene Carlos Huamán, ambos los consideraban un obstáculo para sus objetivos. Por eso quedaron atrapados entre dos fuegos: uno que buscaba transformar el sistema existente y otro que quería mantenerlo. Los dos bandos: “llegaron a secuestrar, torturar y asesinar campesinos, autoridades y ciudadanos, hombres y mujeres de diversa edad y condición sociocultural. Quienes decían defender al pueblo a nombre del gobierno o al de Sendero, no hicieron sino mancillarlos” (Huamán, 2015: 190). El resultado de lo anterior es que el 75% de las víctimas fatales tenía el quechua como lengua materna, el 79% vivía en zonas rurales y el 56% se ocupaba en actividades agropecuarias.

Todas estas cifras dan cuenta de la gravedad y alcances del conflicto que fragmentó a la sociedad peruana y que afectó de manera más profunda a los indígenas, quienes ya eran un sector muy castigado, dentro de éste, además, se encuentran las mujeres indígenas, situadas en el último escalafón de prioridades gubernamentales. Por todo esto, el proceso de recuperación ha sido muy complicado, incluso Víctor Vich señala que “como comunidad nacional, en el Perú todavía no se logra generar un mínimo consenso acerca de cómo recordar la violencia política del pasado reciente” (Vich, 2015: 11).3 En este contexto, se presentaron innumerables casos de mujeres que fueron víctimas de agresiones e intimidaciones por parte de los militares que, con el propósito de encontrar senderistas, las presionaban para que les ayudaran a detenerlos o para que los senderistas se entregaran a cambio de que las dejaran libres, entre otras causas.

Como el conflicto fue muy complejo y dejó consecuencias terribles en muchos ámbitos, cuando terminó se hizo evidente la necesidad de entender lo sucedido en ese pasado inmediato. Para ese fin, en 2000 fue creada la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) que en 2003 publicó su Informe Final. Para el caso de violencia de género, este informe arrojaba los siguientes datos:4 este tipo de violencia incluye violaciones, en promedio las víctimas fueron mujeres de entre 10 y 29 años de edad, aunque también hubo niñas más pequeñas y ancianas, y fueron llevadas a cabo en su mayoría (83%) por agentes estatales. Las violaciones de mujeres campesinas por parte de soldados peruanos fueron recurrentes durante todo el conflicto armado. Ocurrían en diversos lugares, sobre todo en los cuarteles. Como explica Víctor Vich:

La violencia sexual terminó practicándose como una forma de “trueque”. Las mujeres se acercaban a las bases militares a buscar información y ahí eran obligadas a “entregar su cuerpo” para salvar a los familiares que habían sido detenidos. Como se sabe, la violación es un acto traumático por la marca que deja en el cuerpo, por el estigma que imprime ante la comunidad, por el trauma que ocasionan y por el conjunto de secuelas que deja […] De todos los casos denunciados [alrededor de 2500] todavía no existe ningún sentenciado (Vich, 2015: 47).

Las cifras que presenta el investigador peruano dan cuenta de la impunidad que han sufrido las mujeres peruanas, quienes aun atreviéndose a hacer una denuncia oficial no recibían ningún tipo de apoyo. Ésa es una de las razones por las que la gran mayoría de los casos de abusos y violaciones no fueron denunciados.

Al no poseer nada de valor, las mujeres sólo tenían su cuerpo y tuvieron que usarlo como objeto de canje. Theidon5 señala que esta práctica fue generalizada durante la guerra. En conversaciones que sostuvo con exsoldados y exmarinos:

Éstos explicaron cómo aprovecharon su poder para forzar a las jóvenes a “trocar el sexo” para salvar a sus seres queridos. Cuando llegaban a un pueblo, decidían quiénes eran las chicas más guapas. Sus padres y hermanos serían agrupados y llevados a la base bajo denuncia de ser “terrucos”. Las mujeres —un eufemismo dado que algunas eran adolescentes— irían a la base para buscar a sus padres o hermanos. Había una forma de trueque: el sexo podría salvar a los familiares. Este sacrificio tuvo un costo. Las mujeres que “han estado con los sol­dados” son mal vistas. Sea por violación o por otras formas de presión o de promesas no cum­plidas, haber estado con un soldado conlleva su propio estigma (Theidon, 2004: 120).

Las mujeres recurrieron a su cuerpo para obtener información o salvar sus vidas, pero en sus propias comunidades fueron rechazadas, como si hubieran tenido más opciones. Así, otro de los obstáculos para denunciar, o siquiera para contarle a la familia o a los amigos, eran los prejuicios sociales. De esta manera, las mujeres violadas eran violentadas múltiples veces: la primera se daba durante la violación misma y las demás por el estigma que las marcaba en sus comunidades: “la gran mayoría nunca ha hablado con nadie sobre su horrenda experiencia […] Cuando se enteraban los esposos les pegaban, las dejaban o las humillaban por ser ‘las sobras de los soldados” (Theidon, 2004: 120). Hasta el momento, ninguna víctima de agresión sexual ha logrado obtener justicia y los violadores permanecen en total impunidad. Con esto se observa lo profundamente arraigado que estaba el machismo y la situación de absoluta vulnerabilidad e indefensión en la que se encontraban las mujeres (pobres, indígenas y campesinas) durante el conflicto.

La violencia de género también incluyó prostitución forzada, unión forzada, esclavitud sexual, abortos y embarazos forzados. Además, durante el gobierno fujimorista (entre 1996 y 2000) y en el marco del Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar, muchas mujeres fueron víctimas de violencia obstétrica física y psicológica, la cual constituye una flagrante violación a sus derechos humanos. Se calcula que a cerca de 314 605 mujeres se les quitó el derecho a la reproducción al ser esterilizadas sin su consentimiento y sometidas a hostigamientos, chantajes y amenazas (como pago de multas, penas de prisión o cancelación de ayuda alimentaria) de parte de personal médico para llevar a cabo las intervenciones quirúrgicas que les impedirían tener hijos.6 Esta violación de la salud reproductiva era considerada un método preventivo, pues las autoridades sostenían que en las comunidades indígenas no debían nacer niños para evitar que volviera la subversión. Al implementarse un proceso de eugenesia negativa, se pone en evidencia una vez más el racismo presente en el conflicto, puesto que se esterilizaron y eliminaron personas consideradas inferiores o con características genéticas no deseables, como las indígenas, para hacer un Perú más blanco. Así, no sólo puede verse que los cuerpos de las mujeres indígenas fueron violentados de distintas maneras, también que ser indígena era considerado casi un sinónimo de ser subversivo e, incluso, de ser desechable.

Otro aspecto fundamental que se incluye en el tema de las secuelas de la violencia de género es el de los infantes. Como consecuencia de estas violaciones perpetradas por militares muchas mujeres quedaron embarazadas. Para ellas había pocas opciones: algunas intentaban abortar con hierbas; otras recurrían al “aborto posparto”, es decir, utilizaban una práctica de larga data en el campo que consiste en “dejar morir” a los bebés no deseados acostándolos boca abajo hasta que dejan de respirar, ya sea porque han nacido con defectos o porque son producto de una violación; otras daban a luz y criaban solas a esos niños o niñas producto de la violación. Así, nacieron bebés que llevaban encima el estigma de ser hijo o hija de un militar: “Algunas madres criaron a estos niños en sus estancias, aislándolos de los insultos que circulaban en sus comunidades. Algunas los enviaron a familiares en la costa. Otros, ya adolescentes, han crecido en sus pueblos, aguantando las “habladurías” (Theidon, 2004: 127).

Quise extenderme en el contexto para enfatizar que, debido a la impunidad y a los prejuicios, muchos de los casos de agresiones sexuales no fueron denunciados ante las autoridades, pero sí han sido retomados por la literatura y otras artes. Un ejemplo es la novela Bioy, escrita por Diego Trelles Paz (Lima, 1977), ganadora del premio Francisco Casavella y finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2012.7

La obra se caracteriza por la complejidad de la trama: está formada por tres historias que dan cuenta de la violencia que conduce a la degeneración humana. Toda la narración está marcada por un estilo mordaz, fuerte y corrosivo. El autor incluye varios tipos de voces y niveles narrativos: aparecen cartas, diarios, un blog, narradores en primera, segunda y tercera personas, recursos cinematográficos y la diégesis abarca una línea temporal que va de 1986 a 2008.

Este texto se enfocará solamente en el aspecto que ya se ha apuntado: la manera en la que la segunda novela de Trelles Paz representa ficcionalmente la violencia ejercida contra los cuerpos femeninos durante la lucha antisubversiva peruana. La obra se compone de diversas líneas narrativas (hay varios personajes, épocas y espa­cios), pero hay una que es fundamental para este tema. La hipótesis que se propone es que la violencia ejercida contra los cuerpos femeninos puede apreciarse de manera clara en la línea narrativa de Elsa y el cabo Cáceres.

En la época del conflicto peruano, el protagonista era apenas un cabo del ejército, pero tiempo después se convierte en el líder de una de las bandas criminales más peligrosas de Lima y se hace llamar por su nombre de pila, Bioy, que le da título a la novela. Interesan esos primeros años porque el narrador presenta todos los factores que provocan un radical cambio en la psicología del personaje.

Durante su servicio en el ejército peruano, el cabo Cáceres recibe entrenamiento para agredir sexualmente a las mujeres, pues para un militar ésta es una forma de demostrar que está capacitado para acatar cualquier orden y que merece pertenecer a la institución. Además, debe hacerlo sin quebrantarse. Lo entrenan para eso: para no ser vulnerable, para no sentir, para ser indolente.

Aprender esto es complicado para Cáceres. Al inicio, inexperto y un poco ingenuo, sufre ante la violencia que sus superiores ejercen contra las prisioneras políticas. Entre ellas destaca Elsa, con quien tienen particular saña. La senderista es golpeada y violada frente a sus ojos. El estado en el que la encuentra es lamentable, como puede verse en la siguiente cita:

Enferma, hambrienta, delirante. Asqueada hasta la náusea por el olor de su propia mierda. Los pantalones hediondos pegados a la piel. Las piernas laxas contraídas contra el abdomen en posición fetal. El torso desnudo y tembloroso bajo una toalla sucia y, entre sus antebrazos, coloreados por hematomas, los pechos robustos cuelgan de lado, aún melosos por el rastro de esperma. Ya ha sido violada. Una vez (Trelles, 2012: 11).

Aunque hay varios narradores, la perspectiva que se privilegia en esta parte de la novela es la de la prisionera. El lector conoce sus pensamientos mientras está siendo torturada. Estas mismas escenas son también narradas por Cáceres, por lo que el lector tiene dos puntos de vista que permiten conocer la visión tanto de la víctima como del verdugo.

El cabo busca aliviar un poco el dolor de Elsa, incluso llega a sentir empatía por ella, aunque, cabe resaltar, nunca hace un intento real para salvarla. Cáceres no quiere ser como los demás, pero tampoco puede sustraerse de lo que sus superiores consideran que es parte de su labor. Si no cumple las órdenes pueden acusarlo de “insubordinación”: “Hombre que defiende a su patria no se doblega. Hombre que lucha por la paz de los otros doma sus miedos” (Trelles, 2012: 13), le repiten una y otra vez. Él, como todos, tenía que torturar a la prisionera porque representaba un peligro para su patria. Y, como era una mujer, la tortura debía ser sexual.

Bioy muestra que la violencia que ejercen los militares en contra de las prisioneras está ligada a la sexualidad y que, en el contexto de la guerra peruana, era una práctica sistemática y totalmente aceptada por los miembros del ejército. Las violaciones eran parte fundamental de las torturas a las senderistas y, a pesar de que algún soldado pudiera estar en contra, como Cáceres, debía hacerlo sin cuestionar porque era su trabajo y si quería conservarlo debía seguir las instrucciones que le dictaban. Él era un autómata cuya opinión no importaba y las violaciones eran, en palabras de Jean Franco (2008), un arma de guerra.

La inocencia del personaje se percibe en varios momentos: le avergüenza presenciar lo que hacen los soldados con tanto odio y se lamenta de su falta total de escrúpulos cuando, después de violar a Elsa, comentan con tranquilidad los partidos de futbol, pues es la época de la Copa del Mundo de México 1986. Al cabo Cáceres le parece una infamia tener que violar a la detenida, intenta resistirse, pero la presión de sus superiores es muy fuerte, insisten en que debe mostrar su “hombría” a través de la violación a Elsa y hacen bromas sobre su sexualidad: “yo tengo la teoría de que a Cáceres le gustan los hombres” (Trelles, 2012: 39). Como si evidenciar su homofobia al cuestionar la masculinidad del cabo, ese aspecto tan fundamental para ellos, fuera el camino para ceder.8

Cáceres no quiere hacerle nada a esa “hembrita”, a esa “niña pendejita” a esa “terruca conchatumadre”, como le dicen los demás. Sus compañeros se ríen, celebran cuando uno a uno cumple su turno de violarla. Para ellos, Elsa sólo es un objeto más, no es una presa política, no tiene derechos, ya no les importa la información que pueda darles, les importa destruirla, como a todas las mujeres que pasan por su sala de detención.

El mayor Gómez es quien presiona más a Cáceres para que ejerza violencia contra Elsa, lo insulta, lo golpea y lo castiga cuando intenta ayudarla, por mínima que sea esa ayuda. Los jefes del cabo no sienten ninguna culpa, incluso parecen disfrutarlo. El mayor Gómez, por ejemplo, en un gesto bastante aberrante, llega a sentir que es el protagonista de una película: “cuando viola a las detenidas, cuando goza viéndolas retorcerse de asco, no le parece descabellada la idea de que alguien lo esté filmando” (Trelles, 2012: 32).

Mientras, ella es golpeada, violada y quemada con cigarros por varios compañeros de Cáceres. Elsa trata de soportar, se distrae recordando a sus amigos de la universidad, a su novio y la forma en la que se involucró en Sendero Luminoso. Entró por voluntad propia, segura de que a través de la lucha armada podría contribuir a cambiar las injusticias y la desigualdad del país. Entendía el sacrificio y los peligros. El personaje es muy fuerte, sabe que tiene muy pocas posibilidades de salir con vida, pero no delata a nadie: “Yo sigo intacta de mente y de corazón. No me rompo-no renuncio-no me doblego” (Trelles, 2012: 34). Se decía a sí misma, sacando fortaleza de donde no la había.

Cáceres es amenazado por el mayor, quien le pone una pistola en la cabeza: “de acá sales hecho un hombre o no sales más” (Trelles, 2012: 207). Es ella o él, así que decide hacerlo, finalmente el cabo viola a Elsa. Este hecho lo cambia para siempre. A partir de ahí, Cáceres es capaz de cometer las peores atrocidades. La violación es la puerta que lo conduce a su vida futura en una banda criminal, a un “mundo que se ha vuelto laberinto y manicomio sin puertas” (Trelles, 2012: 299), como dice él mismo, ya convertido en Bioy.9

Después de la violación del cabo, Elsa es completamente destruida, ya no tiene control sobre su cuerpo, ni siquiera es capaz de controlar su voz. Sólo atina a tener los ojos abiertos por momentos. Después se desmaya y queda inconsciente. Desnuda y con los brazos atados. Cuando despierta “espera como un alivio la llegada de la muerte” (Trelles, 2012: 83). Aunque parece más una muñeca inmóvil que una mujer, todavía tiene vida. El dolor es insoportable:

El rostro magullado le palpita, está tan hinchado que ya no se distingue su nariz. El escozor de las quemaduras en los senos y en el abdomen es agudo y persistente […]. Ya está rendida. Físicamente, no le queda la menor fuerza. Sin embargo, sabe que su única arma de defensa es el silencio y no está dispuesta a perderla (Trelles, 2012: 84).

A pesar de todo, Elsa no cede. Al igual que en una película10 la escena se va a negros y el lector se entera varias páginas después del destino de ambos personajes. Como se ha visto con el caso de Elsa, en las guerras actuales el cuerpo femenino ya no se usa como antes, como esclavo, servil o concubino, sino que es “torturado por medios sexuales hasta destruirlo, hasta la muerte o la locura” (Segato, 2016: 79).

También es importante señalar que en esta parte de la novela, Diego Trelles Paz aborda otro tipo de violencia de género: las violaciones en grupo. Este tipo de prácticas fueron muy utilizadas durante el conflicto armado. En Perú, los soldados recibieron capacitación especial para llevarlas a cabo, como puede verse en Bioy, los convencían de la necesidad de las agresiones sexuales. Existe un aspecto ritual en la práctica de violar en grupo. Se ha sabido que en ocasiones, después de matar, los soldados se tomaban la sangre de sus víctimas o se untaban la cara y el pecho con esa sangre.11 De acuerdo con Kimberly Theidon, durante la guerra peruana las violaciones en grupo establecieron lazos de sangre entre los soldados, crearon una especie de “fraternidad letal”:

Estos lazos de sangre unieron a los soldados, y los cuerpos de las mujeres violadas sirvieron como el medio para forjar tales lazos. En el acto de violar en grupo no solamente rompieron con los códigos morales normalmente vigentes, sino que erradicaron la vergüenza. Cometer actos moralmente aborrecibles frente a otros no solamente forja lazos entre los perpetradores sino que forja sinvergüenzas capaces de la brutalidad. Al perder la vergüenza —una emoción reguladora que por definición implica un otro frente al cual uno se siente avergonzado—, se crean hombres capaces de un nivel recalibrado de atrocidad (Theidon, 2004: 121).

De esta forma, los soldados se sentían cobijados unos por otros, inmersos en esa lógica todo estaba permitido y ellos eran más que cómplices, se entendían y callaban lo que sucedía. Las mujeres violentadas perdían su condición de sujetos para ser meros objetos. Al inicio, algunos no querían participar12 y su renuencia se entiende porque muchos eran de la zona andina, es decir, tenían que ejercer violencia contra sus conocidos. Se trató de una violencia horizontal, por eso fue una guerra “entre prójimos”, como señala Kimberly Theidon: “teníamos miedo de nuestros prójimos, de nuestros hermanos” (Theidon, 2004: 18). Senderistas, ronderos o militares podían conocerse, incluso pertenecer a la misma comunidad. Esto es una especificidad de las guerras internas y por eso la etapa posterior es tan complicada, como menciona Rita Segato, en ellas:

El enemigo fue un “enemigo íntimo” —un vecino, una nuera, un padrino o la comunidad de enfrente—. Entonces, parte de lo que hay que reconciliar no es solamente el sufrimiento experimentado sino también el sufrimiento infligido. La tarea pendiente es “rehumanizar” tanto al enemigo cuanto a uno mismo (Segato, 2016: 24).

Durante las violaciones en grupo, era fundamental la presencia de testigos, otros militares que veían la escena sin participar. Esos actos fueron una forma de establecer jerarquías de poder entre los grupos armados, como se ve en Bioy. Los soldados violaban por rango y por turnos, comenzando con los oficiales y terminando con los reclutas. Puede decirse que los militares eran hipermasculinizados al forzarlos a cometer las violaciones y también a observarlas: “la militarización también implica cambios en lo que significa ser hombre o mujer: la ‘hipermasculinidad’ del guerrillero se basa en borrar cualquier característica considerada ‘femenina” (Theidon, 2004: 122). La hipermasculinidad es la exageración del modelo —histórico, social y cultural— de masculinidad hegemónica que implica sumisión, dominio y relaciones de poder respecto a las mujeres. La masculinidad13 podría definirse como: “un proceso, un conjunto de prácticas que se inscribe en un sistema sexo/género culturalmente específico para la regulación de las relaciones de poder, de los roles sociales y de los cuerpos de los individuos” (Schongut, 2012: 41). Cabe subrayar que esta hipermasculinidad no implica sólo el control de las mujeres, sino el sometimiento de otros hombres no hegemónicos, es decir, de otras masculinidades subordinadas. El hecho de que no todos los hombres se encuentren en una misma posición de poder se ve de manera clara en la jerarquía militar que aparece en la novela. El mayor exalta la masculinidad al máximo y el cabo Cáceres es humillado cuando su comportamiento no se adecua a este modelo. Los soldados, representantes de una institución masculina hegemónica, desean exaltar los rasgos viriles, machos y de hombría en sus subalternos. Ésos son los atributos que los hombres deben tener según su modelo de conducta, eso es lo que entienden y lo que quieren perpetuar, por eso todo aquel que no cumple estas características es objeto de burlas y castigos. Además, hay un claro desprecio por lo femenino, cualquier muestra de debilidad se asociaba con parecerse a una mujer, si alguien no quería ejercer violencia, como el cabo Cáceres, se le feminizaba como una forma de violencia simbólica, con esto también se borraba la culpa tras violar a una mujer, pues eran consideradas seres inferiores.

En las guerras contemporáneas, la violencia contra los cuerpos femeninos —o feminizados—14 es impulsada por el propio Estado a través de diversas instituciones o grupos, como el ejército. Esto es evidente en la novela de Diego Trelles Paz, en la que es posible observar que la violencia contra los cuerpos femeninos efectivamente se convirtió en un fin estratégico de la lucha contrainsurgente y los hombres que se negaban a ejercer violencia sexual eran feminizados. ¿Por qué se ejerce tanta violencia contra las mujeres y por qué las agresiones son sexuales en una guerra? Rita Segato responde que se debe a que “es en la violencia ejecutada por medios sexuales donde se afirma la destrucción moral del enemigo, cuando no puede ser escenificada mediante la firma pública de un documento formal de rendición. En este contexto, el cuerpo de la mujer es el bastidor15 o soporte en que se escribe la derrota moral del enemigo” (Segato, 2016: 61).

Lo que les sucedió a las comunidades indígenas de la zona andina durante el conflicto fue parecido a lo que apuntaba Segato en relación con las nuevas guerras. Las mujeres, niñas y ancianas indígenas quechua parlantes fueron víctimas de asesinatos y agresiones sexuales de parte de los militares de manera sistemática. Muchas de ellas nada tenían que ver con Sendero Luminoso, simplemente eran habitantes de la zona andina, por lo que se pensaba que podían tener algún tipo de lazo afectivo con los guerrilleros. Por esta razón eran violadas, para destruir moralmente al enemigo. Las secuelas que dejaron esas agresiones en el territorio peruano son devastadoras: mujeres enfermas, incapacitadas para tener hijos, niños huérfanos de padre, desplazamientos forzados y traumas físicos y psicológicos.16 Las mujeres andinas sufrieron esas violencias de las que Bioy da una muestra desde la ficción.

En el caso del personaje de la novela, Elsa sí tiene una relación directa, es una militante senderista, es miembro de un comando de aniquilamiento selectivo, por eso sus torturadores no se esconden. Las violaciones son grupales y son llevadas en el mismo centro de detención, no como las violaciones a mujeres en la sierra, que eran cometidas con cierta discreción. Elsa era una presa política y por eso su tortura estaba justificada, era permitida en el contexto de la guerra.

La tortura de Elsa es el episodio clave de la obra del escritor limeño. La prisionera no puede defender su cuerpo de los golpes. Es lo único que posee, por eso los militares se aprovechan, creen que violándolo acabarán con ella. Su cuerpo es su territorio personal, al ser vejado de esa manera es como si la dejaran sin nada, vacía. Pero Elsa es una mujer fuerte y no se doblega a pesar de que sabe que la muerte es casi inminente.

Resiste a pesar de “la apócrifa sensación de tumba abierta, de cuerpo inerte a punto de enterrarse” (Trelles, 2012: 30). Su punto de vista es la de una moribunda que agoniza en la sala de emergencias pero no se da por vencida.

Con esto la novela presenta el ambiente violento que se vivía en Perú durante el conflicto armado. Aquel país es descrito por el narrador de manera contundente como un:

País enterrado a la vera de sus muertos, país de cadáveres, montañas de cadáveres desnudos bajo la tierra, cadáveres olvidados, cadáveres descompuestos, cadáveres hediondos, pútridos. Hechos mierda. Cadáveres sin dueño. Cadáveres sin Dios, cadáveres perdidos en el limbo eterno de las fosas comunes, unos sobre otros como reses pestilentes, cadáveres vivos, cadáveres amnésicos, cadáveres andantes que no saben que han muerto (Trelles, 2012: 300).

Después de este breve análisis es posible sostener que la literatura puede ayudar a reinterpretar el pasado y a reconstruir los episodios violentos de las nuevas guerras. En los textos ficcionales hay espacio para los recuerdos, para reconocer los daños y las culpas y para ver aspectos de la realidad que no se ven a simple vista o que no tienen cabida en otro tipo de discursos. Son una forma de poner el dolor en la escena pública, hacerlo visible y quizá sanar las heridas.

El conflicto armado interno peruano dejó una gran cantidad de huellas e historias de víctimas y victimarios que necesitan ser contadas. Muchas de éstas han sido retomadas por la literatura —y otras artes— para contrarrestar el silencio, la negación y el olvido impuesto. En lo que concierne a la violencia de género el camino es todavía muy largo, pero novelas como Bioy son un gran paso para la reflexión y visibilización de este problema.

Referencias

Franco, Jean (2008), “La violación: un arma de guerra”, Debate feminista, núm. 37, pp. 16-33.

Huamán, Carlos (2015), Urpischallay. Transfiguraciones poéticas, memoria y cultura popular andina en el wayno, Lima, Altazor / Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos / Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe.

Schongut Grollmus, Nicolas (2012), “La construcción social de la masculinidad: poder, hegemonía y violencia”, Psicología, Conocimiento y Sociedad, núm. 2, pp. 27-65.

Segato, Rita Laura (2016), La guerra contra las mujeres, Madrid, Traficantes de sueños.

Theidon, Kimberly (2004), Entre prójimos. El conflicto armado interno y la política de la reconciliación en el Perú, Lima, Instituto de Estudios Peruanos.

Trelles Paz, Diego (2012), Bioy, Barcelona, Ediciones Destino.

Vich, Víctor (2015), Poéticas del duelo. Ensayos sobre arte, memoria y violencia política en el Perú, Lima, Instituto de Estudios Peruanos.

Notas

1 Este texto está basado en una ponencia presentada en el II Congreso Internacional "Cuerpo, territorio y violencia en nuestra América. Cartografías materiales y simbólicas", organizado por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM.
2 Para más información véase Herfried Münkler, The New Wars (2005) y “Las guerras de siglo XXI”, Revista Internacional de la Cruz Roja (2003).
3 En este sentido Vich afirma que: “el Informe final de la CVR continuó abriendo heridas y la historia es conocida: los partidos políticos fueron absolutamente incapaces de reconocer su responsabilidad en los hechos y las fuerzas armadas no iniciaron una verdadera reforma que contribuyera a reinventarlas desde otros paradigmas. Por su parte, los movimientos sociales privilegiaron luchas muy distintas a las de la memoria y una gran parte de la sociedad civil se desinteresó del problema como si se tratara de algo en lo que no conviene seguir hurgando” (Vich, 2015: 11-12).
4 Las cifras sobre este tema en el Informe de la CVR se encuentran en el tomo VI: capítulo 1, apartado 1.5: La violencia sexual contra la mujer.
5 Existe una extensa bibliografía sobre la violencia de género en el conflicto peruano, pero por razones de espacio me es imposible incluir todo lo que se ha escrito. Escogí a Kimberly Theidon porque concuerdo con sus planteamientos y me parece que es un texto muy completo para entender este tema. Para más información véanse los siguientes artículos: Claudia Salazar, “Género y violencia política en la literatura peruana: Rosa Cuchillo y Las hijas del terror” (Confluencia, vol. 29, 2013); Jelke Boesten, “The State and Violence Against Women in Peru: Intersecting Inequalities and Patriarchal Rule” (Social Politics: International Studies in Gender, State & Society, vol. 19, núm. 3, septiembre, 2012); Sandra Arvesú Juárez, “Los silencios en la memoria. Narrativa de la violencia sexual en la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú” (EntreDiversidades. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, núm. 6, 2016); Elena Alvites y Lucía Alvites, “Mujer y violencia política. Notas sobre el impacto del conflicto armado interno peruano” (Feminismo/s, núm. 9, 2007); y el libro de Jelke Boesten, Sexual violence during war and peace: gender, power, and post-conflict justice in Peru (Palgrave Macmillan, Nueva York, 2014). También es importante señalar que hay dos libros que se han publicado en 2018 sobre este tema: Género y conflicto armado en el Perú (Lima, La Plaza Editores), a cargo de Anouk Guiné y Maritza Felices-Luna, y Género y conflicto armado interno en el Perú (Lima, Fondo Editorial PUCP), editado por Mercedes Crisóstomo.
6 Los hombres también fueron víctimas de violaciones sexuales, aunque el informe no lo cataloga con ese nombre, sino como una modalidad de tortura.
7 Esta novela ha sido objeto de reseñas en revistas de divulgación, blogs y periódicos de América Latina, pero son pocos los estudios académicos que se han dedicado a analizarla: Aleksandra Gocławska participa con el capítulo “¿Representación como una forma de violencia? Psicoanálisis y desigualdad en la novela Bioy de Diego Trelles Paz”, en el libro editado por Miguel Carrera Garrido y Mariola Pietrak, Violencia y discurso en el mundo hispánico. Género, cotidianidad y poder (Universidad Marie Curie/ Padilla, 2015); Erika Almenara publicó recientemente el artículo “Descomposición de la masculinidad peruana en Bioy de Diego Trelles Paz”, en la Revista Iberoamericana (núm. 262, enero-marzo, 2018), y Oswaldo Estrada le dedica un ensayo en su libro Senderos de violencia. Latinoamérica y sus narrativas armadas (Valencia, Albatros, 2015). Sirva este artículo para contribuir al campo crítico en formación en torno a la novela de Trelles Paz.
8 En este sentido la militarización, en palabras de Theidon (2004: 122), también implica cambios en lo que significa ser hombre, hay una “hipermasculinidad” del soldado que se basa en borrar cualquier característica considerada “femenina”, se les feminiza como una forma de la violencia simbólica.
9 Ya cuando Cáceres es Bioy se ve claramente la mafialización de la política, actividades económicas ilegales, pero ya no excepcionales sino estructurales, y la violencia de una pandilla o grupo criminal de la que también habla Segato.
10 Cabe señalar que el cine es una fuente de inspiración constante en la obra de Trelles Paz, de ahí que exista la presencia de este tipo de recursos cinematográficos.
11 En el caso de los senderistas, es conocido que los militantes debían hacer lo mismo con perros negros, que simbolizaban a los traidores, y después con seres humanos.
12 Theidon narra que en sus conversaciones con exsoldados y exmarinos éstos contaban que la participación en las violaciones era obligatoria y señala que: “es posible que esta ficción sea un bálsamo para sus conciencias; sin embargo, nos describieron lo que les pasó a los soldados y marinos que no quisieron participar: ‘Con los reclutas, algunos eran muy jóvenes. Eran adolescentes nomás. No querían participar [en las violaciones]. Si uno rehusó, los demás lo llevarían aparte para violarlo. Todos lo violarían, con ese pobre gritando. Dijeron que estaban cambiando su voz: con tanto grito, su voz bajaba” (Theidon, 2004: 122).
13 Para más información sobre el tema de masculinidades, véase La dominación masculina (2000) de Pierre Bourdieu; y, de Raewyn Connell, Gender and power: Society, the person and sexual politics (1987), Masculinities (1995) y “Hegemonic masculinity. Rethinking the concept” (2005).
14 Segato (2016: 82) explica que cuando se viola tanto a una mujer como a un hombre “la intención es su feminización como marca definitiva e indeleble y ese acto, a su vez, establece de forma inapelable la imposibilidad de escapar de la matriz heterosexual como fundamento y primera lección de dominación”.
15 La antropóloga señala que “el cuerpo de las mujeres, por su afinidad arcaica con la dimensión territorial, es aquí el bastidor o tableta sobre el cual los signos de adhesión son escritos […] y en el cuerpo femenino y feminizado los enemigos de la red graban con saña las señales de su antagonismo (Segato, 2016: 69).
16 Aquí surgió la llamada enfermedad de “la teta asustada”. Algunas mujeres, víctimas o no de agresiones sexuales, creían que el miedo se pasaba a sus hijos a través de la leche materna. Tener “la teta asustada” significaba que la leche materna contenía rabia, tristeza y sufrimiento.

Notas de autor

* Brenda Morales Muñoz. Es licenciada, maestra y doctora en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sus líneas de investigación son: narrativa latinoamericana contemporánea, literatura peruana, novela histórica y la ficcionalización de la violencia. Es miembro fundador del Seminario de Estudios sobre Narrativa Latinoamericana Contemporánea (SENALC) de la UNAM. Su publicación más reciente es “El pasado que es presente: un estudio sobre la representación ficcional del conflicto armado peruano”, en Alexandra Saavedra e Ivonne Sánchez (coords.), La posición sesgada. Miradas a la narrativa reciente en América Latina. México, UNAM-CIALC, 2017.


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