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Elementos panópticos en dos narraciones del crimen de la calle Aramberri
Panoptic elements in two narrations of the crime of Aramberri Street
La Colmena, núm. 99, pp. 43-54, 2018
Universidad Autónoma del Estado de México

Aguijón


Resumen: En la presente investigación se analiza cómo las obras ficcionales de Eusebio de la Cueva y Hugo Valdés logran generar narradores panópticos y construcciones narrativas que permiten llenar los vacíos múltiples que un acontecimiento como el crimen de la calle Aramberri deja a su paso tras el silencioso proceso de cambio que provoca en la configuración sociológica y psicológica de Monterrey. La metodología utilizada constituye el empleo de los postulados del panóptico de Foucault en su entrevista “El ojo del poder” (1980) y de la teoría literaria de Luz Aurora Pimentel. El aporte principal del estudio constata que los tratamientos estilísticos por los que ambos autores optan para la recreación del sentir de la época pueden responder a la trascendencia histórica y literaria en la consolidación de la metrópoli como la conocemos hoy.

Palabras clave: literatura latinoamericana, vigilancia, crimen, ciudad, novela.

Abstract: In the present research it is analyzed how fictional works by Eusebio de la Cueva and Hugo Valdés manage to produce panoptic narrators and narrative cons­tructions that allow filling multiple gaps that an occurrence such as that of Aramberri Street leaves in its wake after the silent change process caused in the sociologic and psychologic configuration of Monterrey. The methodology resorted to comprises the utilization of Foucault’s panoptic postulates in his interview “The eye of power” (1980) and Luz Aurora Pimentel’s literary theory. The main contribution of this study verifies that the stylistic treatments the authors use to recreate the feeling of the time can respond to the historic and literary transcendence in the consolidation of the metropolis as we know it at present.

Keywords: Latin American literature, surveillance, crime, city, novel.

INTRODUCCIÓN

Cae la tarde del cinco de abril de 1930. En la calle Aramberri, la sangre corre bajo el dintel de las puertas del número 1026. Un asesinato múltiple, el de Antonia y Florencia Montemayor, ha pintado a Monterrey de un color hasta el momento desconocido y perturbador; uno que, ciertamente, cambiará el futuro de esta sociedad industrial que florece en la región norte del país. Este cruento asesinato, recordado por los periódicos de la época como un horrendo crimen de carácter sanguinario, desató tal pánico en la localidad que transformó para siempre el lugar de los hechos. La gravedad del episodio cobró un peso histórico de suma relevancia para la consolidación de la comunidad regiomontana. Hoy, sitio encantado y embrujado, huella de la amenaza constante que perturba la paz social, el crimen de la calle Arramberri sigue dirigiendo los ojos de la ciudad en torno a una leyenda que devela los estragos y terrores que conlleva la terrible intromisión de la violencia en la urbe. Así, todas las miradas caen sobre la fachada del domicilio: la ciudad comienza a tornarse en un gran ojo, en un inmenso observador. La luz busca entrar por los rincones más íntimos que yacen en las habitaciones del recinto, que nadie ni nada quede absuelto de la mirada del otro. Las opiniones corren de esquina a esquina, la vigilancia se vuelve el espíritu de la urbe y los acontecimientos generan prisiones que hacen de todos los habitantes posibles victimarios. ¿Dónde queda entonces el poder y el control? ¿En el pueblo o en las autoridades públicas?

Las observaciones juiciosas de un ser capaz de mirar cada ángulo, los señalamientos con el dedo de una ciudad que busca el control de sus habitantes, la amenaza de ese otro que no puede ser vigilado; todo esto provoca un halo de sospe­chas angustiosas capaces de tocar hasta las más insensibles fibras de la ciudadanía. No obstante, lo anterior logra traspasar los meros límites del fenómeno realista para plasmarse en las páginas que puede ofrecernos el desdoblamiento ficcional. Eusebio de la Cueva —poeta, novelista, periodista del periódico El Porvenir y testigo del fenómeno— presenta su versión de los hechos, siendo la más cercana al crimen. Años después, el narrador y ensayista regiomontano, Hugo Valdés, retomará el episodio bajo una nueva elección de recursos formales, pero logrando el mismo objetivo central de su antecesor: comprender uno de los sucesos más transformadores de la configu­ración social y cultural de la naciente metrópoli, que hizo de ella vigilante y prisión de sí misma. Por tanto, ambas novelas no sólo coinciden en la evidente similitud de tramas, sino en un concepto propuesto por el pensador francés Michel Foucault, basado en el panóptico de Bentham: presentarnos una ciudad-personaje —caracte­rizada por albergar a una sociedad incipiente y cerrada— que, en su búsqueda de poder y control sobre el restablecimiento del orden anhelado, se debate éticamente en torno a sus roles de vigilantes y vigilados. Esto, sin embargo, logrando la absoluta implicación del lector mediante la figura del narrador; haciéndolo un observador social más del cruento fenómeno, uno con ese ente ciudad.

El presente trabajo pretende analizar —bajo la mirada de Foucault y la teoría literaria de Luz Aurora Pimentel— cómo las creaciones ficcionales de ambos autores logran generar narradores panópticos y construcciones narrativas que permiten llenar los vacíos múltiples que un acontecimiento como el crimen de la calle Aramberri deja a su paso tras el silencioso proceso de cambio que provoca en la configuración sociológica y psicológica de Monterrey. No obstante, se pretende examinar la evolución y las discrepancias formales de la obra de Eusebio de la Cueva frente a la posterior presentación de Hugo Valdés, quien perfecciona la sensación panóptica a través de la segunda persona narrativa y nos entrega como lectores una mirada que —lejos de mostrarnos sólo las fachadas— nos lleva hacia los interiores de las “celdas” panópticas, rediseñando, por tanto, la arquitectura narrativa de De la Cueva. Así, los tratamientos estilísticos por los que ambos autores optan para la recreación del sentir de la época pueden, por tanto, responder a la trascendencia histórica y literaria en la consolidación de la metrópoli como la conocemos hoy.

UN EDIFICIO CIRCULAR Y UNA TORRE: ARQUITECTURA NARRATIVA PANÓPTICA

Todo crimen se ve circundado por un sinfín de versiones de los hechos, los que el detective policial en turno debe recopilar y posteriormente organizar para vislumbrar el todo de la escena. En el desdoblamiento ficcional, esto no es la excepción. El autor, como lo hiciera un detective, debe recopilar todos los fragmentos de la trama y ser lo suficientemente capaz de presentar un acomodo de la secuencia que permita la trans­misión de emociones, perspectivas o efectos literarios que vayan acorde con lo que éste o aquél desea comunicar a su futuro lector. El principio, el medio y el desenlace1 conllevan una planeación previa por parte del novelista, quien —en un paralelo arquitectónico— construye, con los bloques de los hechos, un todo capaz de cubrir no sólo la historia en su totalidad sino la argamasa del cómo se desea relatar ese edificio narrativo. Pérez Romero (2000: 10) señala que “existen ciertas arquitecturas que funcionan como textos, que dislocan el sentido tradicional entre forma y significado. Sus estructuras responden a la formulación de una determinada estructura literaria. No representan una narrativa, sino la estructura de una forma narrativa”, siendo posible, por tanto, analizar el desarrollo de una arquitectura literaria, en donde la distribución ficcional se despliega en torno a una construcción física. Mas, ¿qué edificación puede establecer un paralelo con las estructuras empleadas por Eusebio de la Cueva y Hugo Valdés en la presentación de un acontecimiento común: el crimen de la calle Aramberri?

Si bien los autores difieren en sus épocas y, por tanto, en ciertos tratamientos formales o estilísticos, lo cierto es que la experiencia de lectura, derivada de ambos textos, se destaca por la creación de una estructura narrativa similar. La novela de Eusebio de la Cueva, que pudiera ser considerada dentro del género negro, se presenta como pionera en la noción de documental de ficción, además de empezar a consolidar el género novelístico de la ciudad.2 Sin embargo, Valdés rescata la magnitud del hecho desde la ficción y mediante un género más próximo al policiaco, cuyo universo narrativo, como señala Moreno Rojas (2004: 28), muestra una ciudad sometida por la violencia y en una condición vulnerable. No obstante, pese a la intertextualidad que yace en la narración del mismo hecho histórico, así como sus diferencias de estilo y temporalidad, la consolidación de una atmósfera de vigilancia se hace presente en ambos textos. De esta forma, el inicio de la novela de Eusebio de la Cueva parte con la presentación del personaje de Delfino y el crimen ya acontecido “le vino de improviso, a modo de una oleada trágica, el tufo acre de sangre como un brusco aviso de la fatalidad” (De la Cueva, 2016: 13), mostrando un desarrollo que en su mayor parte irá del presente hacia el pasado hasta finalmente develar la escena del crimen, los culpables, el desarrollo del juicio y culminar en el castigo de éstos. De la misma forma, Hugo Valdés comparte dicho acomodo presentando un inicio donde el crimen ya fue realizado: “el propio don Delfino […] aseguró a la policía que por las noches acostumbraba revisar todas las puertas” (Valdés, 2013: 12), haciendo un recuento de los hechos del presente hacia el pasado, fijando su mirada en el desarrollo de las investigaciones policiales, para finalizar igualmente en la presentación del crimen y el castigo a los asesinos. Además, dicha similitud deriva en la creación de un ambiente donde se respira la sospecha, donde el narrador y los personajes se tornan en vigilantes y vigilados, y donde la estructura misma genera una sensación de inmersión en la que el lector tiene su mirada puesta a la par de los personajes. Mas, ¿cómo es visible la construcción de dicha afectación lectora mediante la elección de estructuras narrativas similares?

Al establecer, por tanto, la anterior similitud de estructuras narrativas con un posible paralelismo arquitectónico, tomaremos la figura del panóptico, propuesta por Michel Foucault en la entrevista “El ojo del poder”, para comprender a profundidad esta sensación de vigilancia estimulada mediante el empleo arquitectónico narrativo de ambas obras. Foucault describe el panóptico de Bentham como:

un edificio circular; en el centro una torre; ésta aparece atravesada por amplias ventanas que se abren sobre la cara interior del círculo. El edificio periférico está dividido en celdas, cada una de las cuales ocupa todo el espesor del edificio. Estas celdas tienen dos ventanas: una abierta hacia el interior que corresponde a las ventanas de la torre; y otra hacia el exterior que deja pasar la luz de un lado a otro de la celda (Foucault, 1980: 1).

Aquí la idea de un punto ciego es inexistente: cada resquicio, rincón y espacio están perfectamente visibles, tanto para el vigilante como para el vigilado.

Si traspasamos dicha concepción arquitectónica a la estructura narrativa elegida por los autores podemos observar que ambas obras presentan al lector un cúmulo de sucesos diversos y personajes que paulatinamente van manifestado relaciones entre sí, como si las historias individuales de Emeterio, Delfino, Gabriel, Fernando, Heliodoro, entre otros, fuesen las celdas del panóptico, las que terminan por ser enlazadas bajo el crimen, como el todo, el edificio circular en sí mismo. El lector, por otra parte, se posiciona como cómplice del narrador en la torre panóptica: es capaz de ver el todo circular, las celdas que presentan los personajes con sus tramas individuales, así como sus conexiones unos con los otros. No obstante, sólo Hugo Valdés, mediante la profundidad de los personajes y su trabajada psicología, logra poner la luz de la torre sobre las celdas y verdaderamente mostrarnos todos los resquicios posibles del edificio narrativo; diferencia crucial con De la Cueva al no presentar sus verdaderos interiores.

Al ahondar en lo expuesto, el panóptico narrativo de Eusebio de la Cueva muestra el desarrollo de las “celdas”, a través de un narrador contemplativo (la “torre”)3 parecido al desplegado por Hugo Valdés, concentrando su atención en la ciudad como personaje y principalmente en la vida de los asesinos: Fernando, El Ciego, Heliodoro, Gabriel y Emeterio. No obstante, la presentación de dichas celdas es sumamente superficial, dejando vacíos en el efecto panóptico y en su arquitectura narrativa, que tienen afectaciones en la verosimilitud4 de los acontecimientos y —por ende— en la sensación de la lectura. De la Cueva presenta características físicas y algunas actitudes de los personajes siempre de formas extremadas a un solo rasgo de la per­sonalidad. Ejemplo de ello es la descripción que hace de Emeterio, personaje sobre el que profundiza poco: “tenía definidos ya los enfermizos instintos sádicos. Se supo de aspectos diversos de sus desviaciones mentales en los terrenos de la sexualidad que se manifestaban a menudo por formas de manía exhibicionista” (De La Cueva, 2016: 48), quedando dudoso el verdadero carácter de ambos asesinos, sus motivos y desde luego sus acciones mismas. Sin embargo, Hugo Valdés utiliza la “luz de la torre” sobre las celdas en la introducción de Inés, generando un panóptico estructural y una sensación mucho más verosímil, completa y potente en la inmersión del lector en la obra. De esta forma, la descripción de Emeterio, por ejemplo, es de mayor profundidad: “A veces Emeterio da la impresión de que juega, como los muchachos, a exhibir su calentura por motivo de las hembras, con todo ese sacudimiento que le sube desde las piernas para acentuarse ingles arriba. Pero Emeterio no juega” (Valdés, 2013: 89), logrando la consolidación de un panóptico total.

Así, el poder de la vigilancia, que despierta el panóptico, toma control no sólo del conflicto ético de la trama sino de la configuración estructural de ambas obras y, por tanto, de sus efectos en la experiencia de lectura y la inmersión del lector. Como indica Rodríguez Fernández (2004: 12), “el poder funciona en todas partes de la máquina de narrar llamada novela […] introduce lo real en la ficción, enfoca el ojo del narrador, hace bizquear el del lector, determina el orden del discurso, transparenta el mundo narrado”, elemento visible en las construcciones de Hugo Valdés y Eusebio de la Cueva, puesto que la configuración narrativa al presentar al inicio la consumación del crimen logra que los respectivos narradores centren sus miradas en las estructuras político-sociales desde las cuales los personajes se observan los unos a los otros en busca de posibles culpables. Además, esto logra la inmersión de la realidad del fenómeno al mundo ficcional, recreando, para el lector, el sentir de la época, pero al mismo tiempo haciendo de dicha sensación de vigilancia la fuerza que lleva la trama de inicio a fin como maquinaria ética, psicológica y social de la recreación de los hechos en el producto creativo.

EL QUE TODO LO MIRA: EL NARRADOR COMO FIGURA OMNICONTEMPLATIVA

El que narra su versión de los hechos frente al crimen intenta desesperadamente marcar cada ángulo de la historia, cada fragmento observado. La vigilancia y el ser vigilado juegan un papel trascendental en el relato que será dado, puesto que el narrador es el único puente entre los hechos sucedidos y quien desea conocerlos. Lo mismo pasa con la narrativa ficcional: el autor debe desprenderse de su yo mediante la figura del narrador o transfigurarse sutilmente en él para generar lo que Luz Aurora Pimentel (1998: 6) comenta como “mediador indispensable entre el mundo narrado y el lector”. Su figura, por tanto, es la clave para comprender el todo de la estructura narrativa, puesto que es la única capaz de hacer al lector cómplice y testigo, personaje más del universo ficcional del autor. Dicha inmersión, mediante el rol central del narrador, juega un papel trascendental en las obras de Eusebio de la Cueva y Hugo Valdés, reforzando la estructura panóptica en torno al crimen mediante la “total visibilidad de los cuerpos, de los individuos, de las cosas, bajo una mirada centralizada” (Foucault, 1980: 1) que ofrecen ambos narradores en su poder omnicontemplativo.

El narrador panóptico, capaz de mirarlo todo y emitir juicios éticos, logra internarnos en la misma torre del vigilante, haciéndonos hábiles para mirar a través de cada celda, en el interior de las historias paralelas que circundan el crimen cometido. En el caso de Eusebio de la Cueva, el narrador omnisciente en tercera persona es capaz de presentar cada personaje de forma total, otorgándonos detalles que nos dejan entrever incluso la intimidad de las figuras. Ejemplo de ello se ve en la siguiente cita: “[sobre Delfino] se quedó otra vez agobiado, convencido de que empezaba para él una nueva época, una era de quebrantamientos, progresivos de la voluntad, de enternecimientos cada vez más angustiadores” (De la Cueva, 2016: 20-21), siendo posible conocer las emociones más internas de don Delfino tras la muerte de su mujer e hija y, por tanto, entablando un puente de empatía entre el lector y su historia particular que le permite introducirse como testigo-personaje a la par del narrador mismo. De esta forma, verbigracia, el narrador de De la Cueva es conocedor de lo que sus personajes piensan, imaginan y desean; como cuando al hablar de Fernando, éste nos dice: “debieron pasar por su imaginación las visiones de los días, las noches, cuando rondaba la vivienda donde ahora se hallaba, ansioso de verse con ella” (De la Cueva, 2016: 37), vigilando constantemente los movimientos de cada personaje y haciéndonos a nosotros mismos vigilantes bajo su mirada. Así, el panóptico omnipresencial se cumple en De la Cueva mediante la elección de una tercera persona omnipresente que logra captar a todas las figuras en su periferia, completar todas las celdas y echar luz sobre la profundidad de sus rincones, haciendo del lector un observador más, uno que juega con las miradas de los otros en la configuración de la ciudad como vigilantes y vigilados.

Sin embargo, el cambio de persona narrativa de una tercera a una segunda del singular, en el tratamiento posterior de Hugo Valdés, optimiza la sensación panóptica del narrador, provocando no sólo la inmersión del lector al convertirlo en vigilante capaz de mirar cada ángulo, sino que lo hace un actante que participa, cuestiona y juzga desde la torre las celdas íntimas que ya conoce. Como Eusebio de la Cueva, pero de una forma mucho más profunda puesto que su tratamiento de la psicología de los personajes es de mayor elaboración, el narrador omnipresencial de Valdés es capaz de indagar y vislumbrar la presencia de las celdas de los personajes desde un tú/ustedes que incluye tanto a Inés (personaje interpelado) como al lector mismo. Ejemplo de lo anterior puede apreciarse en la siguiente cita: “Liborio García alzó el bulto de ropa frente a todos ustedes. Su sonrisa no fue más lejos: dejó de herir a los carniceros y, de seguro en contra de su deseo” (Valdés, 2013: 30), donde el narrador no sólo dirige su punto focal a la atención del personaje de Liborio y sus acciones, sino que, al emplear el pronombre “ustedes” dirigiéndose al personaje de Inés, termina por solicitar la observación del lector y hacerlo partícipe del momento relatado. Asimismo, las inclusiones con el lector por parte del narrador de Valdés —en la figura de Inés— nos introducen en la torre del panóptico de forma más profunda que en el caso de Eusebio de la Cueva, ya que nos convierte en un ciudadano más de forma directa. Cuando éste cuestiona: “¿Es que estábamos todos tan ciegos en Monterrey como para no darnos cuenta de nada?” (Valdés, 2013: 25), el narrador mismo se declara testigo y un vigilante más de la ciudadanía, personaje invisible y capaz de observarlo todo, pero con una presencia física en Monterrey que nos incluye a nosotros como lectores dentro de los vigilantes y vigilados del crimen.

No obstante, dichos narradores panópticos omnipresenciales presentan otro punto trascendental en la recreación de la vigilancia y el poder que el crimen suscita, así como en la suma de los recursos formales y estructurales que los autores emplean en pos de dicho objetivo. Este punto concierne a la distinción entre autor y narrador, la cual en ocasiones termina por diluirse frente a la importancia de consolidar vigilantes éticos capaces de patrullar las acciones de los personajes. Como señala Trancón (2012: 453), “el yo del autor —origen empírico de la escritura— se diluye en una entidad imaginaria”, para así establecer una voz ficcional autónoma que pueda sostener por sí misma la estructura narrativa. Sin embargo, “el género morialístico o autobiográfico pone especialmente de manifiesto las contradicciones [...] entre autor y narrador (Trancón, 2012: 453), siendo éste el caso de los narradores omnipresenciales en las obras de Hugo Valdés y De la Cueva. De esta forma, los narradores panópticos de ambas obras vigilan y hacen vigilante al lector bajo la mirada ética del autor diluido en un yo imaginario; esto, generando mayor verosimilitud a la narración, consolidando la estructura panóptica narrativa y haciendo al lector personaje omnipresencial, avizor y juez, lo que incrementa por tanto su inmersión y su participación.

El narrador en tercera persona omnisciente de Eusebio de la Cueva interpela por las opiniones del lector de forma sumamente directa, haciendo que éste juzgue y participe de los juegos de vigilancia y poder que ocurren dentro del relato, complementado en su despliegue a la realidad del lector mediante la estructura narrativa. Así, con cuestionamientos como: “¿Quién debería resolver esto? ¿La ley o la exaltación? ¿La multitud o los jueces?” (De la Cueva, 2016: 95), la figura del narrador panóptico es patrullero y juez del mundo que relata; mas, la apelación por una respuesta no está dirigida a un personaje particular, puesto que su mirada se posa en las conciencias de todas las figuras por igual y se distancia mediante el “ustedes” que no parece relacionarlo directamente con los anteriores. Entonces, ¿quién es el responsable de responder dicha interrogante si no es el lector? ¿Es realmente el narrador quien interpela algo tan excluyente y moralizante al curso de la trama con autonomía respecto al autor? Esta dilución del narrador también es evidente en Hugo Valdés, quien con una segunda persona presenta menor distinción autor-narrador y mayores juicios éticos que en Eusebio de la Cueva, involucrando al lector en la búsqueda de su opinión ética acerca del caso, vigilado por todas las figuras. Con interpelaciones como: “Qué confusión, qué revoltijo era este caso. ¿Y lo llamabas así, caso nada más, como a cualquier robo?” (Valdés, 2013: 35), el narrador es delatador y enjuiciador de las acciones de Inés, vigilante en sí mismo de casi todos los habitantes por su figura policial, haciendo que la interpelación nos haga ceder y querer emitir nuestra opinión, puesto que formamos parte de dicha cadena de vigilancia mediante la estructura narrativa panóptica.

El narrador —vigilante presencial, juez ético y máscara del autor— logra, por tanto, sumarse a la arquitectura narrativa panóptica y potenciar, no sólo la sensación de vigilancia, sino poner sobre la mesa la discusión del poder en torno a la decisión del control de la ciudadanía. Pero esto se desenvuelve dentro y fuera del relato, provo­cando que la inmersión del lector como vigilante le haga actante de la trama en sí misma y participante más del personaje en juicio: la ciudad.

LA GRAN PRISIÓN INVISIBLE: LA CIUDAD COMO PERSONAJE VIGILANTE Y VIGILADO

En ocasiones, el encarcelamiento del criminal comienza a producirse mucho antes de estar tras las rejas de una celda. Las sospechas, la mirada de los otros y el sentimiento de amenaza constante del extraño pueden generar que la misma comunidad se torne en una prisión. La ciudad, por tanto, aparece en el mundo ficcional como una figura capaz de imitar dichas sensaciones, convirtiéndose en sí misma en un ente autónomo que recrea las estructuras de una comunidad como agente vigilante, personaje de poder y de influencia en el todo narrativo. Como apunta Rodríguez Fernández (2004: 12) “en el origen de la novela […] realista hispanoamericana hay […] una ‘estrecha relación’ con las estructuras político-sociales”, vínculo evidente con las obras de Eusebio de la Cueva y Hugo Valdés, en las que el narrador y las estructuras narrativas logran fusionarse para la imitación del entorno suscitado en la época mediante la ciudad como personaje, siendo esta misma torre y edificio propio entidad personificada donde todos se miran los unos a los otros, se juzgan éticamente (como el narrador), se vigilan (como la arquitectura narrativa) y, por tanto, se regulan en juegos de control y poder. La ciudad como panóptico logra hacer que los miembros indisciplinados de la ciudad y los buenos ciudadanos se consoliden como uno —como establece Foucault en su entrevista: “su problema, no ha sido hacer que las gentes fuesen castigadas; sino hacer que ni siquiera puedan actuar mal en la medida en que se sentirían sumergidas, inmersas, en un campo de visi­bilidad total en el cual la opinión de los otros, la mirada de los otros, el discurso de los otros, les impidan obrar mal o hacer lo que es nocivo” (Foucault, 1980: 4)— para la recreación de estructuras político-sociales reales, su vigilancia y su castigo.

De esta forma, en ambas obras es evidente que la ciudad se presenta como un gran ojo, un observador que busca desesperadamente mirar cada ángulo y rincón de sus límites comunitarios. Por ejemplo, De la Cueva presenta dicha personificación panóptica mediante la siguiente descripción: “Un velo de misterio arropaba el crimen y, por la ciudad, entremezclándose, oyendo, asechando, recreándose, a la mejor morbosamente en el sensacionalismo de los hechos, los criminales se movían a su antojo, libremente” (De la Cueva, 2016: 27), provocando la sensación de un vigilante común y uno que no busca desesperadamente posar sus ojos sobre aquellos que acreditan castigo. Asimismo, la consolidación panóptica del ente ciudad concreta su función reguladora en la obra de Hugo Valdés, como se aprecia en el retrato de ésta: “puesto que todos aquí nos conocíamos como quien mora bajo un mismo techo, los asesinatos, de pronto, cortaron de tajo la confianza que sentíamos unos hacia otros. Ahora nadie, Inés, nadie en Monterrey estaba seguro de que los criminales no vivieran en la casa de junto” (Valdés, 2013: 36), otorgándole un poder social capaz de regularizar la conducta de los vigilados y vigilantes desde la forma panóptica, que aparece en la obra de Eusebio de la Cueva. El propio Eusebio de la Cueva (2016: 95), al declarar que “el poderoso organismo de la masa sublevada de ira quería hartarse de sangre”, concluye que la decisión final sobre los asesinos fue ejercida por el poder regulador de la ciudad, personaje múltiple que en la unanimidad de figuras se solidifica en la voz del control y poder.

De esta forma, en las obras de Valdés y De la Cueva, es perceptible aquello que establece Foucault al entablar el funcionamiento del panóptico: “No existe en ella un poder que radicaría totalmente en alguien y que ese alguien ejercería él solo y de forma absoluta sobre los demás; es una máquina en la que todo el mundo está aprisionado, tanto los que ejercen el poder como aquellos sobre los que el poder se ejerce” (Foucault, 1980: 6). De esta forma, “el poder ya no se identifica sustancialmente con un individuo que lo ejercería o lo poseería en virtud de su nacimiento, se convierte en una maquinaria de la que nadie es titular” (Foucault, 1980: 6), puesto que la ciudad ente en ambos casos no se queda en la cohesión de los vigilantes en un solo observador común que aspira deseos concretos de participación, sino que se les otorga el poder de dominar la situación mediante el control que la vigilancia entre unos y otros genera. La ciudad-personaje es una prisión panóptica, un recinto donde todo se conoce, “siempre se sabría cuando ustedes llegaran, y más precisamente ahora en que el impacto del crimen sobresaltaba a la ciudadanía volviéndola tan desconfiada como morbosa” (Valdés, 2013: 27), donde la cuestión de voz del común denominador tiene más peso que toda la jerarquía de las instituciones, “sumisa y confiada, la otra voz, la de la ley, expresión inflexible de la justicia, pero no [la multitud] quería el castigo inmediato, brutal, horrendo, trágico” (De la Cueva, 2016: 97); lugar de encarcelamiento y regulador moralizante de perfecto diseño.

La ciudad vigilante debe controlar su poder para regular las conductas dentro de las murallas de la prisión invisible, la cual ha creado al circundar los límites de la ciudad física con su mirada. Pero, ¿qué sucede con las miradas que se escapan de la periferia del vigilante? ¿Qué pasa con ese otro que puede ser el transgresor de la paz y se escapa de la regularización del poder panóptico? El extraño, aquel que transita afuera de las murallas de la prisión, escapa de la mirada del vigilante y provoca una amenaza para la consolidación del control. El miedo ante aquel que se escapa de la observación del ente ciudad se hace evidente en la obra de Hugo Valdés cuando éste declara: “todos en Monterrey esperábamos que los asesinos fueran de aquí mismo” (Valdés, 2013: 90), siendo que si el asesino forma parte de la misma comunidad podría pasar por el ojo de los mismos ciudadanos y de la ley, evitando posibles fugas o la inmersión de la paranoia por la amenaza del incontrolable. Cuando Eusebio de la Cueva (2016: 23) describe “se decía de cuadrillas de malhechores científicamente organizadas que habían venido de otras regiones a sentar sus reales acá”, puede apreciarse la coincidencia con el texto de Valdés, puesto que en ambos el efecto panóptico depende totalmente de la mirada de unos a los otros, lo que demuestra la ansiedad por mantener el control de la captura de los asesinos y el restablecimiento del orden.

¿Cómo puede la ciudad ente mantener el control y la estabilidad en la observación? El rumor aparece como el cable de línea que permite que todos los vigilantes puedan coordinar y unificar su poder regulador en torno a sus sospechas. La herramienta de poder del panóptico de ambas obras se basa, de esta forma, en el cuchicheo tal y como establece Foucault (1980: 5) “el poder podría ejercerse por el solo hecho de que las cosas se sabrán y las gentes serán observadas por una especie de mirada inmediata, colectiva y anónima. Un poder donde el corte principal fuese la opinión no podría tolerar regiones de sombra”. La opinión y el murmullo son las armas más poderosas para la vigilancia y para ampliar las regiones donde la sombra puede generar la poca vigilancia de ese otro, como se aprecia en la narración de Hugo Valdés (2013: 34):

la ciudad transpiraba, rezumaba de voces, rumoraba tantas versiones acerca de los asesinos que era un desconcierto producido por sordos, por hombres locos de la boca, decidores a mares, sin empacho no que sus conclusiones no amarraran con las recién confirmadas hablando hasta por los codos desde el miércoles, todavía llenos de espanto bajo un sol como ése después de que se cometiera un asesinato tan siniestro en pleno centro.

El cotilleo de la ciudad es la clave para sostener el control a costa del poder de las instituciones, siendo ésta la prisión y la legislación más potente en el desenvolvimiento de la trama y las decisiones finales en torno al destino de los criminales.

Así, la consolidación de la ciudad como un personaje autónomo, capaz de consolidar y recrear las estructuras políticas y socioculturales generadas en torno al crimen, establece la sensación panóptica entre los personajes, el narrador y el conflicto ético en juego. La ciudad agrupa a sus miembros como un enteuno que utiliza el rumor como elemento de poder y unificación para, con ello, provocar la mirada de unos con otros en torno a los sospechosos y así regular la conducta de los habitantes y sostener el control de las circunstancias. De esta forma, el gran ojo panóptico de las ciudades, el lente que todo lo mira, cuenta con una voz capaz de transformar las decisiones éticas más controversiales, incluso en contra de la ley.

CONCLUSIÓN

Finalmente, el crimen se resuelve. Los vigilantes lograron mantener a los asesinos bajo el radar de su observación, en una prisión invisible más efectiva que aquella física en la delegación. Los rumores corren y, con ellos, las sospechas y las acusaciones con el dedo. Los vigilantes, la ciudad ente, es capaz no sólo de entregar a los culpables a las autoridades sino también de ejercer su decisión última en el destino de los criminales. Y todos nosotros —narrador, autor y ciudad— queríamos sangre, y eso obtuvimos. El desdoblamiento ficcional que nos presentan ambas obras nos ha demostrado que muchos vacíos en el relato pueden concretarse bajo nuestra reflexión personal. En nuestra observación de todos los ángulos del panóptico, que la arquitectura narrativa y la comunidad misma configuran, se constata la participación que sostenemos en torno al relato y nuestros juicios éticos sobre el castigo merecido. Lo anterior no sólo nos revela un retrato de la estructura político y social tras un acontecimiento tan trascendental para la configuración de Monterrey, sino que pone sobre la mesa el impacto posterior en la historia de nuestra ciudad y, por tanto, nuestra implicación.

Así, la vigilancia, el castigo y los juegos de poder que suscita el crimen en una comunidad incipiente, retratos generados mediante la ficcionalización, son sin duda trascendentales en torno a la comprensión de las formas sociales y políticas desarrolladas en el crecimiento de la ciudad de Monterrey. El desdoblamiento de la realidad en la ficción a través de los recursos formales, como la arquitectura narrativa panóptica, la disolución sutil del autor en el narrador y finalmente la personalización de la ciudad, no sólo tienen por objetivo la inmersión del lector y la consolidación de un producto estético admirable, sino la puesta en escena de un fenómeno que nos atañe a todos como ciudadanos. Ambas obras logran, por tanto, con una fuerza panóptica desarrollada bajo tres dimensiones, hacernos partícipes del juicio ético que nos atañe; un debate en torno al poder de la ciudadanía que sigue inmiscuyéndose en la sociedad actual. Las obras nos empujan a ser observadores sociales, a vigilar nuestras acciones y las de los demás en la regularización de la conducta, a cuestionarnos en quién o quiénes radica el poder de la toma de decisiones sobre la violencia y la inseguridad. Como el propio Valdés (2013: 264) incita al final del relato: “han de haber matado a alguien, piensa el centinela. Sí, eso es lo más seguro”, el crimen puede haberse cerrado; pero el fenómeno panóptico desatado, las consecuencias sociales y las inminentes repercusiones persistirán. Sólo hace fatal que en el espejo de la ficción podamos reconocer que somos vigilantes y vigilados en esta prisión invisible que no cesa de funcionar.

Referencias

Aristóteles (1946), Poética, Granada, Universidad De Granada, disponible en: http://www.ugr.es/~encinas/Docencia/ Aristoteles_Poetica.pdf

De la Cueva, Eusebio (2016), El Crimen de la calle de Aramberri, Monterrey, Universidad Autónoma De Nuevo León.

Foucault, Michel (1980), “El ojo del poder”. Entrevista de Jean-Pierre Barou, en Bentham, Jeremías, El Panóptico, Barcelona, La Piqueta, pp. 1-12.

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Notas

1 Entendido como se establece en la Poética de Aristóteles (1946): “Ahora bien, un todo es aquello que posee principio, medio y fin. Un principio es aquello que necesariamente no adviene después de algo más, si bien algo más existe o acontece después de esto. El fin, por el contrario, es lo que naturalmente se deduce de algo más, ya como una consecuencia necesaria o usual, y no es seguido por nada más. Una trama bien construida, por consiguiente, no puede ora empezar o terminar en el punto que se desee; el comienzo y el fin en esto deben ser de las formas justamente descritas” (Aristóteles, 1946: 30 y 12).
2 Así lo señala Gómez Hernández (2016): “En esa consolidación del género novelístico en la ciudad me parece muy im­portante no sólo el proyecto narrativo de Eusebio de la Cueva (quien además de publicar El crimen también fue autor de por lo menos otra novela negra: El legajo de la culpa), sino también el proyecto editorial y periodístico de Jesús Cantú Leal”.
3 Tratado a profundidad en el apartado “El que todo lo mira: el narrador como figura omnicontemplativa” del presente artículo.
4 Entendido como lo establece Todorov en Lo Verosímil (1972: 13), “la verosimilitud de una obra en la medida en que ésta se trate de hacernos creer que se conforma a lo real y no a sus propias leyes; dicho de otro modo, lo verosímil es la máscara con que se disfrazan las leyes del texto, que nosotros debemos tomar por una relación con la realidad.”

Notas de autor

* María del Mar Rodríguez Zárate. Licenciada en Letras por la Universidad de Monterrey, México, adscrita a la misma institución. Entre sus intereses académicos se encuentran la literatura, el arte y la estética.


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