La abeja en La Colmena
Los tramoyistas

Recepción: 26 Octubre 2017
Aprobación: 07 Mayo 2018
Ella y yo éramos como la música del cine contra la música real: una especie de melodía de fondo tocada para que los protagonistas de la historia principal pudieran hacer su función. Cada uno respetaba amistosamente el derecho del otro a tener un guion en el que, por nuestra parte, no éramos siquiera personajes secundarios. En aquellos dramas ajenos había alguien que importaba más y que presentábamos el uno al otro en tercera persona, haciéndole juicios y juramentos sin ninguna clase de complejos —pero agradeciendo la atenta generosidad de nuestro escucha—.
Nuestros sueños eran distintos. Para ella su pasado, para mí el futuro incierto o improbable, y para los dos los sueños no eran suficientes como para dormir en paz en un presente que devendría olvido. Quizá nuestro problema era que creíamos en la coherencia y no nos atrevíamos a saltar de ese tren que era la vida, que se alejaba de los dos que nos mirábamos inmóviles, dentro de una habitación en penumbra y susurros. O quizás no teníamos la vanidad suficiente para entregarnos al placer de sentirnos amados.

Prohibida su reproducción en obras derivadas.
Era una extraña nostalgia, pues hablábamos como si ya hubiéramos existido o sólo estuviéramos por existir o, peor aún, como si un remedio para nuestra falta de existencia fuera hablar de la vida que no teníamos. Todo era una manera de concebir una vida ideal, sin entender que en ese momento estábamos creando una lo suficientemente buena para quienes éramos en ese tiempo fuera del tiempo. Nuestra cercanía, creímos, estaba más allá de nuestras vidas verdaderas, en la periferia, en un tiempo cortado de todo lazo que no lo uniera con esos momentos de orgasmo o confidencia. Quizás por ello sentíamos que nuestra relación, lo veo ahora, acabaría cuando alguno de nosotros intentara llevarla hacia el flujo normal de la existencia, y que debíamos tenerla a salvo de la emoción como un cariño de trasfondo —la base sobre la que podría prepararse la acción protagónica—. Creo que no hubo amor porque no supimos darle ese nombre a nuestro malentendido temporal, sólo pasó que compartimos nuestros secretos con amistosa benevolencia, como quien ayuda a otro a prepararse para el día de su debut en la función de gala de su vida y discretamente se repliega para unirse al aplauso público.
Por causa de estas tonterías, pero sobre todo porque no nos tomábamos en serio, yo no podría ser el hombre de su vida y ella, para mí, ni siquiera podría ser una mujer fatal. Así que más que amantes devinimos amigos de cama. Nuestra desnudez fraterna nos estorbaba para alcanzar el amor delirante de los que apenas se conocen y para quienes el conocimiento se sustituye con una imagen romántica y apasionadamente equívoca del alma del otro cuerpo.
Nuestras voliciones corrían paralelas, en ese reflejo en que se reconocen los semejantes que no se tocan. No nos deseábamos el uno al otro con ansia específica, sino que compartíamos vacíos complementarios, expectativas donde embonaban sueños similares. Nuestros deseos carnales se replicaban sin mezclarse, y la limpieza de la operación permitía hablar de nuestras pieles como si fueran un laboratorio para dirigir la pasión de una manera técnica. No cedimos a la tentación posesiva de añadir creencias y emociones al goce de los cuerpos y esta maravilla no selló pactos de fidelidad ni compromisos eternos.
—Todo orgasmo es inocente —dijo Laura, y entendí que ese sería el único juramento que nos haríamos.
Recuerdo que de la misma manera que ella hablaba del otro o de sus sentimientos, así hablaba de su cuerpo —explicándome cuándo sentía gran placer o cuándo no, qué sensaciones experimentaba y cómo cuidar de ellas—. Yo afectaba ecuanimidad y lo hacía muy bien, pero era la primera vez que veía una mujer desnuda y el hecho no dejaba de parecerme un milagro. Así que yo escuchaba sus explicaciones fundadas en el saber científico como revelaciones de un mundo paralelo al mío íntimo: dentro de su habitación, ella presentaba los hechos; dentro de mí, yo presenciaba lo maravilloso.
Siempre viví así mi relación con las mujeres, nunca me pude sacar el bagaje con que tiendo a rodear lo femenino. Cuando aparece en mi vida es siempre una epifanía, aunque a la larga la costumbre tienda a abollar la cubierta brillante de su aura. Yo sé que mis ojos, aunque entrenados en el pensamiento moderno, en el fondo son supersticiosos —y cómo disfruto de ello—.
Regreso a los hechos: vivíamos entregados al presente de nuestros cuerpos aunque, curiosamente, sólo creíamos importante un futuro en el que el otro no participaría. Como si de momento fuéramos compañeros de celda, sentíamos que llegaría un tiempo en el que sí seríamos plenos: más nosotros gracias a otra persona. Y de una manera callada nos deseábamos bendiciones y nos otorgábamos la atención y la complicidad que sólo otro condenado puede otorgar.
En el colmo de la amabilidad una vez me dijo:
—Eres demasiado maravilloso para estar siempre solo.
Presentó su halago como la evaluación objetiva de un observador imparcial y yo creí que, precisamente por eso, carecía de validez: evitaba una inversión emocional en sus palabras. Yo agradecí el cumplido sinceramente, pero debí luchar contra mi tendencia al victimismo para que este parlamento no me pareciera la cosa más triste del día.
En nuestro mundo material de cuerpos y conversaciones razonables, el amor era sólo un deseo supersticioso o una superstición deseable, el anhelo de cambiar el mundo por medio de un ensalmo compartido. Estúpidamente, nos entregamos a una actitud poco conveniente y con ello nos negamos la divina locura que podía habernos salvado.
En esas tardes delimitamos un lugar para observar cómo nuestras vidas se hacían jirones entre dos amores: aquel que llevábamos a cabo con nuestra voluntad frágil, sin promesas ni esperanzas que incumplir, en el que ella y yo rendíamos culto devoto a nuestra carne, con la que nos consolábamos de nuestra caída o de nuestra simple falta de altura; y aquel otro amor amenazante, herido y alado, ajeno a nuestras manos, que conformaba un cielo de fondo para nuestra charla sobre una vida mejor que no íbamos a vivir juntos.
No nos complacíamos en pensar que compartíamos un otero para asomarnos al interior de lo que creíamos deseable. Simplemente, allí nos habían llevado las circunstancias de cada uno: para ella, todo esto era un receso; para mí, un preámbulo. A pesar de todo, teníamos ese pequeño oasis en el que gozábamos del cariño entre nosotros con la gratitud de quien no cree merecerlo. Conversábamos sobre el cielo que sería y el infierno que creíamos que la vida cotidiana había devenido. Y en ese reposo desde el que mirábamos todo nos concedíamos compartir soledades, pero no la compañía del otro, y eso tornaba ese oasis nuestro en una parada de caminos, la calma previa a la tormenta, ese purgatorio que es estar en un paraíso íntima e incontestablemente solos.

Prohibida su reproducción en obras derivadas.
Y ahora, en el teatro interior de la memoria, reviso nuestra relación y no encuentro drama, sólo instantáneas en las que hubo sonrisas y orgasmos y revelaciones, pero no en una secuencia de escenas sino en instantes detenidos que no proponían un desenlace, que sólo se presentaban como un conjunto desordenado de estampas destinada al álbum de los recuerdos que se pudrirá en un ático. ¿Dónde estarás?... Somos el fracaso encarnado del amor: no somos el uno del otro porque quisimos saber quiénes somos —porque no pudimos decir qué importa el saber, te quiero porque no te conozco y por ello te escucho y empatizo con tu aullido de perro doliente—, y ahora que pienso en ti, con la convicción de conocerte como nadie, la mano me tiembla al apuntar todo esto como si fuera un tiro de gracia.

Prohibida su reproducción en obras derivadas.

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