Resumen: El Antropoceno ha implicado una transformación de las humanidades dando lugar a un giro posthumano o ambiental a su interior. Este giro responde a la necesidad de atender a las realidades no humanas que conforman nuestro entorno en un momento en el cual el cambio climático antropogénico amenaza con amplificar las vulnerabilidades de diversas minorías y subalternidades. De allí que hablemos en este texto de mundos en colisión pues el Antropoceno/Capitaloceno y el cambio climático irrumpen como fuerzas que amenazan la supervivencia de innumerables cosmovisiones y perspectivas cuya comprensión del mundo se da a través de vivencias situadas que no necesariamente son intertraducibles al lenguaje de las ciencias. Por ello es que nuestro objetivo es articular una propuesta ecofeminista que se alimente de este giro ambiental en humanidades y que retome de la epistemología feminista del testimonio un conjunto de herramientas para poder teorizar las así llamadas injusticias epistémicas que esta nueva época está engendrando. Lo que buscamos es esbozar un aparato interpretativo que resista la tentación de reducir los efectos de esta crisis climática a un listado objetivado de pérdidas en detrimento de la significancia que las pérdidas tienen para diversas posiciones experienciales.
Palabras clave:Filosofía ambientalFilosofía ambiental,AntropocenoAntropoceno,ecofeminismoecofeminismo,epistemología del testimonioepistemología del testimonio,subalternidades ambientalessubalternidades ambientales.
Abstract: The Anthropocene has involved the transformation of the humanities, giving rise to a posthuman or environmental shift within them. This shift was a result of the need to consider the non-human realities that constitute our environment at a time when anthropogenic climate change threatens to increase the vulnerabilities of various minorities and subalternities. Accordingly, in this text, we are writing about worlds in collision since the Anthropocene/Capitalocene and climate change emerge as forces threatening the survival of many cosmologies and perspectives, whose understanding of the world occurs through situated experiences that are not necessarily intertranslatable into the language of science. Our aim is therefore to articulate an ecofeminist proposal within this environmental shift that uses a set of tools from the feminist epistemology of testimonials to theorize about the epistemic injustices created by this era. We attempt to outline an interpretive apparatus capable of resisting the temptation to reduce the effects of this climate crisis to an objectified list of losses while overlooking the significance these losses have for concrete experiential positions.
Keywords: Environmental philosophy, the Anthropocene, ecofeminism, epistemology of testimony, environmental subalternities.
Artículos
Mundos en colisión: Antropoceno, ecofeminismo y testimonio
Worlds in Collision: The Anthropocene, Ecofeminism and Testimony
Recepción: 23 Septiembre 2018
Aprobación: 05 Diciembre 2018
Las ciencias sociales y humanas atraviesan por lo que ha venido a denominarse como “el giro ambiental” (Sörlin, 2014). Este giro implica el descentramiento de lo humano como eje de reflexión de las ciencias sociales y humanas para dar lugar a un nuevo escenario filosófico en el cual, sin abandonar al ser humano como objeto de interés filosófico-político, se incluya también dentro de la labor teórica-crítica consustancial a estos saberes a entidades no humanas como los objetos inmateriales, los seres no humanos y los procesos ecológicos y planetarios que embeben a la humanidad. Este nuevo giro tiene desde luego dimensiones éticas acerca de si debemos valorar —y cómo— a las entidades no humanas. Empero, estas nuevas aproximaciones rebasan por mucho a la ética ambiental e involucran también aspectos ontológicos, epistemológicos y políticos acerca de cómo pensar e interactuar con dichas entidades.
Ahora bien, quizás uno de los grandes detonadores del giro ambiental es el hype mediático generado por el término “Antropoceno” acuñado originalmente por Paul Crutzen (Steffen et al., 2011) aunque sin duda sería menester señalar que la atención no se dirige exclusivamente al término en sí sino también a lo que dicho concepto busca nombrar: el hecho de que por primera vez en nuestra historia el ser humano se ha vuelto una “fuerza geológica”. El Antropoceno es así una nueva época geológica caracterizada no sólo por la enorme pérdida de biodiversidad sino por las afectaciones climáticas de naturaleza antropogénica que son distintivas del cambio climático que ahora experimentamos.
Como era de esperarse estas aseveraciones han dado lugar a diversas líneas de indagación filosófica al interior de las humanidades. Por ejemplo, pese a la aparente utilidad del concepto, éste fue presa de importantes críticas por parte de destacados teóricos como Jason Moore (2017) y la connotada feminista y filósofa Donna Haraway (2016). En ambos casos la crítica se dirigió, por un lado, al prefijo griego Anthropos y, por otro, al carácter dicotómico que subyace a dicha propuesta. Para estos autores este prefijo homogeneizaba e invisibilizaba una profunda desigualdad de responsabilidades y vulnerabilidades mientras que reificaba la distinción ser humano-naturaleza sin atender a las profundas formas de co-producción entre estos elementos.
Sin embargo, las críticas de Haraway y Moore no son compartidas por todos aquellos autores que contribuyen a esta nueva época del pensamiento poshumanístico. Hay quienes pueden compartir la primera crítica pero no así la segunda, señalando que la distinción entre ser humano y naturaleza es más importante que nunca (Malm, 2018). En otros casos nos encontramos con autores que abiertamente rechazan ambos diagnósticos y que han encontrado útil a dicho concepto e incluso han defendido su pertinencia como una herramienta conceptual necesaria para inaugurar una nueva forma de concebir la ética y la responsabilidad de la humanidad pensada por primera vez como un sujeto colectivo a la vez natural y político y denotado con el nombre Homo sapiens (Hamilton, 2017).
Desde luego, muchas otras discusiones se han dado en torno a este concepto, sus fallas y aciertos, y su capacidad de recuperar de forma exitosa a diversos procesos que son, más allá de la discusión nomenclatural-conceptual, de suyo interesantes. Nuestro interés en este texto busca concentrarse en un eje poco atendido hasta ahora dentro de la filosofía ambiental y el giro del mismo nombre: nos referimos a las dimensiones epistémico-testimoniales que el Antropoceno acarrea y que se invisibilizan al emplear precisamente a este término; buscamos, en este sentido, recuperar los legados críticos de los ecofeminismos y movimientos afines a los cuales consideramos fundamentales a la hora de abordar precisamente el tema del testimonio.
Cabe aclarar aquí que han habido ya numerosas reflexiones de corte epistemológico que se han elaborado en torno a la crisis ambiental que vivimos (Leff, 2006). Incluso, como sostenemos en este texto, uno de los ejes que han atravesado al ecofeminismo y a otras filosofías ambientales que combinan género y ambiente es precisamente la dimensión epistemológica de cómo dicha crisis es comprendida y representada de manera diferenciada por diversos sujetos, algo que sin duda afecta a la posibilidad de responder en términos políticos y teóricos a esta crisis. Sin embargo, en dichas aproximaciones el testimonio es, si acaso, un objeto de interés implícito, algo que por el contrario tomamos como eje rector en este texto. En cualquier caso, no es una sorpresa que estos aspectos hayan sido dejados de lado hasta ahora pues, por un lado, las epistemologías sociales son relativamente novedosas y aún más las epistemologías del testimonio y, por otro, hasta ahora sus usos se han dado desde un enfoque mucho más cercano al eje clásico antes referido como característico de las humanidades y ciencias sociales, es decir, el que atiende a variables exclusivamente humanas y no en términos de la relación ser humano-naturaleza.
De allí que nuestro objetivo en este texto sea contribuir a la filosofía ambiental y al ecofeminismo contemporáneo al proponer conexiones entre las nuevas humanidades ambientales y la epistemología del testimonio. Para ello buscamos recuperar los trabajos elaborados al interior de la epistemología feminista del testimonio a la cual buscamos poner en diálogo con diversas filosofías ambientales que han colocado en el centro de su reflexión al sujeto situado y su relación con el medio ambiente. Nos ha parecido que esta conexión será fecunda ya que, por un lado, amplia el dominio de la epistemología feminista del testimonio que hasta ahora se ha restringido a categorías centradas en lo humano –tales como el género, la raza y la clase–. Al ampliar este abanico de categorías para incluir aspectos ambientales se podrá evidenciar cómo estas diversas posicionalidades acarrean efectos en torno a la posibilidad misma de dar cuenta de lo que se vive, incluyendo desde luego a las violencias e injusticias experimentadas en un contexto de crisis ambiental. Por otro lado, esta conexión amplía los recursos teóricos de las nuevas filosofías ambientales, en especial de aquellas centradas en la díada de género-medio ambiente, haciendo posible atender a las así llamadas injusticias epistémicas que, en este caso, vendrán de la mano de la crisis ambiental que vivimos.
Este artículo debe leerse como un intento de evidenciar las consecuencias epistemológico-testimoniales del Antropoceno mientras se busca proveer de un aparato crítico para pensarlas; ello mientras se elaboran importantes conexiones entre la epistemología feminista del testimonio y diversos ecofeminismos y filosofías ambientales centradas en el género. La estructura del artículo es la siguiente: primero, una discusión sobre qué es el Antropoceno y cómo afecta de forma diferenciada a hombres y mujeres o a diversos sectores y poblaciones humanas; segundo, haremos ver por qué el ecofeminismo de la década de 1970 dio lugar a nuevas apuestas a partir de la década de 1990; posteriormente, discutiremos las contribuciones centrales de la epistemología feminista del testimonio para la presente propuesta y, finalmente cerraremos con unas breves conclusiones.
Desde su emergencia en el artículo seminal de Crutzen (2002), el Antropoceno se ha diagnosticado con una serie dispersa de indicadores. Posiblemente el primer momento en el que se adquirió una conciencia del impacto humano a tal escala fue la hipótesis de la reducción del ozono atmosférico por acción de clorofluorocarbonos (CFC) y el posterior descubrimiento del agujero en la capa de ozono al final de la década de los setenta (WMO, 2010), lo cual eventualmente se reveló como un efecto del uso masivo de CFCs para tecnologías de refrigeración. Como se podía esperar de un fenómeno planetario por definición, las manifestaciones del Antropoceno pronto se identificaron como una multiplicidad de efectos; prácticamente todas las mediciones que se pueden realizar en cualquier aspecto biológico, físico o químico del planeta muestran trazas de actividad humana.
Todos estos efectos, cuya función es diagnosticar el cambio de época, vieron un incremento exponencial en su intensidad: extinción de especies y reducción de áreas boscosas; frecuencia de eventos climáticos extremos y concentración en la atmósfera de gases de efecto invernadero; y aumento de la temperatura de la superficie terrestre. Hemos reestructurado el planeta dejando un estrato geológico bien definido de nuestro paso por el mismo; un estrato de abundantes materiales de construcción como concreto y acero, huesos de pollo, plástico y materiales radioactivos, suficientemente distinto como para que Zalasiewicz y colegas (2014) hayan propuesto la gestión de una nueva estratigrafía. Paleontológicamente, hemos creado un registro fósil compuesto de una homogeneidad planetaria de especies biológicas (nosotros mismos, nuestras especies de compañía y los patógenos que se nos asocian) causada por nuestra capacidad alta de movimiento: podemos transportar prácticamente cualquier cosa, incluidos individuos de especies que consideramos “útiles”, al otro lado del mundo en cuestión de horas.
Una de las principales discusiones acerca del Antropoceno es la dificultad de la localización precisa de su punto de inicio. Esto se potencializa por las escalas temporales de las eras geológicas, cuyas magnitudes abarcan de miles a millones de años, por lo que el comparativamente breve lapso de la historia moderna de la humanidad se ve eclipsado. Según el propio Crutzen y sus colaboradores (Steffen et al., 2011), el Antropoceno no se puede localizar en el pasado remoto de las civilizaciones humanas, sino en un punto entre 1750 y 1850. En ocasiones, se señala el año de 1784 como el tiempo cero: el momento en que James Watt diseñó la máquina de vapor (Crutzen, 2002). Esta diferencia de escalas temporales pone en relevancia la intensidad y velocidad de los efectos de los cambios.
En el imaginario actual, el Antropoceno está asociado, sobre todo, con el calentamiento global. Este cambio climático se disgrega en dos medidas claras y concretas. Por un lado, el aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera; por el otro, el aumento de la temperatura de la Tierra a lo largo del último siglo. Ambas cifras han sufrido un incremento tan significativo que una correlación directa es indudable. La concentración atmosférica de CO2, el gas de efecto invernadero más importante, se había mantenido constante durante los últimos 20 000 años y no ha excedido los niveles actuales en los últimos 20 millones de años (IPCC, 2014; p. 467); por su parte, la temperatura ha aumentado 0.6 °C desde los niveles preindustriales y la época en que vivimos (desde 1985) es muy probablemente la más cálida desde el año 1200 d.C. (IPCC, 2014; p. 409-410).
Sin embargo, como ya decíamos en la introducción, este término fue presa de importantes críticas por parte de destacados teóricos como Jason Moore (2017) y Donna Haraway (2016). Para estos autores este prefijo homogeneizaba e invisibilizaba una realidad de responsabilidades y vulnerabilidades profundamente desiguales. Por un lado, resulta inexacto sostener que la humanidad entera ha sido igualmente responsable de las afectaciones climáticas ya citadas; en términos causales, son sobre todo los países del Norte global (en especial EUA) en conjunción con China los que más han contribuido a la emisión de gases de efecto invernadero. De igual manera, son sobre todo las clases medias y altas así como los habitantes de las grandes ciudades los que más contribuyen a esto. Finalmente, son dinámicas específicas de producción, distribución y consumo las que más fomentan dichas emisiones (por ejemplo, la ganadería masificada asociada al alto consumo de carne).
Por otro lado, es claro que los efectos del cambio climático no afectarán por igual a toda la humanidad. Ello por dos razones. Primero, porque sus efectos serán distintos en diversas zonas del planeta de modo que en ciertas zonas veremos dinámicas de desertificación y escasez de agua que pondrán en jaque la seguridad alimentaria de dichas regiones. Por el contrario, habrá otras regiones donde las precipitaciones aumenten, lo cual no es necesariamente bueno pues ello puede venir de la mano de una mayor incidencia de desastres naturales. En cualquier caso, es claro que los efectos de este cambio global tendrán dimensiones locales que generarán afectaciones diferenciadas. Segundo, muchas de las así llamadas estrategias de adaptación y mitigación ante el cambio climático son sumamente costosas de tal modo que sólo ciertos Estados podrán permitirse su implementación cabal; aquí, sin embargo, cabría aclarar que parte de ese costo está asociado a la apuesta por tecnologías que requieren un alto insumo de capitales como lo son la geoingeniería y la agricultura inteligente en detrimento de otro tipo de opciones mucho más costeables como lo es la agroecología (Grupo ETC, 2015).
Para Haraway, el término “Capitaloceno” debiera a su vez coexistir con otros términos como “Plantacioceno” o “Cthulhuceno”. La razón por la cual Haraway afirma esto radica en que no sería suficiente hablar del capitalismo sin hablar de cómo éste se realiza a través de relaciones racializadas y generizadas en las que no nos bastará el aparato crítico marxista sino que tendremos que movilizar la teoría crítica sobre la raza, los estudios feministas, de género y sexualidad así como los discursos de corte poscolonial. La plantación decimonónica algodonera es en este sentido un excelente ejemplo del por qué, pues en ésta confluyeron precisamente las prácticas patriarcales, racistas, coloniales y capitalistas, en especial por el vínculo entre la industria algodonera y el consumo del mismo en la Inglaterra de la Revolución Industrial. Así, la plantación es metonímicamente ejemplar tanto de cómo debemos teorizar los modos productivos asociados al cambio climático —en necesidad de análisis paradigmáticamente interseccionales (Crenshaw, 1991)— y de cómo dichos modos de producción son interseccionalmente producidos por el enclavamiento de distintos sistemas de opresión y dominación (Gaard, 1997). En función de lo anterior es que Haraway sostiene que esto demanda la creación de un nuevo aparato crítico dispuesto a pensar de manera tentacular —de allí el término “Cthulhuceno” y su referencia a entidades tentaculares—; la cual sería una apuesta ecofeminista pero a la usanza del cyborg y de su evocación simbiótica del compañerismo, del mutuo cohabitar, del colapso de las fronteras entre lo humano y lo no humano, lo natural y lo artificial y, finalmente, entre lo que cuenta como sujeto y lo que cuenta como objeto.
Quisiéramos señalar dos puntos importantes que están presentes en los planteamientos de Moore y Haraway y que resultan centrales para este texto. Por un lado, ambos autores están recuperando una reflexión situada muy a la usanza de la epistemología feminista que enfatiza la heterogeneidad de las posiciones de sujeto y las consecuencias de poner en primer plano a este hecho. Por otro lado, si bien Moore y Haraway recuperan una reflexión que se encuentra ya en diversos trabajos enfocados en la relación género y medio ambiente (ya sea que se presenten o no bajo el rótulo de “ecofeminismo”), lo novedoso de su propuesta consiste por supuesto en la globalidad con la cual se plantea ahora la discusión en torno tanto a las causas, vulnerabilidades y responsabilidades asociadas al Antropoceno como a la capacidad de diversos sistemas de opresión y dominación para constituir diversos sujetos en diversas geografías.
Con respecto a lo primero, el diagnóstico que tanto Moore y Haraway nos presentan no sólo versa acerca de la responsabilidad y de la vulnerabilidad diferenciadas, mismas que se homogeneizan con el término “Antropoceno”, sino que también realzan cómo los propios procesos que están detrás de esta crisis ecológica engendran posiciones de sujeto diferenciadas mientras consolidan otras tantas que ya existían precisamente por el proceso de enclavamiento de diversos mecanismos de opresión y dominación. En ese sentido, un subtexto de las propuestas de estos autores es precisamente la diferencia de posiciones desde las cuales se vive, se comprende y se politiza al Antropoceno.
Con respecto a lo segundo, la inherente dimensión global del Antropoceno demandará la creación de canales comunicacionales que permitan atender a todas las voces afectadas en el reconocimiento de sus profundas diferencias buscando que ello no implique la subsunción de toda experiencia bajo un único discurso; este punto lo realza Haraway con especial cuidado al enfatizar el mutuo cohabitar de cada población humana con un ambiente concreto, lo que entraña una diversidad de humanidades que resulta irreductible al prefijo “Antropo”.
Así, podríamos afirmar de la mano de estos autores que vivimos en un tiempo donde las humanidades ambientales han buscado hacer proliferar diversos aparatos críticos que buscan dar voz a las distintas posiciones de sujeto que pueblan este mundo y la forma en la cual se confrontan con fenómenos globales cuyo rostro local varía. Esto es, se busca resaltar la dimensión global de ciertos fenómenos sin aplanar sus variaciones y dinámicas locales. De allí que se fomente la multiplicación de las posiciones de sujeto que están a merced de estas dinámicas y que las simbolizan y enfrentan en función de sus propios recursos interpretativos. Importantes ejemplos de aproximaciones como éstas las encontramos en el trabajo de Gómez-Barris (2017) y su intento de recuperar la fenomenología andina ante la crisis ecológica, el movimiento de justicia ambiental norteamericano articulado por mujeres negras y latinas (véase la compilación elaborada por Rachel Stein, 2004), así como diversas recuentos provenientes tanto de la antropología ambiental (véase la compilación elaborada por Haenn et al., 2016) como de los estudios sociales de la ciencia (Goldman et al., 2011) que justamente realzan este carácter multitudinario del sujeto que (sobre)vive, confronta e interpreta los cambios ecológicos desatados por el Antropoceno. Es en función de estos puntos que el presente texto busca precisamente profundizar en las dimensiones epistemológicas del Antropoceno y, más concretamente, en la faceta testimonial con la cual se expresa desde diversas posiciones situadas el cómo se confrontan estas colectividades con la crisis que habitamos.
En ese sentido lo que sostenemos es que no hay una relación inherente entre el Antropoceno y los efectos negativos asociados al género. Lo que existe es una potenciación de dos estructuras heterogéneas y complejas: aquella de los efectos de la nueva era geológica y la estructura preexistente de la asimetría que una parte mayoritaria de la población mundial sufre. En la estructura del Antropoceno, una característica fundamental es la capacidad de afectar a todo lo que se encuentre en el planeta, pero este efecto se disgrega en una miríada de visiones y se entrelaza con diversas corrientes: perspectivas feministas de justicia ambiental, efectos en la salud pública de grupos específicos, problemas de violencia focalizados, aumento de violencia asociada a género y de la dificultad de lograr una autonomía económica e incluso alimentaria ¿De qué manera es posible lidiar con esta doble tendencia que incrementa simultáneamente la globalización de los efectos y su intensidad específica para ciertos grupos?
Responder esto requiere reconocer que el Antropoceno crea híbridos categoriales: lo global y lo local, lo personal y lo social, lo natural y lo cultural. Por ello es que funciona como una bola de espejos; es decir, que se puede intentar delimitar en un lapso de tiempo específico, pero en cuanto empieza a ser evidente, disgrega un haz focalizado en un millar de puntos y manifestaciones. Su detección se deriva de la interacción de tecnologías de muestreo con un alud de números que constantemente aumenta y cuyo flujo no parará en algún momento del futuro cercano, además de un proceso de abstracción que incluye a toda la Tierra en el mismo movimiento. Es difícil imaginar un punto en el que se haya exacerbado tanto la tensión entre la perturbación de una dinámica disipativa geológica y la experiencia de sus variaciones a nivel local. Fincar responsabilidades por su origen es una noción que hoy nos elude, e incluso es imposible hablar de una única consecuencia generalizada, de un único sufrimiento, de una única manera de afectar o de ser afectados.
Podríamos acercarnos al problema del efecto del Antropoceno como si éste fuese un paisaje en el sentido de Ingold (1993). Un paisaje no es un producto cultural pero tampoco es un elemento que nos impone una Naturaleza externa. Un paisaje es inexpresivo e imparcial pero la experiencia que se deriva de él es radicalmente situada; contiene en sí el germen de asimetría que encuentra manifestaciones paralelas en el privilegio y la vulnerabilidad. Observar al Antropoceno como un paisaje nos otorga ciertas ventajas conceptuales. Podemos repensar las responsabilidades, no únicamente como una obligación frente a un externo (la “Naturaleza”) sino como algo constitutivo de nuestras propias cualidades en tanto que nos constituimos mutuamente; y podemos abrir el pensamiento hacia una acción que interpele las multiplicidades que necesariamente conviven en él.
Como ocurre con cualquier paisaje, el de las afectaciones del Antropoceno puede ser transitado de muchas maneras y por diversas rutas. Está atravesado por un sinnúmero de líneas de fuga, cada una de las cuales marca una perspectiva potencial bajo la cual observarlo. Algunas son más transitadas y otras más oscuras. Cada cambio de perspectiva general determina las perspectivas singulares de los seres que lo habitan. Ninguna de las dos —ni la perspectiva general, ni la singular— están dotadas de una superioridad ni de un carácter fundacional, porque las diferentes variaciones de afectos y, por tanto, de afectados, se determinan interna y externamente de manera simultánea.
Sin embargo, esto no quiere decir que cualquier punto de vista sea equivalente a cualquier otro. Muy al contrario: es una llamada a observar las maneras en las que recorremos un paisaje. La parcialidad de los modelos de descripción es testimonio de las maneras diferenciales en que se pueden seguir sus líneas, y en que se pueden observar los elementos encontrados en él. Así, consideramos el uso de una medida como la magnitud del aumento promedio de la temperatura global es sólo un apoyo para el pensamiento que se trata de acercar al problema con manifestaciones. Éste es un problema compuesto. Los modelos actuales sufren a causa de la complejidad que por definición implica el objeto global a modelar. La solución, por ende, no es una modelización atomizada; basarse en los efectos particulares últimos es imposible desde el punto de vista computacional y epistemológico. Ni siquiera las propias incertidumbres que residen en la confluencia de datos, modelos y predicciones (IPCC, 2014) provienen de la ignorancia de un único dato, sino que están compuestas de una agnosis irresoluble.
La incertidumbre y las carencias de los modelos se multiplican con la inclusión de las consideraciones de las afectaciones diferenciales, de las cuales no es posible escapar. Estas afectaciones ya se dejan traslucir en modelos puramente económicos con regiones bien definidas. Incluso en el mejor de los escenarios —un aumento de máximo 2 °C— habrá una serie de costos internos de mitigación y adaptación, y se predice que la mayor parte del peso de dichos costos lo cargarán regiones de por sí empobrecidas (De Cian et al., 2016). Desde luego, ir más allá de lo puramente económico introduce más factores, en ocasiones no cuantificables; de nuevo, las singularidades no pueden ser colapsadas a modelos abstractos.
Los modelos de análisis de afectación, particularmente los análisis cuantitativos, se quedan cortos y tienden a invisibilizar experiencias personales. Las personas afectadas sufren los afectos: se configuran en torno a ellos. Esto no quiere decir que quien sufre una afectación es un agente puramente pasivo; si bien hay ocasiones en que las afectaciones son inevitables, la propia reconfiguración afecta los bordes de las comunidades afectadas y su relación con otras comunidades, con aquello externo que afecta, con el ambiente en que se mueven y las maneras en que se atraviesa el paisaje de las afectaciones. En este sentido, las diferentes variaciones de afectos —y, por tanto, de afectados— se determinan, simultáneamente, interna y externamente. Hay un desarrollo dialéctico entre distintos modos de existencia, sean estos humanos o no humanos, y los efectos del cambio climático. El cambio climático determina nuevas posibilidades de existencia y relación, y quienes sufren los efectos replantean su propia existencia como ignorados, como agredidos, como desplazados; renegocian sus afectaciones entre ellos, rehacen líneas de frontera con otros grupos, forman alianzas y oposiciones. Todas estas dinámicas son lábiles: el cambio climático no dará marcha atrás y los efectos sólo se exacerbarán.
Lo que se necesita es una manera de pensar cerca de, o pensar con, las experiencias de las afectaciones; es tratar de retomar esas experiencias a través de un método de simpatía, en el sentido etimológico del término. El tratar de acceder a un registro de simpatía implica que no podemos acceder ni experimentar las vivencias de quienes viven el desastre; pues si también en nuestro caso, a nuestro modo, hemos resultado afectados es inútil tratar de sintetizar un cúmulo de experiencias abierto y heterogéneo en un único recuento. Así como no puede haber una pretensión de vivencia, tampoco puede haber una pretensión de abstracción, un intento de reducir experiencias particulares a datos numéricos, a medidas únicamente cuantitativas. Para forjar este registro es para lo que nos hemos acercado a los recuentos testimoniales.
El testimonio representa un reto en tanto que no es reducible a un único dato sino que por definición es múltiple; y tampoco es una panacea, pues está abierto a ser, como los datos numéricos, reinterpretado, extraído de su contexto e injertado en otro. Representa, en sí, una manera de poner énfasis en la imposibilidad de compartir una perspectiva de percepción y, al enfatizar esta imposibilidad, enfatizar simultáneamente el valor inmaterial e irreducible de las perspectivas de las voces que dan testimonio, que nos ayudan a atravesar de maneras diversas el paisaje de las afectaciones del Antropoceno.
La sección anterior presentó la caracterización que los científicos mismos han hecho del Antropoceno para, posteriormente, señalar la forma en la cual dicho término invisibiliza la diversidad de posiciones de sujeto que forman parte de dicho “Antropos”. Quisimos hacer ver que señalar la multiplicidad de sujetos no es únicamente relevante para aquellos elementos relacionados con la responsabilidad y la vulnerabilidad sino que hay un elemento epistémico-testimonial que les viene asociado. Buscamos justificar de este modo el resto del texto presentado.
Sin embargo, es necesario hacer ver por qué la epistemología feminista del testimonio es relevante. Para ello, nuestro objetivo en la presente sección consiste precisamente en esbozar de forma sumamente breve los derroteros del ecofeminismo como filosofía ambiental. Para ello, presentaremos algunas de sus consideraciones epistemológicas más centrales lo cual mostrará a su vez la relevancia de multiplicar las posiciones de sujeto, problematizar las condiciones de acceso epistémico y poner atención al testimonio como mecanismo fundamental de comunicación de las experiencias.
Esto lo haremos al señalar cómo las apuestas filosóficas centradas en la relación género-ambiente han requerido complejizar sus aparatos epistemológicos. Nos referiremos aquí a propuestas que se autodenominan como ecofeministas pero también a otras que han abandonado esta etiqueta. En cualquier caso, nuestro interés es señalar sus derroteros epistemológicos, mostrando cómo han enriquecido dichos aparatos pero también mostrando que el testimonio no ha figurado en estos, lo cual nos llevará finalmente a la epistemología del testimonio (abordada en la próxima sección). Comencemos pues recuperando el trabajo de la filósofa feminista Karen Warren (2015) quien señala que desde la década de los 1970 nos encontramos con un importante movimiento ecofeminista que, si bien fue altamente heterogéneo, se le podría caracterizar como comprometido con los siguientes puntos.
Primero, que existe una semejanza estructural entre la opresión de las mujeres y la dominación de la naturaleza. En este punto, Warren distingue entre opresión y dominación, asignando el primer término a aquello que versa sobre sujetos humanos mientras que el segundo remitiría a entidades no humanas. La opresión se daría cuando hay sistemas jerárquicos que distinguen oposicionalmente entre un grupo y otro, colocando a uno de éstos en una posición de poder y privilegio por sobre el otro de tal forma que el grupo privilegiado podría controlar, al menos en parte, tanto las acciones como la autocomprensión del grupo oprimido. En la dominación, a pesar de que existe esta dinámica de control, lo que estaría ausente es la capacidad del grupo privilegiado por controlar la autocomprensión del grupo oprimido y ello ocurre dado el carácter no auto-interpretativo de las entidades no humanas.
Segundo, que al menos parte de esta semejanza estructural radica en el control que el patriarcado ha ejercido tanto de la fecundidad de la naturaleza entendida como physis, i. e., como productora, así como de la capacidad reproductora de las mujeres que se habría convertido en el valor de uso de las mismas, posibilitando un valor de cambio generador de alianzas entre varones. Este punto tendría también un correlato en las metáforas con las cuales se representa a la naturaleza como una madre cuya capacidad de engendrar es realzada pero, así también, denigrada cuando se habla de formas de explotación a través de la evocación de la violación y del control. Por último, habría una coincidencia en la desvalorización del trabajo femenino no reconocido —generalmente en la esfera doméstica— y el trabajo ecomediado (por ejemplo en agricultura y ganadería) en donde se pasa por alto el aporte de los seres no humanos.
Tercero, que dicha semejanza estructural daría lugar a un punto de vista privilegiado y propio de las mujeres en el cual su cercanía estructural a la naturaleza las haría comprender mejor las fuentes y dinámicas de la opresión de las mujeres y de la dominación de la naturaleza para así, en consecuencia, posicionarlas como las más capacitadas para intervenir y corregir ambos fenómenos (sobre las epistemologías feministas del punto de vista véase a Harding, 2016). Esto último podría implicar no solamente un punto de vista distinto, no sólo epistemológicamente sino también en modo afectivo. Aquí se observaría la influencia de autoras como Gilligan (1994) y su distinción entre éticas de la responsabilidad y éticas del cuidado. Mientras que las primeras serían las propias de las relaciones entre varones y enfatizarían a la responsabilidad como piedra de toque en la atribución de deberes y obligaciones, las éticas del cuidado serían características de las mujeres y de su compromiso con el bienestar ajeno más allá de si dicha tarea se les asigna como un deber.
Sin embargo, como han señalado autoras como Nieves Rico (2016), el ecofeminismo de esa década enfrentaba por lo menos tres importantes limitaciones. Primero, caía presa de un esencialismo —quizás influenciado por el feminismo de la diferencia— que reificaba las diferencias entre hombres y mujeres, entre la civilización y la naturaleza y entre la razón/responsabilidad y el afecto/cuidado. Segundo, esta esencialización llevaba a romantizar la opresión femenina como generadora de puntos de vista privilegiados, minimizando el reto epistemológico que implica comprender fenómenos de escala global cuyas manifestaciones locales no necesariamente garantizan una comprensión cabal ni de sus causas ni de cómo afrontarlos. Finalmente, esta romantización solía perder de vista que dicha opresión es causada por una serie de vulnerabilidades (ambientales o no) que suelen venir asociadas a una falta de autodeterminación que limita fuertemente la capacidad de incidir en las lógicas que gobiernan el acceso y uso de los recursos con los que disponen las mujeres y sus comunidades; aunado a esto no quedaría para nada claro que en la lucha en contra de estas vulnerabilidades se logre preservar el supuesto punto de vista privilegiado.
Estas limitaciones habrían dado lugar al surgimiento de una nueva generación de ecofeminismos y apuestas teóricas centradas en la relación género-ambiente, sobre todo a partir de los 1990, que serían mucho más plurales y heterogéneos. Tendríamos propuestas como la de la propia Nieves Rico (2016) fuertemente influida por el enfoque de las capacidades de Nussbaum (2001) y Sen (Dreze y Sen, 1999) y caracterizable como un proyecto crítico de las apuestas desarrollistas que el neoliberalismo desplegó en América Latina y que buscaría, por el contrario, presentarse como un pensamiento centrado en las mujeres, el medio ambiente y el desarrollo sostenible cuyo objetivo sería promover el desarrollo humano a través de políticas públicas que coordinen las esferas de acción globales y locales dando así lugar a un desarrollo ambientalmente sostenible.
En una posición contrastante encontraríamos a los ecofeminismos queer (Gaard, 1997; Mortimer-Sandilands y Erickson, 2010) mucho más cercanos a los estudios queer y poscoloniales1 tanto en su filiación disciplinaria como parte de las humanidades críticas, como en sus propios aparatos discursivos mucho más cercanos al postestructuralismo. Estos ecofeminismos serían descendientes intelectuales de las propuestas elaboradas por filósofas como Haraway (2008, 2013a, 2013b, 2016) y su pensamiento cyborg. Como es sabido, el pensamiento harawayano es radicalmente no esencialista y critica —mediante la figura del cyborg y, más recientemente, con la idea de las especies compañeras— las fronteras entre lo humano y lo no humano, lo natural y lo artificial, el individuo y el colectivo y, finalmente, las oposiciones jerarquizantes como sano/enfermo o normal/abyecto.
Estas dos figuras dan lugar a una apuesta interseccional que no sólo atiende a las diversas formas en las que la raza, el género o la clase social crean sujetos con experiencias y necesidades radicalmente diferentes sino que, además, llama la atención a cómo las tres fronteras ya mencionadas se han usado para denigrar, animalizar y patologizar a sectores o poblaciones humanas que han sido calificadas de subhumanas. Lo anterior implica que parte del proceso mismo de dignificar a dichas subalternidades pasa por cuestionar estas fronteras y las cargas simbólicas que históricamente ha tenido el animal (de allí que también retomen el trabajo de Derrida [2008]) o lo no humano. De ello se sigue una alianza con las filosofías ambientales que busca precisamente revalorar a los seres vivos no humanos y sus entornos, no sólo en un plano ético/político sino incluso actancial.
En este sentido, tanto el feminismo harawayano como el ecofeminismo queer coinciden en criticar las representaciones hegemónicas en torno a la naturaleza, la accesibilidad espacial a la misma que dichas representaciones estructuran y que termina afectando la movilidad que se tiene dentro de espacios considerados naturales en función de las identidades/subjetividades/corporalidades de las personas. Lo anterior no únicamente condiciona el acceso a recursos naturales o servicios ambientales diversos, sino que genera narrativas de no pertenencia a la naturaleza cuando ésta se lee como un espacio reproductivista y heterosexista.
Este nuevo ecofeminismo se aleja del esencialismo, no para minimizar las diferencias entre hombres y mujeres, sino para pluralizar fuertemente las posiciones desde las cuales se cohabita el mundo, incorporando en el proceso a los no humanos. Así también, no pretende que existan posiciones epistemológicamente privilegiadas sino que reconoce la importancia de atender a las variadas perspectivas de los seres, abdicando en el proceso de una narrativa humanista y su ficción de “El Ser Humano” como eje de la reflexión ética y política. Esto último pudiera sonar problemático pero, como ha explicado Haraway, ello no se afirma para restarle importancia a los sujetos que Occidente posiciona como subalternos, sino para reconocer que, si nunca hemos sido humanos, es porque cada grupo humano se ha coproducido íntimamente con sus especies compañeras.
Una posición intermedia es la ecología política feminista (Elmhirst, 2015) que retoma herramientas de la ecología política, de los estudios sobre el cuerpo, de la propia teoría queer y del postestructuralismo, pero también del giro afectivo del cual Nussbaum (2013) es partícipe. Para este enfoque los temas de espacialidad y acceso de los recursos serían centrales y se entrecruzarían con el tema de cómo ciertas identidades, subjetividades y corporalidades verían restringidas sus capacidades de habitar o desplazarse en ciertos espacios en función del enclavamiento de diversos sistemas de opresión.
Estos tres ejemplos no agotan desde luego el abanico de posturas contemporáneas, pero sí ayudan a comprender cómo este movimiento se ha transformado y diversificado. Asimismo, esta exposición realza tres puntos que nos parecen fundamentales. Primero, la transformación en el eje epistemológico de las propuestas ecofeministas y afines al problematizar al sujeto del que versan y al complejizar cómo es que se obtiene acceso epistémico a las dinámicas ambientales mismas, abdicando de la aparente transparencia de los años 1970 y abrazando una comprensión mucho más sofisticada de cómo se habita y conoce el mundo; sin embargo, esta complejización del sujeto no aborda todavía el tema del testimonio, objeto central de este texto. En cualquier caso, como segundo punto, lo que este corrido sí evidencia es la importancia que tiene la epistemología feminista para toda reflexión ecofeminista o afín acerca de cómo comprender el reto que el Antropoceno representa. Tercero, dentro de esta reflexión resulta fundamental recuperar los testimonios de esas subalternidades que, como Haraway señala, no pueden recuperarse dentro de la ficción de “El Ser Humano”. En la siguiente sección abordaremos estos dos puntos.
Como hemos visto, uno de los ejes que permiten describir la transformación del ecofeminismo de los 1970 al abanico de propuestas actuales es el eje epistemológico. Si el ecofeminismo clásico se caracterizó por una equiparación entre la opresión de las mujeres y la dominación de la naturaleza que llevó a postular que las mujeres ocupaban una posición epistemológica privilegiada para comprender las contradicciones tanto del patriarcado como de la explotación de la naturaleza, podríamos afirmar que las nuevas propuestas ponen en entredicho el automatismo con el cual dicha equiparación sirve de fundamento para obtener acceso epistémico a las contradicciones de diversos sistemas de opresión enclavados unos sobre otros. Así, los nuevos ecofeminismos y posiciones afines, sobre todo de corte harawayano, no únicamente reconocen la pluralidad de sujetos constituidos por dinámicas interseccionales, sino que se plantean una doble pregunta de carácter fundamentalmente epistemológico. Por un lado, cómo afecta dicha posicionalidad interseccionada el proceso de comprensión y representación del cambio climático o, en otras palabras, cómo es que el acceso epistémico a dicho proceso se ve condicionado, posibilitado o truncado por la posicionalidad interseccionada de los sujetos.
Por otro lado, más allá del reto interpretativo que la pregunta anterior presupone, se plantea una segunda dimensión de igual importancia, a saber, si los diversos sujetos subalternos están en condiciones de testimoniar exitosamente las afectaciones actuales o futuras que les amenazan. Nótese que esta segunda pregunta no versa únicamente acerca de cómo diversos sujetos ponderan riesgos comunes y claramente objetivables para luego comunicar dicha ponderación; por el contrario, esta pregunta implica una ruptura fundamental con cualquier elaboración objetivista de los riesgos que entraña el cambio climático.
La posibilidad de testimoniar desde una posición situada, entraña ante todo la posibilidad de enunciar el propio Mundo-de-la-vida, en la acepción hermenéutico-fenomenológica2 que dicho término tiene. Esto es, enunciar en un sentido fuerte cómo el mundo, en tanto plexo de significatividad pragmática, está siempre constituido desde una cultura (material y simbólica) específica que otorga valores, usos y significados a objetos y relaciones concretas que vienen, por tanto, a constituirse como algo más que lo que serían en ausencia de la interacción ser humano-naturaleza.
Señalar esto es importante pues hace ver que lo que se habrá de perder o trastocar con el cambio climático no es únicamente un listado de objetos, recursos, servicios ambientales o relaciones objetivadas y objetivables, sino lo que todo lo anterior significa, bajo la concepción ya dicha, para las personas que cohabitan y construyen su mundo cotidiano con dichas entidades (Tsing, 2011). Es decir, este testimonio situado haría en principio posible dar cuenta de una pérdida, producto del Antropoceno, que excede con mucho a los listados producidos por las ciencias ambientales. Lo que se pierden son así mundos, Mundos-de-la-vida. Y, si bien esto pudiera parecer radicalmente antropocéntrico, hay que hacer notar dos puntos importantes. Primero, si bien los ecofeminismos harawayanos y afines cuestionan fuertemente los límites entre lo humano y lo no humano, dando pie a revalorar a lo segundo en los planos éticos, actanciales y políticos, ello no implica que podamos pedirle su testimonio directo y no mediado a las entidades no humanas; recuperar sus puntos de vista, sus necesidades e intereses, requiere todavía de un esfuerzo epistémico por parte de algún sujeto humano que activamente reconstruya dicho punto de vista.
Segundo y asociado a lo anterior, en este sentido, son las personas que cohabitan con dichas entidades las que quizás están en mejor condición de comprender cómo se da la interacción entre humanos y no humanos en un cierto sitio, lo cual no garantiza una actitud conservacionista pero quizás sí una comprensión práctica de la cohabitación; esto, obviamente, no precluye la interpelabilidad de dichas personas y sus interpretaciones, pero sí parece hacer posible que los testimonios de las diversas subalternidades humanas sirvan para proveer acceso epistémico mediado a las necesidades de sus entornos.
Es por lo anterior que consideramos que hoy en día el ecofeminismo debe entablar un diálogo con las epistemologías feministas, no únicamente por una historia común y una ruptura, sino porque la epistemología feminista provee herramientas analíticas para abordar los dos retos hasta ahora planteados, el reto de la interpretación de la crisis y el reto de testimoniarla. Sobre lo primero, Haraway (2013b) realizó una importante crítica al trabajo de Sandra Harding (2001) al señalarle que las posiciones subalternas no tienen un acceso epistémico privilegiado a las contradicciones que las oprimen. Si bien Harding nunca tuvo un compromiso con un acceso epistémico automático ante las opresiones, sí elaboró sus primeros recuentos en torno a cómo pensar una epistemología feminista al seguir el trabajo del marxista Georg Lukács (1972) y su intuición central de que el proletariado, al ser objeto y sujeto de la historia, es decir, al ser el nuevo sujeto social creado por el capitalismo y, a la vez, el sujeto que impulsa la posibilidad de su superación, tiene una comprensión privilegiada de las contradicciones de dicho sistema.
Para Harding esta idea permitía construir una epistemología feminista en la cual se reconociera que la opresión de clase no era la única importante y que habría que reconocer que diversas subalternidades tenían una comprensión privilegiada de las opresiones que las afectaban, lo cual incluía por supuesto la opresión del patriarcado hacia las mujeres. Sin embargo, Harding, influída por el giro reflexivo en etnografía, también sostenía que había una importante distinción entre tener un punto de vista y tener una perspectiva (standpoint). Cualquier persona, sólo por el hecho de vivir en sociedad, tiene un punto de vista. La perspectiva, por el contrario, es un logro epistemológico que se obtiene cuando actuamos como un etnógrafo ante nuestra propia sociedad, problematizando aquello que parece obvio, natural y dado. Para Harding, esta actitud etnográfica era necesaria y ponía en evidencia que el acceso epistémico ante las dinámicas opresivas se ganaba a través de un esfuerzo crítico, aunque dicho esfuerzo solía ser la consecuencia de vivir en calidad de extranjeros en nuestras propias sociedades, algo muy común para las subalternidades, incluidas las mujeres. Gracias a esta multiplicación de perspectivas críticas, sostenía Harding, es posible construir una objetividad fuerte, entendida no como la posibilidad de cancelar al sujeto que mira, sino como una intersubjetividad crítica e informada por las perspectivas de las voces excluidas y oprimidas.
Para Haraway la posición de Harding entraña al menos dos elementos problemáticos: por un lado, la distinción entre punto de vista y perspectiva puede usarse para acallar voces, señalando que detrás de éstas no hay en realidad una opinión crítica producto del esfuerzo por comprender las opresiones. Por otro lado, la posición de Harding sigue suponiendo que son las subalternidades las que pueden, por su condición de extranjeras en su propia cultura, reconocer las contradicciones y emprender los esfuerzos críticos para señalarlas. Esto, señala Haraway, pasa por alto que el subalterno es él mismo interpelable por la crítica y puede estar introyectando valores opresivos que no necesariamente problematiza. De allí que para Haraway sea necesaria la empatía y la imaginación política para trazar semejanzas entre las diversas opresiones, así como para comprender e imaginar cómo nos afectan y, en suma, para ir dilucidando las formas de opresión. Algo que, en todo caso, requiere un esfuerzo crítico que no le es trivial a nadie.
Este punto ayuda a comprender el tránsito epistemológico que ha andado el ecofeminismo desde la década de 1970 y hasta nuestros días. Y, precisamente por el esfuerzo crítico asociado a la empatía y a la imaginación política, es que sería posible articular una epistemología ecofeminista no antropocéntrica que le dé voz a los no humanos, sin suponer que esto se da sin mediación humana o sin una profunda reflexión en torno a cómo acceder epistémicamente ante sus necesidades e intereses.
Resta analizar si la epistemología feminista del testimonio aporta herramientas analíticas para comprender los retos de interpretar y testimoniar las dificultades asociadas al cambio climático. Esta es una preocupación central de Kristie Dotson (2011), en cuyo pensamiento se movilizan desarrollos de las tradiciones tanto analíticas como continentales. Dotson, siguiendo a Spivak (1988), se pregunta si el subalterno en efecto puede hablar. Esta preocupación fundamental adquiere nuevas dimensiones en el contexto del Antropoceno, ya que una negativa implica que dichos sujetos, fuertemente afectados por el cambio climático, estarán asimismo impedidos de participar en la discusión. Dotson aborda esta pregunta a través de las nociones de injusticias hermenéuticas y testimoniales de Miranda Fricker (2007).
Según Fricker, una injusticia hermenéutica es aquella que ocurre cuando un sujeto no cuenta con el aparato interpretativo necesario para darse cuenta de que está viviendo una situación injusta. En muchas ocasiones la violencia de las situaciones injustas se ve exacerbada precisamente por la incapacidad de parte de quienes las viven por comprender que aquello que les ocurre es injusto. Por ejemplo, el lenguaje en torno a los derechos humanos ha proporcionado herramientas interpretativas que nos permiten comprender que una situación es injusta; si dicho lenguaje estuviese ausente, muy probablemente estaríamos viviendo una injusticia hermenéutica y tomaríamos como natural el que ocurran una serie de desigualdades y violencias. Fricker acuña también el concepto de injusticia testimonial para señalar las situaciones en las cuales un sujeto es incapaz de testimoniar las injusticias, violencias, vulnerabilidades o desigualdades que sufre. A diferencia del caso anterior, aquí la falla no necesariamente radica en una falta de herramientas interpretativas por parte del sujeto, sino que bien puede deberse a que su contexto simplemente no atiende a las denuncias que este sujeto realiza.
Para Dotson, habría que distinguir dos posibles subtipos de injusticias testimoniales. El primero son las injusticias testimoniales causadas por el silenciamiento sobre quien desea testimoniar, ya sea por un agente externo que logra acallar el testimonio o por dinámicas estructurales que propicien dicho silencio. En ambos escenarios ello puede ocurrir directamente por actos violentos o amenazas de violencia o, indirectamente, al descalificar a quien desea testimoniar en un plano ético, político o epistémico, de tal forma que el sujeto pierda toda credibilidad y, por ende, no sea escuchado por otros; nótese que el racismo, la misoginia, la homofobia, etc., son todos ellos mecanismos de opresión que pueden actuar en ambas modalidades generando con ello el silenciamiento de quien desea testimoniar. Estos ejemplos hacen ver, asimismo, que el silenciamiento que se ejerce no necesariamente opera de forma intencionada y voluntaria, y que puede ser producido por lo que Proctor y Schiebinger (2008) llaman dinámicas agnogenéticas o generadoras de ignorancia que, o bien pueden ser impulsadas por el interés de un agente concreto, o bien pueden resultar de un sesgo ampliamente difundido en una población.
El segundo subtipo son las injusticias testimoniales causadas por la autocensura de quien desea testimoniar. En este caso el sujeto simplemente no testimonia pues juzga que no hay condiciones adecuadas para la recepción de su testimonio. De igual forma que en el caso anterior, ello puede obedecer a que esto desencadenaría respuestas de violencia o a que las audiencias no están en condiciones de recibir su testimonio, ya que juzgan a dicho sujeto como incompetente en el plano político, ético o epistémico. La autocensura surge paradigmáticamente de un clima de misoginia, racismo o heterosexismo rampante. En cualquier caso, el interés de Dotson es mostrar que el subalterno puede ser incapaz de hablar si éste está viviendo una injusticia hermenéutica, una injusticia testimonial por silenciamiento o una injusticia testimonial por autocensura. Sea como fuere, presentadas estas herramientas, lo que resta es hacer ver su relevancia para el ecofeminismo en la época del Antropoceno.
El eje central de este texto, hay que decirlo, no es únicamente epistémico sino también político. Consiste en la formulación de la pregunta de si el subalterno puede hablar o, en cualquier caso, ser escuchado. Esta pregunta lleva largo tiempo en las humanidades. Lo novedoso de nuestro trabajo consiste en reformularla a la luz del giro ambiental en las humanidades y de las nuevas epistemologías feministas del testimonio. A la luz, asimismo, de una globalización que nos alcanza a todos, queramos o no, y que nos plantea desafíos que nos afectan diferencialmente.
Reconozcamos que esto no es un problema menor, que la incapacidad de atender a los testimonios de diversas subalternidades resultará necesario para sopesar las consecuencias del Antropoceno y buscar soluciones que le hagan justicia al máximo número de voces. No creemos por supuesto que enunciar lo anterior sea suficiente para resolver el problema que implica este choque de mundos, pero sí creemos que será condición sine qua non de cualquier solución el reconocer el reto epistémico-testimonial que implica dar cuenta de las formas en las cuales se vive y sobrevive al Antropoceno.
Las interacciones entre distintos niveles de complejidad es precisamente lo que proponemos como punto de partida en este texto. Este es un desafío con una veta profundamente epistémica. Por ejemplo, diversas posiciones epistémicas pueden comprender y simbolizar el cambio climático de diversas maneras, incluso de manera completamente ajena al discurso de las ciencias planetarias, en donde el calentamiento global necesariamente se observa como un conocimiento derivado de una marea de datos configurados y analizados con un modelo específico. De hecho, la interacción de diversos grupos frente a un efecto complejo y global es el reto epistémico general que este trabajo intenta señalar, y que simplemente no se resolverá apelando a una única visión, aunque ésta sea la visión de las ciencias planetarias.
Desde luego, hay numerosos ejemplos de epistemologías subalternas que están plenamente conscientes de la profundidad de la crisis ecológica actual. Sin embargo, como nos lo señalan los nuevos ecofeminismos y las visiones filosóficas recientes que hemos mencionado, no es posible olvidar que muchas posiciones subalternas carecen de la capacidad de incidencia para hacer una diferencia, como lo han hecho ya visiones que integran distintas voces. La idea misma de globalidad no está presente en cualquier cosmovisión y eso implica ya un obstáculo hermenéutico que puede llevar al silenciamiento de aquellas voces que formulan sus exigencias en un lenguaje meramente localista. Empero, la diversidad de perspectivas es necesaria; si tomamos cualquier recuento del Antropoceno como una visión única, existe el riesgo de que las diversas subalternidades y minorías enfrenten injusticias hermenéuticas que les impidan reconocer la existencia o gravedad de estos fenómenos y, por ende, actuar en consecuencia.
Una preocupación fundamental es que esto pueda gestar dinámicas de silenciamiento o autocensura dado el lenguaje altamente técnico y esotérico con el cual se habla hoy del cambio climático, un lenguaje que puede llegar a ser profundamente objetivante al remitir a situaciones de riesgo mediadas por un pensamiento estadístico o a formulaciones que enlistan las pérdidas de especies, recursos o servicios ambientales, sin asociarlas a la significancia que éstos tienen para diversas posiciones epistémicas. Nos parece que la construcción de ecofeminismos y movimientos ambientales epistemológicamente sofisticados requiere una apertura a un multiculturalismo fuerte que puede encontrar en la epistemología feminista del testimonio una herramienta fundamental. Creemos, en este sentido, que el combate de las injusticias hermenéuticas implica fomentar una mayor discusión y conocimiento de los saberes ambientales, lo cual a su vez trae la posibilidad de engendrar nuevas transversalidades entre diversos movimientos sociales que permitan afrontar las formas en las cuales los diversos procesos de opresión se enclavan unos con otros.
Editora asociada: Esperanza Tuñón Pablos
Agradecemos el apoyo del Proyecto PAPIIT IN400318 “Ecología Queer y Filosofía Ambiental” otorgado por la Universidad Nacional Autónoma de México y del proyecto 295854 del Laboratorio Nacional Diversidades de la Universidad Nacional Autónoma de México en colaboración con el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México.