Recepción: 04 Febrero 2019
Aprobación: 14 Junio 2019
DOI: https://doi.org/10.31840/sya.v0i20.1989
Resumen: En este trabajo describimos la emergencia y desarrollo de una nueva generación de estudios en ecología política conocida como ecología política posthumanista. A partir de una amplia revisión de literatura, trazamos sus principales influencias, sus temas centrales de análisis y las ventajas que aporta para comprender nuestra relación con el entorno, en un momento en el que es cada vez más difícil distinguir entre los dominios de lo social y lo natural. La ecología política posthumanista, hace uso de conceptos como ontología relacional, agencia más que humana y performación, útiles para superar definiciones limitadas de lo humano y asignar grados variables de agencia a lo no humano. El desarrollo de metodologías adecuadas es un reto importante en esta área, pero es necesario considerar que no se trata de mejorar nuestras representaciones de lo no humano, sino de experimentar el entorno de nuevas maneras. La ecología política posthumanista nos ofrece nuevas vías para pensar y explorar nuestros encuentros con lo no humano y, al mismo tiempo, para reflexionar sobre lo que, hoy en día, significa ser humanos.
Palabras clave: ecología política, posthumanismo, no humano, agencia, Antropoceno.
Abstract: In this paper we describe the emergence and development of a new generation of studies in political ecology known as posthumanist political ecology. Based on a wide literature review, we trace its main influences, its central topics of analysis and the advantages it provides to understand our relationship with the environment, at a time when it is increasingly difficult to distinguish between the social and natural domains. Posthumanist political ecology makes use of concepts such as relational ontology, a more than human agency and performativity to overcome the limited definitions of what is human and assign variable degrees of agency to what is non-human. The development of adequate methodologies is an important challenge in this area, but it is necessary to consider that it is not about improving our representations of the non-human but rather of experiencing the environment in new ways. Posthumanist political ecology offers us new ways to think and explore our encounters with the non-human and, at the same time, to reflect on what it means to be human today.
Keywords: political ecology, posthumanism, non-human, agency, Anthropocene.
Introducción
Desde hace algunos años vemos que la literatura vinculada con la ecología política comienza a preocuparse por explorar el papel de los seres no humanos en la construcción de los escenarios socionaturales (Dempsey, 2010; Sundberg, 2011; Collard, 2012; Brice, 2014). En parte, este proceso es resultado de la influencia del posthumanismo, una postura filosófica reciente que rechaza la separación tajante entre lo humano y lo no humano y cuestiona la existencia de una definición universal o precisa de lo humano (Chagani, 2014). Esto ha dado lugar a la constitución de una nueva generación de estudios dentro de la ecología política denominada postconstructiva, de etapa III o ecología política posthumanista(Escobar, 2010; Sundberg, 2011; Gudynas, 2014). El objeto del presente texto es describir el desarrollo de esta nueva fase, trazando sus principales influencias y temas centrales de análisis, destacando sus ventajas para comprender nuestra relación con el entorno hoy en día, cuando es cada vez más difícil distinguir claramente entre los dominios de lo social y lo natural (Castree y Braun, 2001; Haraway, 2008; Proctor, 2013).
La ecología política busca dilucidar el papel de las relaciones de poder en la producción y distribución de los bienes y males ambientales con los que hoy convivimos. En este sentido, la disciplina asume que todo hecho o proceso ecológico es también un evento sociopolítico (Bryant, 1998; Robbins, 2004). Surgida en la década de 1970, la ecología política ha atravesado por diferentes etapas, cada una marcada por la influencia de campos teóricos particulares. Los primeros acercamientos estuvieron inspirados en la economía política y centraron su atención en los aspectos estructurales de la relación de las personas con su ambiente (Peet y Watts, 2002). En un segundo momento, la ecología política privilegió el análisis de actores y sus luchas por el acceso y control de los recursos naturales (Bryant 1998). Influenciada por el postestructuralismo y la teoría del discurso, la ecología política también se preocupó por la relación entre el conocimiento y el poder, y por las disputas simbólicas alrededor de la naturaleza (Jarosz; 1993; Sundberg, 1998, 2004; Dryzeck, 2005; Escobar, 2010).
Buena parte del quehacer en ecología política tiene que ver con buscar alternativas para superar la distinción entre naturaleza y sociedad, ya que esta separación se interpreta, no sólo como un legado del colonialismo, sino también como la causa profunda de la degradación ambiental (Chagani, 2014; Gudynas, 2014). Durante su etapa discursiva, la ecología política elaboró su crítica al binomio naturaleza/sociedad argumentado que ambos dominios se producen mutuamente en el devenir de las relaciones sociales, siendo ámbitos inseparables debido a la imposibilidad de conocer la realidad tal cual es, pues accedemos a ella siempre a través del filtro de la experiencia social (Milton, 1996; Demeritt, 1998; Jones, 2002; Robbins, 2007; Escobar, 2010; Robbins et al., 2014). Este enfoque ha sido de enorme utilidad para comprender que las ideas y el conocimiento sobre la naturaleza no son neutros o inmanentes, y para observar la forma en que los conceptos y narrativas son utilizados y movilizados con fines e intereses específicos (Castree y Braun, 2001).
A pesar de lo anterior, la ecología política en su vertiente discursiva no cuestiona la existencia de una realidad biofísica previa e independiente de las relaciones sociales, sosteniendo en el fondo la distinción entre naturaleza y sociedad característica de la modernidad. Esto conlleva el riesgo de observar las formas no modernas o tradicionales de conocimiento como simples perspectivas o interpretaciones de una realidad común; una postura inherentemente colonial que niega la posibilidad de existencia de mundos radicalmente diferentes (Blaser, 2009; Sundberg, 2014; Sepúlveda y Sundberg, 2017).
Al mismo tiempo, los procesos y dinámicas ecológicas y el papel de los seres no humanos, ya sean animales, plantas u objetos, han quedado relegados en los análisis de la ecología política, que tiende a observarlos como entes pasivos, sujetos a las dinámicas políticas y económicas de los grupos humanos (Goedeke y Rikoon, 2008; Nygren y Rikoon, 2008). Srinivasan y Kasturirangan (2016) explican que el foco de la ecología política han sido fundamentalmente las poblaciones humanas, lo que otorga a la disciplina un cierto sesgo antropocéntrico que debe ser revisado a fin de construir una ecología política “mucho más sensible a la agencia del mundo no humano” (Menon y Manasi, 2017: 92).
Además de las críticas anteriores que surgen desde el interior de la propia disciplina, actualmente experimentamos una serie de problemas y fenómenos ligados al Antropoceno, cuyas consecuencias son difíciles de comprender si mantenemos nuestros análisis en el ámbito de la epistemología; de aquí que la ecología política busque hoy orientarse hacia el cuestionamiento de las ontologías o de aquello que consideramos real (Escobar, 2010; Chagani, 2014; Gudynas, 2014; Schulz, 2017).
El texto inicia con una descripción del contexto en el que surge la ecología política posthumanista. Describimos después los rasgos generales del posthumanismo y, en una siguiente sección, se abordan las nociones de ontología relacional, agencia más que humana y performación, relevantes para la ecología política posthumanista. A continuación, ofrecemos una descripción sobre los métodos y acercamientos empíricos y cerramos con una breve conclusión.
Antropoceno o el final de la naturaleza
En el año 2000, el galardonado con el premio Nobel de química, Paul Crutzen, acuñó el término Antropoceno para referirse a una nueva era geológica, caracterizada por el dominio de los humanos y sus actividades en el planeta. El inicio del Antropoceno es objeto de un debate que plantea preguntas sobre cómo comprender lo humano en la noción misma de Antropoceno. Algunos proponen que la nueva era inicia hacia finales del siglo XVIII, cuando los registros del hielo polar indican que la concentración de carbono comienza a incrementarse en la atmósfera, lo que coincide con la invención de la máquina de vapor en 1784 (Crutzen y Stoermer, 2000; Crutzen, 2002).
Para otros, como Lewis y Maslin (2015), el Antropoceno inicia mucho antes, en 1610, con el secuestro de grandes cantidades de carbono y el descenso del CO2 atmosférico que produjo la colonización de América y la muerte de cerca de 60 millones de indígenas. En 2016, el Working Group on the “Anthropocene” de la Comisión Internacional de Estratigrafía (ICS) propone el inicio del Antropoceno a mediados del siglo XX cuando la bomba atómica deja rastros de plutonio y carbón radioactivo a nivel global (Zalasiewicz et al., 2010). Este debate sugiere, de forma importante, que el antropos al que hace referencia el Antropoceno no alude a todos los seres humanos, sino a un grupo particular, a aquellos que forjaron, en los términos de Moore (2017), la ecología-mundo capitalista producto del colonialismo europeo.
A pesar de que el Antropoceno no ha sido formalmente declarado como una nueva era por la ICS, el término ha adquirido relevancia en la comunidad científica y hoy es cada vez más frecuente su mención, tanto en las ciencias sociales como en las naturales (Latour, 2017; Moore, 2017). La idea del Antropoceno tiene efectos profundos en el pensamiento ambiental contemporáneo pues revela con claridad las consecuencias de la presencia humana en el planeta y la dificultad de sostener una distinción clara entre naturaleza y sociedad, desestabilizando el campo desde donde se producían los análisis socioambientales y la misma reflexión de la ecología política (Braun, 2015; Gibson y Venkateswar, 2015; Collard et al., 2015).
El Antropoceno implica un aumento vertiginoso de la población mundial, que hoy llega a alcanzar más de seis billones de personas. Esto implica un enorme consumo de recursos naturales, energía y la liberación de grandes cantidades de contaminantes, entre ellos dióxido de carbono, nitrógeno y metano que transforman la composición de la tierra, los mares y la atmósfera (Crutzen, 2002). Como resultado, Ellis (2011) calcula que, en el siglo XXI, por lo menos el 60 % de los biomas terrestres se habrán convertido en antromas o biomas antropogénicos, que incluyen desde tierras poco pobladas y con un limitado uso agrícola hasta las extensiones densamente habitadas de las grandes ciudades (Durand, 2017). En ciertos casos, cuando el estrés es muy intenso o prolongado los antromas pueden dar lugar a los ecosistemas novel, esto es, ecosistemas cuya composición de especies y función han sido completamente transformadas pero que adquieren cierta estabilidad y resiliencia, cumpliendo con funciones ecológicas relevantes y albergando un potencial evolutivo importante, constituyendo las nuevas tierras silvestres (Hobbs et al., 2006; Ellis et al., 2010; Marris, 2011; Durand, 2017).
Aunque muchos ecosistemas profundamente alterados logren equilibrarse después de perturbaciones profundas, la enorme transformación de los biomas del planeta acarrea una gran pérdida de poblaciones y especies, acelerando la extinción. La extinción es un proceso común entre los seres vivos y es balanceada por el surgimiento de nuevas especies (Barnosky et al., 2011). No obstante, actualmente las tasas de extinción modernas (1500-2014) son de ocho a 100 veces más altas que las tasas estimadas para periodos previos y se han acelerado aún más en los últimos 200 años. Lo anterior sugiere que actualmente estamos ya experimentando una sexta extinción masiva de la vida en el planeta o que nos encontramos muy cerca de ella (Barnosky et al., 2011; Ceballos et al., 2015; 2017).
A diferencia de las grandes extinciones previas, que ocurrieron todas antes del origen del Homo sapiens, la sexta extinción es un evento antropogénico, producido por la actividad humana en el planeta, por lo que ha sido llamada la “crisis de extinción biológica del Antropoceno” (Barnosky et al., 2011; Dirzo et al., 2014; van Dooren, 2014; Ceballos et al., 2017). En esta crisis no son sólo las especies vegetales y animales las que se encuentran amenazadas,1 sino también la idea misma de lo humano. La extinción biológica nos lleva directamente a considerar la posibilidad de la extinción humana, lo que nos incita a comprendernos como una más entre las especies animales y a cuestionar el excepcionalismo humano, legado de la filosofía europea de la Ilustración (Beck, 2000; Braidotti, 2013b). En esta nueva gran extinción, los seres humanos se constituyen como una nueva fuerza geológica capaz de eliminar de la faz de la tierra a cientos de variadas y únicas formas de vida. Somos responsables de la muerte de múltiples linajes, sin embargo, hacernos conscientes de nuestra responsabilidad en esta pérdidas quizá pueda conducirnos a considerar otras y nuevas formas de ser humanos; formas más responsables y vinculadas con el mundo no humano (Braidotti, 2013b; van Dooren, 2014).
La formación de los ecosistemas novel y la sexta extinción se suman al desarrollo de nuevas tecnologías y campos de conocimiento, como la biotecnología, la epigenética, la nanotecnología, la tecnología de la información y las ciencias cognitivas que transforman la vida, los cuerpos y sus fronteras, generando nuevas mercancías y nuevos dilemas morales que debemos enfrentar (Braidotti, 2013b; Landecker, 2013; Mansfield y Guthman, 2015). Así, en el Antropoceno la naturaleza está marcada por la actividad humana y, al mismo tiempo, no es claro lo que significa ser humano hoy en día, debido a que la naturaleza y lo humano son coproducidos. Este escenario requiere de una redefinición de nosotros mismos y de nuestra relación con el entorno, pues no podemos enfrentar los retos y problemas del Antropoceno con las viejas formas de pensar que nos trajeron hasta aquí (Braidotti, 2013b; Schulz, 2017) pues, como menciona Latour (2017: 120), “ni la naturaleza ni la sociedad entran intactas al Antropoceno”.
Aunque la noción de Antropoceno ha sido criticada2 por no explicitar las relaciones de poder y la acumulación de capital que conforman la raíz de la degradación ambiental (Moore, 2014) y también por ser una narrativa unidimensional que parte del excepcionalismo humano y limita nuestra capacidad de observar e imaginar nuevos mundos (Tsing, 2015; Haraway, 2016), es a partir de esta necesidad por “redistribuir lo que llamamos natural y aquello que llamamos social o simbólico” (Latour, 2017: 120), que la ecología política se encuentra con el posthumanismo y busca superar definiciones únicas o esenciales de lo humano, intentando asignar grados variables de agencia y subjetividad a aquello más que humano (Schulz, 2017).
Algunas generalidades sobre el posthumanismo
El humanismo es una perspectiva o visión del mundo que fue articulándose gradualmente a partir del siglo XV hasta constituir uno de los pilares filosóficos de la sociedad moderna occidental. Para el humanismo, el ser humano es portador de características y habilidades únicas que lo colocan en una posición especial en el orden del mundo (Audi, 1999). Desde esta perspectiva, el “hombre” constituye el centro de todo, en él se encuentra el origen de la historia y el sentido de la existencia, por lo que los valores considerados intrínsecamente humanos como la libertad, la responsabilidad, igualdad, la tolerancia, la inteligencia, la creatividad o el amor son exaltados y cultivados (Audi, 1999). No obstante, la visión ideal del ser humano que el humanismo difunde está profundamente vinculada al modelo de civilización europea, por lo que el “hombre” es básicamente un ser masculino, blanco, occidental, urbano, heterosexual y racional.
Lejos de este ideal, las diferencias que encontramos entre personas y culturas producen jerarquías en las que, aunque todos somos humanos, unos lo son en formas más genuinas que otros (Plumwood, 1993; Anderson, 2007; Badmington, 2004; Castree y Nash, 2006; Braidotti, 2013). Desde mediados del siglo XX y ante fenómenos como la pobreza, la guerra, el crimen o el racismo, los valores del humanismo y la idea universal del “hombre” han sido expuestas a amplias críticas que no sólo cuestionan los planteamientos del humanismo, sino que proponen formas alternativas de comprender y de ser humanos (Simpson, 2011; Braidotti, 2013; Ferrando, 2013; Watts, 2013).
El posthumanismo es una postura reciente y hace referencia tanto a un momento histórico como a un enfoque teórico (Castree y Nash, 2006). Partiendo de la crítica al humanismo, sugiere una revisión del sujeto humano y de dualidades bien establecidas en la cultura occidental, como las distinciones entre humano/animal, naturaleza/cultura, sujeto/objeto o salvaje/domesticado (Badmington, 2004; Castree y Nash, 2006; Sundberg, 2011). Como condición histórica, el posthumanismo asume que nuestra capacidad tecnológica es tal, que podemos transformar físicamente lo humano de formas muy profundas creando cuerpos cuya composición y función perturban el ideal de lo humano, pues ya no se respetan las fronteras entre lo animal, lo humano y lo tecnológico (Castree y Nash, 2006; Ferrando, 2013). Desde esta perspectiva, el posthumanismo es un momento de peligro, donde la esencia de la naturaleza humana se debilita con los avances de la biotecnología, el rediseño de los cuerpos y la creación de nuevas mercancías a partir de nuestro genes, células y tejidos (Gane, 2006; Miah, 2007; Braidotti, 2013).
Como perspectiva teórica, el posthumanismo cuestiona lo humano como categoría estable y coherente, y explora nuevas formas de ser desafiando la distinción entre el mundo humano y no humano, destacando sus múltiples y complejas conexiones y proponiendo que éstas son, en realidad, inseparables (Castree y Nash, 2006; Chagani, 2014; Braidotti, 2016; Latour 2017). A pesar de que el posthumanismo es un conjunto heterogéneo de planteamientos, éstos comparten algunos rasgos en común: 1) el rechazo hacia lo humano como una categoría dada y privilegiada como el único sujeto con agencia, 2) la negativa a observar lo humano como desvinculado y autónomo respecto al ámbito de la naturaleza y la animalidad, y 3) su discrepancia con la existencia de una forma única, universal o esencial del sujeto humano (Badmington, 2004; Braun, 2004; Collard, 2012; Braidotti, 2013; Chagani, 2014; Sundberg, 2014). Para el posthumanismo, lo humano no es predefinido o preexistente a la interacción social y tampoco constituye la única fuente de influencia en el mundo (Escobar, 2010; Sundberg, 2011). Los seres y sus cuerpos son producto o efecto de su propia composición, de sus potencialidades y de las relaciones con las cuales se engarzan en el mundo (Braun, 2004)
El posthumanismo se vincula con lo que en antropología y otras disciplinas se ha llamado giro ontológico, esto es, “un conjunto variado de planteamientos que coinciden en su búsqueda por formular alternativas teóricas que apunten a reconocer formas de conceptualización de la naturaleza diferentes a las que dominan […] la racionalidad moderna occidental” (Ruiz Serna y Del Cairo 2016: 194). Conceptos como redes, ensamblajes, actantes, formaciones socionaturales híbridas y colectivos son utilizados como herramientas analíticas para visualizar los procesos de cocreación entre entidades humanas y no-humanas; en donde lo no humano incluye cosas y seres que van de lo material a lo inmaterial y de lo orgánico a lo inorgánico (Braun, 2008; Rocheleau y Roth, 2007; Sundberg, 2011). No obstante, es importante mencionar que estos términos no intentan sustituir o ser sinónimos de conceptos previos como naturaleza y sociedad, sino más bien desplazarlos y abrir espacio para construir nuevas formas de concebir el mundo (Braun, 2008).
Así, el posthumanismo se interesa por aprehender las asociaciones únicas e históricamente contingentes entre humanos, plantas, animales, máquinas y objetos, para comprender cómo se estabilizan en arreglos o colectivos sociopolíticos específicos y cómo diversas entidades participan en la constitución del mundo o de los posibles mundos en interacción (Sundberg, 2011; 2014). En este sentido es importante destacar la capacidad del giro ontológico y del posthumanismo para abrir espacio a estos otros mundos, pero también su responsabilidad para reconocer e incorporar al debate a aquellos mundos preexistentes a la modernidad occidental y que hoy son mantenidos, defendidos, reproducidos y analizados por los pueblos y académicos indígenas que continúan luchando por vivir y pensar sus propias ontologías (Blaser, 2009; Watts, 2013; Todd, 2016)
Conceptos relevantes en la ecología política posthumanista
En su afán por incorporar las reflexiones del posthumanismo, la ecología política ha adoptado algunos conceptos importantes, aunque poco trabajados en la disciplina con anterioridad. Para Sundberg (2011), son tres los componentes conceptuales que dan sustento al análisis de la ecología política posthumanista: la ontología relacional, la agencia más que humana y la performación. La palabra ontología hace referencia tanto a aquello que asumimos existe en el mundo, como a las ideas y conceptos que formulamos sobre ello (Gregory et al., 2009). Nuestra sociedad moderna y occidental se caracteriza por un régimen ontológico que crea dos ámbitos distintos y antagónicos: el de los humanos o la sociedad y el de los no humanos o la naturaleza (Ruiz Serna y Del Cairo, 2016).
Este acercamiento, muy influenciado por la filosofía positivista, es llamado “naturalismo” y asume la existencia de un mundo real y discreto, independiente de la perspectiva individual, regido por leyes generales y fuerzas estables que privilegia el conocimiento científico sobre otros tipos de conocimiento (Gregory et al., 2009; Descola, 2014; Sepúlveda Luque y Sundberg, 2017). Philippe Descola (2014) propone una clasificación de las ontologías existentes, a las que llama modos de identificación, y apunta que el naturalismo no es la única ruta ontológica que las sociedades humanas han elaborado para explicar el mundo. Otros grupos culturales construyen versiones distintas de su relación con el entorno y explican los posibles vínculos entre humanos y no humanos de manera diferente. Para algunos pueblos, humanos y no humanos comparten un interior o alma común y lo que los distingue es sólo su fisicalidad, es decir, los cuerpos que habitan (animismo).
Para otros, humanos y no humanos constituyen conjuntos o agregados que comparten orígenes y atributos comunes que estructuran las discontinuidades sociales (totemismo), y otros los observan como conjuntos de elementos interconectados de cuyo entrelazamiento depende el curso de la vida (analogismo) (Blaser, 2013; Descola, 2014;). No obstante, autores como Mario Blaser (2009), reconocen la utilidad de la taxonomía de Descola, pero explican que ésta continúa sosteniendo la dualidad cultura/naturaleza propia de la modernidad occidental, donde ontologías distintas al naturalismo constituyen meras representaciones de una realidad común o universal. En este sentido, Blaser (2009) considera a la noción de cultura como un dispositivo que nos impide observar la existencia de otras ontologías en sus propios términos, pues éstas son vistas como representaciones distintas, es decir, como otras culturas, pero no como otros mundos.
Para Ruiz Serna y Del Cairo (2016) la reflexión sobre la posibilidad de comprender aquello que existe en el mundo más allá de las oposiciones binarias llega tarde a los ámbitos académicos pues, a pesar del abundante material etnográfico que desde principios del siglo XX documentaba la existencia de pueblos donde la separación entre naturaleza y cultura era inconcebible, la crítica al binomio naturaleza/cultura gana impulso sólo hacia mediados del siglo XX, con los enfoques postestructuralistas que planteaban la imposibilidad de acceder a la realidad tal cual es sin la mediación del lenguaje y la interpretación (Gregory et al., 2009; Ruiz Serna y Del Cairo, 2016). Hacia la década de 1990, se recobra el interés por la discusión sobre la ontología en disciplinas como la geografía y la antropología que, inspiradas en el trabajo de filósofos neorrealistas o neomaterialistas, resaltan la existencia de un mundo material independiente y autónomo de la interpretación humana y el papel de los vínculos, los procesos y la práctica conjunta de lo humano y no humano (animado e inerte) en la producción incesante del mundo, dando lugar a las llamadas ontologías relacionales (Farias, 2008; Gregory et al., 2009; Lorimer, 2012; Escobar, 2010).
A través de la identificación de seres híbridos o cyborgs compuestos por elementos tanto humanos como no humanos, estas propuestas sugieren que lo que el mundo nos presenta son ensamblajes o colectivos, diversos y temporales, entre lo humano y lo no humano, lo orgánico e inorgánico, profundamente interconectados (Castree, 2003; Bingham, 2006; Braun, 2008; Lorimer, 2012; Blaser, 2013; Schulz, 2017). Los seres y las cosas son todos entidades materiales, pero cada uno con diferentes capacidades para afectar y ser afectados por otros componentes de los colectivos, abriendo así la posibilidad de considerar a los no humanos como sujetos políticos (Castree, 2003). Las ontologías relacionales abandonan la idea de que los derechos y la acción política pertenecen sólo a las personas, y enfrentan el problema de definir sujetos políticos en un mundo donde la frontera entre lo humano y lo no humano se diluye (Castree, 2003; Coole y Frost, 2010).
Quién es un sujeto político y qué define a un sujeto político son cuestiones que tienen que ver con la acción y la capacidad o el poder de producir un cambio en el curso de las situaciones, esto es, con la agencia (Hobson, 2007). La agencia, en las ciencias sociales, frecuentemente se comprende como la capacidad de los individuos, actores o sujetos para implementar una acción de forma consciente, reflexiva y libre. Para este tipo de acercamientos la agencia, con su énfasis en la intención consciente y la acción creativa, es un atributo puramente humano que supone al individuo como el único capaz de participar en la interacción social. Desde esta perspectiva, la vida no humana, pasiva o inerte, constituye el sustrato de la interacción social y añade poco a nuestro devenir (Cerulo, 2009; Bennet, 2010; Salazar, 2010; Dürbeck et al., 2015). Para comprender cómo las entidades no humanas participan en la constitución del mundo (o de los posibles mundos en interacción), es necesario transformar o reconsiderar esta noción de agencia (Sundberg, 2011). En los términos de Bakker y Bridge (2006), esto supone desnaturalizar la agencia o redistribuirla más allá de lo humano deslingándola de la conciencia, la intencionalidad y la racionalidad que la transforman en un atributo puramente humano.
Lo anterior se ha intentado desde varias perspectivas. Una de ellas es adoptar una postura interaccionista, en las que los seres humanos proyectan hacia los no humanos sus características y capacidades humanas (Cerulo, 2009). Esto es, por ejemplo, lo que hace el sociólogo Norman Long quien, a pesar de considerar que son las personas y las redes de personas las que portan agencia, sugiere que éstas pueden “atribuir agencia a objetos varios e ideas, los cuales, a su vez, pueden influir en las percepciones de los actores sobre lo que es posible”, legitimando a los no humanos como posibles actores en la interacción social (Long, 2007: 442).
Otra vía más radical para redefinir las capacidades de lo no humano, es reconsiderar el ámbito mismo de lo social como lo propone la teoría del actor-red (actor network theory, ANT). Esta teoría constituye un enfoque sugerente cuyo desarrollo se asocia, principalmente, al trabajo elaborado desde la sociología de la ciencia por autores como Bruno Latour, Micheal Callon y John Law, quienes proponen superar la tendencia a “limitar lo social a los humanos y las sociedades modernas” (Latour, 2005: 20) y observarlo como una serie de conjuntos o ensamblajes heterogéneos y contingentes, de entidades independientes humanas y no humanas, denominadas actantes (Castree y Mcmillan, 2001; Cerulo, 2009; Hobson, 2007). Los actantes no son definidos por lo que son en sí mismos, sino por su capacidad de adquirir, en cierto momento, la habilidad de transformar una situación, esto es, de hacer que las cosas sucedan (Cerulo, 2009). En este sentido, la agencia no es un atributo de los actantes, no depende de su voluntad o conciencia, sino que constituye un efecto temporal alcanzado a través de una serie de interacciones entre entidades humanas y no humanas. Cada componente de los ensamblajes, humano y no humano, orgánico e inorgánico, posee capacidades potenciales de agencia, de manera que la agencia es una propiedad relacional, un resultado de las asociaciones que definen la capacidad de afectar el devenir de las cosas o los procesos de llegar a ser (Lorimer 2012; Jones y Cloke 2008; Law y Mol 2008; Sundberg 2011; Anderson et al., 2012).
Un camino más para reconsiderar la agencia es el que plantea el llamado nuevo materialismo, un campo de análisis que, desde diversas disciplinas, recupera el interés por la materialidad de las cosas vivas e inertes y se pregunta por sus procesos de conformación, por su relevancia política, por los cuerpos que constituye y sobre cómo éstos son construidos a través tanto de prácticas sociales como de sus propias capacidades y rasgos físicos y biológicos (Bakker y Bridge, 2006; Coole y Frost, 2010). Sin embargo, a diferencia del materialismo clásico, el nuevo materialismo considera la materialidad como algo más que materia, en tanto hay en ella también una fuerza, una vitalidad y una cierta demasía que le otorga un carácter activo, creativo, e impredecible (Coole y Frost 2010). Para Jane Bennet (2005, 2010), todos los cuerpos se componen de materia vibrante y están profundamente imbricados en una serie de relaciones que definen y los define, diluyendo las distinciones entre objeto y sujeto y entre humanos y no humanos, pues todos comparten una misma materialidad. La agencia, en el materialismo vital de Bennet (2010), es distributiva pues emerge como una propiedad de los ensamblajes y, por lo tanto, pertenece también al ámbito de lo no humano.
En estas nuevas reelaboraciones de la agencia, ni las prácticas ni la política son asuntos puramente humanos, pues las personas y los seres no humanos están profundamente entretejidos y tanto limitan como impulsan la vida de unos y otros (Head et al., 2014). Humanos y no humanos son todos actores, no existen por sí mismos, no tienen una identidad fija, ni tampoco actúan solos, sino que es en colaboración con otros como llegan a ser lo que son (Hobson, 2007; Law y Mol, 2008; Head et al., 2014). Desde aquí podemos afirmar, como lo hacen Anderson et al. (2012), que el mundo que estamos acostumbrados a observar como producto de la actividad y la imaginación humanas proviene, en realidad, de ensamblajes heterogéneos de entidades humanas y no humanas. Es un mundo que emerge como real y temporalmente estable a partir de las practicas, esto es, a partir de la performación o la repetición cotidiana de los discursos y las acciones que dan lugar, tanto a la formación de los sujetos y la subjetividad, como a la producción material de los cuerpos, el espacio y la naturaleza (Barad, 2003; Crouch, 2003; Doody et al., 2014; Sepúlveda y Sundberg, 2017).
La noción de performación cobra relevancia a partir del trabajo de Judith Butler quien, en lugar de asumir la existencia de identidades de género estables, derivadas de diferencias físicas y corporales, sugiere que hombres y mujeres aprenden a ser tales a partir de la repetición de prácticas sociales rutinarias. La identidad de género, en este sentido, depende del hacer y por lo tanto no es fija ni inmutable (Nash, 2000). La idea de performación como esta serie de acciones que reproducimos cotidianamente una y otra vez, ha sido útil también para analizar cómo constituimos otras identidades distintas a la sexual y, más recientemente, para entender cómo la naturaleza emerge a través de la práctica (Crouch, 2003). En este caso, el énfasis está en la manera en que corporal o materialmente nos vinculamos con el entorno y en cómo conocemos y producimos el mundo y la naturaleza a través de prácticas habituales (Nash, 2000). Así, la naturaleza no es esencialmente preexistente ni estable, sino que puede ser configurada, descubierta, transformada, constituida y reconstituida en cada momento y lugar a través de las prácticas de performación (Crouch, 2003; Sepúlveda y Sundberg, 2017). En este proceso son importantes las diferentes capacidades y potencialidades de los cuerpos humanos y no humanos que constituyen agentes activos en la conformación del mundo (Sundberg, 2011; Sepúlveda Luque, 2018).
Sobre los métodos y caminos de la ecología política posthumanista
Aterrizar todas las reflexiones anteriores al ámbito de la investigación empírica no es tarea sencilla debido, principalmente, a las dificultades metodológicas que implica describir aquello que los no humanos hacen cuando somos incapaces de comunicarnos con ellos en sus propios términos (Sundberg, 2011; Sepúlveda Luque, 2018). No obstante, al eliminar el privilegio del lenguaje es posible considerar otras vías de trabajo para analizar nuestros vínculos con lo no humano. Entre ellas, por ejemplo, se encuentran la posibilidad de seguir las huellas y rastros con los cuales los no humanos evidencian sus prácticas e intenciones, convertirnos en testigos y aprender a ser afectados por las búsquedas y potencialidades de otros seres y dedicarnos a construir un tipo de etnografía que preste atención a la manera en que colaboramos con otros (Bingham, 2006; Sundberg, 2011; Rose, 2013; van Dooren y Rose, 2016).
Todas estas prácticas tienen que ver con desarrollar nuevas sensibilidades que nos permitan detectar, observar y narrar las historias y experiencias que cuentan los paisajes, a través de su composición, de los cambios que experimentan y de las oportunidades que ofrecen, o los animales y plantas a partir de los vestigios de su actividad y de su influencia y participación en la vida de las personas (van Dooren y Rose, 2016). En este sentido, es importante mencionar que no se trata de mejorar nuestras representaciones de lo no humano, sino de involucrarnos y experimentar el entorno de nuevas maneras, apreciando las diversas capacidades, potencialidades y disposiciones de todos los actores encarnados (Hinchliffe et al., 2005; Sundberg, 2011; Rose, 2013). De acuerdo con van Dooren y Rose (2016), lo importante no es contar las historias de otros sino narrar nuestras propias historias, pero de una manera abierta, permitiéndonos observar la diversidad y complejidad del mundo que construimos en relación con una multiplicidad de seres.
Los trabajos que dentro de la ecología política hacen uso del posthumanismo para explorar el papel de los no humanos en la dinámica sociopolítica son cada vez más frecuentes y se suman a un conjunto más amplio de trabajos que desde otras disciplinas se abocan al análisis de la agencia no humana (Coyle, 2006; Whatmore, 2006; Hobson, 2007; Kohn, 2007; Robbins, 2007; Goedeke y Rikoon, 2008; Dempsey, 2010; Sundberg, 2011; Collard, 2012; Notzke, 2013; Brice, 2014; Doody et al., 2014; Head et al., 2014; Head et al. 2015; Fleming, 2017; Sepúlveda Luque, 2018). Entre estos trabajos, existe un pequeño número de publicaciones que se asumen como estudios de ecología política posthumanista y que abordan tanto discusiones teóricas como situaciones empíricas concretas (Escobar, 2010; Sundberg, 2011; Notzke, 2013; Chagani, 2014; Gudynas, 2014; Fleming, 2017; Sepúlveda y Sundberg, 2017; Schulz, 2017; Sepúlveda Luque, 2018).
Este conjunto de trabajos muestra ya una cierta identidad de la ecología política posthumanista, centrada en las prácticas de hacer en relación, en los múltiples vínculos entre actores humanos y no humanos, así como en su capacidad de actuar, afectar y ser afectados y constituirse así en sujetos políticos dentro de los escenarios socioambientales (Hobson, 2007; Sundberg, 2011). De esta forma, hay estudios que abordan el papel desempeñado por animales en políticas de conservación (Hobson, 2007; Notzke, 2013), o el efecto de su presencia en la práctica de la restauración y en los conflictos ambientales (Goedeke y Rikoon, 2008). Otros textos analizan el papel de ecosistemas como el desierto de Arizona y sus habitantes no humanos en el control de la frontera sur de Estados Unidos (Sundberg, 2011), o describen cómo ciertos árboles y sus potencialidades incrementan los recursos políticos de poblaciones rurales en Kirguistán (Fleming, 2017).
A pesar de los avances teóricos y metodológicos que propone, la ecología política posthumanista no está exenta de críticas. Al igual que la filosofía posthumanista, tiende a privilegiar los acercamientos teóricos que se producen en Occidente, principalmente en Europa y Norteamérica, y corre el riesgo de silenciar tradiciones de pensamiento indígenas no dualistas, reproduciendo dinámicas coloniales de producción de conocimiento (Sundberg, 2014; Margulies y Bersaglio, 2018). Asimismo, autores como Chagani (2014) explican que la ecología política posthumanista tiene limitaciones para enfrentar problemas o situaciones de injusticia y que, para abordarlos, continúa dependiendo de nociones centradas en lo humano, tales como subjetividad, intencionalidad o responsabilidad, manteniendo una tensión constante entre los acercamientos humanistas y posthumanistas.
A manera de conclusión
En años recientes, la ecología política ha ido incorporando, poco a poco, al posthumanismo como una herramienta teórica relevante para descentrar el papel de lo humano, lo que implica superar definiciones limitadas del ser humano y, al mismo tiempo, ampliar la asignación de grados variables de agencia y subjetividad a lo no humano (Fleming, 2017; Sepúlveda Luque y Sundberg, 2017; Shultz, 2017). Al considerar que la agencia emerge como una propiedad relacional, el posthumanismo brinda a la ecología política nuevas formas de reflexión para superar la dualidad naturaleza-cultura y nuevos elementos para construir una ética alejada del interés individual, centrada en la interconexión y dependencia de unos y otros, donde el sujeto se ubica, de acuerdo con Braidotti (2013), en el flujo mismo de sus múltiples relaciones con otros.
Para algunos autores, como Escobar (2010), la ecología política posthumanista o postconstructiva, en sus propios términos, equivale al análisis de las ontologías políticas, esto es, a la política involucrada en las prácticas que dan forma o performan mundos particulares, y a los conflictos y disputas por persistir que surgen en sus encuentros (Blaser, 2009; Ruiz Serna y Del Cairo, 2016; Sepúlveda y Sundberg, 2017; Sepúlveda Luque, 2018). Mientras, otros se concentran en preguntarse cómo los no humanos se constituyen en actores políticos y en sujetos de justicia y en cómo los encuentros entre humanos y no humanos influencian las disputas ambientales y los recursos políticos de los involucrados (Hobson, 2007; Sundberg, 2011; Fleming; 2017).
No obstante, en cualquiera de sus variantes, la ecología posthumanista promete ofrecernos, en los próximos años, nuevos y más creativos métodos y esquemas para visibilizar la multiplicidad del mundo, para explorar las propiedades y capacidades de los seres encarnados que lo conforman y para pensar sobre nuestros encuentros con lo no humano, sobre las relaciones y sobre lo que significa ser humanos en un mundo de seres y entes interdependientes e íntimamente interconectados.
Agradecimientos
Este trabajo fue financiado por la DGAPA-UNAM, a través del proyecto PAPIIT núm. IN400217.
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Notas
Información adicional
Esperanza Tuñón Pablos: Editora asociada