Artículos de investigación
Recepción: 25 Mayo 2011
Aprobación: 29 Junio 2011
Resumen: Este trabajo estudia la novela de Ricardo Orozco El álbum de Amada Díaz con el objetivo de presentar de una manera diferente, a través de la mirada de su protagonista, Amada Díaz, hija de Porfirio Díaz, los dos períodos históricos de mayor trascendencia en México: la Revolución y el Porfiriato. Es decir, la novela no solamente busca la unificación y re-significación de ambos períodos, sino que además el autor logra la “reconstrucción” de una ciudad de México “acallada” por la voz absolutista de los grupos patriarcales.
Palabras clave: mujer, diario, soledad, espacio, casa, álbum, ciudad.
Abstract: This work analyses the novel “El album de Amada Díaz” by Ricardo Orozco, with the goal to present from a different perspective, the eyes of its protagonist, Amada Díaz, Porfirio’s daughter, the two most relevant historical periods in Mexico: “La Revolución” and “El Porfiriato”. In other words, the novel does not seek only unification and re-signification of both periods, instead, the author manages a “reconstruction” of Mexico City, which was “silenced” by the absolutist voice of the patriarchal groups.
Keywords: Women, Diary, Loneliness, Space, House, Album, City.
Ensoñando la casa y la ciudad: la construcción femenina y espacial en la novela El álbum de Amada Díaz
Durante la época porfirista suscitada entre los años de 1877 a 1911, se comenzó a conformar una nueva dinámica social en donde la presencia de la mujer podría quedar instituida. Aparecimiento que, con el correr del tiempo, quedó sumergido en un anonimato político, económico y social. Fueron muy pocas las mujeres que, ayudadas por su estatus social, lograron incursionar dentro de esa esfera de la política-cultural:
En esa época [el porfiriato], fuera del hogar, las mujeres de clase baja no tenían más opción que ser sirvientas y las de clase media, costureras, que cosían a destajo y muy mal remuneradas […] Las de la clase alta, que disponían de todo el tiempo posible, ocupaban su ocio en paseos, visitas, asistencia a bailes y teatros, y en ocasiones en obras de beneficencia (Bazant, 2002: 119).
Es por ello que en este trabajo se analizará la manera en que el historiador mexicano Ricardo Orozco construye la figura femenina perteneciente a los ámbitos porfirista y revolucionario, representada, en este caso, por la propia protagonista Amada Díaz, a partir de la construcción de los múltiples espacios tanto de índoles interiores como exteriores.
La novela nos presenta dos ejes centrales: el primero se basa en la demostración de una sociedad mexicana en los primeros albores del siglo veinte; mientras que el segundo se cimenta en la re-construcción de la Ciudad de México inmersa en una vorágine ideológica, producto de los años de transición entre el universo porfiriano y la nueva realidad revolucionaria. Para lograr dicho objetivo, Orozco utiliza ingeniosamente la voz de la hija de Porfirio Díaz,[1] puesto que con ella no sólo logra mostrar la situación política, económica y social de ambos períodos, sino que además permite acercarse a ciertos personajes y hechos históricos para desmitificarlos.[2]
Al ser Amada Díaz la encargada de comparar ambos momentos históricos, es ella misma la que re-construye a la Ciudad de México por medio de su propia interiorización. El recuerdo se convierte en la forma como ella puede unir al período porfirista con el mundo revolucionario en el que ahora habita: la ciudad es ensoñada por Amada. Así, la protagonista representa ese puente unificador entre el presente (la ciudad revolucionaria) y el pasado (la ciudad porfirista). Por consiguiente, Amada no se encuentra ubicada en ninguno de los dos tiempos, más bien ella se sitúa en un punto intermedio. Pero su sola presencia actúa dentro de los límites temporales de dichos universos históricos, logrando con ello su unificación y re-significación. Al respecto, nos comenta María Elena D’Alessandro Bello la confluencia de los distintos órdenes temporales que se dan dentro de la obra literaria:
La obra literaria es el espacio de […] encuentro entre presente y pasado, entre recuerdo y olvido, entre modernidad y la tradición […] la literatura posibilita la reescritura del pasado desde el presente, la coexistencia de tiempos y espacios que se construyen en la medida en que se escriben (D’Alessandro Bello, 2006: 4).
El diario como interiorización del yo: un diálogo con mi otro
Sin embargo, a pesar de que la obra narrativa nos presenta dos de las etapas más trascendentales de la vida de México, nos damos cuenta de que en sí la situación social de la mujer continúa siendo la misma. La razón fundamental es que en dichos universos el poder sigue girando en torno a una estructura paternal. Por lo tanto, la mujer seguía viviendo presa de una imagen que la sociedad masculina le imponía y que todavía, como nos afirma el propio Octavio Paz en El laberinto de la soledad, le continúa imponiendo (Paz, 2005: 215). Esto ocasiona que el orbe social de la mujer sea configurado a partir de la visión masculina, provocando así que su participación dentro de la sociedad sea restringida y, por ende, su figura queda en el olvido y el anonimato.
Es debido a esa limitación impuesta por la sociedad paternalista, que la hija de Porfirio Díaz decide buscar un escape que le brinde nuevas posibilidades de “ser”. Situación que no podría figurársele dentro de su universo cotidiano, a excepción de su habitación y el espacio urbano. De esa forma, empieza la búsqueda constante por encontrar un lugar en donde ella pueda desahogar todo ese sufrimiento y agonía que la acompañan a lo largo de los distintos pasajes de la novela. Un mundo en el que ella necesariamente pueda ser considerada como un ser libre, ajena a su irreversible realidad. En efecto, Amada se refugia en la escritura. En ese espacio conciliador en el cual ella se transforma en la propia dueña de sus pensamientos y en donde su sentir puede quedar expresado dentro de los límites que le otorga la palabra. El álbum es el medio de expiación del alma:
Para aliviar esa extenuante condición me he propuesto escribir en este Álbum los pasajes diversos de mi vida […] escribiré cada vez que me venga en gana; cuando me asalte la nostalgia o me atrape el sentimiento; vendré a emborronar páginas sin preocuparme si lo hago bien o mal, sin mortificarme […] Haré de cuenta que sus páginas son los oídos discretos de mi madre –siempre dispuesta a escucharme–; imaginaré hablar con ella aunque sin esperar respuesta, y sin miedo a enfadarla con mis cosas (Orozco, 2005: 13).
Como resultado, Amada inicia la realización de un diálogo interno en donde la figura de la madre se hace presente y tangible. Carme Riera en su libro/diario Tiempo de Espera (1998) nos aclara que ese diálogo interior se construye mediante la relación entrañable que se ostenta dentro del universo íntimo de la palabra. Es decir, los diarios fungen como espacios propicios para la interiorización del yo. Un monólogo interior con uno mismo que a su vez puede transformarse en un diálogo con un otro construido, que no es otra cosa que el reflejo opuesto del yo-hablante/escritor. Por consiguiente, dentro del mágico orbe de la escritura, Amada puede dialogar de manera indirecta con su madre, del mismo modo en el que Riera conversa con la hija que espera en su vientre: “Éste [el diario] es un cuaderno de anotar la vida interior, la más íntima, la nuestra. Vida intestina, que escribiría […] Un espacio en el que las dos nos cobijamos. Un útero de papel” (Riera, 1998: 123).
Los diarios, al igual que las cartas, se presentan como formas discursivas cuya función principal es la comunicación, el diálogo entre un yo que escribe con un otro que lee, que en un primer momento es el mismo yo. En relación con lo anterior, nos explica Abel Posse en su novela El viajero de Agartha (1989): “En esta soledad absoluta de mi misión, la palabra, mi cuaderno de notas, es el único lugar de encuentro conmigo mismo. El lugar de diálogo con el único otro que tengo a mano” (Posse, 1989: 117).
Es a través del diálogo indirecto que se da entre el emisor y el receptor, lo que les permite demostrar, tanto a la carta como al diario, su carácter intimista y privado (Yurkievich, 2000: 23). Recordemos que dichos géneros se encontraban relacionados, durante gran parte de los siglos xviii y xix, directamente con la figura femenina. Las cartas y los diarios tratan de recuperar lo femenino como elemento simbólico. Por tal motivo, los diarios se transforman en el puente comunicativo entre la frágil imagen de la joven hija con la de su madre ausente y callada.
No debemos olvidar que a pesar del sentido intimista que guardan ambos géneros, existe entre ellos una gran diferencia basada en el ámbito comunicativo y temporal. Por una parte, tenemos que la carta es escrita con la finalidad de ser leída y, por consiguiente, no se debe olvidar la presencia alegórica del receptor (Reyes, 1999: xiii). Contrariamente, el diario no necesariamente es escrito con la idea de que sea leído por un otro que no sea uno mismo; pero no por ello, el autor deja de lado la construcción narrativa de un lector modelo, puesto que su figuración se halla inmersa en la intencionalidad misma del texto. Gerard Genette nos especifica que el término del “lector modelo” se basa en ciertas características textuales que la obra narrativa otorga con el fin de que un determinado grupo pueda descifrar su código y entender así su “verdadero” significado textual (Genette: 1998: 94-95). En esa igualdad de pensamiento, también nos informa Umberto Eco:
[…] todo mensaje postula una competencia gramatical por parte del destinatario […] un texto se distingue de otros tipos de expresiones por su mayor complejidad. El motivo de esa complejidad es precisamente el hecho de que está plagado de elementos no dichos. “No dicho” significa no manifiesto en la superficie, en el plano de la expresión: pero precisamente son esos elementos no dichos los que deben actualizarse en la etapa de la actualización del contenido. Para ello, un texto […] requiere ciertos movimientos cooperativos, activos y conscientes por parte del lector […] un texto postula a su destinatario como condición indispensable no sólo de su propia capacidad comunicativa concreta, sino también de la propia potencialidad significativa (Eco, 1999: 74 y 77).
Gracias a ese diálogo interior que sostiene con su madre de forma imaginaria, Amada se da cuenta de la realidad social en la que vive.[3] Una realidad en la que la presencia física de los hombres es indudable e inminente, ya que ésta siempre se encuentra ligada a un icono patriarcal, como es el caso del propio padre Porfirio Díaz o el de su esposo Ignacio de la Torre y Mier.
Viviendo un exilio: prisionera de la soledad
No obstante, a pesar de que ambos actantes masculinos controlan la vida de la joven, Amada los configura como seres antagónicos. Para ella, su padre es un ser amoroso que le ofrece su cariño y comprensión; mientras que por el contrario, su marido es la causa de todos sus males e infortunios, ante lo cual solamente puede resignarse y aceptar con descaro, como toda buena cristiana, el sufrimiento que le otorga su presencia: “Nacho volvió a sus negocios y a las actividades políticas; yo retorné al claustro de mis habitaciones, resignada a continuar esta extraña vida de soledad acompañada y feliz existencia desgraciada” (Orozco, 2005: 11).
Amada sufre en el escenario oscuro del silencio. Es presa de la soledad y la melancolía, dos factores que para Octavio Paz son partes esenciales en la vida de todo ser humano, pues como bien nos señala en El laberinto de la soledad: “El hombre es el único ser que se siente solo […]” (Paz, 2005: 211). Por tanto, dicha soledad se entremezcla con la nostalgia originada por la búsqueda incansable del proceso comunicativo (Paz, 2005: 211). Parámetros que comienzan a conformar una pieza primigenia en la figura de la protagonista y de los demás actantes de la novela. Si bien es cierto que cada uno de los personajes que aparecen dentro de la narración poseen un grupo determinado, al final éstos se encuentran encerrados cada uno en su propio universo: maderistas, villistas, zapatistas, huertistas y algunos porfiristas guiados por Félix Díaz luchaban entre sí con el objetivo primordial de ostentar el poder.
Octavio Paz sostiene que la soledad es la esencia indiscutible de uno mismo y, por consiguiente, no se puede escapar de ella, sino que debe enfrentársele para poder alcanzar la plenitud y la felicidad. Igualmente, la novela se basa en esa lucha constante entre la felicidad de la protagonista y la desdicha que le otorga el mundo ficcional en el que habita.
La soledad provoca que Amada reflexione acerca de su condición social y familiar, pues al igual que su padre ella se encuentra viviendo dentro de un inquebrantable exilio. Su propio exilio oscuro y silencioso que la consume día a día: “Desde el […] día en que papá tuvo que salir de México […] vivo con el alma en un hilo, siempre temerosa por los míos, por todos […] Preocupada por Nacho, mi marido [… pero] la distancia entre nosotros fue aumentado […] hasta parece que mi presencia le resulta un estorbo” (Orozco, 2005: 9, 11).
En ambos casos, la imagen del exilio surge como una constante en sus vidas. Sin embargo, las situaciones en los que se desarrollan son totalmente distintas. En el caso de Porfirio Díaz poseemos un exilio físico, territorial, pues la nueva forma de vida que lleva en Francia lo hace desprenderse del contexto mexicano.[4] A diferencia de él, Amada se desenvuelve dentro de un exilio particular, no basado en un principio geográfico como es el caso de su padre, sino más bien presentado en una dinámica interior. Su lucha social no se despliega dentro del mundo exterior, por el contrario, ésta se manifiesta en el campo de la interiorización, del pensamiento y la palabra.
Entre la protección y el claustro: la poética de la casa
Asimismo, el exilio interior que nos presenta la protagonista no sólo la deja marcada a un nivel político y social, sino también marital. Su matrimonio se convierte en su principal atadura. En el foco primigenio del que emana toda esa soledad y sufrimiento. Por ello, el espacio íntimo de la casa comienza a adquirir la significación de una cárcel. Una especie de claustro religioso en donde su marido se transfigura en ese carcelero insaciable, cuya única función se basa en destruirla tanto física como mentalmente. Ambiente que de igual forma es problematizado por Henrik Ibsen en su obra Casa de muñecas,[5] a la cual Amada le hace referencia de un modo sutil y significativo cuando ella misma se auto-configura como una muñeca triste y olvidada, manejada por los hilos invisibles de su marido-titiritero:
Llegué a la casa cuando la servidumbre –que no me esperaba– hacía los preparativos para su propia celebración […] Ordené un pequeño refrigerio y me refugié en mi habitación; ahí lloré sin contención y sintiéndome el ser más infeliz del mundo […] El origen de mis problemas está en el embrollo en que se encuentra mi existencia: fui separada abruptamente de una parte de mi familia, perdiendo prácticamente a mi padre […] También me duele el alejamiento de mis amigas […] Sin familia y sin amigos me siento como una muñeca rota, inútil, desdichada […] Tendré que hablar con Nacho; esto no puede continuar así. En pocos días cumpliremos 24 años de nuestro matrimonio –si es que a nuestra relación se le puede aplicar tal nombre–. Algunas veces hasta me avergüenzo de decir que soy la señora de Ignacio de la Torre y Mier, pues me parece que todo mundo se compadece de mi pena (Orozco, 2005: 16).
Es a partir de esta problemática existencial, cuando la casa empieza a relacionarse intrínsecamente con el sufrimiento de Amada. Demetrio Anzaldo González señala que la morada se vincula directamente con el poder del hombre: “[…] el control y la manutención del orden y la supremacía de lo patriarcal es el espacio de la casa” (Anzaldo González, 2003: 110). Así, al ser la casa el centro principal del poder hegemónico por parte de la figura masculina, se propicia una ruptura con respecto a la idea de protección y maternidad. La estancia hogareña se metamorfosea en una zona de control constante. Por tanto, se puede advertir que Amada no posee un espacio propio en lo referente a la casa. Su presencia dentro de ella se basa más bien en una no-presencia. En el momento en el que la protagonista toca el umbral de la morada, ésta se encierra automáticamente dentro de su cuarto. Ese sitio privilegiado que simboliza el reflejo de su universo interior, tal y como nos lo aclara Gastón Bachelard: “la intimidad del cuarto pasa a ser nuestra intimidad […] El cuarto es, en profundidad, nuestro cuarto, el cuarto está en nosotros” (Bachelard, 1975: 265). Al igual que la ciudad, el cuarto y la casa son ensoñados por Amada.
De este modo, la dimensión íntima y hogareña que nos plantea el filósofo francés se asocia ineludiblemente con la nostalgia que Octavio Paz nos propone en su tesis. En otras palabras, existe una relación intrínseca entre la soledad propiamente dicha y los espacios en los que habitan los entes humanos. Por tal motivo, siguiendo las ideas planteadas por el ensayista mexicano Ramón Xirau, la soledad debe ser concebida como una nostalgia del espacio (Xirau, 2001: 218). Es por ello que al no tener un espacio como tal, Amada se interioriza. Se hace una con sus recuerdos y, a través de ellos, intenta evocar el espacio que alguna vez le perteneció. Ese sitio que ahora se encuentra atrapado por las manos ajenas y torturadoras de su marido.
En ese sentido, la sombra perseguidora de Ignacio de la Torre y Mier adquiere un significado de violencia social y marital y esto, aunado con la ausencia de hijos por parte del matrimonio, termina por perturbar a la protagonista.[6] La fuerte ausencia de algún primogénito dentro de los límites de la casa, ocasiona que Amada no pueda cumplir el rol que la sociedad le ha asignado: el de convertirse en madre. El simple hecho de no poder satisfacer la nómina femenina hace que la protagonista quede desterrada de todo el acervo político, social y familiar. Las mujeres que no podían concebir hijos eran consideradas inútiles y como tal debían ser tratadas (Aguilar Cachón, 2003: 47).
Ante ello, Amada sólo puede contentarse con ser dueña de sus profundos recuerdos y tristes anhelos. Ilusiones que giran en torno de una familia inexistente, intangible. Delirios familiares que no le permite vivir y desarrollarse como una mujer plena de sí misma: “Me siento oprimida, inútil. A veces creo que la sociedad convierte a la mujer en ama de llaves, con obligaciones de atender los asuntos domésticos y las necesidades del marido y de los hijos, pero sin permitirle una vida propia” (Orozco, 2005: 13). Estas ataduras hacen que la protagonista trate de buscar una supuesta felicidad en algún otro espacio, pero al darse cuenta de que en el presente su vida es miserable decide ampararse en el pasado. En ese único lapso de tiempo en donde vivió su placidez: la época de la dictadura porfirista nuevamente cobra vida. Acción que consolida las fusiones entre los tiempos y los espacios; las dos dimensiones de mayor trascendencia para la estructura del relato.
Gerard Genette (1989) afirma que el tiempo es uno de los elementos esenciales para la composición narrativa, inclusive de mayor envergadura que el propio plano espacial. Para el teórico francés, toda acción depende necesariamente de un orden temporal, ya sea presente, pasado o futuro, puesto que “[…] puedo perfectamente contar una historia sin precisar el lugar en que sucede […] mientras que me resulta casi imposible no situarla en el tiempo en relación con mi acto narrativo […] A eso se debe tal vez que las determinaciones temporales de la instancia narrativa sean manifiestamente más importantes que sus determinaciones espaciales” (Genette, 1989a: 273).
Sin embargo, no por ello vamos a dejar de lado la dimensión espacial del relato. Si bien es cierto que los órdenes temporales son los que rigen las acciones de los actantes, en el caso de la novela, éstos se encuentran indisolublemente ligados al espacio. Validando así la idea del cronotopo propuesto por Mijaíl Bajtín:
Todas las cosas, desde la idea más abstracta hasta un guijarro en la orilla del arroyo, llevan en sí un sello del tiempo, están saturadas de tiempo y en el tiempo cobran su forma y su sentido […] Por otro lado, este tiempo, en todos sus momentos importantes, se localiza en un espacio concreto, se encuentra impreso en él; en el mundo de Goethe no hay sucesos, argumentos, motivos temporales que sean indiferentes en relación con el determinado lugar espacial donde tiene lugar […] En el mundo de Goethe todo es tiempo-espacio, el auténtico cronotopo (Bajtín, 1999: 235).
Por consiguiente, y para lograr su ansiado deseo, la joven protagonista se vale de la utilización de dos medios de conexión que le permiten unificar su pasado con el presente actual. Dos sitios favorables para la ensoñación: uno de ellos es su propio álbum y el otro es la misma ciudad de México; ambos considerados los dos cronotopos centrales de la obra narrativa.
Mi mundo interior: el álbum como espacio unificador
En primer término, tenemos el álbum que no es otra cosa que el propio libro propuesto por Ricardo Orozco y del cual hacemos el profundo acto de lectura (la novela en sí). Esto nos permite apreciar que la novela, o más bien el álbum posee dos partes importantes: la primera relacionada con los diversos retratos fotográficos y recortes de periódicos que aparecen constantemente a lo largo de los distintos pasajes; y la segunda suscitada por los propios escritos que supuestamente Amada realizó con base en la dicha iconografía plasmada en las múltiples páginas del libro. De las dos, la que ocupa el mayor segmento en la obra, y no por ello vamos a dejar de lado la trascendencia de las imágenes, es el relato escrito por parte de la protagonista. Gracias a la escritura, Amada puede revelar su verdadero yo, la fuerza inconfundible de su magna intimidad.
Aunado a lo anterior, y siguiendo la propuesta de Bobes Naves, el álbum se transforma en ese umbral primigenio para la libertad y la agonía. Es el reflejo escrito de la propia Amada Díaz: “[…] el espacio [es] un signo que remite a la situación de los personajes, a sus modos de pensar y de conducirse […]” (Bobes en Villanueva, 1995: 43). Con ello, el álbum adquiere una especie de configuración muy parecida a la de un diario. Aspecto que se ve referenciado debido a su carácter íntimo y anecdótico: “Le llamaré Álbum y en él haré mis notas, dejando en sus páginas los ‘recuerdos’ susceptibles de conservar aquí; será como capturar un poco de esta mala época para recordarla cuando las cosas hayan mejorado” (Orozco, 2005: 13). Así, el llamado álbum se convierte en algo más que un simple portal entre el presente revolucionario y el pasado porfirista, ya que éste actúa como un fiel testigo de una realidad existente llena de conflictos y problemas sociopolíticos y económicos.
Ahora bien, con lo que respecta a las imágenes que aparecen dentro del texto, éstas deben de ser consideradas como componentes paratextuales. Esto se debe a que, para Gerard Genette, los elementos que deben ser considerados como “paratextuales” son los siguientes: “[…] título, subtítulo, intertítulo, prefacios, epílogos, advertencias, prólogos, etc.; notas al margen, a pie de página, finales; epígrafes; ilustraciones; fajas, sobrecubiertas, y muchos otros tipos de señales accesorios, autógrafas o alógrafas […]” (Genette, 1989: 12).
Cada una de las imágenes fotográficas representa los eventos centrales en la vida de Amada, pero también los del propio Porfiriato. En ellas observamos magnas inauguraciones como es el caso de la Columna de la Independencia; ciudades importantes entre las que destacan México y Francia; situaciones escandalosas, la de mayor envergadura es el famoso grabado de Guadalupe Posada sobre el “Baile de los cuarenta y uno”; y varios personajes históricos como Porfirio Díaz, Félix Díaz, Ignacio de la Torre y Mier. Es decir, dichos elementos paratextuales, como bien nos explica Genette, se convierten en las “guías” de lectura que permiten orientar al lector acerca del tipo de interpretación que debe darle a un texto (Genette, 1989: 12). Por consiguiente, Orozco se basa en las distintas fotografías para el desarrollo narrativo de su novela.
No debemos olvidar que toda fotografía no sólo permite suspender los momentos históricos, sino que inclusive ayuda a legalizar el pasado familiar. Por definición, las fotografías fungen como elementos indispensables para legitimar una realidad oficial o, por el contrario, una verdad olvidada:
La fotografía, la imagen fotográfica, tiene por características el distinguirse de las demás imágenes debido a su naturaleza analógica: una naturaleza que le hace capaz de certificar la existencia de su referente. Los rasgos analógicos (demostrativos, referenciales) de la fotografía explican su importancia estratégica en el caso de tiempos y seres desaparecidos, ya que la fotografía funciona como una prueba de existencia en la recordación del pasado. “La foto”, dice Roland Barthes, registra mecánicamente lo que no podrá repetirse existencialmente […] la fotografía, más que ninguna otra técnica, se encuentra indisociablemente ligada al desaparecimiento del cuerpo vivo y del tiempo vivo cuya muerte queda paradojalmente consignada en el recuerdo de lo ya sido. La fotografía crea la paradoja visual de un efecto-de-presencia que se encuentra técnicamente negado por su congelamiento en tiempo muerto (Richard, 2002: 198).
En ese punto, las imágenes no funcionan únicamente como “complementos” del texto, sino que representan el eje central para la confirmación y validación de la diégesis que el autor nos plantea en su libro.
Atrapada entre dos mundos: el universo intangible del monstruo urbano
Con relación a la ciudad, tenemos que ésta se mueve a partir de las múltiples remembranzas que Amada posee sobre ella. La ciudad es el espacio primordial en donde puede fusionarse la fantasía y la realidad ya que, tal y como nos menciona Claudio Zeiger, los centros urbanos se presentan como zonas propicias para la interiorización. Un lugar en donde los sueños, los peligros y las aventuras interactúan entre sí, y nos hacen aferrarnos a nuestro universo cotidiano (Zeiger, 2004: 36). Por ende, la ciudad se transfigura en el escenario ideal en donde los recuerdos de la joven protagonista nuevamente cobran vida y se hacen tangibles ante sus ojos. [7]
Gracias a sus ensoñaciones, Amada despierta al monstruo-urbano de su largo letargo. Para la propia protagonista, despertar a la ciudad significa re-construirla, hacerla parte de ella misma. Reconstrucción que se da por medio de las diversas regresiones en el pasado, o como Genette las denomina en su famoso análisis a la obra literaria de Marcel Proust[8]En busca del tiempo perdido: las analepsis del relato.[9] En efecto, las ciudades en sí carecen de una historia propia y, por consiguiente, son los mismos actantes los que las resucitan, al revivir sus propias memorias y anécdotas alrededor de ellas:
Por las historias, los lugares se tornan habitables. Habitar es narrativizar. Fomentar o restaurar esta narratividad también es, por tanto, una labor de rehabilitación. Hay que despertar las historias que duermen en las calles y que yacen a veces en un simple nombre, replegadas en ese dedal como las sedas del hada (De Certeau y Giard, 2000: 145).
Esta afirmación que se hace acerca de la carencia histórica de la ciudad se debe a su propia formación. La ciudad es un espacio inventado por el hombre. Por tanto, su construcción y significación, sobre todo en el ámbito latinoamericano, todavía se encuentra en vías de una férrea consolidación: “Pero la ciudad latinoamericana es una invención −no sólo literaria− relativamente reciente” (Campra, 1998: 54). En ese sentido, la invención de la ciudad trajo como consecuencia el nacimiento de unas nuevas clases sociales: dentro de sus límites, se desarrolla la aparición de la denominada clase media y el proletariado (Fuentes, 1976: 27).[10]
De tal forma que si el centro urbano es una figuración creada por la mentalidad del hombre, entonces debe de haber un “inventor” que la constituya. Según Carlos Fuentes, dicho constructor no es otro que el propio Jorge Luis Borges ya que, para el escritor mexicano, la primera ciudad latinoamericano en “nacer” ha sido Buenos Aires. En consecuencia, la mítica Buenos Aires se convierte en el ejemplo principal de la invención emblemática del ser latinoamericano:
El primer narrador totalmente centrado en la ciudad, hijo de la urbe que recorre por sus venas con palabras, rumores, silencios y orquestaciones de piedra, pavimento y vidrio, es Borges. Quien conoce Buenos Aires sabe que el más fantástico vuelo de Borges ha nacido de un patio, de un zaguán o de una esquina de la capital porteña. Pero quien conoce Buenos Aires también sabe que acaso ninguna otra ciudad del mundo gira con más fuerza […] Ciudad sin historia, factoría, urbe transitiva, Buenos Aires necesita nombrarse a sí misma para saber que existe, para inventarse un pasado, para imaginarse un porvenir: no le basta, como a la Ciudad de México o a Lima, una simple referencia visual a los signos del prestigio histórico […] el lenguaje de los argentinos es una respuesta a la exigencia de una ciudad que quiere ser verbalizada para afirmar su ser fantasmal (Fuentes, 1976: 25-26).
Esta situación propicia que el espacio urbano se modifique con el fin de consolidar un centro de liberación para la protagonista: el espacio-umbral de la ensoñación. Bajo sus cimientos, la mujer puede perfilarse como un ente libre, puesto que ésta ha dejado de lado el claustro hogareño para acceder en su lugar al universo vital del mundo cotidiano. Recordemos que para Demetrio Anzaldo González: “[…] la liberación de la mujer [se obtiene al] traspasar el umbral doméstico (la casa) y acceder a la criatura hermosa, desnuda, inerme, lineal (la ciudad) […]” (Anzaldo, 2003: 113). La ciudad, al igual que su álbum, se vuelve otro personaje más con el cual Amada dialoga e interactúa. En otras palabras, la ciudad, siguiendo los parámetros de Rosalba Campra, deja de ser un simple armazón con el fin de transfigurarse en ese ente extraño y silencioso que determina las diversas acciones de la protagonista: “[…] la ciudad se afirma como personaje; es decir, […] ha dejado de ser un mero decorado para transformarse en una fuerza capaz de determinar la acción” (Campra, 1998: 27). De esa forma, Amada logra el tan ansiado “contacto” con su padre y con el pasado alegre y feliz que alguna vez tuvo:
Al llegar a la rotonda de la columna de la independencia, pedí al cochero detenerse un momento; quise recordar aquel día de 1910 en que mi padre hizo la inauguración del monumento. La gente entonces quería a mi viejo, donde quiera que se presentaba era saludado con respeto, se le aplaudía […] Recordé la fotografía donde […] aparece después de la inauguración y lloré desconsolada […] (Orozco, 2005: 15-16).
Amada no solamente rememora la imagen del padre, sino que también recuerda su propia existencia: la vida que llevaba durante el Porfiriato en donde, ante los ojos de ella, se desarrollaba una imaginaria igualdad para todos. Hecho que refuerza la interacción profunda entre “personaje-remembranza-espacio urbano”, puesto que la ciudad se constituye como el recorrido trascendental de nuestra propia vida (Rivero Santa Cruz, 2004: 53). Asimismo, nos comenta Rosalba Campra: “La ciudad es ya el lugar de la búsqueda de identidad; persecución sin tregua de algo que, desde afuera, pueda definir el ser” (Campra, 1998: 56).
En suma, la ciudad es nuestra otra cara. Nuestro otro yo-enmascarado, ya que al definirla, al nombrarla, también nos definimos a nosotros mismos. Así, el mayor accionar de la protagonista dentro de la novela es el recorrido que le hace todos los días al centro urbano. Movimiento que permite intercalar el supuesto orden y progreso de la dictadura porfirista[11] con lo que ella considera una ciudad caótica después de la muerte del presidente Madero.[12] Y a través de ese ir y venir por las múltiples calles de la Ciudad de México, cuando Amada realiza una unicidad transitoria entre lo urbano y lo cotidiano. La ciudad ahora se erige como un espacio privilegiado para la vida diaria. El umbral indisoluble en donde nuestra cotidianidad puede ser representada, vivida y confirmada:
[…] habitar una ciudad siempre supone recorrerla y vivir en varios planos y dimensiones rara vez entrelazados de manera cartesiana: un plano espacial […] un plano de los discursos simbólicos y culturales en circulación en ese lugar; un plano de las memorias personales y colectivas, un plano de la fantasía, la imaginación, la percepción y la comprensión que se tiene del lugar, del momento, de la imaginación del tiempo y la circunstancia […] la imaginación del mundo desde ese lugar (Remedi en Carrillo Torea, 2006: 34-35).
Al hacer dicho recorrido, Amada se apropia de la ciudad como nos dice De Certeau (2000: 110), y es mediante ese proceso de apropiación como ella le otorga una cierta valoración a los diferentes periodos históricos. Acción que ella misma nos trata de argumentar por medio de su escala de valores. La protagonista se transforma en una espacie de guía, cuya única misión es la de revelarle al lector cuáles son los actos buenos y malos que se suscitan en torno de ese monstruo-urbano.[13] Esto se debe a que, dentro de los límites específicos de las zonas urbanas, son los ciudadanos los que le dan significación a la ciudad, a sus calles y edificios.[14]
La ciudad no habla por sí sola, sino que son los ciudadanos los que se apropian de ella y la hacen hablar a partir de sus múltiples perspectivas y valoraciones: “[…] un relato de viaje [es] una práctica del espacio. Por esa razón, tiene importancia para las prácticas cotidianas […] El espacio es un cruzamiento de movilidades […] es un lugar practicado. De esta forma […] el urbanismo se transforma en espacio por intervención de los caminantes” (De Certeau, 2000: 128-129). Todo espacio urbano es una zona de transfiguración. Un umbral en donde la protagonista puede exponer los defectos y virtudes de ambos focos históricos.[15] Bajo esta perspectiva, nos menciona Luz Aurora Pimentel:
[…] un espacio construido –sea en el mundo real o en el mundo ficcional– nunca es un espacio neutro, inocente; es un espacio significante y, por lo tanto […] está cargado de significaciones que la colectividad/autor(a) le ha ido atribuyendo gradualmente (Pimentel, 2001: 31).
Conclusiones
En conclusión, observamos que tanto la ciudad como el álbum y la casa se convierten en los fieles confidentes de Amada. Se vuelven los custodios de una verdad, callada y oprimida por las estructuras paternalistas. Amada lucha por ser escuchada y que su voz alcance una determinada valoración dentro del grupo hegemónico. No obstante, al no poder conseguir dicho objetivo dentro del mundo social, se refugia en los recuerdos y la escritura. En la morada habitacional que ella misma ha construido y de la cual, como nos señala Bachelard, ella misma forma parte: “No solamente nuestros recuerdos, sino también nuestros olvidos, están ‘alojados’. Nuestro inconsciente está ‘alojado’. Nuestra alma es una morada. Y al acordarnos de las ‘casas’, de los ‘cuartos’, aprendemos a ‘morar’ en nosotros mismos” (Bachelard, 1975: 29). Es por ello que la novela se nos presenta como esa lucha por encontrar el “mundo idealizado” que tanto ensueña la protagonista. Ensueños que ella refracta en la ciudad, el álbum y la casa. En ese mundo en el que ella misma se auto-pone como puente y frontera. Espacios en donde se presentan, como nos dice De Certeau, los encuentros e intercambios, lo presente y lo ausente, lo tangible y lo intangible (De Certeau, 2000: 138-139). Un universo que va mucho más allá del que nos presentan los porfiristas y los revolucionarios. El lugar íntimo en donde su voz cobra fuerza, valoración y presencia: la escritura.
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Notas
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